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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cien. Soc. vol.33 no.46 Montevideo jun. 2020  Epub 01-Jun-2020

https://doi.org/10.26489/rvs.v33i46.4 

Dossier

Educando en prevención. Hablemos del suicidio

Educating in prevention. Let´s talk about suicide

1 Universidad del País Vasco. Departamento de Neurociencias. Servicio Vasco de Salud. jon.garciaormaza@osakidetza.eus


Resumen:

A pesar del importante problema de salud pública que supone el suicidio, existe aún una tendencia general a silenciar su incidencia y nos resistimos a abordar sus factores de riesgo, desencadenantes y repercusiones. El suicidio en población infantil, aunque menos frecuente que el de otros grupos etarios, existe, y su abordaje exige una reflexión acerca de la pertinencia de introducir a esta población en los conceptos de la muerte en general y del suicidio en particular. El autor del artículo defiende la introducción de estos aspectos en una educación de los menores de edad orientada a aumentar la resiliencia, habida cuenta del efecto preventivo que la promoción de la salud y el aprendizaje de habilidades y estrategias de afrontamiento pueden tener en sujetos vulnerables.

Palabras clave: suicidio; infancia; prevención; cultura

Abstract:

Suicide is a public health problem but there is still a tendency to silence its incidence, risk factors and repercussions. Suicide in children, although less frequent, exists, and its approach requires a reflection on the relevance of introducing the concepts of death and suicide in this population. The author defends the introduction of these aspects within a resilience-oriented education, given the preventive effect that promotion of health and learning of coping skills can have on vulnerable children.

Keywords: suicide; childhood; prevention; culture

La realidad del suicidio

El suicidio comprende la acción y el efecto de quitarse voluntariamente la vida. Suicidio proviene, a semejanza de homicidio (accidentes, homicidios y suicidios son considerados muertes violentas), de la suma de las raíces latinas sui, que significa ‘a sí mismo’, y caedĕre, que significa ‘matar’ (Dorland, 1997). A diferencia de lo que cabe esperar de una muerte voluntaria serena, las personas que ponen fin a su vida mediante el suicidio tienden a tomar semejante decisión padeciendo un sufrimiento psíquico insoportable. Edwin Shneidman denominó a este sufrimiento como dolor psíquico (Shneidman, 1993). Para Shneidman, el estado cognitivo habitual del suicida es el de constricción cognitiva. Este aturdimiento cognitivo es para el mencionado autor una especie de “intoxicación”, y hace pensar y actuar a la víctima como si la muerte autoinfligida fuera la única salida o solución al dolor psíquico insoportable que siente (Leenaars, 2017, pp. 41-42).

En el mundo, más de 800.000 personas mueren por suicidio cada año, con unas tasas anuales de 8 por cada 100.000 mujeres y 15 por cada 100.000 hombres (Sinyor, Tseb y Pirkis, 2017). El suicidio representa la decimoquinta causa de muerte a nivel mundial, pero es la segunda en la población adolescente (Organización Mundial de la Salud, 2017). La Organización Mundial de la Salud considera una prioridad en salud pública la prevención del suicidio y la intervención sobre él, máxime cuando los estudios epidemiológicos contribuyen a comprender y, por lo tanto, a prevenir muchas de estas muertes (Organización Mundial de la Salud, 2014).

Aunque el método de suicidio condiciona la probabilidad de un resultado fatal (mortal o letal), los conocimientos en torno a su elección son escasos. Cuanto menos tiempo requiere un método de suicidio para provocar la muerte y cuanto más difícil e inaccesible resultan el rescate y el tratamiento, si es que existen, más letal se torna el método en cuestión (Värnik et al., 2008).

Si bien no existe consenso suficiente a la hora de explicar la selección entre uno u otro método de suicidio, la disponibilidad, la letalidad y la aceptación cultural parecen ser factores importantes. Más allá de la penetración en el contexto social y la aceptación cultural, algunos roles de género pueden ayudar a explicar que algunos métodos, como el empleo de armas de fuego, sean más habituales entre los varones (Hawton y van Heeringen, 2009). Además, para algunos autores el método de suicidio adquiere un papel simbólico en el suicida, dado que la conducta suicida es reflejo de una última expresión y mensaje por parte de la víctima (Hendin, 1982).

Sea como fuere, la propia Organización Mundial de la Salud recuerda que disponer de información específica acerca de los métodos de suicidio habituales es condición imprescindible para establecer programas eficaces de prevención en cada región (Ajdacic-Gross et al., 2008). Así las cosas, los registros de muertes por suicidio revelan que el envenenamiento por pesticidas es muy común en Asia y América Latina, el empleo de armas de fuego es habitual en Estados Unidos, Finlandia y Suiza y el ahorcamiento es el método predominante en Europa. Existen evidentes variaciones entre países y sexos, como la predilección de las mujeres por la precipitación desde lugares elevados en España y Luxemburgo o la elección de la intoxicación por medicamentos entre las habitantes del Reino Unido y los países nórdicos (Värnick et al., 2007).

A tenor de lo hasta aquí recogido, no sorprende que las más recientes revisiones epidemiológicas subrayen la importancia de desarrollar medidas universales de prevención, como aquellas destinadas a limitar el acceso a los métodos de elevada letalidad (entre otras, controlar la cantidad y la toxicidad de algunos fármacos e intervenir en los lugares emblemáticos y habituales de suicidio por precipitación), y promover estrategias y habilidades de afrontamiento (resiliencia) en los jóvenes mediante la creación de programas educativos específicos (Zalsman et al., 2016; Sinyor, Tseb y Pirkis, 2017).

Atendiendo a la compleja etiopatogenia del fenómeno del suicidio, que incluye, además de factores biológicos, factores ambientales y personales entre los que destacan la presencia de eventos vitales adversos en la infancia y la exposición a situaciones psicosociales traumáticas (Turecki y Brent, 2016), su prevención exige una adecuada capacitación y entrenamiento en habilidades de afrontamiento y resiliencia. Íntimamente ligada a estas consideraciones, surge la cuestión de cuándo y cómo abordar la información o educación en torno al suicidio. Comencemos.

Suicidio y cultura

Podría tratarse de una mera anécdota. Pero sin duda se trata de algo mucho más importante. Existe en el sur de la península ibérica (Andalucía, sur de España) un área geográfica que se conoce como el “triángulo de los suicidios”. Esta región, que se extiende a lo largo de una relativamente pequeña área geográfica de las provincias andaluzas de Jaén, Córdoba y Granada, alberga a algunas de las poblaciones con mayor incidencia del suicidio del Estado español.

Son innumerables los mitos y leyendas que los vecinos de la zona mantiene aún hoy día en torno al problema del suicidio: los hay quienes defienden que es la abundancia en la región de olivos y nogales el posible origen de la elevada prevalencia, para otros es la montaña más elevada de la región, conocida como la tiñosa (cada cual que elija entre las acepciones del Diccionario de la lengua española: “que padece la enfermedad parasitaria de la tiña”, “que es escasa o miserable” o “que tiene suerte en el juego” (Real Academia Española, 2018), la causante de semejante estrago y los hay quienes creen que sin duda alguna debe existir alguna sustancia tóxica enajenante en las tierras o aguas de la zona. Sea como fuere, los habitantes parecen tan habituados a las muertes por suicidio que, tal y como recoge David López Frías en su aproximación al terreno en el diario El Español, emplean expresiones del tipo de “estoy para ahorcarme” para describir su propio malestar o cansancio emocional (López Frías, 2016).

Parece necesario conocer el concepto específico que de la muerte en general y de la muerte autoinfligida en particular existe en cada comunidad o grupo social. La historia reciente de todos y cada uno de los pueblos incluye historias en torno a suicidios verídicos, reales, de carne y hueso. Pero las historias de estos vecinos que un día dieron fin a su propia vida quedan en ocasiones sobrescritas en forma de novelas, mitos o leyendas, básicamente por influencia de los hábitos, creencias y folklore.

En su guía para educación, Cristina Larrobla y colaboradores, al abordar la noción de muerte destacan que:

“(L)a muerte y las circunstancias en las que ocurre provocan sentimientos encontrados en las personas (…). Diferentes autores destacan que las actitudes, creencias, sentimientos y comportamientos ante la muerte son fenómenos psicosociales, culturalmente aprendidos e internalizados a lo largo de la vida. Los ritos, costumbres, el lugar que la cultura le adjudica a la muerte dejan en evidencia la forma en que este acontecimiento provoca, desde la antigüedad, sistemas de creencias y prácticas místico religiosas complejos y elaborados. Estos han servido para darle explicación, entender y poder manejar un hecho inevitable de la vida (…).”(Larrobla et al., 2012, p. 25).

Estas leyendas y mitos se integran en el imaginario y el subconsciente de los ciudadanos del entorno, enriqueciendo su cultura, sí, pero generando también aproximaciones en ocasiones peligrosas en torno al concepto del suicidio y del suicida. Conocer y comprender la historia de nuestros vecinos puede facilitar sobremanera la prevención efectiva del suicidio.

Niños, muerte y suicidio

El suicidio infantil, aunque poco frecuente, existe. Y los factores de riesgo para el suicidio infantil también. Trabajemos en la difusión de conocimientos de los factores de riesgo y en la difusión de los factores de protección y medidas dirigidas a incrementar el bienestar y la salud de los individuos más jóvenes.

En el seguimiento de una cohorte de 7.177 recién nacidos y sus progenitores durante 45 años en Dinamarca, se registró el suicidio de 133 padres, 77 madres y 48 individuos de la cohorte. La muerte por suicidio del progenitor, independientemente del padecimiento por parte de este de un trastorno psiquiátrico o de su estatus social, multiplicó por cuatro el riesgo de suicidio en su descendencia. Este riesgo resultó ser mayor en ausencia de antecedentes de ingresos psiquiátricos (Sørensen et al., 2009).

En una revisión sistemática realizada en Australia en torno al suicidio infantil, se concluyó que tiende a desdibujarse la asimetría resultante de la mayor incidencia del suicidio en los adolescentes con respecto a los niños, hallazgo que se viene replicando en el análisis del registro de fallecimientos por suicidio en edad pediátrica de la provincia de Vizcaya (País Vasco). Otros hallazgos de los autores del estudio australiano incluyen la identificación del ahorcamiento como el método más frecuente de suicidio en niños y la menor presencia de psicopatología en estos en comparación con los adolescentes. Los trastornos depresivos, de conducta y por uso de sustancias fueron los trastornos psiquiátricos más frecuentemente relacionados con el suicidio en niños y adolescentes. En lo que a desencadenantes se refiere, la presencia de conflictos entre los progenitores y sus hijos e hijas supuso un precipitante habitual en niños, mientras que la existencia de un conflicto interpersonal, en general de índole sentimental, lo fue entre los adolescentes (Soole, Kõlves y De Leo, 2015).

Los hallazgos de Christine B. Cha y su equipo, de la Universidad de Columbia (Nueva York, Estados Unidos), sirven para identificar importantes factores de riesgo. Así, los niños indígenas, aquellos que pertenecen al colectivo LGTBI y quienes tienen historia de abuso sexual, físico o emocional presentan con más frecuencia ideaciones suicidas e intentos de suicidio. El abuso sexual parece tener un efecto más sostenido en el tiempo en relación con el abuso físico. El bullying, o acoso escolar, es también un importante factor de riesgo. Para estos mismos autores, la baja autoestima, la desesperanza, la anhedonia, la impulsividad, la agresividad, la desregulación emocional y el elevado grado de neuroticismo también pueden incrementar el riesgo de ideación y conductas suicidas en los jóvenes (Cha et al., 2018).

A pesar de este conocimiento, mantenemos una reticencia más o menos generalizada a abordar con nuestras niñas y niños el concepto de la muerte en general y el concepto de la muerte por suicidio en particular. El estigma en torno a la muerte y al suicidio, resultado, entre otros, del abordaje parcial que sobre ellos se ha desarrollado a lo largo de numerosísimas generaciones, justifica parte de esta reticencia o temor. Quienes justifican evitar hablar acerca del tema lo hacen en función del riesgo de un posible efecto contagio, pero, en un ámbito de la educación totalmente diferente, ¿pensamos que la educación vial puede incitar a nuestros pequeños a arrojarse a vehículos en movimiento? ¿Podría un acercamiento prudente pero transparente a la realidad de la muerte y al sufrimiento psíquico inherente a la condición humana incitar a la aparición y el desarrollo de ideación suicida? ¿Y a la génesis de un trastorno biológico como la melancolía? ¿Y al suicidio? A todas luces, parece poco probable.

En una inusual y excelente experiencia, Brian L. Mishara, del Centro CRISE (acrónimo en inglés del Centro de Investigación e Intervención en Suicidio, Aspectos Éticos y Prácticas en el Final de la Vida), de Canadá, dirigió en 1999 un estudio en torno al concepto de muerte y suicidio en niños de entre 6 y 12 años. Además de recabar importantísima información acerca de un asunto silenciado, Mishara pretendía avanzar en una mejor prevención de la muerte por suicidio en el colectivo de niños y adolescentes.

Los datos analizados mostraron que la inmensa mayoría de los niños de 6 años comprendían razonablemente el concepto de ‘matarse a uno mismo’ o muerte autoinfligida, incluyendo la irreversibilidad del suicidio, hasta el extremo de que los menores, a partir de los 5 años, tenían internalizado que un acto intencional de suicidio provoca la muerte definitiva. Los niños de 10 años comprendían que algunos factores psicosociales o reacciones emocionales personales podían incrementar el riesgo de suicidio. Todos los niños destacaron que sus padres desconocían el grado de información y conocimientos que como niños tenían en torno al suicidio. Pese a todo, y como punto de atención para escépticos: ningún niño mostró reparo o incomodidad al hablar de la muerte o el suicidio.

El trabajo identificó tres fuentes habituales de contacto con el suicidio entre los niños: las conversaciones establecidas entre ellos, la exposición a imágenes y relatos difundidos por la televisión a modo de noticias o ficción y el conocimiento de casos reales de suicidio entre sus familiares y conocidos. Con todo, el autor recomendaba desarrollar una educación en torno a la muerte y el suicidio en la infancia, a fin de que estos conceptos pudieran construirse desde una base de realidad, contribuyendo a desmitificar informaciones parciales, como aquellas que en la televisión glorifican o idealizan el suicidio (Mishara, 1999). Hoy día existen, además, las redes sociales…

Educar para prevenir

Educar para promover la satisfacción personal y colectiva, educar para incrementar la salud física y emocional, este es el objetivo. Aprender a ser felices a pesar de casi todo. En esta ingente pero maravillosa tarea de la educación, debería también tener cabida la educación acerca de la propia muerte. Se hace necesario conocer las explicaciones, la aceptación y los abordajes que la muerte, la muerte por suicidio y la enfermedad mental, entre otras cuestiones, tienen en diferentes contextos y culturas.

El pasado reciente de todo colectivo social incluye muertos en elevado número y algún muerto por suicidio. La cultura popular novela los hechos que en su sociedad acontecen, transformando acontecimientos verídicos, con más o menos acierto, en mitos y leyendas que progresivamente integran y conforman el subconsciente y el imaginario del colectivo en cuestión. Historias nuevas que al poco tiempo se convierten en verdades absolutas e irrefutables o, cuando menos, en explicaciones de asuntos comprometidos arrinconados en forma de tabúes, explicaciones que constituyen, no en pocas ocasiones, la única respuesta a un asunto vital (o mortal).

En el caso que nos ocupa, el suicidio, se trata de la única explicación posible para un asunto que aún hoy, mucho tiempo después de Jaspers, continúa siendo despachado al mundo de los locos (Jaspers, 1958, pp. 188-189). Preguntemos a nuestros abuelos y generaciones anteriores, analicemos y cuestionemos nuestra propia historia, tal vez encontremos que matarse a uno mismo ha sido, es y será un fenómeno relacionado con estados psicóticos a veces, con trastornos depresivos muchas veces y con el dolor psíquico padecido por eventos vitales adversos muchísimas veces más. Casi siempre. O siempre.

A pesar de los nuevos medicamentos y las nuevas terapias psicológicas, la incidencia del suicidio no parece decrecer. Parte importante de nuestra vulnerabilidad a determinados trastornos mentales es trasmisible no solo en forma de genes, sino también en forma de estilos de apego, entorno, experiencias. El sufrimiento, la rabia, la frustración, la desesperanza, el desconcierto, la soledad, la culpa y muchas emociones y situaciones más continúan provocando, en ocasiones, que personas que atraviesan una situación límite se planteen la muerte como única salida del dolor psíquico insoportable que padecen.

Educar adecuadamente implica formar en hábitos de vida saludables y estrategias de afrontamiento de situaciones inciertas, que seguro se presentarán en la vida de todos. Es educar para reducir muertes por suicidio. Es capacitar a las niñas y los niños desde los primeros años para afrontar situaciones adversas y lidiar con ellas y denunciar todas y cada una de las discriminaciones en la casa, la calle o el colegio. Es habilitar y empoderar. Es combatir el estigma de la enfermedad mental y explicar alternativas, dando a conocer nuevos abordajes de conflictos o enfermedades. Es trabajar por una integración efectiva y rehabilitar. Es no discriminar. En resumen, es entender la educación como uno de los pilares fundamentales en la prevención de las muertes por suicidio, habida cuenta del alcance multidisciplinar de este reto.

Educar en la prevención de las muertes por suicidio implica facilitar la adquisición de conocimientos coherentes que habiliten a los individuos más jóvenes, llegado el caso, a identificar situaciones de riesgo y elegir, ya sea para ellos o para sus compañeros, amigos o familiares, las opciones más adaptativas. La tarea debe comenzar con el diagnóstico objetivo de la situación de partida, diferente en cada contexto. Se empieza a partir de una fotografía de la situación actual, una imagen en la que deben coexistir aspectos de la situación socioeconómica, hábitos, creencias, tendencias, dificultades y actitudes hacia la enfermedad, la muerte y el suicidio, entre otros. Es aquí donde un cuento acerca del viaje que los humanos realizamos desde la muerte hasta la muerte, el maravilloso viaje que se llama vida, puede tener sentido.

Un cuento

Una vez leí que un cuento, desde una estructura simple (comprensible) pero sincera (realista) es una buena herramienta a la hora de trasmitir un mensaje importante.

El viaje de nuestra vida es un trayecto, más o menos largo, de recorrido desconocido (más o menos recto, circular o enrevesado). Pero esto da igual. El viaje de la vida suele contener muchas más equivocaciones, frustraciones y desgracias que aciertos, satisfacciones y alegrías. Pero esto da igual. Da igual, porque en presencia de la adecuada madurez, que todos podemos adquirir, y de una suficiente capacidad de dar sentido al viaje, terminan por olvidarse las averías, paradas y otros imprevistos del camino. Imaginemos un viaje en tren. El inicio del trayecto es habitualmente oscuro, partimos de una desconocida y fría estación. Es desde esta estación de no vida, o muerte, desde donde, por más que queramos negarlo, todas y todos comenzamos nuestro viaje. Orientar a los nuevos viajeros y acompañarlos en este proceso de aprendizaje es una de las tareas más maravillosas que los viajeros con experiencia podemos desarrollar. Llamamos a este período crianza, educación. Da igual. Se trata de una formación imprescindible, mucho más importante que cualquier titulación universitaria, pero que, aunque muy barata, exige mucho tiempo y dedicación. Es por ello que suelo recomendar a madres y padres deseosos de habilitar un vagón para pequeños que comprendan la dimensión de semejante proyecto o desafío. En este vagón, el más importante de todo el convoy, debe prepararse a los pequeños para encarar las dificultades que se presentarán en el camino. Hablar con sinceridad, valiéndose de los propios aciertos y equivocaciones, facilitará el proceso. Incluso con temas tan peliagudos como el suicidio, el abordaje debe ser el mismo. Los niños son capaces de comprender qué es la tristeza. Pronto entienden qué es la muerte y aceptan que todas y todos moriremos algún día. Y no se sienten incómodos hablando de ello. Nos sorprendería conocer lo preparados que están para asimilar que algunos viajeros pueden entristecerse hasta límites insospechados (hasta un límite muy doloroso que los viajeros con más años denominamos depresión o melancolía). Pero, adecuadamente informados, nuestros jóvenes recordarán, llegado el caso, que existen alternativas eficaces. Y lo recordarán también cuando detecten situaciones de riesgo en sus amigas y amigos, y orientarán y acompañarán a muchos viajeros más. No hay nada de malo en identificar y dar nombre a los eventos vitales adversos de nuestro entorno. Tememos mucho más a lo que desconocemos. Identificar y dar a conocer riesgos, dificultades y desafíos es el primer paso para pensar entre todos alternativas y soluciones. Pronto descubrimos que nuestro trenecito discurre por lugares y rincones interesantes y advertimos que el paisaje está repleto de individuos de lo más curiosos. Llegado un determinado momento, no es extraño sentirse seducido por personas, tareas o proyectos, y cada cual deseará preservar, enriquecer y compartir su experiencia, aportando un sentido único y genuino a su existencia. Tras muchos kilómetros, intuiremos que nos aproximamos al final del recorrido. Comprenderemos que nuestra locomotora pronto descansará para siempre en la estación donde todo comenzó. Para entonces, habremos contribuido a hacer más agradable el viaje de muchísimos viajeros. Los más jóvenes podrán poner en práctica nuestros consejos. Colorín colorado, la prevención ha comenzado.

En esta aproximación simbólica debemos tener presentes a todas las personas afectadas por la muerte por suicidio de un ser querido. Podemos representar la muerte por suicidio como la brusca finalización del viaje como consecuencia de un salto al vacío desde el convoy. Semejante interrupción, en ocasiones muchos y muchos kilómetros antes de lo que en origen era esperable, afecta a los acompañantes, que ven marcado con dolor y sufrimiento el resto de su propio viaje. Es por ello que las madres y padres, los educadores y todos en general debemos reconocer la asistencia a estas personas como una prioridad y debemos inculcar en nuestros niños lo importante de acompañarlas y asistirlas.

Referencias bibliográficas

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Nota: Médico psiquiatra, integrante de la Red de Salud Mental de Vizcaya, del Servicio Vasco de Salud y del Departamento de Neurociencias de la Universidad del País Vasco

Nota: El trabajo en su totalidad fue realizado por Jon García Ormaza

Nota: El editor Felipe Arocena aprobó éste artículo

Recibido: 18 de Junio de 2018; Aprobado: 17 de Julio de 2019

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