Introducción
La emergencia de liderazgos políticos hostiles a las democracias liberales es un fenómeno transnacional que revela un profundo malestar acerca de la dinámica de participación y representación en las democracias consolidadas, como atestan varios autores y autoras de peso en el debate democrático (Taggart, 2002; Mudde, 2004; Albertazzi y McDonnell, 2008; Mudde y Kaltwasser, 2017; Mounk, 2019; Inglehart y Norris, 2019; Malkopoulou y Kirshner, 2019; Przeworski, 2020). Esa insatisfacción se manifiesta de diversas formas, en medio de una ola de transformaciones sociales, económicas y políticas aceleradas que generan insatisfacciones y remordimientos de todo tipo: aumento de la desigualdad social, crecientes tasas de abstención electoral, desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones representativas, aislamiento y tecnización de la política y de la economía, impactos de la digitalización de la vida, transformaciones en el ámbito de las relaciones de género y crisis ambiental, entre otras (Rosanvallon, 2007; Cooper, 2017; Castells, 2018; Runciman, 2018; Levitsky y Ziblatt, 2018; Brown, 2019; Biroli y Teixeira, 2022; Kritsch y Silva, 2022).
Este contexto ha propiciado la proyección de diversos liderazgos políticos, en diferentes regiones del mundo, que ascendieron políticamente al asumir valores y visiones de mundo que abogan en favor del nacionalismo, del militarismo, del nativismo, de la supremacía racial, del sexismo, etcétera. Podemos mencionar como ejemplos de esos diagnósticos la llegada al poder de Viktor Orbán, en Hungría; de Donald Trump, en EE. UU.; de Boris Johnson, en Reino Unido; de Recep Erdogan, en Turquía; de Narendra Modi, en India, y de Jair Bolsonaro, en Brasil. En las palabras de Nancy Fraser (2018), la emergencia de esos liderazgos políticos al poder revela
un debilitamiento dramático, si no un evidente colapso de la autoridad de las clases políticas establecidas y de los partidos políticos. Es como si las masas de personas en todo el mundo (...)hubieran perdido la confianza en la buena fe de las élites y buscaran nuevas ideologías, organización y liderazgos. (p. 44, traducción propia)
Se trata, por lo tanto, de un diagnóstico transnacional que, dando continuidad aun a la comprensión de Fraser, puede ser abordado como síntoma de una «crisis política global» (ibídem), que, entre otras cosas, ha llevado actores de la extrema derecha al centro del poder político.
En ese contexto, el concepto de populismo ha sido movilizado convencionalmente para indicar un peligro intrínseco a la democracia: sirve para expresar una relación conflictiva y compleja entre ese fenómeno y la democracia (Cassimiro, 2021, p. 3). De manera general, el populismo aparece como categoría aglutinadora que reúne diversos movimientos, partidos y liderazgos políticos en un único rótulo: el de populistas.2 Para Mudde y Kaltwasser (2017, p. 79), el populismo, al depender del contexto en el que aflora y de cuál sea su fuerza electoral, puede ser tanto una amenaza como un correctivo para la democracia. Otros abordajes han sugerido diagnósticos distintos cuando se trata del tema. Nadia Urbinati (2014, p. 135), por ejemplo, entiende que el populismo emerge en los contextos de las democracias constitucionales representativas y disputa, dentro de ese orden política, el lugar de representación del pueblo, lo que desfigura y altera radicalmente la naturaleza de esas democracias. En campo distinto, Ernesto Laclau (2005a; 2005b) y Chantal Mouffe (2019) comprenden el populismo como una ventana de oportunidad para repensar las fronteras internas de las democracias liberales.
Aunque la relación problemática y conflictiva entre populismo y democracia haya atravesado todo el siglo xx (Germani, 1978; Canovan, 1981; 1999), fue a partir de la década de 1990 que el tema recibió una carga renovada de investigaciones académicas con abordajes de diferentes perspectivas metodológicas: como ideología (Mudde y Kaltwasser, 2017), como performance y estilo político (Moffitt, 2016), como nueva forma de representación (Urbinati, 2019a), como ontología del político (Laclau, 2005a; 2005b; Mouffe, 2019), entre otras. Ese «avivamiento populista» (Moffitt, 2016, p. 11) contribuyó no solo para calificar el tratamiento metodológico dado al concepto, sino también para que se consolidara como un campo de investigación relevante para la ciencia política contemporánea.
Con todo, el alto interés por el tema parece no haber resuelto algunas cuestiones que lo rodean. La polisemia en torno al concepto hace que respuestas distintas, y muchas veces contenciosas, sean dadas para cuestiones que implican diagnósticos alrededor del por qué y de cómo el populismo como práctica política ha ganado fuerza en diferentes partes del mundo, cuáles son las semejanzas y diferencias entre los casos identificados como populistas y si representan o no una amenaza para la democracia. Benjamin Moffitt (2016), por ejemplo, considera el populismo contemporáneo un efecto de las transformaciones políticas, económicas y comunicacionales que atravesaran las sociedades en las últimas décadas, el cual toma su forma actual a partir de un modo de representación e identificación política que se organiza a través de las nuevas técnicas y tecnologías de medios y comunicación.
Mudde y Kaltwasser (2017), por su parte, buscan establecer una definición mínima del concepto de populismo y lo hacen desde la comprensión de que se trata de un tipo de ideología3 y, más específicamente, de una «ideología delgada» (thin-centred) que contrasta con las denominadas «ideologías gruesas» (thick ideology),4 como, por ejemplo, el liberalismo, el socialismo y el conservadurismo. En este sentido, el populismo podría tener efectos positivos para la democracia si es pensado desde el eje de la participación ciudadana, y efectos negativos desde el eje de la oposición ciudadana (Mudde y Kaltwasser, 2017, pp. 82-83) y la garantía de los derechos individuales. Es decir, al depender del contexto y de cómo el populismo se manifiesta, el fenómeno puede ser tanto una amenaza como un correctivo para la democracia (Mudde y Kaltwasser, 2017, p. 79).
A su vez, Chantal Mouffe (2019), al analizar las sociedades europeas, considera que estos países están pasando por un «momento populista» que se manifiesta de modo más acentuado a partir de una crisis de hegemonía neoliberal; más específicamente, a partir de la crisis financiera de 2008. En un escenario en el que múltiples demandas sociales no encuentran canales institucionales de manifestación y para los cuales las teorías deliberativas no dan respuestas satisfactorias, se permite el surgimiento de nuevos sujetos sociales que proponen reconfigurar el orden social existente: estos serían los casos de los actuales populismos de derecha en Europa. Para la autora, esto solo fue posible porque las transformaciones políticas y económicas conducidas durante el período de hegemonía neoliberal atacaron dos pilares fundamentales del ideario democrático: la igualdad y la soberanía popular. El «momento populista» es justamente la expresión de diversas resistencias a esas transformaciones (Mouffe, 2019, p. 22).
En un sentido semejante, Nancy Fraser (2018, p. 44-46) identifica en la contienda electoral estadunidense de 2016, que resultó en la elección de Donald Trump para la presidencia de los EE. UU., la manifestación de un escenario de crisis económica, política, ecológica y social, en cuanto colapso de un orden hegemónico neoliberal; más específicamente, de la crisis, de un lado, de un neoliberalismo progresista que coincidía las principales corrientes liberales de los nuevos movimientos sociales y, de otro lado, de la crisis de sectores vinculados a segmentos empresariales y financieros de la economía. El colapso de esa hegemonía, representada sobre todo por la candidatura de Hillary Clinton, proporcionó lo que Fraser (2019, p. 84) llama «populismo reaccionario», representado, en un primer momento, por el trumpismo.
Para Nadia Urbinati (1998; 2019b), a su vez, los análisis del populismo deben presuponer una concepción democrática del espacio y del proceso político que contribuya no solo para la comprensión de cómo se da la formación del sujeto populista, sino también de una evaluación del nivel de compatibilidad de esa formación, con los fundamentos normativos que legitiman los procedimientos y las instituciones democráticas a lo largo del tiempo, y para todos los ciudadanos de manera igual. De esta forma, la autora señala la necesidad del uso de un amplio referencial teórico acerca del tema para que sea posible elaborar un ámbito de investigación que sea, a la vez, sociohistórico y político-teórico. Dicho marco debería distinguir el populismo como un movimiento retórico contrario a la representación tradicional,5 no interesado en construir un electorado representativo en democracia electoral, del populismo que busca alcanzar el poder gobernante del Estado. Capaz de desestabilizar los fundamentos normativos de la democracia en su práctica cotidiana, el último fenómeno constituye el foco de la preocupación de la autora.
El lugar que ocupa el populismo en la democracia y sus impactos sobre ella son importantes para comprender sus propias formaciones y expresiones distintas. De modo general, es posible identificar la existencia y el ajuste de una relación compleja: conceptos como soberanía popular y regla de la mayoría -«pueblo» y «voluntad»- se presentan como principios normativos importantes, tanto para el populismo como para la democracia. Las interpretaciones sobre los abordajes posibles de esa relación y los límites establecidos están en disputa y tienen enorme relevancia para la interpretación y la comprensión de las dinámicas de poder que se expresan en la forma de organización y el ejercicio de gobiernos populistas alzados al poder. Para estudiar estos y otros temas que dividen opiniones, proponemos señalar en este artículo dos abordajes distintos y que se contraponen sobre el fenómeno: el de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y el de Nadia Urbinati.
Populismo en la teoría de Laclau y Mouffe: la crisis de las democracias liberales como un problema fundamentalmente político
Desde el inicio de los años 2000, Chantal Mouffe (2005a, p. 50) ha alertado sobre la emergencia de liderazgos políticos populistas vinculados a discursos y agendas políticas de extrema derecha, así como el hecho de que tal fenómeno evidencia desafíos no solo para las democracias liberales, sino también para la propia revisión normativa de las premisas que orientaban las teorías democráticas hegemónicas del período; sobre todo, las constituidas alrededor del paradigma de la democracia deliberativa (Mouffe, 2005b, p. 165-167), inspiradas en los legados de John Rawls (1971) y Jürgen Habermas (1992).
Para la autora, la teoría política democrática contemporánea estuvo fundamentada sobre principios normativos que buscaban domesticar el conflicto político a partir de premisas racionales y consensuales que se presentaban incapaces de lidiar con la emergencia de nuevas fronteras políticas -que se estructuran en un discurso populista, a partir de la oposición entre «pueblo» y «élite» (establishment)- y que conformaron el actual modelo hegemónico de una visión postpolítica de sociedad. En palabras de la autora, «lejos de caracterizar un retorno de las fuerzas arcaicas e irracionales, un anacronismo en tiempos de identidades “post convencionales” a ser combatido a través de más modernización y políticas de “tercera vía”, el populismo de derecha es la consecuencia del consenso» (Mouffe, 2005a, p. 51, trad. propia).
El conflicto, según la autora, fue enmarcado, en las teorías de matriz liberal deliberativa, en un modelo teórico que articula el consenso, al ser fundamentado en dos premisas, individualismo y racionalismo, los que, a su vez, representan dos pilares de las sociedades democráticas liberales: derechos humanos y libre mercado. De ese diagnóstico emanan dos problemas: el primero es que el lugar central y normativo que el individualismo y el racionalismo ocupan en la matriz liberal impide el reconocimiento efectivo del papel de las emociones y pasiones en la constitución de identidades colectivas; en segundo lugar, en la relación entre soberanía popular y los derechos humanos, el modelo de democracia liberal pasó a prescindir de la primera, considerándola, en determinados momentos, un obstáculo para la implementación de los segundos. Con el predominio de una interpretación estrictamente liberal de los derechos humanos, estos habrían pasado a ocupar el mero papel de «proporcionar la estructura moral que tal política (consensualista) necesita para respaldar sus pretensiones de representar el interés general, más allá de las fracciones partidistas» (Mouffe, 2005a, p. 54).
Para Mouffe (2005a, pp. 52-53), el problema no radica en asumir el papel constitutivo que juegan los derechos humanos en las democracias modernas, sino en elegir los derechos humanos como único criterio legítimo para juzgar las políticas democráticas, instrumentalizando o relegando el papel de la soberanía popular en la participación política y la toma de decisiones en las democracias liberales. En otras palabras, para ella, la democracia no puede convertirse en un apéndice del liberalismo. El arreglo disponible hoy se refiere a la articulación histórica y contingente -resultado de luchas y disputas entre diferentes fuerzas sociales- entre dos tradiciones diferentes: la libertad individual y el pluralismo, del lado de la tradición liberal, y la soberanía popular y la igualdad, del lado de la tradición democrática (ibídem). El péndulo de esta articulación a veces trató de democratizar el liberalismo; a veces, de liberalizar la democracia. Sin embargo, detrás de las diferentes formas y configuraciones de ciertos regímenes políticos estaba presente una forma adversarial de confrontación política.
El problema, argumenta la autora, es que ese marco teórico resultó en el «triunfo de una interpretación puramente liberal de la naturaleza de la democracia moderna» (Mouffe, 2005a, p. 52). Al transformar la soberanía popular en mero apéndice del liberalismo, las democracias liberales permitieron que partidos y líderes políticos identificados como populistas de derecha movilizaran el tema de la soberanía popular. El ocaso de la soberanía popular en las sociedades liberales-democráticas sería el primer elemento importante para la comprensión del actual crecimiento del populismo de derecha en la contemporaneidad. En un contexto de hegemonía de un determinado tipo de liberalismo -liberal consensus- predominante en la vida y en la teoría política, incapaz de hacer frente a la relación compleja entre democracia y liberalismo, líderes y partidos populistas de derecha se presentaron como la alternativa y como legítimos representantes del pueblo, cuyos intereses fueron sofocados por las élites políticas en el poder (Mouffe, 2005a, p. 53).
El discurso populista se construye a partir de la frustración, insatisfacción y remordimiento populares generados por las democracias liberales, que no parecen ser capaces de organizar a las mayorías descontentas y ofrecer alternativas a la reducción de la política en un marco tecnicista y consensualista para lidiar con problemas de orden colectiva (Mouffe, 2015a, p. 9). En este escenario, la democracia y la política se limitan a asegurar las condiciones necesarias para el buen funcionamiento del mercado. Para la autora, la política se convirtió en mera alternancia de poder entre partidos políticos, sean ellos de centroizquierda o de centroderecha (Mouffe, 2019, p. 25-26), que se mueven al centro de la disputa política, un movimiento que ha resultado en procesos de «oligarquización» de las democracias liberales que se manifiestan por medio de la financiarización de la economía y del desmantelamiento de políticas de bienestar social en favor de privatización y políticas de desregulación laboral.
Ante esto, la autora busca elaborar un abordaje teórico capaz de ofrecer respuestas a las condiciones políticas, económicas y sociales actuales que superen la dimensión de mecanismos excluyentes de los discursos populistas de derecha, sin negar la dimensión antagónica del político. En palabras de la autora, «el crecimiento de varias religiones, así como de fundamentalismos morales y étnicos, es (…) consecuencia directa del déficit democrático que caracteriza la mayor parte de las sociedades liberal-democráticas» (Mouffe, 2005b, p. 172, trad. propia).
La incapacidad del sistema político de absorber los conflictos sociales y de proporcionar respuestas alternativas para los problemas que se le presentan permitió que partidos populistas de derecha movilizaran y crearan formas colectivas de identificación; muchas veces, movilizando pasiones y emociones (Mouffe, 2005a, p. 55). Oponiéndose a la idea de que la política se reduce al lenguaje de las motivaciones y del autointerés, Mouffe argumenta que parte del poder de seducción de discursos populistas se explica por el hecho de que sus autores reconocen que la política consiste en la creación de un «nosotros» versus un «ellos», y que eso implica la creación de identidades colectivas y formas de identificación alrededor de la idea de pueblo (Mouffe, 2005b, p. 20).
La falta de un marco adecuado para reflexionar sobre los conflictos políticos contemporáneos y el cierre de canales institucionales capaces de dar salida a esos conflictos han llevado a que la reacción primera contra la emergencia de líderes y partidos políticos populistas de derecha fuera una respuesta moralista. Es decir, al establecer la frontera política entre demócratas (nosotros) y extremistas (ellos), según la cual los primeros serían racionales y razonables, y los segundos, irracionales y movidos por pasiones atávicas (Mouffe, 2019, pp. 28-29), el discurso hegemónico en las democracias liberales redujo una amalgama de grupos y partidos con características, objetivos y espectros políticos distintos a un único rótulo: extrema derecha (Mouffe, 2005a, p. 57). Este reduccionismo sería así la consecuencia más directa de aquel lenguaje democrático fundamentado en premisas consensualistas de conflicto, incapaz de recurrir al repertorio del modelo adversarial de política, al cual solo le queda la alternativa de operar en el registro moral.
Mouffe (2005a, p. 58) argumenta que no se trata de realizar una defensa de la Realpolitik o de ignorar la relevancia de los problemas normativos que ocupan un papel central en la política contemporánea. En este punto, es necesario establecer distinciones entre moralidad y moralismo, una vez que este último está reducido a identificar/denunciar el «mal» (evil) en los demás. En el terreno moralista, no cabe el ejercicio de comprensión de las razones que posibilitan la emergencia y existencia de sujetos colectivos que tensionan las fronteras políticas bien establecidas en las democracias liberales, sino su condenación a priori por el hecho de ser moralmente inaceptables. El moralismo se mueve en el terreno del enemigo moral que necesita ser destruido en lugar de ser encarado como adversario político legítimo.
Para Mouffe (2005a, p. 58-59), la democracia está amenazada cuando la política opera en el registro moral. Porque la moralización de la política no permite la emergencia de antagonismos en los procesos democráticos; es decir, ella se convierte en una barrera para la lucha entre adversarios que respetan el derecho de sus oponentes de defender su posición. El registro moral no permite la comprensión del enemigo en términos adversariales. El discurso populista, por otra parte, se fortalece en contextos moralistas en la medida en que eso refuerza su posición de discurso anti-establishment y de denuncia de la exclusión del «pueblo» de la esfera de la política y del gobierno, operada por las élites políticas.
En la perspectiva defendida por la autora, urge recuperar el lugar del antagonismo en la construcción del político y de las diferentes formas de emergencia de identidades colectivas en las sociedades contemporáneas, con la finalidad de comprender las motivaciones, los intereses y las pasiones como manifestaciones de un conflicto político que ha encontrado canales de proyección y expresión en proyectos políticos populistas de derecha.
El teórico político argentino Ernesto Laclau, importante referente en el tema, dedicó especial atención y ofreció un tratamiento más preciso al concepto de populismo que permea el trabajo teórico y político de los dos autores. Para explorar las potencialidades del concepto, Laclau parte de la ambigüedad y de la falta de clareza conceptual alrededor de la noción de populismo. Según el autor, esas son características que indican la limitación de las herramientas ontológicas con las que la teoría política ha intentado abordarlo (Laclau, 2005b, p. 16).
En la pluma de Laclau, el populismo pasa a ser entendido como estrategia discursiva de construcción de una frontera política (politics) propia a la dimensión del político (political).6 Por consiguiente, el populismo aparece como un modo de articulación e identificación que opera a través de la movilización del antagonismo, como posibilidad siempre latente de que una parte (el nosotros) se proyecte a fin de representar hegemónicamente el todo. En este sentido, el populismo opera como lógica de articulación que se manifiesta en el ámbito del político, y, como tal, es capaz de constituir la naturaleza social del sujeto colectivo que emerge a partir de esa articulación.
Al volver analíticamente para la dimensión ontológica del conflicto social, Laclau argumenta que el contenido óntico del populismo puede variar, al depender del contexto social en que el antagonismo es constituido. De esa manera, el populismo, como forma de identificación, no pertenece al campo de la izquierda o de la derecha, no está vinculado a ninguna agenda política específica o a algún agente político a priori; en esos casos, «la práctica política tendría algún tipo de prioridad ontológica sobre el agente» (Laclau, 2005a, p. 33).
Para comprender la forma como Laclau (2005b, p. 97) interpreta el populismo es fundamental considerar que el autor no entiende el fenómeno como manifestación ideológica de un grupo ya constituido. Todo lo contrario: el populismo es en sí una forma -aunque no sea la única- de constituir la unidad misma de un grupo alrededor de una identidad populista. En el límite, el populismo se refiere a la construcción de un modo de identificación que (re)define las fronteras entre el pueblo y sus adversarios.
Para esta teoría, el concepto de antagonismo juega un papel importante en el proceso de desconstrucción y reconstrucción de identidades colectivas en el tablero político, por lo que es necesario alejar cualquier noción esencialista que defina previamente a los actores en disputa (Panizza, 2005, pp. 4-5; Mendonça, 2012, p. 209). En este abordaje, la distinción «nosotros/ellos» opera como elemento constitutivo en la formación de identidades colectivas. Se supone, de esta forma, que toda «creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, la que muchas veces se construye con base en una jerarquía» (Mouffe, 2015, p. 14); o sea, toda identidad colectiva es constituida de manera relacional, por oposición a un otro diferencial. Sin embargo, esto no quiere decir que toda relación entre sujetos colectivos sea antagónica, sino de reconocer que la formación de identidades políticas puede basarse en una relación entre antagonismos.
En otras palabras, el antagonismo no se construye alrededor de «identidades completas», establecidas antes del confrontamiento político, pero sí de forma relacional entre dos polos antagónicos en los que la mera existencia del «otro» impide la realización plena de la identidad del «nosotros». En ese sentido, como afirma Daniel Mendonça (2012, p. 209), situaciones de ese tipo indican la existencia de una «relación entre identidades incompletas» que se constituyen dentro de un proceso discursivo de significación; el «antagonismo tiene la función de generar un tipo específico de identificación política» (Mendonça, 2012, p. 224).
El enfoque teórico-conceptual de Laclau y Mouffe está anclado en la teoría del discurso, que entiende el discurso como terreno primario de constitución de la objetividad social, o sea, como un complejo de elementos en el que las relaciones desempeñan un papel constitutivo (Laclau, 2005b, p. 92). En consecuencia, desde ya es necesario asumir que no existe objetividad preexistente a cualquier tipo de relación discursiva. Así, la teoría del discurso no se restringe a los elementos lingüísticos y a los actos de habla; por el contrario, abarca «dimensiones extralingüísticas» (Mendonça, 2012, p. 206) que involucran elementos lingüísticos, afectivos, simbólicos y materiales fundamentales para comprender todo el «sistema de prácticas significativas que forman las identidades de sujetos y objetos a través de la construcción de antagonismos y del diseño de fronteras políticas» (Howath y Stavrakakis, 2002, p. 3-4, apudPanizza y Stavrakakis, 2021, p. 23).
La constitución de las identidades colectivas depende de una relación de equivalencia entre significantes vacíos y significantes fluctuantes,7 donde un elemento diferencial -como un significante fluctuante- pasa a ocupar dos papeles en la cadena de equivalentes:8
1) el de expresar su propia particularidad en la lógica diferencial y
2) el de representar de modo universal -como un significante vacío- la cadena de equivalencia que la sobrepasa.
En este sentido, la construcción de una identidad común emerge a partir de un conjunto de identidades puramente diferenciales, capaz de captar -en pretendida totalidad emergente- cada acto de significación diferencial. Sin embargo, la diferencia que emerge de esta totalidad es apenas una diferencia interna; falta aún lidiar con el enfrentamiento de la exclusión que transcurre de ese proceso de significación. De acuerdo con este razonamiento, la emergencia de una identidad colectiva presupone la exclusión del otro. Incluso, más que eso, es ese proceso de identificación/exclusión el que posibilita la cohesión interna y mutua entre los pertenecientes a determinada identidad colectiva que emerge de una cadena equivalencial, en contraposición al rechazo del elemento excluido.
Laclau afirma que en la totalidad encontramos la tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia; en ella, se manifiestan la imposibilidad de superación de esa tensión y la necesidad de la experiencia totalizadora, para la cual la equivalencia ofrece un cierre simbólico -aunque precario- sin el cual la totalidad no adquiriría significación. La totalidad es el «lugar de una plenitud inalcanzable» (Laclau, 2005b, p. 94). La operación por medio de la cual «una particularidad asume un significado universal inconmensurable consigo misma es lo que llamaremos hegemonía.» (Laclau, 2005b, p. 95, trad. propia).
De ello se desprende, por consiguiente, la relevancia del concepto de hegemonía para la comprensión de la relación entre populismo y democracia en la obra de Mouffe y Laclau. A partir del legado de Antonio Gramsci y de la reelaboración de su concepto de hegemonía, Laclau y Mouffe movilizan el término para denotar el carácter contingente y abierto del campo social, imposible de ser completado en su totalidad: reconocen que todo tipo de hegemonía es la manifestación de una «condición (en la que) una fuerza social particular asume la representación de una totalidad que le es radicalmente inconmensurable» (Laclau y Mouffe, 2015, p. 37). Por ese motivo, ningún proyecto político o actor social colectivo puede capturar completamente el social o presentarse como resolutivo de todos los antagonismos sociales presentes en la sociedad. Según Laclau (2005a, p. 34), eso implica reconocer una determinada asimetría entre la comunidad -comprendida como un todo- y los agentes sociales que operan dentro de ella. O sea, ningún agente social coincide con el pleno funcionamiento de la sociedad. Toda forma de hegemonía es «la cristalización temporaria, una fijación parcial del equilibrio de fuerzas y representaciones, que puede retroactiva y temporariamente ser aceptado como el “sentido común” de una comunidad, como lo que la comunidad “da como hecho”» (Panizza y Stravrakakis, 2021, p. 23).
A partir de ese marco teórico, Laclau entiende el populismo como un modo de identificación que, al fin y al cabo, actúa como constitutivo de un sujeto colectivo que se pretende capaz de cristalizarse hegemónicamente en determinados contextos sociales, es decir, un modo de identificación que revela un tipo de articulación y de práctica hegemónica. Por consiguiente, el propio modo de identificación populista emerge en escenarios en los que el sistema político tradicional -y su lógica de funcionamiento- se muestra saturado e incapaz de atender a los anhelos y demandas sociales que lo interpelan; de esta forma, para esta teoría política, el populismo se convierte en un modo de alcanzar determinados fines normativos no contemplados por otras formas de organización política basadas en teorías que ignoran las dimensiones ontológicas del antagonismo. Es posible decir entonces que, con populismo entendido en este parámetro propuesto por Laclau y Mouffe, hay un camino para rescatar nociones desgastadas, como las de soberanía popular, participación política e identidades colectivas, entre otras.
La propuesta de reavivar la política a través de la movilización del populismo comprendido a partir de esta construcción teórica permite, por lo tanto, un modo de identificación propio en tiempos de «inquietud y desalineación» (Panizza, 2005, p. 9). También permite rediseñar las fronteras de lo social, que estaban previamente estructuradas; constituye «un llamamiento político que busca mudar los términos del discurso político, articular nuevas relaciones sociales, redefinir fronteras políticas y constituir nuevas identidades» (ibídem).
Populismo en la teoría de Urbinati: aspectos normativo-democráticos amenazados
Corroborando los diagnósticos acerca de la polisemia en torno al concepto de populismo, Nadia Urbinati (2021, p. 302) retoma, como punto de partida, la colocación de Laclau (2005a; 2005b) y Mouffe (2019) de que el populismo no es, por definición, una ideología o un régimen político, sino una forma que carece de un contenido programático específico. El estudio del populismo en el poder, dice Urbinati (2014), debe ser tratado con especial cuidado por una teoría de la democracia, porque es un fenómeno dudoso y peligroso; ocurre, según la autora, cuando la ideología y la construcción del discurso preparan una estrategia de conquista del poder a través de la cual un líder -en un partido ya establecido o en un partido nuevo- y su público de especialistas lo alcanzan por medios democráticos. Es en este sentido que Urbinati (2021, p. 316) entiende caracterizar al populismo en el poder -y no al populismo como movimiento retórico-; un cambio de principios democráticos, aunque no necesariamente -todavía- un abandono de la democracia.
Para Urbinati (2019a, p. 5), el populismo en el poder es antes una manera de actuar colectivamente con la intención de tomar el poder; pero, aunque él pueda presentarse de varias formas, el populismo en el poder solo podrá ser encontrado en estructuras políticas democráticas, ya que requiere la construcción de un sujeto colectivo (el pueblo), del que deriva el consentimiento y en nombre de quien se cuestiona el orden social. Más específicamente, el populismo en el poder actúa sobre las democracias constitucionales representativas y busca construir una nueva forma de gobierno representativo basado en dos premisas:
1) la construcción de una relación directa entre el líder y la fracción de sus apoyadores identificados como «el pueblo», y
2) por la construcción de una autoridad superlativa del público (audience) (Urbinati, 2019a, p. 4).
Las dos premisas que orientan la construcción de una representación populista en contextos democráticos coliden en los organismos intermedios propios de las democracias constitucionales representativas, que son: los controles y balances de las democracias constitucionales; la noción de una esfera pública plural y contestataria; la competición y el respeto a la oposición política; la libertad de prensa y de expresión, y las instancias de seguimiento y control del poder político. El populismo busca llegar al poder para implementar una agenda política hostil al liberalismo y a los principios constitucionales de la democracia, exaltando una «política de la parcialidad» (Urbinati, 2019a, p. 4) como expresión de la voluntad del pueblo y desfigurando los fundamentos normativos del Estado democrático de derecho.9
En contextos de insatisfacciones y remordimientos con las promesas no cumplidas de las democracias liberales, el populismo recurre a la construcción de un antagonismo entre el ciudadano común, que siente que sus preocupaciones son desconsideradas por el sistema político, y las élites establecidas. La construcción de un tipo de representación populista no se confunde con la emergencia de movimientos populares, que también se manifiestan en contextos de enfrentamiento a los regímenes políticos contemporáneos (Urbinati, 2021, p. 316). El populismo, al contrario de los movimientos populares, presupone la presencia y la construcción verticalizada de la representación alrededor de un liderazgo capaz de centralizar los procesos de decisión, el control de la mayoría, como expresión de la voluntad del todo, y el fortalecimiento de discursos antirrepresentativos y de polarización social (Urbinati, 2014, p. 129). Por consiguiente, el objetivo del populismo es, además de anteponerse, conquistar el poder político para implementar su proyecto de poder dentro de un sistema democrático.
Para la autora, populismo y democracia representativa están interconectados en su génesis; el primero depende de la segunda como forma de organización política para poder aflorar, lo que justifica, para algunos (Arditi, 2007; Canovan, 1999; Lefort, 1991, 1992), explicar tal relación a partir de la metáfora de un parásito: el populismo se alimenta de la democracia. Por eso, el populismo nunca puede suceder de manera completa, como pretende Urbinati. En las palabras de Derrida (1988, p. 90), «el nunca tener lugar es parte de su desempeño» (trad. propia). Para Urbinati, sin embargo, más allá de la forma, el tema clave en el análisis es la dependencia presente en la relación entre los dos términos. Según la autora, aunque las manifestaciones de ese fenómeno sean dependientes de la cultura política, social y religiosa de cada contexto, el populismo en el poder va más allá de formar parte de la contingencia histórica y de un movimiento de protesta; antes, él es propio de las transformaciones de la democracia moderna. Cualquier abordaje teórico que quiera referirse al populismo en el poder deberá comenzar por allí: por la conexión endógena entre populismo y democracia. Y aunque no haya una teoría propiamente dicha del populismo (Müller, 2012, apudUrbinati, 2021, p. 303), los fundamentos normativos y los procedimientos de la democracia sí están bien ubicados por la teoría política.
Para Urbinati (2021, p. 303), el populismo en el poder no se estructura por sí mismo: su modo de funcionar, así como su contenido, derivan de la democracia representativa y constitucional, marcada por elecciones y, ocasionalmente, por formas directas de voto popular, como referendos o plebiscitos, y en los que la arena política se constituya por asociaciones con temas específicos y por partidos políticos. El populismo en el poder depende de la democracia porque surge en la opinión pública, como cuestionamiento de todas esas características. Específicamente, el populismo en el poder pone en duda la representación presentada por la política parlamentaria y partidaria con relación a determinados segmentos de la población; el populismo en el poder pone en duda la representatividad de la elección y del mandato, y tensiona el gap que esa forma de idealización política genera entre el pueblo como principio legitimador y el pueblo como realidad social concreta. Al buscar completar aquel gap, el populismo tensiona la relación entre electos y electores, y busca hacer del pueblo la propia medida de legitimidad y justicia política, en la medida en que afirma que esa es la única estrategia para que se haga respetar el poder soberano de la nación, tanto contra enemigos internos como externos, como los poderosos, el establishment, el capitalismo global, la inmigración y el fundamentalismo islámico, ejemplifica Urbinati (2021, pp. 303-304). Estos son los factores que determinan el éxito de la retórica populista actual, señala la autora, en línea con otros importantes pensadores (Skocpol y Williamson, 2012; Moffitt, 2016; Ostiguy, Panizza y Moffitt, 2021).
El problema, como señala Urbinati (2021, p. 304), es que en el fenómeno populista el pueblo no se representa a sí mismo: no hay, ante la presunta crisis de representación, la reivindicación de algún tipo de autogobierno directo. Antes, la identidad adversarial del populismo es asumida por un líder que moviliza los medios de comunicación para convencer a su audiencia de que él incorpora los varios disgustos del pueblo contra la convencional debilidad de los partidos tradicionales. Aquí, Urbinati rescata la afirmación de Laclau (2005a, p. 40) de que los regímenes populistas llevan el nombre del líder (chavismo, castrismo, trumpismo); es decir, el líder se asume como aquel que transporta la narrativa que unifica el movimiento para que él sea más que apenas un foco de indignación de determinada tendencia social que busca traicionar algún principio democrático básico (especialmente, el de la igualdad; Urbinati, 2021, p. 304).
Urbinati (2019a) afirma que el populismo en el poder moviliza el lugar indeterminado que la noción de pueblo ocupa en las democracias modernas, con la finalidad de rellenarlo con un contenido particular concreto que puede darse a partir de un sustrato político, religioso o cultural, al depender de los contextos en que es movilizado. A causa de esto, podemos decir que no es una teoría estrictamente culturalista, aunque la teoría política del populismo, tal como propone Urbinati (2014, 2019a, 2021), incluya contenidos contextuales. Se trata mucho más de mirar cómo la categoría de «pueblo» es movilizada por el populismo en el poder dentro del propio sistema democrático en que la soberanía popular se manifiesta para establecer su voluntad en las urnas. Después del anuncio de la voluntad popular, a lo largo de los mandatos, sin embargo, el ideal democrático-normativo indica la necesidad de que la soberanía popular siga manifestándose no más como voluntad, pero sí como juicio, o sea, como posibilidad de realizar críticas a aquella misma voluntad. Para la autora (2019), lo que hace el populismo en el poder es fijar la dimensión de la voluntad de la soberanía popular y debilitar -anular, incluso- la dimensión del juicio, no exactamente a causa de algún tipo de cultura política específica encontrada en contextos populistas, sino debido a una posibilidad característica del propio sistema democrático.
La perspectiva populista alrededor de un proyecto capaz de refundar la democracia pasa, por tanto, por la necesidad de restaurar la figura central de pueblo en ese régimen político. Para la autora,
«el pueblo» guarda una «ambigüedad persistente» que lo convierte en el sitio de una tensión, que nunca se resuelve, entre «el pueblo» como lugar de muchos sujetos y reivindicaciones, y «el pueblo» como soberano colectivo, que no es identificable con cualquiera de esos asuntos y reivindicaciones. (Urbinati, 2019a, p. 77, trad. propia)
De esa forma, los ruegos populistas han buscado forjar una idea de pueblo que sea capaz de movilizar un cuerpo político en torno a nociones específicas de democracia (Rosanvallon, 2021, p. 16), como hacen Laclau y Mouffe. Al proponer completar con un contenido óntico específico el sentido indeterminado que el pueblo ocupa en las democracias modernas, el populismo permite la construcción y la emergencia de una identidad colectiva que se presenta, de manera hegemónica, como representante del todo (Laclau, 2005a, 2005b).
Para Urbinati (2021, p. 304), el populismo es un movimiento que busca alcanzar el poder. Por eso, el entendimiento del fenómeno debe ser conectado al uso que el populismo hace del poder, en cómo él interpreta, utiliza y modifica la democracia representativa. La prospectiva principal de la autora, al analizar «el populismo en el poder», es la de que, aunque sea un fenómeno intrínseco a la democracia representativa, el populismo puede adulterar el régimen a través de la modificación de los principios de la legitimidad democrática, recurriendo a un mayoritarismo extremado (extreme majoritarianism), caso en que una parte del pueblo es personificada y movilizada por un líder contra otras partes del pueblo.
Esa transformación es la novedad del populismo contemporáneo, que promueve una relación directa entre el líder y el pueblo, lo que permite prescindir de actores intermediarios, como partidos y medios de comunicación profesionales, pero aun así, contar con una gran autoridad con audiencia; esa transformación también destruye reglas institucionales, burocracias y agencias de inspección. Retomando la expresión de Pierre Rosanvallon (2007), Urbinati (2021, p. 305) afirma que el populismo obtiene ventajas de los acontecimientos de la contrademocracia,10 garantizada por la propia democracia constitucional. El éxito y la estabilidad del populismo, que debilita la democracia partidaria, ocurren por la utilización de los medios ofrecidos por la propia democracia, por la movilización permanente de la opinión del pueblo en apoyo al líder populista y, cuando es posible, por cambios en la Constitución (Urbinati, 2021, p. 305).
Consideraciones finales
Buscamos aquí, de modo preliminar, explorar el diagnóstico de crisis de las democracias liberales bajo la óptica de la relación compleja entre populismo y democracia. En este sentido, la emergencia de liderazgos y partidos políticos que buscan articular los remordimientos y frustraciones de ciudadanos comunes en relación al régimen político se ha pautado por el fortalecimiento de un discurso que busca movilizar el papel de la soberanía popular y el lugar de las mayorías en las democracias realmente existentes. Sea como amenaza, sea como correctivo, el hecho es que el populismo parece alterar la naturaleza de las democracias contemporáneas.
Por ser un fenómeno que está presente en enfoques relacionados con distintas matrices interpretativas del pensamiento político, nos ocupamos de dos abordajes distintos que se inscriben en el campo de la teoría democrática con importante relevancia, que son el de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por un lado, y el de Nadia Urbinati, por otro. Para los primeros, el populismo emerge como un modo de identificación que busca constituir un sujeto colectivo en contextos democráticos, para reanimar la dimensión de la soberanía popular, operando en el ámbito ontológico del político con la finalidad de radicalizar la propia democracia. Para la segunda, el populismo opera en el ámbito de las democracias representativas desfigurándolas, sea al disputar la representación del pueblo y unificarlo con base en el discurso de que el pueblo que representa -o la mayor parte que le da sustentación- es el pueblo correcto/derecho (right) o verdadero (true), sea al debilitar la capacidad de juicio de los ciudadanos comunes y reconfigurar las instituciones y los procedimientos democráticos.
En Laclau y Mouffe, la preocupación con el populismo está relacionada al estatus ontológico del concepto para pensar la dimensión del político, así como al lugar que ocupa el antagonismo en la construcción de sujetos colectivos. De esa forma, más allá de establecer diferencias -con relación al contenido óntico- entre agendas políticas de izquierda o de derecha, se trata de pensar cómo el populismo, en tanto modo de identificación, movilizará diferentes significantes vacíos para la construcción de un «pueblo» en contraposición al otro que impide su plena realización. En contextos en los que partes importantes de la sociedad no encuentran canales institucionales de representación y participación, el modo de identificación populista busca concebir nuevas relaciones de representación, indagando y desplazando el orden político existente. Más que un enemigo, el populismo sería un espejo de la democracia (Panizza, 2005).
En otro punto, como nos alerta Urbinati, el populismo, a pesar de que no pueda ser definido a priori como antidemocrático, es fundamentalmente antinormativo con relación al concepto de pueblo y a los principios constitucionales y representativos de las democracias contemporáneas. La relación antagónica del populismo en el poder con las élites se basa en la construcción de un pueblo a partir de la simplificación del tejido social y de la exclusión. Para la autora (Urbinati, 2021, p. 302), el establishment político es el objetivo del «pueblo» del populismo; sin embargo, al mismo tiempo, el populismo no puede existir sin ese mismo establishment. El populismo en el poder es, por tanto, marcado, en su estructura, por una interpretación radical y parcial del pueblo y de la mayoría. Cuando un movimiento de ese tipo, sea de izquierda o de derecha, alcanza el poder, puede deformar las instituciones, el Estado de derecho y la división de poderes de una democracia constitucional, llevándola hacia limites extremos en los que hay espacio para resoluciones autoritarias o, incluso, para dictaduras; la paradoja, explica Urbinati (2021, p. 303), es justamente la de que, en la dictadura, en el cambio de régimen político, el propio populismo sería destituido.
En resumen, para Laclau y Mouffe, el populismo opera fundamentalmente en la constitución del pueblo como un actor político capaz de totalizar toda su experiencia política, a partir de la construcción discursiva de una cadena de equivalencia, simbólica y política, que fracciona el tejido social entre el pueblo y su otro. En este emprendimiento teórico, el populismo, entendido como una forma de identificación, está disponible a cualquier actor político que sea capaz de movilizar la distinción discursiva entre el pueblo -portador da soberanía popular- y el otro -aquel que impide su auto realización- en el imaginario popular, en cualquier tiempo histórico.
Para Urbinati, el problema es que, al establecerse esta distinción discursiva, se asume una idea del pueblo que se aplica solo a una parte de la población, y la otra parte pasa a ser asociada con el mal, con la falta de corrección, y debe ser eliminada. Y si este pueblo es el único verdadero y bueno, y la elección es el momento del establecimiento de su voluntad, el resultado de la elección llega a ser visto como incuestionable e ilimitado. Esta prevalencia del momento de la voluntad debilita la dimensión del juicio, de la crítica al gobierno establecido por la elección. La idea de que el pueblo, en su soberanía, no puede ser cuestionado tiende a predominar, incluso cuando el gobierno populista extermina injustamente a una porción o grupo de personas «inadecuadas» o «desviadas» a los ojos de esta mayoría soberana.11
Es así como, para Urbinati (2021, p. 327), el populismo desfigura dos principios fundamentales de la democracia: el principio del pueblo, que no debe significar la separación de una parte de la población, razón por la cual, para ella, el pueblo nunca podría ser entendido, desde un punto de vista normativo, como un significante vacío; y el principio de la mayoría, que implica el doble juego entre mayoría y oposición como posibilidad de crítica y juicio permanente de la decisión establecida en la papeleta electoral.
Es en este sentido que podemos decir que las concepciones contemporáneas del populismo disputan, de manera irreconciliable, la noción de soberanía popular.