Introducción
El viaje antropológico es un viaje hacia lo desconocido, si no, resultaría innecesario. Esteban Krotz (1991, p. 55)
En Argentina, al interior de la comunidad académica de cientistas sociales existe una idea, genéricamente admitida, sobre que el quehacer etnográfico se corresponde con la capacidad de dar cuenta de ciertos aspectos del mundo social desde la visión de sus propios actores (Guber, 2005; Balbi, 2012). La antropología ha construido y deconstruido esta imagen de su labor desde sus inicios como disciplina científica. Así, con Bronislaw Malinowski y Franz Boas, en las primeras décadas del siglo XX, comienza a desarrollarse no solo el método etnográfico, sino también la configuración de una representación de lo que los antropólogos hacen en pos de alcanzar sus objetivos de investigación. Peirano (1994) destaca cómo Malinowski es identificado por su preocupación por el punto de vista nativo. Este punto supone una separación sobre algunas ideas evolucionistas y positivistas que marcaron a la disciplina antropológica en sus inicios. Por un lado, rompe con el etnocentrismo y, fundamentalmente, incorpora la idea de la importancia de la figura del investigador en el campo y la reflexividad de este como sujeto de investigación y en la interacción con la reflexividad de los “nativos”.
Malinowski, en el año 1922, propone tres aspectos que constituirían un método etnográfico. En primer lugar, caracterizar el esqueleto de la vida social. Este punto supone el uso de cuadros, esquemas y todo lo necesario para poder extraer y sistematizar datos. Luego, la vida indígena en sí misma en la que se dan
Una serie de fenómenos de gran importancia que no pueden recogerse mediante interrogatorios, ni con el análisis de documentos, sino que tienen que ser observados en su plena realidad. Llamémosles los imponderables de la vida real (Malinowski, 1998, p. 36).
Según el autor, estos imponderables sujetan los hilos de la comunidad tribal, pero también refieren a la reflexividad, concebida como los modelos explicativos, como el sentido común, como los universos de significación de los nativos y del propio investigador, que se ponen en relación/tensión durante el trabajo de campo. Por último, la mentalidad de los nativos, es decir, las interpretaciones que brindan los indígenas sobre su propia vida, sus rutinas y sus prácticas. Conviene aclarar aquí que no se trata, para Malinowski, de traducir literalmente lo que dicen los nativos, sino de una interpretación sociológica que debe realizar el etnógrafo a partir de lo que los sujetos dicen, hacen y dicen que hacen.
Así, Malinowski incorpora la idea de trabajo de campo, de relación de primera mano con los nativos. Lo que naturalmente suponía la idea de viaje, puesto que para llevar a cabo un trabajo de campo riguroso los académicos debían viajar a aldeas distantes -geográfica y culturalmente- para vivir como los nativos viven por un período prolongado de tiempo y de esta forma conseguir exitosamente realizar descripciones émicas de la vida sociocultural del lugar. Esta idea viene a contraponer una forma anterior de hacer antropología que se basaba en las anotaciones de segunda mano que realizaban mercaderes, viajeros y comerciantes, que eran los que estaban en contacto con esos otros distantes sobre los que los antropólogos tenían que versar. En este sentido, la antropología de inicios del siglo XX llevaba implícita la figura del viaje como desplazamiento físico-geográfico que realizaban los antropólogos para conocer la forma de vida de sus nativos. Esta figura de viaje estaba relacionada con el lugar que se le había asignado a la disciplina desde la división del conocimiento científico, a partir de la cual le tocaba conocer a las sociedades lejanas espacialmente y exóticas. Esa división continuaba bajo los mandatos de las ciencias duras, que se habían erigido como la manera legítima de conocimiento científico moderno. En este sentido, Evans-Pritchard (1990) propuso que la antropología debía acercarse más a la historia, que concebía al hombre de manera menos rígida que las ciencias naturales. Para él: “La antropología (…) está interesada en el diseño antes que en el proceso y, por eso, busca patrones y no leyes científicas, interpretaciones y no explicaciones” (Evans-Pritchard, 1990(1950), p. 19).
Respecto a qué sería lo que la antropología interpreta, Geertz (2003) afirma que los antropólogos buscan interpretar la urdimbre de relaciones sociales y símbolos culturales que las personas elaboran, y las diferencias que eso implica. Así, busca realizar generalizaciones dentro de cada caso particular y no extender dichas generalizaciones a través de los casos. Para este autor, si hay algo regular y universal en el hombre es, precisamente, su variabilidad.
Aunque Geertz (2003) se ocupó de explicar que los etnógrafos no estudian aldeas, sino en aldeas, según Wilding (2007) detrás de la figura de viaje nos encontramos con dos ideas centrales. La primera es que las culturas estudiadas estarían localizadas. Es decir, que el “campo” es un lugar que puede ser visitado una y otra vez. La segunda resulta en un fuerte tropo de “movimiento”:
Viajar entre lugares, cambios en la identidad y el estatus, movimiento entre los marcos conceptuales y viajar de un hogar a otro para traducir un conjunto de visiones del mundo (generalmente las que se estudian) al marco de otros conjuntos de visiones del mundo (generalmente de otros antropólogos y académicos). Es importante destacar que es el etnógrafo quien hace el movimiento (Wilding, 2007, p. 334).1
Ambas ideas tienen consecuencias importantes para la definición de lo que es el trabajo en una etnografía y, por ello, han sido objeto de amplias reflexiones y críticas. La “cultura localizada” ha sido puesta en cuestión particularmente a partir de la aparición y los aportes de los estudios de los medios de comunicación masiva y los estudios culturales en la década del ochenta (Abu-Lughod, 2006; Marcus, 2001). Así, Marcus proponía pensar “etnografías multilocalizadas” como etnografías móviles para objetos de estudios descentrados. En este sentido, la figura de “movimiento”, fuertemente instaurada con la idea del “viaje” y relacionada estrechamente con la noción de “inmersión”, ha sido repensada para dar lugar al estudio etnográfico de casos multilocalizados o en los que el investigador no realiza un gran desplazamiento geográfico. La “migración” central para una aproximación antropológica está en el paso de un cuadro cultural a otro, realizando “saltos imaginativos” y desplazamientos del lenguaje, de las historias y de las identidades, que den lugar a la construcción de la perspectiva nativa (Wilding, 2007).
Desde esta perspectiva, este artículo propone sumarse al conjunto de las reflexiones sobre las posibilidades de la etnografía y de la inmersión cuando los sujetos de estudio no se encuentran localizados en aldeas “pequeñas y distantes”, sino en espacios “cercanos y múltiples” y no necesariamente ubicados en un determinado lugar. Entonces, las ideas de viaje y de movimiento cobran sentidos diferentes. Tal y como afirma Krotz (1991), el viaje representa una metáfora para referirnos a un conocimiento nuevo, que es posibilitado por el trabajo de campo en el cual el antropólogo se pone en contacto con las personas con las que trabaja. Krotz hace suyas las reflexiones de Bloch acerca de que el viaje no es solo movimiento espacial, sino también temporal. Es decir, en él se pone en juego la idea de contingencia histórica y geográfica con los otros, a partir de la cual construimos conocimiento.
Ese cruce de alteridades es lo que habilita tanto la idea de viaje como la de conocimiento, pero retomaremos esto más adelante. Ahora es imprescindible realizar una revisión sobre qué estamos entendiendo por etnografía y presentar dos investigaciones que realizamos en la ciudad de Córdoba, Argentina. Estas varían significativamente en lo que refiere a sus desarrollos metodológicos, a cómo han sido construidos los respectivos objetos de estudios. Por un lado, un trabajo realizado en una villa en donde sus habitantes son vecinos y viven en el mismo barrio. Por el otro, un estudio llevado a cabo con lectores de literatura de autoayuda, pero cuya localización geográfica no se concentra en un mismo espacio. Luego de presentar ambos trabajos, retomaremos la idea de viaje y reflexionaremos sobre cada caso.
Etnografía como movimiento, método, teoría y forma de escritura
Cuando la antropología comenzó a investigar también en sociedades cercanas, de las cuales muchas veces el propio investigador era parte, fue necesario un profundo trabajo que le permitiera “exotizar lo familiar” (Lins Ribeiro, 2007). Según este autor, aquello se podía conseguir a partir de una actitud de “extrañamiento”, que se relacionaba con el concepto de “conciencia práctica” acuñado por Giddens. Sin embargo, Lins Ribeiro explica que en esta tarea también las personas con las que trabajamos “domestican” al antropólogo. Es decir, le asignan un rol, un lugar a partir del cual comienza a formar parte de ese grupo que va a estudiar, aunque “nunca se llegará a convertir en un nativo”. Estos movimientos que analiza el autor son parte del trabajo de campo que realiza el investigador, a partir del cual “recolecta” información que luego tornará en datos analíticos.
Peirano (2014) reflexiona sobre cómo se ha venido concibiendo a la etnografía como “idea madre” de la antropología, vinculada con la investigación empírica, es decir, con un “método etnográfico” que involucraría el trabajo de campo a través de técnicas tales como la observación participante. Ahora bien, esta autora analiza cómo la separación entre teoría y empiria estuvo presente desde los inicios de las ciencias sociales. Sin embargo, aclara que la etnografía no es el método de la antropología, la etnografía es también teoría en movimiento constante. Justamente, como veíamos más arriba, porque las teorías volcadas sobre las etnografías se producen a partir de un diálogo contingente y situacional con otros sujetos, en el cual se contrastan concepciones del mundo y se pueden elaborar análisis complejos sobre las prácticas sociales. En esta línea, Guber (2005) afirma que la etnografía es teoría, es método y también es una manera particular de escritura.
Retomaremos más adelante algunas cuestiones relacionadas con este movimiento de distanciamiento y exotización de lo familiar que debe hacer el antropólogo, para hacerlas dialogar con las ideas más contemporáneas sobre la “correspondencia” entre el investigador y las personas con las que trabaja, y qué implicancias tiene todo esto para la idea de viaje. Pero ahora nos adentraremos en las investigaciones mencionadas antes.
Villa La Tela: cuando el peligro delimita el territorio y los lazos afectivos posibilitan la comprensión
Llegué por primera vez a Villa La Tela el 25 de marzo de 2009, era un miércoles a la hora de la siesta. Iba acompañada por Carla, una estudiante de geografía que me presentaría a Zuny, una mujer de unos 50 años, referente barrial encargada de administrar a todas las personas que llegaban a trabajar a la villa, es decir, organizaciones no gubernamentales (ONG), estudiantes de la Facultad de Psicología y de la Escuela de Trabajo Social, miembros de las iglesias católicas y evangélicas, entre otros agentes que iban cotidianamente con algún “proyecto social”, tal como ciclos de cine, copa de leche, apoyo escolar, catecismo, entre otros. Villa La Tela se encuentra ubicada en una zona periférica hacia el sudoeste de la ciudad de Córdoba y se ha venido conformando a partir de fines de la década del setenta. A su vez, la villa registró un importante crecimiento poblacional debido a la llegada masiva de habitantes expulsados de barrios aledaños y de otros asentamientos cercanos durante la crisis que azotó a Argentina a comienzos de los años 2000. La mayoría de las personas provenían del interior del país y de la provincia de Córdoba. Presentaba en aquel entonces ciertas características comunes con otras villas argentinas, tales como la precariedad de las condiciones habitacionales, la falta de servicios públicos y la ilegalidad de los terrenos ocupados por los que allí vivían. Sin embargo, desde comienzos de 2016 comenzó a desarrollarse un largo proceso de “urbanización”, con ciertas mejoras como trazado y asfalto en las calles, alumbrado público, servicio de recolección de residuos, entre otras.
Ese día de marzo conocí a Zuny y le expliqué que quería realizar un trabajo sobre la vida en la villa, que sería un trabajo prolongado en el tiempo, que necesitaba que me presentara a algunos vecinos y que los visitaría cotidianamente. “Bueno, vos podés sumarte a algún proyecto que ya existe acá y yo te presento a los vecinos”, me dijo, a modo de negociar mi entrada (Zuny, marzo de 2009). Y así fue. Comencé a participar en la murga de su nuera, Naty, ayudándola todos los sábados. Las actividades consistían en coordinar la comparsa de las niñas y ayudar a Naty con los preparativos de la salita donde un profesor de percusión les enseñaba a tocar los instrumentos. Los niños que asistían a la murga tenían entre 8 y 14 años. Otra de mis tareas asignadas era ayudar a servir el desayuno y organizar las presentaciones de la murga en diversos eventos públicos de la villa, como el Día del Niño, el Día de la Virgen, entre otros.
Poco a poco fuimos estableciendo con Naty una relación de confianza y amistad. Nos juntábamos a tomar mate2 y me acompañaba a la casa de los padres de los niños de la murga explicándoles que yo “venía de la universidad a hacer un trabajo sobre la villa”. Fue con Naty y con Joaquín, su marido, con quienes pude conversar sobre el tema de mi investigación para la tesis de maestría acerca de los sentidos del miedo y el peligro que se construían en La Tela. A veces yo compartía con ellos algún artículo o escrito sobre mi trabajo y lo discutíamos juntos, me presentaban a vecinos que ellos definían como “confiables”, adoptando una actitud protectora hacia mí. En ese sentido, cuando comencé el trabajo de campo fui advertida por diferentes personas sobre los “peligros de vivir en una villa”. Peligros que estaban estrechamente relacionados con el fenómeno de la inseguridad candente en las agendas públicas nacionales y de Córdoba. Desde estas miradas, se tendía a asociar a la inseguridad con el delito y a este con las zonas periféricas empobrecidas de la ciudad y sus habitantes. Casi desde el inicio pude comprender cómo los vecinos se diferenciaban entre “buenos y malos”. Los primeros se adjudicaban el interés por el bien colectivo de la villa, por tener actividades económicas legales, por continuar los estudios escolares, mientras que el rótulo de malos era aplicado a los vecinos que estaban o habían estado sumergidos en economías ilegales, principalmente porque con estas prácticas reforzaban la imagen social negativa que recaía sobre las villas y barrios empobrecidos, asociados con la inmoralidad, la suciedad y el delito. Así fue cómo, al inicio, tuve que lidiar con mis propios miedos y prejuicios de ser asaltada, robada y vaya a saber qué otras clases de tragedias. Eso me llevó a encerrarme durante casi un año solo en las casas de dos familias con las que ya había establecido un lazo de confianza: la familia de Zuny y la familia de Hortensia. Estas familias se autopercibían dentro del grupo de “vecinos buenos”.
Al siguiente año comprendí la necesidad de relativizar los prejuicios que tenían estas personas respecto de otros vecinos, a quienes consideraban una mala influencia para mí, debido a su mala reputación en la villa por dedicarse a actividades delictivas e ilegales, tales como robo, prostitución y venta de droga. Traté de analizar los propios miedos en relación con los que tenían estos vecinos, quienes me estaban preservando de que me pasara algo malo. Fue entonces que decidí abrir mi espectro de relaciones sociales y animarme a conocer a “esos otros” que representaban en cierta manera “algo peligroso” para las primeras familias con las que me había relacionado. Me costó bastante convencerlos de mi necesidad de dialogar con diferentes personas de la villa, para poder comprender los puntos de vista diversos que pueden tener sobre las cosas, a pesar de vivir en el mismo lugar. Al principio algunos adoptaron una actitud protectora para conmigo, acompañándome a las casas de los vecinos que no eran confiables para ellos. Poco a poco se fueron relajando al comprender cómo yo misma era capaz de tejer lazos de confianza con los otros. Entonces las advertencias cesaron y comenzaron los chistes: “mirá esta con quién se junta ahora, mirá las palabras que aprende, mirá por dónde se mete, mirala arriba del carro,3 esta Marina no le tiene miedo a nada”. A partir de eso comprendí que ya no era una extraña más caminando por la villa, a quien había que advertir sobre qué lugares le estaban permitidos y cuáles no. El miedo ya no era una manera de demarcar el territorio, ni de marcarme un límite.
La maldad, el peligro y la inseguridad
La cuestión del peligro fue relevante para mi tesis. La intención de posar la mirada analítica sobre una villa estaba justamente relacionada con los prejuicios que recaían sobre la imagen de sus residentes. Así, el objetivo era analizar qué sucedía en ese espacio estigmatizado respecto de los miedos y los peligros, qué sentían sus habitantes, cómo experimentaban el miedo diferentes personas, a qué cosas temían, cuáles eran los sentidos sobre el peligro que se configuraban allí. La investigación se llevó a cabo a partir de lo que se podría denominar método etnográfico. Es decir, implicó una estancia prolongada en el campo, seleccionar informantes, establecer relaciones con ellos, llevar un diario, transcribir textos, entre otras actividades (Malinowski, 1998; Geertz, 2003). Me serví de técnicas y herramientas tales como la observación participante en diferentes momentos públicos, como el festejo del Día del Niño, en el cual la mayoría de los vecinos se reunieron en una plaza para celebrar y había juegos destinados a los hijos con premios y regalos. También asistí a cumpleaños, bautismos, fiestas de quince, velorios y otros eventos privados a los que fui invitada por distintas familias. Acompañé a los vecinos a realizar trámites en instituciones públicas y otras actividades cotidianas, los visité en la cárcel. En total el trabajo de campo duró cuatro años, desde 2009 hasta 2013, en una primera etapa que dio luz a mi tesis de maestría. Luego, se agregaron unos meses más, desde marzo a diciembre de 2015, para la tesis de doctorado, en la cual profundicé sobre las experiencias espirituales con santos populares como San La Muerte y Pombagira, las trayectorias delictivas y los sentidos sobre el mal que se configuraban en la villa.
De alguna manera, yo tenía a “mis nativos” viviendo en el mismo lugar, participando de las mismas actividades y problemáticas barriales. Por tanto, el tipo de trabajo que realicé allí adquirió las características particulares de los trabajos clásicos, en los que el etnógrafo llegaba a un lugar determinado y podía acceder a las personas. Esta noción de comunidad, sin embargo, no anulaba las relaciones de poder ni las diferencias existentes entre los vecinos de La Tela respecto, por ejemplo, de sus trayectorias de vida, prácticas laborales, generaciones, géneros y tiempo de residencia en la villa, que se plasmaban en los sentidos que ellos configuraban sobre el miedo y el peligro. Así, no era lo mismo ser joven que ser adulto, ser hombre que ser mujer, tener un trabajo legal que dedicarse a una economía clandestina a la hora de construir sentidos sobre lo peligroso. Comprendí que, aunque vivieran en el mismo lugar, las personas tenían diferencias y algunas veces buscaban acrecentarlas para distinguirse de esos “otros” vecinos cuyas prácticas ilegales reproducían los estigmas de peligrosidad e inseguridad construidos desde el afuera de la villa. El peligro se convertía, entonces, en una forma de distinción entre las personas. Algunos, especialmente los jóvenes varones y en menor medida las mujeres, se apropiaban de esa imagen de peligrosidad y en sus propias palabras se “hacían los malos” para conseguir bienes materiales o respeto, entre otros beneficios, mientras que para otros vecinos vivir en la villa significaba un peligro en sí mismo. Por un lado, porque estaban expuestos a robos, pero también porque la forma de vida de esos “otros” los perjudicaba en sus actividades cotidianas, como, por ejemplo, tomar un taxi, puesto que ningún móvil quería entrar a la villa porque los conductores tenían miedo, o pedir algún servicio como el cable, internet o telefonía fija. En este sentido, pude analizar cómo la vinculación poco complejizada entre delito y pobreza estaba atravesada por un continuum de violencias que se tejían en las vidas de los pobladores de Villa La Tela. Las privaciones tempranas de bienes materiales y económicos desde generaciones precedentes y las dificultades para acceder a las expectativas que genera la sociedad de consumo son una constante en las vidas de las personas residentes en zonas periféricas de la ciudad (Míguez, 2008; Kessler, 2009). La violencia simbólica producida por la imagen social que se configura sobre los villeros, vinculada con la suciedad, inmoralidad y delincuencia (Puex, 2003; Guber, 2007), la violencia institucional asociada con los hostigamientos policiales hacia los vecinos, principalmente hacia los jóvenes varones, que son sobrecriminalizados, pueden devenir en detenciones arbitrarias en incluso en la muerte (Bermúdez, 2012; Pita, 2015; Liberatori, 2019).
El peligro, sin embargo, no siempre era concebido de manera negativa. La mayoría de los vecinos también se sentían seguros en La Tela, porque ya se conocían con todos, porque era su lugar de pertenencia. Como mencioné, el peligro era una manera de demarcar ciertos límites en la villa. Lo fue incluso para mí misma cuando inicié el trabajo de campo y solo se me permitía circular por las casas de vecinos “buenos y de confianza”. De hecho, esos circuitos y recorridos eran compartidos por todos los que asistíamos a la villa pero no pertenecíamos a la comunidad. Podría decirse que cuando empecé a relacionarme con más vecinos, incluso con aquellos considerados malos por estar vinculados con el delito, comencé un viaje en varios sentidos. Por un lado, tuve que trabajar mis propios prejuicios y miedos para poder acercarme. También para atravesar barreras de clase y comprender sin una mirada miserabilista y victimizante, pero que tampoco los estigmatizara y responsabilizara por sus trayectorias de vida (Bourgois, 2010).
Conocimiento antropológico y lazos afectivos
El viaje que significó para mí el trabajo de campo fue profundamente interno y en él las emociones atravesaron las relaciones sociales que fui construyendo, especialmente con algunas personas. Por ejemplo con Naty y Joaquín, quienes me eligieron como madrina de su hija, o con la familia Hernández, conformada por doña Nancy y sus ocho hijos de entre 12 y 25 años, casi todos señalados como “choros”4 en la villa. Tuve la oportunidad de acompañarlos en algunos acontecimientos trágicos que les sucedieron, que involucraron detenciones, muertes y la cárcel. Compartí tristezas y alegrías, tanto propias como ajenas. Así como yo acompañaba de cerca sus vidas, ellos comenzaron a ser parte de la mía. Incluso me ayudaron a superar profundos temores. En este sentido, una mañana en noviembre de 2012 conversábamos con dos de los hijos de doña Nancy, que estaban presos en el complejo carcelario de Bower de Córdoba. Habíamos ido a visitarlos con Carolina, la hermana. Comenzamos a charlar sobre cómo se llega a tener una trayectoria delictiva desde muy temprana edad. Ellos reflexionaban sobre sus propias experiencias y yo les conté sobre cómo había sido asaltada en mi propia casa a los 16 años por cinco personas armadas. Me escuchaban atentamente. Les conté que no pude volver a dormir nunca más en esa casa y que al poco tiempo mi familia y yo nos mudamos. Danilo, uno de los hijos de doña Nancy, me dijo: “No, Mari, no tenías que tener miedo. Es casi imposible que un choro vuelva a robar a la misma casa porque sabe que esa casa ya está marcada por la policía”. También me explicaron que
las personas ponen alarmas, rejas y no se dan cuenta que eso es peor porque quiere decir que tienen cosas para que les roben. Una alarma se desactiva en unos minutos y las rejas también se pueden sacar fácilmente. Cuando te quieren robar, te van a robar, lo importante es no donarse. O sea si vos caminas por una calle oscura y tenés que saber que capaz te roben (hijos de doña Nancy, noviembre de 2012).
Recuerdo que fue después de ese día que pude volver conscientes mis viejos temores, que pude humanizar a aquellos ladrones del pasado a través del cuerpo y las palabras de los hijos de doña Nancy. Fue con ellos, así como con la familia de Naty y Joaquín, que desarrollamos mutuos sentimientos afectivos que nos acercaron y sin los cuales no hubiera podido conocer ni comprender nada sobre sus vidas con cierta profundidad. En primer lugar, porque no me hubieran dejado involucrarme en sus asuntos, de la misma manera que no se lo permitían ni a los trabajadores sociales, ni a los psicólogos, ni a los jóvenes de las ONG. Con el paso del tiempo yo empecé a ser parte de sus afectos, empecé a tener un lugar en sus familias. Si bien quedaba claro que yo venía de la universidad a hacer un trabajo sobre la villa, también me transformé en “la Marina”, que era “como de la familia”, como era presentada por doña Nancy o por la familia de Naty y Joaquín. Era esperada, incluso visitada en mi propia casa por ellos. Los antropólogos trabajamos con personas con las que compartimos tiempo y con las que desarrollamos relaciones sociales y sentimientos afectivos a partir de los cuales, justamente, podemos conocer sobre sus mundos. Si bien queda claro que no nos transformamos en “nativos” -eso sería imposible-, es solo involucrándonos y siendo partes que podemos comprender (Guber, 2014). Y la transformación es mutua, aunque eso conlleve discusiones acaloradas con la pretendida objetividad científica, una objetividad construida sobre las bases de una ciencia social obligada a encajar en los estándares de las ciencias exactas modernas, en donde el investigador debe ser alguien ajeno y distante de lo que desea conocer.
Los lectores de autoayuda: “indígenas de otra cultura muy de veras otra”
A inicios del año 2010 me encontraba con un problema de investigación escasamente delimitado y con un campo nuevo que se abría como interrogante. El desafío del proyecto radicaba en comprender la significación social y cultural de una literatura que registraba ventas masivas y una amplia circulación a nivel nacional e internacional, la de autoayuda,5 a partir de la experiencia de sus lectores. Retomando la tesis de Michel de Certeau (2000) sobre la importancia de descubrir la fabricación y poiesis que existe en el consumo cultural del “hombre ordinario”, me proponía observar el fenómeno desde las resistencias, negociaciones y creaciones que surgen en el uso de esta literatura. El problema se resumía para mí en el interrogante amplio: ¿Qué hacen los lectores con los libros de autoayuda?, que prontamente establecí como vector-guía para llevar a cabo el trabajo de campo. Esta pregunta, de apariencia trivial, tenía la virtud de condensar de forma simplificada dos supuestos básicos y relacionados para el abordaje que me proponía realizar. En primer lugar, señalaba claramente el ángulo de visión que me interesaba sobre el objeto de estudio: se trataba de una investigación sobre la lectura, sus usos y sus apropiaciones. Desde esta posición, en el campo se podía observar el proceso continuo de producción de sentidos, usos y prácticas que se integraba con las instancias de circulación y producción de esta literatura, así como también discursos y prácticas sociales (videos, programas de televisión y radio, eventos vinculados al mundo de esta literatura, etcétera), que podían verse desde este lugar como resonancias del fenómeno. En segundo lugar, y en estrecha relación, señalaba la importancia que tiene para un trabajo antropológico el punto de vista del actor, tal y como lo hemos desarrollado en la introducción de este artículo. Este implica necesariamente un proceso de reflexividad en el que se explicitan los propios marcos interpretativos para no caer en lecturas sociocéntricas (Guber, 2005).
Para esta investigación en particular, la importancia de este proceso y recaudo téorico-metodológico se vinculaba con un conjunto de prenociones y valoraciones negativas sobre los libros y los lectores de autoayuda, que consideran estas prácticas como “lecturas menores” por no corresponderse con las señaladas por el canon cultural establecido y por ser claramente expresiones de la industria cultural. Aunque problematizadas desde el inicio del estudio y en las sucesivas discusiones de los equipos de investigación sobre cultura masiva en los que participaba, estas valoraciones negativas eran parte de mis marcos interpretativos sobre el género de la autoayuda y su consumo. Así, de lo que se trataba era de ir más allá del límite cultural instaurado por mi pertenencia a determinados grupos sociales y por mi trayectoria personal.
Libros que “no merecen ser leídos”: prejuicios y extrañamiento antropológico
Recuerdo bien que siendo ya estudiante de un colegio secundario católico de una provincia Argentina, a mediados de la década del noventa, el placer por la lectura me había acercado en los primeros años a una literatura de novelas rosa para adolescentes, y progresivamente fui pasando a leer novelas de Isabel Allende y Paulo Coelho, hasta llegar a los libros de Ernesto Sábato, Julio Cortázar y Mario Benedetti, hacia el final del bachillerato. No pretendo contar aquí mi trayectoria como lectora, pero sí dos anécdotas que me parecen interesantes para esclarecer mis propios prejuicios con respecto a la literatura de autoayuda y la direccionalidad que adquirió mi gusto cultural después.
La primera de ellas es sobre los libros de Paulo Coelho. A mediados de los noventa, en Argentina hubo un boom literario de este autor a partir de su bestseller El alquimista. Mucha gente en mi entorno, en particular mujeres, leían a Coelho en esa época. No recuerdo bien si el primer libro me lo pasó mi madre, pero compartimos varios del autor, entre ellos Brida y Verónica decide morir. Me gustaron porque me parecían historias mágicas, atrapantes, y al final me quedaba siempre una sensación agradable que puedo describir como “alegría de vivir”. Sucedió que una vez, cuando estaba en el patio del colegio leyendo uno de estos libros, se acercó una profesora de química, a quien le tenía mucho respeto, y me dijo claramente que no debería leer los libros de Coelho, que solo eran “de autoayuda”, y que podría leer algo mejor. Fue un comentario rápido, pero que me marcó, es decir, marcó mi rumbo en la elección futura de novelas. No sabía bien qué quería decir autoayuda, pero no podía ser bueno y debía dirigirme hacia otras literaturas.
La segunda anécdota se refiere a la primera vez que leí a Cortázar. En un viaje familiar, una prima, estudiante de ingeniería en esa época, vio que me gustaba leer y me recomendó al escritor, prestándome Todos los fuegos el fuego. Me fascinó la originalidad de la escritura, pero lo más interesante para este trabajo y que quedó grabado en mi memoria fue la validación externa de esta lectura. Leyendo el libro en la casa de una amiga, su hermano mayor, que había vuelto de vacaciones de la universidad, se sorprendió de mi elección por Cortázar y me felicitó por haber empezado siendo tan joven. No quiero con esto indicar que mi gusto por la literatura latinoamericana es simplemente una consecuencia de la aprobación externa, pero las dos anécdotas me parecen relevantes para mostrar cómo las relaciones y la identificación dentro de un determinado grupo social (clase media argentina con formación universitaria) configuran cartografías de acceso y de restricción a los consumos culturales.
Ya como estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Córdoba, ciertamente la autoayuda no circulaba (al menos a simple vista, en forma reconocida o nombrada como tal) entre los estudiantes y profesores de ese mundo profundamente politizado. Sin embargo, es importante señalar que fue esa misma formación en comunicación la que me despertó el interés por estudiar las culturas masivas desde el punto de vista de los actores, luego de leer la obra de Jesús Martín-Barbero De los medios a las mediaciones y su relato sobre el “escalofrío epistemológico” que sintió al observar, en un cine de Cali, a hombres y mujeres apasionados por una película melodramática que a él y a otros profesores universitarios les provocaba risas y aburrimiento.
Y mientras, como en una especie de iluminación profana, me encontré preguntándome: ¿qué tiene que ver la película que yo estoy viendo con la que ellos ven?, ¿cómo establecer una relación entre la apasionada atención de los demás espectadores y nuestro distanciado aburrimiento? En últimas, ¿qué veían ellos que yo no podía/sabía ver? Y entonces, una de dos: o me dedicaba a proclamar no solo la alienación, sino el retraso mental irremediable de aquella pobre gente o empezaba a aceptar que allí, en la ciudad de Cali, a unas pocas cuadras de donde yo vivía, habitaban “indígenas de otra cultura muy de veras otra”, ¡casi tanto como la de los habitantes de las Islas Trobriand para Malinowski! (Martín-Barbero, 2009, p. 166).
Creo que esta descripción de un trabajo pionero en el campo de los estudios latinoamericanos de comunicación, realizado en los ochenta, que me marcó profundamente, describe bien el posicionamiento, el punto de partida de la investigación sobre la literatura de autoayuda: yo era parte de un grupo de investigadores sociales con formación y mirada crítica sobre los productos de la industria cultural, y nuestras trayectorias de consumos culturales y prejuicios nos alejaban de gran parte de esta literatura, pero pretendíamos acercarnos a ella y descubrirla desde este rol de investigadores para observar los sentidos que adquiría en otras “comunidades interpretativas” (Papalini y Rizo, 2012). La sorpresa y el asombro de los que hablan Peirano (2014) y Krotz (1991) en sus trabajos sobre etnografía y viaje antropológico, en esos comienzos del año 2010, ocurrían ante la constatación numérica de las ventas de los libros de autoayuda en Argentina y en la ciudad de Córdoba, lo que implicaba que interesaban a muchísima gente -¿por qué?-, que estas personas vivían muy cerca -¿dónde estaban?- y que yo desconocía ese mundo completamente. Para esta investigación, el desplazamiento mayor era intelectual, un viaje urbano al interior de los límites de una ciudad conocida por mí que me llevaría al encuentro con la alteridad, al extrañamiento o, como dice Krotz, hacia “la otra cultura (la que no quiere decir que tenga que ser totalmente diferente), en la que (el viajero antropológico) se adentra, se sumerge” (1991, p. 55).
Un viaje compartido hacia la alteridad cultural
Con un único recorte que restringía el universo de los lectores de autoayuda a adultos habitantes de la ciudad de Córdoba, comencé el trabajo de campo. Claramente, me encontraba con pocas pistas para “ubicar” a estos lectores, y por supuesto que en mi círculo social, mayoritariamente conformado por estudiantes universitarios, profesionales y artistas de clase media, era muy difícil encontrar personas que se reconocieran como consumidores de este género. Más tarde descubrí que la falta de legitimidad del género era también una barrera para que lectores asiduos e interesados se reconocieran como tales:
No, nunca compro un libro de autoayuda (…) no sé… será por eso, como que me ayudan a mí pero lo quiero tener en secreto, que eso me ayuda. No quiero que las otras personas sepan que estoy buscando una ayuda (…) que ellos descubran que yo busco en la escritura los buenos consejos (…) por ahí pueden descubrir que no tengo mis propias convicciones, o que alguien más puede venir a decirme algo y lo voy a hacer, no sé (Pedro, 25 años, septiembre de 2010).
Lo que interesaba, entonces, era encontrar algunos lectores que sirvieran como puntas de una madeja y desde allí seguir los hilos para empezar a construir las redes. Mientras diseñaba múltiples estrategias para abrir el campo, el primer informante no tardó en llegar: una de las investigadoras responsables del proyecto en el que participaba, que también dirigía mi tesis doctoral, contactó a Clara en un viaje compartido en un ómnibus urbano de la ciudad de Córdoba. Clara iba leyendo La ciencia de hacerse rico, de Wallace Wattles, y aceptó realizar una entrevista luego de una breve explicación por parte de la directora de la investigación que pretendía realizar.
El motivo por el cual Clara aceptó dar una entrevista a una persona desconocida se volvió una instancia interesante de reflexividad. Cuando mi directora la contactó, ella se encontraba en la dura tarea de vender los productos de Herbalife6 en la peatonal de la ciudad de Córdoba. Me contó lo difícil que se le hacía captar la efímera atención de los transeúntes y luego mantenerla para poder ofrecer sus mercancías. Fue así como Clara comprendió empáticamente nuestra búsqueda de lectores y decidió darnos una mano y colaborar con el trabajo. De alguna manera compartíamos la dificultad que nos presentaba el desafío de contactar personas para poder alcanzar nuestros objetivos y, por ende, los desafíos y dificultades de ser trabajadoras. Fue por este motivo también que Clara pudo manifestar abiertamente que la lectura que realizaba en el autobús no era banal en su vida, ella consumía este tipo de literatura con una funcionalidad muy específica, esto es, para poder progresar como trabajadora autónoma.
Ella se convirtió en una de mis informantes clave durante todo el trabajo de campo. La entrevisté formalmente dos veces, la acompañé en tareas cotidianas y eventos vinculados a los libros que leía, le compré sus productos y fui con ella a un evento de reclutamiento de Herbalife. También ella me puso en contacto con otros lectores interesados que formaban parte de su red social.
Clara fue mi puerta de ingreso a una ciudad extranjera de lectores que hacían circular los libros de autoayuda en un espacio formado por personas interesadas en crecer laboral y económicamente. Estos lectores estaban vinculados entre sí en gran parte por pertenecer o haber pertenecido a la corporación internacional Herbalife, en la cual invirtieron un relativamente pequeño capital para poder vender los productos de la empresa y ser trabajadores autónomos y, con el tiempo -esa era la promesa-, convertirse en empresarios exitosos. Así, sus lecturas se orientaban hacia obras cuyas temáticas centrales eran los negocios, el marketing, la empresa y el management: Padre rico, padre pobre (R. Kiyosaki), Piense y hágase rico (N. Hill), La ciencia de hacerse rico (W. Wattles), Las 7 leyes espirituales del éxito (D. Chopra) y El secreto (R. Byrne), entre otros. Generalmente, obras de autores norteamericanos que encuentran sus fundamentos en una ética protestante del trabajo, en discursos científicos y pseudocientíficos provenientes de la psicología y las neurociencias y, en los más actuales, en las creencias espirituales propias de la New Age (Effing, 2009).
En este espacio social, las lecturas, aunque realizadas mayormente de forma individual, eran interpretadas y compartidas a partir de la noción de éxito, que es a la vez clave interpretativa y vector moral que guía parte de las prácticas cotidianas de los individuos del grupo. El éxito como objetivo implica la excelencia en el trabajo y en la vida personal y puede ser medido, para estos lectores, con el incremento de las riquezas y del posicionamiento social. En este sentido, los libros de autoayuda eran manuales prácticos, un repertorio de técnicas a aplicarse a sí mismo, en pos de alcanzar el objetivo máximo: para muchos de estos lectores, volverse millonarios. Se trata de una muy particular comunidad interpretativa de lectores, que surgió sorprendentemente en una sociedad de fuerte tradición católica, como lo es la cordobesa, cuyos valores morales cuestionan la acumulación excesiva de riqueza.
El encuentro con los lectores espirituales o cómo viajar en casa
Al mismo tiempo que seguía este cauce, intentaba fuertemente encontrar a otras personas. De todas las estrategias que imaginé para encontrarme con los lectores, puse en práctica: el contacto antes y después de eventos y conferencias de desarrollo y crecimiento personal, en las ferias del libro de Córdoba y Buenos Aires luego de realizar breves entrevistas a sus visitantes, y hasta en una librería a la que tuve acceso para observar durante una semana, con resultados nulos. Por otra parte, con una compañera del equipo de investigación abrimos una cuenta de Facebook, Lectores y Lecturas, gracias a la cual pude entrevistar a una adolescente fanática de Cielo Latini7 (entrevista que fue más importante para el proyecto del que participábamos que para mi propia investigación). Finalmente, descubrí que la mejor de todas las tácticas era el simple método del “boca en boca”. Por aquellos inicios, comentaba a quien me encontrara en mi vida cotidiana sobre la investigación que estaba en marcha. Luego expandí este método y envíe correos electrónicos a todos mis contactos, pidiéndoles que, además, los reenviaran a sus propios contactos, explicando que necesitaba encontrar personas que leyeran o hubieran leído libros de desarrollo personal, espirituales, religiosos y de autoayuda, y que estuvieran dispuestas a realizar unas horas de entrevista.
El universo de los lectores era múltiple. Una segunda red empezó a configurarse por la vía de seguir la circulación de los libros: el de aquellas personas cuyo acercamiento a la literatura de autoayuda se enmarcaba en un proceso mayor de búsqueda espiritual e incorporaba de manera significativa prácticas vinculadas al movimiento de la New Age. Eran usuarios y profesionales de terapias alternativas como el reiki, los masajes ayurvédicos, las flores de Bach y la homeopatía; y de disciplinas físicas y terapéuticas, como el chi kung, el tai-chi y el yoga, entre otras. En Córdoba, el circuito de prácticas terapéuticas alternativas estaba bien consolidado: terapeutas y pacientes, maestros y alumnos se encontraban en talleres, clínicas o retiros, y transitaban por los mismos espacios urbanos en búsqueda del crecimiento personal y espiritual (almacenes de productos naturales, herboristerías, librerías específicas). Los libros que leían se relacionaban con las terapias y con una espiritualidad que mixturaba diferentes religiones orientales con las ideas originadas en la década del sesenta por la corriente del nuevo pensamiento, retomadas luego por el movimiento de la New Age, cuyo postulado principal instauraba la creencia en el enorme poder de la mente (Rüdiger, 1995, p. 72). Libros de autores como Osho, Krishnamurti, Eckhart Tolle y Brian Weiss se encontraban en las bibliotecas de estos lectores, circulaban por estos grupos o eran recomendados en alguna instancia interpersonal. Aquí la noción clave para la interpretación de los textos y para el crecimiento personal es la sanación, entendida como la recuperación de un estado de salud física y espiritual perdido a causa de las enseñanzas y las creencias impuestas por la sociedad en la que vivimos (Papalini y Rizo, 2012).
Es importante señalar que, a diferencia del caso anterior, el acceso a esta segunda comunidad de lectores fue iniciado por contactos más cercanos a mi grupo social. Aunque mis amigos y colegas no fueran lectores asiduos del género en cuestión, muchos de los entrevistados eran amigos de amigos; la mayoría de ellos universitarios (arquitectos, artistas, licenciados en química, en letras y en comunicación social) cuyas trayectorias socioculturales los habían llevado hacia el camino de las prácticas terapéuticas alternativas y la lectura de libros de autoayuda orientados al crecimiento personal, que se tomaban muy en serio la espiritualidad y la sanación.
De hecho, dentro de mi grupo social no es extraño practicar yoga, hacer meditación, tomar flores de Bach o (como descubrí luego) haber leído uno o dos libros de autoayuda. La diferencia radica en la forma en que se integran estas prácticas y lecturas en la vida cotidiana, la eficacia que tienen en ella y los sentidos que adquieren en consecuencia: ciertamente, no es lo mismo hacer meditación para reducir el estrés o leer El poder del ahora, de Tolle, porque te lo prestaron para lidiar con las presiones del trabajo, que hacerlo principalmente para “dominar tu mente” y “contactarte con tu verdadero ser interior” (Mary, 42 años, reikista, agosto de 2010).
De esta manera, desarrollé el trabajo de campo entre los años 2010 y 2013. Realicé más de treinta entrevistas en profundidad a lectores y numerosas entrevistas informales; observaciones participantes en eventos vinculados a los circuitos terapéuticos y empresariales, tales como conferencias de crecimiento personal o talleres de terapias alternativas; observaciones y entrevistas breves en las ferias del libro de Córdoba y Buenos Aires y especialmente en las firmas de ejemplares de libros de autoayuda. El trabajo giró en torno a dos etapas: una de apertura, para abrir los sentidos, como establece Guber (2005), cuyo movimiento estuvo dado por el truco de seguir a los objetos (Marcus, 2001), es decir, seguir la circulación de los libros en los grupos, señalada por aquellos a quienes entrevistaba. A ella siguió -de forma no cronológica- una etapa de profundización y focalización etnográfica, cuyo movimiento estaba guiado por la metáfora de seguir a las personas en aquellas actividades cotidianas que me permitieran ampliar la comprensión del sentido y el lugar de los libros y las lecturas para sus vidas: la pregunta amplia del inicio se especificaba para cada caso particular.
Entre lectores dispersos y vecinos situados: el punto de vista nativo
A partir de dos objetos de estudio distintos y de dos trabajos de campo bien diferenciados, nos propusimos reflexionar acerca de qué estamos hablando cuando hablamos de etnografía y de viaje. Vimos que, en el primer caso, se trataba de una investigadora que arribó a una villa de la ciudad de Córdoba donde se suponía que tendría a todos sus nativos localizados en un mismo lugar geográfico. Sin embargo, la antropóloga dio cuenta de que, a pesar de la proximidad, los habitantes de la villa representaban una población muy heterogénea, por lo que existían variadas concepciones, sentidos y prácticas sobre el miedo y el peligro. Por otra parte, la investigadora pudo comprender que fue solo a partir de las relaciones sociales y de afecto que fue construyendo con algunas personas que pudo derribar las barreras del peligro que delimitaban la circulación por la villa, así como también sus propios límites y miedos, que imposibilitaban un acercamiento con los vecinos considerados “malos”, por estar asociados con trayectorias delictivas. Más aún fue por esas relaciones afectivas que la antropóloga pudo conocer y elaborar conocimiento.
Por otro lado, la otra investigadora generó diferentes estrategias para contactar a sus entrevistados, con el fin de averiguar qué hacían con los libros de autoayuda, cómo los representaban, qué sentidos construían sobre ellos. Sucedió, entonces, que un evento sobre esas temáticas reunió a la mayoría de las personas con las que la investigadora venía conversando, resultando así un punto de convergencia entre todos ellos. Así, aunque sus entrevistados se encontraban geográficamente dispersos, los unía un mismo interés por una literatura socialmente desvalorizada denominada “de autoayuda”.
Una de las primeras diferencias entre ambos trabajos se encuentra en la noción de inmersión en el campo. Según Ortner (1995), la inmersión es la utilización del yo como herramienta de conocimiento:
El intento de comprender otro mundo de la vida utilizando el yo “tanto como sea posible” como instrumento de conocimiento. Clásicamente, este tipo de comprensión ha estado íntimamente ligado al trabajo de campo en el que todo el yo entra físicamente y de cualquier otra forma en el espacio del mundo que el investigador busca comprender (Ortner, 1995, p. 57).8
Ambas investigaciones involucraron un claro movimiento que nos permitió, como antropólogas, desplazarnos de lugar para poder comprender los objetos trazados anteriormente, pero ¿de qué movimiento hablamos exactamente si dejamos de lado la idea de comunidad situada geográficamente a la cual arriba el antropólogo? Volviendo a Wilding (2007), retomamos la idea del movimiento que es realizado por el etnógrafo durante el trabajo de campo. Según entendemos, este sería un movimiento ocasionado por el contacto con personas cuyas concepciones sobre el mundo difieren de las de los investigadores. Es decir, se pondría en relación aquí el punto de vista de los sujetos de la investigación y el de los etnógrafos. Una idea ya planteada por Malinowski, que, como mencionamos, no solo se trata del hecho de captar el “punto de vista nativo” a través de la observación directa y del contacto, sino también de la capacidad de poner todo aquello en diálogo con las interpretaciones analíticas del investigador.
En este sentido, Balbi (2012) discute con algunos antropólogos que proponen la idea de que lo que se confronta en la etnografía es la teoría nativa con la teoría analítica del investigador. El autor prefiere hablar de perspectiva nativa y no de teoría, porque, de esa manera, se evitaría una intelectualización innecesaria de las personas con las que trabajamos. En otras palabras, Balbi está discutiendo con la idea implícita de que solo se toman en cuenta aquellas concepciones que se denominan como teorías. Este autor considera que hablar de teoría sostiene la inevitable jerarquía entre investigador y sujetos de investigación que supone la investigación etnográfica, aunque el etnógrafo tome todos los recaudos necesarios. Coincidimos con Balbi, para quien la etnografía sería, entonces:
(…) una práctica de investigación que trata de aprehender una porción del mundo social a través de un análisis que se centra estratégicamente en las perspectivas nativas y que apunta a integrarlas coherentemente a sus productos (Balbi, 2012, p. 493).
Balbi centra su atención también en que los puntos de vista, tanto de los investigadores como de los nativos, son incompletos y heterogéneos. Por tanto, propone que intentar aprehender la perspectiva nativa sería una primera parte del trabajo, un punto de partida, algo que hay que conocer porque nos brinda una parte de la explicación de lo real. Sin embargo, el análisis etnográfico es, para el autor, siempre incompleto, porque alude a una confrontación entre puntos de vista que serían construcciones heurísticas referidas a algún aspecto en particular de la realidad.
Estos planteos nos ayudan con una parte de nuestro problema, que se relaciona con el cómo damos cuenta de la perspectiva de los nativos, cómo establecemos diálogo con ellos e interpretamos la visión de su propio mundo para construir conocimiento. Sin embargo, nos queda pendiente la idea de movimiento que implica esta tarea. Ya quedó claro, con lo presentado antes, que no nos referimos a un movimiento geográfico, sino a un movimiento más interno que tiene que ver con el investigador. Así, decimos que es él mismo el que se convierte en instrumento de recolección de datos en el “mundo nativo”. Ahora bien, es justamente esta idea de mundo nativo la que intentamos poner en tela de juicio. Es decir, a la idea de mundo nativo entendido como un mundo objetivado al que el etnógrafo tiene acceso, que nos remite nuevamente a la idea clásica de aldea localizada.
A modo de conclusión: llegar “desde afuera”, conocer “desde adentro”
Seguimos a Guber, para quien una descripción etnográfica nunca es neutral, porque se hace siempre desde un determinado punto de vista: “la segunda razón por la que una descripción no puede ser neutral no está en el objeto descripto sino en el sujeto que describe” (Guber, 2013, p. 60). Lo que nos ubica a los investigadores como centro del problema, en el sentido de que somos nosotros los que vamos a dar cuenta del mundo nativo a través de las relaciones sociales que construimos con las personas con las que trabajamos. Ese “mundo nativo” no es un mundo dado y objetivamente ajeno en el que se realiza la inmersión antropológica, sino un mundo construido reflexivamente entre ambas partes: persona investigador/personas que colaboran con la investigación. Este último punto modifica el sentido del movimiento del que hablamos antes, puesto que se trata de un movimiento que trae la mirada analítica de nuevo al investigador o, mejor aún, a las relaciones de las que este es parte y a partir de las cuales puede construir conocimiento. En este sentido, Guber propone que
(…) no es posible el conocimiento social desde la absoluta des-implicación; sostener la exterioridad del investigador sería creer que el sentido proviene de las cosas mismas y no de las situaciones sociales en que esas “cosas” son dichas, invocadas y puestas en escena por actores concretos (Guber, 2014, p. 23).
Si, como dice la autora, el sentido proviene de las situaciones sociales de las que somos parte porque “estamos ahí”, ¿cómo podemos entonces pensar que se puede obtener conocimiento sin pensarnos a nosotros, los investigadores, como parte de esas relaciones sociales que pretendemos conocer? Desde esta perspectiva, las técnicas y herramientas metodológicas a las que nos referimos los antropólogos, como la entrevista y la observación participante, no pueden ser pensadas como formas de recolectar materiales para luego construir datos. Porque, como expresamos, no se trata de un conocimiento externo sobre el mundo, sino de un aprendizaje que nos incluye como partes indisociables de este (Ingold, 2013; Guber, 2013 y 2014).
Otro punto que se relaciona con la idea que planteamos sobre movimiento es que trabajamos con personas viviendo en un mundo real. Esto tiene que ver con los siempre iluminadores planteos de Malinowski (1998) sobre la inseparabilidad teórica y metodológica que existe en las vidas de las personas sobre los aspectos económicos, religiosos, políticos, psicológicos e históricos, que nos enfrenta con los “imponderables de la vida real” en el campo. Pero también con la propuesta de Quirós acerca de que:
(…) las “perspectivas nativas”, sobre y con las cuales los antropólogos trabajamos, deberían ser entendidas menos como un punto de vista “intelectual” (i.e.: formas de concebir y significar mundos) y más como un punto de vista “vivencial” (formas de hacer y crear vida social) (Quirós, 2014, p. 47).
Las situaciones sociales de campo de las que formamos parte los investigadores son el marco de significación de la información que recolectamos para construir conocimiento. Por otro lado, la vida social de las personas con las que trabajamos se encuentra en un constante fluir, lo que supone que el conocimiento que construimos no es inmutable y dado “objetivamente” de una vez, sino que, por el contrario, está relacionado con un movimiento permanente de reflexividades.
Como vimos en los ejemplos anteriores, ambas investigadoras fuimos siguiendo redes de relaciones que íbamos construyendo en el campo, más allá de que nuestras investigaciones estuvieran, o no, localizadas geográficamente en algún lugar. Otra vez, porque lo que llamamos campo no es un lugar particular, sino una convergencia de reflexividades en un momento determinado. En este sentido, la idea de movimiento o viaje se vuelve más una cuestión de vigilancia reflexiva del investigador que de desplazamientos físicos de lugar. Krotz (1991) propone que el viaje antropológico está relacionado con la alteridad cultural que le permite ver en retrospectiva su propia cultura. Según el autor, en este viaje el antropólogo, como viajero, es parte intrínseca y la idea de movimiento tiene que ver con el universo cambiante de sus interlocutores, pero también con el propio. Pero ¿qué implicancias epistemológicas y metodológicas tiene este sentido de movimiento?
Al incorporar la mirada hacia el antropólogo como parte indisociable de las situaciones de campo a partir de las cuales se construye conocimiento, estamos concibiéndolo como parte del mundo que investiga. Esto implica, como mencionamos, que él mismo es parte de las situaciones que construye con los demás. En este sentido, Ingold (2017) afirma que es justamente la antropología, más que cualquier otra disciplina, la que no puede aceptar pasivamente la escisión entre conocer y ser (parte), puesto que el conocimiento surge a partir de la correspondencia de vidas compartidas. Para este autor, practicar la antropología es una educación, tanto dentro como fuera de la academia, porque el conocimiento es conocimiento en cualquier parte donde se produzca. Esto es porque les devolvemos la agencia a las personas que colaboran con nuestro estudio como cocreadoras del mundo que investigamos. Cabe aclarar que esto no anula necesariamente las diferencias sociales entre ambos. Por el contrario, tenemos en cuenta dichas diferencias a la hora de producir conocimiento y en la manera en que relacionamos esas posiciones diferentes. Ingold (2013 y 2017) distingue entre hacer etnografía y hacer antropología. Para el autor, la primera es una ardua tarea documental a partir de la cual el etnógrafo realiza un “estudio de” un grupo para “aprender sobre” determinadas cuestiones respecto a este. El proceso se basa en analizar materiales que sirven para el propósito de documentar algo. Por el contrario, considera a la antropología como un proceso de vida en el cual el antropólogo está estudiando “con personas” y aprendiendo “de ellas”, y su propósito es esencialmente transformador. Más allá de la distinción de categorías, lo que el autor plantea es una diferencia sustancial de enfoque. Para él no es posible hacer antropología teorizando aisladamente del mundo que se pretende conocer, justamente porque no hay otra manera de producir conocimiento que no sea “desde adentro”, es decir, siendo parte de eso mismo de lo que aspiramos saber. Porque, como expresa el autor, el mundo no es una reserva de conocimientos que se pueden extraer, sino un mundo que se está correspondiendo con el propio investigador (Ingold, 2012).