1. Democracia, integridad electoral y gobernanza electoral
Cualquier definición aceptable de democracia, por mínima que sea, incluye entre los requisitos necesarios para que un régimen político sea considerado como tal, la realización periódica de elecciones libres y limpias (o justas). Por tanto, la integridad electoral, entendida como lo contrario a la manipulación de los procesos electorales, en todas sus etapas, desde la inscripción de candidatos y registro de electores hasta la validación y proclamación de los resultados, es un componente clave e imprescindible de la democracia que permite la libre elección de los gobernantes. Se trata, a su vez, de un requisito para que la ciudadanía y las organizaciones políticas que aspiran a ocupar cargos electivos, puedan confiar en que los procesos electorales representan efectivamente la voluntad popular y la distribución de preferencias que la componen.
De ahí se deriva la relevancia que tienen los sistemas de organización y administración de los procesos electorales y los organismos encargados de gobernarlos. Sin embargo, hace apenas un par de décadas que comenzó a prestarse la debida atención a la temática dentro de los estudios de la política comparada. Es muy probable que algunos fenómenos políticos contemporáneos hayan despertado el interés en el desarrollo reciente de este campo de estudios. Concluida, al cierre del siglo XX, la tercera ola de democratización iniciada a mediados de los setenta (Huntington, 1991), comenzaron a verificarse procesos de retroceso y erosión democrática, o de autocratización lisa y llana, que afectan a un número creciente de países que habían experimentado previamente procesos de instauración de regímenes políticos democráticos o semidemocráticos (Bermeo, 2016).
En efecto, hasta comienzos del siglo XXI los estudios de política comparada no prestaban atención al papel de la gobernanza de los sistemas electorales y sus impactos sobre la calidad de los regímenes democráticos en América Latina y el mundo (Mozaffar y Schedler, 2007; Hartly, McCoy y Mustillo, 2008). Por el contrario, durante los últimos años ha surgido una literatura que ya registra una acumulación importante, abocada al estudio y evaluación del papel de los distintos modelos existentes de organización de la gobernanza electoral y sus efectos en términos de integridad electoral (Norris, 2019) y reducción de los márgenes para la manipulación de los procesos electorales (Birch, 2011), así como sobre el rol que juegan otras instituciones formales e informales como el Poder Judicial, los medios de comunicación, la sociedad civil y los organismos externos de monitoreo y verificación de elecciones (Birch y van Ham, 2017).
Dado que el manejo fraudulento de las elecciones por parte de gobiernos electos que desarrollan tendencias autoritarias ha sido uno de los componentes más relevantes de los procesos de deterioro democrático y autocratización, es entendible que un número significativo y creciente de investigadores preocupados por los desafíos actuales y por el futuro de la democracia se hayan volcado a estudiar los problemas que afectan la integridad electoral en el mundo actual, en particular los efectos de distintos modelos de organización y gestión de los procesos electorales y, específicamente, el papel que en ello juegan los organismos encargados, tanto de organizar, administrar y supervisar las elecciones, como de dirimir legítimamente las eventuales controversias que puedan surgir al respecto.
Así es que en las dos últimas décadas se ha ido configurando un nuevo subcampo dentro de los estudios electorales, un subcampo distinto a los ya clásicos -sobre el comportamiento electoral y la relación entre sistemas electorales y sistemas de partidos, ente otros- que se focaliza en los problemas relativos a la gobernanza electoral, concepto que alude al conjunto de relaciones de poder y actores implicados en la toma de decisiones sobre la organización electoral (James, 2020), incluyendo el estudio de organismos electorales encargados de implementar las elecciones y dictaminar sobre sus resultados.
El punto de partida es la integridad electoral como requisito necesario para la existencia y funcionamiento de un régimen político que pueda considerarse mínimamente democrático. La integridad electoral refiere a la existencia efectiva de elecciones auténticamente libres, justas y legítimas (en el sentido de creíbles, aceptables o confiables). Esta noción se concreta en el cumplimiento de una serie de estándares mínimos que se han sido estableciendo en la segunda mitad del siglo pasado en compromisos de alcance internacional, como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y más específicamente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. Entre ellos: el sufragio universal e igualitario (una persona, un voto, sin distinciones), el voto secreto, la libertad de asociación y de expresión, la libre postulación de candidaturas en condiciones de igualdad formal, la cristalinidad de los mecanismos de conteo de votos y el respeto de los resultados cuando se proclama a los ganadores de los cargos en disputa. Como ha señalado Birch (2023), se trata de una serie de condiciones que deberían concretar el ideal de la igualdad política que es intrínseco a la concepción democrática. Esto es, el cumplimiento del principio general de que todo ciudadano debería tener garantizado el derecho a ser elector y elegible con independencia de otras consideraciones. Un principio que debe respetarse tanto a la hora de elegir entre diversas candidaturas libremente ofrecidas, como al momento de la traducción de la voluntad ciudadana libremente expresada en la designación de las personas que resulten electas.
Para hacerlo posible es necesario, aunque insuficiente, que estos principios estén incorporados en las normativas de cada país. Se requiere, además, que los sistemas nacionales de gobernanza electoral garanticen su puesta en práctica a través de la aplicación concreta de los procedimientos y mecanismos que rigen los procesos electivos. La gobernanza electoral (Mozaffar y Schedler, 2002) refiere a una noción amplia que incluye al conjunto de instituciones, organismos y actores que intervienen directa o indirectamente en el proceso electoral. Entre ellos cabe mencionar, en primer lugar, a los organismos oficiales específicamente encargados de organizar o llevar adelante las elecciones en todo el recorrido que va desde la inscripción de votantes y candidaturas hasta la proclamación de los resultados.
Pero la gobernanza electoral incluye además a otras instituciones y actores que participan de diversas formas en el monitoreo del proceso electoral y en la supervisión y validación de sus resultados, como los partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación, organismos externos de observación y verificación (gobiernos extranjeros y organizaciones internacionales), fuerzas del orden público y, en los casos en que la normativa le da atribuciones de índole electoral, el Poder Judicial. En este sentido, la noción de gobernanza electoral incorpora la idea de que la pluralidad de actores participantes de los procesos electorales en sus diversas etapas contribuye a generar mayores niveles de cristalinidad y credibilidad, al incrementar los mecanismos formales e informales de rendición de cuentas vertical y horizontal, fortaleciendo el control ciudadano y la confianza en la verosimilitud de los resultados.
No obstante, los organismos oficiales encargados de la gestión de los procesos electorales constituyen sin dudas la pieza fundamental del sistema de gobernanza electoral. En este sentido, la clave para evaluar su contribución a la integridad electoral, a la producción de resultados justos, creíbles y legítimos, está en que tengan un grado de independencia tal que impida la manipulación por el gobierno de turno o por alguno de los partidos que compiten por los cargos en disputa. Sin embargo, como señalan Hartlyn, McCoy y Mustillo (2008), no existe un consenso académico ni evidencia empírica concluyente para sostener la idea de que la independencia técnica y profesional de dichos organismos constituya por sí misma una garantía absoluta para producir resultados electorales confiables. Concretamente, si los partidos políticos que compiten en las elecciones no tienen injerencia en la implementación y supervisión del proceso electoral, podrían verse impulsados a desconfiar de la imparcialidad de los «técnicos» o los burócratas que lo llevan adelante y a cuestionar los resultados cuando estos frustran o están por debajo de sus expectativas.
Por tanto, hay buenas razones para pensar que los sistemas de gobernanza electoral pueden contribuir de mejor manera a la integridad electoral si prevén formas de participación de los actores políticos en la organización y supervisión de los procesos electorales, siempre que ello se concrete de tal forma que no se afecte la necesaria independencia e imparcialidad de los organismos encargados de su gestión. En este sentido, la Corte Electoral uruguaya, cuyo primer centenario motivó la convocatoria a este dossier, constituye un caso sobresaliente que muestra que la interacción entre partidos políticos y técnicos profesionales en la gestión de las elecciones puede ofrecer suficientes garantías.
2. La Corte Electoral de Uruguay: un organismo centenario
En efecto, a principios de este 2024 se cumplieron los cien años de la creación legal de la Corte Electoral en Uruguay. Su instauración, a través de la Ley 7690 del 9 de enero de 1924, le asignó como funciones, en esa primera instancia, la organización y custodia del Registro Cívico Nacional, la superintendencia de los organismos electorales y ser juez de última instancia de las apelaciones y reclamos que se produzcan sobre las elecciones, aunque la Constitución reservaba a las Cámaras el juzgamiento de la elección de sus miembros y al Senado el de la elección de presidente de la República.
La creación de la Corte Electoral en 1924 formó parte del complejo proceso de diseño institucional electoral iniciado con la reforma constitucional de 1918 y completado con las leyes electorales de 1925 (Ley de Elecciones n.º 7812 de enero y complementaria n.º 7912 de octubre). Ese proceso fue el núcleo de la concreción institucional de la democracia uruguaya e incluyó un conjunto de instrumentos jurídico-políticos que han corrido variada suerte en el transcurso de estos cien años, como el Poder Ejecutivo colegiado, el doble voto simultáneo y la representación proporcional. Pero, de todos los instrumentos incluidos en aquellos acuerdos, el único que puede calificarse como imprescindible para el funcionamiento adecuado de una poliarquía, es el conjunto de garantías que se otorgan para el libre ejercicio del sufragio. No es posible construir democracia alguna sin asegurar el voto secreto, igual y universal, así como el contralor del procedimiento electoral y la libertad política de partidos y electores. El éxito en semejante emprendimiento no estriba exclusivamente en establecer los procedimientos adecuados para esos fines sino, especialmente, en lograr el reconocimiento generalizado, especialmente de los derrotados, de que las elecciones han sido libres y justas. Esa función primordial, ofrecer las adecuadas garantías para el sufragio, es la que ha cumplido desde entonces y cumple hasta nuestros días la Corte Electoral de Uruguay. Desde aquel momento y hasta hoy existe un consenso generalizado sobre la integridad de los procesos electorales uruguayos que constituyen, a su vez, un atributo fundamental de su régimen democrático, ubicado entre los de mayor calidad en el mundo de acuerdo con diversos índices disponibles1.
La Corte Electoral (CE) uruguaya fue pionera en América Latina y, al ser el primer organismo electoral independiente en crearse, se constituyó en fuente de inspiración para la región, como se reconoce en la literatura académica: «The current Latin American model of judicial restriction on executive control of the political process draws its inspiration from a 1924 Uruguayan reform which established a stand-alone electoral court with plenary power of administration of the electoral system» (Issacharoff, 2010:16). Efectivamente, el modelo uruguayo fue seguido inmediatamente por Chile y Costa Rica, las otras dos democracias consolidadas de la región, en 1925. Como sostiene Lehoucq, «It is no surprise that three of the most stable presidential systems also have the oldest electoral commissions» (2002:36).
La originalidad del diseño de la CE uruguaya fue documentada por Gros Espiell (1960), quien sostiene que «algunos antecedentes mediatos de la ley de 1924 (…) no tuvieron ninguna influencia directa en el texto finalmente aprobado» (89-90). Y, más específicamente, citando una intervención de Ismael Cortinas cuando se designó la primera corte, dice que «no se habían tenido en cuenta antecedentes extranjeros y que la idea había surgido espontáneamente en la Comisión de los Veinticinco2». En particular, atribuye la idea al doctor Álvaro Vázquez, miembro de la comisión, quien en una carta de fecha 11 de abril de 1956 le decía: «Consideré, entonces, que la única manera de resolver la dificultad era la creación de un tribunal supremo de lo contencioso electoral, que tuviera la máxima autonomía, estructural y funcional» (citado en Gros Espiell, 1960:93). En esa misiva, Vázquez sostiene que el proyecto, «enteramente» redactado por él, coincide con el Capítulo II de la ley de 1924 excepto por el nombre, ya que lo había denominado Supremo Tribunal Electoral. Y le confirma que no tiene «ningún antecedente extranjero» diciendo que luego tuvo noticia de «la creación de un supremo tribunal electoral en Checoslovaquia», cuestión que desconocía al momento de redactar el proyecto.
También la CE uruguaya fue tempranamente digna de admiración para la ciencia política de Estados Unidos. «For nearly thirty years this system has produced elections notable for their honesty and integrity» (Taylor, 1955:19). «Uruguay seems to have achieved elections as free from manipulation and fraud as any nation in the world» (42). Y sigue constituyendo un ejemplo a tener en cuenta en el planeta entero, aun en latitudes tan lejanas como la de Indonesia, particularmente por su autonomía jurisdiccional, que no está sometida a ningún otro poder del Estado, incluido el Poder Judicial. Al respecto, Suparto et al. (2023) reconocen que «Uruguay paved the way in 1924 by establishing an Electoral Court Institution, subsequently setting a precedent for other nations» (532) y afirman que «Uruguay’s experience holds particular relevance for Indonesia, given the shared historical background of both nations adopting presidential political systems alongside multiparty structures» (534).
Puede resultar intrigante que la gobernanza electoral en Uruguay siga ofreciendo los mejores resultados de la región y el mundo con un modelo que bien podría considerarse arcaico. No solo su conformación, sino también los procedimientos electorales han sufrido escasos cambios relevantes en el tiempo. Tal vez la mejor explicación es que el sistema político uruguayo ha seguido la máxima atribuida a Thomas Bertram Lance, quien habría dicho en 1977: «If it ain’t broke, don’t fix it». La relativamente alta autonomía de las élites políticas en la historia uruguaya y la ausencia de actores capaces de imponer su hegemonía en el largo plazo constituyeron una condición que propició un diseño institucional que estableció la distribución de posiciones de poder entre los partidos, el contralor mutuo y la exigencia del consenso para su reforma (Real de Azúa, 1988; Caetano, Rilla y Pérez, 1989). La democracia se estableció en Uruguay por consenso y la ingeniería institucional estableció la regla del consenso como fundamento básico de la convivencia democrática (Pérez Antón, 1988; Pareja, 1988; Chasquetti y Buquet, 2004). El diseño constitucional articuló la representación proporcional legislativa con la exigencia de dos tercios de las cámaras para modificar la normativa electoral y otras decisiones, lo que implicaba necesariamente el acuerdo en el contexto del bipartidismo imperante en la época (Buquet y Moraes, 2018). La CE está diseñada sobre esa misma concepción, los cargos se distribuyen entre los partidos o se designan por dos tercios del legislativo y muchas de sus decisiones se adoptan por mayorías especiales. La distribución de los cargos, el mutuo contralor y el poder de veto recíproco constituyen la piedra angular de un sistema que generó y sigue generando confianza. En términos algo más formales podemos decir que el diseño original de la democracia uruguaya -del que la Corte Electoral forma parte- generó un equilibrio político con capacidad para mantenerse estable en el tiempo y también para adaptarse cuando las condiciones se modificaron.
Como señalamos anteriormente, hasta comienzos del siglo XXI los estudios de política comparada no atendieron debidamente la relación entre gobernanza electoral y calidad democrática. Pero el avance de la tercera ola de democratización que incorporó numerosos países al campo democrático en el último cuarto del siglo XX llevó a la preocupación por el diseño de los organismos electorales. En ese contexto, IDEA International en 2002 elaboró sus International Electoral Standardsque promueven la conformación de organismos electorales que operen de forma independiente, transparente e imparcial.
Sin embargo, la necesaria independencia del organismo electoral ha conducido a promover la idea de que sus miembros deben ser independientes, es decir, no pertenecer ni simpatizar con un partido político en particular. Pero, el mismo documento de IDEA sostiene que no existe un estándar internacional reconocido para este concepto, por lo que independiente se entiende como autónomo e imparcial. Dado que la imparcialidad, así como la transparencia, son atributos diferentes, la independencia debe ser interpretada esencialmente como autonomía. Es decir que el órgano electoral cumple con la condición de independencia cuando es autónomo y no cuando está integrado por miembros sin filiación partidaria. La autonomía de la CE en Uruguay es absoluta ya que ninguno de los tres poderes del estado puede influir en ninguna de sus actividades, con la excepción del Poder Legislativo cuando designa a sus miembros «neutrales»3 o modifica sus atribuciones, para lo que debe obtener una mayoría de dos tercios y, por lo tanto, actuar sobre la base de amplios consensos interpartidarios.
La CE también actúa con transparencia en la medida en que, tanto el registro cívico, como el registro de partidos y candidaturas, así como los escrutinios son de acceso público. Finalmente, la imparcialidad en sus determinaciones está asegurada por su composición y el mutuo contralor que ejercen sus miembros. No se trata de que nunca haya recibido cuestionamientos, desde la denuncia de fraude en la elección de 1971 realizada por el Partido Nacional, hasta el cuestionamiento sobre el color para la papeleta que defendía la Ley de Urgente Consideración4 en el referéndum de 2022, por el Frente Amplio (FA). Pero la norma general es que la CE uruguaya cumple con todas las condiciones que se requiere de un organismo electoral democrático, esto es, independencia, transparencia e imparcialidad, a pesar de tener un diseño institucional centenario.
Sin embargo, debe señalarse que el modelo de equilibrio utilizado para la integración de la CE resultó problemático en el proceso de cambio del sistema de partidos uruguayo del bipartidismo al multipartidismo. El diseño original atendía a la configuración bipartidista del sistema político uruguayo, de forma que sus cargos se repartían entre el Partido Colorado y el Partido Nacional. Pero, luego de la dictadura que gobernó el país entre 1973 y 1985, se consolidó la presencia del FA en el sistema, aunque la CE no lo incorporó hasta 1996, cuando había alcanzado cerca del tercio de la votación, con dos integrantes en nueve, es decir, en minoría. Esa conformación, con cuatro colorados, tres blancos y dos frentistas bien podía ser adecuada en ese contexto. Pero el FA siguió creciendo electoralmente hasta alcanzar la mayoría absoluta en la elección de 2004. Sin embargo, la CE mantuvo la integración de 1996 hasta 2010 porque no se lograba un acuerdo que alcanzara a los dos tercios de la Asamblea General. En ese año el desajuste logró destrabarse con una suerte de adaptación institucional, por la que se acordó que la presidencia de la CE estuviera en manos de una persona independiente5 y que hubiera cuatro ministros del FA y otros cuatro de los partidos tradicionales. Esta conformación refleja mejor la nueva configuración del sistema de partidos uruguayo y permite mantener la confianza institucional basada en el recíproco contralor, mostrando que, de forma complementaria con la estabilidad, el sistema cuenta con la capacidad de adaptación que requieren los regímenes institucionalizados. En el correr de 2024, circunstancias fortuitas6 han llevado a que al momento de la publicación de este número temático el FA haya quedado con la mayoría de la CE, paradójicamente cuando se encuentra en la oposición. Pero esta conformación imprevista seguramente servirá para confirmar una vez más que la integridad de los procesos electorales en Uruguay es un rasgo institucional de largo plazo y que no depende de ocasionales desequilibrios en la integración de la CE.
3. Contenidos del número temático
La ocasión del centenario de la CE fue propicia para convocar un número temático de la Revista Uruguaya de Ciencia Política que trate la cuestión de la gobernanza electoral como tema de política comparada, cuyo estudio se encuentra en auge en el plano internacional, aunque la producción nacional en la materia es incipiente. Cubriendo en buena medida la ausencia de estudios politológicos sobre la CE, Antonio Cardarello y Alfonso Castiglia, en su artículo sobre «La Corte Electoral de Uruguay: origen, evolución, fortalezas y desafíos», desarrollan un profuso repaso sobre la creación de la Corte y detallan los cambios en su integración, mostrando cómo las sucesivas coyunturas políticas fueron generando condiciones para ajustes que buscaban, en condiciones democráticas, lograr amplios consensos que generaran las necesarias garantías. Complementariamente señalan sus fortalezas, como la gran legitimidad con la que cuenta, demostrada en circunstancias difíciles y apuntan una serie de debilidades, particularmente en materia presupuestal y de desafíos como la necesidad de avanzar en la incorporación de nuevas tecnologías.
También con foco en el caso uruguayo, Santiago Laphitz, en su artículo sobre «El financiamiento público en contexto: una mirada histórica a la evolución del subsidio público a los partidos políticos en Uruguay», profundiza en uno de los mayores desafíos que enfrenta la gobernanza electoral en el país. Uruguay también fue pionero en la materia y el trabajo muestra cómo la legislación subsiguiente ha consistido en una secuencia de cambios incrementales en el marco de un proceso histórico de aprendizaje y adaptación.
Un tercer artículo trata específicamente sobre la cuestión de los recursos humanos en la gobernanza electoral. El artículo de Ary Jorge Aguiar Nogueira sobre «Los recursos humanos en la gobernanza electoral: motivaciones de los miembros de mesa brasileños» desarrolla la cuestión en el marco de la relevancia de los recursos humanos para el buen funcionamiento de las elecciones. En el caso brasileño, fuera de la existencia de una estructura burocrática altamente especializada, existe un numeroso grupo de voluntarios que se desempeñan en los actos eleccionarios. El trabajo muestra que el deber cívico y el deseo de participar en el proceso democrático constituyen la principal motivación de quienes se desempeñan voluntariamente en las mesas de votación el día de las elecciones.
Finalmente, el número temático incluye tres artículos que desarrollan aspectos centrales de la gobernanza electoral vinculados con la democracia, utilizando una aproximación comparativa para la región latinoamericana. En el artículo titulado «Defying electoral governance: distrust and protests in Latin America», Gabriela Da Silva Tarouco analiza la relación entre la desconfianza del público en la integridad de los procesos electorales, por un lado, y la probabilidad de que los partidos y candidatos perdedores apuesten estratégicamente a la impugnación de los resultados electorales, por el otro. Con base en el análisis estadístico de un universo de casos constituido por 284 elecciones realizadas en 18 países latinoamericanos entre 1958 y 1990, la autora encuentra evidencia consistente para confirmar la existencia de una relación positiva entre desconfianza pública y ocurrencia de protestas contra los resultados electorales por otro. Como corolario normativo concluye que una mejora de los sistemas de gobernanza electoral que logre elevar los niveles de confianza pública en los procesos electorales reduciría la ocurrencia de protestas y cuestionamientos que apuntan a la deslegitimación los resultados electorales por parte de partidos y candidatos perdedores.
Por su parte, Danilo Rafael Batista, en el artículo titulado «When Electoral Integrity is at Risk: Democracy, Fraud, and Institutions in Latin America», presenta los resultados de un estudio exploratorio sobre la relación entre el diseño de los organismos de gestión electoral (EMB, por sus siglas en inglés) y la presencia de observadores domésticos o internacionales por un lado y la integridad de los procesos electorales por el otro. En base a un análisis estadístico de un universo compuesto por 39 elecciones llevadas adelante en 19 países latinoamericanos (todos menos Cuba) entre 2013 y 2021, el autor concluye que el grado de autonomía de los EMB respecto a los gobiernos y la fortaleza de sus capacidades institucionales para organizar y desarrollar los procesos electorales se asocian a la reducción de la ocurrencia de fraudes u otras formas de manipulación electoral. Del mismo modo, la presencia de observadores (sean estos domésticos o internacionales) y la ausencia de restricciones para el desempeño de su acción, también tienen efectos positivos sobre la integridad electoral.
Finalmente, el número temático se cierra con el artículo «Checks and Balances: Electoral Management Bodies as the Third Dimension of Accountability in Latin America», de Magnus Lembke y Nataly Viviana Vargas Gamboa, donde se ofrece un análisis comparativo del papel jugado por los organismos de gestión electoral en cuatro países centroamericanos (El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua), desde sus respectivas pacificaciones o democratizaciones ocurridas en los años noventa hasta la actualidad. A partir de la descripción de su lugar en el diseño político institucional, los autores identifican a dichos organismos como un cuarto poder del Estado, cuyas atribuciones constitucionales les atribuyen una función dentro del sistema general de controles y contrapesos que proponen considerar como la tercera dimensión de la rendición de cuentas. Esta se ubicaría en la intersección de las tradicionales dimensiones vertical y horizontal, ya que los EMB no solo están encargados de la integridad de los procesos electorales (el principal componente de la rendición de cuentas vertical) sino también de controlar y poner frenos a los eventuales desbordes institucionales de los otros tres poderes en lo que refiere al desarrollo de dichos procesos. Mediante la reconstrucción narrativa de algunos de los principales eventos conflictivos que han pautado la relación del «poder electoral» con los otros tres poderes en los cuatro países estudiados, concluyen que esa doble función que teóricamente están llamados a cumplir se ha visto fuertemente vulnerada en los hechos por los ataques y los recortes de los que han sido objeto en el marco de procesos políticos pautados por el avance de tendencias autoritarias.
De esta forma, la Revista Uruguaya de Ciencia Política, con la publicación de este número temático, hace un reconocimiento a la labor cumplida por la centenaria CE del país, al tiempo que promueve el estudio de la gobernanza electoral uruguaya y genera un espacio para el avance y la profundización en la investigación sobre la relación entre integridad electoral y democracia en América Latina.