1. INTRODUCCIÓN
El tránsito entre los siglos XX y XXI fue testigo de la expansión de Internet como plataforma de comunicación. Desde un punto de vista académico, esta transformación supuso la renovación del viejo debate entre apocalípticos e integrados (Eco, 1993). Para algunos, nuestro cerebro biológico iba a convertirse en una inteligencia digital colectiva, interconectada globalmente mediante las tecnologías de la comunicación (Lévy, 1998). Para otros, la progresiva virtualización de la experiencia comunicativa iba a suponer la pérdida de la relación con el otro, en beneficio de un amor inmoderado por el cuerpo virtual y la presencia inmaterial y fantasmagórica (Virilio, 1997).
Habiendo entrado ya de lleno en el siglo XXI, ¿quién tenía razón en sus predicciones? Umberto Eco declaró meses antes de fallecer -en 2016- que las redes sociales habían dado el derecho de hablar a “legiones de idiotas”, en lo que consideró una “invasión de imbéciles” (Sánchez Sánchez, 2016). En términos académicos, numerosos autores (Han, 2014; Lanier, 2011; Morozov, 2012) advierten de las consecuencias del uso masivo de las tecnologías de la comunicación ligadas a un modelo económico mundial depredador. De nuevo, enfrente, un discurso conciliador con el potencial que prometen las tecnologías y las redes de comunicación (Kurzweil, 2012; Orihuela, 2015; Pinker, 2018).
Nuestro planteamiento se acerca más a una visión no integrada. La propagación de discursos de odio nos convierte metafóricamente en bombas humanas (Glucksmann, 2005), la extrema polarización ideológica politiza el dolor de los más frágiles (Méndez Rubio, 2017) y la fractura de la experiencia entre la realidad física y la virtual aísla al individuo en una serie de relaciones de estricta metonimia (Echeverría, 1994). Todo ello sazona un caldo de cultivo idóneo, en el que la inseguridad y la desconfianza hacia el otro se tornan la norma. La modernidad implicaba la existencia de un horizonte de esperanza que ya no existe (Llorca Abad, 2011); como individuos nos hemos radicalizado en ciertos callejones ideológicos, aferrándonos a las sombras de algunas de aquellas seguridades que prometía el progreso.
En tal sentido, entendemos que el análisis debe partir del cuestionamiento de la preponderancia otorgada a la tecnología. El “desarrollo y la modernidad tienen una amplia historia en torno a la ‘modernización’ como estrategia centrada en la introducción de procesos y productos tecnológicos” (Cabrera Altieri, 2009, pp. 82 y 83). Efectivamente, la τέχνη, arte o destreza, habría sido una herramienta de relación con el mundo y la λογία, su estudio o conocimiento. Sin embargo, con el tiempo, de instrumento de mediación con la naturaleza o el entorno, para comprenderlo o transformarlo, se habría convertido en un fin en sí misma. Esto conlleva la progresiva colonización del cuerpo y de la naturaleza, y la marginación de otros discursos culturales, sociales y simbólicos. La consecuencia es la configuración de una realidad construida principalmente alrededor de lo tecnológico.
La no ideología de la tecnología es el resultado de combinar una aparente imagen de neutralidad con determinismo (Méndez Rubio, 2003). Si bien la tecnología no es ni buena ni mala en sí misma, no puede considerarse neutral (Kranzberg, 1986) y su uso conlleva efectos difíciles de prever. Ya en el siglo XIX, proliferaban los debates sobre cómo podían transformar la sociedad las innovaciones tecnológicas (Cooley, 1909; Durkheim, 1964; Pareto, 1968; Tönnies, 1999). En el imaginario de la modernidad sólida (Bauman, 2007), “las tecnologías se promociona(ba)n como instrumentos para vencer la limitación de la quietud y del movimiento lento, y así, traspasar los límites” (Cabrera Altieri, 2009, p. 88). Y aún hoy, esta perspectiva se sostiene sobre la base de una aceptación ciega de la conveniencia de la tecnología (McGee, 1992) y la promoción de una vida basada en las habilidades tecnológicas y el éxtasis del consumo (Postman, 1993).
En la elaboración de este artículo hemos llevado a cabo una revisión bibliográfica de algunos de los principales referentes históricos y contemporáneos de la grounded theory en mass communication research. Tras la recopilación de los trabajos, se llevó a cabo una evaluación heurística de los mismos, mediante un método de abstracción deductiva. El resultado tras la aplicación del análisis se estructura en siete bloques. Tras la presente Introducción, los cuatro apartados siguientes fijan los conceptos clave que vinculan las características de las sociedades globalizadas en el siglo XXI: el segundo cuestiona el papel de los medios de comunicación y de las industrias culturales; el tercero revisa algunos conceptos de la crítica de la industria cultural; luego se aborda la socialización mediada tecnológicamente; y el quinto analiza las consecuencias de organizar los usos comunicativos sobre la exacerbación de un individualismo extremo. Por su parte, el sexto apartado caracteriza la propuesta aquí planteada, la sociedad de las turbas, la sociedad de la incomunicación, con el propósito de establecer las peculiaridades del habla sin conversación que se da alrededor de las redes sociales y que promueve un diálogo sordo y mudo; para ello, se establece una crítica a partir del descrédito promovido de ciertos referentes sociales. Finalmente, el séptimo apartado plantea la hipótesis acerca de cómo se dan las condiciones para la proliferación de los discursos totalitarios y la radicalización ideológica, la difusión de bulos y noticias falsas en un contexto de incertidumbre del futuro.
2. LAS INDUSTRIAS CULTURALES EN LA FABRICACIÓN DE LOS CONSENSOS SOCIALES
La relación entre la escritura y la τέχνη+λογία es antigua. Las pinturas rupestres fueron hechas mediante el uso de un conocimiento sistematizado. Estas primitivas muestras de representación figurativa siguieron desarrollándose a medida que las necesidades comunicativas del ser humano se hacían más complejas. En la historia de la evolución humana, la aparición de los códigos de escritura supuso una revolución en cuanto a la conservación y reutilización de la información (Haarmann, 2009). Desde la piedra hasta los sistemas digitales, la vinculación de la comunicación humana con la tecnología se hizo más sofisticada (Haarmann, 2009).
La narración de los detalles de esta simbiosis demostraría la interconexión de la comunicación mediada tecnológicamente con las texturas social, cultural, política y económica (Bordería Ortiz, Laguna Platero & Martínez Gallego, 2015). Y ya en sus inicios, las formas de representación simbólica estuvieron ligadas al control por parte de las élites y de los especialistas (Haarmann, 2009), consolidándose en los siglos de la Galaxia Gutenberg (McLuhan, 1998). La irrupción de las tecnologías de la tele-comunicación y el desarrollo del capitalismo a comienzos del siglo XX solo habrían tenido que abundar en estos atributos a medida que cambiaba el contexto, culminando en la actualidad en la completa tecnologización de la cultura y de las relaciones comunicativas (Stadler, 2017). A partir de todo ello, puede concluirse que administrar la comunicación es administrar el poder, en sintonía con lo afirmado por Horkheimer y Adorno (1994): “Cada uno debe demostrar que se identifica sin reservas con el poder que lo golpea” (p. 198).
Los paradigmas que jalonan la historia de la comunicación como disciplina científica parten del descubrimiento de los intercambios y flujos comunicativos (Mattelart & Mattelart, 1997) en la gestión de las multitudes. Aquel nuevo cuerpo social, consecuencia de la Revolución Industrial y de la transformación cultural asociada a ella, había sido introducido en un nuevo marco de relaciones comunicativas altamente influidas por la tecnología. Como consecuencia, “la primera regla para comprender la condición humana es que las personas habitamos mundos de segunda mano (…) en los que la experiencia es siempre indirecta” (Mills, 1963, p. 405). La fabricación y la difusión de estos mundos es obra de una maquinaria industrial que controla los medios de escritura y de producción simbólica, y que provee a los consumidores no solo del objeto, sino también de la idea que lo define. Al decir de Horkheimer y Adorno (1994), “las masas tienen lo que desean y se aferran obstinadamente a la ideología mediante la cual se las esclaviza (en lo que supone) el triunfo de la razón tecnológica sobre la verdad” (p. 178). Por un lado,
el espectador no debe necesitar de ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción, no en virtud de su contexto objetivo (que se desmorona en cuanto implica al pensamiento), sino a través de señales. Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada (Ibíd., pp. 181 y 182).
Es decir, los medios, en particular la televisión, no promoverían el pensamiento crítico (Comstock, 1989).
Por otro lado, en esta filosofía prima la evasión del mundo fenoménico. La profundidad de la experiencia era lo que en realidad nos permitiría conmensurarlo y modificarlo (Echeverría, 1994; Sartori, 1998; Virilio, 1997). A decir de Cabrera Altieri (2009), “una de las características de las tecnologías contemporáneas es su autonomía respecto de la voluntad humana” (p. 88), ya que los medios proporcionan sensaciones y experiencias que son desechables (Gitlin, 2005). ¿Pero no era la voluntad humana la que debía guiar el progreso?
Las industrias culturales fabrican el marco de sentido desde donde interpretar la realidad (Bernardo Paniagua, 2006) y elaboran los consensos y disensos sobre ella (Luhmann, 2007; Temprano, 1999), con el fin de generar una aparente pluralidad. Horkheimer y Adorno (1994) describieron esto como su capacidad para crear una percepción ilusoria de la libertad de elección en lo que llamaron pseudoindividualidad. La opinión es maleable y, por tanto, la tergiversación de los hechos es constante. “Se nos dice cómo es el mundo antes de verlo” (Lippmann, 1997, p. 59). A ello se añade la presión informativa de los medios de comunicación, que responden a unos intereses concretos. Expresándolo de otro modo, la opinión pública no puede entenderse sin clarificar “los complejos mecanismos de influencia de la mediación periodística” (Dader, 1992, p. 176).
En las dos últimas décadas, el entorno comunicativo ha experimentado un cambio acelerado, que lo diferencia de aquel donde apareció la teoría crítica. Aunque los epifenómenos sean distintos, las inercias que los gobiernan son las mismas. En apariencia, los usuarios habrían ganado autonomía en relación con la producción, el consumo y la apropiación de contenidos culturales. Pero las plataformas solo sirven para que los perfiles que las habitan cuelguen, reboten o protagonicen los contenidos que otros perfiles, a su vez, (re)producen. Se da un fenómeno de autorreferencialidad de clichés como tónica dominante (Llorca Abad, 2021; Santín, 2013) que nos recuerda a “la traducción estereotipada de todo, incluso de aquello que no ha sido pensado, en el esquema de la reproducibilidad mecánica” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 172).
MySpace, YouTube, Vine, FourSquare, Snapchat, TikTok, Twitch y una lista de supuestas revoluciones que se nos antoja infinita y “los interesados en la industria cultural gustan de explicarla en términos tecnológicos” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 166). Y es que las innovaciones de dicha industria cultural se reducen “siempre y únicamente a mejoramientos de la reproducción en masa” (Ibíd., p. 180). Esta es la razón por la que el interés de los consumidores se aferra a la técnica y no a los contenidos, tópicamente repetidos, vaciados de significado y ya prácticamente abandonados: “La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío (y) el supuesto contenido no es más que una pálida fachada; lo que deja huella realmente es la sucesión automática de operaciones reguladas” (Ibíd., p. 181).
3. LA HISTORIA DE LA SOCIALIZACIÓN MEDIADA Y LA NATURALIZACIÓN DE LA EXPERIENCIA VIRTUAL
A finales del siglo XIX, Tönnies (1999) afirmaba que las ciencias sociales y la opinión pública servían solo para “la defensa de las clases dominantes” (p. 21). En 1895, Durkheim (1964) definía los hechos sociales en tanto que “modo de comportamiento general cuya existencia es ajena a la conciencia de los individuos (y que) es impuesto sobre ellos” (p. 10). En la misma época, Pareto (1968) destacaba la estrecha relación entre la prensa y el poder. Ya en los albores del siglo XX, Cooley (1909) sostenía que la sociedad era una estructura mental compleja ligada por la comunicación. Si bien entendía que la socialización del individuo se daba sobre la base de una comunicación natural en los “grupos primarios (familia, escuela, vecindario)”, defendía que el sistema de comunicación era una “herramienta de invención progresiva, cuyos avances alteran al individuo (…) al proporcionarle un marco tangible para sus ideas” (1909, p. 23).
No es de extrañar que estas ideas influyeran en las primeras teorías de la comunicación. En su aproximación al tema, Mattelart (1993) analiza el poder estructurante de las redes de comunicación y su reflejo en la mass communication research. Afirma que la teoría sociológica clásica depositaba las esperanzas de la revolución social en los “balbuceos técnicos” de la incipiente comunicación de masas y que aportaciones como las de Cooley representan las “manifestaciones teóricas de este imaginario del milenarismo comunicacional” (Mattelart, 1993, p. 51). La fe en la realización tecnológica se confundía conscientemente con su potencial emancipador: “La sociología funcionalista de la comunicación de masas completará esa matriz conceptual en el siglo siguiente (siglo XX), cuando la ‘religión del progreso’, tan apreciada por los primeros positivistas, se metamorfosee, tras muchos avatares, en ‘religión de la comunicación’” (Mattelart, 1993, p. 55).
La comprensión plena de la historia de la comunicación mediada tecnológicamente merecería un análisis detallado de la evolución entre dos de sus extremos. El primero lo ubicamos en el momento en el que se dio la incipiente comunicación de masas. El segundo, ya en el siglo XXI, es aquel en el que la mediación ejercida por las tecnologías de la comunicación es responsable de la generación de una realidad que existe en las pantallas. Es sencillo adivinar aquí la presencia de los ecos de un renovado milenarismo comunicacional. Nuestra intención es plantear una explicación no integrada de la realidad comunicativa, por lo que trataremos de enumerar algunos de los hitos más importantes del proceso, recopilando ciertos conceptos decisivos de la mass communication research.
En un principio, se consideraba a las masas simples y radicales:
Es poco probable que cada miembro de una masa bien numerosa lleve en su conciencia y convicción un complejo muy variado de pensamientos que fuera idéntico al de los otros. Puesto que ante la complejidad de nuestras circunstancias cada idea simple debe ser radical y negar muchas otras aspiraciones (Simmel, 2002, pp. 68 y 69).
Se entendía que los mass media constituían una especie de sistema nervioso simple que se extendía hasta cada ojo y cada oído de esta masa, en una sociedad caracterizada por la escasez de relaciones interpersonales y por una organización social amorfa (Katz & Lazarsfeld, 1955). Sin embargo, pronto se dedujo que ningún mensaje mediático podía influir directamente sobre un individuo que no se sirviera del contexto social y psicológico para su interpretación (Katz, 1957).
Esta perspectiva evolucionó hacia un punto de vista matizado: “Los miembros del público no se presentan frente a la radio, la televisión o el periódico en un estado de desnudez psicológica; están, al contrario, revestidos y protegidos por predisposiciones existentes, por procesos selectivos y por otros factores” (Klapper, 1963, p. 274). Se comprendió que las personas tendían a exponerse a los contenidos en función de sus propias actitudes y sus propios intereses, lo que las conduciría a reforzar “sus ideas preexistentes” (Ibíd., p. 247). Esta noción conecta con la teoría actual del filtro burbuja expuesta por Pariser (2017), que explica la manera en que las tecnologías de la comunicación en el siglo XXI nos aíslan y refuerzan desde el punto de vista ideológico (Cano Orón & Llorca Abad, 2018).
Lazarsfeld y Merton (1948) también consideraron que los media reforzaban la opinión propia de las personas; una opinión que -en realidad- les había sido proporcionada por el propio sistema: “Los mass media sirven para reafirmar las normas sociales exponiendo las desviaciones de dicha norma a la vista del público” (p. 105). Asimismo, Lazarsfeld y Merton identificaron el régimen de valores expuesto en los medios con el de las élites: “Los efectos sociales de los medios de comunicación variarán en la medida que varíen sus sistemas de propiedad y control” (Ibíd., p. 106). A largo plazo, esta estructura produciría una función narcotizante que, debidamente instrumentalizada, servía para mantener el statu quo social mediante la aplicación de tres estrategias: 1) la monopolización, que suprime la posibilidad de acceso a contra-discursos; 2) la canalización de la ideología sobre las actitudes aprendidas en el seno de la sociedad, en lugar de su transformación; y 3) el favorecimiento de la comunicación mediada tecnológicamente.
En la medida en que los medios están guiados por intereses empresariales dentro del sistema económico (Comstock, 1989), “contribuyen a mantener dicho sistema” (Lazarsfeld & Merton, 1948, p. 107). Si pudiéramos trasplantar estas afirmaciones al siglo XXI, advertiríamos grandes similitudes existentes con el contexto actual. Si bien la realidad tecnológico-comunicativa y la estructura de su propiedad son distintas, las fuerzas que la dirigen no lo son. El análisis de Morozov (2012) demuestra que gobiernos y empresas utilizan la red como herramienta de control y mantenimiento del statu quo social. Para Lanier (2011), por ejemplo, “la arquitectura de la red digital incuba monopolios de forma natural” (p. 31). Mientras que Han (2014) ha propuesto la idea de un sistema cuya “óptica digital posibilita la vigilancia desde todos los ángulos”, que es capaz de “llegar a la psique y actuar desde un nivel prerreflexivo, trabajando con las emociones para influir en las acciones” (p. 86).
4. MEDIATIZACIÓN: LA SUSTITUCIÓN DE LA EXPERIENCIA DE LA REALIDAD INMEDIATA
La idea de que la noción de realidad se construye narratológicamente es recurrente en la lingüística, la filología, la comunicación, la psicología, la antropología y la sociología. De la combinación entre comunicación y sociología surgieron algunos análisis críticos que incidían en cómo las industrias culturales “organizan el conocimiento, guiando las percepciones superficiales de un instante hacia toda una aspiración vital” (Mills, 1963, pp. 405 y 406). Es decir, sus interpretaciones adulteradas “influyen decisivamente en la conciencia que las personas tienen de su existencia” (Mills, 1963, p. 405). Las diferentes discusiones llevadas a cabo en la literatura académica -agenda-setting (McCombs & Shaw, 1972), framing (Goffman, 1974), aculturación (Gerbner, 1998), agenda-melding (Shaw et al., 1999)- sugieren el poder de esta perspectiva en el terreno de la comunicación periodística.
Comstock (1989) señala como efectos plausibles de los medios “el refuerzo del statu quo, la homogeneización y la asimilación a los valores de las clases medias” (p. 278). A partir de una cotidianidad comunicativa convertida en rutina para millones de personas, Berger y Luckmann (1996) atribuyeron a los medios de comunicación, a los que llamaron “instituciones secundarias de socialización”, una función de mediación en las relaciones sociales. Este tipo de mediación, además de modelarlos, sería la responsable de conservar “los elementos básicos y de reserva de sentido del mundo” (Berger & Luckmann, 2002, p. 108). Desde esta perspectiva, las sociedades funcionarían como comunidades de sentido, en consonancia con las comunidades imaginadas expuestas por Anderson (2008). Sin embargo, esta mediación habría introducido también una variable problemática, pues estaría sometiendo al conocimiento a múltiples lecturas. Es por ello que en esta nueva situación “ninguna interpretación (…) puede ya ser aceptada como única, verdadera e incuestionablemente adecuada” (Berger & Luckmann, 2002, p. 80).
La relación natural con el entorno, vivida en extensión y profundidad (Virilio, 1997), dada por una experiencia comunicativa no mediada tecnológicamente, habría de desconectarse progresivamente de la realidad filtrada por la tecnología. Si lo visible no es más que el conjunto de imágenes que el ojo crea al mirar, lo visible es un invento y de ahí “el afán por multiplicar los instrumentos de visión y de ensanchar, así, sus límites” (Berger & Luckmann, 2002, p. 7). No obstante, estos inventos, lejos de ensanchar los límites de la realidad, han producido una máquina de visión ante las diferentes pantallas que nos convierte en “discapacitados-voyeurs” (Virilio, 1999, p. 45) en la medida en que la separación entre pasado, presente y futuro, aquí o allá, ya no tiene más significación que el de una ilusión visual, cuya ambición ya no es vencer al tiempo y perdurar (Baitello Jr., 2012).
La conclusión que puede extraerse de estas reflexiones es que las tecnologías que hacen posible la mediación comunicativa están sustituyendo las experiencias reales, a costa también de nuestra privacidad (Sampedro Blanco, 2018). El ser ya no es permanente, sino el acontecimiento de un pasaje (Agacinski, 2009). Las últimas actualizaciones de dichas tecnologías, con la popularización de las redes sociales, estarían llevando esta situación hacia uno de sus extremos: “El uso de los nuevos medios reduce aún más que los viejos medios la capacidad de aprendizaje directo desde la acción” (van Dijk, 2006, p. 212). La transformación acontecida en las dos últimas décadas, que debía permitir una sociedad red redefiniendo la morfología de las relaciones sociales (Castells, 2006), ha derivado en un marco cerrado de relaciones virtuales en el que se genera un efecto paradójico: son los algoritmos que rigen este entorno los que determinan la clase de relaciones que podemos llevar a cabo (Pariser, 2017).
Lo que iba a ser una herramienta de emancipación humana se ha convertido en una cárcel cuyos cerrojos son invisibles (Lanier, 2011; Morozov, 2012). Las redes se han convertido en sinónimo de una mayor fragmentación y aislamiento social. En un reciente trabajo, Eubanks (2021) afirma que los entornos digitales han sido diseñados para supervisar y castigar especialmente a los más desfavorecidos, “encerrándolos en un asilo digital que es difícil de entender, ampliable hasta el infinito, persistente, eterno y en el que todos vivimos” (p. 220). Esto nos recuerda que las sociedades se encuentran a merced de quienes controlan la infraestructura y los contenidos, en una repetición cíclica de los hechos. La industria está interesada en las personas solo como clientes y empleados, y “ha reducido a la humanidad en general y a cada uno de sus elementos en particular a esta fórmula, que todo lo agota” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 191).
La mediación ha evolucionado hacia la mediatización, que se produce cuando los medios no interceden en las relaciones sociales, sino que los elementos centrales de las actividades sociales adoptan una forma puramente comunicativa. Strömbäck (2008) concibe esta idea en el campo de la política y la articula en cuatro fases:
1) los medios son la fuente más importante de comunicación entre ciudadanía y política, y esto impacta en cómo la gente entiende la realidad;
2) los medios ganan independencia respecto de la política e incrementan su capacidad de influencia sobre la configuración del propio mensaje político;
3) son los políticos los que deben adaptarse a la lógica de los medios; y
4) los actores políticos y sociales no solo se adaptan a la lógica de los medios, sino que hacen un esfuerzo por interiorizar esta realidad.
En otras palabras, el marco de interpretación es y se encuentra en el marco comunicativo, donde las acciones no tienen consecuencias reales. “A medida que aumentamos el tiempo dedicado a leer y escuchar, decrece el disponible para la acción organizada”, de acuerdo a lo que plantearon Lazarsfeld y Merton (1948, p. 105). ¿Cómo es esto posible? “(El ciudadano) confunde conocer los problemas con hacer algo por solucionarlos. Su conciencia social permanece prístina e impoluta. Está preocupado. Está informado” (Ibíd., p. 106). Sorprende la vigencia de estas afirmaciones y su vínculo con la mediatización. La complejidad del mismo, dados los vínculos que establece con la economía globalizada, nos obliga a concebirlo como “un intento por ir más allá no solo del poderío de los medios o del paradigma del efecto (…), sino también del paradigma del empoderado usuario activo” (Hjarvard, 2016, p. 51).
5. EL MEDIO DE COMUNICACIÓN Y EL ESPACIO DE COMUNICACIÓN Y SU PAPEL EN LAS MOVILIZACIONES POLÍTICAS
El cambio al siglo XXI trajo consigo diversos intentos por definir un nuevo paradigma de la comunicación al calor del proceso de digitalización (Siqueira Bolaño & Cruz, 2009). Los debates suscitados en torno a ella plantearon en qué medida las tecnologías digitales cambiarían la esfera pública (Lévy, 2009) y el modo en que Internet transformaría el acceso a la información mediada (López García, 2006). En su propuesta, Orihuela (2002) enumeraba algunas características que permitían discernir entre la comunicación mediática -centrada en el emisor y poco flexible- y la comunicación digital -centrada en el receptor, personalizable y compleja-. De dicha complejidad, deduce que el nuevo tipo de mediación “multiplica el número de voces, pero a la vez diluye su autoridad al haber fracturado el sistema de control editorial previo a la difusión pública de información” (p. 13).
Durante las últimas dos décadas, la metamorfosis del sistema nos permite aventurar que las previsiones más optimistas no se han cumplido. Las empresas e instituciones que determinan el funcionamiento de los entornos digitales de comunicación han establecido nuevos y sutiles mecanismos de control que renuevan la función narcotizante de la teoría crítica (McQuail, 1969): “(La cultura de masas) proporciona a las audiencias una vía de escape que no cuestiona el orden establecido, contribuyendo a su estabilidad, y un narcótico que limita la acción social efectiva” (p. 30). Las nuevas representaciones dominantes se objetivan continuamente en las cosas y “el mundo social encierra por todas partes, bajo la forma de instituciones, objetos y mecanismos (…) la ideología realizada” (Bourdieu, 2004, p. 180). Lejos de creer que las empresas e instituciones del nuevo entorno no lo dominan, debemos pensar que aún no lo hacen de forma absoluta. Sin embargo, influyen de un modo evidente en cómo las personas construyen sus formas simbólicas en relación con la realidad (Winseck & Jin, 2012).
La capacidad de las aplicaciones tecnológicas de la ciencia para ampliar los horizontes de visibilidad humana suele malinterpretarse dentro del contexto neoliberal. La tecnología existe si y solo si cuando sirve a un fin económico, por lo que tiene una función determinista y positivista. Además, las tecnologías de la comunicación son en sí mismas un vector de aceleración (Mattelart, 1993; Virilio, 1997) que destruye cualquier potencial emancipador contenido en ellas. Cuando, por ejemplo, los gurús de la velocidad recomiendan borrar las barreras entre el espacio del trabajo y el descanso para sacrificarlo todo a la velocidad tecnológica, sabemos que “las nuevas tecnologías (…) han desestructurado los espacios destinados exclusivamente para cada actividad” (Cabrera Altieri, 2009, p. 89).
Los espacios de comunicación, en relación con los antiguos medios de comunicación, son el lugar de la tele-opinión de millones de personas que, al igual que sucedía con la tele-opinión televisiva de antaño, es un tipo de “opinión pública industrialmente producida, conforme a una serie de reglas de fabricación” (Echeverría, 1994, p. 101). Internet es el lugar de la tele-experiencia (Ibíd.). En esta tesitura, la reflexión, el pensamiento analítico y, por extensión, la democracia, son poco probables, ya que las formas de discusión y participación política se diluyen en el torrente virtual, en el que se ha implantado la comunicación negativa como estrategia discursiva (Lava Santos, 2021). Todo sucede de forma extremadamente rápida y, de nuevo, resuenan en el presente las palabras de Horkheimer y Adorno (1994): “Los consumidores se afanan por temor a perderse algo” (p. 206), en una situación de propaganda en la que las palabras establecidas “designan, pero no significan” (p. 209), la voz del fascismo penetra por doquier, ya que “ninguno de los oyentes está ya en condiciones de captar su verdadero contexto” (p. 204).
A decir de McQuail (1969):
La fase final es el movimiento hacia una sociedad dirigida de forma totalitaria, a la que los medios contribuirían incrementando el aislamiento de los individuos e incapacitándolos para resistir (…); permitiendo que los mensajes de los grupos que buscan el poder lleguen a las masas, suprimiendo puntos de vista alternativos (y) ofreciéndole un vehículo al líder carismático para que ejerza su influjo personal (p. 31).
Todo el proceso se da un en un contexto de medios híbridos (Chadwick, 2017) y de complejidad comunicativa (Delli Caprini & Williams, 2011) multiplicada a causa de la concurrencia de las redes sociales y de otras formas de comunicación digital. En esta situación, la teoría de la mediatización permite articular planteamientos y conceptos propios de las teorías de la comunicación y de la sociología con algunos de los problemas más relevantes relacionados con la transformación de los medios tradicionales, los medios digitales y las redes sociales. Su aplicación a la comunicación política y la recepción que la ciudadanía tiene de la misma ayuda, asimismo, a problematizar los cambios sociales actuales, los procesos políticos comunicacionales, las transformaciones en las prácticas comunicativas sociales, culturales y políticas, y a poner en perspectiva el análisis de los efectos de los medios (López García, Gamir Ríos & Valera Ordaz, 2018).
Vivimos inmersos en una sociedad del conocimiento desigual (Zallo, 2016), en la que los procesos de individualización y virtualización de la comunicación han favorecido la existencia de una burbuja polarizada de los discursos políticos (Campos Domínguez, 2017). La información solo existe cuando una conciencia humana la observa, pues “no es algo que pueda ser transmitido, almacenado o recuperado por sí mismo” (Von Foerster, 2003, p. 103); en este sentido, los nuevos agentes de control juegan un papel determinante (Maras, 2013). Esto afecta directamente a la calidad de la democracia. La discusión acerca de las características de la democracia en un contexto de comunicación electrónica (Amadeu da Silveira, 2020; González del Castillo, 2020; Pérez Martínez, 2009) debería incluir el análisis del modo en el que la comunicación digital radicaliza los prejuicios propios, desincentiva la conversación y reflexión racional de los hechos y, en consecuencia, desactiva las movilizaciones sociales. Entendemos que no se trata de una cuestión menor y que implica la definición del concepto de sociedad incomunicada, transversal al desarrollo de este trabajo. En el siguiente apartado, trataremos de definir las seis claves que caracterizan la sociedad de las turbas y de la incomunicación en el siglo XXI.
6. LA SOCIEDAD DE LAS TURBAS, LA SOCIEDAD DE LA INCOMUNICACIÓN
Discutamos sobre qué es un hecho verdadero. Discutamos si la realidad existe. Hagamos filosofía acerca de lo que es falso según el punto de vista del orador y del receptor. Abordémoslo desde un punto de vista lingüístico, sociológico y antropológico. Dediquemos tiempo a discernir de nuevo toda la Historia del pensamiento en relación con el mundo fenoménico. Probablemente concluiremos que los hechos como verdad no existen y son apenas una interpretación, una perspectiva, sujeta permanentemente a un proceso de revisión. No obstante, si los hechos no existen, no existen tampoco la justicia, la equidad o la igualdad, lo que plantea problemas de diversa índole en el seno de cualquier sociedad humana. La negociación colectiva de aceptar verdades o hechos parciales, con su largo historial de éxitos y fracasos, habría entrado en la vía muerta de la comunicación digital del siglo XXI. Encerrados en nuestras pantallas luminosas, individualizados en el consumo comunicativo y separados del resto de la comunidad, debemos enfrentarnos a nuestros prejuicios en soledad. ¿Por qué, después de todo lo argumentado, son las sociedades del siglo XXI las de las turbas, las de la incomunicación?
-El descrédito de las instituciones: el futuro y el horizonte han dejado de existir. La Modernidad, con todos sus defectos, supuso un tiempo en el que las sociedades proyectaron un futuro de emancipación en el que las generaciones venideras vivirían mejor que las precedentes. Poco a poco, las instituciones que articulaban el proyecto moderno han entrado en una crisis sistémica que borra la posibilidad de un horizonte de esperanza y que contribuye al fomento de un desánimo generalizado entre las personas. La corrupción (Ruiz, 2021), los escándalos judiciales (Escolar, 2020) o la imposibilidad de acceder a un trabajo bien remunerado (Medinilla, 2021) son solo algunos de los indicadores de ausencia de un principio esperanza.
-El descrédito del tiempo y del espacio físicos: la superficialidad de la experiencia. El consumo de contenidos en Internet a través de diferentes dispositivos se ha disparado en la última década hasta una media de casi 7 horas diarias (Mena Roa, 2021). De este tiempo, una parte significativa está dedicado a la interacción con otros usuarios en redes sociales (Fernández, 2021). El consumo televisivo alcanzó 4,35 horas en 2021 (de Dios, 2021) y 60% de los españoles declara preferir los videojuegos frente a otras modalidades de ocio (Portaltic/EP, 2021). En una visión de conjunto, todos estos ejemplos apuntan al afianzamiento de unos nuevos hábitos en los que las vivencias en el tiempo y espacio físicos ceden todo su protagonismo ante un nuevo tipo de experiencia superficial, sin profundidad ni extensión.
-El descrédito de lo público: triunfo de la mercantilización del nuevo espacio público. El proyecto neoliberal trajo consigo el desmantelamiento del Estado del Bienestar, en un proceso de globalización que lo cedió todo a la institución triunfadora del siglo XXI: la empresa global. Si bien dicho proyecto presenta síntomas de agotamiento, algunas de sus consecuencias ideológicas permanecen enraizadas en el imaginario colectivo. Desde nuestro punto de vista, la más importante tiene que ver con la idea de que todo el espacio público es privatizable y/o susceptible de ser comercializable (Gil, 2021). La esfera pública habermassiana está gestionada por las grandes corporaciones de la comunicación, que son también las que la controlan (Cadwalladr & Graham-Harrison, 2018).
-El descrédito de la privacidad: cesión sin condiciones de nuestra privacidad. El desplazamiento de la realidad hacia los espacios de comunicación virtuales ha traído consigo una progresiva confusión entre la actividad pública de las personas y su vida privada. La proyección de la intimidad y de la privacidad individuales es particularmente evidente en el uso de las redes sociales (Hidalgo, 2021). La indefinición entre la esfera de la vida pública y de la privacidad también conlleva una mayor permisividad a la hora de asumir como natural la implantación de más sistemas de vigilancia (Barranco, 2020). Finalmente, la proyección sin restricciones de lo privado genera una falsa sensación de comunidad que, en realidad, nos aísla de ella y afecta especialmente a los más jóvenes (Lucas, 2020).
-El descrédito del control: la sociedad del big data y los algoritmos. La huella digital que generamos con nuestra actividad en Internet produce un rastro de información especialmente valioso para las empresas que controlan el espacio virtual. El big data y la minería de datos se han convertido en una obsesión de la gestión económica del siglo XXI (Ventura, 2021). Progresivamente, dejamos de ser propietarios de nuestra actividad digital, puesto que no comprendemos sus consecuencias reales (Racionero, 2020). Asimismo, los algoritmos gobiernan cada vez más nuestras decisiones y condicionan nuestra libertad en un entorno que, aparentemente, no tiene restricciones (Montero, 2021). Esto nos obliga a repensar el concepto de brecha digital.
-El descrédito de la información: los hechos han dejado de importar. En la última década, hemos sido testigos de un auge sin precedentes de la circulación de información falsa en Internet. Las fake news sirven a intereses particulares (Rodríguez, 2021), pero no son solo un fenómeno vinculado a la comunicación digital. Los medios de comunicación tradicionales contribuyen también a un clima general de desinformación y crispación social (Masip, Suau & Ruiz Caballero, 2020). En esta tesitura, una parte de la ciudadanía es más propensa, en una situación de aislamiento comunicativo, a creer solo aquella información que refuerce sus puntos de vista previos (Documentos RNE, 2021). En este sentido, los hechos han dejado de importar, contribuyendo a la radicalización de los prejuicios individuales.
Asumimos como cierto que establecer una relación de causa-efecto en la argumentación que hemos hecho es problemático. Sin embargo, entendemos que los descréditos mencionados describen de forma global el contexto comunicativo del siglo XXI y conectan con las claves teóricas que han definido la investigación en comunicación del último siglo. Entendemos que son los síntomas de un proceso de incomunicación, en el que tomamos parte con hábitos y costumbres adquiridos solo recientemente. Las tecnologías de la comunicación se han convertido en un fin en sí mismas y su uso no responde a una función de mediación comunicativa o conversacional entre las personas. Nos hemos convertido en una sociedad de turbas enfadadas, radicalizadas en sus sesgos ideológicos, que ni hablan ni pretenden hacerlo.
7. CONCLUSIONES
En su penúltima provocación intelectual, Žižek (2021) propone que la crisis del capitalismo tardío ha sido provocada por el “desorden nihilista” y la “reproducción hedonista” en las sociedades del siglo XXI. Bajo la apariencia de una “libertad sin límites”, se nos pide una “sumisión absoluta”, en cuya falta de profundidad reflexiva encuentran un campo abonado los populismos y fundamentalismos: “Actuamos como si fuéramos libres y decidiéramos libremente; en silencio no solo aceptamos, sino que exigimos que un mandato invisible (inserto en la mismísima forma de nuestra libertad de expresión) nos diga qué hacer y qué pensar” (Žižek, 2021, p. 102). La supuesta “transgresión permanente es la norma”, y por ello olvidamos reivindicar la invención de un nuevo tipo de sociedad capaz de superar los errores del pasado, ya que no queremos responsabilizarnos de nuestra conducta individual. Cualquier tipo de potencial emancipador real queda anulado y es totalmente estéril en una sociedad posthumana consumida dentro de su propia confusión.
En el contexto de este análisis podríamos anclar la reflexión propuesta en nuestro trabajo. El desarrollo de las sociedades de la información sugiere que atravesamos un proceso de pérdida de sentido, que tiene su origen en una crisis comunicativa de gran magnitud. De forma paradójica, las tecnologías de la comunicación encierran un potencial sin precedentes, pero generan un aislamiento social que tampoco tiene precedentes. Somos testigos de una radicalización ideológica que polariza políticamente unas sociedades que parecen alejarse de la posibilidad de un entendimiento mutuo. En esta situación, se dan las circunstancias idóneas para la proliferación de discursos populistas2, que encuentran en el desánimo de la población un campo abonado para su afianzamiento.
En este artículo hemos hecho uso de algunas de las referencias teóricas clave que explican la evolución de la situación. Entendemos que el concepto de industria cultural sigue vigente en el siglo XXI. La fabricación de las opiniones queda en manos de un dispositivo simbólico que trata de ejercer su influencia con el objetivo de extraer réditos políticos o económicos. El contexto es de una elevada complejidad en relación con momentos anteriores, e incluye variables que no estaban presentes hasta hace solo un par de décadas. Sin embargo, muchas evidencias nos llevan a pensar en una lucha por ejercer el control invisible sobre los prejuicios de la ciudadanía.
La comunicación natural entre las personas, o sin algún nivel de mediación (lingüística, social, cultural), no existe. No obstante, el nivel de mediación ejercido por las tecnologías de la comunicación las ha convertido en un fin en sí mismas, proponiendo una realidad alternativa a la de los hechos. El fenómeno de la mediatización comunicativa, que sustituye a la experiencia real, sugiere la emancipación de los seres humanos de una voluntad de conocimiento. Aunque los sistemas de comunicación mediada no ejercen un control total sobre lo que pensamos y creemos, se dan en relación con un entorno de reflexión degradado. La saturación comunicativa, el aislamiento respecto de la comunidad, la exacerbación publicitaria del individualismo y la velocidad del fenómeno no contribuyen a pensar que pueda darse una solución a corto o medio plazo.
Nos enfrentamos a un futuro incierto en el que las instituciones que daban sentido a la realidad pierden progresivamente su credibilidad. El acervo experiencial colectivo de las sociedades se diluye en una desesperanza generalizada de la que solo algunas instancias económicas y políticas parecen sacar provecho. Un provecho que se propone a cualquier costo. De nuevo, entendemos que el potencial emancipador de las tecnologías de la comunicación ha sido sustituido, como sugiere Žižek, por un carpe diem hedonista que reivindica solo el derecho a estar enrocados en nuestras propias obcecaciones. La búsqueda de la sola satisfacción personal nos empuja a no querer mirar más allá de nosotros mismos ni a nuestro entorno. El desarrollo de las próximas décadas no augura una evolución positiva de esta situación.