1. INTRODUCCIÓN
1.1 Las dicciones y el humanismo en la era de la tecnología exponencial
Los avances acelerados, tanto de los estudios como de las más diversas aplicaciones de la inteligencia artificial (IA), generan apremiantes inquietudes, sobre todo de tipo ético. Estas inquietudes, como explica Kate Crawford (2021), nacen mayoritariamente porque los sistemas de machine learning no son solamente un objeto técnico, sino que constituyen toda una herramienta de reproducción del poder hegemónico, es decir, no reflejan el mundo, sino que lo esculpen con su lenguaje algorítmico (Barranco, 2022)1. La ideología gobierna la tecnología, que no puede ser nunca neutral. Por ello, los algoritmos, en el ámbito de la comunicación, se han convertido en productores de cultura y, por lo tanto, en constructores de estructuras significativas condicionantes de la experiencia de lo real (Finn, 2018; Ventura-Pocino, 2022a, 2022b).
Las interacciones -éticas, políticas y profesionales- entre la IA como infraestructura de poder (Crawford, 2021) y la cultura de la comunicación y el periodismo son numerosas. Estas relaciones se tejieron hace décadas y suponen delegar en procedimientos computacionales la tarea propia de los ámbitos humanos de mediación o de acogida (Duch, 2018), cuya función es ordenar, clasificar y jerarquizar personas, lugares, objetos, experiencias, sueños y deseos. Estos procedimientos computacionales, sin embargo, han dado lugar a una nueva cultura algorítmica (Striphas, 2015; Ventura-Pocino, 2022b); son un nuevo lenguaje -sobre todo un tipo de lenguaje- que genera una nueva cultura en el contexto de lo que Garde (2022) denomina la comunicación blob, morfológicamente, una membrana o malla que nos contiene dentro de nuestras burbujas (Pariser, 2011).
Las transformaciones sociales, epistemológicas y culturales que produce dicha expansión acelerada de las tecnologías digitales, las biotecnologías y las intervenciones algorítmicas en las diferentes dimensiones de la vida han forzado a la filosofía de la técnica a reflexionar acerca de la ética de estos artefactos -su invención y su aplicación-, en tanto que condicionan las conductas, los valores y las creencias de los individuos y las comunidades. Las re-mediaciones (Bolter & Grusin, 2000) de artefactos e interfaces transforman las percepciones y las acciones de los individuos (Garde, 2022; Ventura-Pocino, 2022b) y los transforman a ellos mismos (Sadin, 2019). De hecho, Sadin advierte que generalmente damos por supuesto que todo avance técnico debe cumplir la función de reforzar la actitud humana de cuidar al otro. Sin embargo, plantea, Sadin, bien pudiera ser que una sociedad capitalista tecnificada no cuide, sino que des-cuide al otro, dado que su función es, sobre todo, hacer negocio, optimizar los flujos del mercado.
En definitiva, en este artículo nos planteamos, no tanto si vamos a tratar a los robots como personas, sino por qué tratamos a las personas como robots programables y fijados cuando incorporamos la tecnología algorítmica al periodismo y a la comunicación en general. De hecho, en el contexto de la naciente Web 3, el determinismo y el sesgo de clase, género, raza o ideología que subyacen en el lenguaje algorítmico y fijan cuál es la forma y el sentido de nuestra experiencia como humanos, deberían preocuparnos más que la posible toma de conciencia de la máquina, tan recurrente entre las fobias para-científicas.
Es, precisamente, debido a estos sesgos que, por ejemplo, la imagen de Lena Söderberg, modelo para Playboy, sirvió para testar algoritmos visuales y, consecuentemente, impuso un modelo heteropatriarcal. “En una industria hostil a las mujeres, una imagen pornográfica fue el modelo que escogieron para trabajar” (Crawford en Barranco, 2022). Con el mismo sesgo, pocos años antes, los primeros proyectos de reconocimiento facial, que buscaban la cara estándar norteamericana, se hicieron con miles de rostros del personal de las bases militares, dando por ciertas las viejas ideas, deterministas y eugenésicas, de la frenología del XIX desarrollada en el estudio de las fichas policiales. “La visión de los ordenadores empieza con Playboy, presos y personal de las bases militares”, recuerda Crawford -citada en Barranco (2022)-. En este artículo nos interesa, efectivamente, cómo y con qué finalidad se construye la mirada que proyecta cada artefacto de la IA sobre lo humano, saber cuál es el modelo de realidad con qué han sido entrenados sus lenguajes (Rius, 2022).
En primer lugar, se examina de qué manera lo predictivo puede conformar y contaminar la práctica del periodismo a través del lenguaje algorítmico operacionalista (Marcuse, 1993) -lo que está por emerger-; cómo lo contiene, lo determina e impide su posible crecimiento impredecible y su apertura hacia lo que es otro. Y cómo esa tendencia controladora debe ser tenida en cuenta en el trabajo de repensar el periodismo y recuperar su función emancipadora. Como explica Duch (2001), el ser es de naturaleza epifánica y nunca debería perder su natural disposición a ser un acontecimiento imprevisible. En segundo lugar, el objetivo es también introducir, definir y delimitar el concepto de alteritmo.
Ambos objetivos se abordan a través de una metodología de discusión y crítica de las aportaciones bibliográficas desde el marco de la tradición humanística, principalmente desde la filosofía de la técnica, la antropología filosófica y los estudios literarios. Posteriormente, con la finalidad de comprender mejor el concepto de alteritmo y sus implicaciones en los estudios de comunicación, proponemos, siguiendo el comparatismo periodístico literario (CPL) (Chillón, 1999, 2014; Hernández, 2017), cotejar el alteritmo con aquellas características atribuidas a las obras de los autores de la llamada filosofía de la Otredad y de la literatura del silencio. Como resultado final, nos proponemos exponer las características del periodismo-otro, de raíz alterítmica.
Aunque el lenguaje matemático que utiliza la IA mediante algoritmos se suele calificar de neutral, objetivo, lógico y, por lo tanto, unívoco, su misma utilización implica una posición -implícita pero operativa- que no es ni neutral ni objetiva, ni lógica ni unívoca, aunque lo pretenda, y que se funda en el realismo como perspectiva epistemológica, o en el realismo capitalista, según el término acuñado por Fisher (2018). La retórica de la objetividad del lenguaje matemático, como lamenta Lladó (2019), esconde la aplastante lógica conformista del capitalismo -“lo que es, es; y lo que no es, no puede ser”-, que mantiene el statu quo del poder hegemónico y aniquila nuestra capacidad para imaginar cualquier posibilidad alternativa, cualquier mundo en común, como plantea Garcés (2002). Por el contrario, Lladó recuerda que es función del periodismo impugnar todo relato que no nos permita imaginar otros posibles:
La lucidez se rebela ante esta afirmación. Lo que no es siempre puede llegar a ser. Podemos llegar a conocerlo y por tanto a expresarlo. Entonces es cuando el periodismo, atento a lo que ha quedado fuera del relato oficial, derrumba el culto a la fatalidad que Camus denunciaba. El mundo se está haciendo, siempre en gerundio (Lladó, 2019, p. 17).
Ni el presente está fijado, ni el futuro está prescrito, sino inscrito, escribe Berardi (2019), lo que supone que “es preciso seleccionarlo, extraerlo por medio de un proceso de interpretación” (p. 252). Con frecuencia, sin embargo, este código dominante impide la visión y vuelve inconcebible lo posible:
Esta inevitabilidad (…) se basa en el proceso creciente de computabilidad (…). La computación poco a poco irá absorbiendo todos los niveles del lenguaje sometiéndolos a la automatización. (…) la computación es un principio de reducción y determinación. En las últimas décadas ha crecido hasta abarcar un vasto espectro de fenómenos, con lo que logró reducir la vida social y el lenguaje humano a una estrategia determinista basada en un formato de conformidad universal (Ob. Cit., pp. 252 y 253)
Asimismo, Berardi (2019) recuerda que el tiempo, la muerte, la percepción de sí, el temor o la angustia, es decir, “la vibración existencial, escapa a la computación” y que ninguna computadora ni ningún lenguaje algorítmico nos permitirán experimentar por sí solos “la totalidad de la esfera del ser” (p. 253).
También es cierto que la preferencia -o la hegemonía- por un lenguaje algorítmico operacionalista o tecno-lógico, que configura un entorno cultural alejado de la apertura que proyecta la mirada humanística, no es en absoluto una perspectiva nueva en Occidente, que desde al menos el siglo XVIII ha ensayado esta primacía por el lenguaje del logos. Cabe insistir, sin embargo, en este momento, que lo matemático va más allá de la pulsión por lo calculable y lo predictivo, y que es más amplio y complejo. Fingir que el lenguaje matemático no puede ser connotado por el poder hegemónico, como lo son el resto de lenguajes humanos, y utilizarlo únicamente para predecir y, por lo tanto, para someter todo lo humano a las leyes de la competitividad económica capitalista, supone una perversión de lo matemático, así como de la técnica y sus funciones.
En cualquier caso, en este contexto monológico, nació y creció un periodismo enraizado en una cultura epistemológicamente realista: un sacerdocio de la verdad basado en los facts, que, en cambio, y hoy es más pertinente que nunca recordarlo, desde el primer momento se enriqueció con las aportaciones de un tipo de periodismo literario -un método y una forma que, por contraste, desde una verdadera tradición con frecuencia relegada, apela a lo inefable y completa el discurso objetivista y dataístico del periodismo como correlación de verdades objetivas (Vidal Castell, 2002).
En este marco, planteamos entender lo alterítmico como una conexión con esta otra tradición periodística, y para eso partimos de los términos del debate sobre la IA que se proponen desde la filosofía de la técnica. Y abrimos, desde la mirada filosófica y literaria, es decir, desde el registro de las humanidades, una serie de preguntas que consideramos centrales en el contexto de creciente implantación, también en la comunicación y el periodismo, de la IA y de su cultura del algoritmo, que ha subestimado e, incluso, ignorado la complejidad de la condición humana. ¿Qué caracteriza -desde el punto de vista lingüístico, simbólico y cultural, a este tipo de cultura algorítmica? ¿Qué tipo de personas y comunidades presupone o construye? ¿Cómo afecta esto al ámbito de la comunicación y del periodismo? ¿Qué aportaciones podemos proponer en este contexto desde una perspectiva literaria y humanística a partir del despliegue del comparatismo periodístico-literario? ¿Cómo definimos lo alterítmico y el alteritmo?
2. ALGORITMO, CULTURA Y COMUNICACIÓN
Hasta ahora, tal como asume Judea Pearl (Rius, 2022), la principal limitación de la IA es que no puede conceptualizar ni comprender, en un sentido próximo, tal como lo hace la inteligencia humana, los problemas que los algoritmos deben resolver. La realidad es que, como humanos, con frecuencia no entendemos cómo funcionan las máquinas o, al menos, este tipo de tecnología algorítmica (Ventura-Pocino, 2022b). En su libro La nueva edad oscura, James Bridle (2020) ejemplifica de qué forma lo algorítmico ha sido desarrollado para complementar el negocio tardocapitalista. Bridle explica que determinados almacenes de Amazon están gestionados por sistemas informáticos y máquinas, e incluso habitados completamente por robots (p. 130). En este contexto, se espera también que los trabajadores “se comporten como robots, que funcionen como máquinas mientras sigan siendo, de momento, ligeramente más baratos que aquellas” (Ibíd.). ¿Pero es dicha relación, inhumana, explotadora, reduccionista, irreversible o pueden gestarse otras formas de pensar en vínculo entre lo algorítmico y los ámbitos de lo humano?
El humanismo que atraviesa este artículo no es en absoluto ni antitecnológico ni antimatemático, y tampoco bebe, como suele confundirse, de la modernidad ilustrada, que a nuestro entender corrompió las ideas de individuo y comunidad -tal como señalan Illouz (2007) y Zizek (1992)- y propició la actual economía de explotación. Al contrario, el humanismo que defendemos reclama apropiarse de la técnica y la matemática para que sirvan de nuevo a la condición humana y para que recuperen los fértiles vínculos que los unían con las ciencias del espíritu (Dilthey, 1949), y no con los dogmas del neoliberalismo que se ha impuesto a escala global.
De allí que debemos preguntarnos si el vínculo humano-máquina que ha construido dicho capitalismo es “inhumano” por definición o si, tal vez, podemos aún reprogramar sus algoritmos desde la ética y el pensamiento crítico. De allí que nos interese la hegemonía reductiva de lo humano que ha generado la preeminencia del logos sobre el mythos y su efecto en el ámbito de la comunicación y del periodismo, aunque es evidente que predecir y calcular son también rasgos de la inteligencia humana. En tal sentido, la relación entre las nuevas re-mediaciones tecnológicas con las inteligencias humanas y su desarrollo presenta un campo de discusión fértil dentro de las corrientes del posthumanismo y del transhumanismo -cuyas etiquetas son quizás confusas, pues sus autores buscan una mejora o superación de las capacidades humanas, y no su supresión-. Perspectivas que inspiran este artículo, aunque vale aclara que hay conceptos, como cyborg (Haraway, 1995) o la idea de acoplamiento/agenciamiento humano-máquina, que generan un debate apasionante imposible de abordar por completo en estas páginas2.
¿Qué es, por lo tanto, un algoritmo y cómo opera, en tanto que lenguaje y narración? Estos algoritmos, explica Ventura-Pocino (2022b), son procesos que asignan relevancia (contextualizada) a elementos informáticos de una base de datos a través de procedimientos automáticos y estadísticos que han sido generados de manera descentralizada. Los algoritmos, tal como explican los diccionarios de referencia -Diccionari de l'Institut d'Estudis Catalans; Diccionario de la Real Academia Española- son un conjunto de reglas para resolver un problema en un número finito de pasos, un procedimiento de cálculo que cumple una serie de instrucciones que conduce, una vez especificados los datos, a la solución del problema. Así, los elementos discretos que constituyen el proceso son de dos tipos: por un lado, tenemos las instrucciones (quién las define, desde qué ideología o perspectiva cultural lo hace, cómo interfieren en los ámbitos de lo humano), y, y por otro lado, tenemos los datos con que estas operan (cómo se obtienen, qué valor operativo tienen, cómo se relacionan con la naturaleza de lo humano).
En dicho marco, la calidad de los datos, si partimos del hecho de que el algoritmo basa su resultado en ellos, es uno de los riesgos o inquietudes más comunes en el uso de la IA (Ventura-Pocino, 2022b). También las llamadas instrucciones o órdenes provienen de juicios de valor, de estereotipos, de un discurso cultural implícito o explícito. Por ello, uno de los aspectos centrales del funcionamiento de los algoritmos es que se basan en datos que provienen de lo ya sucedido de los que se infiere, como escribe Casacuberta (2018), la solución más probable. Un algoritmo no indica las razones por las que propone un resultado: se basa en regularidades anteriores para establecerlo. Esta re-mediación automatizada tiene potencialmente capacidad para influir en procesos sensibles de toma de decisión que nos pueden afectar en muchos aspectos como sociedad, en temas sensibles que preocupan como la igualdad, la justicia y la libertad.
En el ámbito mediático se ha hecho notar que el funcionamiento del algoritmo predictivo en el contexto de la comunicación de las plataformas ha sustituido la re-mediación convencional de las instancias que Tuchman llamó gatekeepers; es decir, los medios de comunicación. Cass Sunstein (2001) desarrolló hace tiempo la teoría de las cámaras de eco para explicar el fenómeno por el que percibimos nuestra propia voz e ideología en los medios a los que selectivamente nos exponemos. La hegemonía de las plataformas y la personalización de los contenidos a través de la tecnología algorítmica ha multiplicado exponencialmente esta conducta y sus riesgos, con el añadido imprescindible del llamado bubble filter (Pariser, 2011). Un proceso en el que late una amenaza para la construcción de un espacio de debate y de encuentro con el otro y con lo otro, que es una de las esencias de las sociedades democráticas (Finn, 2018; Peirano, 2019; Ventura-Pocino, 2022b).
Una última particularidad que queremos apuntar de este lenguaje del algoritmo, y en función del propósito del artículo y de su repercusión en la sociedad y las culturas humanas, es que se caracteriza por ser un lenguaje de la no ambigüedad. El algoritmo expresa de forma explícita un mundo dado por bueno y completo, y evita cualquier duda sobre lo que va a acontecer o sobre lo ya acontecido. El lenguaje del algoritmo es unívoco. En cambio, como apunta Duch (1995) cuando habla del lenguaje mítico, lo que aquí proponemos como lo alterítmico será, por el contrario, el lenguaje adecuado para empalabrar y mirar simbólicamente lo ambiguo de la experiencia humana individual y colectiva.
En el contexto de la cultura algorítmica, el dataísmo, esto es, la tendencia a reducir el abordaje de problemas complejos a una mera gestión de los datos recopilados, ha dado paso a lo que aquí llamamos datalatría, es decir, a una predilección -cuando no adoración- del “empirismo total” (Marcuse, 1993), como si la inteligencia, a secas, consistiera solo en la ordenación, el análisis y la proyección de gigantescas secuencias de datos; como si las personas, que también son y manejan datos, se definieran individual y colectivamente por ser solamente datos. Esta idea reducida de la inteligencia desatiende, en cambio, las preguntas complejas, y a la vez inevitables, sobre la propia naturaleza humana: lo mistérico -quiénes somos, por qué estamos aquí- reta a una forma de inteligencia humana que no es solo afán pragmático-técnico por las tareas cotidianas.
2.1. Pensar es más que razonar
Cuando se habla de la IA se usa, habitualmente, un sentido reducido, hiperracional y práctico del concepto de inteligencia humana, como un atributo que permite abordar exitosamente los retos del entorno con rapidez y eficacia. Nos preocupa que coincida -no por casualidad- una idea reducida, menguada, de lo que es el pensamiento humano, y su propia capacidad de relacionarse y de expresar en lenguajes diversos lo inefable, con una proyección entusiasta y datalátrica de la tecnología exponencial que la construye como una inteligencia cercana a la humana -si no ya mejor que la humana-. ¿Se parece la IA con las formas de proceder de las inteligencias humanas? ¿Se pueden equiparar?
Autores como Han o Duch nos recuerdan que lo que llamamos pensamiento parte de una instancia previa, cultural, una totalidad conformadora dentro de la que se ubica cognitiva y emocionalmente el sujeto, a la que Han (2021) refiere como “campo de la experiencia” y “disposición anímica” (pp. 53 y 54), y que Duch (2001) resume diciendo que es “un clima cultural”, “el conjunto de traducciones concretas que le permite (al ser) ubicarse en un espacio y un tiempo” (p. 230). Esta totalidad conformadora es, desde una perspectiva que debe mucho al Heidegger de Ser y tiempo, algo que precede a los conceptos, a las ideas, a la información. La disposición anímica previa fija al hombre culturalmente y lo hace, paradójicamente, capaz de afrontar su ambigüedad y su apertura, su carácter ontológico de ser no determinado (Duch, 2001).
En este sentido, descritas así las bases del pensamiento humano, el mismo parece proceder de forma muy diferente a la IA y -no por casualidad- de manera también diferente a cómo se imagina el conocimiento y el pensamiento realista de la teoría del periodismo. La totalidad constituye “el marco inicial a partir del cual se conforman los hechos” (Han, 2021, p. 57). Esta estructura mental que nos determina y nos “fija culturalmente para poder ser humanos” (Duch, 2001, p. 231) es algo de lo que carece la IA. Reducida a la gestión probabilística de datos, la IA sería incapaz de pensar en la medida en que no dispone de esa totalidad en la que el pensamiento tiene su origen.
De hecho, el tipo de pensamiento que caracteriza el Big Data es una forma del saber bastante primitiva, en la que todo se vuelve calculable, predictible y controlable. El papel conformador de esa totalidad cultural o disposición anímica previa de la que hablaban Han o Duch lo desempeñan las instrucciones y las líneas de código que conforman los algoritmos, que solo indican correlaciones ejecutables de forma incuestionable. Según Hegel, citado por Han (2021), la correlación representa la forma más baja del saber, ya que solo indica probabilidades, y no permite establecer causalidades; esta es la característica -hasta hoy- de la IA.
El pensamiento humano, en cambio, parte de un contexto cultural que lo fija y lo determina, y desde dónde puede ir a un afuera: pensar es ir hacia otra cosa desde esa disposición anímica previa. Con Duch (2001), repetimos que el ser está fijado culturalmente -esa es su naturaleza- y, desde esa realidad, a la vez abierta, indeterminada, se inscribe en un inacabable trayecto hermenéutico que lo tensa y lo acerca siempre hacia lo que es otro. La IA aprende del pasado en un presente perpetuo, pero el porvenir que calcula es ciego para lo que ha de acontecer. Mientras que, diría Han (2021, p. 58), “el pensamiento tiene un carácter de acontecimiento”, porque pone algo por completo distinto en el mundo y es capaz de imaginar el acontecer del acontecimiento. En cambio, la IA carece del carácter que permite que lo verdaderamente nuevo -lo que es radicalmente otro-, irrumpa. El Big Data es aditivo, y lo aditivo no engendra totalidades; la IA solo elige entre opciones que recibe de antemano, no sale de lo antes dado a lo intransitado (Han, 2021). El pensamiento humano es más que cálculo y gestión de riesgos. La conciencia tiene relación con la capacidad de sentir el mundo, de problematizarlo. Como apunta con acierto Casacuberta (2018), simular no es reproducir.
2.2. El tecno-optimismo en el imperio de la razón práctica
Como parte del proceso de reducción del pensamiento humano antes descrito, y la idea hegemónica de que es -únicamente- logos o razón aplicada, el desarrollo de la transformación tecnológica y los avances científicos se orientan a práctico, lo rentable, lo óptimo y lo económico, algo que se expone en los aparatos e interfaces de la IA. Han (2021) señala esta pulsión de la razón científico-técnica y alude a Marcuse (1993), quien planteaba estas cuestiones a mediados del siglo XX, además de ponderar los trabajos recientes como los de Ordine (2013), Esquirol (2018), Gros (2017) y Duch y Chillón (2012). Esta razón científico-técnica promueve el criterio práctico por encima de lo ético, ya que no dispone de un lenguaje para expresar lo que Esquirol (2018) llama la dificultad de la existencia y tiende a desencadenar más frustración y malestar. También Duch (2018) alerta sobre las consecuencias de esta reducción de los diversos lenguajes que el ser, políglota por constitución, requiere para empalabrarse, y su sustitución por una suerte de monolingüismo economicista.
Los alcances -y las amenazas- de esa razón científico-práctica han quedado demostradas en las últimas décadas con la consolidación global de las desigualdades, la casi irreversible crisis climática y la descomposición de los tejidos comunitarios y sus estructuras de acogida (Duch, 2018). Además, en el ámbito de la teoría del periodismo, se ha puesto en entredicho la idea de objetividad que plantea el realismo capitalista (Fisher, 2018), algo a lo que Marcuse (1993) le apuntó hace décadas, cuando describía la ideología de la sociedad industrial avanzada:
La unión de una creciente productividad y una creciente destructividad; la inminente amenaza de aniquilación; la capitulación del pensamiento, la esperanza y el temor a las decisiones de los poderes existentes; la preservación de la miseria frente a una riqueza sin precedentes constituyen la más imparcial acusación: incluso si estos elementos no son la raison d'être de esta sociedad sino sólo sus consecuencias; su pomposa racionalidad, que propaga la eficacia y el crecimiento, es en sí misma irracional (p. 23).
Casacuberta (2021) apunta que este solucionismo tecnológico que confiere una supuesta objetividad a los datos recogidos de forma automática -y de aquello que extrae un determinado algoritmo alimentado por esos mismos datos- tiende a ser pensado como un resultado objetivo. El peligro de esto, escribe, es que no se considera discutible:
Lo más problemático es la idea de fondo del dataísmo: la propuesta de que el significado, la argumentación ya no importan: hay que fiarse sólo del dato puro, que es objetivo, y eliminar toda interpretación. (...) Ésta es la tendencia general del dataísmo; ya no necesitamos teorías o juicios éticos, que siempre estarán enmarañados por prejuicios e intereses humanos. Establecer correlaciones entre datos es más que suficiente para cualquier actividad humana (pp. 130 y 131).
En este sentido, hace mucho tiempo argumentamos que el equilibrio teodiceico de la experiencia humana solo se puede buscar en la justa articulación de la palabra mítica y la palabra lógica, es decir, en una antropología de la ambigüedad como marco para “la comprensión del ser y como antídoto para el totalitarismo de la razón” (Vidal Castell, 2005, p. 94). En el ejercicio de la comunicación, escribe Duch (1996), el mito resulta esencial como praxis de dominación de la contingencia para entender e incluir lo otro y, por lo tanto, para disponer de una palabra auténtica. Siguiendo la estela de esta antropomorfización de la máquina y de la reducción en paralelo de la ambigüedad compleja de los seres, Neil Postman (2018), en la sociedad deshumanizada de su distópica Tecnópolis, alerta de que estamos adentrándonos en lo que él llama el sueño de Descartes sobre la matematización del mundo: “Hemos devaluado la singular capacidad humana de ver las cosas en sus dimensiones psíquica, moral y emocional, y la hemos sustituido por la fe en el cálculo técnico” (p. 161).
2.3. La coincidencia algorítmica con un periodismo del estereotipo
El antes citado Pearl, filósofo e ingeniero experto en IA, considera que toda persona que se interese por las implicaciones sociales de la IA debería interesarse también por la filosofía de la ciencia, la cual se preocupa por la naturaleza del conocimiento y el estatuto de la verdad, así como por los caminos por los que los buscamos, los desarrollamos y los transmitimos. No debemos olvidar que la epistemología implícita en las teorías clásicas de la teoría del periodismo, de corte positivista, privilegian la idea de una realidad que, una vez percibida de forma más o menos objetiva y común, genera una verdad que a su vez hace posible un negocio industrial basado en manufacturar esa verdad (Vidal Castell, 2002, 2020; Chillón, 2014). Más allá, por supuesto, de que la realidad industrial o el negocio capitalista de la verdad (Vidal Castell, 2021) no es, en absoluto, la única dimensión del periodismo. Este resulta ser, sobre todo, una instancia de construcción simbólica y cultural de relatos que se pretenden hegemónicos; no estamos lejos, pues, de la función y los efectos de lo que consiguen, como decíamos al principio dl artículo, los aparatos e interfaces de la IA con su lenguaje algorítmico.
En cualquier caso, y aunque esta discusión epistemológica es un asunto que ya hemos tratado en otros trabajos, la asunción de que la verdad se revela tras un análisis objetivo de lo real -que nos es dado y determinado- ha pervivido mayoritariamente en el sentido común de la cultura occidental y, de manera específica, en el periodismo, dado que legitima tanto su modelo de negocio como su función política. Este es un asunto importante porque afecta a la relación del periodismo con lo imprevisible, lo emergente y lo otro.
Sabemos, como escribe Ventura-Pocino (2022), que la automatización de los procesos provocará aún más cambios en la organización de los equipos de trabajo y que existen muchas dudas sobre la simple subsistencia del ecosistema mediático tradicional, tal como lo hemos conocido. En las redacciones proliferarán los perfiles técnicos: ingenieros y diseñadores de algoritmos cobran un claro protagonismo. Uno de los ámbitos en el que más se ha avanzado desde la tecnología de la IA en el campo del periodismo ha sido en el de la personalización, que incide directamente en la construcción de la experiencia de comunidad de usuarios.
Negroponte (2000) ya intuyó en 1995 que este tipo de acciones de personalización debilitarían la cohesión social porque el relato periodístico solo confirmaría la propia visión de las cosas. Hoy, la distribución algorítmica de la información refuerza exponencialmente este eco. El filter bubble de Pariser (2011) genera un entorno optimizado, efectivo, rentable, en una dinámica extractivista del negocio basado en la permanencia conectada y constante del sujeto, viviendo en la que hemos llamado, con Garde (2022), malla o membrana mercurial, que nos envuelve y nos conecta a la vez que nos aísla en esta comunicación blob. Este efecto del lenguaje algorítmico, la personalización como estrategia de optimización del negocio, contradice una de las funciones que tradicionalmente se había confiado a los medios: proporcionar espacios comunes para tratar temas de interés general. Ya no tenemos que negociar nuestra visión del mundo con personas que no la comparten, alertaba recientemente Peirano (2019). Los periodistas preferirán escribir sobre lo que genera más clics y las minorías tenderán a sentirse marginadas. Este es un periodismo que degrada la noción de comunidad y que es incoherente con la búsqueda del bien común (Ventura-Pocino, 2022b).
El periodismo como ejercicio lingüístico de apertura se ve amenazado por estas prácticas de la cultura algorítmica. Lamentablemente, estas no hacen más que desarrollar unos vicios propios de la práctica periodística desde su nacimiento. En este sentido, Walter Lippman (1964) apuntó hace mucho tiempo, en Public Opinion, que el periodismo se caracteriza también, como toda forma de conocimiento discursivo, por el uso de estos estereotipos compartidos, y alertaba, desde una teoría que entendía el periodismo como un “guardián de la democracia”, sobre cuándo su uso podía ser falaz e incidir en la cohesión social de la sociedad. Los estereotipos son formas a priori del conocimiento del mundo absolutamente necesarias para el ser humano; una praxis cognitiva económica, atávica y, aún hoy, imprescindible que compartimos culturalmente y que nos hace capaces de gestionar la complejidad y el caos de la experiencia para construir sentido (Eagleman, 2017).
Esta misma preocupación se perpetuó en algunas de las teorías de la Mass Communication Research, como la de Wilbur Schramm y su two step flow of communication, en las teorías del Newsmaking (Gaye Tuchman, E. Noelle-Neumann) o en aquellas perspectivas de la tematización (Marletti, Richeri), tal como lo dejan ver Moragas (1995) y Rodrigo (2001). Hay, incluso, en estos autores ahora parafraseados, una asunción -y una preocupación- de que el periodismo ha sido, precisamente, un espacio discursivo donde han proliferado impunemente estos estereotipos, por muy alejados que hayan estado en alguna ocasión de la experiencia compartida o intersubjetiva del mundo, al mismo tiempo que se disponía de un estilo informativo objetivizante, una retórica de la información, que aparentaba distancia con lo previo y lo emocional (Núñez Ladevece, 1991; Burguet, 2004).
Ante esto, el periodismo literario completa -y en parte desmiente- a la epistemología mecánica del periodismo objetivista; asume lo complejo del conocimiento y problematiza la noción de lo real para proyectar una mirada densa (Vidal Castell, 2008) más penetrante, que rompe la piel de lo superficial global. El periodismo literario no es el embellecimiento de la nota informativa, sino que fortalece y amplía el dispositivo cognitivo del periodismo, propone una mirada, un método y, finalmente, una estrategia formal que utiliza los recursos de composición y de estilo del realismo -mayoritariamente, aunque cada vez interesan más los aportes de la poesía, por ejemplo, a la escritura periodística-. Hay una diversidad de periodismos, y el periodismo literario es uno de ellos; y quizás todos nos son necesarios.
3. EL LENGUAJE DEL ALTERITMO
Sin, en ningún caso, enarbolar la bandera tecnofóbica, puesto que el ser humano es un ser culturalmente tecnológico, que se ha construido dominando, material y simbólicamente, la incertidumbre del medio con el desarrollo de herramientas, sí consideramos que en esta nueva revolución que protagoniza la IA hemos de reivindicar la importancia de lo humanístico. Dicha tradición nos ayuda a construir sentido y valor y nos permite completar el proyecto colectivo que queremos construir en común (Ventura-Pocino, 2022). En este sentido, “el desolado y desolador hombre unidimensional u Homo economicus descrito por Herbert Marcuse, Max Horkheimer, Lewis Mumford o Günther Anders puede sin duda beneficiarse de los adelantos que los nuevos ingenios procuran, pero también hallar en ellos una fuente de alienación renovada”, escriben Duch y Chillón (2012, p. 468). No se trata de menospreciar los avances tecnológicos, por supuesto, sino de vindicar “un ejercicio de la humanidad rebelde ante la deriva en curso” (Ibíd.).
3.1. De lo algorítmico como amenaza a lo abierto e imprevisible del Ser
¿Tiene el pensamiento humano características de un pensar no siempre racional, de apariencia contradictoria, ambigua o paradójica, en la estela de lo dicho en Deleuze y Guattari (2010), que la filosofía comienza con un juego, con un “faire l’idiot” (p. 63)? Al respecto, Han (2021), escribe que “no es la inteligencia, sino un idiotismo, lo que caracteriza el pensamiento” (p. 60), ya que “la IA es incapaz de pensar, porque es incapaz de faire l’idiot. Es demasiado inteligente para ser un idiota” (Ob. Cit., p. 61). Lo racional estricto de la IA contrasta con la capacidad de sorprender de esta razón humana biológica. Como supo decir Gregory Bateson, quizás lo que más caracteriza al ser humano sea su condición impredecible.
Pese a ello, los modelos algorítmicos que se usan en estos contextos se alimentan con bases de datos y tecnologías basadas en el cálculo probabilístico. Las predicciones basadas en el pasado en un presente perpetuo están limitadas porque no contemplan la capacidad humana de desafiar lo que es imposible y decepcionar lo que es esperable (Innerarity, 2022). La historia de la humanidad es un grueso compendio de fenómenos sociales, rebeliones y avances inesperados que nadie predijo, que irrumpieron.
La cuestión sobre los límites predictivos de estas tecnologías que “aprenden del pasado” también ha sido planteada por Han (2021) al decir que el futuro que calcula no es un futuro en el sentido propio de la palabra, dado que “no sale de lo antes dado hacia lo intransitado. El pensamiento en sentido enfático engendra un mundo nuevo” (p. 73). En este sentido, Dardo Scavino (2022) recuerda que para Nietzsche la vida no era “la previsible repetición del pasado, sino la previsible irrupción del futuro” (p. 198). Eso era la libertad para el filósofo alemán, la irrupción de lo imprevisto en un presente previsible. Scavino, para pensar los efectos de este ámbito de la tecnología exponencial, recupera también las observaciones del epistemólogo Thomas S. Kuhn, quien definía el futuro como un acontecimiento súbito y no estructurado. Según Scavino (2022), “hay humanidad porque algunos dejan de reproducir como autómatas las instrucciones en vigor y proponen otras nuevas” (Ibíd.).
En esta misma línea, Zizek (2014) entiende el acontecimiento
en toda su dimensión y esencia como algo traumático, perturbador, que parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas: algo que surge aparentemente de la nada, sin causas discernibles, una apariencia que no tiene como base nada sólido” (p. 16).
Habría, pues, según el filósofo, algo de milagroso en la propia naturaleza de lo que realmente es un acontecer, un tipo de transformación devastadora de la realidad en sí misma. Y escribe:
En un primer enfoque, un acontecimiento es por consiguiente el efecto que parece exceder a sus causas -y el espacio de un acontecimiento es el que se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas-. Ya con esta definición aproximada, nos encontramos en el corazón mismo de la filosofía, ya que la causalidad es uno de los problemas básicos que trata la filosofía (p. 17).
Zizek, pensando el acontecimiento, topa de bruces con la relación emergente de lo otro, e introduce el tema del “enigmático encuentro con la otredad” (p. 27), como una instancia de constitución y revelación del individuo. Resulta evidente que esta naturaleza del acontecimiento del ser choca frontalmente con la cultura de lo previsible y lo probabilístico, reduce al ser a un estereotipo y demuestra una gran incapacidad para respetar la naturaleza epifánica del ser humano, en palabras de Duch (2001), siempre en emergencia, en proceso, incompleto, en un trayecto hermenéutico inacabado, siempre haciéndose y nunca completamente hecho. Toda actividad simbólica y cultural debe estar impregnada, también, de esta consciencia, so pena de construirse desde lo inhumano.
3.2. El periodismo como sacramento para una comunidad
Pese a la situación crítica de las dicciones humanas, no hay duda de que también hoy el hombre alcanza la salvación por medio del decir y del decirse, que son inherentes a su naturaleza, porque corresponden en efecto a su íntima constitución de “ser que llega a ser” (Duch, 2001, p, 230). El clima natural de este ser es la cultura, entendida como el conjunto de traducciones concretas que lo sitúan en el espacio y el tiempo. En esta cultura, los lenguajes y las dicciones le dan la oportunidad de compartir unos cánones estéticos, religiosos, jurídicos y lingüísticos con otros. Compartir estos lenguajes que nos fijan culturalmente nos da la oportunidad de compartir y convivir con los otros y de convertirnos en sujetos y ciudadanos, más que en el individuo del totalismo narcisista del que habla Sadin (2022).
Así, la convivencia de lenguajes diversos resulta fundamental para este clima cultural y personal de apertura. El ser humano es siempre y en todo lugar un posible políglota porque su humanidad, “para poder expresarse adecuadamente necesita diversas formas comunicativas que, como una especie de revelación, pongan al descubierto los distintos niveles que la configuran y que le dan vida” (Duch, 2001, p. 233). Cualquier lenguaje social y cultural, como es el algorítmico, pues, debería contemplar e incluir en sus prácticas simbólicas esta realidad. Por el contrario, la degradación de los lenguajes humanos constituye una señal inequívoca de que, en la cultura occidental, como dice Steiner (2013), ha habido cierto agotamiento de las palabras (Duch, 2001; Vidal Castell, 2005).
Dentro de esta diversidad de lenguajes que el ser humano necesita, olvidamos con frecuencia las aportaciones que, en un entorno simbólico propicio a las gramáticas explícitas, sintéticas y superficiales, nos proporciona el lenguaje de lo sagrado, vecino de los lenguajes de las ciencias del espíritu, como las denominó Dilthey (1949). Duch (2001) y Hagglund (2022) recuerdan que el ámbito de lo religioso y de sus lenguajes, característicamente humano desde que lo es, proviene etimológicamente de la palabra re-ligare, unir, poner en relación, que designa, en palabras de Hagglund, “una respuesta evolutiva a la necesidad de una conexión íntima con los demás humanos (…), un compromiso con los propios que se va extendiendo hacia los demás humanos” (Hagglund en Amiguet, 2022). Lo religioso tiene un vínculo natural con lo trascendente, sí, pero también desarrolla, dice Hagglund, una dimensión horizontal que lo aboca a pensar el sentido y la naturaleza de lo comunitario.
Así, efectivamente, podemos pensar, y aun desear, que el lenguaje sagrado no se circunscriba solamente a la experiencia religiosa, aunque fuera como contrapeso a la manera en que el lenguaje económico o bélico ha desbordado la designación de sus limitados ámbitos de experiencia, y se use con frecuencia para empalabrar asuntos, conflictos y todo tipo de acontecimientos, tal vez inicialmente inconmensurables y de los que, como humanos, nos debemos apropiar simbólicamente. Utilizamos, escribe Duch (2001), aquellos lenguajes que están a nuestra disposición para abordar el sentido de la experiencia, y al hacerlo la emplazamos en un universo simbólico, ya que todo acto lingüístico es también un acto social y político.
El lenguaje del humanismo y el lenguaje de lo sagrado nos emplazan a establecer una relación con los lenguajes de las ciencias del espíritu, aquellos que debían ser reivindicados y fundamentados filosóficamente ante la hegemonía de las ciencias naturales, y que supone un nuevo empuje -y casi el principio- “de la escuela histórica y del trabajo de las ciencias particulares de la sociedad” (Dilthey, 1949, p. 4). Dilthey instaura la máxima según la cual “toda ciencia es ciencia de la experiencia” (p. 5) y la experiencia es una realidad interconectada, holística. No adoptar esta perspectiva, también en el contexto algorítmico y en la cultura periodística, sería “mutilar la realidad histórica para acomodarla a los conceptos y métodos de las ciencias de la naturaleza” (Ibíd.).
Para dar cabida a estas otras dicciones heteroglósicas, creemos que en el momento de crisis lingüística que atraviesa el homo loquens podemos encontrar algunas pistas interesantes en los lenguajes de lo sagrado o de lo espiritual. El antropólogo Bateson les preguntaba a sus alumnos, en su primer día de clase, qué era un sacramento -también les preguntaba qué era la entropía-. Para Bateson, sus alumnos, que tanto podían ser médicos como artistas, debían reflexionar acerca de cuál es la “pauta que conecta a lo viviente” (Bateson, 1998, pp. 18-19). El sacramento es, efectivamente, como apuntaba Bateson, una actividad simbólica que se instaura entre el individuo y la comunidad, y que conecta a este individuo consigo mismo, con la comunidad, con el medio y con la especie, es decir, con el resto de los humanos. El sacramento es un signo visible de una realidad existente pero invisible.
El lenguaje del sacramento no es posible sin una comunidad, entendida como una organización que engrana o articula lo individual, el sujeto, con lo colectivo o grupal. La comunidad -no solo la religiosa- comparte unos objetivos y unos lenguajes comunes, pero para que funcione correctamente requiere que sus componentes mantengan su autonomía e idiosincrasia, que enriquecen y amplían las posibilidades de acción -y de éxito- de la comunidad, la renuevan y la hacen evolucionar, al tiempo que todos estos miembros también crecen, evolucionan.
En este sentido, Garde (2022) ha hecho notar lo relevante que resulta, en el momento actual, que el periodismo actúe dentro de comunidades, colabore a formarlas y les transmita la posibilidad de la emancipación desde un periodismo comprometido, abierto, practicado por periodistas ignorantes, y que lo haga desde unos supuestos diferentes de los moribundos modelos del periodismo industrial convencional. También los conceptos de misterio o de oración, en la estela de esta pauta que conecta, nos resultan sugerentes invitaciones a pensar el periodismo desde lo sagrado.
3.3. El alteritmo y sus contribuciones desde lo literario y lo humanístico
Partiendo de este convencimiento sobre la necesaria articulación -y equilibrio- entre mythos y logos, establecida en la antropología filosófica, y de la amenazante hegemonía de lo que Postman (2018) denominó el alma matemática en la cultura de la tecnología exponencial en la que vivimos, proponemos seguidamente una reflexión sobre lo que aquí denominamos alteritmo, siendo conscientes de que lo expuesto no agota en absoluto el problema planteado.
Por alteritmo entendemos lo opuesto a lo que podemos denominar los lenguajes de la superficie que caracterizan nuestra era: lo alterítmico representa lo que en otro lugar llamamos la mirada densa (Vidal Castell, 2006), el ejercicio simbólico de dilucidar lo que hay de profundis ante y dentro de nosotros. Es un tipo de actividad cognitiva de naturaleza simbólica que resulta competente para explorar el ámbito de la experiencia relacionado con lo indeterminado y la ambigüedad constitutiva del ser humano, confrontados con los lenguajes de la no ambigüedad que fijan el Ser, lo determinan y lo clausuran, con las consecuencias que ello conlleva para los procesos de emancipación individuales y comunitarios.
El alteritmo y sus cualidades se contraponen, así, al algoritmo y lo algorítmico. Todas las llamadas disciplinas del espíritu convocan siempre en su hacer y en su pensar estos alteritmos, herramientas y a la vez resultado, tentativas para explorar, a veces desde la penumbra y lo incierto, el mundo otro, una tecnología del pensamiento que se activa solamente, como escribe Garde (2022), con el discurso político de las mediaciones, que no puede ser sino discurso humano, al mismo tiempo lexis y praxis -tal como defendía Arendt (2005)-. El alteritmo remite tanto al término alter -otro- como a altero alteración- y busca nombrar lo que no tiene un orden aparente.
Etimológicamente, mientras que el algoritmo -o logaritmo- proviene del latín algorithmus y de la palabra griega arithmos, que significa número, por la influencia que ejerció el matemático persa Al-Juarismi -cuyo nombre se latinizó como Algorithmi-, y que como hemos visto en anteriores apartados se define como la secuencia lógica o numérica que da órdenes para solucionar un problema, el alteritmo, señala Garde (2022), nos remite precisamente a lo contrario, a todo aquello que excede al cálculo, que se halla implícito y debe ser interpretado, que opera desde lo profundo pero emerge -o puede emerger.
En este sentido, la palabra alteritmo, en latín clásico, se usaba para designar la alteración de un orden, sea del ritmo del corazón o de, por ejemplo, un motor, e incluso hoy altero sigue siendo usado en México como sinónimo de montón, cúmulo. No podemos olvidar tampoco que alterar significa etimológicamente que algo deviene otro, que se transforma. Así, apunta Garde (2022), si el algoritmo permite a los programadores ordenar el caos para predecirlo, en cambio el alteritmo es toda acción que permite aprehender el caos por medio del caos, como se proponía, desde la literatura, Samuel Beckett.
Resseguir els alteritmes, per tant, és descriure els canvis que es donen quan pensem en el nosaltres, un nosaltres anònim i radicalment divers, però que, paradoxalment, no altera els efectes del caos, sinó que assimila les alteracions com a part de la labor de viure (Garde, 2022, p. 454).
Esta actividad exploratoria y simbólica debería ser especialmente cara a una nueva praxis del periodismo, un periodismo que no puede ser repensado sin atender a esta nueva hegemonía de lo tecnológico y lo datalátrico, como vamos a proponer en el apartado de las conclusiones.
Nos hallamos en la tesitura de buscar -en este contexto amenazador- tanto una posible praxis de naturaleza simbólica como ejemplos adecuados que nos ayuden a entender lo alterítmico, esta naturaleza abierta hacia lo otro, que respeta las emergencias. Como hemos apuntado más arriba, en este artículo proponemos hacerlo, inspirados en la larga tradición del comparatismo periodístico literario (CPL) propuesto por Chillón (1991), y seguido por otros como Vidal Castell (2000), Fleta (2015) y Hernández (2017).
Cuando nos referimos a la literatura o a lo literario, como un ámbito y una práctica desde la que obtener ejemplos de praxis del conocimiento alterítmico, somos conscientes de que aludimos a un concepto polisémico que designa prácticas muy amplias y diversas, que han sido objeto de análisis y crítica desde escuelas distintas y, con frecuencia, opuestas. En resumidas cuentas, y aunque existe un sentido crematístico, canónico, del término literario -aplicable solo a aquellas obras que merecen formar parte de una tradición sancionada desde las instancias del gusto hegemónico -perspectiva desde la que han escrito, por ejemplo, Harold Bloom (2006) o Gerard Gennette (1993)-, aquí, siguiendo la tradición de la antropología filosófica, consideramos a la literatura como una forma de conocimiento de naturaleza estética que busca aprehender y expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia (Chillón, 2014; Chillón & Duch, 2012). También hemos considerado en términos parecidos al periodismo, páginas atrás, como un ámbito y unas formas narrativas en las que se opera a nivel simbólico para estructurar discursivamente y políticamente la experiencia del mundo común.
Esta práctica simbólica pretende abordar lo mistérico en la vida desde lo cotidiano, descubrir lo esquivo y oculto en lo que nos es evidente, como expresa Magris (2010). Son praxis de dominación de la contingencia (Duch, 1996). El esfuerzo inevitable de lo literario es para el ser cómo aprender a bailar con cadenas, escribió Nietzsche (1996): ¿cómo podemos liberarnos, con las palabras, de la determinación que nos aplaca y nos fija en un lenguaje conformado por esas mismas palabras?
3.3.1. Aportación al alteritmo desde la filosofía de la alteridad
La alteridad en la cultura del narcisismo digital se percibe con frecuencia como una amenaza, pero es, aún hoy, desde la perspectiva del humanismo, también un deseo, una apertura, una fascinación, una posibilidad que se abre a la vez delante y dentro de nosotros, porque en nuestro interior, al experimentarla, descubrimos muchas otras formas y posibilidades de seguir siendo nosotros mismos. La cultura del humanismo, que no por casualidad floreció ufana en los siglos en los que el ser humano descubrió fascinado tantas otras formas de ser humano, nos ofrece algunas claves interesantes para repensar el contexto actual.
En nuestras sociedades tardocapitalistas triunfa el relato del éxito conseguido sin deber nada a nadie, del self-made man, mito fundamental del individualismo neoliberal (Sadin, 2022). Cada uno es el centro de este nuevo mundo, en el advenimiento de esta nueva condición del individuo contemporáneo, escribe Sadin (2022, p. 27 y 28), cuya raíz sería la doctrina del individualismo liberal, que moduló desde el siglo XVIII. Esta arrobada insistencia en el yo de la que habla Sadin conduce a una renuncia o un descrédito de los espacios de construcción comunitaria. El algoritmo y lo algorítmico intensifican esta devaluación de la idea de alteridad y reducen la presencia y la complejidad de la idea del otro.
Pero este contexto no es radicalmente nuevo; a lo largo del siglo pasado filósofos como Emmanuel Lévinas y Martin Buber denunciaron el reduccionismo en el que había caído buena parte del pensamiento occidental moderno, consistente en desdibujar las características del otro y en explicarlo desde las categorías del yo.
Por ello, tras la II Guerra Mundial, en un mundo moralmente inhabitable tras las dos tragedias globales vividas en apenas treinta años, Lévinas (1986) opone al ser para la muerte el ser para otro. Si Heidegger había considerado que la filosofía había caído en el olvido del ser (Seinsvergessenheit), Lévinas denuncia, en cambio, el olvido del Otro, el olvido del tú, porque la filosofía occidental moderna sigue encerrada, considera, en la conciencia aislada del cogito cartesiano y del Ich Denke kantiano, y explica lo otro en categorías de lo mismo, cuando en cambio la experiencia de la otredad debe manifestar una presencia, que no se puede subordinar ni domesticar ni esclavizar, porque es revelación y es interrogante.
La idea axial que vertebra buena parte de sus textos es la idea de rostro, y nos parece una reveladora coincidencia que las tecnologías exponenciales de la IA tengan como uno de los ámbitos de trabajo más prolíficos el del reconocimiento facial, y que estos motores se alimenten con bases de datos que ejemplifican qué rostro debe tener un buen ciudadano, un buen contribuyente o un delincuente, según sea su aspecto o raza. Nos hallamos, pues, ante una grosera simplificación del concepto de rostro: lo facial en la AI son coordenadas espaciales, apenas la superficie de lo que debemos considerar el rostro de una persona. Lo determinado, la reducción de lo que es otro a las categorías de lo mismo, en palabras de Lévinas, resulta flagrante.
Para Lévinas, de hecho, el concepto de rostro no se refiere a la forma sensible que habitualmente presenta este nombre, sino que es la resistencia que nos opone el otro en su propia manifestación. El rostro es la manera irreductible y epifánica en la que se hace presente el otro. Hemos escrito antes, siguiendo a Duch (2001), que el ser humano es un ser epifánico, que se debe manifestar y lo hace en el uso de todos aquellos lenguajes y recursos simbólicos a los que tiene acceso. Con estas características, se entiende que Lévinas (1986) considere la emergencia del rostro como una experiencia esquiva, que se escapa constantemente, irreductible. Lo que más define un rostro, escribe, es este carácter irreductible, abierto, siempre en manifestación; es la manera como el otro supera la idea que tengo de él.
En este contexto, la máscara significa en Lévinas la reducción de la complejidad de lo otro, lo que colocamos sobre esa epifanía para impedirla, lo que reduce lo otro a las categorías de lo que es lo mismo. Es máscara el estereotipo. ¿Es máscara pues lo que construyen los algoritmos de la IA que trabajan en reconocimiento facial? Sin duda, en tanto que reconocen lo ya sabido, no prevén la emergencia de lo epifánico, ni tienen en absoluto esa intención. Una vez más son herramientas dispuestas para lo pragmático, lo útil, la ganancia, basadas en una idea solipsista e individualista del individuo que lo niega como persona.
En este sentido, el filósofo existencialista judío Martin Buber (1977, 1973) apuntó reflexiones muy próximas a las de Lévinas: el aspecto básico de su pensamiento es la relación yo-tú, entendida como la relación entre dos sujetos que tiene el lenguaje como centro. Dicha relación dialógica se opone a la relación yo-ello, que solo pone en contacto un sujeto con un objeto, y en la que no hay interacción sino apropiación. Existir es para Buber entrar en relación de interacción con otros, en una forma parecida a la que propone Lévinas. Para él, no tiene sentido hablar de un yo aislado porque el ser para definirse necesita oponerse a otros individuos y a un mundo.
Buber (1973), que proviene de la tradición del anarquismo filosófico, aunque no rechaza -al contrario- la matriz filosófica de la tradición hebrea, es conocido por su filosofía del diálogo. Su obra Yo y Tú supuso un aporte al amanecer de un nuevo humanismo basado en la solidaridad, el respeto por el otro y la tolerancia.
Esta es responsabilidad del periodismo de calidad hoy. Lo algorítmico convierte en un círculo cerrado en sí mismo, recurrente, que es siempre lo mismo, el proceso circular pero abierto al crecimiento de la espiral comunicativa (Garde, 2022), la estructura helicoidal que ocupará el tiempo y el espacio comunitario. En el algoritmo, en cambio, los datos del pasado determinan y fijan un presente al que se le niega la emergencia y la apertura del futuro. El periodismo lo ha hecho tradicionalmente, y es capaz de seguir haciéndolo. “Solo necesita -escribe Lladó (2019)- esa mirada lúcida que escuche los silencios, a veces tan ensordecedores. Es lo que han conseguido Manuel Chaves Nogales o John Steinbeck, Joseph Kessel o Gay Talese, Elena Poniatowska o Svetlana Alexievich, Juan Villoro o Leila Guerriero” (p. 28).
3.3.2. Literatura y alteritmo
Dentro de la tradición del humanismo, lo literario explora una inevitable tensión entre lo conocido y lo desconocido, entre el ser y su potencia, entre lo que se es y lo que se podría ser. La narración de la peripecia de los héroes y antihéroes de la tradición literaria siempre es una forma de viaje, como explica Auerbach (2016), desde las peripecias del Ulises de Homero hasta lo acontecido con Leopold Bloom en el libro Ulises de Joyce. El primero, que prácticamente inaugura esta tradición, en un viaje lleno de monstruos, dioses caprichosos, sirenas y amores fieles; el segundo, en una triste epopeya cotidiano en el Dublín de principios de siglo, lleno de amistades falaces y amores infieles. ¿Hay forma más precisa de evocar el propio trayecto hermenéutico del ser humano que cifrarlo en la narración de un viaje? Este viaje, sea solo interno, como ocurre no solamente con el gris Leopold Bloom, sino con tantos miles de protagonistas como la legión de Bartlebys, Wakefields, Oblomovs, o sea también externo, como sucede con Orfeo, Eneas, Aquiles, Ulises, Ishmael, Holden Caulfield, los bucaneros de Salgari, los marineros y exploradores de Conrad y tantos y tantos otros.
Es por ello que Joseph Campbell (2013) habla de este viaje del héroe como la estructura narrativa fundamental de la narración en la tradición literaria occidental, y es así porque el viaje es el epítome de la apertura hacia lo que es otro, hacia lo distinto, hacia lo que no está en lo mismo. Campbell resume en un conocido diagrama este trayecto a la vez interno y externo de un viajero que emprende un periplo del que regresa transformado, es decir, siendo de una forma distinta él mismo. Campbell divide su diagrama entre lo conocido de la partida y lo desconocido, en el que destaca el abismo al que se enfrenta el protagonista antes de su regreso. De resultas de ello, asiste (y protagoniza) a una revelación que lo transforma (Campbell, 2013). La epifanía, explica Duch (2018) es un encuentro con lo que a la vez es esperado e inesperado, sucede de forma súbita y, cuando sucede, nos damos cuenta de que lo esperábamos.
De manera parecida, aunque desde presupuestos diferentes a los de la antropología literaria de Campbell, el formalista Vladimir Propp (1958) instituyó en Morfología del cuento, tras el análisis de cientos de ejemplos, las funciones recurrentes que se daban en todos los relatos populares. En esta serie de treinta y un puntos recurrentes destacan el alejamiento del protagonista de su propio entorno -ese salir de lo mismo de que hablábamos más arriba-, la transgresión, la partida, el viaje y diversas formas de regreso. La situación de partida del relato literario es siempre cuando lo imposible, lo imprevisto o lo improbable rompe completamente los diques de la vida cotidiana.
Así pues, en tanto que somos conscientes de que estos movimientos de apertura, alteridad, epifanía y transformación son tanto, por una parte, características constitutivas del conocimiento y la práctica de lo literario como, por otra, elementos fundamentales de lo que aquí hemos llamado lo alterítmico, proponemos como contribución que funcione como ejemplo e ilustración, presentar las aportaciones críticas sobre dos autores emblemáticos del siglo XX, Robert Musil y Samuel Beckett.
3.3.2.1. Musil: lo posible por delante de lo real
Robert Musil es uno de los máximos representantes de la tradición literaria centroeuropea, de raíces culturalmente judías y preocupaciones recurrentes sobre cómo la intemperie humana se expresa en la incomodidad lingüística, a la que Valverde, en el prólogo a la monumental Afinidades vienesas de Josep Casals (2006), se refiere con la célebre sentencia: “Esos vieneses no sabían que eran tan modernos”. Su diagnóstico sobre la crisis social y espiritual de la cultura, en plena decadencia de los valores burgueses, expresa la desintegración social y espiritual de la civilización europea, obtuvo una gran centralidad en las primeras décadas del siglo XX en el ámbito de lo literario, y protagonizó las obras de autores como Stefan Zweig, Elias Canetti, Franz Kafka, Robert Walser, Joseph Roth, Hugo von Hofmannsthal o Karl Kraus, entre tantos otros. Fuera del ámbito centroeuropeo podríamos detectamos un coincidente sentido en el trabajo literario de Joyce (Ulises, 1922), Woolf (Las olas, 1931) o Faulkner (El ruido y la furia, 1927). Musil, específicamente, dedicó gran parte de su vida a su magna obra, El hombre sin atributos (Der Mann Ohne Eigenschaften, 1930/32), una creación mastodóntica.
Musil busca reflejar una nueva realidad emergente, a la vez de una decadencia aún esplendorosa, en la que el individuo se siente extranjero. Thomas Mann y otros, escribió el propio Musil, escriben “para lo que ya está aquí, yo no escribo para la gente que está aquí” (Monton, 1993, p. 6). Lo que interesa a Musil no es tanto el acontecer del realismo, constituido por hechos, objetos y personas que él considera intercambiables, como las posibilidades. Musil, pues, plantea la superioridad de la exploración de lo posible por delante de lo real, en la creación literaria, en tanto que cuando existe lo posible a la vez existe también su contrario. Esta tendencia entre opuestos que aún no existen, verdaderamente, debería ser el ámbito preferente de exploración de la actividad literaria, según el escritor. Esta dualidad, entre la que se desarrolla fluctuando una trama no lineal, es la herramienta para explicar la ambigüedad y la intercambiabilidad de todo lo que es real en lo que está aquí: en las cosas inestables hay más futuro que en las estables, y el presente no es más que una hipótesis que todavía no se ha superado, escribe Musil (1993) en una de las célebres digresiones de la voz narradora, que ocupan centenares de páginas. Y concluye que hay que apoderarse de la irrealidad porque la realidad ya no tiene sentido.
¿Quién es este hombre sin atributos ni cualidades que nos presenta el autor? Ante todo, cabe adelantar que no es una expresión en absoluto peyorativa, como se entendería tal vez hoy, en el seno de nuestra sociedad productivista. El hombre sin atributos es un ser indeterminado, estupefacto ante su propia cualidad de ser no fijado, abierto. Mientras la sociedad critica su “falta de carácter”, el protagonista, abogado, le pregunta a su amigo en diversos momentos: “¿Te parezco realmente un abogado?”, y se esfuerza por adquirir un carácter profesional mientras su aspecto recuerda, sucesivamente, a Jesucristo, un pintor o un marinero de vacaciones (Monton, 1993).
En el capítulo cuarto, Musil establece la distinción entre sentido de la realidad, propio de los hombres con atributos y cualidades -como es el padre del protagonista- y el sentido de la posibilidad, propio del hombre sin atributos. Para Musil este hombre sin atributos es alguien a caballo entre el pensamiento y la acción, un contemplativo, un apetitivo, un personaje indeciso que proclama que “hay que suprimir la realidad” (Musil, 2001, p. 185). Según explica Musil por boca de Ulrich, la moral de la humanidad se encuentra permanentemente escindida en dos componentes: la matemática y la mística, o, en otras palabras, “en precisión y alma”. Musil toma partido y asalta definitivamente la fortaleza del realismo decimonónico y la dinamita, como en esos años hacían también desde el arte.
En el contexto de una reflexión alterítmica, la aportación de Musil nos presenta sobre todo el eje en oposición posibilidad-realidad como preferente para los trabajos de la creación narrativa, pero también en el contexto del trabajo periodístico. Hay que suprimir la realidad para trabajar con la posibilidad. Lo algorítmico es lo real previsto que cancela lo real posible, y lo alterítmico es la posibilidad que emerge en una obertura. En lo posible perviven los opuestos, y esa incertidumbre nos obliga a estar atentos a lo que emerge y a mantener la mente abierta a lo imprevisto y lo epifánico.
3.3.2.2. Beckett y Guerriero. Escribir en el silencio para evitar cualquier lenguaje
Muchos autores y críticos han hecho notar, desde la teoría de la narración, que la transmisión del sentido en cualquier historia descansa en la observación y reproducción, selectiva, enfocada, de lo cotidiano y lo aparentemente pequeño o casual, que el trabajo literario configura, en término utilizado por Lukács (1989), hasta construir los llamados motivos narrativos. Nabókov resumía su técnica novelística en el dominio del diálogo y de los detalles, y como él muchos otros, en el campo del periodismo literario, han subrayado la importancia de mostrar en vez de decir, entre ellos Truman Capote (buscando en los detalles lo que él llama fragmentos de realidad, en Fantasmas al sol, dentro de Los perros ladran) o Gay Talese (invocando en Vida de un escritor el ejemplo de Carson McCullers), para dejar que un lenguaje silencioso evocase y transmitiese lo oculto.
En la narratología, los puntos de vista desde los que una voz narradora cuenta la historia pueden ser, desde la distinción ya lejana de Henry James, los del telling -que efectivamente cuentan- y los del showing, los puntos de vista escénicos, que hacen asistir al lector a la historia, aparentemente sin mediación de voz narrativa (Lodge, 2010; Marchese & Forradellas, 2013). Ejemplo de este último caso serían los diálogos platónicos -tan caro como era al magisterio oral de Sócrates, cuya voz evocaba en cada uno de los más de ochenta diálogos, sin ninguna voz narrativa que los contuviere-, la convención dramática en los géneros teatrales -origen del interés por ellos de Beckett, como veremos a continuación- o la experimentación de la omnisciencia selectiva o selectiva múltiple en las obras de las corrientes de vanguardia, como vemos en Joyce, Faulkner o Woolf.
Recientemente, Leila Guerriero, uno de los nombres destacados de la tradición del periodismo literario, dentro de la llamada crónica latinoamericana, de los últimos veinte años, declaraba en una entrevista a Cuadernos Hispanoamericanos (Alvárez, 2022) que siempre anda buscando, en su trabajo, aquellas cosas “que no están a la vista”. Eso significa no buscar lo previsible, lo obvio, lo que todos ven o esperan, y “tratar de no ir por el camino predecible”, sino ser “flexibles e imaginativos, permanecer muy atentos al discurso del otro”. Al final, como apuntamos líneas más arriba, esta propuesta es una subversión contra el realismo capitalista:
es el pequeño ser, sujeto humano, peleando de una forma contra el sistema que le dice: Tú no, tú no podrás, no estás hecho para soñar, tú no perteneces al mundo de las ambiciones. Resígnate, sé albañil, sé algo que no querés ser, jodete, eres una rata. Naciste donde cayó el rayo de la mala suerte. Tu destino es la desgracia (Guerreiro en Álvarez, 2022).
Quienes practican este periodismo de la apertura a lo imprevisto y a lo otro, en cambio, “son unos emancipados contra eso”, advierte Guerriero, ya que practican una mirada que es una sublevación contra lo fijado y contra lo cerrado, contra el realismo de las cosas como son y lo objetivo, lo numérico y lo probabilístico contra lo posible. Para transitar esos terrenos movedizos, la influencia de la técnica literaria, de la experiencia poética, es indiscutible, ya que “todo viene también de entender o de querer alcanzar con la prosa lo que se ve y lo que no se ve”.
En este sentido, propugnamos en este artículo lo alterítmico como un lenguaje del silencio, que complementa y compensa lo explícitamente ruidoso de los lenguajes de la superficie. Entendemos por lenguajes de la superfície aquellos característicos de los discursos hegemónicos y de las diferentes prácticas simbólicas y comunicativas en la sociedad del capitalismo de la contención, en especial en su dimensión digital, es decir, sintéticos, aunque no solamente -más bien en un ámbito híbrido que tiene tendencia a anular lo físico para establecer un único ámbito figital, como los conciertos de Rosalía-. Precisamente Guerriero -entrevistada por Álvarez (2022)- explica su trabajo desde el periodismo literario como un cultivo del lenguaje del silencio frente a estos lenguajes de lo obvio y de lo superficial:
Yo el silencio lo entiendo como trabajar con lo no dicho, que para mí es tan importante como trabajar con lo que se dice de manera evidente. Cuando escribo no voy buscando que el texto grite, chille o aúlle todo el tiempo, o que revele cada tres frases una supuesta verdad. Me gusta trabajar con el silencio literal, o sea, que el texto, a pesar de estar escrito, suene a silencio, suene a desierto. Y me gusta trabajar con ese otro silencio que no tiene que ser evidente, que dice las cosas sin decirlas (Guerreiro en Álvarez, 2022).
Este decir las cosas sin decirlas es, propiamente, la principal ocupación del trabajo literario, como hemos apuntado más arriba, ese desvelar en lucha contra el propio lenguaje, demasiado obvio y visible, que atormentó ejemplarmente durante toda su vida a Samuel Beckett. El escritor y premio Nobel irlandés, uno de los tres autores que George Steiner considera emblemáticos del siglo XX por su extraterritorialidad (Steiner, 2002), junto con Borges y Nabókov, experimentó desde una prosa vanguardista y alejada de toda convención estas dificultades para luchar contra un lenguaje que, según una perspectiva de sospecha sobre el lenguaje que data de fines del XIX, con Nietzsche al frente, constriñe y determina.
Así, Beckett podría considerarse uno de los principales cultores de este lenguaje del silencio, un mutismo verbal que expresa un sujeto fragmentado, en tensión con su identidad y con un mundo de los objetos sin sentido. Esta fragmentación e inestabilidad del individuo que hemos visto en la obra de Musil, aparece de nuevo desde el trabajo literario que, ahora, si cabe, adopta un postulado más radical, ya que Beckett es consciente de la naturaleza privativa de todo lenguaje, y de que, por ello, decir oculta.
El programa de la obra de Beckett, que hizo del silencio su lenguaje, lo resume Taléns (Beckett, 2001) como huir de una mirada que ordene el mundo. “El único medio de renovación -escribe el autor irlandés- consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden. No se trata de un desorden que quepa comprender. He propuesto que lo dejemos entrar porque es la verdad.” Esta lucha con las palabras hace que su escritura sea “la expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo, nada desde lo que expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo” (p. 16). Y lo conduce a la pretensión de comunicarse por medio del silencio.
Beckett (2001) sufre el lenguaje como una forma de reducción del individuo, de capitulación ante lo colectivo: “He aquí -lamenta- a lo que creen haberme reducido. Menuda astucia haberme adaptado a un lenguaje del que imaginan que nunca podré servirme sin reconocerme de su tribu” (p. 19). Es por ello que el escritor trabaja en inferioridad de condiciones respecto de los artistas visuales o los músicos, se lamenta, ya que él ha de usar palabras que significan como medio único de su trabajo para decir lo no dicho, para decir lo indecible. Beckett optó, para, desarrollar este lenguaje del silencio que evoque lo no dicho, las artes escénicas, para evitar la omnisciencia y la omnipotencia desde la que algunos autores como los antes citados Joyce, Woolf o Faulkner afrontaban esta crisis. Beckett no pretende decir el caos, sino mostrarlo, bien desde la pura acción dramática o bien “transformando las palabras en un murmullo sin significado” (Beckett, 2001, p. 18). En la medida en que decir no muestra, sino que oculta, el caos solo puede visibilizarse, pero no decirse. Beckett busca “el silencio de lo representado como forma de decirse sin las trampas ni la dominación del lenguaje” (p. 20).
En las consideraciones de la obra de Beckett y de sus postulados literarios, necesariamente someros en este contexto, reconocemos algunas de las principales cuestiones que nos preocupan cuando pensamos sobre las dicciones humanas, concretamente en el ámbito de la comunicación. La preocupación epistemológica, casi diríamos ontológica, en Beckett impugna la seguridad realista del mundo hecho y fijado y del sujeto unitario y determinado. Su lenguaje del silencio se presenta como el trabajo simbólico y alterítmico de una mirada densa sobre un mundo siempre en endémico desorden.
4. ALTERITMO Y LO ALTERÍTMICO: CONCLUSIONES Y PROPUESTA
En este artículo hemos presentado lo alterítmico como una ecología del humanismo en un entorno tecnolátrico, y hemos reivindicado su necesaria inclusión en un periodismo asediado por crisis diversas, pero, fundamentalmente, lastrado por una fascinación datalátrica que es rehén de las inercias de lo estereotipado que ha pervivido en su mirada profesional.
Podemos propugnar, por tanto, que el periodismo, como tantas otras disciplinas de la cultura, desvele las anomalías por medio del alteritmo, las resiga y las revele. El periodismo debería ser siempre alterítmico, ya que cuando resigue lo alterado a través del alteritmo adivina lo que está por venir, prevé más que predice. Así, mientras que prever significa advertir los cambios y las transformaciones a partir de lo percibido y de su vibración, con la que conectamos, en el trabajo de predecir solo hay el anuncio de lo supuesto y, por tanto, la inevitabilidad del destino cerrado de lo algorítmico. El trabajo del periodismo, como el de todas las ciencias del espíritu, es detectar estas vibraciones y narrarlas. Por ello propugnamos que el periodismo debe ocuparse especialmente de contar el advenimiento, es decir, de contar el acontecer del acontecimiento.
Como hemos visto, la labor de prever, que aquí hemos ilustrado con el trabajo de lo literario, conlleva la facultad de observar lo indicial, el detalle, lo oculto, la posibilidad de lo contingente y la posibilidad del cambio. Tal como señala Garde (2022), prever implica, por una parte, sostener la comunidad, cuidarla, y por otra, agrietar el falso silogismo que reza que “todo es y se ha hecho posible” y que Garcés (2002) afirma que aniquila todos los posibles contra lo posible. Garde (2022) escribe que solo si invocamos lo alterítmico podemos atravesar la oscuridad “de la gàbia mercurial que ens conté” (p. 454).
Ante lo no evidente o lo no visible, que con frecuencia subyace a lo inmediato y lo urgente, necesitamos un tiempo de contemplación ante esta oscuridad. En la penumbra que habitamos, comprender lo que tenemos delante requiere de un esfuerzo gigantesco. En esta penumbra, las trazas de alteridad, como los fantasmas, revelan y se revelan.
Tal como recogemos en esta tabla, contra el algoritmo, que se expresa con los lenguajes de la superficie, principalmente de tipo sintético, que determina una esencia y nos incluye en un realismo capitalista unívoco e inevitable, reclamamos un alteritmo que promueva un lenguaje del silencio, sindético, es decir, que busque una conexión con el mundo otro, que nos exija ir haciendo, en apertura y en gerundio, ante lo incierto y la ambigüedad que emerge y se manifiesta en la experiencia de alteridad.
Algoritmo | Alteritmo |
---|---|
Lenguaje no ambiguo | Lenguaje de la ambigüedad |
Lenguaje de la superficie (sintético) | Lenguaje del silencio (sindético) |
Ser fijado (que es) | Ser no fijado (que hace) |
Máscara | Rostro |
Destino (Cerrado) | Por venir (Abierto) |
Determina | Transforma |
Real (Unívoco) | Posible (Polisémico) |
Participio | Gerundio |
Domina (Descuida) | Acoge (Cuida) |
Anuncia/Simula (Presencia/Explícito) | Oculta/Disimula (Ausencia/Implícito) |
Predice | Prevé |
Fuente: Elaboración propia.
Según lo que aquí hemos entendido por alteritmo, la experiencia de lo otro debe ser acogida y dejar que se manifieste en su rostro sin máscara (Lévinas), tanto en los procesos de construcción simbólica originados en todo tipo de narración como sobre todo en el ámbito de la comunicación periodística, hoy más amenazado que nunca por un totalismo de los lenguajes probabilísticos. El carácter ilógico, que contraviene el cálculo probabilístico, o lo aparentemente o paradójicamente estúpido, es lo que nos hace humanos, como hemos visto siguiendo a Han o Deleuze.
Hasta ahora la IA, que debía ser decisiva en tantas facetas de nuestra sociedad y en su progreso, no solo tecnológico, ha desarrollado lo que algunos han considerado que es un alma matemática u operacionalista. Pero esto puede entenderse como una reducción de lo matemático a lo simplemente calculable, y olvida que también dentro de las llamadas ciencias formales y de su desarrollo tecnológico existen retazos de lo místico. Lo cuántico, por ejemplo, supone una enmienda al cientificismo determinista, y desarrolla de hecho el llamado principio de indeterminación, que se opone a lo algorítmico, porque nada existe por probabilidad, todo es imprevisible y de hecho no existe realmente hasta que es percibido. ¿Ayudará el desarrollo de la computación cuántica a subsanar este abismo? Es por ello que aquí apelamos a fundir lo místico con lo matemático, preñado como está su lenguaje de filosofía y de pura ontología. Ello además apoya el urgente llamado de Berardi, Innerarity, Peirano y otros a los programadores, a los hablantes de este lenguaje algorítmico, para que no renuncien a lo humanístico, para que trabajan para la emancipación y no para lo meramente industrial.
En esta propuesta conectamos con lo escrito por Lladó (2019), cuando se refiere a la lucidez, siguiendo a Camus, como una de las actitudes fundamentales, como forma de subversión y desobediencia, de lucha contra el estereotipo y lo robotizado, contra el imperio del dato y de las métricas, del SEO. La mirada lúcida que él propugna combate al autómata en el que estamos todos a punto de convertirnos. ¿Hay algo más triste, se pregunta, que el hecho de que el lector sepa exactamente lo que vamos a explicarle y cómo lo vamos a hacer antes siquiera de que empiece a leer o a escuchar el informativo? Una de las razones de la falta de interés de las audiencias en el discurso periodístico convencional proviene de que siempre habla de lo mismo. Ajustarse al perfil de las audiencias, a sus gustos y preferencias recogidas y almacenadas, hace que no se las exponga a nada imprevisto, desconocido. ¿Y si lo que sucede, escribe Lladó (2019), es que la gente se ha cansado de que los llamados hechos sean solo datos que no resulten en nada cercano a su experiencia de vida? (pp. 26-27).
Hay que implicar a los tecnólogos de alma matemática no operacionalista en la perspectiva mística, no abandonar lo tecnológico ni dar por supuesto que nada puede cambiar. La cultura de la automatización algorítmica ha estado hasta ahora dominada por dos premisas implícitas no rebatidas: por un lado, que se debe aplicar todo aquello que optimice el negocio y lo inmediatice, lo que es propio de la cultura capitalista exponencial; por otro, que el lenguaje científico-técnico es la expresión más acabada de lo humano, aunque en realidad, por él solo sea incapaz de dar cuenta de lo que Berardi llama la totalidad de la esfera del ser e instaure, como hemos desarrollado en este texto, una epistemología y una antropología limitada y limitadora. Por eso Berardi (2019) hace un llamado, al que nos sumamos, para que los trabajadores cognitivos de lo que él denomina el Silicon Valley Global -es decir, la semiosfera de producción mundial desperdigada- construya “una conciencia común que propague la conciencia de una solidaridad social posible entre los neurotrabajadores”, y que ello provoque “el despertar ético de millones de ingenieros, artistas y científicos”, porque es la única posibilidad de detener lo que anuncia como “una terrible regresión” (p. 255).
¿Puede existir hoy, en el contexto de la cultura algorítmica, un periodismo alter-nativo, un periodismo alterítmico? ¿Disponemos de ejemplos, ha existido en alguna ocasión antes en la historia del periodismo? A la primera pregunta respondemos que sí, aunque debería ser un periodismo de lo otro fundamentado en los lenguajes del silencio, en las formas de la medición literaria, bien engranadas con lo comunitario. A la segunda, respondemos asimismo que sí: tal vez en nuestro imaginario la larga tradición de periodistas que han abandonado su mundo para intentar comprender y explicar lo que les era otro -Nelly Bly y las mujeres obreras, Steinbeck y sus vagabundos de la cosecha, los hibakusha de John Hersey- nos parece que conjura una genealogía de lobos solitarios, individuos al margen de todo. Eran, más propiamente, periodistas ignorantes, en el sentido que defiende Garde (2022), que trabajaban con los métodos de la etnografía (Gayà, Garde & Seró, 2021) y que integrados en esas comunidades dejaban que emergiera el rostro de lo otro (y en él se reconocían). Es este un periodismo que, desde las revistas en las que trabajaron Lincoln Steffens o Theodor Dreiser hasta hoy, conforma una especie de tradición paralela y con frecuencia relegada a la naturaleza industrial del periodismo. Debemos recuperar su trabajo y su intuición, hoy más necesarios que nunca.
Determinar las limitaciones de cada una de las aplicaciones de los algoritmos en la práctica del periodismo y en sus flujos de trabajo resulta fundamental. Mientras computar sea entendido como solo procesar datos y lo inteligente se correlacione solo con lo racional matemático, con lo cuantificable, seguirá sin atender una dimensión fundamental de la experiencia de lo humano que ha de ser motivo central de preocupación en un nuevo periodismo que debe emerger, sacramental, comunitario, alterítmico. Emancipador.