1. INTRODUCCIÓN
1.1 El tránsito hacia una estética anti-maximalista
Los estudios que analizan la literatura testimonial elaborada en América Latina coinciden, a menudo, en una misma apreciación: el estilo de escritura que caracterizó a la militancia político-cultural de izquierdas entre las décadas de 1960 y 1970, aquello que Claudia Gilman (2012), Ana María Amar Sánchez & Teresa Basile (2014), Miriam Chiani (2014) y Basile (2015) denominan como la vertiente del testimonio radicalizado, no se mantuvo al margen de la consolidación de perspectivas anti-intelectuales dentro del campo cultural del continente1. Me refiero, con esto, a la influencia de dos factores claves del período dentro de los núcleos letrados socialistas; dos factores que también repercutieron en la estética testimonial y que pueden considerarse como efectos específicos de los procesos de radicalización de los conflictos sociales a lo largo de aquella época. El primero es la definición de la lucha armada como la vía estratégica principal para la transformación del statu quo, esto es, aquella a la que debían supeditarse las demás formas de lucha política, fueran culturales, sindicales, electorales o estudiantiles. Mientras que el segundo tiene que ver con la concepción de la figura del combatiente como el máximo artífice del cambio social, premisa que determinaba, en términos taxativos, cuáles identidades, acciones y conductas debían distinguir a quienes se comprometían en forma unilateral con la conquista de ese proyecto.
De acuerdo con los análisis de Gilman (2012), Pablo Ponza (2010) y María Laura Maccioni (2011), la paulatina emergencia de esquemas de pensamiento dicotómicos y unidimensionales, basados en axiomas asumidos a priori como certezas indiscutibles, tuvo un impacto concreto en las dinámicas de la intelligentsia marxista. En líneas generales, dicho fenómeno se tradujo en la legitimación de una praxis intelectual que, por entonces, a criterio de estos especialistas, resultó más adecuada a los rígidos lineamientos de mando/obediencia que exige la actividad militar antes que al pluralismo, la deliberación y la tolerancia con el disenso. En parte porque sus metodologías obturaron el debate y la diversidad de ideas al interior de los circuitos letrados del continente, a punto tal que la duda y la crítica a menudo fueron objeto de sanciones e incluso de persecuciones ideológicas. Y en parte, o quizás sobre todo, porque erigieron nuevas formas de desigualdad social sobre los militantes que por asumir posiciones disidentes o por su condición de género -en el caso de los activistas homosexuales- no se ajustaban a los férreos estereotipos de identidad y conducta que supuestamente debían distinguir al verdadero revolucionario. Tanto es así que las biografías de escritores como Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Roque Dalton, Pedro Lemebel y Néstor Perlongher visibilizan casos concretos de intelectuales que se habían incorporado a la política con ambiciones contrahegemónicas en los planos sexual, cultural, artístico e ideológico, y que vivieron con angustia y desencanto la consolidación de aquella clase de perspectivas dentro de sus espacios de pertenencia política.
El testimonio radicalizado, como hemos dicho, fue una de las diversas manifestaciones en las que puede observarse este fenómeno. Impulsado institucionalmente desde Cuba -en carácter de máxima expresión del arte comprometido-, y con los Pasajes de la guerra revolucionaria, de Ernesto Guevara (1963), la Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet (1966) y Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano (1971), entre sus obras de referencia, dicha corriente en buena medida sintonizó con los enfoques totalizantes y con las lógicas de confrontación binaria que signaron a los núcleos del activismo socialista. De ahí que se la describa como una literatura caracterizada, ante todo, por dos rasgos fundamentales. En primer término, por su definición del marxismo como una doctrina omnicomprensiva de lo social, esto es, no como uno entre otros instrumentos de análisis, sino como la verdad científica, empíricamente comprobada y, por lo tanto, infalible. Y junto con esto, por su puesta en juego de un estilo de escritura maximalista basado en el abordaje de sucesos reales que si bien tematizan las circunstancias de opresión del continente, son descriptos, sin embargo, desde un enfoque que les atribuye un sentido prefijado. Así, la resultante es el entramado de lo que Alain Badiou (2005) denomina como discursos de exclusión, en referencia a aquellos imaginarios cuya impronta dogmática tiende a proscribir las expresiones que implican alguna forma de desvío con respecto a su sistema de creencias taxativas. Dicho de otro modo, se trata de una estética que al asumirse como relato sin fisuras, y al presentar sus axiomas en tanto exégesis definitiva de la historia latinoamericana, no sólo no admite matices, sino que tampoco se muestra dispuesta a reconocer la relatividad de sus propios planteamientos (Gilman, 2012; Sklodowska, 1992)2.
De modo que no es casual que la etapa posterior al estallido de las dictaduras estuviera caracterizada, entre otras cuestiones, por aquello que Basile (2015) califica como el período de desarme de las escrituras testimoniales. A juicio de la autora, esta corriente también acusó el impacto del intenso proceso de revisión crítica de la teoría marxista que marcó el derrotero de las izquierdas a lo largo de los años ochenta3. Recordemos que dicho proceso no sólo ganó intensidad a instancias del fracaso revolucionario; a su vez, la estructura de premisas en las que se sustentaba ese proyecto había demostrado que la revolución, tal cual se plasmaba en la metodología de los núcleos socialistas, no necesariamente era sinónimo de la construcción de un modelo de sociedad más igualitaria. En rigor, la búsqueda de esquemas capaces de aunar el compromiso político con la crítica a los dogmatismos ideológicos condujo a los escritores tanto a un replanteo de los vínculos entre política y literatura, como a una redefinición de las matrices estéticas empleadas para intervenir en el espacio público desde el campo cultural. Tanto es así que lo que se impuso como objetivo, en ese contexto, fue la necesidad de gestar un pasaje hacia cosmovisiones no restrictivas ni excluyentes de entender de la política. Es decir, hacia una toma de posición que evaluara la disidencia, el pluralismo y el reconocimiento de la alteridad como condiciones sine qua non para la confección de cualquier tipo de proyecto contrahegemónico.
Precisamente, el interés de este artículo no es indagar la fase de radicalización del testimonio setentista, que ya ha sido analizada in extenso por los estudios sobre el período y a la que he dedicado distintas investigaciones (Montali, 2019, 2021). La intención es describir cómo se resignificó esta corriente tras la derrota de las expectativas revolucionarias: con ese objetivo, se abordará un conjunto de obras de dos escritores representativos de los procesos de desmontaje del testimonio en sus fundamentos de verdad, coherencia y transparencia argumentativa, a los efectos de identificar las estrategias de escritura a partir de las cuales se plasma, en sus producciones, la reconfiguración de dicho género literario. En concreto, el análisis se centrará en la crónica “Las amapolas también tienen espinas”, escrita en 1995 por el chileno Pedro Lemebel (2013b), y en un corpus de ensayos y reportajes de la argentina Leila Guerriero, publicados en Frutos extraños (2009), Zona de obras (2014) y Plano americano, (2018).
La hipótesis es que la línea de abordajes críticos del testimonio en la que se inscriben estos autores -con puntos en común y ciertas diferencias- no propone ni una ruptura entre estética y política ni una toma de distancia con respecto a la concepción del ejercicio letrado en tanto práctica capaz de intervenir en los conflictos sociales. Muy por el contrario, lo que se observa en sus obras es una nueva política de la escritura, o para ser más específico: un cambio en las consideraciones con relación a qué se entiende por política y qué vínculos puede y debe mantener el arte con ella. Como veremos, dichos cambios se plasman en el diseño de estrategias narrativas articuladas en torno a la noción de “realismo inseguro” (Chiani, 2014, p. 399). Un concepto que no sólo apunta a reemplazar las formas del realismo dogmático y pedagógico, que habían distinguido al testimonio en los sesenta-setenta, por un punto de vista que problematiza la distancia y la posible correspondencia entre los hechos y nuestras interpretaciones. Al mismo tiempo, también pretende discutir las exégesis que escinden los universos de lo real y lo fantástico en orden de identificar las circunstancias en que lo real se vuelve ininteligible a la interpretación, a la vez que opera como testimonio de una voz narrativa que ya no consigue afirmarse ni como una conciencia sólida y autosuficiente, ni como una voz capacitada para iluminar la verdadera esencia de los sucesos históricos.
Así, para Lemebel y Guerriero la literatura deja de ser un mecanismo de registro o constatación de un imaginario que no admite debate, sea en sus apreciaciones sobre el sexo, la política o la cultura, y pasa a constituirse en una actividad que apunta a impedir que los discursos se anclen en un punto de vista fijo y definitivo. De allí la permanente tensión que se manifiesta en sus obras entre el deseo de aprehender la realidad y la evidencia de que esta tiene siempre un costado incompleto, inasible, paradójico. Y de allí, también, que la noción del compromiso letrado ya no dependa para estos autores de la adhesión a un marco rígido de ideas, sino de la voluntad de visibilizar aquellas situaciones que provocan extrañamiento, es decir, aquellas situaciones cuya complejidad materializa un vacío de sentidos que desestructura nuestra perspectiva y que, por ello, opera como un resguardo contra la consolidación de lógicas dogmáticas y autoritarias dentro del campo político-cultural.
2. ENTRE LA AMBIGÜEDAD Y LA INCERTIDUMBRE
2.1 El proceso de resignificación del testimonio
Por su condición de discurso contrahegemónico, o bien de estética que impugna las jerarquías político-culturales existentes, el testimonio en general es situado dentro de la tradición de las escrituras de urgencia, esto es, aquellas que buscan influir en el aquí y ahora de su enunciación desde una perspectiva crítica con ciertos aspectos del orden establecido. Según las teorizaciones clásicas de John Beverley (1987), por ejemplo, se trata de un tipo de texto que “surge de una experiencia vivencial de represión, pobreza, explotación y marginalización” (p. 9) frente a la cual despliega un modus operandi que se caracteriza, en términos de George Yúdice (1992), por “la construcción comunicativa de una praxis solidaria y emancipatoria” (p. 231). Dicho de otra manera, su origen se funda en acontecimientos traumáticos que movilizan desafíos al statu quo. Desafíos que involucran la denuncia de ciertas condiciones de injusticia u opresión, la visibilización de la palabra de las víctimas de esos hechos y la relectura de las interpretaciones oficiales en torno a esas circunstancias, sean actuales o históricas, pero que también suponen el diseño de una estética alternativa a las instituciones hegemónicas de la cultura. Me refiero, con esto, al entramado de un contra-estilo iconoclasta y anti-canónico que rechaza los principios de construcción de legitimidad cultural -en este caso literaria- al evaluarlos como expresiones representativas del poder de las ideologías dominantes dentro del campo simbólico.
En América Latina, por cierto, estos atributos convirtieron al testimonio en un género sumamente atractivo para las izquierdas, así como para aquellos escritores que pese a no situarse de manera específica en ese sector del campo intelectual, asimismo manifiestan un enfoque crítico con el modelo de sociedad capitalista. De hecho, los estudios de Beverley (1987), Sklodowska (1992), Rotker (1995) y Gilman (2012) identifican en las crónicas de José Martí la progresiva emergencia de una vertiente socialdemócrata y anti-imperialista dentro de la tradición testimonial que luego se consolida -y se radicaliza-, en el siglo XX, a partir de la obra de autores como Ernesto Guevara, Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano y Miguel Barnet. No obstante, sea cual sea el posicionamiento ideológico del escritor, lo que distingue a esta clase de textos es su confianza en la capacidad de la literatura para hacer aportes a los procesos de cambio político, a punto tal que su escritura es pensada y diseñada como una herramienta de intervención en los debates que atraviesan la escena pública en un momento histórico determinado. De modo que es esa condición de práctica subversiva, contestataria, rebelde, la que conduce al testimonio a encontrar precisamente en la política su palabra clave, el eje que organiza su estructura estética y sus objetivos. Aquello que caracteriza a estas escrituras es el ímpetu de sus autores por intervenir en las pugnas que orientan el desarrollo de una comunidad y que definen, en última instancia, los axiomas, ideales y patrones de funcionamiento de un modelo de convivencia colectiva.
Ahora bien, como veremos más adelante, esa confianza en la potencialidad transformadora del arte no se expresa, del mismo modo, en las distintas etapas de la genealogía testimonial. En efecto, si lo propio de la vertiente radicalizada fue el desarrollo de un estilo de escritura propenso a afirmarse en un entramado de creencias taxativas, lo que se observa en los años siguientes es un movimiento contrario, un movimiento que apunta a redefinir al testimonio desde un enfoque que discute los paradigmas del período previo. En ese sentido, las investigaciones de Idelber Avelar (2000), Josefina Ludmer (2009), Amar Sánchez & Basile (2014) y Basile (2015), entre otros y otras especialistas, muestran que la derrota de los proyectos revolucionarios motivó el pasaje desde una retórica incendiaria e insistentemente anunciadora de un destino manifiesto -que tuvo entre sus máximas referencias a Las venas abiertas de América Latina (1971)-, a otra que se destaca por lo que estos autores denominan como estéticas alegóricas o narrativas de la diáspora, la ambigüedad y la incertidumbre. Hablamos, por lo tanto, de discursos en los que toda certeza se difumina en un lenguaje dubitativo, vacilante, fragmentario. Un lenguaje anti-determinista que desconfía de sus posibilidades de representación y que se muestra incapaz de organizar la realidad en un relato coherente, en una mirada sin fisuras.
De acuerdo con Sylvia Saítta (2009), lo que se impuso en esos años fue el desarrollo de un estilo de escritura “conjetural” cuyo objetivo es describir “la imposibilidad de totalizar la experiencia”, o bien, de “reproducir” los hechos sociales en un relato de corte mimético (pp. 142 y 144). Por su parte, Beatriz Sarlo (2005) agrega a estas hipótesis el hecho de que la literatura del período pasa a concebirse como un ejercicio de “externalización y distancia” (pp. 53) en tanto se asume que la percepción sólo está en condiciones de iluminar lo que nos rodea “a condición de que se produzca un corte por extrañamiento” (pp. 55). Es decir, por el despliegue de una mirada que ya no logra identificar un principio de articulación claro y concluyente del sentido común y que acepta, en definitiva, que el diálogo con la historia descansa siempre en el reconocimiento de su carácter incompleto. De manera que puede decirse, en sintonía con los análisis de Chiani (2014), que la derrota se tradujo en un proceso de paulatina legitimación de un nuevo paradigma político-literario, cuyo origen fue la necesidad de promover una ruptura con las convenciones en las que se habían asentado los discursos maximalistas y sus imaginarios de totalidad.
Precisamente, es ese cambio en el régimen estético de las artes lo que se observa en las obras de Pedro Lemebel y Leila Guerriero. En ellas, la prosa política, comprometida y disidente, se constituye desde la noción de realismo inseguro en tanto concepto que apunta a discutir cualquier tipo de perspectiva dogmática o absolutista, sea cual sea su estatuto ideológico. En rigor, sus textos se distinguen por una poética de la duda; que abarca todas las dimensiones de la existencia, desde el lenguaje y el pensamiento hasta lo relativo al género sexual, o mejor: lo relativo a los paradigmas binarios con que el patriarcado define a las identidades a la vez que las encaja, taxativamente, en una estructura sin fronteras. Una estructura que concibe el más allá de sí misma como algo aberrante, inadmisible; algo que no debe suceder en ningún tiempo-cuerpo-lugar y bajo ninguna forma, ya que para la ley del patriarca lo hetero es en esencia -y por esencia- normativo.
De ahí que la poética de Guerriero y Lemebel, contraria a cualquiera de esas restricciones, se base en la combinación de dos tipos de estrategias narrativas. Por un lado, las estrategias desrealizadoras dirigidas a poner en cuestionamiento las ilusiones de correspondencia entre discurso y representación, y a problematizar la distancia que separa las dimensiones de lo real y lo fantástico. Por otro, lo que podemos calificar como operaciones de desfiguración identitaria que rompen con las concepciones de la identidad como una esencia o una estructura estable -y meramente biológica-, para pensarla como una construcción condicionada por la cultura. Dicho en términos de Montes (2014), hay algo siempre indecible en la escritura de esta clase de autores; algo que les impide elaborar “un relato cerrado y homogéneo” (p. 39) sobre sus temas de interés y que tampoco les permite reificar las preocupaciones que movilizan sus textos.
En lo que corresponde al plano del lenguaje, que es el tópico en el que se centra este artículo, ya que es allí donde se manifiestan las ambigüedades que luego repercuten en las dimensiones subjetivas e identitarias, el eje que articula ese ethos anti-determinista es la concepción de todo relato como una invención, y del lenguaje como el mecanismo gracias al cual somos capaces de interpretar los acontecimientos desde un punto de vista específico. En otras palabras, se trata de autores que niegan la posibilidad de un pensamiento verdadero e indiscutible y que, en consecuencia, ya no presentan sus obras como reproducciones objetivas, sino como versiones de los fenómenos sociales. De manera que además de asumir sus textos como una construcción que coexiste con otras alternativas, evitan representar su subjetividad como una herramienta capaz de suprimir la compleja multiplicidad de sentidos de los sucesos históricos. Y no sólo porque en el plano de los contenidos no existe nada en la realidad que pueda reconstruirse en términos miméticos, sino también porque Lemebel y Guerriero prescriben la imaginación como un requisito indispensable para abordar esos hechos que, de otro modo, nos resultarían inaccesibles, ya que únicamente se vuelven materia verbal cuando los recreamos desde determinada perspectiva.
En términos de Sarlo (2005), puede afirmarse que para estos autores “no hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración” (p. 25). Ello quiere decir que todo pensamiento supone un acto de significación -de construcción de ideas a partir de las palabras- que es en sí mismo un ejercicio especulativo y que por sus propias características, por su propia especificidad de proceso arbitrario, no nos permite separar de manera tajante las dimensiones de lo fáctico y lo ficcional. Y esto porque más que coincidir con las cosas a las que pretende referirse, el lenguaje las expresa de manera figurativa. Sólo así consigue liberar “lo mudo de la experiencia” y convertirla “en comunicable” (Sarlo, 2005, p. 29). De modo que a juicio de escritores como Guerriero y Lemebel, esta cualidad obliga a tener en cuenta que entre las palabras y las cosas siempre media una distancia, un vacío que impide que lo real pueda representarse en forma objetiva y, asimismo, que el debate sobre sus percepciones pueda admitir un punto de clausura, una síntesis que unifique en una única conclusión aquello que puede ser abordado desde distintos puntos de vista4.
3. RECURSOS DE UNA ESTÉTICA DESREALIZADORA
Lemebel tematiza estas reflexiones mediante tres estrategias narrativas. La primera es el abandono del axioma de vivir para contar como eje de organización del relato. Me refiero, con esto al principio que exigía al escritor hacerse presente en el lugar de los hechos en orden de fortalecer la verosimilitud de su denuncia5. En efecto, como se entiende que ya nada puede representarse sin recurrir a algún tipo de invención, asimismo deja de resultar imprescindible ser testigo de lo que se cuenta y retratar esos hechos de manera fidedigna. Ello no deriva, claro está, en el reemplazo del testimonio por las escrituras ficcionales, sino que supone un ejercicio de licuación de las fronteras entre ambos universos y entre los géneros literarios que tradicionalmente los han encarnado -el ensayo, el periodismo, la poesía, el cuento y la novela- cuyo objetivo es descubrir los puntos en donde lo real ya no puede subsumirse en el discurso. De ahí que en sus obras sea frecuente la elaboración de relatos que aunque se narran como historias reales, y aunque abordan episodios recurrentes en la vida cotidiana, no nos brindan ninguna referencia que permita inferir si se trata o no de episodios verídicos. Es más, la prosa de Lemebel visibiliza sus operaciones de montaje y no esconde su carácter de especulación subjetiva. Por lo que vale la pena insistir en que más que perder relevancia, lo que sucede en ella es que se reconfigura el vínculo con lo fáctico. Antes que “desentrañar una verdad” (Bernabé, 2010, p. 9), su propósito es instaurar una voz -una mirada- que apunta a percibir los múltiples matices que intervienen en los conflictos étnicos, de clase o de género que atraviesan a las sociedades contemporáneas.
Ejemplo de ello es “Las amapolas también tienen espinas” (2013b), crónica testimonial en la que Lemebel imagina el asesinato de un travesti a partir de ciertos aspectos de la violencia homofóbica: marginalidad, prostitución, machismo y desinterés de la sociedad y del periodismo por estos hechos. El responsable del crimen es un taxi boy, es decir, un chico que se prostituye con hombres y mujeres, y con quien la víctima acaba de tener sexo. La escena se desata cuando el chico quiere robar el reloj pulsera del travesti, quien se resiste, por lo que en pleno forcejeo saca su navaja y entonces leemos lo siguiente:
Tuvo que ensartarla una y otra vez en el ojo, en la guata, en el costado (…). Pero no caía ni se callaba nunca el maricón porfiado. Seguía gritando, como si las puntadas le dieran nuevos bríos para brincar a su marioneta que se baila la muerte. Que se chupa el puñal como un pene pidiendo más, otra vez, papito, la última que me muero (Lemebel, 2013b, p. 186).
Y luego agrega:
Calada en el riñón la marica en pie hace de aguante, posando Monroe al flashazo de los cortes, quebrándose Marilyn a la navaja Polaroid que abre la gamuza del lomo modelado a tajos por la moda del destripe. La star top en su mejor desfile de vísceras frescas, recibiendo la hoja de plata como un trofeo (…) La noche del erial es entonces raso de lid, pañoleta de un coliseo que en vuelo flamenco la escarlata. Espumas rojas de maricón que lo andaluzan flameando en el tajo. Torero topacio es el chico poblador que lo parte, lo azucena en la pana hirviendo, trozada Macarena (Ob. Cit., pp. 186 y 187).
En esta cita se superponen el abandono de la verosimilitud con la segunda de las estrategias desrealizadoras que distinguen a la prosa de Lemebel. Se trata del empleo del lenguaje neobarroco, que Montes (2014) define como “un conjunto de prácticas estéticas contestatarias” (p. 181) centradas en el uso de formas curvas y turbulentas, esto es, sobrecargadas de metáforas, juegos retóricos y adjetivos que apelan al exceso de ornamentación para poner al descubierto la artificialidad del saber. A punto tal que cuanto más frondosa es su pintura de los hechos sociales, cuanto más se fuerza al lenguaje para alcanzar la mímesis, más se acentúa la sensación de que hay algo que ha quedado por decir, algo que huye de nuestra mirada y que expone los límites de toda representación y la subjetividad de todo pensamiento. Dicho de otro modo, es a través de esa mascarada desbordante de objetos y colores, de esa suerte de vestido de lentejuelas al que se asemeja su prosa, de donde surge el movimiento de pinzas con que el autor tensa la estructura verbal hasta mostrar la insuficiencia de las palabras, o bien, el carácter siempre incompleto y arbitrario de las historias que construimos con ellas.
En ese sentido, al describir el ataque por la vía de la metáfora, desde el intertexto con la sensualidad de Marilyn Monroe, Lemebel no busca los términos justos para contar el horror. Su deriva al plano de lo fantástico no indica que el discurso ficcional sea un terreno más propicio que el lenguaje realista para narrar un acontecimiento. Muy por el contrario, la crónica retrata un episodio tan inimaginable como inconcebible: vivimos en un mundo en el que nuestra manera de amar puede ser causa de persecución y de muerte. Un mundo en el que la pobreza y la precarización violentan los modos de vivir de los sujetos excluidos, revelando la cara anómala y oscura de un sistema que los ha expulsado para siempre. Tanto es así que en la medida en que la carga emocional del relato se potencia gracias a su intento de agotar el idioma, lo que el derroche estético visibiliza es que no existen palabras para describir el horror, ni mucho menos para comprenderlo. Sobre todo si se tiene en cuenta que el asesino es un chico marginal que se prostituye para sobrevivir. Un chico que, por lo tanto, también es otra víctima, alguien que
jamás había cortado a nadie (,) y que se escapa de la escena preguntándose por qué lo hizo, por qué le vino ese asco con él mismo, esa hiel amarga en el tira y afloja con el reloj pulsera de la loca (Lemebel, 2013b, p. 186)6.
Al mismo tiempo, el estilo neobarroco conecta con la tercera estrategia del autor chileno. Me refiero al empleo de una estética travesti como metodología de desfiguración identitaria. En efecto, la dimensión del género sexual es otra estructura que se vuelve frágil en sus obras, ya que en ellas es el propio cuerpo el que rompe con el orden heteronormativo para visibilizar, en su desplazamiento, las múltiples lenguas que conforman su sustancia híbrida. Su escritura simboliza esa fragilidad a partir de la emergencia de una voz narrativa afeminada. Una voz inclasificable en términos biológicos que configura un nuevo tipo de identidad, ambivalente y camaleónica. De ahí que el carácter ambiguo del cuerpo travesti, con su rostro de hombre maquillado y su look de taco aguja, se proyecte hacia la confección de una prosa sensual -como lo hace en “La esquina es mi corazón” (Lemebel, 2013a)- que carnavaliza los mandatos sociales del decoro por la vía del exceso y el desborde:
Dedicado a los chicos del bloque, desaguando la borrachera en la misma escala donde sus padres betelmaníacos me lo hicieron a lo perrito; inyectándome entonces el borde plateado de la orina que baja desnuda los peldaños hasta aposentarse en una estrella humeante (p. 58).
Lemebel recurre a esta operación con un doble objetivo. En primer término, para enfatizar que también la identidad es el resultado de un proceso de construcción subjetiva y, junto con eso, para refutar los mandatos biopolíticos que constriñen a hombres y mujeres dentro de un enfoque homogeneizante. Un enfoque binario que entiende al género como algo que surge previamente a la irrupción del yo, esto es, como una esencia que debería predeterminar su desarrollo, a la vez que establece límites precisos fuera de los cuales toda diferencia es tipificada como anomalía monstruosa7.
En el caso de Guerriero, aunque la búsqueda es la misma, la autora privilegia el empleo de otros recursos. Puede decirse que en sus textos la desconfianza en los ideales de la representación se manifiesta, especialmente, a través de tres operaciones discursivas. La primera es la coralidad de sus historias. En ellas es la entrevista el recurso que permite entretejer una urdimbre de opiniones, siempre contrapuestas, que resaltan las dificultades que existen para alcanzar un conocimiento acabado sobre el objeto o el personaje al que la autora dedica su análisis. Al igual que en el caso de Lemebel, su escritura se enfoca precisamente en los vacíos que la investigación no logra colmar, ya que son esas ausencias, esas piezas que faltan, las que aportan al tema la singularidad que lo caracteriza y que enciende el interés estético y político de la escritora. En perfiles como “Idea Vilariño: Esa mujer” (Guerriero, 2018), los testimonios enfatizan tanto las múltiples dimensiones de la personalidad de la poeta como el sin fin de especulaciones que admite su vínculo con Juan Carlos Onetti. Así, María Esther Gilio dice: “Yo creo que a Idea lo que le importaba mucho era ser una pareja tan especial. El mejor escritor, la mejor poeta. Él le propuso muchas veces casarse, pero ella dijo que no porque consideraba que una relación permanente era imposible” (p. 60), mientras que Ana Larre Borges afirma: “Yo creo que si Onetti la hubiera elegido, ella hubiera dicho que sí, porque fue su gran amor, y ella lo fue construyendo como un gran amor” (Ibíd.).
De hecho, el eje narrativo de estos reportajes suele ser el fracaso de la cronista en su intento por atrapar un nombre en permanente fuga. A veces son los testimonios los que no permiten elaborar esa síntesis, ya que el contrapunto abre intersticios, fisuras, que impiden la reconstrucción total de una biografía. A veces son los datos los que inducen a la confusión, como sucede en su perfil sobre Roberto Arlt, en donde afirma “No hay nada. O sí: hay contradicciones. Hay documentos donde se leen nombres y fechas que no coinciden” (Guerriero, 2018, p. 444), a lo que agrega: “Esto se sabe: fue escritor, fue argentino, se llamaba Roberto, se apellidaba Arlt. (…) Todo lo demás se sabe un poco menos” (Ob. Cit., p. 446). Mientras que en otras oportunidades es la dimensión caleidoscópica del biografiado la que pone a la escritura a girar en el vacío, porque los personajes de Guerriero siempre son algo más de lo que parecen ser. “Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento” (Guerriero, 2018, p. 11), dice sobre Nicanor Parra en un perfil en el que la repetición del nombre del poeta, otro artilugio muy común en sus textos, refiere de manera metafórica a las múltiples facetas de su biografía:
Nicanor. Nicanor Parra. Oriundo de San Fabián de Alico, 400 kilómetros al sur de Santiago. (…) Nicanor. Nicanor Parra. Nació en 1914, cumplió noventa y siete años. (…) Nicanor. Nicanor Parra. Que se bajó del avión que lo llevaba a Madrid a recibir el premio Reina Sofía en 2001 (Guerriero, 2018, pp. 11, 12 y 30).
Lo mismo puede observarse en “La voz de los huesos” (Guerriero, 2009), reportaje que indaga en la historia del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), grupo dedicado a identificar los restos de personas asesinadas por causas políticas en la Argentina y en otros países del mundo. Allí, luego de una extensa descripción sobre los puntos positivos y negativos que los miembros del grupo encuentran en su trabajo, uno de ellos expresa una definición inquietante que sintetiza el estilo literario de la autora: “Por supuesto que (este trabajo) tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste” (p. 118), afirma Carlos Somigliana, quien luego, agrega: “De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda” (Ibíd.). Y concluye: “No hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno” (Ibíd.).
En el ensayo titulado “La imprescindible invisibilidad del ser, o la lección de Homero” (Guerriero, 2009), la autora confirma hasta qué punto esa reflexión resume sus propios intereses estéticos y su trabajo político en el plano formal de la escritura:
Si los buenos nunca son tan buenos, lo que realmente cuesta es aplicar la viceversa. Me voy a poner porno: lo difícil no es entender que una víctima puede no ser monolíticamente un santo, sino entender que un dictador puede no ser monolíticamente un hijo de puta. A mí me gustaría, alguna vez, tener el coraje de contar la historia de un hombre miserable, y atreverme a aplicar la viceversa (p. 499).
En estos reportajes se manifiestan, además, los otros dos procedimientos discursivos. Uno de ellos es el empleo de preguntas retóricas, que la autora no intenta ni llega a responder, y el otro es el uso de la negación como estrategia que hace avanzar el relato. Si en el perfil sobre Idea Vilariño son recurrentes los interrogantes como “Usted: ¿quién era?” o “Quién era usted, usted que hablaba poco y que habló tanto -tanto- de un solo amor de todos los que tuvo” (Guerriero, 2018, p. 50)8, en “La voz de los huesos” (Guerriero, 2009) es la negación la que realza el carácter multifacético de un fenómeno que supera las posibilidades interpretativas de la cronista. El texto comienza con una descripción del departamento en el que el equipo de antropólogos realiza sus investigaciones: “No es grande: cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste”, dice Guerriero (p. 94). Pero resulta que en ese espacio anodino, pintado sin mucho esmero y situado en un barrio comercial de la ciudad de Buenos Aires, se llevan a cabo las pesquisas que ofrecen pruebas claves para el desarrollo de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Por lo tanto, el ejercicio de retratar un objeto por lo que no es reafirma la cualidad engañosa de las apariencias y refuerza las dificultades de la escritura para adentrarse en los hechos, para fijar sus significados en el discurso.
De acuerdo con los estudios de Mariana Bonano (2020), si lo real en tanto tal es aquello que tiene una presencia y existencia propias, al tiempo que resulta no representable para una mirada que no puede ser más que una lectura subjetiva, “la negación de un determinado orden de cosas permite afirmar la existencia de eso mismo y, simultáneamente, postular la imposibilidad del sujeto para acceder a su representación” (p. 105).
Por último, el recurso de la desfiguración identitaria potencia esta suerte de ética de la escritura que parecen sugerir las operaciones desrealizadoras, en tanto califican al periodismo como un oficio en el que el cronista “debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del porqué” (Guerriero, 2014, p. 139). Vale la pena aclarar, sin embargo, que aquí surge otra diferencia con la prosa lemebeliana. Aunque ambos autores apelan al registro anti-heteronormativo con el fin de horadar las concepciones esencialistas del género, Guerriero no proyecta esa búsqueda mediante los tópicos de la estética trans, sino a través de los ideales contrahegemónicos del feminismo. El resultado, no obstante, se parece a lo expuesto sobre el autor chileno, ya que también en su literatura se aprecia el desafío de instituir una voz que se distancie de los mandatos patriarcales. Guerriero, en ese sentido, siempre se muestra como una chica a contracorriente, como alguien que nunca se comporta según los atributos de docilidad y fragilidad previstos para su sexo. En “El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de La Pampa” (Guerriero, 2014) cuenta que: “Era abril de 2012 y yo estaba en la Ciudad de México, hospedada en un barrio vagamente peligroso, en un hotel situado sobre una avenida por la que, me habían advertido, no debía caminar, bajo ninguna circunstancia, sola” (p. 16). Y, acto seguido, añade: “Pero ahí estaba yo, que había caminado por la avenida -bajo toda circunstancia sola-, sentada sobre el muro de una gasolinera, esperando a una persona a la que iba a entrevistar” (p. 17).
En estas escenas, en definitiva, su yo de mujer tiende a desplazarse hacia los márgenes de lo tolerable. Se trata de un yo en tránsito permanente, un yo que se muestra mucho más seguro frente a lo que no quiere ser que frente aquello a lo que aspira. Porque Guerriero no quiere ser ama de casa, no quiere tener hijos, no le interesa el matrimonio ni tampoco le interesa encarnar en su cuerpo el estereotipo de la manneken de pasarela. Y así lo hace saber en los ensayos en los que aborda las vicisitudes de la identidad femenina. Escribe en “Me gusta ser mujer… y odio a las histéricas” (Guerriero, 2009):
Sigo pensando que las mujeres cargamos con demasiadas funciones y órganos sobrevaluados. La virginidad, la menopausia, la menstruación, el primer polvo, los ovarios. Y, claro, el embarazo (…). Nunca quise tener hijos. Nunca me conmovió la idea de parir (…). No me siento parte de ese continente femenino formado por compradoras compulsivas, fóbicas al ginecólogo, temerosas de los años, necesitadas de palabras de amor después del sexo. (…) Yo no sé qué es lo que hace mujer a una mujer, pero sé que esas cosas no te hacen más mujer: sólo te transforman en una persona desagradable (pp. 416-422).
En otras palabras, la idea de un yo en transición, que desanda su recorrido desde ámbitos y prácticas no convencionales, se prolonga en una ética de la escritura que encuentra su leitmotiv en el ejercicio de narrar a contrapelo de los dictados del sentido común. Y es que así como la línea recta de una vida predeterminada le resulta insoportable, el despliegue de una perspectiva lineal constituye, a su juicio, el sucedáneo de esa prisión: una mirada quieta, y por lo tanto muerta, como extensión de una vida trazada de antemano y limitada en sus decisiones.
Desde su óptica hay que mirar más allá, incluso de uno mismo -y hasta en contra de nuestras propias ideas-, para realmente ver; para encontrar las fisuras que se esconden detrás de la supuesta coherencia de lo legítimo. Por eso en sus crónicas Guerriero deviene en la muchacha punk: la chica oscura, misteriosa, indescifrable, que lee y escribe desde niña y que no se muestra pudorosa con los hombres. Una femme fatale que observa su tiempo histórico con descontento y bronca. La chica huidiza, ladina, oscura, difícil, taimada, al estilo de Juliette Lewis en Natural born killers, el filme que Oliver Stone estrenó en 1994. O quizás “una falla, una pequeña disrupción, algo que no se suponía que fuera a resultar así” (Guerriero, 2014, p. 28). Una escritora, en síntesis, que recurre a ese movimiento a contrapelo para apartarse de la función social reproductiva que impone el patriarcado, con su arquetipo de princesa bella y esposa obediente como única alternativa posible para las identidades femeninas.
4. CONCLUSIONES
Más allá de lo expuesto hasta aquí, la desconfianza en las capacidades representativas del lenguaje no sólo se expresa, en autores como Lemebel y Guerriero, a través de los recursos mencionados. Otra faceta que ha sido indagada por ciertos especialistas, y que aún ofrece terreno para explorar, es la condición híbrida de sus obras. De hecho, si bien sus escrituras suelen ser calificadas como testimonios o crónicas, lo importante en estudios de referencia como los de Bernabé (2010), Montes (2014) o Bonano (2020) es menos encontrar un concepto explicativo que describir el modo en que los propios autores intentan tomar distancia de cualquier estructura estable en el plano formal. Recordemos que así como Lemebel (citado en Echevarría, 2013) prefería el término crónica “por decir algo, por la urgencia de nombrar de alguna forma lo que uno hace” (p. 14), Guerriero califica sus producciones como ejercicios de periodismo narrativo, por lo que la amplitud del concepto es una metáfora de la ambigüedad a la que aspiran sus relatos. Una manera de definir y, al mismo tiempo, de no definir la esencia de textos contrarios a cualquier paradigma restrictivo a nivel estético e ideológico. Textos que constituyen, en definitiva, la extensión de la mirada de dos artistas “lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo (…) y lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos” (Guerriero, 2014, p. 30).
La hibridez, entonces, remite una vez más a la noción de realismo inseguro como eje constructivo de sus obras. Lemebel y Guerriero juegan con ella al superponer los recursos del ensayo, el testimonio, el periodismo, el cuento, la poesía y la novela con el fin de sustraer a la escritura del conformismo clasificatorio. Partidarios de una prosa inestable y una mirada incierta e insegura, la dimensión transdiscursiva introduce otra estrategia dirigida a hacer estallar las apreciaciones dogmáticas de los hechos sociales. Y vale la pena insistir en que esta poética de la ambigüedad, en sintonía con los estudios de Montes (2014), no representa una propiedad intrínseca ni del testimonio ni de la crónica, que han admitido y aún admiten criterios totalizantes y/o modalidades afines a las lógicas del mercado. Antes bien, lo que ambos autores ponen en escena es la vocación diaspórica que Ludmer (2009) define como un rasgo distintivo de ciertas tendencias literarias actuales. Es decir, de corrientes estéticas que ubican a la escritura en un entre-lugar que rompe, en este caso, con las categorías binarias que signaron al testimonio en los sesenta-setenta. Es el binarismo de axiomas como objetividad/subjetividad, realidad/ficción y periodismo/literatura lo que Lemebel y Guerriero ponen en crisis. Todo ello con el propósito de visibilizar el carácter construido, parcial e imaginario de todo discurso y de los conceptos que pretenden retratar lo real como lo opuesto de la ficción.
A esto hay que añadir un último fenómeno. Me refiero a que las estrategias mencionadas a lo largo del trabajo, además de remitir al paradigma hombre/mujer como otro binarismo que se vuelve frágil en sus obras, también tienen continuidad en distintas operaciones discursivas. En Lemebel las observamos, por ejemplo, en el juego de espejos que plantea su nombre. En rigor, se sabe que el autor chileno se llamaba en verdad Pedro Mardones, apellido que a principios de los años ochenta cambió por el de su madre, Violeta Lemebel, y que el seudónimo elegido es una identidad ficticia creada para abrir una fisura entre su personalidad real y su yo narrativo, al extremo de que ni siquiera cuando escribe en primera persona podemos saber quién es -o de quién es- esa voz que se manifiesta dentro del texto. Guerriero, por su parte, entreteje las preguntas imposibles de toda investigación, esas incógnitas que nunca logramos esclarecer, con su rechazo a racionalizar la praxis literaria. No es casual que en sus obras sean habituales las referencias a la escritura como una práctica que no es producto de un trabajo consciente o completamente premeditado. A su entender,
no hay nada más difícil que explicar una ignorancia (…) porque quizás el verdadero trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se lleva, como la sangre y los músculos, pero en lo que ya no se piensa. En algo cuyo funcionamiento, de verdad, ignoro (Guerriero, 2009, pp. 469-471; cursiva nuestra).
En síntesis, el análisis de las obras de Lemebel y Guerriero muestra que estos autores no proponen ni una escisión entre estética y política ni una toma de distancia con respecto a la concepción del ejercicio intelectual en tanto práctica capaz de intervenir en los conflictos sociales. Por el contrario, lo que se observa en sus textos es una nueva política de la escritura. Es decir, un enfoque que se expresa como continuidad del intenso período de reconfiguración de las estéticas testimoniales ocurrido tras la derrota de los proyectos revolucionarios. Así, en orden de apartarse de los discursos absolutistas y sus imaginarios de totalidad, tendientes a proscribir las expresiones que discuten su sistema de creencias taxativas, Lemebel y Guerriero reemplazan las formas del realismo dogmático y pedagógico por un estilo que problematiza la posible correspondencia entre los hechos y nuestras interpretaciones. Dicho de otro modo, la caja de herramientas estéticas que organiza sus obras, o bien, el compendio de recursos retóricos que hemos visto hasta aquí, apunta a gestar un pasaje hacia cosmovisiones no restrictivas ni excluyentes de entender a la política. De ahí que sus escrituras manifiestan una toma de posición que evalúa la disidencia, el pluralismo, la incertidumbre, la ambigüedad de los pareceres y el reconocimiento de la alteridad como condiciones necesarias para la confección de cualquier tipo de discurso que aspire a elevar una crítica contra el orden establecido.
En efecto, dicho cambio de paradigmas provoca un desplazamiento en la mirada de estos autores, que descreen en la existencia de exégesis definitivas sobre sus temas de interés y que, por lo tanto, reorientan sus inquietudes hacia la relatividad de la experiencia humana. O mejor, hacia la singularidad tal como esta es definida por las ciencias que estudian los agujeros negros: el punto en el que un objeto contradice las teorías que asignan un comportamiento previsible a la materia. Lemebel y Guerriero, desde esta perspectiva, son escritores que huyen del lenguaje omnicomprensivo de las certezas para mantenerse en estado de pregunta. Y no porque la realidad no admita ninguna clase de análisis o esfuerzo de interpretación, lo cual privaría a la escritura de su razón de ser, sino porque no hay nada en ella que se ajuste a un sentido transparente o sin fisuras. A punto tal que este rechazo a toda tentativa de homogeneización del pensamiento a su vez reafirma el papel del lector como sujeto activo dentro del campo letrado, en parte porque Lemebel y Guerriero dejan lugar para que también el lector haga sus aportes al proceso de construcción simbólica, en tanto protagonista cuya lectura crea un texto nuevo, desfasado del original (Sarlo, 2005). Y en parte, además, porque sus obras los colocan tanto a ellos como a su público en el rol de espectadores de un universo enrevesado y avasallante. Un universo que desafía la percepción y que ya no puede ser atrapado dentro de un punto de vista fijo y concluyente.
En consecuencia, el vínculo entre política y literatura ya no depende, para estos autores, de la adhesión a un marco rígido de ideas ni tampoco de la creencia en un modelo idealizado de sociedad en cuyo nombre -y en cuya concreción- se erige la obra como instrumento de lucha. Incluso puede afirmarse que es la propia noción del compromiso letrado la que se transforma en sus producciones, en la medida en que ambos autores dejan de concebir a la figura del escritor como una conciencia sólida, autosuficiente y capacitada para interpretar la verdadera esencia de los sucesos históricos. En sintonía con los análisis de Montes (2014) y Basile (2015), para Lemebel y Guerriero el vínculo entre política y literatura, en términos de compromiso contrahegemónico, no surge de la producción de explicaciones sobre un determinado orden de cosas, sino de la voluntad de visibilizar aquellos fenómenos que provocan extrañamiento. Esto es, aquellos fenómenos cuya complejidad opera como un resguardo contra la consolidación de lógicas maximalistas dentro del campo político-cultural. De modo que en coincidencia con una literatura cuyo eje es la ambigüedad significante, para Lemebel y Guerriero el escritor comprometido es aquel que da entrada a una crisis en el plano de la percepción. Una crisis que desgarra y resquebraja los sentidos dados no únicamente con el fin de refutar las perspectivas dominantes sobre ciertos hechos, sino también con el propósito de abrir espacio a un compendio de posibles interpretaciones que amplíen la trama de lo imaginable y que, al hacerlo, instituyan una ruptura con la ambición de reemplazar lo existente por otra figura totalizadora.