Introducción
Las antiguas culturas bañadas por el mar Mediterráneo, fueron elaborando desde el arte, la filosofía y el derecho, a lo largo de la antigüedad, el medioevo y la época moderna, conceptos para poder definirnos como seres vivientes, particularmente en torno a la noción de persona. Contemporáneamente, desde otros contextos geográficos, las ciencias sociales y humanas, como la antropología, han aportado a esta construcción histórica desde sus trabajos de campo, por ejemplo, con las culturas de los pueblos amazónicos y subsaharianos.
Cuando a este abordaje interdisciplinario del definir lo que somos, es decir, este peregrinar por distintos contextos históricos, sociales y culturales de nuestro planeta, lo hacemos dialogar con las ciencias de la salud, nos permite aprehender a los profesionales sanitarios el significado de estos conceptos existenciales esenciales y, así, poder contribuir a establecer cuidados en armonía con esta reflexión vital; como en Uruguay intenta promover en el campo de la salud mental, la Ley de Salud Mental N.º 19.529, aprobada por el Parlamento Nacional en 2017, la cual sigue siendo, todavía, más una aspiración teórica que un ejercicio práctico.
Esta reflexión pretende pintar un cuadro de la evolución histórica del concepto persona, sabiendo que las pinceladas que damos no cubrirán toda la gama cromática de diversos autores ni marcos teóricos existentes, pero que, no obstante, el mismo intenta contribuir al quehacer enfermero; pues, al ser conscientes de las transformaciones que debemos ir afrontando en la praxis de la Enfermería en Salud Mental, en el marco de un nuevo paradigma de atención, nos permite seguir centrando nuestra labor en los cuidados humanizados.
Desarrollo
Al comenzar a analizar la evolución del concepto persona,1 observamos que, etimológicamente, el mismo “nace en los orígenes de la civilización latina”2 y proviene del griego prósopon, haciendo referencia, como recordaba el antropólogo francés Marcel Mauss (1872-1950), a “máscara, máscara trágica, máscara ritual y máscara de antepasado”,2 siendo utilizada por los actores en el teatro clásico griego, de ahí el personaje.3
También puede provenir de persono, que significa hacer resonar la voz,3 pues “la explicación de los etimólogos latinos para los cuales persona viene de per/sonare (la máscara a través de la cual (per) resuena la voz (del actor))”2 y que pareciera “que la palabra no es de origen latino, sino de origen etrusco”,2 que a su vez la tomaron del griego, pues “la palabra πρόσωπου tenía el mismo sentido que persona, máscara, pero también expresa el personaje que cada uno es y que cada uno quiere ser, su carácter”.2
En occidente, a diferencia de oriente, los latinos fueron creando la noción de persona a partir de lo jurídico; así “para el derecho, dicen los juristas, solo existen: las personas, las res y las actiones, principio que todavía hoy rige la división de nuestros códigos. Este principio es resultado de una evolución especial del derecho romano”,2 donde “el derecho a la persona se ha creado ya, sólo queda excluido el esclavo. Servum non habetpersonam, carece de personalidad”.2
Este ser “carente” de personalidad y de derechos, nos figura la imagen histórica del adicto. La arcaica etimología latina “addictus”, nos habla de un individuo muy favorable o inclinado a, dedicado o entregado a y/o adjudicado legalmente a.3 Por lo que, este vocablo designaba en la antigua Roma, a un tipo muy concreto de esclavo, al que era en principio una persona libre y había sido adjudicada a otra mediante juicio o acto legal. Se llegaba a esta situación por deudas, así se podía ser esclavo temporal o permanente hasta saldar la deuda (literalmente “entregado a otro”, que debe enormes dineros o favores); y también como botín de guerra, donde quiere decir “adjudicado” o “heredado”; después de una guerra los romanos hacían una “subasta”, donde licitaban o regalaban esclavos a los soldados que mejor se habían desempeñado en combate; pero un tiempo después, “aunque los siervos no son todavía propietarios de su cuerpo, poseen ya un alma, el alma que les concede el cristianismo”.2
Otro aporte latino fue la costumbre “de los nombres, prenombres y apellidos, la que consiguió la misma finalidad. El ciudadano romano tenía derecho al nomen, al praenomen y al cognomen que su gens le atribuía”.2
Hace dos mil años, la filosofía estoica comenzó a reflexionar sobre que, “la conciencia de sí, se transforma en patrimonio de la persona moral”.2 El filósofo griego Epicteto (55-135), quien vivió parte de su vida siendo esclavo en Roma, “conserva todavía el sentido de las dos imágenes, sobre las que ha trabajado esa civilización, cuando escribe”,2 lo que el filósofo y emperador romano Marco Aurelio (121-180) citará: “esculpe tu máscara, plasma tu ‘personaje’, tu ‘tipo’, tu ‘carácter’, cuando le proporciona lo que luego ha sido nuestro examen de conciencia”.2
Luego, “son los cristianos quienes han hecho de la persona moral una entidad metafísica. Nuestra noción de persona humana es fundamentalmente una noción cristiana”,2 pues en esta perspectiva se va a ir dando “el paso de la noción de persona, hombre revestido de un estado, a la noción de hombre sin más, a la de persona humana”.2 Este concepto fue gestándose a partir de las disputas teológicas de los siglos IV y V, en torno a las controversias cristológicas, donde la filosofía cristiana para encontrar un lenguaje común entre las diferentes escuelas teológicas, tomando las anteriores referencias, del antiguo teatro griego y del derecho romano, se las aplica a la figura del λόγος, es decir la “palabra” o el “verbo”, que se “encarna” en la persona de Jesús de Nazaret (quien vivió en los comienzos del siglo I, en las regiones de Galilea y Judea, en la antigua Palestina). De esta manera irá surgiendo como la singularidad de cada individuo de la especie humana, haciendo referencia a un ser racional, que posee conciencia de sí mismo y que cuenta con su propia identidad.4
Agustín de Hipona (354-430), nacido en el África romana, quien fuera un obispo canonizado y llegó a ser considerado el último filósofo antiguo y el primer filósofo medieval, planteaba que un individuo podía ser considerado persona por su capacidad de autorreflexión, es decir que, siendo consciente de sus limitaciones y responsabilidades, debe analizar sus actos para que los mismos no lo delaten ni alejen del camino de la verdad y la felicidad.5
El filósofo romano Boecio (480-525), definía a la persona como: rationalis naturae individua substantia; traduciéndose del latín al castellano como: “sustancia individual de naturaleza racional”.6 Por lo que la persona se caracteriza por tres notas: la sustancialidad, la individualidad y la racionalidad.
De esta manera el término no es algo genérico ya que indica un “quién” y no un “qué”, ni designa una naturaleza común sino una incomunicabilidad; a partir de aquí, “sólo faltaba transformar esta sustancia racional individual en lo que es ahora, en una conciencia, en una categoría, y eso fue obra de un largo trabajo por parte de los filósofos”.2
A modo de ejemplo, de este prolongado camino de reflexión, Tomás de Aquino (1225-1274), filósofo y fraile dominico italiano canonizado, fue sentenciando: Persona significat id quodestperfectissimum in tota natura, scilicetsubsistens in rationali natura; traducido del latín al castellano como: “Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, es decir, lo que subsiste en la naturaleza racional”;6 planteando la incomunicabilidad en el modo de existir, distinguiendo entre el todo y la parte, entre persona y naturaleza; y así, en su pensamiento, ser persona es estar abierto a la trascendencia, a un más allá.
Más tarde, “la noción de persona tenía que sufrir otra transformación antes de convertirse en la que es desde hace más de siglo y medio, la categoría del yo”;2 lográndose con el filósofo francés René Descartes (1596-1650), quien en la cuarta parte de su Discurso del Método, nos dirá: “yo, que pensaba, debía ser necesariamente alguna cosa; y observando que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y tan segura”;7 por lo que, aplicando con rigor su método, sostuvo que Cogito, ergo sum, era la única certeza racional y sobre este principio comenzó a reconstruir el conocimiento. Así fue llegando a que no hay nada cierto, sino yo, y Ego sum res cogitans, es decir, “yo no soy más que una cosa que piensa”, de esta manera, el ser humano se queda solo con sus pensamientos, fundándose la filosofía en la persona como conciencia y razón,7 y así, este derrotero alrededor de la noción de persona hará surgir, siglos más tarde, a la Antropología Filosófica.
Por lo que, al decir de Mauss: “el recorrido es complejo, de una simple mascarada se pasa a la máscara, del personaje a la persona, al nombre, al individuo: de éste se pasa a la consideración del ser con un valor metafísico y moral, de una conciencia moral a un ser sagrado, y de éste a una forma fundamental del pensamiento y de la acción”.2
Por otra parte, el concepto de persona, en los pueblos indígenas sudamericanos, fue analizado por el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009), a partir de su trabajo de campo con los bororo, en el estado amazónico de Mato Grosso (Brasil), durante los años 1936-1938, donde nos refiere que, “había que estar pintado para ser hombre; el que permanecía al natural no se distinguía de los irracionales”;8 pues “las pinturas del rostro confieren en primer lugar al individuo su dignidad de ser humano; operan el paso de la naturaleza a la cultura… poseen una función sociológica”;8 como podemos apreciar en las imágenes captadas por Lévi-Strauss durante su investigación.(Figura 1)
Así con respecto a la finitud humana: “para los bororo no hay muerte natural: un hombre no es para ellos un individuo, sino una persona. Forma parte de un universo sociológico: la aldea que existe desde siempre, junto al universo físico, este mismo compuesto por otros seres animados (cuerpos celestes y fenómenos meteorológicos)”.8
Por lo tanto Lévi-Strauss, “planteaba la complementariedad de lo psíquico, lo cultural y las condiciones materiales: en este nuevo desarrollo, el etnólogo hace una alianza entre etnología y genética, encargadas de estudiar la complementariedad entre la evolución natural y la orgánica”.9 Siguiendo su planteo,10 al individuo lo podemos considerar una existencia biopsíquica única, es decir un ser distinto e indivisible desde lo biológico y lo social, la unidad de cuerpo y mente; y a la persona, una constelación de relaciones sociales.8
De otra parte, al yo, la pareja de antropólogos Jean Comaroff (escocesa) y John Comaroff (sudafricano),11 lo comprenden como una unidad subjetiva única, aunque en la práctica de la Salud Mental esta distinción tiende a hacerse borrosa.1
En lo referente a la noción de persona, en los pueblos africanos subsaharianos, estos antropólogos sudafricanos nos refieren que, “la noción de persona era una construcción intrínsecamente social… nadie existía o podía llegar a ser conocido si no era en relación con y en referencia a, o incluso como parte de un vasto grupo de otros significativos”.11
Otro aspecto es que, el primer principio contemporáneo de la noción de persona para los tsuanas, pueblos del sur de África, “no hace referencia a un estado de ser sino a un estado de devenir. Ningún ser viviente puede permanecer estático. La quietud significa la muerte social”;11 por lo que: “esto deja entrever que la noción fundacional del ser-como-devenir, del ser consciente como agente activo en el mundo, estaba tan internalizada que constituía un pacto tácito. A lo largo de la vida (en forma encarnada) y aún después de la muerte (como presencia narrada) la persona era un sujeto dotado de la capacidad de participar del acto de completarse y aumentarse a sí mismo”.11
Y nos aclaran que, “como nunca se cansa de advertir la antropología, la noción de persona, más allá de su formulación cultural, constituye siempre una creación social en igual medida que siempre responde a las exigencias de la historia”.11
A estos planteamientos sobre la persona, la antropóloga estadounidense Ruth Benedict (1887-1948), agregará la perspectiva cultural, diciendo que la misma, “no es un complejo trasmitido biológicamente”;12 sino que: “la historia de la vida del individuo es ante todo y sobre todo una acomodación a las normas y pautas tradicionalmente trasmitidas en su comunidad. Desde el momento del nacimiento, las costumbres en medio de las cuales ha nacido modelan su experiencia y su conducta. Desde el momento en que puede hablar, es la pequeña criatura de la cultura, y cuando ha crecido y se ha hecho capaz de participar en actividades de ella, sus hábitos son los de ella; sus creencias las de ella, y lo mismo ocurre con sus limitaciones. Todo niño nacido en su grupo participará con él de ellas, y ninguna de sus antípodas lo logrará jamás, ni siquiera en la milésima parte. No hay problema social cuya comprensión nos importa más que el papel de la costumbre. Hasta que entendamos sus leyes y variedades, permanecerán ininteligibles los principales hechos complejos de la vida humana”.12
Visualizando estos conceptos, la antropóloga estadounidense Margaret Mead (1901-1978), analiza que “nuestro objetivo es la humanidad como ésta debe haber sido, como ésta es, y como debe ser, si el hombre sobrevive”13 y nos invita a reflexionar sobre “la intensidad de un humanismo que no consideraba todavía a la ciencia como ajena a los más profundos valores del hombre”13 y así, vamos realizando “nuestras propias anotaciones sobe el papel a medida que escuchamos y aceptamos los hechos proporcionados por la historia”,13 en el vínculo con las personas, pues “este contacto con el material viviente es nuestra marca distintiva”.13
A lo que Lévi-Strauss dirá: “éste es precisamente el camino que sigue el etnógrafo cuando se instala en el terreno, porque (por escrupuloso y objetivo que quiera ser) nunca se encuentra ni consigo mismo ni con el otro al término de su encuesta”,14 dado que, “la antropología no se habría visto llevada a desempeñar el papel que es ahora el suyo: cuestionar al hombre mismo en cada uno de sus ejemplos particulares”,14 por lo tanto, “el etnógrafo, a la vez que admitiéndose humano, trata de conocer y juzgar al hombre”.8
Desde la existencia de la persona, andando por el diario vivir, el sociólogo canadiense Erving Goffman (1922-1982), nos plantea que el teatro, como veíamos al comienzo, es una metáfora de la vida cotidiana, por eso: “probablemente no sea un mero accidente histórico que el significado original de la persona sea máscara. Es más bien un reconocimiento del hecho de que, más o menos conscientemente, siempre y por doquier, cada uno de nosotros desempeña un rol… Es en estos roles donde nos conocemos mutuamente; es en estos roles donde nos conocemos a nosotros mismos”.15
En el interaccionismo simbólico, que se puede dar en la vida cotidiana, resulta evidente que: “en cierto sentido, y en la medida en que esta máscara representa el concepto que nos hemos formado de nosotros mismos (el rol de acuerdo con el cual nos esforzamos por vivir), esta máscara es nuestro ‘sí mismo’ más verdadero, el yo que quisiéramos ser”.15
Por lo que, “nuestra concepción del rol llega a ser una segunda naturaleza y parte integrante de nuestra personalidad. Venimos al mundo como individuos, logramos un carácter y llegamos a ser personas”.15
Llegamos así al momento que la persona atraviesa, también, distintas vicisitudes a lo largo del camino de la vida, particularmente cuando surjan problemas en torno a lo normal, lo patológico y su atención, como nos refería el médico y filósofo francés Georges Canguilhem (1904-1995).16
Así Benedict nos plantea que, “el ejemplo más espectacular de la definición cultural de la normalidad lo brindan aquellas culturas en las que una anormalidad de nuestra cultura constituye la piedra de toque de su estructura social”;17 dado que: “la normalidad, en su sentido más general, se define culturalmente. Es, primordialmente, un término para el segmento socialmente elaborado del comportamiento humano en cualquier cultura; en tanto la anormalidad es un término para el segmento que una civilización en particular no usa”.17
Nos recuerda también, la carrera moral del “paciente”,18 pues “el concepto de lo normal es, en realidad, una variante del concepto de ‘el bien’. Refiere a lo que la sociedad ha aprobado. Una acción moral es aquella que cae dentro de los límites del comportamiento esperado por una sociedad en particular”;17 luego: “la vasta mayoría de los individuos se forman con acuerdo a los usos y tradiciones de su cultura. En otras palabras, la mayor parte de los individuos son moldeables por la fuerza de la sociedad en la cual han nacido. En una sociedad que valoriza el trance, como en la India, los individuos han de tener experiencia supranormal”.17
Referente a las alteraciones de la Salud Mental, es paradójico observar que, “la cultura, de acuerdo con sus preocupaciones principales, incrementará e intensificará los síntomas histéricos, epilépticos y paranoides, al mismo tiempo que dependerá socialmente en un grado cada vez mayor de estos individuos”;17 por lo tanto, “en esta cuestión de los padecimientos mentales, debemos enfrentar el hecho de que incluso nuestra normalidad es un producto humano y es resultado de nuestras propias búsquedas”.17
Y, estos “trastornos mentales” en nuestro entorno, se terminan convirtiendo en una marca indeleble de la persona, en un estigma, pues al decir de Goffman: “mientras el extraño está presente ante nosotros puede demostrar ser dueño de un atributo que lo vuelve diferente de los demás (dentro de la categoría de personas a la que él tiene acceso) y lo convierte en alguien menos apetecible -en casos extremos, en una persona casi enteramente malvada, peligrosa o débil-. De ese modo, dejamos de verlo como una persona total y corriente para reducirlo a un ser inficionado y menospreciado”.19
El pasado siglo XX (y podríamos agregar lo que va del presente), desde la filosofía existencialista, fue catalogado como un tiempo de angustia. Por lo que el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976), nos dirá: “la angustia, como posibilidad del ser del ‘ser ahí’ y a una con el ‘ser ahí’ mismo abierto a ella, da la base fenoménica para apresar en forma explícita la totalidad original del ser del ‘ser ahí’. Este ser se desemboza como ‘cura’”.20
Y así, con respecto al “curar”, Heidegger en su obra Ser y Tiempo (1927), al hablarnos de (la) “cura”, nos contaba esta fábula que se le atribuye al célebre escritor hispano-latino Cayo Julio Higinio (64 a.C.-17 d.C.): “Una vez llegó Cura a un río y vio terrones de arcilla. Cavilando, cogió un trozo y empezó a modelarlo. Mientras piensa para sí qué había hecho, se acerca Júpiter. Cura le pide que infunda espíritu al modelado trozo de arcilla. Júpiter se lo concede con gusto. Pero al querer Cura poner su nombre a su obra, Júpiter se lo prohibió, diciendo que debía dársele el suyo. Mientras Cura y Júpiter litigaban sobre el nombre, se levantó la Tierra (Tellus) y pidió que se le pusiera su nombre, puesto que ella era quien había dado para la misma un trozo de su cuerpo. Los litigantes escogieron por juez a Saturno. Y Saturno les dio la siguiente sentencia evidentemente justa: “Tú, Júpiter, por haber puesto el espíritu, lo recibirás a su muerte; tú, Tierra, por haber ofrecido el cuerpo, recibirás el cuerpo. Pero por haber sido Cura quien primero dio forma a este ser, que mientras viva lo posea Cura. Y en cuanto al litigio sobre el nombre, que se llame “homo”, puesto que está hecho de humus (tierra)”.20
Esta fábula cobra una significación especial, por el hecho de ver en la “cura” y desde ahí el cuidar, aquello a lo que tendríamos que estar dedicados durante toda la vida, como profesionales de la Enfermería, al considerarla el arte de cuidar, como refería la enfermera francesa Marie Françoise Collière (1930-2005).21
El hombre, recibe su nombre (homo) del elemento del que está compuesto (humus). Así, como nos refiere la filósofa argentina Esther Díaz, lo original del relato: “lo dice la sentencia de Saturno: el tiempo, la temporalidad (nacimiento-muerte) y aquella forma de ser que domina su paso temporal por el mundo: el cuidado, en el que tiene origen y en el que está retenido y dominado mientras viva. Todo lo demás que el posee (entendimiento, voluntad, deseo, pasiones, etc.) provienen, como lo dice la fábula, del cuidado como expresión del ser del hombre. Y también proviene de él el cuidado de la salud como práctica de la vida, basada, en un principio, en los saberes domésticos (el saber-hacer, el saber-cómo) y, luego, en los saberes científicos (una de las formas del saber-qué). La práctica del cuidado es central en la vida de los hombres y atraviesa la historia, pudiendo distinguir en ella diversas etapas: doméstica, vocacional y profesional”.22
Y una cura efectiva, al decir de Lévi-Strauss, tiene que recordar que, “la integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social”;14 dado que: “la efectividad es la nodriza de los símbolos. La cura pone en relación estos polos opuestos, asegura el pasaje de uno a otro y manifiesta, en una experiencia total, la coherencia del universo psíquico, proyección a su vez del universo social”.14
Así al abordar a la persona y sus circunstancias, recordando la magistral frase del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”;23 podemos decir con Mauss que: “la antropología social, la sociología y la historia nos enseñan cómo “camina” el pensamiento humano, que consigue articularse lentamente a través del tiempo, de las sociedades, de sus contactos y cambios, siguiendo a veces los caminos en apariencia más azarosos. Trabajamos para demostrar cómo tenemos que ir tomando conciencia de nosotros mismos con objeto de perfeccionarla y articularla mejor”.2
Todo el preámbulo anterior, desde las distintas perspectivas históricas, jurídicas, filosóficas, sociológicas, antropológicas, etc., nos posibilita hoy, en nuestra coyuntura, acercarnos a la Ley de Salud Mental N.º 19.529 (2017). Allí al definirnos la Salud Mental, el artículo 2º nos dice que la misma es: “un estado de bienestar en el cual la persona es consciente de sus propias capacidades puede afrontar las tensiones normales de la vida, trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad. Dicho estado es el resultado de un proceso dinámico, determinado por componentes históricos, socioeconómicos, culturales, biológicos y psicológicos”.24
Por lo tanto, para que haya “un estado de bienestar”, es fundamental la implementación del concepto persona;1 de ahí que sea oportuno recordar que, dicho término, junto a los conceptos de cuidado (enfermería), salud y entorno,25 son los supuestos principales, es decir, los metaparadigmas,26 de todo modelo y teoría de Enfermería a partir de los aportes teóricos de la enfermera inglesa Florence Nightingale (1820-1910),26 que fueron constituyendo nuestro pensamiento enfermero.25
Así llegamos a establecer que la relación usuaria/o-enfermera/o es un encuentro interpersonal, es decir, un vínculo entre personas, en las circunstancias de una relación terapéutica y/o de prevención y promoción de la Salud.25,26 Pues, como bien nos plantea el artículo 1º de la Ley de Enfermería N.º 18.815 (aprobada por el Parlamento Nacional en 2011): “se declara que la enfermería es una disciplina científica, encaminada a fortalecer la capacidad reaccional del ser humano en su actividad de adaptación, desarrollada para mantener equilibrio con el medio, frente a alteraciones bio-psico-sociales; enfoca la atención a través de un proceso integral, humano, continuo, interpersonal, educativo y terapéutico en los diferentes niveles de atención: primaria, secundaria, terciaria y otros. A través de todas sus acciones la enfermería observa, garantiza y aboga por el respeto a la dignidad del ser humano, reconociendo el derecho de todo habitante a recibir servicios de enfermería de calidad y cantidad suficientes”.27
Conclusión
Volviendo al origen etimológico de máscara o personaje vemos que, para desempeñar ese papel, es necesario un otro que habilite al mismo, desde la observación y la escucha, posibilitando el encuentro.
Trasladando el escenario, del teatro al campo sanitario, implica que aquellos/as que nos desempeñamos en el área de la Enfermería en Salud Mental, podamos descubrir al otro no solo como un usuario sino también como una persona.1 Dado que, si partimos de la máscara individual del “paciente”, que desde un diagnóstico psiquiátrico podría convertirse en estigmatizante del mismo,19 recordando también que, en la antigua Roma, la etimología de adicto implicaba un “ser carente de personalidad”,2 nos llevaría a atender “individuos”, contraponiéndose con cuidar, que es establecer un vínculo terapéutico entre personas,10 es decir el relacionarnos desde un Tú-Yo.1
Así, fuimos recorriendo la evolución del concepto persona, a lo largo de la historia y en distintos contextos sociales y culturales, para llegar hoy a comprender su impacto en el marco de la ley que impulsa la concepción de un nuevo paradigma en la atención en Salud Mental.24
El aprehender este concepto y el intentar implementarlo en nuestra labor profesional, irá contribuyendo a seguir transitando este camino vocacional, relacional y asistencial, por el cual peregrinamos, buscando seguir generando una mayor humanización de los cuidados de Enfermería en Salud Mental.1,24,25,26,27