Introducción
A pesar de algunas opiniones que vaticinaban la pérdida de protagonismo de la costumbre en virtud del desarrollo del Derecho Internacional Público de fuente convencional, la evolución de este ha demostrado que la norma consuetudinaria mantiene plena vigencia. En efecto, grandes sectores continúan rigiéndose, total o parcialmente, por la costumbre: la responsabilidad internacional, la protección diplomática, la sucesión de Estados, la nacionalidad, entre otros.
Por ello, el estudio de la norma consuetudinaria y de cuando resulta obligatoria para los sujetos de Derecho Internacional mantiene absoluta actualidad.
A título introductorio, y sin perjuicio de no existir unanimidad al respecto, es posible sostener ―con apoyo de la doctrina y jurisprudencia mayoritaria― que la costumbre requiere para su configuración de la existencia de dos elementos: I) el elemento material, a partir de la existencia de prácticas y actos realizados por los Estados, en forma uniforme; II) el elemento psicológico (opinio juris sive necesitatis), referido a la convicción acerca de la obligatoriedad jurídica de la práctica.
Por su parte, el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia (en adelante denominada la “CIJ” o la “Corte”), en lo que a nosotros interesa dispone:
1. La Corte, cuya función es decidir conforme al derecho internacional las controversias que le sean sometidas, deberá aplicar: (…) b. la costumbre internacional como prueba de una práctica generalmente aceptada como derecho;
En base a este artículo, debe diferenciarse la práctica de la norma jurídica, en tanto, “la práctica es lo que ven los ojos, es la conducta que se da en el mundo de los hechos, o si se quiere, el sustrato de la norma que en ella se origina. La norma consuetudinaria es entonces la que surge de una práctica cuando esta es aceptada como derecho.” (Barboza, 2008).
La idea sobre la cual se construye el derecho consuetudinario es que debemos conducirnos de la manera en que los miembros de nuestro grupo se comportan habitualmente y desde hace un determinado período de tiempo (Kelsen, 1965).
A continuación, analizaremos si resulta indispensable contar con el consentimiento del Estado contra el cual se pretende hacer valer la norma consuetudinaria o si, por el contario, la misma ―cumplidas ciertas condiciones― deviene obligatoria para todos los Estados, sin importar su consentimiento.
Desarrollo
Las doctrinas del consentimiento
A grandes rasgos, podemos sostener que dentro de esta posición se encuentran aquellos autores que entienden que para que una norma consuetudinaria de Derecho Internacional Público le sea oponible a un Estado, es necesario que éste la haya aceptado como obligatoria (expresa o tácitamente) o haya contribuido o participado en la práctica que determinó su formación.
Existen diferencias dentro de estas concepciones, por lo que las que pasaremos a exponer en términos resumidos.
Por razones metodológicas, dividiremos a este grupo de autores en dos subgrupos: los consensualistas y los partidarios del acuerdo tácito. Corresponde dejar constancia que las denominaciones suponen un convencionalismo a efectos de brindarle mayor claridad al planteo; sin embargo, en doctrina se podrán encontrar tantas denominaciones como autores han escrito sobre el tema. A su vez, no debe confundirse nuestro planteo con el uso de la expresión “acuerdo tácito” en los denominados “autores voluntaristas”, que la utilizan como fundamento del Derecho Internacional.
Consensualistas
Los autores consensualistas, al decir de Arbuet-Vignali, “exigen una manifestación precisa y expresa del consentimiento de los Estados: aquella que se manifiesta cuando ese Estado ha contribuido con su práctica a configurar la regla consuetudinaria” (Arbuet-Vignali, 2012). No bastaría entonces el mero silencio o aquiescencia de un Estado para poder oponerle la norma consuetudinaria; es necesario acreditar que con sus actos y sus prácticas internacionales ha respaldado la construcción de la costumbre que se le quiere hacer cumplir; el Estado debe ser partícipe activo del elemento material determinante. Por ejemplo, si un Estado “A” argumenta la existencia del derecho de paso inocente en el mar territorial del Estado “B”, fundándose en la obligatoriedad de una norma consuetudinaria que consagra tal derecho (en el entendido de que entre ambos Estados no existe norma convencional que consagre el derecho de paso inocente y sin considerar si tal norma es o no de jus cogens), deberá acreditar que el Estado “B” realizó actos que contribuyeron a erigir a esa práctica como una regla consuetudinaria; por ejemplo, que “B” ha ejercido el derecho de paso inocente por el mar territorial de “A” o incluso de un tercer Estado “C”. En caso contrario, “B” no estaría obligado por dicha norma, pues no realizó actos que llevaran a consolidar la práctica que da origen a la costumbre.
Es esta, por ejemplo, la posición de Oppenheim, quien identifica a las fuentes del Derecho Internacional en: (I) los tratados (como manifestación del consentimiento expreso de los Estados) y (II) la costumbre adoptada por los Estados al someterse a ciertas reglas de comportamiento en su relacionamiento con los otros Estados (Jiménez de Aréchaga, 1979). Tanto Oppenheim como Jiménez de Aréchaga (al comentar la opinión de aquel autor), hablan de “consentimiento tácito”. Sin embargo, como explica Arbuet-Vignali en la actualización de la obra, hoy se utiliza para individualizar a estas posiciones como “consentimiento expreso expresado a través de los hechos”. En posición similar se encuentra Anzilotti, para quien la costumbre surgiría de la voluntad de los Estados de obligarse recíprocamente a tener un determinado comportamiento. Pero ese acuerdo se manifiesta en hechos del Estado en el campo de las relaciones internacionales, de los cuales se deduce la existencia del consentimiento (Anzilotti, 1955).
Acuerdo tácito
Estos autores, sin abandonar la exigencia del consentimiento del Estado contra el cual se invoca la regla consuetudinaria, establecen un requisito más laxo que los autores antes referidos. En esta postura, se entiende que la norma consuetudinaria podrá reputarse aceptada por un Estado cuando: a) el Estado contribuyó con su práctica al nacimiento o consolidación de la costumbre (“consentimiento expreso de hecho”), la cual, como vimos, es la única hipótesis de obligatoriedad para los consensualistas; b) cuando el Estado, estando en conocimiento de una determinada práctica por parte de otros Estados que puede cristalizar en una costumbre jurídica, expresamente se manifiesta a favor de la misma, aun cuando no realice actos positivos que configuren la práctica; c) cuando el Estado, estando en conocimiento de una determinada práctica por parte de otros Estados que puede cristalizar en una costumbre jurídica, guarda silencio respecto a la misma, no pronunciándose ni a favor ni en contra (“consentimiento tácito de hecho”).
Desde la doctrina soviética, Tunkin hacía referencia al acuerdo tácito para fundamentar la obligatoriedad de la norma consuetudinaria, en el entendido de que la misma surge de ese acuerdo y sólo se podrá aplicar a los Estados que forman parte de él, en tanto han aceptado en su relacionamiento la aplicación de la costumbre (Tunkin, 1961). Diez de Velasco parece adoptar una tesis dentro de esta línea, a pesar de no pronunciarse a texto expreso en este punto (Diez de Velasco, 1988). Jiménez de Aréchaga, si bien rechaza expresamente la idea del acuerdo tácito, lo hace en relación a lo que hemos denominado anteriormente como “consensualistas”. En efecto, como sostiene Arbuet-Vignali, la tesis del referido autor nacional ―analizada en su globalidad― parece estar más próxima a la de este grupo de autores, que a la de los negadores de la necesidad del consentimiento (Arbuet Vignali, 2012). En tal sentido, Jiménez de Aréchaga utilizó la expresión “consenso firme” de los Estados para referirse a la fuente del Derecho Internacional consuetudinario, a partir de un análisis de la jurisprudencia de la CIJ. Y más adelante, al analizar el punto de la modificación y derogación de las normas consuetudinarias, hace referencia al retiro del “asentimiento” de unos o varios Estados, todo lo cual respaldaría la interpretación de Arbuet-Vignali (Jiménez de Aréchaga, 1979). En relación a este vínculo entre norma consuetudinaria y consentimiento del Estado no podemos dejar de citar a la antecesora de la CIJ en el famoso “Caso del Lotus”, cuando afirmaba:
International law governs relations between independent States. The rules of law binding upon States therefore emanate from their own free will as expressed in conventions or by usages generally accepted as expressing principles of lawand established in order to regulate the relations between these co-existing independent communities or with a view to the achievement ofcommon aims. Restrictions upon the independence of States cannot therefore be presumed. (Corte Permanente de Justicia Internacional. Serie A. Nº 10. Caso del Lotus. Pág. 18. Destacado nuestro).
Entre autores más contemporáneos que adhieren a esta tesis podemos citar aByers (Byers, 1999),Andaluz(Andaluz, 2005) yBaker(Baker, 2010). TambiénSánchezquien categóricamente afirma que el “acuerdo de voluntades está en el origen de los dos procedimientos más importantes de creación de normas internacionales: los tratados y la costumbre internacional”. (Sánchez, 2010).
Las doctrinas que niegan la necesidad del consentimiento
Esta tesis puede resumirse de la siguiente forma: cuando una determinada práctica se realiza en forma uniforme y con la conciencia de su obligatoriedad jurídica por la generalidad de los Estados, la misma deviene obligatoria para todos los Estados que integran la comunidad internacional, independientemente de su consentimiento o de si participaron o no en la creación y consolidación de la práctica.Kelsen no comparte lo doctrina del consentimiento, criticando fundamentalmente lo que aquí hemos denominado “postura consensualista”. Entiende que de aceptarse esa postura, debería probarse que todos los Estados han participado con su conducta en la formación de la costumbre, lo cual no sucede en ninguna de las instancias en que el derecho internacional se aplica (Kelsen, 1965). Y pone como ejemplos dos ejemplos clásicos en la literatura que se ocupa del tema: el Estado mediterráneo que adquiere una salida al mar y el del nacimiento de un nuevo Estado.
Por su parte, Verdross, criticando lo que denomina la doctrina del “pacto tácito” sostiene que se ve refutada “por el hecho de que los Estados invocan con frecuencia reglas que ellos mismos, o el Estado del que exigen algo, no han practicado todavía. Tampoco los tribunales arbitrales, al verse ante normas del derecho consuetudinario, se han preguntado, por lo general, si las partes en litigio las habrían observado ya; lo que, en cambio, les interesaba era saber si la norma en cuestión se apoyaba en la conciencia jurídica general y fue aplicada por los Estados que hasta entonces estuvieron en situación de aplicarla. Aboga en favor de esta doctrina el citado artículo 38, apartado b), del Estatuto del TIJ, que a diferencia de lo que ocurre en el apartado a), que exige de las normas contractuales que hayan sido reconocidas expresamente por las partes, se limita, para las normas consuetudinarias, a que haya una práctica general fundada en la conciencia de su obligatoriedad (…). Por eso el DIP consuetudinario vincula también los Estados que al surgir no existían todavía” (Verdross, 1957).
Hasta ahí la opinión de Verdross puede considerarse en sí misma coherente, independientemente de compartirla o no. Ahora bien, esta argumentación parece perder fuerza cuando inmediatamente agrega: “…si el nacimiento de una norma consuetudinaria general no presupone que todos los Estados la hayan practicado, no puede nacer un derecho consuetudinario general en contra de la conciencia jurídica de un país civilizado.” (Verdross, 1957). En otras palabras, mientras por un lado descarta la necesidad del consentimiento estatal, por el otro lado afirma la imposibilidad de que nazca la norma consuetudinaria contra la conciencia jurídica de un Estado, dando entrada a la teoría del objetor persistente, y citando en su apoyo diversos fallos internacionales, entre los cuales se encuentra el de las Aguas Territoriales noruegas (Verdross, 1957). En este grupo, también se encuentra el argentino , quien sostiene “que el poder legislativo del derecho de gentes reside en la comunidad internacional, pero que se trata de un poder difuso, por cuanto dicha comunidad carece de órganos centrales que lo ejerciten. Entendemos que, sin embargo, ciertos órganos son tácitamente reconocidos por la comunidad entera como voceros: la Corte Internacional de Justicia(1) es uno de ellos, la Asamblea General de Naciones Unidas(2) es otro, acaso también la doctrina. Cuando la costumbre llega a esa etapa, los Estados que no participaron en su formación la deben aceptar obligatoriamente. Prueba de ello es lo sucedido con los Estados surgidos de la descolonización, que debieron aceptar la generalidad de las costumbres ya establecidas, aunque consiguieron la revisión de algunas de ellas invocando razones importantes. Esta aceptación no implica un consentimiento libremente otorgado; acaso aquí exista la convicción entre los nuevos obligados de que se está actuando de acuerdo con una norma de derecho obligatoria, a través del sentimiento de que se debe obedecer lo que acepta la generalidad de los Estados miembros de la comunidad internacional.(Barboza, 2008).
Nótese que este autor entonces refiere a cómo Estados que no participaron en la formación de la costumbre, luego resultan obligados por ella, contrariando así lo que sostenían los consensualistas.
Petersen es otro de los autores que acepta la posibilidad de que la norma consuetudinaria obligue al Estado, independientemente de que haya prestado o no su consentimiento. En especial, en áreas como la de los bienes comunes (common goods) o de los valores éticos (ethical values), en donde la oposición del Estado es, a su criterio, prácticamente intrascendente (Petersen, 2011).
Nuestra opinión
Consideramos que asiste razón a los autores que exigen el consentimiento del Estado para que una norma de origen consuetudinario le sea oponible, pero en su variante del “acuerdo tácito”, y no en la de los consensualistas. Respecto a éstos últimos, entendemos que su tesis lleva a la excesiva reducción del ámbito de aplicación del Derecho Internacional consuetudinario, en la medida en que habrá que probar en cada caso que el Estado ha participado en la costumbre que se le intenta imponer como obligatoria. Por otra parte, la práctica de la CIJ y de los tribunales arbitrales no se encamina en ese sentido. En este punto, compartimos las ideas de Kelsen y Verdross (transcriptas más arriba) al criticar a los consensualistas.
Por tanto, corresponde acotar el alcance que se le debe atribuir a la expresión “consentimiento”. No se requiere que el Estado participe activamente en la práctica que da lugar a la costumbre; basta que exista un consentimiento expreso (de hecho o de derecho) o tácito. Por ejemplo, una norma consuetudinaria en relación al Derecho del Espacio Exterior, puede surgir de la práctica de unos pocos Estados (los Estados Espacialistas) y contar con la aquiescencia del resto (silencio e inactividad), quienes ―si no se oponen― quedarán obligados por ella, aunque no exista por parte de estos Estados una práctica que contribuya efectivamente a construir la norma consuetudinaria.
Analizaremos a continuación los argumentos que consideramos respaldan nuestra postura a favor del “acuerdo tácito”. Corresponde advertir que el razonamiento que expondremos, en cuanto al consentimiento del Estado que resulta obligado por la norma consuetudinaria, no debe extenderse a las reglas de jus cogens (normas imperativas de Derecho Internacional general), que, como es sabido, por su propia naturaleza nunca admiten pacto en contrario y sólo pueden ser derogadas por normas posteriores de igual jerarquía.
a) Las características del DIP como sistema de coordinación
Los sistemas jurídicos pueden ser de coordinación o de subordinación. En los sistemas de coordinación, los sujetos no están subordinados a un poder supremo; por el contrario, se encuentran directamente involucrados en la creación de las normas, son sus destinatarios, vigilan su cumplimiento y participan del castigo a los apartamientos. El Derecho Internacional es un sistema de coordinación, en donde los Estados producen, aplican y ejecutan el Derecho Internacional. De esta forma, los Estados logran regular las relaciones que se traban entre ellos, pero sin renunciar al atributo de la soberanía.
Las doctrinas que niegan la necesidad de exigir el consentimiento del Estado no logran explicar satisfactoriamente cómo la costumbre les deviene obligatoria a los Estados sin que estos pierdan su calidad de soberanos y por ende, pongan en riesgo las bases sobre la que se construye el sistema. En tal sentido, no es posible compartir la tesis de Barboza, en cuanto a la existencia de un poder legislativo internacional que puede imponer su voluntad a todos los Estados, independientemente de su consentimiento o aquiescencia; los Estados son el poder legislativo internacional, y por lo tanto, todas las fuentes del Derecho Internacional reposarán en el consentimiento de aquellos, sin que la mayoría pueda imponerse a la minoría. Eso sucedería en un sistema jurídico de subordinación que se basara en principios democráticos, etapa en la cual el Derecho Internacional Público no se encuentra, y para algunos, nunca se podrá encontrar por sus propias características de sistema jurídico de coordinación. En un enfoque distinto, se ha planteado que “la aceptación de la regla de la mayoría en los órganos asamblearios de las organizaciones internacionales representa un avance en el proceso de progresiva centralización de las funciones normativas del derecho. Debe tenerse presente que el grado de centralización de una función normativa influye en la eficacia del derecho”. (Andaluz, 2005).
En el marco del actual Derecho Internacional Público, resulta evidente que los Estados no han renunciado al atributo de la soberanía en beneficio de nadie. Por eso, no podemos aceptar la tesis de los autores que no exigen el consentimiento, pues ella supone admitir que los Estados han aceptado la cesión parcial de su soberanía a la comunidad internacional de Estados, de forma tal que cuando una práctica fuera adoptada por la generalidad, ésta devendría obligatoria para todos, independientemente de su consentimiento.
La aceptación de la afirmación anterior supondría romper con el modelo de sistema de coordinación del Derecho Internacional Público. La existencia de ese legislador que puede imponer una determinada norma consuetudinaria a todos los Estados, en tanto la misma sea aceptada por “la generalidad” supone afirmar la existencia de una autoridad superior que manda a los sujetos Estados, algo incompatible con un sistema de coordinación (Arbuet-Vignali, 2012).
Consideramos que tal restricción a la soberanía no ha sido adoptada por los Estados, y por tanto debe ser rechazada (Arbuet-Vignali, 2012).
En esa línea, recordemos que uno de los principios fundantes de este sistema jurídico de coordinación es el de igualdad soberana de los Estados, recogido por el artículo 2 inciso 1 de la Carta de las Naciones Unidas en los siguientes términos: “La Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros. Aceptar la tesis que venimos criticando, supondría contrariar ese principio, en tanto hace primar a unos Estados por sobre otros en el proceso de elaboración de la norma internacional (Tunkin, 1961).
Es verdad que, en los hechos, los Estados no son iguales; el poder real se reparte entre los distintos Estados en proporciones bien desiguales, dependiendo de muchos factores de diversa naturaleza. Pero eso, que es una diferencia de facto, no debe confundirse con la igualdad de jure, que el Derecho Internacional reconoce y garantiza (Tunkin, 1961).
(I) el principio de igualdad soberana de los Estados, que sería el antecedente necesario del libre consentimiento;
(II) el principio de prohibición del uso y amenaza de la fuerza, que prohíbe acudir a esos medios como sustitutivos del consentimiento; y
(III) el principio de no injerencia en los asuntos internos de otros Estados, que garantizaría el ámbito de autonomía suficiente para que estos presten libremente su consentimiento (Blanc Altemir, 1992)
b) El “objector persistente”
Tradicionalmente se acepta que la “oposición expresa por parte de un Estado a una norma consuetudinaria en formación ―in fierí o in statu nascendi― significará, (…) que, dado el estado precario de su positivación como regla de derecho en el orden internacional, no es posible afirmar, respecto de dicho Estado recalcitrante, la existencia y menos la obligatoriedad de tal costumbre.” (Toledo Tapia, 1991).
Así, la protesta por parte del Estado que la realiza sirve para romper ―por lo menos, a su respecto― con el proceso de legitimización de la conducta que vienen desarrollando los otros Estados (Shaw, 2012).
Este fenómeno, que normalmente la doctrina denomina como “Estado recalcitrante” u “objetor persistente”, exige desde el punto de vista del Derecho Internacional que el Estado en cuestión exprese su oposición a la norma consuetudinaria de forma indubitable, sistemática y pública.
La propia aceptación de la figura del “objetor persistente” supone admitir que los Estados pueden, cumpliendo ciertos requisitos, sustraerse de la obligatoriedad de las normas consuetudinarias y evitar que le sean oponibles.
El repaso por la literatura jurídica internacionalista demuestra que, en general, todos los autores aceptan este instituto, a lo que se suma la jurisprudencia de la CIJ (como excepción en contra: Conforti, B. apud Barboza, J)(Barboza, 2008).
Ahora bien, esto es particularmente interesante en aquellos doctrinos que sostienen que no se requiere el consentimiento estatal para la formación de la regla consuetudinaria. Consideramos que, en tales casos, incurren en contradicciones lógicas insalvables, que vienen a refutar su propia teoría, pues ¿cómo se puede sostener que la norma consuetudinaria no exige el consentimiento estatal, y que se puede oponer a todos los Estados independientemente de si prestaron o no su consentimiento, y al mismo tiempo admitir la existencia del “objetor persistente”, al cual no se la aplica dicha norma? ¿Cómo es que ese Estado logra “escaparse” de la obligatoriedad de la norma consuetudinaria, si la misma ha sido aceptada por la generalidad de Estados, independientemente del consentimiento de los otros? En la posición que venimos defendiendo la respuesta es sencilla y coherente: ese Estado no ha prestado su consentimiento ni en forma expresa ni tácita, ni de jure ni de facto, sino que, por el contrario, ha manifestado en forma temprana y sistemática, su objeción a la regla consuetudinaria en cuestión. Esa oposición (en tanto cumpla con los requisitos que en general se exige) determinará que, a su respecto, la norma consuetudinaria no le sea aplicable. ¿Por qué? Porque no ha prestado para ello su consentimiento y así lo ha hecho saber a la Comunidad Internacional (Petersen, 2011). Petersen sostiene que sólo desde un enfoque de la norma consuetudinaria basada en el consentimiento, es posible defender la figura del objetor persistente. Cabe recordar que este autor rechaza la exigencia del consentimiento estatal para la obligatoriedad de la norma consuetudinaria; sin embargo, entiende que, de aceptarse la figura del objetor recalcitrante, sólo se puede hacer en base a dicha exigencia.
Como sostiene Andaluz, “la categoría del objetor persistente demuestra que la costumbre exige, como método de producción del derecho, que participen en ella tantos sujetos como son los destinatarios de sus normas, (1) actuando cada uno como órgano del derecho y sujeto del mismo, y (2) formulando la regla de que el Estado que no objeta en la formación de una norma consuetudinaria, le presta su asentimiento.” (Andaluz, 2005).
La norma consuetudinaria nacerá a la vida jurídica internacional, pero a ese Estado que se ha opuesto en debida forma, no le resultará aplicable. Esto ha llevado a sostener que existe en estos casos un doble sistema: el del Estado objetor (al que la norma no obliga) y el otro, configurado por la práctica constante y uniforme más la opinio juris, dentro de cual se ubicaría el resto de los Estados (Weil apudToledo Tapia, F. E.)(Toledo Tapia, 1990).
Cierto es que la existencia de objetores persistentes es excepcional, ya que dicha actitud puede llevar a la exclusión de ese Estado de un cierto sector de las relaciones internacionales o incluso al aislamiento (Arbuet-Vignali, 2012); pero en todo caso serán decisiones que deberá adoptar el Estado en ejercicio de su soberanía.
Como dice Weil, la admisión del objetor persistente “permite al que objeta mantenerse fuera de la norma, sin por ello constituir obstáculo a su creación. Sólo de esta manera puede ser mantenido el equilibrio entre las exigencias contradictorias de la evolución del derecho consuetudinario y del respeto a la soberanía de los Estados minoritarios.” (Toledo Tapia, 1990).
c) El principio de buena fe y no contradicción
El principio general de buena fe resulta pilar fundamental y estructurante de la obligatoriedad de la costumbre y su relación con el consentimiento estatal.
El Estado que guarda silencio, cuando debería hablar, acepta la costumbre; lo contrario sería admitir actitudes de mala fe por parte de los sujetos del Derecho Internacional y es sabido que todo sistema jurídico (sea de subordinación, sea de coordinación) reposa en el principio general de buena fe. También la necesidad de evitar las contradicciones con conductas propias previas juega un rol importante en las relaciones jurídicas.
En este punto, entendemos aplicable las afirmaciones de Pastor Ridruejo respecto del acto unilateral denominado aquiescencia ―y su estrecha relación con la buena fe―, que puede encontrarse vinculado a otros actos, entre ellos, los actos materiales que dan origen a la norma consuetudinaria:
“Al tratar de este interesante problema la doctrina parte comúnmente del principio qui tacet consentire videtur si loqui debuisset ac potuisset (“El que calla parece que consiente si pudiera y debiera hablar”). La aquiescencia o el silencio aparecen así como una especie de inacción calificada desde el punto de vista jurídico, de la que se derivan efectos en el plano del Derecho Internacional. Se entiende, en efecto, que el Estado que calla ante una reclamación o comportamiento de otro Estado normalmente merecedor de protesta o de otra forma de acción tendente a la preservación de los derechos impugnados, consiente la situación; y se presume por ende que ésta le es oponible.” (Pastor Ridruejo, 1994).
Las palabras del profesor español son trasladables al tema que venimos estudiando: el Estado tiene la carga de pronunciarse respecto de prácticas que puedan derivar en la formación de normas consuetudinarias; si no lo hace, crea en los otros Estados la legítima expectativa de que está prestando su aquiescencia con dicha práctica, y que por lo tanto, la estaría aceptando como norma de conducta jurídicamente obligatoria. Tal obligatoriedad se configurará siempre que, como enseña Pastor Ridruejo (a partir de la sentencia de las pesquerías noruegas) las prácticas que formaron la costumbre hayan sido (a) notorias, (b) toleradas por la comunidad internacional y (c) la abstención en protestar (aquiescencia) provenga del Estado particularmente interesado (Pastor Ridruejo, 1994). La falta de protesta estaría determinando la aceptación en cuanto a la legitimidad del comportamiento (Shaw, 2012). También la doctrina soviética destacó la importancia del silencio o falta de protesta, como forma de reconocimiento tácito de la obligatoriedad de una determinada práctica (Arbuet-Vignali, 2012).
Complementariamente, resulta interesante destacar que esta posición es adoptada por el Restatement (Third) of the Foreign Relations Law of the United States (1987), (sección 102, comentario d) (Baker, 2010).
d) El enfoque procesal
Algunos autores argumentan que la CIJ ―y, en general, los tribunales internacionales llamados a aplicar el Derecho Internacional― nunca exige la prueba del consentimiento del Estado contra el cual se pretende hacer valer una costumbre. Hasta ahí no tenemos discrepancias, pues de la lectura de los fallos de la Corte es posible extraer esa conclusión.
Sin embargo, existe una diferencia entre afirmar eso y afirmar ―a renglón seguido ― que eso demuestra que el consentimiento del Estado no es exigido. Creemos que se trata de un tema procesal estrechamente vinculado a la distribución de la carga de la prueba: el Estado que alega la existencia de una norma consuetudinaria, debe probar que la misma cumple con las características exigidas por el artículo 38 literal b del Estatuto de la CIJ, sin que sea necesario demostrar que su contraparte (v. gr. el Estado contra el cual se quiere hacer valer la costumbre.) la aceptó. Por su parte, el Estado que alega que una determinada norma consuetudinaria no lo alcanza, debe probar que, no prestó su consentimiento expreso de hecho ni tácito. ¿Y cómo prueba tal extremo? Demostrando que se constituyó en un objetor persistente. En tal sentido, se ha dicho que:
tratándose de costumbres generales, obligan a todos los Estados, hayan o no contribuido a su formación, mientras que no se establezca que éstos la han rechazado de modo expreso en su período de gestación. Así, por ejemplo, cuando en el caso Interhandel el Tribunal de La Haya aplica la regla del agotamiento de los recursos internos ―cuyo carácter consuetudinario reconoce expresamente― en las relaciones entre Estados Unidos y Suiza no se pregunta ni le interesa en absoluto si alguno de los dos Estados ha participado en su formación; se contenta con la inexistencia de alegación y prueba de que haya sido rechazada por alguno de ellos en el período de formación de la costumbre. (Pastor Ridruejo, 1994).
Sería una cuestión procesal: el Estado que alega una costumbre, debe probarla; pero no tiene la carga de probar que el Estado demandado efectivamente aceptó esa costumbre. Este último debe, en todo caso, acreditar que no sólo no prestó su consentimiento expreso o tácito, sino que expresamente se convirtió en objetor persistente y por lo tanto la regla le resulta inaplicable (Arbuet-Vignali, 2012)(Andaluz, 2005). Al decir de Jiménez de Aréchaga, “no hace falta probar el asentimiento específico del Estado demandado; lo que la Corte tiene que determinar es sí, como dice el artículo38 del Estatuto, cierta práctica es ‘generalmente aceptada como derecho’” (Jiménez de Aréchaga, 1979).
Cabe destacar que estas afirmaciones están hechas para la costumbre general. La doctrina en forma unánime entiende que cuando se alega la existencia de costumbres regionales o bilaterales debe probarse la existencia de la costumbre y el asentimiento del Estado contra el cual se intenta hacer valer (Jiménez de Aréchaga, 1979)(Pastor Ridruejo, 1994)(Barboza, 2008)(Shaw, 2012).
e) La situación de los Estados que alcanzan la independencia
Es frecuente que los autores que critican a las doctrinas que exigen el consentimiento del Estado como fundamento de la obligatoriedad de la norma consuetudinaria, coloquen como ejemplo a favor de su argumentación, el caso de los nuevos Estados que surgen a la vida independiente y que adoptan las normas internacionales qué han sido elaboradas con anterioridad y sin su participación.
Consideramos que el planteo no resulta correcto, y que el enfoque debe plantearse desde el punto de vista del instituto del reconocimiento de Estados. Siguiendo a Arbuet-Vignali podemos sostener que el reconocimiento de un nuevo Estado es un acto de naturaleza declarativa y no constitutiva, exigiéndose desde el punto de vista del Derecho Internacional que se den los siguientes elementos: territorio, población y organización política. Una vez que existen esos tres elementos, el Estado ya se constituyó como tal, sin necesidad de ningún reconocimiento (Arbuet-Vignali, 2012).
A partir de ese momento se abren para el nuevo Estados dos opciones (al menos desde un punto de vista teórico): mantenerse aislado y sin relacionarse con los otros Estados o bien iniciar tal relacionamiento.
Si opta por mantenerse aislado, ese Estado (dotado del atributo de la soberanía) no estará obligado por las normas de Derecho Internacional, en la medida en que no participa del sistema de coordinación y por lo tanto no ha dado su consentimiento para sujetarse a sus reglas.
Ahora bien, la realidad demuestra que un Estado que alcanza la vida independiente, lo primero que desea es entablar relaciones con sus pares, a efectos de que su calidad de Estado le sea reconocido por otros, reafirmándose el nuevo estado de cosas. Y ahí ingresa el Derecho Internacional Público exigiendo que, a los tres requisitos ya referidos, se sumen otros tres: que su organización política sea estable, que se comprometa a cumplir las normas jurídicas internacionales y que tenga capacidad para hacerlo (Arbuet-Vignali, 2012).
Es en esa segunda instancia entonces es donde encontraremos la base de la obligatoriedad para los Estados que surgen a la vida independiente del Derecho Internacional consuetudinario anterior: a efectos de obtener el reconocimiento de los otros Estados y entablar relaciones, consentirá las normas internacionales consuetudinarias que existían con anterioridad a su configuración como Estado independiente; podrá hacerlo en forma expresa o podrá hacerlo en forma tácita, simplemente entablando relaciones con otros Estados sin pronunciarse expresamente sobre las normas consuetudinarias; el nuevo Estados al entrar en relaciones con los otros sin hacer reservas, acepta la totalidad de las normas consuetudinarias internacionales (Shaw, 2012)
Incluso se ha sostenido que al proclamarse como Estado de jure, el ente que realiza tal autoproclamación implícitamente acepta las reglas consuetudinarias previas, en tanto está declarando su pertenencia al orden jurídico internacional (Sánchez, 2010)(Andaluz, 1996).
Lo anterior será sin perjuicio de la posibilidad ―especialmente en los Estados que surgen como resultado de un proceso de descolonización― de impugnar las normas consuetudinarias anteriores que resulten notoriamente contrarias a sus intereses (Pastor Ridruejo, 1994)(Mesa Garrido, 1979)(Baker, 2010).
f) El peligro de la tesis que no exige el consentimiento
Este peligro, advertido por Tunkin en la época de la Unión Soviética y del proceso descolonizador en Asia y África (Tunkin, 1961) pero que puede ser válida hoy para tantos otros Estados, consiste en que los Estados que ejercen el poder en el concierto internacional, terminen imponiendo mediante sus prácticas creadoras de normas consuetudinarias, su voluntad a los Estados menores. Es cierto que, conforme a la tesis del objetor persistente, estos Estados menos poderosos podrían resguardar sus intereses rechazando en forma sistemática la obligatoriedad de la costumbre que está naciendo. Ahora bien, conforme a las desigualdades fácticas y desequilibrios de poder entre los Estados, esto puede no ser tan sencillo como parece.
Conclusiones
D’amato afirma, que una teoría general que explique el surgimiento de la norma consuetudinaria internacional debe ser: (a) consistente en sí misma; (b) expresa en forma general, pero sin por ello ser vaga; (c) acorde con toda la evidencia que surja por inducción, siendo objetivamente demostrable; (d) simple; y (e) orientada hacia el litigio (D’amato, 1970).
Consideramos que la tesis aquí defendida, cumple con las características que describe el citado autor:
a) es coherente en sí misma, en tanto permite explicar los distintos casos en que la norma consuetudinaria obliga y cuando no;
b) explica la costumbre en términos generales, pero precisos;
c) es posible demostrarla con la práctica de los Estados y también de la jurisprudencia, al tiempo que encuadra en el artículo 38 literal b del Estatuto de la CIJ;
d) no es rebuscada, ni difícil de exponer o explicar;
e) tiene un enfoque procesal o litigioso claro.
Es cierto que la idea de “pacto” o “acuerdo” puede resultar excesiva o forzada en la argumentación; sin embargo, no por eso se apela a una ficción como algunos han criticado.
La posición que sustentamos exige el consentimiento, pero es flexible en cuanto a la forma en el cual el Estado lo otorga: puede ser mediante actos positivos (el elemento material de la costumbre) pero también mediante declaraciones (aceptando la costumbre, aun cuando no la haya efectivamente practicado) o simplemente guardando silencio y tolerando la práctica uniforme y sostenida en el tiempo de otros Estados. No hay allí ficción alguna; sería una constatación de una determinada forma de actuación del sujeto de Derecho Internacional por excelencia, creador y destinatario de la norma.
Consideramos que es este el alcance que en el grado actual de evolución del Derecho Internacional Público, tiene la fuente consuetudinaria.
Asimismo, permite lograr un adecuado equilibro entre soberanía estatal (sin caer en planteos soberanísticos exacerbados) y eficacia del Derecho Internacional Público y sus fuentes. Es por tanto, un enfoque que contempla las características del proceso de creación del derecho (law making process) de fuente consuetudinaria -que sin duda es más flexible que el de fuente convencional-sin menoscabar la soberanía de los Estados: la norma consuetudinaria nace cuando ha sido aceptada por la generalidad de los Estados, pero para que resulte obligatoria para un Estado en concreto, este debe haberla aceptado en forma expresa o tácita, es decir, integrar tal generalidad