Introducción
Art. 72. La enumeración de derechos, deberes y garantías hecha por la Constitución, no excluye los otros que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno.
Es inusual comenzar un análisis normativo encabezándolo con el mismo artículo objeto de examen. Por lo general, los distintos analistas realizan un rodeo, citando los antecedentes normativos, doctrinarios o jurisprudenciales -incluso, socio-culturales- para luego pasar al examen exegético de la norma, y es bastante común que no se la reproduzca, sino que se la da por conocida. Nosotros asumiremos la actitud inversa, comenzaremos por la reproducción literal de la regla, para luego proceder a desgranar las posibles interpretaciones y alcances de la misma.
La necesidad de colocarla en el acápite obedece al hecho de que, ante la aprobación por parte de nuestro país, de la Ley General de Derecho Internacional Privado (No. 19.920 de noviembre de 2020 que comenzó a regir el 16 de marzo de 2021), nuestra disciplina ha colocado en el art. 5 referido a la excepción de orden público internacional, como parte integral, consustancial, de nuestra individualidad jurídica, a “los derechos fundamentales consagrados en la Constitución de la República y en las Convenciones internacionales de las que la República sea Parte”.
Ello nos obliga a realizar una tarea absolutamente inédita en nuestra rama jurídica, a los efectos de analizar el contenido y el alcance, precisamente, del art. 72 de la Constitución de nuestra República sobre los casos de Derecho internacional privado. De todos modos, cabe precisar, que el referido artículo no funciona en solitario, sino que se apoya en otros tres artículos que lo expanden y lo explicitan y se interpenetran mutuamente. Ellos son, los artículos 7, 82 y 332, conformando, en realidad, un cuadrilátero normativo que deberá tener en cuenta el internacional privatista a la hora de resolver los casos transfronterizos o multinacionales. Por tanto, nos parece ineludible proceder también, a su reproducción literal, como sigue:
Art. 82. La nación adopta para su gobierno, la forma democrática republicana. Su soberanía será ejercida directamente por el cuerpo electoral, en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente, por los Poderes representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma.
Art. 332. Los preceptos de la presente Constitución que reconocen derechos a los individuos, así como los que atribuyen facultades e imponen deberes a las autoridades públicas, no dejarán de aplicarse por falta de reglamentación respectiva, sino que ésta será suplida, recurriendo a los fundamentos de las leyes análogas, a los principios generales de Derecho y a las doctrinas generalmente admitidas.
Art. 7. Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad. Nadie puede ser privado de estos derechos, sino conforme a las leyes que se establecen por razones de interés general.
Realizada esta tarea para beneficio del lector y como una contribución a la fidelidad heurística de los desarrollos analíticos a los que seguidamente procederemos, debemos afirmar que nuestra Constitución tiene una naturaleza iusnaturalista, naturaleza que, como dijimos en otra obra(1), “no fue percibida de inmediato por la doctrina uruguaya, normas que permanecieron sin comentarios profundos durante 120 años, hasta mediados del s. XX. El comienzo de este examen le perteneció a un autor argentino: Arturo Enrique Sampay”, exiliado político en Uruguay. A mediados de los años 50, la doctrina uruguaya comenzó a analizar en profundidad el tema, siendo Alberto Ramón Real el primero en afirmar la influencia del ius naturalismo en nuestra Constitución, en la obra titulada: “Los principios generales de Derecho de la Constitución uruguaya. Vigencia de la estimativa iusnaturalista”, publicada en Montevideo en el año 1961.
El art. 7 parece ser definitorio al respecto. Como sabemos el iusnaturalismo considera que el individuo tiene una naturaleza intrínseca de dignidad, que aparece desde el momento en que es, en que existe como tal; y, que el conjunto normativo de nuestro país lo que hace es re-conocer esos derechos innatos, inherentes a la persona humana(2). La Constitución, por tanto, puede proceder a su explicitación, como lo hace en el artículo referido, pero no necesariamente serían los únicos a re-conocer, puesto que el art. 72 aclara que “la enumeración de derechos, deberes y garantías hecha por la Constitución, no excluye los otros que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno” (3). Por lo que cabe deducir que, hay derechos humanos expresados y regulados; hay derechos humanos expresados y no regulados; y hay, asimismo, derechos humanos inexpresados, que posteriormente (y eventualmente) pueden llegar a ser expresados, cuando las circunstancias históricas y culturales de la sociedad uruguaya así lo requieran(4). Pero, no cabe duda, que todos los derechos inherentes a la persona humana son entendidos como anteriores a la misma Constitución y que, como dijimos -y reiteramos- solo cabe la tarea de explicitarlos o, si se quiere, de re-conocerlos, de volverlos a conocer(5).
Lo desarrollado hasta aquí no ha merecido objeciones en la doctrina uruguaya sobre lo cual puede decirse que existe un amplio consenso al día de hoy. No obstante, una cierta inquietud la provoca el art. 72, pues no solo habla de “derechos inherentes a la personalidad humana”, sino que agrega, aquellos que “se derivan de la forma republicana de gobierno”, y ha sido considerada por algunos como una contradicción en los términos, en cuanto por un lado (la primera parte del sintagma), refrendaría una concepción liberal de la Carta Magna, pero por el otro (la segunda parte del mismo), se afilia claramente a una concepción republicana. Y no solo eso, sino que el art. 82 afirma, despejando cualquier clase de duda, que “la nación adopta para su gobierno, la forma democrático republicana”.
Decíamos en otro momento(6), que “Oscar Sarlo ha puesto de manifiesto que existe una contradicción en el mismo art. 72, al consagrar dos corrientes filosófica diferentes y eventualmente contradictorias, (…) ambas referencias constitucionales remiten a cosmovisiones, no solo distinguibles histórica y filosóficamente, sino francamente contradictorias, en la concepción del individuo, su relación con la sociedad y el Estado y, en particular, en cuanto a la fuente y alcance de los derechos subjetivos (donde se) tiene una versión diametralmente opuesta acerca de los deberes de los individuos para con la sociedad y el Estado”. Y nosotros agregábamos, a dicho momento, que “debemos reconocer que esa contradicción al art. 72 es cierta y que, en realidad, las dos corrientes de pensamiento coexistieron en la sociedad uruguaya, sin llegar a prevalecer una sobre la otra, hubo una mutua presencia que se incorporó al texto constitucional de 1918” (7).
Esta breve reseña fue consignada antes de la entrada en vigor de la Ley General, por lo que, el momento actual nos exige un comentario más profundo y extenso que el ya realizado, a los efectos de calibrar adecuadamente, el contenido y el alcance de lo preceptuado en el art. 72. Para ello, y dado que se trata de un campo absolutamente virgen para el internacional privatista, nos sentimos obligados a describir con cierta hondura la corriente liberal y la republicana, para luego adoptar una postura funcional a los intereses del Derecho internacional privado. El recorrido será de gran utilidad para el operador jurídico en los temas internacional privatistas. Asimismo, cabe consignar que, la segunda parte del sintagma que hemos citado y reproducido varias veces en los párrafos precedentes no tiene desarrollos profundos en la doctrina jurídica, por lo que poco podrá ayudarnos en la tarea de desbrozar el camino, ante lo cual debemos acudir (lo que parece hasta cierto punto lógico) a nociones filosóficas en primer lugar, para luego explayarnos sobre el campo político donde, ciertamente, los desarrollos sobre el tema son profusos y muy esclarecedores, dado que la mencionada frase “o se derivan de la forma republicana de gobierno” es netamente política.
I) La visión desde la Filosofía del Derecho
A) El liberalismo. El individuo ensimismado. El liberalismo es una filosofía relacionada con la defensa de la dignidad y de los derechos inherentes a los individuos, entendido como ejemplos de una humanidad universal. El liberalismo concibe a la libertad como la inhibición por parte de cualquier persona o institución de interferir, obstaculizar, impedir, sobre las opciones individuales de las otras personas o instituciones; de ahí que se hable de un modo abreviado, de libertad como “no interferencia”. (se trata de un derecho negativo, de no interferir). Y como señala Alonso, “el comercio y sus reglas de confrontación de intereses, es el entorno y la atmósfera en las que se basan sus premisas más importantes”; siguiendo al autor, diremos que el rol del Estado es minimalista, en cuanto deberá construirse para sus funciones básicas: seguridad interior y defensa exterior y la creación de leyes, que se resume en el epíteto del Estado como “juez y gendarme”. “Cualquier otra función que se pretenda, trasvasaría sus fundamentos y pondría en riesgo la libertad o los derechos de alguna persona”. Se trata de una concepción individualista, atomista, de la persona.
En cuanto a la política, ésta no se desarrolla entre los ciudadanos, sino que es trasladada a sus representantes, personal especializado que obra por ellos, elegidos mediante el voto, siendo éste casi la única función política del ciudadano, puesto que en los períodos interelectorales no hay una participación activa del mismo, ni su tarea principal sería la de intervenir en la deliberación de los problemas de la cosa pública. “no elimina en sí misma, ni la combate, la desigualdad y la injusticia social, siendo característica de esta ideología, su neutralidad valorativa” (8). Ello conduce a adjudicarle una cierta irrelevancia al concepto de ciudadanía(9).
B) El republicanismo. El individuo comprometido. El republicanismo cambia el enfoque de la libertad. En lugar de entenderse en su concepción negativa como “no interferencia”, se la mira como una condición “de no dominación, ya que no basta con no interferir en la libertad de los demás, sino que aún dentro de ese esquema puede existir una situación de dominación”. Se da el ejemplo del esclavo, en cuanto si bien puede tener un cierto poder de discreción en su tarea, sabe que no tendrá la libertad necesaria para efectuar las decisiones mejores, porque su dueño podrá corregirlas, lo cual provoca una falta de libertad en el esclavo. Llevándolo a la práctica y tomando en consideración que los tomadores de decisiones políticas públicas gozan de un poder de acción mayor que el resto de los ciudadanos, lo cual puede generar excesos, se vuelve necesario la creación de un conjunto de contrapesos que eviten que el ciudadano sea un individuo dominado(10).
Ante el “individuo liberal”, el republicanismo intenta la presencia en la fragua política del “ciudadano republicano”, en tanto no basta con reconocerle la libertad individual a las personas, sino que éstas deben asumir un rol protagónico en la administración de la cosa pública. Por tanto, debe propiciarse a “los ciudadanos, sujetos actuando en un espacio público entre y con otros”, por cuanto el ejercicio ciudadano provoca un estado de bienestar personal o de sensación de felicidad, al verse reconocido por otros y en los otros, en su vida pública (a través de la palabra y de la acción)” y Alonso concluye que, para esta corriente ideológica, “lo público es el espacio fundamental para el desarrollo de la felicidad individual”, en cuanto la participación como ciudadanos elimina o disminuye en grado sumo, posibilidades de dominación (estamos ante un enfoque de libertades positivas: ‘libertad para’). Por ello es tan importante el afianzamiento de la democracia, en cuanto sería el vehículo para esa deliberación que tanto se apetece. No obstante, según la concepción dominante en nuestro país, no bastaría la democracia, sino un democracia de partidos políticos, con partidos fuertes y movilizadores de los ciudadanos(11). Ahora bien, como destaca Alonso, la libertad de opciones que tiene cada ciudadano, solo sobrevendrá si son mis iguales, puesto que es la única solución para evitar relaciones de dominio. “La equidad y la justicia social, son elementos esenciales en una sociedad republicana”, armándose con tal fin, un entramado donde se asegure el imperio de la ley (Estado de Derecho), la dispersión del poder y, que las simples mayorías no tengan libertad para hacerlo todo, sino que debe respetarse un consenso en ciertas áreas(12). (lo que Garzón Valdés hablaba del “coto vedado”, o Bobbio de “la frontera de lo inviolable”, o Ferrajoli de “la esfera de lo indecidible”) (13).
Realizando un resumen de ambas posturas ideológicas, puede decirse que: “el liberalismo caracteriza a la libertad como no interferencia; un ambiente de desarrollo (puramente) privado; una democracia electoral/representativa; la igualdad surge de la mano invisible; un Estado pequeño; y la ley como garantía del derecho individual. El republicanismo presenta las siguientes características: la libertad como no-dominación; el ámbito de desarrollo es (fundamentalmente) público; la democracia es participativa/deliberativa; la igualdad es de oportunidades; el Estado es grande; y la ley es una garantía de una deliberación(14) (previa y extensa) a todo el cuerpo político(15). En cuanto a los derechos sociales, son poco mencionados por el liberalismo, ya que aduce que “estos derechos siempre fueron resistidos, con el argumento de que son incompatibles con las existencias de la libertad negativa” (de no interferencia) y considera que el Estado de Bienestar ha promovido la pasividad entre los pobres, no ha mejorado las oportunidades y ha creado una cultura de tendencia, como clientes inactivos de la tutela burocrática. Por ende, piensa que los individuos deben ser capaces de mantenerse a sí mismos(16).
II) La postura de Uruguay desde la faz política
Ante la caída de la monarquía de los Borbones como consecuencia de la invasión napoleónica, las posesiones españolas en América experimentaron, primero, la necesidad de autogobernarse en ausencia del Rey, para luego deslizarse desde tal experimento, lisa y llanamente, hacia la independencia política. Cada región pasó por su propia peripecia y la de Uruguay tuvo características propias que lo diferenciaron del resto del continente. Durante mucho tiempo, los habitantes de lo que se consideraba la Banda Oriental del río Uruguay, se dividían entre quienes deseaban mantenerse fieles a la Corona, y aquellos que aspiraban a constituir una entidad política regional propia, a la que denominaban las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esta última fue la que prevaleció en forma definitiva, pero igualmente estaba plena de inconvenientes políticos que, a grandes rasgos, se presentaban ante la elección del unitarismo y la federación. Esta última solución era a la que aspiraba la entonces Banda Oriental, pero chocaba contra los intereses hegemónicos de los porteños, que tenían tal fuerza, al punto que Buenos Aires recién se adhirió a la Constitución argentina en el año 1855. Entre tanto, la entonces Provincia Oriental, se desilusionó de todo ese proceso de tire y afloje, y favoreció lentamente un proceso independentista. En el año 1825 se declara la independencia, pero de las monarquías existentes(17), con la aspiración de reunirse más adelante a las Provincias argentinas(18), algo que finalmente no se concretó, y nuestro país siguió un camino de autonomía aprobando su Constitución en el año 1830, y volcando todos sus esfuerzos en construir un Estado y una Nación; un doble parto del cual salió ampliamente airoso.
Se ha dicho que el sistema político de Uruguay posee algunas particularidades que produjeron muy tempranamente altos índices de calidad de vida y un fuerte desarrollo de sus convicciones democráticas, en el sentido moderno del término; y su rasgo identitario, es señalado por muchos, en la fuerza y legitimidad de los partidos políticos en la vida ciudadana. Este modo de organización política se fue manifestando en forma algo proteica, por supuesto, unos años antes de la independencia de nuestro país, por lo que no cabe duda alguna, que los partidos políticos uruguayos son los más antiguos de América Latina(19).
A) El batllismo y la profunda impronta sobre el cuerpo político. Se halla fuera de toda discusión que las tres primeras décadas del 900 las ideas de José Batlle y Ordóñez crearon un enfoque político que ha calado hondo en la sociedad uruguaya y que ciertos rasgos permanecen aún fuertes al día de hoy: la consagración de derechos civiles y sociales dirigidos fundamentalmente a la integración ciudadana, ampliando la Constitución de 1830 censitaria en un pacto político que favoreciera la integración de sectores marginados (inmigrantes, trabajadores, etc.).
El Poder Ejecutivo estuvo en la mira de los debates, con la finalidad de que su poder estuviera limitado y se evitaran sus excesos. Chasquetti menciona tres modalidades de su composición que nuestro país experimentó a lo largo de varias reformas constitucionales: el Poder Ejecutivo bicéfalo (con el Presidente y el Consejo Nacional de Administración); el colegiado (donde el Poder Ejecutivo dejó de ser unipersonal para transformarse en un cuerpo colectivo con representación de los dos más importantes partidos); y el modelo dúplex (el Poder Ejecutivo integrado por el Presidente de la República, actuando con un Consejo de Ministros) (20).
Parece importante mencionar, dada la postura reproducida al comienzo de este artículo, que en el ideario batllista se formuló una versión heterodoxa del republicanismo, dado que alternaba con componentes liberales, en tanto el ideal no era crear un sistema representativo puro, sino que funcionara efectivamente el autogobierno ciudadano. Por tanto, se trató de un sistema político atípico, ya que, por un lado, la idea fue evitar la creación de superpoderes (fundamentalmente concentrados en el Poder Ejecutivo), reconociendo la representación política proporcional en todos los Poderes del Estado, legitimando lo que se ha dado en llamar una poliarquía; y por el otro, el ejercicio del voto secreto y una movilización política permanente de la sociedad, fomentando en el individuo su conciencia y virtud cívicas, además de rasgos de democracia directa (“en los casos de elección, iniciativa y referéndum”, art. 82 de la Constitución) (21).
La República requiere de virtud cívica -se repite sin cesar- la que exige un compromiso con la idea del bien común, de preocupación por lo público, consiste en “desarrollar un deber moral que no puede imponerse mediante leyes (tradicional) o entendida como deberes negativos, sino que necesita ser interiorizada de modo tal, que se convierta en un deber cívico, necesario para la defensa de la libertad. (…) Un republicanismo perfeccionista (el de lo neo-aristotélicos) ahonda en la libertad como una cualidad moral, para la persecución del bien común. Un republicanismo instrumental, abogará por la virtud, como instrumento para preservar la libertad personal. (…) El bien común solo puede establecerse mediante un procedimiento de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, en un acto de deliberación política que acaba por adaptarlo a la realidad concreta en la que se ha producido. (…) La democracia republicana no solo es una forma de organización institucional, sino un modo de vida en el que deben concurrir, tanto las libertades individuales, como las virtudes cívicas” (22). Para los republicanos, el paradigma no es el mercado, sino el diálogo o la deliberación, por lo que la disputa de opiniones que se efectúa en la escena política tiene fuerza legitimadora y no es solo una justificación para acceder a posiciones de poder(23).
De ahí, que se percibió que ese estado de deliberación y debate permanente solo podía mantenerse a través de la creación de partidos políticos fuertes (con sus clubes seccionales), que serían los encargados, precisamente, de proceder a esa movilización duradera y más allá de las instancias electorales(24). La autonomía de los individuos dependerá fuertemente, del pleno ejercicio de las libertades políticas en el marco de una comunidad autogobernada(25). Por ello, puede decirse, que la Constitución nacional se inclinó decididamente hacia un modelo republicano y no hacia el liberal. La existencia de partidos movilizadores de la conciencia de los ciudadanos en el debate de la cosa pública, impediría que los ciudadanos se refugiaran en su vida privada. Los partidos políticos actuando bajo un esquema democrático, donde la no discriminación, el trato igualitario, las relaciones de no dominio, consolidarían una democracia republicana. De este modo, el comercio, considerado la parte virtuosa del entramado social, resultó opacado por la actividad ciudadana. Decía Backenköler, que “el único modo de que una sociedad permanezca libre, es que ésta esté compuesta por individuos políticamente activos y comprometidos con su comunidad. Por tanto, un individuo es libre para buscar sus propios fines siempre y cuando no dependa de la voluntad arbitraria de otros. Y un Estado libre, será aquél, independiente de cualquier servidumbre externa y que sea capaz de gobernarse a sí mismo, según su propia voluntad” (26). La ciudadanía consiste en asegurar que cada cual sea tratado como miembro pleno de una comunidad de iguales.
B) Al día de hoy. Al haber realizado esta retrospectiva histórica se presenta como algo evidente, que en Uruguay hubo “un momento republicano” (como un momento restallante) que matrizó la política, los partidos, la virtud cívica y la democracia. Sin embargo, y a pesar del empeño sincero de generar una deliberación pública de la ciudadanía en todos aquellos asuntos que le conciernen, al día de hoy la realidad nos enfrenta a un panorama no tan alentador en cuanto a que es imposible mantener ese estado de deliberación continua. El impulso, en definitiva, tuvo su freno, como bien lo documenta Carlos Real de Azúa(27).
Con la aparición de la sociedad de consumo, el ambiente hedonista que se percibe en todos lados, la cultura de la autoperfección (generalmente física), la desconfianza cada vez más profunda hacia la política y los políticos, el debilitamiento de la democracia como lugar de entendimiento entre los ciudadanos, todo ello y mucho más, parece indicar que estamos ante una ola liberal que podría barrer, las principales virtudes del republicanismo. El impulso de construcción de ciudadanía y de virtudes cívicas, resultan cada vez más opacadas por diversos factores.
Teniendo en cuenta todo ello, Kymickla y Waine consideran que la participación activa en la vida política, “se encuentra en conflicto con la mayor parte de lo que la gente entiende actualmente, tanto la ciudadanía, como la vida buena. La mayor parte de la gente no encuentra su principal fuente de felicidad en la vida política, sino en la vida familiar, el trabajo, la religión o el ocio. La participación política es vista como una actividad ocasional, y por lo general gravosa, aunque necesaria para que el gobierno proteja la libertad que permite a los individuos proseguir sus actividades y cultivar sus vínculos personales(28).
III) ¿Realmente existe una contradicción en los términos en el art. 72 de la Constitución?
Todos los historiadores son contestes en afirmar que las fronteras entre liberalismo y republicanismo, solo se da sobre el plano filosófico, con la intención de destacar, adecuada y claramente, las propiedades de una y otra concepción. Y, por lo menos en Uruguay, no todos son tan exclusivamente liberales, o puramente republicanos. Backenköler afirma que “a pesar de las críticas y diferencias entre las tradiciones del liberalismo y el republicanismo, algunos autores han señalado también, notables puntos de encuentro, llegando incluso a afirmar, que el republicanismo representa, en realidad, un momento en la historia del liberalismo, y no lo entienden como una tradición que trata de competir con él; o, incluso, que los límites de ambas tradiciones han llegado a confundirse en un liberalismo republicano o en un republicanismo liberal. No obstante, incluso con esta (sorprendente) coincidencia, existen dos grandes áreas de debate, en las que ambas tradiciones entran en conflicto: el concepto teórico de libertad y la configuración institucional de la sociedad democrática” (29), dos puntos de disenso, para nada menores(30).
Para Cruz Prados no existe problema alguno en que el pensamiento de un mismo autor contenga rasgos de liberalismo y de republicanismo, lo que importa, en suma, es que esos rasgos sean coherentes, sean congruentes, y faciliten o aumenten, la potencialidad de la propuesta política. Estamos de acuerdo con esta afirmación y ello nos conduce a concluir que el art. 72 de la Constitución puede entenderse con un sintagma perfectamente coherente. Porque, como dice el autor mencionado, “los elementos hacia los que bascula el liberalismo (como el valor de la autonomía y los derechos individuales) son perfectamente compatibles con los elementos hacia los que gravita el republicanismo (con la virtud cívica y la responsabilidad sobre lo público), (…) afirmar el valor de la autonomía personal no está reñido con el culto a la virtud cívica y, de hecho, la defensa de la libertad también pertenece y destacadamente, al patrimonio del republicanismo”.
Podríamos hablar, entonces, de un “republicanismo liberal” como señala Gallardo, donde “las tribunas principistas testimoniaron su ambición por construir una República liberal, basada en un ordenamiento constitucional efectivo, garante de los derechos y libertades individuales y, a la vez, sostenida en el culto de los valores cívicos; en la jerarquización de la vida política y del activismo ciudadano. De este elemento combinatorio de elementos liberales y republicanos, la literatura historiográfica tendió a destacar los primeros, en particular las consideraciones doctorales axiomáticas de la libertad individual o sus llamados a la protección estatal y legal, de los fueros autónomos del individuo y del mercado” (31).
El art. 72 de nuestra Constitución ha hecho una opción: la de no considerar elementos antitéticos la parte primera del sintagma con la segunda, sino que, reconociendo los derechos innatos de los individuos, anteriores a la Carta Magna, sugiere como vía más aceptable para su garantía y disfrute, a través de una estructura democrático-republicana. He ahí la cuestión. Por eso es que el art. 72 alude tanto a los derechos “inherentes a la personalidad humana o se deriven (como la mejor manera de obtenerlos) de la forma republicana de gobierno”.
O, en otros términos: el republicanismo construye lo político como la mejor garantía para el descubrimiento (mediante el diálogo y una discusión abiertas) de esos derechos innatos. De este modo, la fórmula adquiere una potencialidad realmente fuerte y funciona como protectora del ámbito político, para liberarlo de cualquier dominio despótico. El ser humano nace con derechos inherentes, y el republicanismo lo que pretende (o a lo que aspira) es a la perfección humana, que considera que debe obtenerse mediante la adquisición de las virtudes políticas, de aquellas virtudes en cuanto el hombre es considerado como ciudadano; llegado a ese punto, el ser humano alcanza su verdadera condición(32).
Cerramos este apartado, con las reflexiones realizadas al respecto por Ambrosio Velasco Gómez, que parecen atinadas: el modelo republicano puede interpretarse como una crítica sustantiva de las deficiencias y limitaciones del modelo liberal y, al mismo tiempo, como una propuesta de complementación. (…) Desde luego, este carácter complementario y correctivo entre las dos tradiciones y prácticas democráticas, no es algo que pueda alcanzarse mecánicamente. Se trata, más bien, de un equilibrio prudencial entre los opuestos: descripción-evaluación; particularismo-universalismo; virtud cívica-sistema institucional; pluralismo cultural-identidad nacional, gobierno local-gobierno federal” (33).
IV) Un examen desde el Derecho internacional privado
¿Por qué preocuparnos por los derechos humanos excluidos o reconocidos en otras sociedades distintas de la nuestra? Si hay motivos para la preocupación, ¿deberíamos también preocuparnos por las formas de estructuración política de otras sociedades? He aquí planteado el doble problema fronterizo, al que debe acudir en apoyo el Derecho internacional privado para su solución. Parece pertinente considerar el pensamiento de Beiner, en cuanto “somos abandonados a dos alternativas desdichadas: el particularismo político, que es falso e inhumano, y el universalismo moral, que es verdadero moral y religiosamente, pero políticamente inútil y, en última instancia, incívico. (…) La vía intermedia entre universalismo y particularismo permanece inaccesible” (34). El liberalismo pone en peligro la idea de una comunidad política y genera el riesgo de ser un cosmopolita desarraigado; para el republicanismo la comunidad política es un bien en sí mismo y la expresión de una identidad cívica que plantea su utilidad sobre el plano nacional. Cualquiera de los dos, o los dos simultáneamente, ¿son trasladables sobre el plano de las relaciones privadas internacionales?
Para obtener una respuesta debemos recurrir nuevamente a lo dispuesto en el art. 72 de la Constitución de la República. El sintagma consta de dos partes, una que adelantaríamos definir como de alcance universal y la segunda como de índole más local y accesoria a la primera. Nos explicamos: la Constitución de 1830 (y todas las modificaciones que le sucedieron), es de naturaleza ius naturalista, sobre eso no cabe duda alguna. Todo individuo tiene derechos ínsitos en su personalidad, todos tienen derechos inalienables simplemente por ser integrantes de la especie humana. Basta con esa simple y clara premisa.
La Constitución no ha retaceado esos derechos innatos exclusivamente a los ciudadanos uruguayos, ya que el art. 7 habla de “habitantes” y, como ya dijimos, se trata de una noción entendida de un modo amplio: nacionales o extranjeros, domiciliados o de paso. Por tanto, el alcance de la primera parte del sintagma es de alcance universal. De ello se deduce que, cualquier sentencia que quiera ejecutarse en Uruguay, y cualquiera que fuere el Derecho extranjero aplicable al caso transfronterizo, solo podrá ejecutarse o aplicarse, si no contradicen los derechos humanos fundamentales concebidos desde el punto de vista uruguayo(35). Tan es así, que el art. 5, dedicado como dijimos a conceptualizar la excepción de orden público internacional, considera que la defensa de los derechos fundamentales (al modo uruguayo) forman parte de la “individualidad jurídica” de la República.
El problema interpretativo que ha motivado la redacción de esta monografía, hace referencia a saber cuál es el significado de la segunda noción del sintagma. Y no solo su significado, sino su alcance. Al respecto, estamos convencidos de que la segunda noción tiene un alcance local, exclusivamente parroquial. En primer lugar, debido a que, según nuestro parecer, se ha acudido a “la forma republicana de gobierno” como el mecanismo político ideal para la determinación de los derechos fundamentales de los seres humanos en nuestro país. Lo dice claramente la expresión utilizada “que se deriven”, y derivar significa: procedencia, proveniencia, emanación, deducción. Por tanto, la mencionada “forma republicana de gobierno”, tiene, si se quiere, un carácter instrumental o adjetivo de los derechos humanos.
Ahora bien, ello nos conduce a interrogarnos si debemos reconocer aquellos derechos humanos fundamentales provenientes del extranjero que hayan emanado, surgido o vehiculizados únicamente a través de un régimen republicano. La negativa se impone. En primer lugar, porque sería ejercer un imperialismo jurídico (más bien político-jurídico) y desconocer la gran variedad de regímenes políticos existentes en el mundo. Y en segundo término, porque si bien para los ciudadanos uruguayos el mejor régimen político es el republicano a los efectos de la expresión de los derechos humanos fundamentales, si solo nos basáramos en la expresión republicana, ello significaría coartar la posibilidad de que esos derechos humanos sean expresados y reconocidos por otras vías, incluso no necesariamente políticas, sino religiosas (como en el caso de la religión musulmana, donde los derechos humanos son concedidos por Dios (Alá)). La universalidad que se le adjudica a los derechos inherentes a la especie humana, se impone para apoyar las dos conclusiones anteriores.
Finalmente, y como cierre, somos perfectamente conscientes de que hemos realizado un recorrido político algo extenso, con la finalidad de determinar el alcance del precepto constitucional contenido en el art. 72. Pero fue algo inevitable (y, por otra parte, absolutamente necesario), si deseábamos saber con certeza, el significado y el alcance de la expresión “que se deriven de la forma republicana de gobierno”.