Introducción
En la actualidad se suele realizar la lectura de que la República Oriental del Uruguay es un país en extremo laico1. Característica que en más de una oportunidad ha conllevado la connotación de que es una sociedad avanzada desde una mirada cientificista2, si se la compara con otras sociedades hispanoamericanas. Lo cual de por sí relega a los religiosos a una suerte de inferioridad intelectual, condicionando el avance de la sociedad a su disminución3. Sin embargo, durante la última década se realizaron varios trabajos que, recogiendo el legado de finales del siglo pasado, lo situaron en diálogo con los nuevos lugares que ocupaba la religión fundamentalmente en el sistema político. Tal es así que en el año 2013 el historiador Gerardo Caetano publicó un artículo4 denominado Laicidad, ciudadanía y política en el Uruguay contemporáneo donde acusaba un cambio en esta visión que, a lo largo de los siglos XIX y XX se apuntaló desde varios resortes del Estado, como la escuela pública5. En ese entonces, Caetano, tomando como referencia a otros intelectuales locales e internacionales, contrastaba el imaginario laico con varios elementos empíricos que daban cuenta de una suerte de retroceso del paradigma de laicidad francés. Sin embargo, no fue la única voz en tratar estas circunstancias. En 2017 Juan Scuro profundizó esa línea en el ámbito académico6, haciendo varias referencias al trabajo mencionado y otros de la misma índole, en su artículo Religión, política, espacio público y laicidad en el Uruguay progresista. También se puede ver una continuidad de estás lógicas en la obra Néstor Da Costa y Mónica Maronna, 100 años de laicidad en Uruguay. Y finalmente, en un capítulo del libro cooperativo Pastores y Políticos del año 2022. El capítulo en cuestión, que corresponde a Miguel Pastorino, se denominó Uruguay: La sociedad de la religión invisible. Evangélicos, política y religión en una cultura laica. Siendo un trabajo que, como su nombre lo adelanta, se centró en los evangélicos.
En todas estas publicaciones se abordaban manifestaciones de dirigentes políticos, la instalación de monumentos religiosos, la llegada nuevos credos o la apertura permanente de nuevos templos. Además de otros factores que verificaban el avance de los fenómenos religiosos en diversos espacios sociales, con énfasis en los espacios públicos y la vida política uruguaya. Sin embargo, más allá de entender y demostrar que existe una desprivatización religiosa verificable, no fueron determinantes respecto a la vigencia o no de la visión afrancesada7. Por lo que cabe preguntarse si la misma continúa o no en vigor, a diez años de la proclamación de Caetano respecto a que: las relaciones entre política y religión evidenciaban «cambios visibles en el país»8. Cuestión que obliga a delimitar la laicidad como concepto, además de establecer dónde estriba la misma, cuáles son sus límites concretos y qué posibles interpretaciones se pueden realizar al respecto. De más está decir que en razón de la longitud de este artículo, no se puede esperar un examen detallado de cada postura, pero sí se intentará lograr una aproximación general a la evolución de las interpretaciones de laicidad, a los efectos de indagar cómo chocan o no con esas supuestas características de los ciudadanos del Uruguay actual.
Secularización y laicidad como conceptos
Antes de adentrarse en la problemática central, surge el desafío de intentar taxonomizar las teorías sobre la secularización y laicidad, es decir, delimitar los conceptos a través del corpus teórico que los sustenta. Sin perder de vista que las concepciones sobre los mismos han cambiado a lo largo del tiempo. En primer lugar, la génesis del término «secularización» se encuentra en el propio ámbito de la cristiandad europea y por transitiva, americana. Contexto donde hacía referencia a las estructuras organizativas que surgieron en la modernidad y que terminaron por dividir al clero. Así se comenzó a utilizar el término «regular», para designar a aquellos que pertenecían a una orden religiosa. Mientras que para referirse a quiénes se encargaban directamente del cuidado de los fieles, viviendo en el mundo, se hablaba de «seculares». Este adjetivo proviene de saeculum, término del cual «se deriva también el término “seglar”, (…) equivalente al de “laico” en su acepción de miembro de la Iglesia no perteneciente al clero»9. Razón por la cual, otro concepto fuertemente vinculado a la secularización, como lo es la laicidad, también ancla en la cristiandad moderna. Tal es así que en países donde se exalta la segunda, secularización y laicidad se han utilizado muchas veces como sinónimos. Y de este uso común se deriva el entendimiento de que la laicidad tiene implícita la separación de las cuestiones mundanas, de aquellas vinculadas a la cristiandad.
Ahora bien, según Roberto Blancarte aunque desde un principio secularizar implicaba «el paso de algo o alguien que estaba bajo el control de una orden religiosa (…) a la estructura “secular”», a mediados del siglo XIX comenzaron a aparecer otras acepciones del término. Acepciones que también implicaban un paso, pero esta vez desde el plano eclesiástico al control de los estados nacionales10. Para analizar este cambio, resultan ilustrativos los fenómenos de secularización de los cementerios o instauración de registros civiles11. Aun así, la gestación del primer concepto contemporáneo de secularización y quizá el más evocado actualmente en Uruguay12, fue ligeramente posterior. De hecho, está concepción se encontró, según Grace Davie, fuertemente emparentada al desarrollo de la sociología y sus autores clásicos, a saber, Comte, Durkheim, Marx y Weber13 y, por tanto, mayormente vinculada al último cuarto del siglo XIX. Para ese entonces comenzaron a desarrollarse las teorías clásicas sobre la secularización, que concibieron a la misma «como la “distinción de las esferas seculares” (estado, economía, ciencia), normalmente entendida como su “emancipación” de las normas e instituciones religiosas»14. Previamente a esta etapa, dicha distinción no puede sostenerse con claridad, ya que la religión funcionaba como «portadora de un sentido que abarque todos los aspectos de la vida»15, siendo inseparable de la educación, la medicina, el derecho o la propia cultura.
Por otra parte, como ya se ha dicho el concepto de laicidad también tuvo un desarrollo similar al de secularización, cuya historia no debe reducirse a sus usos contemporáneos, ya que los precede varios siglos. El surgimiento del Estado laico se vinculó a «la preservación de la libertad de conciencia. (Siendo la misma) un proceso paulatino que tuvo lugar entre los siglos XVI y XVIII, en medio de guerras de religión, de reconocimiento de derechos de creencia y de culto, así como la gestación de una ciudadanía no necesariamente identificada a una adscripción religiosa o eclesial»16. Lo cual permitió al nuevo ciudadano reivindicar su identidad bajo un carácter nacional o estatal, en lugar de religioso. Y que con el tiempo convirtió a la laicidad en un principio operativo que directamente demandó «la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa»17. Demarcando que es posible entender a la «sociedad religiosa» como una entidad separada o separable de la «sociedad civil». O en otras palabras, la religión ya no era sólo disgregadora del humano como ciudadano individual, sino que resultaba disgregadora de la sociedad como conjunto.
En esta línea, y siguiendo lo planteado por Néstor Da Costa, sería posible entender la secularización, al menos en su acepción clásica, como «un marco general y elemento central en la aproximación al lugar de lo religioso en la sociedad, que se volvió un paradigma para explicar la relación entre modernidad y religión, desde los años sesenta del siglo pasado»18. Es decir que la secularización tiene una finalidad explicativa de amplio espectro sobre el vínculo entre religión y civilización, al menos para Occidente19. Mientras que por su parte, la laicidad es un término de uso mucho más acotado, adscribible según el autor a «seis países en el mundo»20 y que posee connotaciones prácticas u operativas. En tal sentido, Da Costa sintetiza postulados de Micheline Milot, planteando que la laicidad es «un acuerdo para que quienes viven una sociedad determinada -en un mundo donde el pluralismo es una valor- y tienen diversas perfecticas en relación a lo religioso, puedan vivir juntos sin que nadie imponga a otros sus propias convicciones religiosas»21. Por lo cual, tener un Estado laico no implica que el mismo se encuentre reñido con las expresiones religiosas, sino que las tolere en tanto no atenten contra los derechos fundamentales del ser humano como la vida o la propiedad22.
Hechas estas salvedades, como las pretensiones de este trabajo son de índole general no será necesario profundizar demasiado en las etapas primigenias de los términos, sino que se pasará a delinear algunas posturas postdecimonónicas y sus matices.
Apogeo y desmoronamiento del paradigma clásico
Ya se han adelantado algunos detalles relativos a los inicios de las concepciones clásicas sobre laicidad y secularización, al menos los que tienen que ver con sus orígenes y con el enfoque de separación de esferas que presentan como eje. Igualmente, eso no basta para brindar una visión esquemática que pretenda hacerles justicia, razón por la cual es menester el profundizar en su evolución. En tal sentido, su origen geográfico no es menor, ya que descansa teórica y empíricamente en Europa Occidental, más concretamente en Francia. Siendo este uno de los espacios donde esta teoría supuestamente se verificaría con más potencia23. De esta forma, Francia funcionó como un agente secularizador, al jugar un rol capital en la expansión de las ideas ilustradas por el mundo. Cosa que le fue posible gracias a su gigantesca expansión colonial en los marcos del imperialismo decimonónico24. Configurándose, para muchos territorios como es el caso de Uruguay, en una fuente de inspiración para importantes sectores de la vida política y cultural, realidad que influyó en las pretensiones universalistas de este paradigma. En palabras de Caetano «uno de los rasgos definidores de (la) identidad colectiva predominante fue precisamente la “naturalización” de una visión radical de la laicidad, que extremaba rasgos clásicos del modelo francés en una síntesis plena de significaciones e implicaciones múltiples»25.
El caso francés es el más representativo dentro del paradigma clásico, producto del apogeo del laicismo, entendido como un «régimen de persecución anticlerical que atenta contra las libertades religiosas»26. Ese laicismo, que estuvo presente desde la propia Revolución Francesa, se hizo extensivo a episodios como la Revolución de 1830 y la Comuna de París27, por lo que tuvo una continuidad más o menos lineal dentro del pensamiento revolucionario de esa nación. Continuidad que ha convertido a la laicidad en «un principio constitucional sacralizado, consensualmente compartido por la abrumadora mayoría de los ciudadanos, los cuales apoyan el reforzamiento de la legislación para desterrar los “símbolos religiosos ostensibles” de la esfera pública»28. Destierro que tuvo un correlato en la intolerancia y la virulencia desde los resortes del Estado. De esta forma se tendió a proscribir a la religión de las discusiones políticas o, como mínimo, cercarla en el espacio privado, ya sea el del hogar del hogar u otro como el de los templos.
Pero a grandes rasgos, la teoría o paradigma clásico, pese a sus antecedentes decimonónicos, según Ignacio Martínez y Diego Mauro se configuró en su versión más difundida hacia la mitad del siglo XX29, postulando «a través de diferentes caminos la incompatibilidad entre religión y modernidad y, en consecuencia, un proceso más o menos lineal e ineluctable de pérdida de influencia y retracción de la religión: retracción que en las versiones más ideológicas se convertía en virtual extinción»30. En otras palabras, para esta visión, la religión estaba condenada a retroceder frente al avance lineal, ascendente e inexorable de la modernización occidental, que tarde o temprano alcanzaría al mundo entero. Donde hay modernización no debería haber religión y donde aún existe una fuerte presencia religiosa, no hay modernización.
A pesar de que el paradigma aún pervive en algunas regiones, las críticas teóricas al mismo tienen al menos cincuenta años. En tal sentido, de acuerdo con Martínez y Mauro estas comenzaron con el sociólogo David Martin durante la década de 1970. Siendo en ese entonces que el autor cuestionó la relación entre el avance de la modernización y la retracción de la religión como un universal31. De allí en adelante brotaron cada vez más interpelaciones a la visión clásica, que sostenían la existencia de fundamentos empíricos de peso para negar el binomio modernización-irreligión, en buena medida brindados por los Estados Unidos de América. Federación que oficia desde hace mucho tiempo como un gran escollo para estas teorías, porque si bien desde sus inicios ostentó una separación de esferas constitucional entre cualquier religión y los resortes del Estado: la «actividad religiosa (medida de acuerdo con una amplia variedad de indicadores) continúa siendo bastante más intensa que en Europa»32.
Tal era la disonancia que representaba este caso33, que siguiendo la polifacética tradición del «excepcionalismo americano»34, algunos autores plantearon una teoría específica para su caso de la secularización. Empero, Hispanoamérica y Brasil también se vieron afectados por el crecimiento evangélico y a estas «excepciones» podrían sumárseles las naciones orientales, con sus dinámicas religiosas y proyectos de modernización propios. De esta forma, los casos «irregulares» iban en aumento, poniendo en duda la regla. Pero el paradigma clásico intentó aplicar nuevas leyes para contemplar las irregularidades y distintas hipótesis para mantener la idea de secularización europea. Por ejemplo, que la modernización podía en ciertos momentos fomentar el crecimiento religioso, pero que eventualmente los avances tecnológicos revertirían esa tendencia, por lo que el paradigma «crujió pero logró mantenerse en pie todavía bastante tiempo más»35.
A la par de este «crujir», surgieron propuestas alternativas para interpretar el vínculo entre la modernización y la religiosidad, como la teoría del «mercado religioso» o de las «decisiones racionales». Para esta postura, fuertemente vinculada a los Estados Unidos, el pluralismo de opiniones, la ausencia de una religión oficial y la posibilidad de que las distintas propuestas de culto compitan por el interés de los ciudadanos, son propulsores de la actividad religiosa moderna. A la vez que su ausencia «constituye la razón principal de la relativa falta de vitalidad religiosa en la Europa occidental»36. Dentro de esta lógica, la modernidad no apareja un descenso religioso, sino la «libertad de credos»37. Es así que los mismos se vuelven una decisión personal, pero no necesariamente retraída al fuero íntimo. En pocas palabras: si la sociedad es moderna, debería existir el derecho a pertenecer a cualquier religión o a ninguna.
A pesar de todo, esta teoría también cae en el error clásico de pretender generalizar situaciones particulares, ya que no en todos los casos se verifica que a mayor desregulación, mayor vitalidad religiosa. En tanto que algunos autores como Jean Baubérot y Danièle Hervieu-Léger, ensayaron otras explicaciones para los casos generales o particulares. Baubérot hizo referencia a la noción de «umbrales de laicización», que, partiendo de la propia Francia y en orden ascendente, han ido operando para profundizar la separación de la Iglesia y Estado. En tal sentido, el primero fue a principios del siglo XIX, luego de la estabilización de la Revolución Francesa: tendió a separar instituciones clave del marco religioso, reconocer la pluralidad de cultos y sostener la legitimidad institucional de la Iglesia Católica como agente moralizador, que debía ser protegida «pero también vigilada por el Estado». Por otra parte, con el segundo umbral, que se ubica entre finales del siglo XIX y principios del XX, la iglesia «deja de considerarse una de las instituciones que estructuran a la sociedad»38, la religión pasó a la esfera privada y dejaron de existir cultos reconocidos y no reconocidos por el Estado39. Al resultado de estas instancias lo denominó «pacto laico», lo que en última instancia implica la idea de negociación y no de una imposición indefectible de lo moderno por sobre lo religioso. Por su parte, Hervieu-Léger reflexionó «sobre el modo en que el pluralismo religioso modificó las formas de experimentar la fe y el lugar de la religión en el espacio público». Concluyendo que la expansión de la fe no necesariamente va de la mano del número de instituciones religiosas o la cantidad de fieles que éstas ostenten, llevando a una individualización de «los modos del creer», que opera fuera de los marcos de los templos40.
A través de los ejemplos expuestos, se hace evidente que el paradigma clásico ha sido puesto en tela de juicio desde distintas propuestas teóricas en las últimas décadas. Pero toda esta discusión y sus matices no pareció tener asidero en el grueso de la población uruguaya, que continúa anclada las visiones más decimonónicas de estos asuntos.
El caso uruguayo
Como se anotó previamente, Uruguay fue un país que adoptó una posición «beligerante» y afrancesada en materia de laicidad. En tal sentido, normalmente se ubicó el clímax de la diferenciación de esferas de acción en la constitución de 191741. Documento donde el Estado dejó de sostener a la Iglesia Católica, a la vez que renunció al patronato sobre la misma. En tal sentido, especialistas locales sobre la secularización uruguaya, como Roger Geymonat, advierten allí un punto de quiebre no sólo entre el Estado y la religión, sino entre la religión y la sociedad. Entendiendo que dicha constitución «abrió una nueva etapa, que finalizaría hacia la década de los '60 (y que) estuvo marcada por la «privatización» de lo religioso católico»42. Independientemente de las interpretaciones, los hechos llevaron a que dicha Carta, como solución negociada entre el oficialismo colorado y la oposición nacionalista, terminara con un largo proceso43 de «secularización» en el sentido decimonónico del término, que incluía instituciones como los cementerios, los registros de diversa índole, las celebraciones de matrimonio obligatoriamente civiles44, entre otras cuestiones.
La separación de esferas coincidió en términos temporales con la afirmación nacional y la gestación del Uruguay moderno y “el establecimiento de las bases de la religión civil”45, lo cual explicaría su vasto impacto cultural46. Sin embargo, se suele afirmar que la erosión de la concepción de laicidad de principios del siglo XX47, tuvo su clímax durante la década de los ochenta48. En este sentido, Caetano reconoció como hecho fundacional «el debate suscitado a propósito de la permanencia en la vía pública de la cruz cuando la visita papal de 1987». Continuando su exposición a través de lo que consideró «acontecimientos novedosos», que involucraban desde cultos multitudinarios, hasta vínculos entre la política partidaria y los actores o instituciones religiosas. Para finalmente concluir que «el conjunto del sistema partidario resultó escenario privilegiado de estas transformaciones en las relaciones entre religión y política». Cuestión que dio pie a un cambio en el la discusión sobre la laicidad, que el autor analizó a lo largo de varias páginas y que según él continuaba «en curso» en aquel entonces49. En su análisis ocupan un lugar especial partidos y por tanto, los políticos profesionales de primera línea de los últimos lustros del siglo XX y principios del XXI. Tal es así que afloraron con recurrencia nombres como los de Jorge Batlle, Luis Alberto Lacalle, Julio María Sanguinetti, José Mujica o Tabaré Vázquez, entre otros.
Debido al peso de la partidocracia, llevó adelante una sección específica sobre el impacto de la laicidad en las elecciones nacionales uruguayas del año 2009. Donde se centró en los principales competidores del proceso, con énfasis en sus alianzas religiosas y, por tanto, en las transformaciones que se estaban procesando en el vínculo entre distintas religiones y actores estatales. De esta forma, verificó varios cambios aperturistas al menos en lo que respecta a las cúpulas de los partidos. Sin embargo, la utilización de algunos términos puntuales parecía dejar entrever que el paradigma clásico se sostenía con fuerza. Por ejemplo, al referirse al Partido Colorado, el autor plantea que «no se dieron ejemplos similares de entrecruzamientos algo «exóticos» entre religión y política durante el ciclo electoral»50. Y aunque es difícil determinar estrictamente a qué se refirió con el adjetivo de «exótico», es un término que suele tener connotaciones vinculadas a aquello que resulta extravagante o que pertenece a otra cultura. No está claro si realizó esta referencia en correlato con la historia de los propios partidos51, con la postura personal del autor o con la concepción tradicional de laicidad que ha primado en el Uruguay. De ser el último caso, con este planteo el propio Caetano avaló al menos de una forma tácita, que el modelo de separación de esferas continuaba siendo hegemónico, más allá de que también sostuviese ciertos márgenes de desprivatización52. Porque aquello que salía de esa forma «tradicional» de entender el vínculo entre religión y Estado, aún era extraño y se sentía fuera de lugar.
Además, a pesar de que los cambios señalados en su momento por Caetano son innegables, no parecen ser del todo lineales y ascendentes, con un paradigma clásico de secularización que aún se muestra muy significativo en Uruguay. Esto se debe a que por norma general la opinión pública atiende a la secularización en uno de los sentidos que tienen en las teorías clásicas, concretamente el del «confinamiento de la religión en el ámbito privado»53. Como se verá en las siguientes páginas, incluso en los últimos años, que cualquier tipo de organización religiosa se involucre en los asuntos de opinión pública; que se pretenda ceder algún espacio público para la construcción de esculturas u otros elementos de uso litúrgico; o que algún representante político demuestre abiertamente su filiación religiosa: suele ser interpretado como una violación a la laicidad, generando amplios cuestionamientos y poniendo sobre el tapete la discusión respecto al lugar en que debe quedar relegada la religión.
Desde esa impronta, el sistema educativo público (mayoritario en Uruguay54) mantiene sus lineamientos históricos, alimentando las tesis de separación de esferas. A tal punto que se ha caracterizado por restarle importancia a la religión en la matriz cultural occidental. En tal sentido, basta con observar que incluso pedagogos uruguayos como Soler Roca han escrito respecto al papel que debe jugar la religión en la educación pública, contraviniendo la opinión general de que debe ser excluida. En sus propias palabras:
Añado dos ideas que, lo reconozco, son muy discutibles. La primera: no debe haber adoctrinamiento confesional en las escuelas públicas aunque sí el conocimiento del hecho religioso a lo largo de la historia, como fenómeno cultural, como parte de la idiosincrasia de los pueblos, con múltiples manifestaciones, no todas respetables. Este conocimiento ha de constituir una parte del currículo oficial y ha de estar a cargo de los maestros y profesores regulares del sistema, quienes deberían atender este aspecto sin dogmatismos, con toda objetividad, evocando tanto a dioses y diosas como a Dios55.
Que presente sus postulados como una cuestión «muy discutible», refuerza el peso de la idiosincrasia uruguaya en la materia. Debe entenderse que aún en la actualidad no pocos actores sociales locales pretenden excluir a cualquier religión o representantes de la misma de los espacios educativos, cosa que se ejemplificará con episodios concretos más adelante en este artículo. Como si los fenómenos religiosos no fueran parte de la cultura humana o fueran una parte oscura que debería estar vedada de incidir en la formación de una persona.
Por otra parte, el hecho de que Caetano advirtiera que distintos representantes religiosos, en particular los evangélicos, se han adentrado en el sistema político: no necesariamente acusa un marcado cambio de paradigma. En primer lugar, porque ya lo habían hecho en la región durante la década del 80 del siglo pasado, o sea, 30 años antes que en Uruguay. Pero también porque los evangélicos uruguayos aún están atados a lo que José Luis Pérez Guadalupe identifica como «políticos evangélicos», no siendo netamente «evangélicos políticos»56. Tal sería el caso de individuos como Gerardo Amarilla, quien según Pastorino «tiene muy clara la distinción entre el ámbito religioso y el ámbito político». Más allá de que para la sociedad uruguaya haya sido percibido como un evangélico político57, seguramente en arreglo a la visión extrema de la laicidad a la que se hiciera referencia previamente en este trabajo.
Incluso en el presente, los evangélicos todavía están lejos en términos generales de llegar a esa suerte de «estadio final» que en países como Brasil se verifica al menos desde las elecciones de 198658. Sólo la iglesia neopentecostal Misión Vida para las Naciones está encaminada en esa dirección, razón por la cual incluso ha recibido críticas de otras iglesias evangélicas y la católica. Críticas que han girado en torno a la separación de esferas y el no respeto a la laicidad59. Lo cual demuestra el uso operativo del paradigma clásico y la concepción afrancesada de laicidad hasta por sus propios damnificados cuando les es conveniente y puede conllevar un respaldo conceptual de su discurso frente a la opinión pública. O en otros términos, deja expuesto que funciona como «arma arrojadiza» incluso entre cristianos. Por último, tampoco en nuestros días existen partidos netamente confesionales fuera del mundo evangélico60. Más allá de que investigadores como Miguel Pastorino advierten que los pronunciamientos del recientemente formado Partido Cabildo Abierto (2019) suelan atraer a los cristianos más conservadores, tanto católicos como evangélicos: lo cierto es que sus representantes sólo se han desempeñado en la legislatura vigente, por lo que aún es pronto para asignarle a esa colectividad una tradición propia en la materia.
Ahora bien, siguiendo explícitamente varios de los lineamientos planteados por Caetano, Scurose centró en el 2016 como un año muy agitado en cuanto a la puja por la laicidad. No tiene sentido repetir los ejemplos que el autor trabajó, pero sí resulta interesante traer a colación otros que pueden ampliar la ventana de casos. Uno de ellos se vinculó a un cúmulo de organizaciones61 que denunciaron como una violación a la laicidad la autorización que, por parte de la autoridad pertinente, se le extendiera al obispo Alberto Sanguinetti, a los efectos de visitar escuelas públicas del departamento de Canelones62. Denuncia que se amparó en normas jurídicas de comienzos del siglo XX, en conjunto con una interpretación laicista de la Constitución63 y que fue acompañada de una alerta respecto a «un intento de colonización de la iglesia católica al Estado y al ámbito público en general»64. Pero que pasó por alto la Ley General de Educación, que en aquel entonces ya contaba con casi ocho años desde su promulgación. Esa ley consagraba dentro de los «Principios de la educación pública estatal», el principio de Laicidad, que entre otras cosas debía garantizar «la pluralidad de opiniones y la confrontación racional y democrática de saberes y creencias»65. De esta forma se alegaba una lógica de invasor-invadido, donde una simple visita se consideró como acto de avance desmesurado sobre la esfera estatal66, sin tener en cuenta la posibilidad implícita o explícita de la confrontación de saberes y creencias. Mientras que, paradójicamente, este acto de avance coincidía con estudios derivados de la propia Iglesia Católica para ese año, respecto a la caída que había sufrido la asistencia a misa67. Así, mientras las misas de Montevideo registraban menos del cincuenta por ciento de fieles que de una década atrás, los denunciantes advertían a la opinión pública por posibles «colonizaciones».
Tal fue la ofensa a los principios fundamentales de la sociedad uruguaya68, que estas organizaciones llegaron a demandar el cese de la directora del Consejo de Educación Inicial y Primaria, Irupé Buzzetti. A lo que la jerarca respondió con el apoyo de sus superiores, manifestando que «la escuela pública está abierta para todos aquellos actores sociales de la comunidad que solicitan autorización» y alegó que el religioso no había realizado ningún tipo de proselitismo, sino que «su objetivo era conocer las instituciones de su jurisdicción»69. Podría argumentarse que este «movimiento defensivo de la laicidad» sólo tuvo eco en un sector minoritario de la sociedad civil y que por tanto no acarreó mayores consecuencias a nivel de las instituciones representativas. Sin embargo, paralelamente a las declaraciones de las organizaciones sociales, el diputado de la coalición Frente Amplio, José Carlos Mahía, solicitaba un pedido de informes bajo el alegato de que «la religión quede para el ámbito privado y que esté al margen la educación pública de cualquier vinculación de cualquier signo»70. Con lo que fue, por varias razones, mucho más allá de la línea clásica de recluir las manifestaciones religiosas a las esferas privadas, planteada por Casanova. Ya que no sólo se planteaba que un prelado no era digno de conocer los centros educativos de la comunidad donde se desempeñaba, sino que se pretendía hacer desaparecer cualquier elemento religioso de la educación. Cosa prácticamente imposible, porque evitar vinculaciones de “cualquier signo”, implicaría no poder abordar ni siquiera la mitología griega o el arte egipcia.
Pero este no fue el único caso de ese año, ni mucho menos el más mediático, lugares que se disputaron «la estatua de la Virgen» y «la balconera». En el primero, el pedido de autorización para la instalación de una estatua de la Virgen María en la rambla de la ciudad de Montevideo, condujo a un debate público que excedió los marcos de la autoridad municipal, llegando al propio parlamento de la República, alegándose, entre otras cosas, la defensa de la laicidad en los espacios públicos71. Aunque este ejemplo fue vastamente examinado por Scuro72, por lo que resulta más interesante detenerse en el segundo73: sí conviene destacar que evidenció lo afirmado por Miguel Pastorino al señalar que «en Uruguay cuesta mucho comprender (…) la diferenciación entre espacio público y Estado»74.
Respecto a la balconera, el en ese entonces presidente de la República, Dr. Tabaré Vázquez, estuvo en el centro del debate público debido a que se colocó una balconera que rezaba «Navidad con Jesús» en su residencia75. Por tanto, si bien otra vez la cúpula política ostentaba una visión aperturista, las principales críticas giraron alrededor de lo que representaba la investidura presidencial. Quienes alzaron sus voces contra lo ocurrido argumentaban que el presidente debía, en arreglo a la laicidad, dejar de lado sus posibles posiciones religiosas, aunque éstas no tuvieran ninguna injerencia en las cuestiones de Estado76. En lo que se evidenció como una visión más parecida al ya mencionado laicismo, que a la laicidad. Lo que se pretendía en última instancia era que las figuras públicas electas no expresaran ni mínimamente sus preferencias religiosas. O, en otros términos, era la búsqueda de recluir la religiosidad a un ámbito ya no solamente privado (que en este caso sería la residencia del presidente), sino secreto. Con esto se iba un paso más allá en la separación de esferas, a los efectos de no generar ninguna duda sobre la asepsia religiosa del Estado. Enarbolándose un ideal que podía anteponerse a la libertad individual si esta obstaculizaba su cumplimiento. Y que incluso pasaba por alto la libertad de otras figuras menos públicas, como la primera dama, María Auxiliadora Delgado, reconocida católica quien seguramente fue la promotora de la colocación de la balconera77.
Otro caso que Scuro citaba como controversial desde el punto de vista del paradigma de laicidad que prima en Uruguay, fue la asistencia a un oficio religioso del actual Senador de la República y en aquel entonces comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Rios. La misa en cuestión fue celebrada el 18 de Mayo del 2016, en el marco del aniversario de la Batalla de las Piedras, que coincide con el Día del Ejército Nacional. Según relata el autor «Las controversias giraron en torno a la utilización o no de los medios formales del Ejército para invitar a la celebración religiosa, la conveniencia de la participación en ese acto uniformado y en representación del Ejército y una serie de otros aspectos denunciados en un pedido de informes parlamentario». Cuestión que se zanjó con la citación de Manini Ríos y el ministro de Defensa Eleuterio Fernández Huidobro, «ante la Comisión Parlamentaria de Constitución, Códigos, Legislación General y Administración»78. Sin embargo, en una suerte de reedición de la misma polémica, en 2017 y 2018 otra vez Manini Ríos saltó a la palestra pública por asistir nuevamente a estos oficios79. Al repetir su «ofensa» contra la laicidad, algunos de sus «defensores» como los denominó Scuro80confrontaron al militaren la línea de que antepuso:
…sus convicciones personales religiosas al de representante de una de las Instituciones del Estado. Ofende la libertad de Conciencia y de Pensamiento de todos los ciudadanos y particularmente de sus subordinados, siendo partícipe de una ceremonia religiosa el pasado 18 de mayo, en homenaje al día del Ejército vestido con su uniforme militar. Esta actitud constituye una violación del principio de laicidad del Estado consagrado en la Constitución de la República, y por lo tanto, un peligroso desafío a las instituciones, a la vez que un acto de provocación al conjunto de los ciudadanos.
Desarrollando está idea a través de una mezcla de cuestionamientos tanto a Manini Ríos, como sus superiores inmediatos (presidente de la República y ministro de Defensa), además de a la propia Iglesia Católica como institución, con acusaciones de pederastia mediante81. Sin embargo, no hubo una reflexión sustancial respecto a que no sólo era un viernes más o un feriado más, sino que se celebraba el Día del Ejército, cuestión que, como mínimo, favorecía que el comandante en jefe utilizara sus galas debido a la particularidad de la fecha.
Con el pasar de los años y el cambio de signo político del gobierno82, de nuevo en varias oportunidades el laicismo condujo a posturas prejuiciosas, incluso en las estructuras funcionales del Estado. Tal es así que previo a la asunción del exministro Pablo Bartol como jefe de Ministerio de Desarrollo social, se lo etiquetaba en los pasillos del mismo como «“El ministro del Opus Dei” (…) El “anti agenda de derechos”». Asestándole toda una gama de intencionalidad previas, como que «desmantelaría las políticas vinculadas a la diversidad sexual, que enterraría la sensibilidad con los inmigrantes, que priorizaría las formas frente a los contenidos y que daría vuelta lo hecho en 15 años sin siquiera preguntar porqués»83. En defensa de estos planteos, se podría argumentar que algunos podían tener cierto asidero en relación al carácter conservador de la institución y el peso de la familia nuclear en la misma. Sin embargo, barajar la posibilidad de una agenda antimigratoria no parece tener sustento, más allá de sospechas, que en al artículo no se fundamentan, respecto a Bartol y la propia Opus Dei84. En todo caso, lo que estaba en duda era si el nuevo ministro podría lograr la casi dogmática separación de esferas. Se debatía su capacidad para dirigir cabalmente el Ministerio, como si su filiación religiosa representara algún tipo de impedimento moral o mental para liderar uno de los agentes dispensarios de subvenciones estatales. Lo cual, como corolario, pasaba por alto el peso de la caridad en los marcos del cristianismo, que tiene una tradición sustancialmente más antigua que los estados contemporáneos en lo que respecta a auxiliar al prójimo materialmente.
Otro episodio interesante del año 2020 se suscitó el domingo de Pascua en la ciudad de Florida. Día donde, para evitar las aglomeraciones debido al arribo reciente de la Pandemia Covid 19 al país: la Intendencia departamental optó por realizar una procesión en camioneta de su característica escultura de San Cono. Se procuraba que los habitantes permanecieran en sus casas y desde allí pudieran visualizar la figura. Según la por aquel entonces intendente, Andrea Brugman, el acto se justificaba en arreglo a que «En Florida la presencia de este santo trasciende ampliamente lo religioso. Es un símbolo que se relaciona de alguna u otra manera con sus devotos y con los no creyentes, desde lo histórico, desde el turismo que genera o la identificación barrial». Con lo cual procuraba matizar que se tratase de un evento netamente religioso, englobándolo dentro de la cultura local. Sin embargo, nuevamente se hizo patente que los cambios de tesitura respecto a la laicidad esencialmente afectaron a actores cupulares dentro de algunos partidos. Ya que las críticas por su violación se produjeron «especialmente en filas coloradas», o sea, integrantes del gobierno nacional. Mientras que, otro actor como el exdiputado colorado, hoy devenido en director de turismo de la Intendencia de Montevideo gobernada por el Frente Amplio, Fernando Amado, manifestó su esperanza de «que alguien del Frente Amplio o del Partido Colorado hagan algo en defensa de la laicidad». Así, como individuo que ha sido parte de ambas colectividades políticas, apelaba a la visión tradicional de las dos en procura de medidas contra un acto que, a su entender, pretendía demostrar el «nivel de impunidad» de sus organizadores85.
Por otra parte, estas discusiones no siempre giran alrededor de actores políticos, pudiendo prescindir de los mismos. Recientemente, en el programa No Toquen Nada, conducido por el periodista Joel Rosenberg, se le dedicó una columna a la iglesia neopentecostal Hillsong. En la misma, el investigador Nicolás Iglesias Schneider planteaba frente a la llegada al país de este movimiento, que Uruguay ha sido tradicionalmente una «tumba de los misioneros» o «cementerio de los misioneros». Citando para respaldar dicha afirmación algunas tertulias con predicadores de los Estados Unidos. Y alegando que a «los que triunfan en cualquier lugar del mundo y logran instalar iglesias grandes, logran convertir a masas, el uruguayo le es reacio», cosa que «habla de nuestra cultura (…) laica». De esta forma, nuevamente se presentó a la laicidad como una posición cerrada, que además de cercar las expresiones religiosas tradicionales, no permite el florecimiento de las nuevas. Pese a que más adelante en la nota valora que «no les está yendo mal» debido a la cantidad de fieles cosechados86. En cualquier caso, la falta de un desarrollo más profundo de esta idea de «tumba de los misioneros», seguramente debido a las limitaciones del tiempo radial, puede llevar al público a tomársela de manera casi literal. Sin embargo, los misioneros tienen una rica historia en este país y han logrado insertarse con mayor o menor éxito desde mediados del siglo XIX, con una fuerte explosión a mediados del siglo XX87. Sin mencionar que actualmente «puede percibirse una fuerte reestructuración de la oferta religiosa en el mundo contemporáneo, la que también ha llegado al Uruguay, pese a su inveterada vocación de aislamiento»88, por lo que empíricamente se verifica una avanzada de estos movimientos. Pero esa inserción suele quedar invisibilizada por las propias dinámicas de una laicidad excluyente, donde todo aquello no compatible o no existe, o no debería existir.
A pesar de esa impronta laica, también es verdad que la privatización de la religiosidad está cada vez más disputada. Y tampoco la separación de esferas ha debilitado en lo fundamental a la Iglesia Católica, porque ya era débil antes de la misma89. Ni mucho menos la ha hecho desaparecer como debería verificarse según el paradigma clásico, sino que, como advirtió Susana Monreal, la ha fortalecido lanzándola a la movilización en torno a las devociones marianas90. Por otra parte, Uruguay no ha sido ajeno al avance de los protestantes históricos, los pentecostales y los neopentecostales91, entre otras manifestaciones religiosas que reúnen cada vez más personas, como el culto a Iemanjá92. Todo lo contrario, ofertas como las de la Iglesia Universal no sólo se han instalado sin problemas, sino que cada vez se esparcen más en términos geográficos, cuestión que fue posibilitada por su importante campaña de marketing, que incluyó un programa televisivo93. Ámbito en el que esta iglesia no fue la única en incursionar, sino también la neopentecostal Misión Vida para las Naciones, que cuenta con una transmisión televisiva las 24 horas a través de Internet (Misión Vida TV) y con una emisora radial, que transmite tanto por Internet, como por la FM 91.5 (Zoe FM)94.Sin mencionar que solamente el 21% de los uruguayos se consideraban «ateos o agnósticos» en 201995, cosa que pareciera no evidenciar un retroceso religioso importante.
Pero la contracara de estos guarismos es que, al desglosar el porcentaje de ateos y agnósticos, el primer grupo acusó un crecimiento. El ateísmo se posicionó entorno a un 16%, cifra nutrida mayoritariamente por jóvenes. Mientras que, el porcentaje aumentó sustancialmente respecto a 2014, donde «el 10% de los uruguayos era ateo, y el 3%, agnóstico»96. Debe agregarse que «América Latina sigue siendo mayoritariamente religiosa (entre un 80 y 90 % de latinoamericanos se autodenominan cristianos, “católicos” o “evangélicos”), y que el ateísmo todavía es un fenómeno minoritario»97. Pero en Uruguay, Opción Consultores identificó entre cristianos no católicos y creyentes en otras religiones a un 19% de la sociedad, mientras que los católicos alcanzaban un 38%. Siendo llamativo que un 17% de la sociedad se considera «creyente sin religión»98. Por lo que desde esa mirada holística del continente se puede sostener que, como mínimo, Uruguay está menos cristianizado que el resto, con un piso aproximado del cuarenta por ciento de la población que no se identifica con el cristianismo99.
A ese examen se le puede sumar otros guarismos, como los que aporta Pastorino relativos a la cantidad de católicos practicantes. En ese sentido, el autor cita fuentes donde se afirma que únicamente el quince por ciento de los católicos «asiste alguna vez a alguna celebración religiosa», mientras que los practicantes son el cuatro por ciento. Por lo cual, tomar los números de católicos “en bruto”, puede llevar a conclusiones apresuradas100. Por otra parte, el país tampoco acompaña todas las tendencias generales del continente en los últimos cincuenta años. En particular aquella señada por José Pérez Guadalupe, relativa al «crecimiento acelerado de los cristianos no católicos (sobre todo, evangélicos pentecostales) a costa del decrecimiento católico»101. Que es directamente contrastada por Miguel Pastorino al señalar que si bien en Montevideo102 «el número de católicos sigue disminuyendo, esto no se tradujo en un incremento de la población evangélica»103.
En resumidas cuentas, si se toman en consideración todos estos elementos (los guarismos regionales y la evolución de larga data en Uruguay), en realidad la República aparenta transitar su “propio camino”104. Un camino donde no pareciera existir un avance desmesurado ni de los laicistas, ni de los que entienden la laicidad como la convivencia en la tolerancia. Más bien da la impresión de que ambas posturas continúan pugnando y que la tónica de la separación de esferas aún tiene fuerza en determinados ámbitos, posible razón por la cual el crecimiento evangélico se mantiene a raya. Quizá se podría aludir que se presentan algunos elementos del mercado religioso, aunque en convivencia con el paradigma clásico, al menos en el terreno de los imaginarios. En tal sentido, como se ha visto las ofertas son múltiples y han impactado en la sociedad uruguaya, al punto de que hasta los creyentes sin religión crecen, coincidiendo con las acotaciones que le realizó Hervieu-Léger al paradigma de mercado, relativas a la individualización de las formas de creer.
Lo que en todo caso restaría por probar es si la desprivatización de los fenómenos religiosos puede ser realmente exitosa si debe convivir con el mantenimiento del paradigma clásico (al menos desde un punto de vista discursivo). Es decir, si las distintas congregaciones pueden llegar a roer las limitaciones que el paradigma les impone a través de una resistencia comunitaria y abierta. En tal sentido, Pastorino planteó en su obra académica105 que «evangélicos, afroumbandistas y católicos comienzan a tener mayor visibilidad en la discusión pública en torno a diferentes debates». Pero desde este trabajo se considera que visibilidad y aceptación son dos conceptos distintos. En otros términos, se puede ganar visibilidad social a través de varias estrategias, incluso por medio de la fuerza, pero ello no implica que el grueso de la sociedad acepte sin reparos esa nueva situación de exposición. En tal sentido, debe tenerse en cuenta que independientemente de los cambios de paradigma y las formas de creer, «las instituciones religiosas sobreviven, reúnen aún fieles y siempre se hacen oír en la sociedad»106. Por otra parte, aunque «visibilidad» y «aceptación» se tomaran como sinónimos, el hecho de que el mismo autor sostenga que «en diversas áreas de la sociedad uruguaya parece constatarse un interés de las comunidades religiosas por hacerse más visibles en el espacio público»107: demuestra que estos movimientos aún hoy se encuentran en una pugna por obtener un lugar fuera de las paredes de sus templos. Por lo que a una década de que se publicara la investigación de Gerardo Caetano, es dudoso que exista una tendencia creciente al aperturismo.
Conclusiones
Por un lado, es verdad que la institucionalidad y la propia idiosincrasia oriental suele sostener que el Uruguay es un país fundamentalmente laico. Con un talante vinculado a las teorías clásicas, que busca cercar las manifestaciones religiosas en los marcos de la esfera privada. Pero, tanto desde un análisis histórico de larga data, como también desde un enfoque contemporáneo, se verifican elementos que cuestionan esa premisa. De hecho, no solamente no han desaparecido las instituciones religiosas luego de la separación formal entre la Iglesia Católica y el Estado (consagrada en 1917), sino que han reforzado su presencia en los más diversos espacios donde la sociedad civil interactúa. Tal es así que a la fecha existen nuevos actores de la vida político-partidaria que están vinculados a sectores religiosos e incluso ostentan una agenda política vinculada a sus creencias.
Sin embargo, pese a que las ofertas religiosas no han dejado de ir en aumento al compás de las distintas olas que se han constatado en el continente y es notorio el esfuerzo de apertura por parte de determinados representantes del poder político para con los colectivos religiosos: las lógicas que priman desde el ámbito institucional y el de los imaginarios, son las de separación de esferas. En tal sentido, por más que los ciudadanos de la República se han adherido a las nuevas ofertas, sin que haya espacio para un significativo número de ateos si se toma la totalidad de la población como base, las instituciones estatales continúan siendo refractarias de los fenómenos religiosos. Mientras que, por otra parte, si bien investigaciones previas probaron una apertura desde la cúpula de los partidos políticos, esta no atañe a los partidos en general. Se podría citar al Partido Nacional o a Cabildo Abierto como excepciones, pero los propios autores reconocen que los vínculos del primero con la religiosidad no son novedosos, mientras que el segundo aún no goza de una perspectiva histórica tan amplia como para asignarle una impronta al respecto. A la par de que no parecen evidenciarse cambios de importancia en el paradigma de laicidad que guía al Frente Amplio y al Partido Colorado en tanto colectividades políticas. Partidos donde han aparecido algunas voces disidentes al respecto, que pueden considerarse cualitativas, pero no cuantitativas.
Por otro lado, cuando desde el Estado se moviliza algún recurso, por insignificante que sea, para colaborar con algún actor religioso u evento de índole religiosa: las voces condenatorias no se hacen esperar. Así, autorizar una visita a una institución o colocar un vehículo a disposición para mover una escultura, son razones más que fundadas para realizar observaciones sobre faltas grave contra la laicidad. Independientemente de la realidad de la comunidad local y, por tanto, del posible peso representativo de los agentes o eventos en cuestión para los marcos comunitarios. A la par de que se pasan por alto otras realidades propias de la ciudadanía, como el hecho de que esos sujetos también pagan impuestos para sustentar los servicios estatales.
En definitiva, que exista cierta desprivatización es una cuestión fáctica que se materializó a través de los hechos acaecidos en los últimos años. Sin embargo, esa desprivatización debe hacerse camino de forma vehemente frente a los obstáculos que le impone el paradigma clásico, a saber: el accionar de los medios de prensa, las instituciones estatales y las organizaciones sociales, que operan como «defensores de la laicidad» en el sentido que le brinda al término Scuro. Los referentes partidarios intermedios, junto a varias organizaciones civiles, suelen ir de la mano en lo que respecta a un concepto de laicidad excluyente, que en última instancia busca recluir a los fenómenos religiosos entre cuatro paredes. También es un hecho que las resistencias de cristianos (ya sean católicos o protestantes) y de otros actores religiosos frente a la privatización de sus creencias, se han verificado con el pasar del tiempo. Pero eso no necesariamente implica un cambio profundo en el paradigma. En todo caso, podría implicar que individuos de estos grupos han decidido levantarse en la búsqueda de ejercitar libertades ciudadanas como la de pensamiento y expresión. Pero del otro lado, la reflexión respecto a las implicaciones de la laicidad continúa siendo monolítica, a excepción de unos pocos actores. Sin escucharse, fuera de los propios líderes religiosos y fieles militantes en general, a sectores sociales que pujen por fomentar una visión aperturista. Razón por la cual es posible afirmar que la idea de la sociedad laico-excluyente uruguaya es una realidad palpable, apuntalada por un paradigma clásico de secularización que aún continúa con vigencia discursiva y operativa.