Introducción
La doctrina tomista de la ley natural ha sido y sigue siendo objeto de muchos equívocos. Se ha acusado que la comprensión general que se tiene de esta es fisicalista,1 pues la función que tal comprensión le atribuiría a la razón no sería otra que la de leer el orden inscrito en la naturaleza (un orden normativo dado) y aplicarlo para conformar las acciones al «orden natural». Frente a una concepción tal de la razón como lectora de una legalidad inscrita en la naturaleza, ha habido otras posiciones que postulan una autonomía fundamentada teónomamente. Apoyándose en la afirmación de santo Tomás de la participación especial del hombre en la providencia por ser imagen de Dios, remarcan tanto la autonomía de la razón humana en el establecimiento de la ley natural, que oscurecen la comprensión de esta como una ley dada por Dios para gobernar al hombre en sus actos personales.2 Para evitar estos equívocos, es fundamental rescatar la noción de la ley natural como participación de la ley eterna en la criatura racional tal como la comprende Tomás de Aquino. Si bien, como dice el Aquinate, la ley natural es algo constituido por la razón (aliquid per rationem constitutum), es decir, una ordenación que la propia razón humana establece para regular los propios actos, ella no es autora absoluta de la ley, sino que la concibe y formula participando de la sabiduría ordenadora de Dios, i.e. en su providencia.3 La inteligencia humana es capaz de comprender en cierto modo la razón de la providencia y de ordenar sus propios actos conforme a ella. Por eso, la doctrina tomista de la ley natural corresponde más bien a una «teonomía participada».4
Conviene, pues, atender a la doctrina de la ley natural de santo Tomás en relación con la afirmación de la participación especial del hombre en la providencia divina. Santo Tomás desarrolla profundamente esta doctrina en la Summa Contra Gentiles y la recoge luego, de forma particularmente sintética, en la Summa Theologiae. Allí introduce, además, el tratado de la ley eterna y explica con claridad la ley natural como participación de la ley eterna en la criatura racional. Comenzaré con la explicación que santo Tomás ofrece en la Summa Contra Gentiles acerca del modo especial en que el hombre participa de la providencia. Ahora bien, según que el hombre participa de un modo especial en la providencia divina, dice el Aquinate que Dios da leyes a los hombres. Así, en segundo lugar, examinaré en qué sentido dice santo Tomás que Dios da la ley al hombre.5 En tercer lugar, relaciono aquello con la doctrina expuesta en la Summa Theologiae acerca de la ley natural como participación de la ley eterna en la criatura racional. Considerando todos esos elementos, argumento finalmente que Dios es el autor de la ley, pero que la establece de tal manera que el hombre se la da a sí mismo por su participación en la sabiduría ordenadora de Dios.
El hombre participa de la providencia como tal
En la Summa Contra Gentiles, santo Tomás explica que todas las cosas son gobernadas por la providencia y que la ejecución de la providencia se realiza mediante causas segundas, donde las criaturas inferiores son guiadas por las superiores, que participan más perfectamente en la virtud del primer providente.6 En efecto, mientras las criaturas irracionales participan en la providencia en cuanto que están ordenadas por Dios hacia su fin por modo de naturaleza, de forma que solo ejecutan el orden de la providencia, las criaturas racionales, por la virtud intelectiva, participan en ella también en cuanto a la disposición del orden. Ahora bien, para que la ordenación que establecen en las cosas sea propiamente participación en la providencia divina, estas deben conocer de algún modo la razón divina de orden y así gobernar las cosas conforme a ella. Así, explica santo Tomás en Contra Gentiles lib. 3 cap. 113:
La criatura racional está sometida a la providencia divina de tal modo que no solo es gobernada por ella, sino que también de alguna manera puede conocer la razón de la providencia, por lo que le conviene también tener providencia y gobierno respecto de los demás. Esto no sucede con las demás criaturas que solo participan de la providencia en cuanto están sujetas a ella.7
Ahora bien, en virtud de aquel conocimiento que la criatura intelectiva tiene de la razón de la providencia, no solo es capaz de gobernar otras cosas, sino también de gobernarse a sí misma, dirigiéndose por sí misma al fin. De este modo, continúa diciendo santo Tomás:
Pero por el hecho de que una persona tiene la capacidad de proveer, también puede dirigir y gobernar sus actos. Participa, por lo tanto, la criatura racional de la providencia divina no solo según que es gobernada, sino también según que gobierna: se gobierna, en efecto, a sí misma en sus propios actos y gobierna también a otras cosas.8
Sin embargo, la criatura racional no es dejada a su providencia en sentido absoluto, sino que, como explica santo Tomás, está sujeta a la providencia divina. Es gobernada por Dios en sus actos personales. Así, el pasaje culmina diciendo:
Ahora bien, toda providencia inferior está sometida a la divina como suprema. Por consiguiente, el gobierno de los actos de la criatura racional en cuanto son actos personales pertenece a la divina providencia.9
Que el hombre participe en la providencia no significa, por tanto, que se le dé un espacio de autonomía absoluta, sino en que se le haga partícipe de la sabiduría ordenadora de Dios (que alcanza a cada cosa en particular),10 y se hace partícipe de esta porque comprende de algún modo la razón de la providencia y ordena las cosas conforme a ella. Así, sujeto a la providencia divina, sostenido y guiado por Dios, el hombre puede obrar a semejanza de Dios y ordenar las cosas al bien.
Para comprender bien esta participación especial en la providencia, hay que tener en cuenta lo siguiente: para santo Tomás, la criatura racional está sujeta a la providencia divina bajo una razón especial pues sobrepasa a las demás criaturas según la perfección de su naturaleza «porque solo la criatura racional tiene dominio de sus actos, por lo que se mueve libremente a sí mismo a obrar, mientras que las demás criaturas más bien son movidas a sus propias operaciones» y según la dignidad de su fin porque «solo la criatura intelectual alcanza al mismo fin último del universo por su operación, es decir, conociendo y amando a Dios, mientras que las demás criaturas no pueden alcanzar el último fin más que por una cierta participación de su semejanza».11 Dios, que gobierna a cada cosa según su capacidad, dirige pues a la criatura racional según que tiene dominio sobre su acto y según que puede alcanzar por una operación suya el fin del universo. Por eso dice santo Tomás que, a diferencia de las demás cosas que son provistas en orden a la especie y, en último término, en orden a la criatura racional, Dios provee a la criatura racional en orden a ella misma, puesto que puede alcanzar el fin del universo12 y que la dirige no meramente según las inclinaciones de la especie, sino individualmente, puesto que obra con dominio de su acto.13 Esa ordenación con la que es ordenada la criatura racional en sus actos personales, que trasciende la dirección por las determinaciones de la especie, es precisamente la ley. De ahí que diga santo Tomás que Dios da leyes a los hombres para guiarlos en sus actos personales.
Si seguimos, pues, el orden de la Summa Contra Gentiles, vemos que el Aquinate explica primero «que las criaturas racionales están sujetas a la divina providencia por una razón especial»;14 luego, «que las criaturas racionales son gobernadas por razón de ellas mismas y las demás, en cambio, en orden a ellas»;15 y, finalmente, «que la criatura racional es dirigida por Dios a sus actos no solo según el orden a la especie, sino también según lo que le conviene a cada individuo»;16 y que, por eso, «Dios da leyes a los hombres».17
Dios da la ley, en efecto, para que el hombre sea prudente y llegue, mediante sus acciones, a asemejarse máximamente a Dios.18
Qué significa que Dios dé leyes a los hombres
Según el Doctor Angélico, Dios conduce todas las cosas al fin, pero a cada una según su propia capacidad.19 Así, puesto que el hombre es conducido como ser inteligente y libre,20 Dios da leyes a los hombres. La ley, en efecto, es dada solo a los seres que conocen la razón de sus acciones y que, por tanto, son dueños de obrar o no obrar.21
Al argumentar en Contra Gentiles lib. 3 cap. 114 la necesidad de que Dios diera leyes a los hombres, el Aquinate explica:
En efecto, así como los actos de las criaturas irracionales son dirigidos por Dios en virtud de aquello que pertenece a la especie, así los actos de los hombres son dirigidos por Dios según aquello que pertenece al individuo, tal como se ha demostrado. Pero los actos de las criaturas irracionales, en cuanto pertenecen a la especie, son dirigidos por Dios mediante cierta inclinación natural, que es consiguiente a la naturaleza de la especie. Por tanto, sobre esto, se ha de dar a los hombres algo por lo que sean dirigidos en sus actos personales. Y a esto llamamos ley.
La criatura racional, como se ha dicho, está sujeta a la divina providencia de tal forma que también participa de cierta semejanza de la divina providencia, en cuanto que puede gobernarse a sí misma en sus actos y puede gobernar a otras cosas. Ahora bien, aquello por lo que son gobernados los actos de alguien recibe el nombre de ley. Por tanto, fue conveniente que Dios diera a los hombres la ley.22
Según se explica en el primero de los párrafos citados, como los hombres realizan actos que no se reducen a la especie, no pueden ser ordenados meramente por las inclinaciones de la especie, sino que requieren leyes, que es el modo como se regulan los actos de los seres libres. Sin embargo, en el segundo párrafo, el Aquinate parece apuntar a algo distinto, pues ahí explica que Dios da la ley a los hombres en cuanto les confiere aquello por lo cual pueden gobernar. Si los hombres han de participar de la providencia en cuanto tal, gobernándose a sí mismos y gobernando las demás cosas, requieren aquello mediante lo cual se ordena racionalmente las cosas, o más específicamente, como dice el pasaje, «aquello por lo que son gobernados los actos de alguien». Y eso es la ley. Es decir, Dios da la ley a los hombres en cuanto que los hace legisladores.
Ambos sentidos en los que el Aquinate dice que Dios da leyes a los hombres parecen, a primera vista, contraponerse. En efecto, una cosa es ser ordenado por otro mediante una ley y otra cosa es ser legislador. Sin embargo, a mi modo de ver, con estas dos afirmaciones santo Tomás no hace más que poner de relieve el doble carácter que posee la ley natural: es, por una parte, ley divina dada a los hombres para regularlo en sus acciones libres y es, por otra parte, una ley que establece el hombre por su propia razón. La dificultad que encierra el hecho de que una ley sea al mismo tiempo decretada por otro y establecida por uno mismo se sortea si se considera que esta ley natural no es otra cosa que una participación de la ley eterna en nosotros.23 Desarrollaré esta afirmación a continuación.
La participación de la ley eterna en nosotros
Como explica el Aquinate, todas las cosas que están sujetas a la providencia divina están reguladas y medidas por la ley eterna.24 Pero algo está medido y regulado en cuanto participa de la medida y regla. Las criaturas irracionales participan de la ley eterna en cuanto que, por naturaleza, están determinadas a sus actos y fines propios. En cambio, los seres humanos, por poseer la razón, participan en la ley eterna en un sentido más perfecto, en cuanto que poseen racionalmente una ley natural. En efecto, dice Tomás de Aquino que en la criatura racional «se da la participación en la razón eterna por la cual tiene una inclinación natural al debido acto y fin. Y tal participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural».25
Dado que las criaturas racionales están sujetas a la providencia divina de un modo más excelente que las demás cosas -pues participan de la providencia como tal-, Dios las hace capaces de formar un verbo mental en el cual se dicen a sí mismas lo que deben hacer, siendo la razón la que mide o regula los actos humanos. Por eso, dice santo Tomás que la ley ha de ser «algo perteneciente a la razón» (aliquid pertinens ad rationem);26 algo constituido por la razón (est aliquid per rationem constitutum), al igual que las proposiciones en el orden especulativo son obra de la razón (opus rationis).27 Como explica Bonino, la ley es el conjunto de orientaciones que la criatura intelectual se formula a sí misma para dirigirse al bien.28
En repetidas ocasiones, santo Tomás sostiene que la ley está tanto en el que regula como en lo regulado. Sin embargo, precisa que la ley está formalmente en el entendimiento, ya que esta es un acto de la razón que ordena, mientras que en las cosas reguladas se encuentra solo materialmente o quasi participative, puesto que se halla impreso en ellas el orden racional que concibió y decretó aquel que las ordenó.29 Así, en todas las criaturas hay una ley impresa, dado que el mundo fue hecho con sabiduría. En ese sentido, todas ellas participan de la razón eterna. Pero el hombre tiene parte en el principio regulador también regulándose, porque participa de la razón eterna como ser inteligente. Por eso, la participación de la ley eterna que se da en la criatura racional se llama propiamente ley:
A lo tercero, hay que decir que también los animales irracionales participan en la razón eterna según su modo, al igual que la criatura racional. Pero puesto que la criatura racional participa en ella de un modo intelectual y racional, por eso la participación de la ley eterna en la criatura racional se llama propiamente ley, ya que la ley es algo de la razón, como se ha dicho anteriormente. En las criaturas irracionales, en cambio, (la ley eterna) no es participada de modo racional, por lo que (la participación de la ley eterna en ellas) no puede decirse ley sino por semejanza.30
Es decir, según que hay una racionalidad inmanente a la naturaleza, todas las cosas participan de la razón eterna que las ordenó. Así, la participación de la ley eterna en las criaturas consiste en el orden impreso en sus naturalezas. Pero, según que el hombre participa de la razón eterna como ser intelectual, la ordenación impresa en su naturaleza consiste en una inclinación a obrar conforme a la razón, una inclinación al «acto y fin debido» como se decía anteriormente. Así, dado que el hombre participa de la razón eterna de un modo intelectual y racional -i.e. como un ser que comprende lo que está bien y lo que está mal y se regula mediante un acto de la razón-, dice santo Tomás que la participación de la ley eterna en él es ley en sentido propio.
Algunos autores, para hablar de la participación especial en la ley eterna que se da en el hombre, sostienen que, mientras las demás cosas participan sólo de modo pasivo en la ordenación divina, el hombre participa de una doble manera: de forma pasiva como todas las demás cosas, en cuanto que tiene una naturaleza e inclinaciones naturales dadas, y de forma activa, en cuanto que la criatura racional, a partir de lo dado, es capaz de ordenarse a sí misma.31 Aunque este modo de presentar la doctrina de santo Tomás puede ser útil para mostrar que el hombre se ordena sobre la base de lo que le es dado por naturaleza, puede no obstante inducir a un error: situar las inclinaciones naturales en una esfera independiente de la ordenación racional, como si estas fueran movimientos puramente instintivos que la razón debe encauzar.32
Frente a esto, parece mejor atenerse a la terminología de santo Tomás que, cuando distingue un doble modo de participación en la ley eterna, habla de una participación según la acción y la pasión (per modum actionis et passionis) y de una participación según el conocimiento (per modum cognitionis). Dice que todas las criaturas están sujetas a ella per modum actionis et passionis, en cuanto que, por la ordenación divina, se mueven por un principio intrínseco de operaciones hacia su propio bien: no son conducidas con un movimiento extrínseco, sino que la participación en la ley eterna o la impresión de la ordenación divina en ellas consiste precisamente en que Dios las hace principio motor de sus propias acciones. La diferencia con las criaturas irracionales, por tanto, no consiste en el hecho de que estas solo participan pasivamente de la providencia mientras que el hombre participa activamente, sino en el hecho de que la participación per modum actionis et passionis se da en el hombre de acuerdo con su condición de ser racional: «en cada una de las criaturas racionales hay una inclinación natural hacia aquello que está en armonía con la ley eterna, pues estamos por naturaleza inclinados a la virtud». Ahora bien, según que el hombre posee como principio de operaciones una naturaleza racional, se da en él un segundo modo de participación en la ley eterna, a saber, en cuanto participa de la ley eterna per modum cognitionis. Este segundo modo de participación consiste en que el hombre «de algún modo posee conocimiento de la ley eterna» de forma que puede regularse.33 Ambos modos de participación están implicados pues no podríamos participar de la ley por vía de conocimiento si no se nos hubiese dado, como principio intrínseco de operaciones, una naturaleza racional y no podríamos llevar a cabo la inclinación a vivir virtuosamente si no pudiéramos llegar a poseer un conocimiento de la ley.
Dios es autor de la ley mientras que el hombre la establece por participación
Así pues, aunque el hombre se regula a sí mismo en sus actos personales, es manifiesto que él no crea la ley, es decir, que no es su autor absoluto, sino que se encuentra en él por participación. La razón es medida de nuestros actos, ciertamente, pero es -como dice Vendiemati- regla-regulada.34 Al igual que sucede en el orden especulativo, la verdad del entendimiento humano es medida por la verdad del entendimiento divino. Solo porque el hombre participa de la verdad del entendimiento divino, puede darse por sí mismo la ley natural.35
Dios es el autor de la ley, pues Dios es quien dirige a las criaturas hacia su fin.36 Él desde la eternidad ha decretado el modo en que estas han de alcanzar el fin y todas las cosas están regidas por su ley.37 Mas la forma en la que se dictan leyes a los hombres es, como dice santo Tomás, dándoselas a conocer.38 En eso consiste la promulgación.39 Pues bien, «la promulgación de la ley natural es por el hecho mismo de que Dios la infundió (inseruit) en las mentes de los hombres para que la conocieran de forma natural».40 Es decir, la misma ley que establece el modo en que han de ordenarse los hombres y que, en cuanto decreto de la razón divina, es eterna, Dios la comunica a los hombres al hacer que estos la expresen de modo connatural.41
El hecho de que Dios «inseruit» en la mente de los hombres su ley de forma que pudiesen conocerla naturalmente, a mi modo de ver, debe entenderse en el mismo sentido en que se dice en De Veritate q. 10 a. 6 que en la luz del entendimiento se halla de algún modo toda ciencia originalmente «indita».42 Pues no tenemos ideas innatas, sino que conocemos y nos regulamos a nosotros mismos gracias al acto de nuestro entendimiento, que ciertamente participa de la luz de la razón divina. Según eso se dice que Dios infunde o introduce originalmente en nosotros su ley y su ciencia. Por eso, dice también santo Tomás en el proemio de De decem praeceptis que la ley natural «no es otra cosa que la luz del intelecto insertada en nosotros por Dios, por la cual conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar; esta luz o esta ley Dios la dio al hombre en la creación».43
Ahora bien, para establecer la ley, el hombre debe participar también de la voluntad divina. Al decir que la ley es obra de la razón, en efecto, no se excluye la voluntad del legislador en la acción legislativa.44 De ahí que, si la ley divina y natural procede de la voluntad razonable de Dios, al participar en el acto de gobierno divino prescribiéndonos a nosotros mismos la ley, debemos participar también en esa voluntad de Dios, lo cual no ocurre sino en virtud de la voluntas ut natura. Aunque no podamos desarrollar esto aquí, sin la voluntad como naturaleza -y, por consiguiente, sin la conciencia de estar inclinados como siendo dueños de nuestros actos-, no podríamos preceptuarnos ni siquiera que hay que hacer el bien y evitar el mal.45
Aunque, al tratar de la ley en general, santo Tomás la conciba como un principio extrínseco de los actos humanos,46 dice que esta debe constituirse de algún modo como un principio interior de los actos en las personas sujetas a ella, tal como Dios implanta su ley en toda la naturaleza.47 La ordenación divina mediante la ley eterna es por tanto tan íntima a las cosas que se da como principio interior de sus actos, pues Dios actúa en cada cosa desde lo más íntimo de su ser. Y, así, en lo que respecta al hombre, la ordenación divina se realiza de modo íntimo al darle a conocer la ley de tal forma que sea el hombre mismo quien la concibe y preceptúa. Para lo cual le da la naturaleza intelectual, con la luz del entendimiento y la inclinación que le es propia. Como dice Canals de un modo sumamente sintético, «porque Dios mismo es más íntimo a mí que yo mismo “según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la Ley natural”».48 Entre el entendimiento divino -autor de la ley- y el entendimiento humano -que la establece por participación- median, pues las inclinaciones naturales del hombre: Dios da a conocer al hombre lo que debe hacer por medio de la luz intelectual y de la inclinación natural.49
El hombre se ordena, por tanto, sobre la base de sus inclinaciones, pero se ordena precisamente porque su obrar es irreductible a las inclinaciones de la especie (para que el hombre pueda hacerse cargo de sí, como dice Millán-Puelles, ha de trascender la naturaleza de tal forma que se distinga el yo humano de la naturaleza humana50). La naturaleza del hombre, por tanto, con su inclinación al bien humano, posibilita doblemente que este formule la ley: por un lado, demarca al hombre el fin, inclinándolo hacia lo que le es proporcionado y, por otro lado, posibilita al hombre moverse libremente según una palabra emanada interiormente gracias a la cual puede darse fines y ordenarse a sí mismo.51
Ahora bien, decíamos que la misma ley eterna que establece el modo como han de ordenarse los hombres es la que es comunicada a estos de forma que la formulen connaturalmente. Como señala Brock, «puesto que Dios es el único agente voluntario cuya obra precede a la naturaleza, cualquier ley promulgada a través de la naturaleza debe ser Su ley. Pero la ley natural tampoco puede consistir en una ley que Dios instituye a través de Su acto de producir la naturaleza como distinta y añadida a la ley que Él instituye desde la eternidad».52 Es más, cuando santo Tomás se objeta que sería incongruente que, además de la ley eterna, se le diera al hombre la ley natural pues la primera ya es suficiente para gobernarlo, responde que tal argumento procedería si la ley natural fuese algo diverso de la ley eterna. Pero niega que sea así ya que es participación de la ley eterna en nosotros.53
La ley natural, por tanto, puesto que no es aliquid diversum a lege aeterna, con toda propiedad es una ley divina (y así lo perciben los hombres al reconocer su carácter absoluto). Sin embargo, también es con toda propiedad una ley de la razón humana, pues es el hombre, que participa de la luz del entendimiento divino, quien conoce el bien proporcionado a su naturaleza y se lo prescribe, asimilando así la propia ordenación divina.
La razón humana es la medida de nuestros actos, pero como dice J. de Finance es medida no en cuanto que es la razón de Pedro, de Pablo o de Juan, ni tampoco en cuanto que es meramente razón humana, sino por ser razón, es decir, en cuanto que participa de la luz divina.54 Brock, por su parte, señala también: «La regla de la razón humana rige verdaderamente porque y en cuanto es una participación de la ley eterna. Así es como tiene su fuerza obligatoria intrínseca, su fuerza de obligación moral, que no es otra cosa que su declaración verdadera de cómo debemos y no debemos actuar, de tal manera que nuestros actos no pueden ser buenos, o evitar ser malos, sino por conformidad con ella».55 Por eso, las acciones que se apartan de la regla de la razón son por sí mismas desordenadas y suponen una desobediencia al legislador divino. En cambio, los actos que se realizan en conformidad con la razón son, por lo mismo, ordenados y conformes con la voluntad divina.56 No sería esto posible si nuestra razón no fuese vicaria de la razón divina, a la que debe obedecer nuestro ser.
Como participación de la ley eterna, por último, la ley natural ordena al fin que es la bondad de Dios. Si la ley eterna ordena todas las cosas a la bondad divina, su semejanza participada tiene que orientar todo lo que cae bajo su cuidado hacia la bondad divina (toda ley intenta que el hombre pueda asemejarse a Dios; por eso, procura que los hombres sean buenos, virtuosos, que se amen entre sí, que amen a Dios, etcétera).57 No podría ser verdadera ley si no dirigiera las acciones de los hombres al bien común.58 Un mandato que busca bienes particulares que no se ordenan de ningún modo al bien común, no es una ley verdadera, es decir, no participa de la ley eterna.
Así pues, según lo que se ha podido mostrar, la doctrina tomista de la ley natural dista tanto del fisicismo, pues se trata de una ordenación de la razón a obrar conforme a la razón, como del autonomismo, pues la razón humana no actúa como norma suprema o fuente del orden moral, sino que, cuando verdaderamente ordena, lo hace por participación en la virtud del primer providente y no en lugar de aquel. Dios es el autor de la ley -y en ese sentido se debe reconocer la teonomía-, pero la da al hombre de un modo tal que este la constituye por participación -autónomamente solo en el sentido de que la razón formula la ley por su propia virtud-. El hombre es hecho a imagen de Dios por su naturaleza intelectiva y, por eso, puede participar en su providencia gobernándose a sí mismo y gobernando las demás cosas, pero no es la fuente primera del orden, sino que participa en el orden de la sabiduría de Dios.59
Conclusión
La consideración de la ley natural de santo Tomás desde el marco de la participación especial del hombre en la divina providencia posibilita ahondar en la comprensión de la ley natural como una participación de la ley eterna en nosotros para defender la teonomía y afirmar a la vez que el hombre constituye la ley por su propio entendimiento según que participa de sabiduría ordenadora de Dios.
Tal como se mostró, según explica el Aquinate, las criaturas superiores participan más perfectamente de la virtud del primer providente y, gracias a ello, pueden gobernar a las demás cosas. Ahora bien, añade también santo Tomás que, si pueden gobernar las demás cosas, pueden también gobernarse a sí mismas. La participación más perfecta en la virtud del primer providente consiste, pues, en que conocen de algún modo la razón de su providencia y, así, no solamente participan en la ejecución de la providencia, como las demás cosas, sino también en la disposición del orden.
Como la criatura intelectiva, según el designio divino, es capaz de alcanzar por una operación propia el fin del universo y que se ordena a este fin con dominio de su acto (que es el único modo en que se puede realmente alcanzar a Dios), está sujeta a la providencia divina bajo una razón especial. Esta razón especial consiste en que es provista por razón de sí misma y no en orden a otra cosa, y en que es dirigida no meramente según las inclinaciones de la especie, sino individualmente, según que realiza actos personales. Por eso explica santo Tomás que Dios da leyes a los hombres.
Pero no se las da meramente en un sentido material, sino que se las da propiamente, es decir, dándole aquello mediante lo cual puede gobernarse a sí mismo y gobernar otras cosas. En ese sentido, dice santo Tomás que el hombre participa doblemente en la ley eterna: per modum actionis et passionis, en cuanto posee la naturaleza racional, que es principio intrínseco de operaciones, con sus inclinaciones correspondientes, y per modum cognitionis, en cuanto que, por esa misma naturaleza, es capaz de conocer la ley.
La ley natural es un acto de la razón que ordena. Consiste, como hemos visto, en una ley establecida por Dios, autor de la naturaleza, pero promulgada de forma natural según que el hombre la conoce connaturalmente. La criatura racional se la dice a sí misma -pues debe regularse a sí misma en sus acciones-, pero no es la creadora de las normas, así como no es creadora de la verdad teórica que conoce, sino que las fórmula para ordenarse al bien debido, es decir, al bien correspondiente a su naturaleza, que es capaz de reconocer.
Para que pueda formular naturalmente la ley, Dios le da la naturaleza intelectual con su propia inclinación, a fin de que pueda comprender el bien que le es proporcionado y las exigencias que este conlleva. Así se dice a sí misma lo que debe hacer y lo que debe evitar, participando de la sabiduría ordenadora de Dios.
Así, la doctrina de la ley de santo Tomás une con finura y maestría la teonomía y la capacidad humana de autorregularse: Dios es el autor de la ley, Él da la ley a los hombres, pero se la da haciendo que estos puedan establecerla por su propia virtud. Los conduce íntimamente causando que se muevan máximamente desde sí mismos y que participen en su providencia, de la propia razón de orden de las cosas al fin, gobernándose a sí mismo y gobernando las demás cosas.