Introducción
En 1984 Eduardo Archetti sostenía que “el fútbol es una suerte de locura colectiva que trasciende fronteras” (p. 2), pero que debajo de esa aparente uniformidad o universalidad es importante describir sus singularidades a partir de sus símbolos, sus actores, su contexto, sus relaciones sociales y los aspectos centrales de su cultura. La expansión del deporte en la Argentina se puede asociar al desarrollo de la sociedad civil, ya que las organizaciones y clubes deportivos generaron espacios de autonomía y participación social al margen del Estado (Frydenberg, 2011). El cambio en las condiciones de vida, la modernización, y las luchas gremiales, donde no solo los sectores dominantes sino también los sectores populares comenzaron a acceder a los tiempos de ocio y tiempo libre, fueron determinantes para la construcción de una identidad nacional asociada al fútbol (Alabarces, 2002).
Las aproximaciones teóricas que aporta la psicología de la actividad física y los deportes (Hernández Mendo, 2003; Weinberg y Gold, 2010; Ferrés Rial, 2010), en tanto se centra en intervenciones normalizadoras que producen subjetividades sometidas a los requerimientos del mercado deportivo, se ven excedidos por la complejidad del escenario deportivo. Allí encontramos malestares psíquicos atravesados por una política corporal de exigencia y sacrificio que modela sensibilidades, legitimando la narrativa del cumplimiento del sueño de ser deportista profesional (Majul, 2021). En este sentido, vale considerar que, en tanto forman parte de la malla social, los deportes -sus instituciones, las personas que lo practican, lo enseñan, lo gestionan, los dispositivos y procesos que se configuran, los entramados de poder que se construyen, la participación colectiva, las estigmatizaciones, entre otros- constituyen un fenómeno social y cultural lícito para abordarse desde el campo de problemas de la salud mental.
Este artículo se inscribe en el cruce entre la experiencia profesional llevada a cabo en el acompañamiento, asistencia y orientación psicológica de varones jugadores de fútbol de un club de la ciudad de Córdoba, Argentina, y el inicio del trabajo de campo en el marco de una investigación científica realizada para acceder al título de Magíster en Intervención e Investigación Psicosocial de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba.
Temporalmente este trabajo se realizó entre los años 2014 y 2019. En aquel momento, los estudios sociales del deporte dirigieron la mirada al fútbol en tanto ritual, a sus hinchas, a sus héroes, a los clubes deportivos, pero dejaron vacante la reflexión sobre uno de sus principales actores, los jóvenes, aquellos varones de entre diez y veinte años, de diferentes pertenencias socioeconómicas, que sostienen años de formación en clubes para llegar a ser futbolistas. Por dicha razón, eché mano a la psicología social (Pichon Rivière, 1987; Íñiguez, 2003; Quiroga, 2003; Fernández, 2007; Montero, 2010) para dar cuenta de la constitución de las subjetividades en la trama de relaciones sociales y los procesos psicosociales implicados, a pesar de que los deportes no había sido un área abordada, con sistematicidad, desde el campo de la salud mental. A la hora de encarar el proceso de realización de la tesis, surgieron algunos interrogantes: ¿Cómo construir conocimiento científico a partir del ejercicio de la profesión? ¿Cómo se negocian los roles? ¿Qué posibilidades y obstáculos se presentan a la hora de investigar en un territorio donde se trabaja?
En tanto cruce, intenté reflexionar con la invitación de Ana María Fernández (2007) de “hacer de la incomodidad concepto” y de “problematizar recursivamente” los puntos de partida, como base de la indagación de las implicaciones (Correa, 2011; Fernández et al., 2014) y, desde el campo antropológico, echando mano a la reflexividad como dimensión fundamental de la metodología etnográfica (Guber, 2016) trayendo a primer plano circunstancias propias de la cocina de la investigación.
A partir de la recuperación de los registros de campo, en el presente trabajo me propuse compartir y analizar, de manera crítica, situaciones que subyacen a las experiencias de investigación psicosocial atravesadas por la praxis en el ámbito deportivo. En este sentido, traje a primer plano cuatro dilemas y tensiones particulares: negociar los roles, formar parte del territorio, el vínculo con las informantes clave y la encrucijada entre demanda y encargo en la que se vio envuelta la producción académica derivada de dicha práctica.
Aspectos metodológicos
Como sostiene Rosana Guber (2016), para los/as1 cientistas sociales se transforma en un desafío comprender y dar cuenta de las diferentes escalas de análisis y experiencias en el trabajo de campo, a la vez que esclarecer las posiciones de conocimiento y la producción intelectual. Tanto en la investigación etnográfica como en la práctica psicológica, se establece una interacción social, donde se torna fundamental atender a los dilemas particulares que atraviesa quien investiga o quien ejerce la psicología, con sus atributos de género, nacionalidad, raza, edad.
Correa (2011) afirma que “el investigador está dentro de su objeto. Cuestiona el discurso de verdad y favorece espacios de coconstrucción del saber” (p. 55), en ese sentido, se torna fundamental interrogar la posición en relación al escenario y los sujetos con los que se trabaja, es decir, indagar las implicaciones (Fernández et. al. 2014). Este concepto, originariamente trabajado por Lourau (1991) en el análisis institucional, rompe con la ilusión aséptica y neutral de los técnicos/as, psicólogos/as o investigadores/as y exhorta a transparentar opacidades que operan implícitamente.
En el campo antropológico, desde el trabajo etnográfico, Ribeiro (1989) sugirió exotizar lo familiar desde una posición de extrañamiento, descotidianizar la realidad conocida. Por su parte, Guber (2016) sostiene que la reflexividad es una capacidad de volverse sobre sí para poner en juego la interacción, la diferenciación y la reciprocidad. Desde la sociología Bourdieu y Wacquant (2014) propone desandar el inconsciente social e intelectual que subyace en las herramientas y operaciones analíticas de los/as cientistas sociales.
Como afirma Peirano (2004), en la construcción de conocimiento se encuentran implicados varios elementos: la biografía del investigador, las opciones teóricas disponibles en ese tiempo, el contexto histórico más amplio, y las situaciones imprevistas que configuran la cotidianidad del campo. De esta forma, es en el investigador en donde impactan los datos, donde se da un diálogo, una interlocución, entre las teorías de quien investiga y de quienes son investigados.
Este escrito se enmarcó en un proceso de investigación cualitativo y etnográfico llevado a cabo bajo el encuadre de la tesis para acceder al título de Magíster en Intervención e Investigación Psicosocial. El instrumento lo constituyó el diario de campo, del que se recuperaron y analizaron los reportes diarios producidos en el curso de los acontecimientos. El corpus estuvo compuesto por memos y notas etnográficas registrados de manera sistemática luego de cada visita al campo y con posterioridad a las entrevistas etnográficas realizada con 30 jóvenes que habitaron el albergue del club entre los años 2014 y 2019.
Si bien en el presente trabajo se recuperaron materiales que hacen alusión a la investigadora, se deja constancia de que la investigación aludida contó con los consentimientos informados de quienes participaron, cuyas respuestas fueron tratadas de forma anónima y confidencial según la Ley 25.326 de Protección de Datos Personales de la Nación Argentina (Argentina, 2000), en salvaguarda su información personal.
¿Salud mental en los deportes?
La salud mental, como subcampo de la salud en general, ha sido eje de profundos debates donde se discuten diferentes concepciones que la consideran como un bien transable, que debe regirse por la lógica de mercado o como parte del campo de los derechos humanos, que deben ser garantizados por el Estado (Stolkiner, 2015). Los esfuerzos colectivos por asegurar los derechos sociales de las personas usuarias de los servicios de salud mental, la transformación de prácticas y representaciones patologizantes, y los procesos de desmanicomialización en Argentina, fueron la base para la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657 (Argentina, 2010). Este marco legal entiende a la salud mental como el “proceso salud-enfermedad-cuidado”. Esta plataforma nos permite ampliar el alcance y valorar la integralidad que tiene este concepto, al aludir a relaciones horizontales, simétricas y participativas, reconociendo que buena parte de las acciones de salud suceden en las vidas cotidianas y en las prácticas de los conjuntos sociales y los sujetos (Stolkiner y Ardila Gómez, 2012).
A diferencia de otras ciencias sociales, las disciplinas que abordan el campo de problemas de la salud mental, ya sea en sus observaciones e investigaciones, parten de un padecimiento subjetivo. Es decir, a la par de comprender el proceso por el cual un sujeto posee un malestar, sus condiciones concretas de existencia y las dimensiones socio históricas que lo determinan, se intenta intervenir propiciando la producción de agencia, nuevos procesos de subjetivación y la construcción de nuevas significaciones (Gubbins, 2012).
Luego de trabajar cuatro años con jugadores varones de inferiores de un club de fútbol de la ciudad de Córdoba, registré que lejos del famoso slogan “el deporte es salud”, el ámbito deportivo se configura como un escenario complejo y múltiplemente determinado. Los años de asesoramiento, orientación y acompañamiento psicológico en dicha institución me permitieron desandar un entramado de relaciones en las que encontré malestares y padecimientos de salud mental de los sujetos implicados en la práctica deportiva y otros actores y actrices de la institución.
Llegado a ese punto, los aportes antes mencionados y la praxis profesional me permitieron hacer algunas preguntas: ¿Por qué los deportes no son vistos en clave de salud mental, como un escenario social donde se configuran subjetividades? ¿Quiénes serían los sujetos con derecho a la salud mental en los deportes?
Cuando se habla de salud mental y deportes, aún hoy encontramos un halo de discriminación, estigmatización y vergüenza. Se individualizan y privatizan los malestares para seguir capturando a los públicos -practicantes y espectadores/as- tras la apariencia de un fútbol sostenido por el éxito. En ese sentido, se observa que las instituciones deportivas se desentienden y guardan silencio ante los padecimientos de sus jugadores, y son estos, quienes, empujados por sufrimientos agudos, y bajo su sustento económico, acuden a profesionales psicólogos/as (Majul e Hijós, 2023).
Alabarces (1998) afirma que los deportes han sido desatendidos por las ciencias sociales en general, y que dicha obturación, desde el conocimiento académico, ha respondido a un prejuicio populista y a la imposibilidad de tomar distancia crítica de un universo que inunda todas las superficies cotidianas.
Desde la psicología, Ana Quiroga (2003) abordó el fútbol en tanto parte del tiempo libre como juego, escena teatral, como espectáculo y como industria, concluyendo en la necesidad de análisis detallados. Por su parte, la psicoanalista Débora Tajer (1998) partió de la preocupación por estudiar áreas de la vida social que tienen una gran relevancia en la historia de vida de los varones, considerando que el fútbol, en el caso argentino, se configura en un área social privilegiada de la constitución de la subjetividad masculina. Asimismo, algunas perspectivas se han centrado en abordar la práctica de un deporte o actividad física como instrumento para promover la salud integral de las personas con padecimientos mentales. En tanto herramienta de transformación social, se han señalado los beneficios subjetivos derivados de las prácticas lúdicas y las experiencias participativas y transformadoras para la autonomía de dichas personas (Alday, 2023).
Desde un posicionamiento crítico, en debates y discusiones, he intentado desandar miradas estigmatizantes que banalizan el escenario deportivo y a sus protagonistas. Construir conocimiento desde una posición ético política implica problematizar las decisiones, el accionar y lo establecido ejercitando la capacidad de interpretar la realidad social. Allí fue que decidí profundizar mis bases conceptuales en el campo psicosocial y me inscribí en la maestría.
La maestría y la dimensión política del saber y del rol
La propuesta de carrera de Maestría en Intervención e Investigación Psicosocial propone brindar aportes para el desempeño en intervención e investigación en problemáticas complejas con multirreferencialidad de cuerpos conceptuales y metodológicos. Para la admisión en 2014 presenté una nota en la que, en un par de renglones, contaba que me desempeñaba como psicóloga en el ámbito deportivo, pero estaba interesada en “investigar desde un enfoque psicosocial”.
Retomando la idea de que la exploración de la subjetividad es necesaria para el conocimiento de los fenómenos sociales, entendemos con Correa (2011) que “las investigaciones e intervenciones psicosociológicas parten de los grupos y se interesan cada vez más en las organizaciones abiertas y en las comunidades, en los movimientos sociales, en la ciudadanía y en la democracia” (p. 54). En este marco, la implicación forma parte de la construcción del campo de investigación, por lo que desandarla se torna tanto un desafío como una oportunidad, para dar visibilidad a la complejidad de dimensiones y relaciones de análisis que la constituyen.
Los talleres de implicación que ofrecía la maestría -espacios de análisis y reflexión acerca de la experiencia subjetiva, la participación y la posición ético-política- sumaron coordenadas para mirar la salud mental en los deportes como una problemática social. Esto es, atender a la complejidad de los escenarios deportivos tanto como a los procesos singulares en los que se producen malestares y padecimientos, de cara a intervenir propiciando nuevos agenciamientos.
Mientras seguía leyendo materiales, registraba que el uso de las teorías clínicas o cognitivo conductuales para aplicarlas al rendimiento deportivo, psicologizaban lo social, es decir, sobreinterpretaban desde la psicología, o les adjudicaban atributos psicológicos a hechos humanos y sociales (Pons i Anton, 2008). Consideré que era fundamental reconocer que los padecimientos de salud mental, ya sea individuales y/o colectivos, se encuentran atravesados por fundamentos constitutivos del sistema económico, político y social, y por las condiciones concretas de existencia (Quiroga, 2003).
En torno a mis intereses, era importante dar cuenta del entramado de relaciones que se configuran en los clubes, observando a los jóvenes que quieren jugar al fútbol, los vínculos con familias que acompañan, los dispositivos institucionales que se gestionan, la presencia irreductible de la dimensión corporal, entre otros. Lejos de pensar el escenario deportivo de alto rendimiento -ese que adquiere conocimiento público por la insistencia de los medios masivos de comunicación- mi mirada estaba centrada en el sujeto de la práctica deportiva, entendido como aquel joven que deja su pueblo de origen para perseguir “el sueño de ser futbolista profesional”. A partir del cursado de la maestría pude reponer los sentidos que el fútbol constituye para la configuración de subjetividades: sentidos sobre la existencia en tanto el fútbol constituye sus vidas; sentidos morales del deber ser futbolístico, la humildad, la responsabilidad, las renuncias, ser hecho y derecho; sentidos temporales caracterizados por las discontinuidades, las pausas de la carrera deportiva determinado por cambios de clubes, lesiones; entre otros (Majul, 2021).
En la relectura de mi cuaderno de campo y mis apuntes de la carrera apareció con cierta insistencia la palabra “desconocer”: ¿Por qué se repetía en registros distintos?, luego del trabajo reflexivo reconocí dos sentidos que estaban operando a partir de ese significante. Por un lado, se hacía manifiesto mi deseo, el deseo de ampliar mi campo de conocimiento sobre los malestares subjetivos y colectivos en el ámbito deportivo. Guber (2016) sostiene que la ignorancia del investigador es un modo de aproximarse a la realidad que estudia para conocerla. Por su parte, Correa (2011) afirma que “El acento en el análisis de la implicación está puesto en el saber-no saber de aquel que se posiciona en situación de investigar / intervenir” (p. 56).
Y, por otro, estaba empezando a construir el problema de mi investigación, me preguntaba: ¿Qué desconocían los jugadores de fútbol sobre el devenir en la carrera deportiva? ¿Qué dispositivos desplegaba la institución en base a esos desconocimientos? ¿Qué malestares y padecimientos se producían como consecuencia de esa falta de información? Es decir, encontré que la falta de información, sobre varios tramos de su carrera profesional, los ubicaba en una posición de desventaja en el entramado de relaciones de poder en el que se inscribe la práctica del fútbol (Majul, 2021).
Asimismo, me incomodaban las certezas, la construcción del estereotipo del jugador de fútbol y la imposibilidad de mirar en los intersticios de la subjetividad, de conocer sus historias. Me preguntaba qué otras dimensiones operaban en las experiencias deportivas en el tránsito por las instituciones. Lejos de victimizarlos, a través de una investigación, pretendía comprender y describir una mirada del ámbito futbolístico, como una parte del campo social que está atravesado por dimensiones complejas y singulares. No dejaba de resonarme lo que sostiene Guber (2016) respecto de “restituirles a los conjuntos humanos la agencia social que hoy parecería prescindible desde perspectivas macroestructurales” (p. 16).
Comprendí que la rigurosidad implicaba renunciar a mis certezas previas, que los problemas no entran en los límites de los recortes disciplinares, que podía recurrir a lecturas de otras disciplinas más allá de la psicología, y que ello iba a enriquecer mi mirada.
Psico2 o profe3, pero no investigadora. El trasfondo de la negociación de roles
Durante el año 2015 fui tomando las decisiones metodológicas que llevaron a que mi tesis de maestría tenga un enfoque etnográfico. A partir de un área de vacancia en los Estudios Sociales del Deporte, en torno a la mirada a los jóvenes futbolistas, buscaba comprender el fútbol como fenómeno social desde la perspectiva de sus miembros, en este caso describir cómo se deviene jugador habitando un albergue.
Para aprehender las estructuras interpretativas de los jugadores, desde las que realizan acciones y les adjudican sentidos, debía desnaturalizar todo un escenario que para mí era conocido, donde había trabajado como psicóloga. El método etnográfico me brindó el marco para que mis actividades de trabajo de campo sean flexibles, a la vez utilicé como técnicas de registro entrevistas y observaciones participantes en el contexto del albergue.
La actividad reflexiva sobre la dinámica en la que yo estaba incluida se tornó imprescindible, al tiempo que objetivar mis atributos sociales (mujer, joven, psicóloga, oriunda de un pueblo del interior de la provincia de Córdoba) amplió las dimensiones que se ponían en juego en la situación de interacciones sociales con los jugadores.
Consideré que formar parte del campo no era una limitación sino una posición privilegiada, tenía allanada una parte del camino que era el ingreso y la aceptación de los sujetos de investigación. Sin embargo, el rol de investigadora implicó otros acuerdos éticos y de consentimientos, distintos a los que ya tenía como psicóloga y a la función terapéutica de mi rol, en el acompañamiento de procesos singulares de cada jugador.
En el albergue del club, los jóvenes rotaban año tras año, eran muy pocos los que permanecían desde mis inicios como profesional. Cuando decidí emprender el trabajo de campo, me presenté como investigadora y, a través del consentimiento informado, explicité el tema de investigación y los objetivos de la misma. Debí aclarar que lo conversado previamente, en el marco del vínculo terapéutico, quedaba bajo el secreto profesional, y que, a partir de este momento, en virtud de la finalización de mi relación contractual con el club como psicóloga de inferiores, mi rol se abocaba a la investigación4.
Sin embargo, y aunque me había presentado como investigadora, los jóvenes, coordinadores y celadoras seguían dirigiéndose a mí como licenciada o psico. Asimismo, algunos jugadores me llamaban “profe”. No fue en ese momento, sino tiempo después que pude preguntarme ¿Qué relación instrumental construían los interlocutores conmigo poniéndome en el lugar de profe o de psico? ¿Qué dato construía la adjudicación de ese rol?
Así fue que entendí que, en la cotidianidad del albergue, el rol de investigadora no hacía sentido, la adscripción académica a una maestría no era importante dentro de los marcos interpretativos de mis interlocutores. Sin embargo, ser profe implicaba adjudicarme saberes, para ellos yo tenía algo para enseñarles, algún saber sobre sus emociones y sentires. Y ser psico, les permitía pensarme como la persona que podía alojar sus malestares singulares y las demandas hacia los coordinadores, a modo de mediadora. Siempre esperaban de mí una opinión profesional. El contrato que había finalizado era con la institución, y por más que yo ponía límites a mi participación, bajo otro encuadre no terapéutico, mi presencia era el contrato, y con ellos que no se había terminado.
Para los coordinadores era importante que yo sea funcional, en tanto, si permanecía allí por mi interés de llevar adelante una investigación, debía también dejar algo a los chicos y al club. Así fue que me pidieron realizar una actividad para trabajar el sentido de pertenencia. Consideré que dicha actividad podía brindarme más acercamiento, por lo cual decidí llevarla a cabo.
En aquellos días había conocido a un sociólogo, socio del club, que estaba armando un proyecto para un área de cultura en la institución deportiva. Cuando le conté mi intención de trabajar con el libro de los cien años, para recuperar la historia del club, surgió la idea de convocar al cantante que había compuesto una canción para aquel evento de celebración del club. Nos reunimos con él, escribimos la propuesta y la presentamos. Unas semanas después llevamos adelante la actividad que constaba de tres momentos, en el primero narramos la historia del club, en el segundo el músico cantó la canción que había compuesto, y en el tercero los jóvenes armaron estrofas o canciones de cancha, recuperando la historia. Dicha intervención derivó en el registro de algunos aspectos de la vida institucional, de las demandas, del rol adjudicado a una psicóloga, y de la cotidianidad del albergue que fueron fundamentales para continuar pensando en la formación deportiva.
La distancia y vigilancia epistemológica, y la reflexividad sobre los efectos de mi presencia en el albergue y sobre las expectativas de mis interlocutores, me permitieron construir esas interacciones en el campo como datos. Pude comprender el carácter relacional del trabajo de investigar y las negociaciones implicadas en la construcción del rol.
Conocer el campo, pormenores del trabajo
El campo en las ciencias sociales constituye el lugar donde los datos hablan, donde especificamos la geografía del escenario, la población y la muestra, al decir de Ameigeiras (2007) “Hacer alusión al campo implica referir a un lugar en particular, aquel en el que los actores sociales despliegan su vida, donde se encuentran e interactúan, en donde se generan y producen situaciones y acontecimientos que demandan nuestra atención” (p. 117). Por su parte, Guber (2016) sostiene que el campo se constituye en el “referente empírico” de la investigación, sin embargo, en tanto tal, es el resultado de una construcción llevada a cabo por la propia investigación (p. 84).
En las clases de metodología de la investigación, compañeros/as y tutores/as insistían en la dificultad de estudiar un entorno conocido. Si bien yo iba encontrando algunas tensiones, también consideraba que al no ser una outsider, no generaba alteraciones en lo cotidiano del albergue, lo cual contribuía a “generar una interacción más natural” (Guber, 2016, p. 36) para construir una mirada etnográfica sin dejar de lado la mirada a la dimensión de las subjetividades, que había construido desde el campo de la salud mental.
Me había propuesto como objetivos aprehender las formas en las que los jugadores de fútbol devienen como tal, observando sus acciones y prácticas, recuperando los sentidos y las interpretaciones que ellos mismos construían en este escenario particular que era vivir en un albergue de un club de la ciudad de Córdoba, Argentina. A partir de los estudios sociales del deporte comprendí que el fútbol masculino es parte de la cultura popular Argentina y que genera una identidad nacional (Alabarces, 2002). A la vez, el fútbol, con sus propias lógicas, construye estereotipos masculinos que son valorados positivamente en la sociedad. Con el correr de las entrevistas y las observaciones, confirmé esos operadores en la decisión de los jóvenes varones de ser jugadores de fútbol profesional.
Ahora bien, cuando empecé a preguntarme por la forma en la que yo estaba conociendo el campo, me di cuenta de que, si bien podía reconocer las lógicas y las categorías sin mediaciones, había una adscripción que establecía cierta particularidad. Era mujer y ello introducía un par de singularidades a la hora de investigar. Por un lado, si bien compartía con los jugadores parte de su cotidianidad en el albergue, no podía acceder a habitaciones, vestuarios y a la pensión en horario nocturno. Y, por otra parte, se me había señalado en reiterados ámbitos, profesionales, académicos, laborales, deportivos, cómo iba a investigar sobre fútbol si no jugaba al fútbol. Es decir, se daba por sentado que no hacerlo pasar por el cuerpo era una falta, yo no manejaba capitales corporales que podían alojar saberes y entendimiento de mis interlocutores.
Si bien es posible reconocer que aquella situación imprimió una forma particular de conocimiento, para los objetivos de mi investigación, los accesos antes señalados no resultaban significativos. Asimismo, yo argumentaba que para las mujeres aún no existía el desarrollo deportivo y el despliegue global del dispositivo futbolístico para el aprendizaje y menos aún para dedicarse a una carrera deportiva (por lo menos no en Córdoba ni en Argentina). Por lo tanto, si bien yo no jugaba al fútbol, aunque quisiera hacerlo, las experiencias iban a ser completamente diferentes. Incluso, recién hace un par de años se están creando pensiones para jugadoras de fútbol femenino.
En medio de juegos de mesas, mates o transmisiones de partidos, sosteníamos con los jugadores largas conversaciones sobre el mundo del fútbol. Aprendí algunos rasgos característicos de famosos directores técnicos, sobre sus jugadas preferidas y las posiciones de la cancha. Los días transcurrían en el comedor del albergue, en las horas de merienda para algunos y siestas para otros.
Entre los hallazgos que relato en mi trabajo la categoría de “sueño y sacrificio” son las que se presentaron con mayor profundidad en el campo. Allí sostengo que el sueño de ser jugador de fútbol profesional se enmarca en una construcción histórica de reconocimiento y prestigio, traducido en la posibilidad de ascenso social, y que dichos sentidos se actualizan y posee vigencia a partir de los modos en los que las instituciones deportivas configuran dispositivos de acceso y permanencia en el fútbol. Para llegar a dicha enunciación, tuve que someter mi práctica de investigación a una crítica reflexiva, dado que en un primer acercamiento al campo la pregunta que me interpelaba era ¿por qué todos sueñan lo mismo? Aquella mirada etnocéntrica, desde el lugar de universitaria introducía filtros en mi forma de entender y construir conocimientos. Con posterioridad, pude comprender que “no es el inconsciente individual del investigador sino el inconsciente epistemológico de su disciplina lo que debe ser exhumado” (Bourdieu y Wacquant, 2014, p. 70).
Finalmente pesquisé que yo cumplía con un rasgo que se tornó fundamental para ser aceptada como parte del campo: mi origen de un pueblo del interior de la provincia. Si bien no había vivido en una pensión, compartía con los jugadores la experiencia de haber dejado mi hogar a los 17 años, cuando llegué a Córdoba a estudiar. Conocía la mayoría de los pueblos que me nombraban y nos identificaban sentimientos, emociones y hasta gustos musicales, que no eran propios de los habitantes de la capital provincial.
Sin darme cuenta participaba como ayudante de cocina para las meriendas y hacía algunas diligencias como acompañar a los jóvenes al kiosco. La participación y la reciprocidad que había conseguido en esos meses me permitió explicitar estas situaciones como parte del proceso de conocimiento en este ámbito específico.
Entre la cercanía y la distancia, los y las informantes clave
Quienes se constituyeron desde el primer día en mis informantes claves fueron las celadoras. Como su significado lo indica, un/a celador/a es aquella persona que cuida y vigila. Si bien el equipo estaba integrado por dos mujeres y dos hombres, observando más en detalle, la distribución de horarios, tareas y responsabilidades, se asignaban diferencialmente en función del sexo biológico. Es decir, las mujeres trabajaban en horario de mañana y tarde, y eran las encargadas de las tareas de cuidado, y los hombres, asistían por la noche, para realizar específicamente la tarea de vigilancia, situación que, desde los estudios de género, se denominó “división sexual del trabajo” (Anzorena, 2013, p. 61). En esta línea, pude observar cómo la institución reproducía y naturalizaba jerarquías en las relaciones de género.
Por las mañanas tenía un trabajo particular y por la tarde realizaba el trabajo de campo, razón por la cual no interactuaba con todos/as los/as responsables de la celaduría. De esta forma, las celadoras fueron quienes me allanaron el ingreso al campo, me presentaban con el resto de los interlocutores y legitimaban mi presencia. Norma5, Marga y Silvia eran quienes me transmitían información sobre las actividades de los jóvenes, los inconvenientes con las autoridades, los avatares con la cocina y los arreglos de la pensión.
Norma, de aproximadamente setenta y seis años, era la celadora de las tardes. Antes de que se construya el edificio en el predio deportivo del club, ella pensionaba en su casa a los jóvenes que eran oriundos del interior del país o la provincia. Luego de más de un mes de la inauguración de la pensión, se presentó a ofrecer sus servicios, dejando en claro su enojo por no ser convocada. La razón que esgrimieron los coordinadores era su avanzada edad para hacerse cargo de los chicos. Sin embargo, ella insistió y llegó a un acuerdo para desempeñar sus funciones.
Marga era la celadora de la mañana, una mujer de aproximadamente cincuenta años, quien solía ayudar a Norma con las tareas de cuidado cuando la pensión estaba en su casa.
Silvia, quien había sido contratada para cubrir los francos, era una mujer joven de pasados unos cuarenta años, criando sola tres hijas adolescentes y viviendo con sus padres en un barrio aledaño al club y vecina de Norma.
Más allá de la información que ellas compartieron conmigo, empecé a observar que ellas construían su rol en base a tareas de cuidado, reproduciendo el estereotipo naturalizado de mujeres con capacidad de cuidar. Rodríguez Enríquez y Marzonetto (2015) sostienen que los cuidados involucran todas aquellas “actividades indispensables para satisfacer las necesidades básicas de la reproducción de las personas, brindándoles los elementos físicos y simbólicos que les permiten vivir en sociedad” (p. 105) y Pérez-Bustos et al. (2021) indican que el cuidado “es una práctica que implica una manera de hacer, un ethos encarnado en aquellas personas que hacen algo por otras y realizan un trabajo que contribuye directamente a mantener o preservar la vida” (p. 3). Aquella situación, no solo se articulaba en la dinámica institucional, generando una homeostasis, sino que también atravesaba la trayectoria de los futbolistas, quienes median a partir de estos cuidados, sus buenas o malas experiencias en las pensiones.
Mientras iba desentrañando los avatares de sus funciones, registré que en muchas de las comunicaciones conmigo encubrían la demanda de mediar entre ellas y los coordinadores, para que alojen el pedido de escucha y la resolución de los inconvenientes, porque, según ellas, en el accionar institucional todo era silencio y postergación.
Por otra parte, en muchas ocasiones quedé entrampada en las disputas entre celadoras, ya que cada quien tenía sus propias formas y criterios. Todas querían que yo esté de su lado, que asienta sus acciones con alguna argumentación técnica.
Asimismo, apelaban a la frase “usted sabe licenciada, esto siempre fue así”, recuperando mi paso por el club como psicóloga y buscando construir complicidades. Me pregunté en muchas oportunidades qué impacto producía ese saber previo que yo tenía sobre el territorio, en la forma en la que celadoras, coordinadores y jugadores respondían las preguntas de mis entrevistas. En más de una oportunidad apelé a la frase “no recuerdo” para solicitar detalles y escuchar de sus voces alguna situación que daban por sentada que yo sabía o debía entender.
Y la tesis ¿para qué? Demanda y encargo
Objetivar las reflexiones de un proceso de conocimiento, y la transformación que ello produce en la subjetividad de quien investiga, es uno de los desafíos del análisis en el campo psicosocial para evitar caer en la reproducción homeostática de saberes/poderes académicos. La capacidad de investigar críticamente plantea un cuestionamiento continuo de las prácticas de producción de conocimiento para reconocer que hay otras posibilidades, que no hay un solo modo de conocer ni una sola explicación para entender los fenómenos psicosociales (Montero, 2010).
Dos conceptos originarios del Análisis Institucional, que se vuelven instrumentales en toda investigación e intervención psicosocial, son los de demanda y encargo -llamado inicialmente encomienda- a los/as analistas/investigadores/as. La demanda aparece como un requerimiento, como una expresión de deseos de los integrantes de la institución, en cambio el encargo es realizado por quienes detentan el poder, a modo de solicitar el sostenimiento del status quo del sistema social vigente, una demanda procesada y privilegiada que recubre otras demandas (Lourau, 1991).
Finalizados los meses de trabajo de campo, registré que detrás de la problemática que había observado, respecto de los malestares psicológicos en el trayecto formativo de los jóvenes jugadores de fútbol, se alojaba la demanda por la presencia de un profesional de la psicología para acompañarlos en ese proceso.
Sin embargo, los coordinadores siempre transparentaron la sospecha por el resultado de mi trabajo, considerando que podía perjudicarlos. Ellos me exhortaban a escribir lindo para enaltecer al club que me había dado trabajo en el pasado. Por su parte, las celadoras insistían en que mi tesis debía producir un cambio para el bien de los chicos, porque la experiencia del fútbol en el club les traía amargura, y lo bueno que se llevaban era el compañerismo de la pensión.
Muchas veces me pregunté quién me iba a contratar como psicóloga después de escribir una tesis que muestra que los malestares que alojan los jugadores no son causados sólo y exclusivamente por padecimientos individuales, sino que también está implicada una manera, propia de este club, de sostener el sistema futbolístico, que la configuración de la subjetividad futbolística tiene una dimensión socio histórica situada. Tuve miedo de que mis interlocutores la lean y deslegitimen lo escrito. Un montón de sentires y afectos que se colaban en medio del trabajo de campo, y que con vigilancia epistemológica y diálogos con mi director y codirectora fui lentamente sorteando.
Previo a la entrega de mi tesis, pero luego de haber terminado el trabajo de campo, presenté un borrador a un equipo interdisciplinario de investigación del que formo parte, donde se realizan lecturas temáticas y compartimos apreciaciones y conocimientos. Considerando que cada quien lee desde su propio campo de estudio, y con sus nociones teóricas, recibí devoluciones que hicieron especial hincapié en algunas categorías que no aparecían en mi tesis, como los vínculos erótico-afectivos. Aquel intercambio me permitió precisar detalles del trabajo etnográfico y explicitar lo que apareció en el campo y lo que no. Otra tesis podría haber sido escrita, pero las circunstancias que marcaron el acontecer en el campo fueron las que guiaron el producto final de la escritura.
Conclusión
Realizar una investigación etnográfica no es algo que se aprenda de un día para el otro. Investigar en el ámbito deportivo tiene especificidades que se tornan un desafío para quienes nos posicionamos desde una mirada psicosocial. Un dilema ético, al menos en la práctica etnográfica, refiere a una situación que pone en cuestión nuestro universo moral de forma tal que exige de nosotros una respuesta (pudiendo ser incluso el silencio o la inacción).
A lo largo de este recorrido, he reflexionando y problematizando algunos aspectos particulares de la construcción del rol como investigadora, el desafío de realizar un trabajo de campo en un contexto conocido, el vínculo con las informantes clave y la encrucijada entre demanda y encargo, en la que se vio envuelta la producción académica derivada de dicha práctica.
Esas dimensiones expusieron dilemas particulares con los que me encontré: la relación distancia, cercanía, alteridad tiene una trampa que pudo hacerme caer en el etnocentrismo, pero que en el esfuerzo de construir distancia analítica me permitió reconocer mis preconceptos a la hora de establecer algunas preguntas, como así también registrar la importancia de correrme de la comodidad de los rótulos, en este caso investigadora, para dejar que en las interacciones del campo los sujetos sean quienes establezcan sus propios sentidos.
Por otra parte, el trabajo con temas sensibles como la salud mental me interpeló en reiteradas oportunidades. Muchas veces me pregunté si la investigación iba a realizar aportes relevantes a sus vidas, tanto o más que estar allí sentada como psicóloga. A través de intercambios con quienes me dirigían y demás referentes en los deportes y en la psicología, entendí que era importante producir conocimiento científico para impulsar a más colegas que quieran ejercer en el ámbito deportivo. Reconocí el área de vacancia y la necesidad de construir materiales con perspectiva de derechos, de género, con lecturas sociales y complejas de escenario, para arribar a los malestares y promover la construcción de nuevas significaciones, ya sea en el trabajo profesional como en la investigación científica.
Finalmente, considero que poder objetivar los dilemas, tensiones y negociaciones derivadas de dicho proceso, que marcaron una experiencia singular, permitió transformarlas en datos significativos para el trabajo de investigación. Además, recuperar y validar la humanidad del proceso de conocimiento, tanto de los/as investigadores/as como de quienes investigamos, nos ayuda a abandonar la ficción de neutralidad y reconocer la importancia ético-política de la construcción del saber.