En búsqueda de una definición de la teoría crítica1
El objetivo de este texto es pensar los rumbos de la teoría crítica hoy y sus relaciones, en particular, con la sociología, con referencia concreta al mundo contemporáneo. La teoría crítica no se restringe aquí a la tradición de la llamada Escuela de Frankfurt y sus desdoblamientos, ni siquiera se la limita a lo que por convención se denomina “marxismo occidental”. Prefiero conceptualizar a la teoría crítica de forma más ecuménica, posibilitando de este modo que otros autores y corrientes se sitúen en ella, siempre y cuando compartan algunos presupuestos comunes. Esto nos lleva a una discusión inicial sobre algunas corrientes que podrían contribuir en la renovación de este vasto campo teórico. Antes de esto cabe definir en qué medida y con qué medida un abordaje teórico podría vincularse a la tradición crítica. No obstante, me concentraré aquí en algunas dimensiones fundamentales del debate contemporáneo, sin pretender efectuar una discusión sistemática de todas las corrientes que hoy podrían ser vistas como integrantes de este campo intelectual.
Una ambivalencia en relación con la evolución de la modernidad, en sus aspectos multidimensionales -que incluyen el capitalismo, aunque sin limitarse a él-, caracteriza buena parte de la teoría social europea desde mediados del siglo XVIII hasta al menos las últimas décadas del siglo XX. Libertad y dominación centellan en varios análisis como polos en los que se realiza y se frustra la modernidad, ya que sus promesas son cumplidas de manera parcial y unilateral a través de instituciones que, si por un lado concretizan los valores de la libertad igualitaria que desde sus inicios fueron cruciales para el imaginario moderno, por otro establecen parámetros de relaciones sociales que constituyen nuevas formas de dominación (Domingues, 2002). Algunos llevaron la crítica muy lejos, como en el caso de Weber, pero sin llegar a constituir una visión que se encuadre en lo que quiero definir con ecuanimidad como teoría crítica: él se contentó con resignarse frente a un mundo en el que los valores del liberalismo eran, de hecho, imposibles de realizar en una sociedad altamente burocratizada y privada de libertad, donde regía un sistema de dominación-legal consustanciado con el Estado moderno (Cohn, 1978; Domingues, 2000).
La teoría crítica es entendida aquí como una vertiente que cuestiona a la modernidad y que no solo sustenta sus valores contra las instituciones actuales, sino que también busca localizar en el presente y en los agentes sociales que se movilizan en este marco los potenciales y posibles sujetos que lleven adelante la emancipación prometida antes por la modernidad. Claro que estos valores no son, ni pueden ser, una derivación de las ideas del teórico crítico, más bien consisten en extrapolaciones conceptuales de temas y tendencias que se verifican en el mundo social efectivo de la modernidad en sus sucesivas transformaciones, sin alterar, con todo, sus preceptos centrales, que perduran de forma constante. O sea, se trata de una crítica inmanente, que procura sin embargo trascender las condiciones sociales que impiden la realización de los valores de la modernidad y las demandas que los agentes sociales concretamente críticos ponen en el centro de la disputa intelectual y política (Benhabib, 1986, pp. 328-329; Browne, 2008).
De hecho, incluso en la tradición de la Escuela de Frankfurt, concebida de manera más limitada, hay muchas formas y “modelos” de hacer teoría crítica (Müller-Doohm, 2005). De todos modos, debe quedar claro aquí que no se trata ni de atenerse solo a las concepciones de justicia que se presentan en los movimientos sociales, ni de buscar los elementos morales incipientes que las articulan (o pueden llegar a articularlas) a partir del sufrimiento moral, sino de todas esas cosas y otras más, siempre y cuando aparezca la demanda por la libertad igualitaria; en estos aspectos difiero tanto de Fraser como de Honneth (2003). Si aquella demanda ofrece un criterio claro, por otro lado, es obvio que la realidad no es pura. Se suma a esto que la trascendencia puede ser prefigurada en ese sentido tanto en términos de elementos institucionales como, tan solo, en términos imaginarios. Más complicada es la substitución directa de Habermas (1981) del análisis social y de impulsos sociales inmanentes para el cambio por la idea de que el núcleo de la teoría crítica descansa en la propia estructura de la comunicación humana y por una oscura idea de “reconstrucción” conceptual, que aplicó de formas distintas a varios fenómenos.
Nobre (2008a y 2008b), por ejemplo, viene insistiendo en la pretensión de “no competencia”, desde Marx, pero sobre todo en referencia al texto fundador de Horkheimer, entre “teoría tradicional y teoría crítica”, perspectiva que se extendió hasta al menos cierta altura de la obra de Habermas como una marca que define la cuestión en el contexto de una delimitación más estricta de lo que sería la teoría crítica. Pero en esto observo cierta ambigüedad: no está claro si la no competencia se pone en términos de desarrollos paralelos, pese a que la teoría crítica incorpora los hallazgos de la teoría tradicional, o si la teoría crítica sería efectivamente superior, por su punto de vista cognitivo, sobre la tradicional. Tan solo en esta última acepción creo que es válida la perspectiva de una no competencia en Marx y Lukács.
No obstante, en general, el punto de vista crítico vinculado a la emancipación puede reivindicar su preeminencia solo en la medida en que está calzado en la trascendencia del presente mediante el reconocimiento de los elementos emancipatorios que se encuentran ahí al menos en germen, sean valores, procesos, instituciones o agentes. Es esto lo que falta en la teoría tradicional, que sigue presa exclusivamente en el círculo del presente. En este sentido hay de hecho competencia, aunque también complementariedad parcial. Esta es la forma en que se puede entender, por ejemplo y de manera ejemplar, la crítica de la economía política de Marx, que presenta una construcción conceptual sistémica que va más allá de aquella articulada por la teoría tradicional, sin perder su carga de negatividad. O sea, complementariedad crítica y competencia teórica emancipatoria no se excluyen desde el ángulo a través del cual enfoco la cuestión, aunque la calidad y la efectividad de la producción no son ni por asomo garantizadas por una retórica crítica y cualquier punto de vista sea capaz de generar sistemas conceptuales e interpretaciones de gran alcance y sofisticación.
Me gustaría sugerir, además, que no es en una perspectiva metodológica que debemos enraizar la teoría crítica, sino más bien en la inmanencia de un valor central, que no perdió de modo alguno su potencial, por más que pueda quedar adormecido cuando algunas metas de la emancipación social son alcanzadas. Me refiero a la libertad igualitaria, o sea, a la demanda de que cada uno tenga el mismo poder social y sea libre para elegir su propio camino en la vida, en lo individual y en lo colectivo, más allá de los sistemas de dominación -o que impliquen control- y la falsa dicotomía entre libertad positiva y negativa. Este ha sido el núcleo histórico substantivo de la teoría crítica desde Marx, pasando por Adorno y llegando a Habermas (Domingues, 2002).
En este marco, cabe preguntar: ¿por dónde anda la teoría crítica en sentido estricto? Hace veinte años, cuando la democracia comenzaba a decaer en el mundo occidental, después de décadas e incluso siglos de difícil y conflictiva expansión, los abordajes más destacados de la teoría crítica defendían la idea de que la expansión de la “sociedad civil” o de la “esfera pública” -más exactamente, de la democracia procedimental y deliberativa- pasaría al centro de la política emancipatoria en el cambio de siglo (Cohen y Arato, 1992; Habermas, 1992). Nada de capitalismo, nada de neoliberalismo, nada de transformaciones desdemocratizantes del Estado. En este sentido, aunque existen ciertos problemas en su obra máxima, en particular en función de su adopción de la teoría de los sistemas y de una filiación tácita a la teoría neoclásica del mercado (Habermas, 1981), la discusión posterior de Habermas sobre la democracia avanzó en el sentido de completar, de forma discutible, una laguna que era muy problemática para la teoría crítica. Por otro lado, esto significó un retroceso desde un punto de vista conceptual más amplio. Su última intervención relevante en este debate se dirigió hacia discusiones importantes acerca de la invasión del neoliberalismo eugenésico sobre la política de la vida (en referencia a la biotecnología) (Habermas, 2001a y 2001b); y más recientemente evidencia tal vez el comienzo del reconocimiento de la posibilidad de procesos desdemocratizantes, ejemplificados en concreto por la situación actual de Europa (Habermas, 2011).
Honneth, después de mucho insistir en la centralidad de la política del reconocimiento -que puede ofrecernos una interesante teoría de alcance medio, pero nada más que eso-, parece haber terminado asumiendo, en una contribución conjunta con Martin Hartmann, que la crítica perdió su núcleo inmanente trascendental. Esto se debe a la capacidad del capitalismo contemporáneo de asumir las demandas de la generación de 1968, con su crítica estética y social, como máximo restando como elemento de tensión las “paradojas” generadas por la inevitablemente incompleta y algo ilusoria realización de esos valores (Honneth, 2010), aunque, en lo que hasta ahora es su obra máxima, la libertad, como principio de la vida ética moderna, sea reafirmada (sin un reconocimiento más explícito de su impulso igualitario, como valor en esa civilización) y como si hubiese sido institucionalizada (Honneth, 2011). También vienen llamando la atención de otros autores en esta tradición reciente concepciones globales de justicia centradas, sobre todo, en los individuos, con escasas referencias hacia países, colectividades o a la dinámica del capitalismo o de la democracia en los planos nacional o global (cf. Fraser, 2009).
Honneth se basa, para construir este último argumento, en parte de la obra de Boltanski y Chiapello (1999), cuyo diagnóstico de la modernidad es de gran interés, al tratar sobre lo que sería el “nuevo espíritu del capitalismo”, todavía con un énfasis excesivo en la moral y en la motivación, como si este fuese el problema para Weber (lo que no es verdad, aunque tampoco sea correcto hablar simplemente de lógica sistémica). O sea, se trata de una teoría protestante del capitalismo, basada en la idea de internalización de las normas, mediada de forma curiosa por su absorción de Parsons, antes que de una teoría del protestantismo y su impacto sobre el desarrollo del capitalismo; cuando esa internalización se esfuma, según Weber, da lugar a la mera lógica sistémica y a objetivos instrumentales. Este es un problema que también perjudica la obra de Habermas y, hoy, en particular, la de Honneth.
Más grave aún, Boltanski, el “jefe de la escuela” del grupo, se perdió después en una definición de crítica absolutamente amorfa e inespecífica, en la afirmación sobre la cuestión moral, como si ella agotase el universo social, esfumándose sus argumentos en una retórica vaporosa de la cual está ausente el tema del poder (Boltanski, 2009). Esta mirada no le otorga una centralidad y ni siquiera discute los procesos cruciales que atraviesan hoy los países europeos, inclusive, opera como si estos problemas no existiesen, en tanto que la selección de modelos de crítica que realizó antes con Thévenot, todos igualitario-meritocráticos, no da espacio para las relaciones de dominación que muy poco se explicitan moralmente en la modernidad o un problema evidente en la Europa de hoy como lo es la situación de los migrantes.
Además, a pesar de movilizar varios autores de la filosofía política, seleccionados de manera arbitraria, no contempla una “sociología crítica”, sino una “sociología de la crítica”, sin dar atención a los principales valores más generales que con certeza se pueden encontrar en los diversos mundos de la vida y en sus críticas cotidianas, los cuales componen el núcleo del imaginario moderno (Boltanski y Thévenot, 1991). O sea, polarización de las clases, demagogia racista, decadencia de la democracia, neoliberalismo, nada de esto surge en sus textos, pese a que los aspectos cruciales del capitalismo son abordados en su estudio conjunto con Chiapello. Desde mi visión, aquella contraposición entre formas de crítica solo tiene algún sentido en el contexto de su oposición a la teoría de Pierre Bourdieu, la cual no reconoce las facultades reflexivas, y, por lo tanto, tampoco la capacidad crítica, de los seres humanos ordinarios. De modo alguno este es el caso de la vertiente alemana que se extiende de Marx a Honneth, así como tampoco el de otras corrientes menos objetivistas de teoría crítica.
Al mismo tiempo, algunos autores marxistas, como Harvey (1990 y 2009), vienen presentando discusiones interesantes y relevantes, con una perspectiva crítica sobre el mundo contemporáneo, aunque conceptualmente entienden que basta en lo fundamental con retomar el bagaje teórico de Marx para dar cuenta de la cuestión, lo que, es obvio, no es posible después de tanto haber cambiado el mundo y la teoría en las últimas décadas. En compensación, en su esfuerzo de renovación ciertos autores “posmarxistas” partieron para el mundo del “discurso” y, en cuanto a discusiones conceptuales interesantes, se dirigieron hacia una esfera de alta nubosidad, con una limitada capacidad de comprensión del presente en su multidimensionalidad (por ejemplo, Butler, Laclau y Zizek, 2000). Además, y una vez más, de modo general también se expresa una concentración reductiva en Occidente en estas corrientes.
Por otro lado, nos encontramos con el “poscolonialismo”. Todavía hay que esperar para ver cuáles son sus innovaciones concretas, además de la demanda sobre la necesidad de reinventar la teoría social en su totalidad, más allá del eurocentrismo, como si nada jamás hubiese sido proyectado en esa dirección y como si las ciencias sociales y las humanidades nunca hubiesen sido capaces, por ejemplo, en América Latina, de proponer soluciones para los problemas de dependencia intelectual y la inadecuación conceptual que ellos denuncian, lo que es claramente absurdo (Devés Valdés, 2012). Más interesantes son las propuestas como las de Nandy (1978), cuya obra es ya -o debería ser- una referencia global. Él es un ejemplo claro de una crítica en parte no moderna a la modernidad, por más que al mismo tiempo se ponga como alteridad ya modernizada (y, por lo tanto, parte también de la modernidad), centrada en la cuestión de la libertad, mezclando influencias europeas y la herencia transformada de la civilización india (véase Domingues, 2010). Análisis concretos sobre el mundo contemporáneo, sobre las sociedades llamadas poscoloniales, faltan por completo en este abordaje -fuera de las intervenciones de Chatterjee (1993 y 2004)- cuya fijación en la idea de “comunidad” y secundarización de la lucha por los derechos es, como veremos más adelante, muy discutible, en rigor correspondiente con una aceptación subrepticia -y ciertamente no intencional- del statu quo que se afirma hoy.
En América Latina se destaca en este sentido Mignolo (2000 y 2005), cuyo trabajo se centra en la exclusión, por la “colonialidad-moderna”, de los pueblos originarios y en la búsqueda de una articulación retórica salvaje, a contrapelo del racionalismo y de la racionalización oficial occidental. Aquí es el mundo del discurso, tan caro al entrecruzamiento de lo posmoderno y del posestructuralismo, lo que informa mucho de este punto de vista pos/decolonial limitado, en el mejor de los casos, a la relevancia de ciertos problemas enfatizados por ellos2. De todos modos, aunque estos temas sean por cierto relevantes -la diversidad del mundo social global, así como los desafíos epistemológicos y políticos tienen que ser enfrentados- la crítica no puede detenerse ahí. Además, esta discusión no es una exclusividad del pensamiento pos o decolonial: muchos en América Latina y otros lugares, por ejemplo, el marxista egipcio Samir Amin (1973 y 1988), han estado atentos a esas cuestiones, sea apuntando de manera sustantiva el papel del imperialismo o como una crítica del “eurocentrismo”, más allá de que concordemos o no con este autor.
Hay varios elementos relevantes en estas miradas, aunque, desde mi punto de vista, sean limitadas. Mientras tanto, el mundo enfrenta problemas crecientes y la modernidad es conducida en una dirección en la que hay cada vez más polarización social y un debilitamiento de la democracia, problemáticas que América Latina ha resistido en los últimos tiempos con cierto éxito. Este es un aspecto fundamental de lo que denomino como tercera fase de la modernidad, en lo que tiene de más perverso y más vinculado a la derrota de los proyectos emancipatorios, aunque esto no sea ni absoluto ni inevitable. Examinemos más de cerca esta cuestión para poder entender lo que se puede denominar como teoría crítica en nuestro tiempo presente.
Aquí se trata de seguir, al mismo tiempo, una estrategia ecuménica y rescatar intuiciones de corte empírico y teórico que se encuentran en los orígenes de esta tradición. En esto tiene mucho que ofrecer un abordaje sociológico incisivo, antes que filosófico, que mantenga el choque entre valores e instituciones modernas en su cerne. Por supuesto, hay otros autores y abordajes que se pretenden críticos, los cuales vienen dando atención a estas cuestiones, así como a otros innumerables temas, como el patriarcado y el sexismo, el racismo y la destrucción del medio ambiente, que tienen sus propias líneas críticas. No imagino aquí lidiar con todas ellas de modo alguno, mucho menos agotar los múltiples temas y cada vez más específicos a los que la vida social, en exponencial complejización, nos va llevando en ese sentido. Importa en este contexto solo delinear lo que serían los ejes fundamentales de un diagnóstico crítico del presente, apuntar hacia fuerzas emancipadoras en ese cuadro histórico, tema crucial para la propia legitimidad de la teoría crítica, e indicar caminos de pesquisa que me parecen relevantes en esa conexión.
La modernidad contemporánea
En las últimas tres o cuatro décadas hubo un cambio radical en la situación de los diversos países del mundo. El capitalismo cambió sus patrones de acumulación y regulación, así como de consumo; o sea, se alteró de sobremanera su “modo de desarrollo”, para utilizar la expresión de los regulacionistas franceses. El neoliberalismo es una expresión de eso, pero también lo son las profundas transformaciones en la forma de organización de la producción y del consumo, que por convención se llaman “posfordismo”.
Una globalización de esos procesos emergió en todos los países del mundo, de forma “desigual y combinada”, junto con su fragmentación: por el just in time (justo a tiempo) y por la lean production (producción ajustada), por la tercerización y por las redes entre empresas, por la pluralización y segmentación de los mercados de consumo, así como por más concentración y centralización del capital y por una polarización social creciente entre clases sociales, o entre pobres y ricos, desde un punto de vista fenomenológico. Esto marcó, de modo contingente, lo que se puede caracterizar como el pasaje de la segunda fase de la modernidad -organizada en gran medida por el Estado- hacia la tercera, de creciente complejidad social y en la cual el Estado retrocede hacia otras tareas de gobernabilidad, dejando que la economía, ahora mucho más globalizada, sea regulada de manera creciente por el mercado, con predominio en buena medida del capital financiero sobre este proceso (Boyer, 1986; Harvey, 1990 y 2009; Piketty, 2014; Domingues, 2008, 2012 y 2015).
Existía, en tanto, la expectativa de que la democracia iba a florecer -o al menos había una expectativa normativa en cuanto a la cuestión democrática-. De aquí venía la esperanza de los sectores dominantes de la teoría crítica, ya mencionados, que apostaron a esto. De modo general, eso no ocurrió, se trataba de esperanzas frustradas y los elementos democráticos de esos sistemas políticos se encogieron, en términos de la confianza de los ciudadanos en el comportamiento de los ocupantes del Estado, del espacio de participación y de su protección cuando participan (Tilly, 2004, pp. 7-30; 2007, especialmente cap. 1). Se podría sugerir que el problema está localizado en los países del antiguo “tercer mundo” y en aquellos que vivieron el “socialismo real”, tanto China y Cuba como Rusia. Pero eso es claramente falso: la democracia es restringida y retrocede justamente en aquellos países de Occidente en los que emergió, sea en Europa o en los Estados Unidos.
Participación, respeto al mandato electoral conferido por la población, articulación con las fuerzas organizadas de la sociedad, respeto a los derechos humanos y demás derechos, libertad de prensa, tolerancia en relación con grupos étnicos y religiosos distintos, todo eso se ve en jaque por el fraude electoral explícito, por una acentuación del poder represivo del Estado, por la completa indiferencia por el mandato recibido por los partidos y “líderes” para realizar políticas definidas en sus campañas -cambiándolas de forma cínica a su antojo o el del mercado-, por el uso oficial de la tortura y el secuestro, por el aumento de los secretos y servicios secretos y de vigilancia, por el racismo oficial y abierto, por el uso instrumental y selectivo de la justicia, por el creciente fortalecimiento e independencia de los ejecutivos frente a los parlamentos (y dentro de aquellos, de los bancos centrales), por ataques a la prensa de forma frontal si ella se muestra crítica al poder establecido, al tiempo que los medios de comunicación de masas se hacen cada vez más monopólicos y vinculados al neoliberalismo global.
Infelizmente, muy poco -o casi nada- viene siendo, de manera crítica o no, teorizado en este sentido (para ciertos aspectos de esto ver, American Political Science Association, 2004; Crouch, 2004, Giroux, 2004; Sassen, 2006; Pierson y Skocpol, 2007; Streeck, 2005 y 2011)3. En cierta medida, la continuidad formal -en muchas instancias en verdad dudosa en la mejor de las hipótesis- de los sistemas liberales democráticos sustrae el tema de la discusión. Por supuesto, tampoco debería olvidarse lo que se podría llamar desexcepcionalización del “Estado de excepción”, que marca la evolución de las democracias liberales desde su propia emergencia en el siglo XIX y que hoy, según Agamben (2003), alcanza su ápice, y se encuentra en la base del fortalecimiento de los ejecutivos en detrimento de la soberanía popular y del parlamento.
Sobre este punto, aunque con dificultades y limitaciones, América Latina es la única región del mundo que ha avanzado, en sentido contrario a lo que ocurre en otros parajes, en la dirección de construir y profundizar la democracia, desarrollando lo que definí como una revolución “molecular democrática”. Es verdad que este proyecto “transformista” ha tenido mucho peso en las sociedades latinoamericanas, en particular con el neoliberalismo de los años noventa, y que, en lo económico, la situación, pese a un crecimiento acentuado desde 2009 e incluso antes, se complica a raíz de los procesos de reprimarización o “comodificación” que reiteran, inclusive en el caso de Brasil, su vocación periférica o, en la mejor de las hipótesis, semiperiférica. De modo general también se verifica en la región el fortalecimiento del ejecutivo. Pero un proyecto de más “cohesión social”, que implica la disminución de la polarización y los diferenciales crecientes de renta y riqueza que marcan todo el mundo actual, era visible, hasta hace poco, en mayor o menor grado, en la mayoría de los países latinoamericanos. Esto es claro en el caso de Brasil, aunque hablar de una nueva clase media, basándose en los métodos de las agencias de publicidad que quieren pensar los mercados de consumidores en función de la renta y las posibilidades de lucro, no tenga sentido, más bien lo que viene sucediendo son variaciones en el poder adquisitivo y en la movilidad social. Esto llevó a lo que en cierta medida puede ser visto como los inicios de una nueva onda de movilizaciones, que comenzó con manifestaciones masivas en 2013, donde tuvo un fuerte destaque el tema de los derechos sociales universales (Domingues, 2008 y 2015). Esto no quiere decir que los sistemas político-administrativos de dominación -de soberanía y gobernabilidad- no sigan vigentes en esos países y que su control por parte de la ciudadanía sea menos importante y apremiante que en otras regiones del planeta. No es razonable olvidar las lecciones weberianas, y foucaultianas, sobre el tema de la dominación, incluso racional-legal y hoy marcada por elementos más o menos democráticos en la conformación del sistema político, así como por momentos con buenas intenciones de cuño social-civilizatorio, aunque tampoco debamos restringirnos a la simple resignación.
¿Por dónde anda la llamada teoría crítica frente a todo esto? En la mejor de las hipótesis, es preciso subrayar, a la deriva. La teoría crítica con Marx se centró en la discusión de la modernidad liberal -su primera fase-, con Adorno y Horkheimer, al igual que con Habermas y los otros integrantes de la llamada Escuela de Frankfurt, en la segunda fase organizada de manera estatal, se focalizó en este caso sobre todo en el plano de la filosofía. Esto fue reproducido en otros lugares en el mundo poscolonial o semiperiférico en general a través de movimientos de liberación nacional y proyectos nacionalistas y afirmativos de varios tipos, a menudo remitiendo al siglo XIX (Devés Valdés, 2012). Frente a la tercera fase, que se desdobla violenta y rápidamente ante nuestros ojos, se mantiene callada y distante o, al menos, abatida y ensimismada. En compensación, las expectativas y el comportamiento de ciudadanos y semiciudadanos de ese mundo transformado poseen hoy una profunda inquietud y rechazo de esos modelos de dominación económica, política y cultural, aunque esto encuentre dificultades de traducción programática y en los sistemas políticos formales. Se trata a menudo de poblaciones cuasi ingobernables o al menos mucho menos dóciles, poco dadas a la deferencia (lo que no siempre, vale observar, deriva en prácticas virtuosas, sobre todo cuando la democracia y el bienestar les son negados, pudiendo derivar hacia la criminalidad y la violencia ciega). Esto es tan verdadero en Francia y España como en Tailandia y en el Egipto de hoy (Ungpakorn, 2006; Therborn, 2009; Pleyers, 2011; Castells, 2013). De modo general, la demanda de libertad igualitaria en relación con la democracia, el rechazo del neoliberalismo y la defensa de los derechos sociales y de modos de vida plurales han retomado el centro del escenario. Manifestaciones, nuevos movimientos sociales y revueltas, inclusive aquellas protagonizadas por tendencias reaccionarias de derecha, vienen expresando eso alrededor del planeta, en relación con el crecimiento de un social-liberalismo más leve.
El argumento puede parecer extraño, en tanto que los movimientos sociales, en particular de la clase obrera, se debilitan y el horizonte de la revolución social, tan fuerte durante todo el siglo XX, se desvaneció casi que por completo. En tanto, esto se hace plausible si observamos la destrucción de los lazos de dominación personal y premodernos en todo el mundo (de la que es expresión la extinción o modificación radical del antiguo campesinado) por la expansión del capitalismo, así como el alcance generalizado del Estado en las distintas sociedades y una pérdida de legitimación de las jerarquías sociales en todas las partes. En concreto, esas poblaciones entendieron al menos en parte que la idea de “élites” es mera justificación para un poder mayor e ilegítimo, así como para el cercenamiento de la libertad igualitaria que la modernidad les prometió. O sea, los mecanismos de desanclaje puestos en movimiento por la modernización radical del mundo contemporáneo, en múltiples direcciones (con destaque para el neoliberalismo occidental y la variante del capitalismo que se encuentra en particular en el este de Asia), vienen promoviendo una constitución de la subjetividad popular que, en relación con la utilización de varios modelos de “gubernamentalidad” (en especial mediante políticas dirigidas al combate de la pobreza y la miseria, implicando subjetivación y control), es mucho más libre socialmente de lo que se veía desde el inició de la revolución neolítica y la fijación de los grupos nómades por la agricultura. Lo que resta de control son las duras restricciones a la migración global. Se trata, en general, de una masa desorganizada, cuya movilización política y horizontes de transformación son con frecuencia cortos y sin proyecto bien definido. De aquí que algunos quieran hablar inclusive de “multitud” (Hardt y Negri, 2000), mirándolo como algo positivo, pero dejando escapar los serios límites que subyacen a su movimiento. En este sentido, también se diferencia América Latina, cuyos movimientos sociales han sido fundamentales para las transformaciones democratizadoras, inclusive de las instituciones políticas en las últimas décadas (Domingues, 2008 y 2015). En verdad, en vista de las restricciones que se establecen al ejercicio de la participación y la respuesta adecuada a sus demandas, es posible esperar hasta un recrudecimiento de las formas de rebelión que marcaron el cierre del espacio político en Europa y alrededores (Tilly, 2004, pp. 27-28), con la actual decadencia de las prácticas democráticas por parte del Estado.
Es importante observar que los sistemas y los proyectos de dominación que caracterizaron en gran medida la primera y la segunda fase de la modernidad se basaron en tentativas de homogeneización de la vida social. Esto se desarrolló por la generalización del mercado, por la ciudadanía en sus diversas dimensiones, por el nacionalismo, por la producción y por el consumo de masas (en especial en la era fordista). En el mismo sentido se lanzaron los proyectos emancipatorios, por la homogeneización de las clases -sobre todo de la clase obrera, pero también del campesinado- como sujetos de la transformación, por la reivindicación de estatus compartido de ciudadanía en la socialdemocracia, por cierto énfasis en la igualdad y en los nacionalismos defensivos y emancipatorios de la periferia. Obviamente, cierto pluralismo social y de proyecto siempre subsistió a estas propuestas, que, además, cuando victoriosas, no lograron implantarse por completo, en especial por la resistencia de la propia sociedad. Toda la crítica de Adorno y Horkheimer (1944-1945) y de sus descendientes intelectuales, centrada en la violenta homogeneización promovida por el “Iluminismo”, se basaba precisamente en esas tendencias y giros modernizadores, trasladando su horizonte intelectual hacia una lectura de la filosofía de la historia que denunciaba su “logocentrismo”, el cual llegaba a su ápice en la solución final de la eliminación de la particularidad (Besonderheit) irreductible del judío por obra del nazismo. Pero hoy, con más complejidad social y pluralismo, la heterogeneidad no asusta más. Si ella ya no podía ser controlada, en verdad pasó a estar en la base de nuevos proyectos de dominación, segmentación, exclusión y cooptación, por el mercado y por la política, en lo que sería una nueva fase de la civilización moderna (Cohn, 2003). Sin duda, ella puede venir mezclada con demandas de homogeneización, como el racismo populista al cual recurren los dirigentes políticos europeos de extrema derecha, y ahora también de centro-derecha, así como la derecha evangélica estadounidense. Se vienen constituyendo giros modernizadores que no dejan de contener tendencias y elementos contradictorios, todos articulados, no obstante, de modo de reforzar o retomar el vigor de los sistemas de dominación estatales que posibilitarían una ofensiva continuada de los grupos dominantes de Europa y de los Estados Unidos en una fase de crisis económica cuya superación se muestra muy difícil.
Esto es verdadero también en lo que refiere, por ejemplo, a India y China, con veloces desarrollos del capitalismo, crecientes desigualdades (no obstante, con una disminución de la pobreza de modo general), nacionalismos fuertes y bastante exclusivistas, fragmentación de los mercados de consumo, destrucción de la naturaleza y afirmación no solo de los ricos en cuanto ricos, sino también de una clase media que se despegó de los pobres y vive el sueño de un consumismo sin fronteras4. Esto último es uno de los elementos cruciales de su diferenciación, al lado de otros mecanismos que caracterizan estilos de vida, que se alejan por la residencia, hábitos, actitudes de la masa de trabajadores e incluso de sectores inferiores de las clases medias, derrotadas y vinculadas a servicios y derechos sociales. La indiferencia, como en China, o el desprecio, como en la India, por la democracia, que con todo en este último país es celebrada de manera entusiasta por las clases populares y castas subalternas, completa el cuadro de la vinculación de esas clases medias a sus países. Esto remite a la tercera fase de la modernidad, acribillada por la heterogeneidad, por la polarización, por los nichos de mercado y por las amenazas u obstáculos a la democracia (Abaza, 2006; Lange y Meier, 2009; Domingues, 2012). Como ya lo señalé, a pesar de que América Latina comparte muchas de esas características, su movimiento en los últimos años venía siendo en la dirección opuesta, lo que ya no se verifica de hecho. Hasta qué punto esto es sustentable en el largo plazo, en qué medida no se tornará en un giro de poco aliento y poca significación en la larga duración de la historia, son indagaciones que solo el futuro será capaz de responder.
En este sentido, sí se comprende que el “autonomismo” que afecta los movimientos sociales argentinos hace algún tiempo lleva al estancamiento (Svampa, 2008), aunque se puede entender en la contingencia de defenderse de un peronismo de tendencias siempre autoritarias. Asimismo, se debe cuestionar también la propuesta teórica de Chatterjee (1993, especialmente pp. 218 y 238; 2004), en otra parte del mundo, que en principio identifica, pero de hecho también celebra, la “sociedad política”, la cual existiría en desmedro de la ley, declinando la demanda por derechos, opuesta, según él, a la “sociedad civil” de las clases medias, recomendando la idea de “comunidad moral” autónoma. Esto poco afecta hoy a los sistemas de dominación, que se muestran bastante satisfechos de mantener la sociedad fragmentada en regiones estancas, desde que los llamados “excluidos”, las nuevas “clases peligrosas”, están bajo control, ocupándose más de su “gubernamentalidad” las organizaciones no gubernamentales que el Estado (aunque el bagaje general de su actuación esté mediado por él). Al contrario, a los sistemas de dominación actuales tal acuerdo puede serles muy favorable, alejándolos de manera definitiva de cualquier principio universalista de cohesión social, que demanda una solidaridad más amplia, así como niveles diversos de responsabilidad individual y colectiva (Domingues, 2002), que no pueden detenerse en el plano de las micromovilizaciones. Es preciso evitar el provincianismo de movilizaciones que no sobrepasan de hecho el nivel local, que son, además, típicas movilizaciones que se realizan contra regímenes más radicalmente autoritarios (Tilly, 2004, p. 30), perdiendo el sentido de la reproducción de tal estrategia en particular cuando hay más espacio para la participación, por más que sean democracias limitadas. Esto no quiere decir que se deba recusar una “sociología de las emergencias” (De Sousa Santos, 2002), donde se identifican y apoyan configuraciones que presentan novedades en relación con la propia estructuración de la modernidad, pero sin reconocer que presentan muchos límites, aunque sea posible retirarlas de su localismo a través de la conformación de redes que potencien su impacto social.
Es difícil hablar de la sustentabilidad de este modo de desarrollo capitalista, con mercados relativamente encogidos por diseño, sobre todo dado que una crisis de superacumulación y superproducción (o subconsumo) pesa en el horizonte, lo que se agrava por ser China una locomotora industrial para la exportación cuyo consumo interno es todavía bastante restringido (su tasa de ahorro interno permanece altísima) (Brenner, 2006; Hung, 2008). Pero más interesante es, al mismo tiempo en que se subraya el potencial emancipatorio, que en este momento se expresa de forma todavía bastante defensiva en Occidente, llamar la atención sobre la cuestión de la ciudadanía real, que se diferencia de la ciudadanía formal que rige en varios países. No se trata de denunciar que, de hecho, sujetos sociales desiguales en términos de estructuras de clase, género y otras más subyacen al ejercicio de esa ciudadanía, condicionándola. Esto es verdadero, sin duda, pero me gustaría subrayar que el propio ejercicio de la ciudadanía formal se ve amenazado por la profundización de los clivajes sociales y la paulatina destrucción del estatus común de ciudadano, que fue el logro histórico de la socialdemocracia, en especial en Europa, pero que en los Estados Unidos se reprodujo, sobre todo en términos de posibilidades de ascenso social e inclusión en el mercado, las cuales hoy ya no existen. Al final, desde Aristóteles este ha sido un tema crucial para la teoría política, el cual no se puede olvidar: quién, concretamente, es el ciudadano, cómo puede ejercer su ciudadanía y cuál es su alcance (Dunn, 1979). Incluso en América Latina, cuyo telos actual es de avance, se puede terminar por perder el impulso que la hace moverse en esa dirección, naufragando o parando a medio camino el proceso de democratización que se despliega desde hace algunas décadas. También es importante pensar cómo los diversos países se encuadran en el sistema global hoy, para lo que, careciendo de revisiones importantes, la teoría crítica latinoamericana por excelencia, el estructuralismo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la Organización de las Naciones Unidas sumado a algunas versiones de la teoría de la dependencia, aún se muestra como una fuente segura de inspiración y análisis (Domingues, 2008). Esto afecta todas las dimensiones de la vida social, para comenzar, la cuestión de la justicia global, desde un punto de vista colectivo.
¿Podemos avanzar hoy, más de lo que lo hemos hecho, más allá del imaginario y de las instituciones de la modernidad, pero también de la retórica? Conceptos-tendencia, tanto para el diagnóstico del presente como para la identificación de posibilidades de desarrollo más allá de la modernidad -el “movimiento real de las cosas”, como se señaló un día-, han sido cruciales para la teoría crítica. Pero esos esfuerzos fueron simplemente abandonados en favor de una lectura de la historia que pone un exceso de énfasis en la contingencia, con pocas excepciones (como la teorización anterior de Habermas sobre los nuevos movimientos sociales o aquellos que apuntan hacia un agente abarcador y no especificado, la “multitud”, como el gran emancipador de la era posmoderna). No hay nada claro en este momento exacto, y es probable que el nivel de complejidad de la vida social esté bloqueando afirmaciones absolutistas demasiado generalizantes sobre tendencias de tan largo alcance (aunque el poder de las corporaciones parezca cada vez más profundo, asustador y de manera alguna emancipatorio). Dejar atrás las certezas, sus soportes epistemológicos y sociológicos, era en realidad necesario. Tal vez, con todo, precisemos retomar aquellos diagnósticos de forma más sistemática, aunque con una inevitable actitud mental más modesta (y no forzosamente optimista). Por supuesto que la sociología puede desempeñar un papel central en esto.
Renovación de la crítica
Es claro que el proyecto multidisciplinario del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, dirigido por Adorno y Horkheimer, sigue siendo un modelo interesante de emular, aunque haya otras formas de buscar la totalidad, hoy vista como inevitablemente más parcial, formas estas que se realizan de manera menos sistemática, pero con suerte también más efectiva. Una teoría general de la modernidad no puede sino requerir un esfuerzo conjunto y multidisciplinario. Además, la gama de problemas que requieren atención desde lo que serían perspectivas críticas, necesariamente plurales, es muy amplia, con énfasis, por ejemplo, en lo que Adorno y Horkheimer llamaron “industria cultural” (1984), cuya importancia no para de crecer y se encuentra tan vinculada a la cultura de consumo, y sus teorías están lejos de darnos respuestas actuales, en particular en América Latina, como ha observado Martín-Barbero (1987).
Para comprender este universo social contemporáneo nada mejor que la sociología, disciplina cuya identidad parece evanescente, destrozada por la colonización de su campo por disciplinas afines o adversarias, como la antropología y la ciencia política, la lingüística y la filosofía, la economía y las investigaciones en políticas públicas, o, en el caso brasileño, en especial, por el llamado “pensamiento social”. Sin hablar de la mistificación que el “poscolonialismo” tardío comienza a intentar promover entre nosotros, el mito de que nada ocurrió entre los latinoamericanos en el sentido de buscar reformular conceptos de las ciencias sociales en función de nuestras especificidades.
No se trata de reivindicar la pureza de la sociología, en un momento en el que su imbricación con la filosofía política y social, así como con aquellas otras disciplinas, se muestra esencial. Se trata, sí, de acentuar el legado analítico en relación con el imaginario, las prácticas sociales y las instituciones que puede ofrecer la tradición sociológica. Es sobre esto que en gran medida creo que es posible y necesario refundar una teoría crítica ecuménica y vital. Ella no tiene en las poblaciones inquietas del planeta ni su objetivo, ni su sujeto, ni su destinatario, pero si a la vasta y descentrada subjetividad colectiva con la que debe ser capaz de dialogar y cuyos caminos, en múltiples y variadas dimensiones, puede analizar, discutir, criticar, sin pretensión de superioridad, aunque tampoco sin el complejo de sentirse menos por restringirse a la práctica intelectual que constituye su propio continente, en lo que se denominó como “batalla de las ideas”. Librarse de ideas incómodas, del pensamiento libre y no inmediatamente práctico, ha sido además un proyecto consistente de los sectores dominantes en la tercera fase de la modernidad. No hay por qué transigir en eso. Por otro lado, las formas específicas que la modernidad y, dentro de ella, los sistemas de dominación asumen hoy contaminan todas las esferas de la vida social, en cualquier lugar del planeta, lo que requiere de una especial atención.
De este modo, es preciso moverse de la filosofía, sin dejarla de lado, superar temas y conceptos de la tradición crítica, recuperar otros y de todos ellos extraer lo que perdura como su “núcleo racional”, descartar en serio el provincialismo y la concentración exclusiva en un país apenas (en general, el del propio autor) y, entre nosotros, además de en los Estados Unidos y en Europa, intentar de manera sistemática delinear los elementos específicos de lo que llamé tercera fase de la modernidad, ya sea que se utilice este concepto o cualquier otro que capture las transformaciones de enorme alcance que atraviesan el mundo contemporáneo, sus sistemas de dominación y aspiraciones y prácticas emancipatorias. El tema de la ciudadanía, sus posibilidades y límites es crucial, en tanto la demanda por derechos se afirma, pero puede llevarla a una explosión de sentido, al abrirla hacia otra figura imaginaria e institucional, o, por otro lado, sofocar el potencial emancipatorio que en ella se expresa en este momento5. La teoría crítica, a pesar de los percances históricos que enfrentó y enfrenta, puede y debe renovarse, de modo de lidiar con las grandezas y miserias de la modernidad contemporánea, y contribuir para reencontrar las avenidas del cambio social progresista.