El género policial, entre constreñimientos institucionales y consumos culturales
Usualmente, una epistemología y una metodología textualistas son la norma general para concebir y estudiar la literatura policial.1 En contraposición con este tipo de abordajes más tradicionales, deseo mostrar una perspectiva que exceda la existencia del género policial como fenómeno meramente textual. ¿Por qué puede ser pertinente este enfoque? Entre varias respuestas posibles, una sencilla radica en la intención de devolver la existencia del género al flujo de la vida social -no hay que olvidar nunca, por cierto, que los géneros discursivos se vinculan con “(;l);as diversas esferas de la actividad humana (;que); están todas relacionadas con el uso de la lengua” (Bajtín, 2011: 245)-. Una aproximación etnográfica, por lo tanto, habilita una concepción del género en que los textos ocupan un lugar central, pero, al mismo tiempo, me permite percibir las dinámicas sociales en que ellos se inscriben. Así, la institución escolar se constituye como un ámbito significativo para observar el género policial, ya que sé que allí lo encontraré (no tendría sentido buscarlo donde no lo hallara y, al menos en un estudio acotado como el que expongo a continuación, la presencia de la enseñanza del género policial en establecimientos educativos de nivel medio es un fenómeno que puede suscitar interés).2
De esta forma, al comienzo contaba con un objetivo doble: por un lado, observar precisamente cómo se enseña el género policial según los lineamientos de los programas de estudio y las prácticas concretas de los docentes; por otro, considerar y analizar a los estudiantes como consumidores culturales formados y en formación -y cuyos consumos usualmente son divergentes con respecto a los contenidos contemplados por los mandatos institucionales-.3
La aproximación etnográfica contó con una primera y fundamental parte centrada en la realización de observaciones de distintos cursos en situación de clase: asistí a sesiones de cursos de primer y segundo año -a las divisiones primera, segunda y cuarta de primer año, así como a las divisiones primera, segunda, cuarta y catorceava de segundo-, ya que se trata de los dos años cuyos programas de Castellano y Literatura contienen más opciones de abordar el género policial; esto, a su vez, determinó que la población estudiantil observada consistiera en personas de entre trece y catorce años. Además, realicé una suerte de encuesta grupal a los estudiantes de la división catorceava del segundo año; si bien la aplicación fue exitosa, no accedí a replicar la encuesta en otras divisiones (y esto, por ende, dificultó el cumplimiento del segundo objetivo planteado para mi investigación; más adelante me explayo sobre esta imposibilidad). Por último, durante los intervalos de recreo mantuve conversaciones informales con los docentes: sin un planeamiento previo, se trató de charlas en que aprovechaba para consultarlos sobre sus formas de dar clase, el manejo de los grupos, las modalidades de evaluación implementadas, etcétera.
El establecimiento educativo elegido fue el Colegio Nacional de Buenos Aires, en gran medida debido a la relativamente alta probabilidad de contacto exitoso que tenía con la jefa del Departamento de Castellano y Literatura, M. I. G.,4 a quien conocía de vista, pero no de trato, de mi paso como estudiante secundario por dicha institución, por si corresponde la referencia auto-biográfica.5 Ella fue la clave de acceso al ámbito escolar (hay que tener presente que es necesario enviar una carta formal de solicitud para presenciar las sesiones de los cursos de literatura, puesto que se trata de ámbitos con menores de edad, de modo que, al acompañar dicha carta con su aval, tenía mayores opciones de ser admitido). Desde luego, al tratarse de uno de los colegios universitarios de la Universidad de Buenos Aires y al contar con un régimen de estudios que lo convierte en un ámbito ciertamente particular en términos del nivel de exigencia requerido a los estudiantes, huelga aclarar que no buscaba ningún tipo de representatividad generalizadora con respecto a la enseñanza de nivel medio en la Ciudad de Buenos Aires (y menos con respecto a esa extensión insensata de territorio que es la Argentina).6
Ingreso a la institución y selección de cursos
Llevé a cabo el trabajo de campo in situ entre julio y noviembre de 2019. Sin embargo, la etnografía en el lugar de los hechos resulta indisociable de la inevitable etnografía virtual -aun cuando el intercambio por vía digital haya consistido, en lo sustantivo, en comunicaciones con fines organizativos (con la jefa del Departamento de Castellano y Literatura, con los docentes y con la directora de la Dirección de Orientación al Estudiante)-. De esta forma, si bien las acciones virtuales no fueron las más significativas, hay algunos aspectos de las interacciones de la vida digital que no quisiera invisibilizar, dado que en buena medida fueron condición de posibilidad del trabajo posterior y que incluso se remontan al mes de febrero, cuando realicé el primer contacto con M. I. G. (a los e-mails siguieron mensajes de WhatsApp, encuentros en persona, más correos electrónicos y más comunicaciones por celular, etcétera).7 Ella hizo una consulta general a docentes del Departamento de Castellano y Literatura en miras a conocer la disponibilidad para recibir a un sociólogo que observara sus clases. A partir de las respuestas positivas, me comuniqué por correo electrónico para saber si iban a dictar clases sobre género policial.8 Así, luego de los filtros de selección, obtuve una selección de cuatro docentes: F. B, C. K. V., V. P. y la propia M. I. G.9 Esto me permitió asistir a tres estilos diferentes de enseñanza, así como a distintos cursos en que las dinámicas grupales varían.10 Además de las formas particulares de cada docente, cada uno de ellos dedica distintos intervalos de tiempo a la enseñanza del policial, que pueden variar desde una clase en que se analiza un cuento en particular, pasando por otros en que se dedican varias sesiones a estudiar una novela durante un par de semanas, hasta la elección de sumergirse en una sucesión de ficciones por un mayor período de tiempo.11
La centralidad de los textos
Más allá de los matices dados por los diferentes estilos de enseñanza, en todos los casos, sí, por supuesto, se leen ficciones. Durante mis visitas, presencié clases organizadas en torno a la lectura de obras de figuras literarias nacionales -Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Marco Denevi- e internacionales -Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson-. Con F. B. leímos (aquí el uso del plural resulta especialmente pertinente, pues yo también llevaba los textos a la clase y acompañaba las lecturas) los cuentos de Poe protagonizados por el detective Dupin, “Los asesinatos de la calle Morgue” y “La carta robada” -además de que previamente a mi arribo habían leído “El misterio de Marie Rogêt”- y dos de Borges, “La muerte y la brújula” y “Emma Zunz”; con C. K. V., la novela Ceremonia secreta de Denevi -y, previamente, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Stevenson-; con V. P., “El crimen casi perfecto” de Arlt -y, en este caso, también presencié parcialmente la discusión sobre “Los ladrones de cadáveres” de Stevenson, cuya lectura fue anterior a mi llegada-.
Uno de los factores comunes que contemplé en todas las clases es la reposición de la trama de la ficción leída. Algunos docentes acompañan con guías de lectura y con preguntas que permiten recapitular personajes, ambientes y principales acciones de los textos. Así, se genera una dinámica de preguntas y respuestas -respuestas en las que no todos los estudiantes participan por igual: siempre hay algunos que son más locuaces que otros-. De esta forma, no hay que perder de vista que la institución escolar, con este tipo de ejercicios, continúa siendo una poderosa instancia de formación de lectores (más allá de lo que luego los chicos hagan con eso en la vida por fuera de las horas del colegio). Además de la formación como lectores, también presencié momentos de ejercicios de escritura -conforme a normas estandarizadas y cánones institucionales del uso de la lengua española-: por ejemplo, V. P., en su clase, insistía en que los estudiantes practicaran la escritura (con el horizonte próximo del examen) y brindaba consejos fuertes, como redactar una característica del género y acompañarla con un ejemplo de la ficción leída (en una de las clases corregía oralmente algunas de las producciones de los estudiantes, quienes se sucedían en las lecturas). Pero, así como había ejercicios de escritura de orientación argumentativa (la consigna que regía la escritura de los estudiantes de V. P. era: justificar por qué “El crimen casi perfecto” de Arlt es un cuento realista de tipo policial), asimismo se daban otros ligados a la producción de ficción (así lo solicitaba F. B., cuando les indicaba a los estudiantes de su curso la consigna de escribir un breve relato policial).
Otro de los elementos en común es la asunción de una definición del género -policial, fantástico, etcétera- de orden textualista. C. K. V. me comentó que su meta radica en que los estudiantes puedan marcar el género en los textos. También circulan menciones a formas de concebir la literatura (y el arte) en sentidos institucionales, por ejemplo, cuando F. B. se refirió a la existencia de fuerzas violentas que dicen qué es arte y qué no (y, si se me permite ampliar su idea hacia el género policial: también sería posible identificar fuerzas violentas que dicen qué entra dentro del policial y qué no). Esto no excluye, sino que, más bien, se complementa con la concepción principal sobre el género como un dispositivo que funciona en los textos -y esto, insisto, es un factor común de la enseñanza que observé en todos los cursos-. Siguiendo con el caso del curso de F. B., más allá de la mención a su reflexión meta-literaria, él proponía la lectura de los textos en voz alta como su principal herramienta didáctica, así como la posterior discusión guiada.
En los cursos, además de la definición textualista e inmanente del policial (con una serie de elementos definidos: la figura del detective, la comisión de una transgresión, la investigación, la doble temporalidad del crimen y de la investigación, la estructuración del relato dada por un misterio o enigma, etcétera), emergía una definición del género por la negativa, es decir, como diferenciación con respecto a otros géneros, junto a los que el policial forma un sistema.12 Por ejemplo, en la clase de V. P., habían leído y analizado “Los ladrones de cadáveres” de Stevenson y la consigna era similar a la que posteriormente verían con el policial: justificar por qué dicho relato es un cuento de terror de tipo fantástico. Así, los géneros literarios también se van definiendo -y enseñando- por sus diferencias recíprocas. A veces, estas son halladas en el flujo de una sola ficción, como ocurre con el caso de Ceremonia secreta, novela sobre la cual C. K. V. repuso aquella interpretación crítica que la concibe como una convivencia de distintos géneros y estilos: primero grotesco, luego gótico y, finalmente, policial. De este modo, remarco, los géneros hacen sistema: ver el policial, por lo general, implica la fatalidad de ver géneros aledaños: fantástico, maravilloso, gótico, de terror, etcétera.
La ampliación de la literatura
Aquí resulta pertinente incluir un comentario sobre el estatuto de la literatura: es verdad que los programas de estudio se ciñen a un entendimiento de la misma en un sentido tradicional -novelas, cuentos, poesías y obras de teatro publicadas en la forma de libros-, pero un significativo emergente de las observaciones viene dado por la fuerte presencia del componente audiovisual. Las clases de literatura, en efecto, activan una serie de consumos anexos: películas y series son traídas a cuenta para ejemplificar y pensar los géneros -incluso una clase de F. B. se destinó a mirar un cortometraje basado en “Emma Zunz” y un capítulo de Los simuladores, “Fin de semana de descanso”-. Esto resulta especialmente interesante en el marco de una asignatura que interpela a los estudiantes como consumidores culturales, lo que no sucede necesariamente con los contenidos de otras materias (dudo, a riesgo de ser demasiado prejuicioso, que los estudiantes se encuentren en la vida cotidiana y ajena al colegio con la fórmula de una función matemática biyectiva, si cabe acaso un contra-ejemplo, entre varios posibles, y sin intenciones de ofender a los docentes de matemática). Hay algo del orden de lo inevitable en estas menciones: el factor audiovisual está casi totalmente adherido a la literatura -aquí, “literatura” en sentido restringido-. Así, si desde la enunciación formal de programas de estudio se parte de una concepción tradicional de la literatura y del análisis literario -en que se trabaja con la fracción canónica de la literatura: Arlt, Borges, Poe-, la puesta en práctica del programa lleva aparejadas menciones a contenidos audiovisuales y esto, en consecuencia, puede servir como ejemplo concreto de aquel diagnóstico de Baetens (2012) en torno a la tendencia de la literatura a desplazarse hacia otros soportes y a la pérdida de importancia de la palabra ante la imagen. De hecho, la etnografía visibilizó la evidente ampliación de lo literario hacia otros medios y modalidades (y aquí tampoco estoy diciendo nada novedoso).13
No exagero cuando postulo que la experiencia audiovisual está ahí, todo el tiempo, incluso reconocida de manera explícita por los estudiantes. En una clase de C. K. V., ella preguntó si habían visto una película que, según comentó, estaba disponible en la plataforma Netflix; desde el fondo del aula, escuché la voz de un estudiante que, en voz baja, dijo algo así como: “No la vimos justamente porque no está en Netflix”. En otra clase de otro curso, los estudiantes manifestaron una comparación entre una ficción leída y la trama de una serie popular de dicha plataforma: La casa de papel. De parte de los docentes, registré distintos tipos de actitudes ante la invasión de las producciones y los consumos audiovisuales, pero, en general, todos tendían a incorporarlos. En varias ocasiones, esto ocurría mediante breves referencias a películas y/o series: V. P. mencionó el film basado en “Los ladrones de cadáveres”; C. K. V. afirmó que la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit? es un gran ejemplo del policial; F. B. trajo a cuenta Quémese después de leerse, El gran Lebowski y un capítulo de Los Simpson -¿Quién mató al Sr. Burns?-. Asimismo, la propia institución reconoce la importancia de lo audiovisual, que se consolida como herramienta didáctica a partir de la instalación de un televisor en cada aula.
Ahora bien, más allá del componente audiovisual -reconocido por el propio colegio, como recién indiqué, en la medida en que provee televisores-, de ningún modo niego la centralidad de los textos derivada de los programas de estudio y los mandatos consuetudinarios de la institución escolar. En este punto, identifico otro aspecto que define lo literario y que, justamente, viene dado por las normas institucionales, a partir de la restricción de los tiempos, la organización de los espacios y otros condicionantes inherentes a las reglas de funcionamiento de todo establecimiento educativo.
Lógicas institucionales
La idea central que aquí planteo, entonces, es que el policial es una matriz discursiva enmarcada en otra matriz más amplia, la asignatura Castellano y Literatura, dentro de la que solo en algunos momentos puntuales aquella tiene un estatuto de prioridad o supremacía. A su vez, a estas dos matrices discursivas se superponen varios niveles de lógicas institucionales: temporal, espacial, de exámenes y de otras asignaturas.
La lógica temporal, organizada por el sonido del timbre, marca los cambios de hora y los recreos. “¿F. B. no viene?”, preguntó un estudiante al preceptor, ante la demora de unos minutos en el arribo de F. B. En otra clase escuché, detrás mío, el susurro de un estudiante hacia otro: “Falta media hora (;para que toque el timbre y termine la clase);”. Otras veces también distinguía, entre algunos murmullos, la pregunta por la hora, la pregunta por lo que faltaba para el siguiente timbre, lo que restaba para que se acabara otro día de escolaridad. Quizá uno de los momentos que condensa esta lógica es cuando miré a un estudiante que hacía un chasquido con los dedos una vez. Otra vez. A la tercera, cuando su chasquido coincidió con el sonido del timbre, entendí que el juego se trataba de “convocar” dicho sonido -y de tratar de hacer el chasquido de dedos al mismo tiempo que el timbre que indica el fin de hora y del turno de la mañana-.
La lógica espacial desempeña un papel similar a la temporal, aunque sus restricciones operan justamente en cómo se habitan los espacios: una vez que suena el timbre que da comienzo a una hora de clase, los estudiantes deben permanecer dentro del aula, incluso cuando el profesor no está presente. Por ejemplo, si un estudiante precisa ir al baño, debe solicitar permiso al preceptor.
La lógica de los exámenes es de orden constrictivo, pero, al mismo tiempo -y foucaultianamente-, implica efectos positivos y productivos sobre el micro-orden social del colegio: los estudiantes organizan su tiempo de acuerdo con la agenda de exámenes. Incluso en aquellas clases en que el examen ya pasó, la ansiedad que antecede a la notificación de las calificaciones tiende a gobernar las conductas: esto es lo que percibí en una clase de C. K. V, que optó por desarrollar la clase y solo al final hizo la entrega de los exámenes corregidos (ella me explicó que, si lo hiciera al comienzo, los estudiantes se dispersarían y no prestarían atención). V. P., al dar una consigna de trabajo en su clase, comentó al pasar que el examen es “lo único que les interesa” (lo hizo con un dejo de sorna que no deja de tener una base de seriedad). En general, los estudiantes también tratan de negociar las fechas de los exámenes de las distintas asignaturas, de modo que puedan disponer de intervalos razonables de tiempo entre ellos (sin embargo, suele ser inevitable la congestión de múltiples exámenes en las semanas de cierre de cada trimestre). En el extremo de las vidas organizadas y constreñidas por la sucesión de exámenes, valga como ejemplo el siguiente contra-ejemplo: en una hoja pegada en un pasillo, encargada de recopilar propuestas para el Centro de Estudiantes, leí una consigna que se parecía más a una letanía: “NO PARCIALES” (escrito así, en mayúsculas).
La lógica de la sucesión y la contigüidad entre las distintas asignaturas es indudablemente significativa, en términos de que opera un principio saussureano de la diferencia: la literatura se constituye, así, por lo que no es: matemática, biología, música, etcétera. Esta lógica de diferenciación por la negativa persiste en los pizarrones; en los distintos cursos a los que asistí, noté marcas de clases pasadas: datos históricos, verbos conjugados en francés -junto al recordatorio de una fecha de examen-, ecuaciones matemáticas, frecuencias de valores de algún fenómeno de la física, oraciones en latín, etcétera. Asimismo, esta lógica de delimitación de la literatura -y de “lo policial”- por la negativa opera al interior de la propia asignatura, ya que hay una diferenciación entre la sucesión de contenidos, que, en el caso de Castellano y Literatura, por momentos, es más nítida que en otros casos: por ejemplo, C. K. V. me dijo que el examen que habían hecho los estudiantes antes de mi arribo era sobre sintaxis -tema que, a su vez, sería retomado luego de dedicar algunas clases a narrativa policial-. Así, también es posible notar una definición de “lo policial” que se confronta con el resto de los contenidos de la propia asignatura.
En síntesis, estas cuatro lógicas institucionales (temporal, espacial, de exámenes y de otras asignaturas -e incluso de distintos contenidos dentro de una misma materia-) tienden a regular y restringir el funcionamiento de la matriz discursiva de la literatura y los estudios literarios. Mi interés de investigación en un objeto específico -la literatura policial- no debe hacerme olvidar ni invisibilizar tales lógicas, en tanto delimitan el género policial y lo someten a una existencia condicionada e intermitente.14
Por lo tanto, además de entender el género en un sentido textualista -que es el principal efecto buscado por los programas y los docentes-, percibí una delimitación del policial y, de manera más amplia, de la literatura, dada por el contexto institucional, que se vincula con un momento y un espacio específicos en que se habla de literatura. De esta forma, pienso que se vuelven pertinentes, más allá de la pregunta sobre qué es la literatura -y qué es el género policial-, los interrogantes respecto a cuándo y dónde es la literatura (la pregunta por el cómo sigue más ligada al qué, es decir, a que el género policial se manifiesta de una determinada forma en los textos).15 Hay, más allá de las definiciones textualistas que describí en una primera instancia, otra forma de delimitar la literatura, ligada a su inscripción contextual en el flujo de la vida social: en el aula, en las horas de literatura, bajo la modalidad de lecturas intensivas, de discusiones sobre la trama, de especificaciones sobre las características tipológicas del género y, no por último, con el horizonte cercano, pasado y por venir, de los exámenes -de todas las asignaturas, no solo de Castellano y Literatura-.
Sociabilidades
Quisiera enfatizar la negación de las constricciones institucionales como meras fuerzas inhabilitantes y remarcar su condición de organizadoras de la vida social de la institución. Solo a través de ellas es posible entender algunos aspectos sustantivos del micro-orden social, como cierta familiaridad adherida a los vínculos cotidianos entre una cantidad reducida de individuos -preceptores, porteros, personal no docente, autoridades y estudiantes-: por ejemplo, cuando caminaba junto a F. B., a su paso iba saludando a otros docentes, estudiantes y preceptores. Así como existe una socialización entre estudiantes durante el recreo, asimismo hay un momento de encuentro entre docentes en la sala de profesores: de este modo, por ejemplo, me enteré -hablando con otra docente de Castellano y Literatura que charlaba con C. K. V.- de la existencia del cortometraje Las enseñanzas del Nacional, realizado por estudiantes de la institución y disponible en YouTube (luego reparé en que, en cada aula, había un cartel, junto al pizarrón, a modo de publicidad de dicha producción). Los docentes hablan de los estudiantes, de los grupos, de los contenidos, pero también del fluir de la vida por fuera del colegio, de las noticias, de la coyuntura política, etcétera -por ejemplo, durante agosto de 2019, las noticias de los medios masivos de comunicación se orientaban, entre otras cuestiones, a una serie de muertes evitables por casos de mala praxis-.
Los estudiantes cuentan con intervalos de esparcimiento en los recreos, pero las clases no dejan de ser, también, momentos de construcción de vínculos con los docentes y entre ellos mismos. El desenvolvimiento grupal implica por lo menos dos niveles. Por un lado, toda división tiene una “personalidad general” -si se nos acepta tan precaria expresión-, que aglomera las disposiciones y actitudes de sus integrantes de manera agregada: más o menos exigentes, más o menos habladores o silenciosos, más o menos participativos, más o menos interesados en los contenidos de las asignaturas, etcétera. Por otro, dentro de cada división existen sub-grupos que se llevan, entre sí, mejor o peor, aunque, con unas escasas presencias en las aulas, no puedo observar esto de manera tan clara, más allá de los comentarios al respecto que recibo por parte de los docentes.
En cada clase existe una circulación de un tráfico de oralidades en voz baja, cuchicheos, a veces sobre el tema de la clase, a veces sobre otras cuestiones. Algunas de las voces que logro discernir hablan, entre otras cosas, sobre: referencias futbolísticas al Milan de Seedorf y Kaká; la plataforma digital Mercado Libre; videojuegos; modelos de iPhone; polémicas acusaciones sobre autorías de flatulencias (además, insisto, de otras cuestiones que no llego a entender). Hay distracciones y ensoñaciones solo disponibles en los flujos de conciencia de cada individuo y, obviamente, no tengo acceso a tales niveles -y, al contrario, durante los recreos, el bullicio es mayor, las voces circulan con mayor libertad e intensidad, lo mismo que los cuerpos-.
La circulación oral de una discursividad de fondo -no siempre presente y variable según las particularidades de cada comisión- me devuelve, a su vez, a la oralidad que constituye aquella socialización contemplada y legitimada por la enseñanza. Me refiero, desde luego, a la sociabilidad dentro del espacio áulico, que supone una circulación oral de la literatura. El género policial existe aquí de forma hablada: se discuten y se recapitulan tramas, se recapitulan episodios de las narraciones, se comentan características de los personajes y adscripciones de los textos a tal o cual género, etcétera.
Un dispositivo de indagación sobre consumos culturales
En un principio, había pensado en hacer entrevistas individuales o grupos focales con cuatro o cinco estudiantes por división. Sin embargo, cuando nos conocimos en sala de profesores con M. I. R. (no confundir con M. I. G.), ella me sugirió la idea de hacer una solicitud formal para disponer de la hora semanal de tutoría que tienen los estudiantes de primer y segundo año. Se trata de una hora cátedra -treinta y cinco minutos- por semana, en que, por lo general, se debaten problemas de convivencia y de la vida en el colegio, bajo la supervisión y organización de un tutor. Así, mi planificación de actividades dio lugar al diseño de una suerte de encuesta general; en la medida en que pudiera aplicarla a varias divisiones, obtendría resultados más o menos estandarizados de la población estudiantil bajo observación.
Solicité a F. B. una hora de su curso, quien amablemente accedió, por lo que pude realizar una modesta prueba-piloto. Durante los treinta y cinco minutos al frente de la comisión catorceava de segundo año, realicé lo siguiente: dividí el pizarrón en dos mitades (dibujé una raya con una tiza; no es que haya partido el pizarrón literalmente, queda claro) y expliqué a los estudiantes que la actividad que les proponía constaba de dos momentos. En el primero, la consigna-pregunta era: ¿qué hacen en su tiempo libre? Para esto, de un lado del pizarrón listé seis números y dije que tenían que acordar, entre todos, seis actividades que hacen en su tiempo libre. Para definir si una determinada actividad era incluida o no, propuse hacer votaciones a mano alzada y, si la mitad más uno de los estudiantes respondía afirmativamente, entonces se consignaba. Así, luego de algunas intervenciones, discusiones y votaciones, quedaron anotadas: “música”; “series y/o películas”; “videojuegos”; “redes sociales”; “leer”; “amigos, ranchear”.16 Hubo reparos con respecto a esta primera propuesta del dispositivo y al menos un par de estudiantes no solo se quejaron de tener poco tiempo libre, sino que incluso relativizaron teóricamente el estatuto de que acaso haya algo llamado “tiempo libre” -para ellos en particular y para la humanidad en general-. La segunda actividad estaba guiada por la consigna-pregunta: ¿cuál es su relación con la literatura? En este caso, no pedía un consenso, ni un trabajo grupal, ni un número limitado de respuestas, sino que los resultados quedaban sujetos a cada opinión de los que levantaran la mano para participar -así como al espacio disponible en la mitad libre del pizarrón-. Obtuve las siguientes respuestas: “colegio”; “abandonada”; “escritura”; “libros no leo, artículos sí”; “todo/nada”; “necesidad”; “herramienta”; y, desde “herramienta”, la pregunta: “¿para qué?”. Al no tratarse de entrevistas individuales con opciones de re-preguntas, algunas palabras muy interesantes, como “necesidad” o “herramienta”, resultan imposibilitadas de un trabajo interpretativo de mayor alcance -pero, a su vez, resaltaría que solo con este tipo de dispositivo podía reunir varias respuestas en poco tiempo; a fin de cuentas, como ocurre con cualquier instrumento de recolección de datos, siempre se gana algo y se pierde otro tanto-.
Ante los resultados obtenidos, consideré que la prueba-piloto había sido exitosa, pues me puso a disposición de un panorama de algunos consumos culturales de los estudiantes -al menos de los declarados por ellos-, además de otros mencionados y que no pasaron el filtro de la votación -como, por ejemplo, jugar al truco y a otros juegos de cartas-. El segundo momento de la actividad, que admitía una mayor libertad individual en las respuestas, habilitaba la captación de una mayor subjetividad de los estudiantes. Cabe aclarar que no juzgué pertinente diseñar el dispositivo para indagar de manera precisa en sus percepciones sobre el género policial, ya que esto hubiera supuesto un recorte demasiado específico sobre los gustos de los estudiantes y ciertamente hubiera forzado las respuestas (sus prácticas de ocio son más amplias y, en general, nadie consume estrictamente ficciones policiales).
Un fracaso burocrático
Luego del resultado satisfactorio de la prueba-piloto, tramité la posibilidad de disponer de una hora semanal de tutoría en algunos cursos. Para esto, precisé realizar una suerte de re-ingreso, puesto que no se trataba de presenciar las clases de literatura y tomar notas, sino de ponerme al frente de distintas comisiones, por fuera de las horas de Castellano y Literatura. Para disponer de dichas horas, me acerqué a hablar y comentar mi proyecto con la directora de la Dirección de Orientación al Estudiante, C. B., que es la persona responsable de la organización y la coordinación general de las tutorías. Luego de pactar y concretar una entrevista con ella y con los coordinadores de tutorías de los turnos de la mañana y el vespertino -J. O. y J. P. Y., respectivamente, quienes llevan las agendas de los horarios de las tutorías de cada comisión-, dejamos supeditado el comienzo del trabajo a la presentación y aprobación de una nueva solicitud para habilitar mi presencia en las mencionadas horas de tutorías.17
Sin embargo, la presentación formal, mediante una nota ingresada por Mesa de Entradas, siguió un camino de dilaciones. Si bien este tipo de trámites suele demandar un tiempo considerable hasta la obtención de una respuesta, el seguimiento -por medio de llamadas telefónicas y consultas en persona en Mesa de Entradas- fue particularmente engorroso, en la medida en que el expediente fue pas(e)ando con parsimonia por diferentes dependencias burocráticas: primero fue derivado al área de Coordinación Administrativa, después a Rectoría, luego de vuelta a Coordinación Administrativa, posteriormente a Secretaría de Planeamiento y, finalmente, desde el 21 de octubre de 2019 -según me informó uno de los trabajadores de Mesa de Entradas-, fue remitido a la Dirección de Orientación al Estudiante. Aquí cabe aclarar que el trámite había sido presentado el 27 de septiembre, por lo que tardó casi un mes solamente en llegar a la dependencia que debía expedirse al respecto. En la segunda semana de noviembre, tras otra consulta en persona en Mesa de Entradas, me notificaron que el expediente continuaba en la Dirección de Orientación al Estudiante; consulté a la directora C. B. al respecto, pero no me dio ninguna respuesta sobre el estado del trámite. Sí me ofreció, como contra-propuesta, la opción -que ella misma iba a gestionar- de acceder a material producido por el Instituto de Investigación en Humanidades “Dr. Gerardo H. Pagés” -instituto de investigación del propio colegio- sobre los consumos culturales de los estudiantes. Acepté el ofrecimiento, que también supuso una nueva espera burocrática, en la medida en que C. B. solo dejaba sentada la petición en dicho instituto -y ella misma se colocaba como mediadora de la solicitud, de la que, hasta el día de hoy, no tuve novedades-. Con respecto a la suerte del trámite de solicitud para realizar la actividad de la encuesta en las horas de tutorías, C. B. me comentó, en un intercambio telefónico, que era algo distinto a la mera observación de clases y que, por ende, se trataba de una situación más delicada como para habilitar mi ingreso en las aulas. Así como esta explicación no me resultó del todo satisfactoria, en aquella comunicación tampoco terminé de entender si el rechazo era una decisión de ella, pero algunas omisiones en sus respuestas a mis preguntas posteriores (vía Whatsapp), así como el estancamiento del expediente en la Dirección de Orientación al Estudiante a cargo de ella misma, me llevaron a concluir que efectivamente había sido C. B. quien había decidido no dar lugar a mi solicitud, lo cual me produjo un innegable desconcierto, pues, de mi parte, había dedicado bastante tiempo en buscarla, explicarle mi proyecto, hacer la presentación formal de una carta por Mesa de Entradas y realizar un seguimiento del trámite -proceso que, desde el momento en que empecé a buscar a C. B., a fines de agosto, se extendió durante aproximadamente dos meses, hasta el momento en que me comunicó el rechazo de mi solicitud-.18
A fin de cuentas, todo este periplo me llevaba a confirmar la preeminencia de otras lógicas que se imponían por sobre la existencia de mi efímero objeto de estudio. Cartas formales, seguimientos de trámites, interacciones telefónicas y presenciales con empleados de Mesa de Entradas, etcétera. La lógica burocrática de la institución -sumada a lo que entiendo como un rechazo a mi proyecto por parte de la directora de la Dirección de Orientación al Estudiante- marcaba un ineluctable límite en la continuación de mi trabajo. Cuando la etnografía choca contra la burocracia, la etnografía se convierte en la imposibilidad de la etnografía (pero, en todo caso, huelga dejar registro de ello).19
Una novela policial escrita por dos estudiantes: encuentro con A. C e I. J.
A pesar de la imposibilidad de llevar a cabo la replicación del dispositivo de encuesta general en otras divisiones, sí pude entrevistar a A. C. e I. J., estudiantes de la sexta división de cuarto año, a quienes conocí a través de M. I. G. En uno de los intercambios por Whatsapp en que la mantenía al tanto de mis actividades de observación, M. I. G. me comentó que dos de sus estudiantes actuales habían decidido y concretado la escritura de una novela. Más allá de mi interés en casos generales y no tanto en trayectorias individuales, consideré que no podía soslayar esta oportunidad. M. I. G. me facilitó los contactos de A. C. e I. J. y, a comienzos de noviembre, nos juntamos a conversar sobre su novela.
Cuando nos encontramos en el corredor central del colegio, ambos me comentaron que su iniciativa había surgido el año anterior, cuando eran estudiantes de tercer año y la profesora de Literatura -aunque, como ya hemos precisado, en tercer año la asignatura se denomina Introducción al Análisis Literario-, S. M., les había solicitado a los estudiantes escribir dos capítulos de una novela hipotética. Ante tal consigna, A. C. e I. J. me confesaron su intención de llevar a cabo un proyecto más ambicioso: escribir una novela entera. Para esto, resignaron las dedicaciones a las otras asignaturas y se abocaron, durante varios días seguidos, de manera intensiva y con apoyo de sus familias -fundamentalmente, de la madre de A. C. -, a la escritura de Agogé. El camino del fuerte.20 Trabajo en colaboración, escrito a cuatro manos, se trata de una novela policial en que Rubén Redrum, desde su incorporación en la División de Homicidios de la Policía Federal Argentina, investiga una sucesión de asesinatos de padres y madres, conectadas con desapariciones de sus respectivos hijos -asesinatos y desapariciones con los que, en el transcurso de la lectura, comprobamos que el protagonista está involucrado de otra forma, gracias a la investigación de otro policía, Tomás Truman-.
Uno de los emergentes significativos de la charla con A. C. e I. J. consistió en la pregunta sobre sus actividades de tiempo libre. La rápida mención al animé y al manga (ficciones en soporte audiovisual y gráfico de origen japonés) condujo a la referencia, de mi parte, a las subjetividades de los otaku, es decir, los jóvenes consumidores y entusiastas de dichos productos.21 A. C. e I. J. se rieron cuando mencioné dicho vocablo y, en lo sustantivo, entendí que se reconocen como tales -en nuestra conversación, A. C. le adjudicó tal condición a I. J., quien, a su vez, no se reconoció como otaku, en la medida en que ellos no se disfrazan, aspecto que sí caracterizaría, según argumentó, a los integrantes de esa comunidad-.
Crímenes secundarios
Párrafos atrás, había afirmado que, en mis observaciones, el policial existía de manera condicionada e intermitente, debido, en buena medida, a las lógicas institucionales y a las dinámicas de la vida social del establecimiento educativo.22 Así, arribo a la principal conclusión de que los crímenes del policial, en el secundario, son… secundarios. Por supuesto, aquí resuena el nombre de la primera novela de Marcelo Birmajer, Un crimen secundario, publicada originalmente en 1992, en que una pareja de estudiantes de un colegio resuelve el caso de un robo a un banco. En esta novela, lo “secundario” apela tanto a la condición del crimen como a la de los investigadores -estudiantes secundarios-. En mi indagación, por lo que vengo exponiendo, el doble sentido se repite: por un lado, observé la inscripción del género policial en una institución de enseñanza secundaria; por otro, debido a las características del ordenamiento social que dicha institución supone, comprobé que la presencia del policial, en varios sentidos, se torna “secundaria”.
No quiero decir con esto que el policial carezca de importancia, aunque tampoco podría asignarle un estatus que efectivamente no tiene: en toda mi aproximación etnográfica, diría, el único sujeto empírico que tuvo al policial como eje rector de su discursividad fui… yo mismo -aunque algunos momentos de las clases, además de la novela de A. C. e I. J., sí constituyen otros puntos en que el género ocupa un lugar central-. No es que no importe para los demás, pero resulta difícil de concebir de manera aislada con respecto a una serie de lógicas y condicionantes que se superponen: temporales, espaciales, de exámenes, de planificaciones docentes que incluyen otros contenidos y de otras asignaturas. Quizá el cenit del carácter secundario del policial se evidencie en el fracaso en llevar a cabo la encuesta sobre consumos culturales en más divisiones -más allá de la prueba-piloto sí concretada en la división catorceava de segundo año-, explicable en parte por aspectos burocráticos, pero, en mayor medida, por el desinterés de la directora de la Dirección de Orientación al Estudiante -a quien, de todas formas, le agradezco por el tiempo brindado-. Esto, desde luego, repercutió negativamente en el cumplimiento del segundo objetivo propuesto -la indagación en torno a los consumos culturales de los estudiantes-, aunque tal imposibilidad me suscitó una reflexión inesperada en torno a la restricción productiva de las instancias burocráticas de las instituciones -restricción productiva que, al prohibir cursos de acción, se constituye en sí misma como un curso de acción restrictivo y, a la vez, productivo, si se me permite el enrevesamiento-.
También me interesé por las negociaciones entre los mandatos institucionales y ciertos objetos de consumo, entre los saberes tradicionales y algunos no del todo legitimados en el ámbito escolar. De todas formas, como comenté anteriormente, la presencia de televisores en todas las aulas es un elemento que facilita el diálogo entre la literatura en su faceta más tradicional -obras escritas en la forma de libros- y otros productos culturales, como las series de plataformas digitales -productos culturales ante los que la literatura es más permeable, al menos en contraste con otras asignaturas-. Más allá de este aspecto puntual, en general aprecié distintas mediaciones entre la teoría y la práctica, entre el programa y el docente, entre el docente y los estudiantes. En este sentido, si bien mi proyecto contemplaba el objetivo de observar cómo se enseña el género policial -a través de la lectura de ficciones, la sistematización de características del género, la realización de ejercicios de escritura, etcétera-, nunca dejé de tener en cuenta que los estudiantes son sujetos que ya portan un significativo repertorio de consumos culturales -repertorio al que, eventualmente, se añade un conjunto de saberes literarios derivados del proceso de aprendizaje-.23
Para concluir, retomo una idea del comienzo: había comentado que mi intención era inscribir el género en el flujo de la vida social. Sin embargo, la actividad de descripción densa y de fijación de lo percibido -si me guío por las pautas de Geertz (2003)- se reviste de un manto de ingenuidad o de cierta condición paradojal, pues, en la medida en que dejo por escrito la inscripción del policial en un ámbito concreto de la vida social, lo separo de ella y lo hago morir -o revivir de manera “zombi”- en la forma de un artículo académico. De cualquier modo, considero que la precaria fijación escrita de mi paso por una institución educativa permite, al menos, una aproximación asintótica a la existencia del género policial en el flujo de la vida social. Puede ser un resultado rudimentario, pero es mejor que nada.