Algunas notas introductorias
Los acontecimientos que han caracterizado los últimos años de la historia del Mediterráneo nos hablan de un mar que se ha convertido en un espacio de imparables y dramáticas fatigas: las rutas migratorias han transformado la imagen idílica del Mediterráneo, antaño encrucijada de mercaderes y exploradores, en una especie de mare monstrum que engulle, sin cesar, miles de vidas desconocidas, cuyo viaje comienza a menudo entre la dureza del desierto del Sahara hasta llegar a las laberínticas montañas del Magreb. Una narración tan cruel deja inevitablemente atrás el papel histórico y político del “mar di mezzo” como un rasgo de unión entre dos orillas, la africana y la europea o, de nuevo, la musulmana y la cristiana. En este sentido, es explicativa la definición que Fernand Braudel, durante su encarcelamiento en Alemania, dio del Mediterráneo, definiéndolo como un espacio donde se entrelazan historias, culturas y expresiones geográficas:
Pero, ¿qué es el Mediterráneo? Mil cosas a la vez. No un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, sino una sucesión de mares. No una civilización, sino civilizaciones amontonadas unas sobre otras. Viajar por el Mediterráneo es encontrar el mundo romano en el Líbano, la prehistoria en Cerdeña, las ciudades griegas en Sicilia, la presencia árabe en España, el islam turco en Yugoslavia. Es perderse en lo más hondo de los siglos, hasta las construcciones megalíticas de Malta o las pirámides de Egipto. Es encontrar cosas muy viejas, todavía vivas, que se codean con lo ultramoderno: al lado de Venecia, falsamente inmóvil, la densa aglomeración industrial de Mestre; junto a la barca del pescador, que sigue siendo la de Ulises, el bou devastador de los fondos marinos o los enormes petroleros. Es sumergirse a la vez en el arcaísmo en los mundos insulares y asombrarse ante la extremada juventud de ciudades muy viejas, abiertas a todos los vientos de la cultura y de la ganancia económica, y que, desde hace siglos, vigilan y se comen el mar (…). (Braudel, 1989: 10)
En efecto, es muy difícil definir el Mediterráneo limitándose a los aspectos histórico-geográficos: el mare nostrum es un crisol de culturas, una feliz intersección de tres continentes (África, Asia y Europa) que se ofrece como una síntesis perfecta del multiculturalismo en el que el dinamismo y la complejidad de las interacciones humanas desempeñan un papel predominante. Sin embargo, Europa parece haber traicionado la esencia del Mediterráneo como lugar de comparencia de diferentes antropologías y patrimonios; en cambio, lo ha convertido en una fortaleza, en un sitio de rechazo y no en un espacio de acogida. En este contexto peculiar se inserta la condición de una de las protagonistas de este polifacético y complejo mar: España, separada del continente africano por una franja de mar que en su punto de mínima anchura ve las dos costas divididas por poco más de 13 km. “On a sunny day, Morocco can be clearly observed from the Spanish port town of Tarifa”, escribe Lara Dotson-Renta (2012: 1), al recordar la extraordinaria cercanía que - a través del Estrecho de Gibraltar - une las fronteras de España y Marruecos, Europa y África, o incluso la Europa continental con las de Europa en tierra de África. Esta proximidad, de hecho, no es sólo geográfica, sino que se deriva de una
shared history defined by patterns of transit, occupation and migration. From the rise and fall of Al-Andalus to the current controversy surrounding the Spanish territories of Melilla and Ceuta, the relationship between Spain and Morocco has been one of continual exchange and ambiguity. Indeed, these two Mediterranean countries have, at different moment time, occupied each other. The result is a pervasive sense of both familiarity and estrangement between the peoples of both nations, a simultaneous feeling of departure and return when moving between one territory and the other. (Dotson-Renta, 2012: 1)
Como lo precisa I. Chambers
los contornos relativamente fijos del mar, la costa, las llanuras y las cordilleras albergan formaciones históricas a menudo impredecibles y fenómenos culturales muy variables Incluso en las generalizaciones geohistóricas más aproximadas, la demarcación del Mediterráneo revela inmediatamente los criterios de análisis, ya que sus fronteras se despliegan hacia el norte en dirección al Báltico, hacia el este en dirección al Levante y más allá, hacia el oeste en dirección al mundo atlántico y hacia el sur, aunque esto se suele pasar por alto, hacia el norte de África y la parte subsahariana del continente. Esto significa automáticamente registrar las historias eslavas, alemanas, árabes y africanas como partes integrantes del Mediterráneo, sus pueblos, historias y culturas (Chambers, 2015. Traducción propia)
Así, coadyuvados por una heterotopía foucaultiana para definir lugares reales pero “absolutamente diferentes” de todos los demás espacios sociales, donde estos últimos son a la vez representados, cuestionados y derribados, nos encontramos ante la peculiaridad de los enclaves de Ceuta y Melilla como un non-lieu que nos obliga, entre otras cosas, a una redefinición de ese concepto de identidad sin el cual no tiene sentido hablar de fronteras o límites. De hecho el entrecruzamiento de fronteras, que E. Said entiende como una forma discontinua del ser, y que encuentra en el migrante su representación, se realiza a través de diferentes etapas que plantean la identidad como un concepto en continua evolución. Esta noción ha sido subrayada especialmente en los análisis de J. L. Amselle, M. J. Fischer y G. E. Marcus, que elaboran una noción de identidad fronteriza, la cual implica necesariamente la heterogeneidad y la diferencia. Estos últimos conceptos son fundamentales no sólo para captar la verdadera esencia de Ceuta y Melilla dentro del panorama que define las fronteras del Mediterráneo, sino incluso antes para definir el papel y el significado de los dos enclaves para España.
Lo que sorprende de la península ibérica es precisamente la complicada relación entre las fronteras geográficas y la identidad: “llama la atención que cinco siglos más tarde siga presentando, en lo tocante a su integridad, unos rasgos propios atribuibles a su situación geográfica. Y es la permanencia a través del tiempo, tanto en el orden interno como en el de su perfil exterior, de unos interrogantes acerca de su identidad y de sus definitivos límites territoriales” (Cajal, 2003: 120). Cuando hablamos de España, nos estamos refiriendo a una identidad, un pueblo, una nación, que no puede describirse simplemente como un espacio geográfico definido y delimitado, sino también como el resultado de un proceso histórico, político y cultural que va mucho más allá de los límites territoriales. De hecho, en los años posteriores al 1492, tras la conquista de los territorios de la península dominados por el islam, España se concentró tanto en la expansión en América como en el norte de África:
Through the arbitration of Tordesillas, on June 7, 1494, Pope Alexander VI divided the Portuguese and Spanish zones of influence in Magreb starting from the Peñón de Vélez: the West would belong to Portugal, the East to Spain to the extent that these countries managed to establish themselves. Spain had a lot of time to make up for and lost none in doing so. She had only been free to act since 1492 when the kingdom of Granada had fallen. (Rezette, 1976: 35)
Así, las tropas españolas ocuparon ciudades mediterráneas de la costa africana como Melilla en 14971, Mazalquivir en 1505, Vélez de la Gomera en 1508, etc. Ceuta, en cambio, ocupada por los portugueses en 1415, no se incorporó al Imperio Español hasta 1668 con la firma del Tratado de Paz de Lisboa2. Sucesivamente, durante el siglo XIX, con el estallido de las primeras guerras de independencia en América Latina, España volvió a concentrar sus intereses en el territorio norteafricano y en 1912, junto con Francia -potencia particularmente activa en esa zona- creó un protectorado en Marruecos con capital Tetuán3. Sin embargo, a lo largo de los siglos, el imperio español perdió la mayor parte de sus posesiones africanas, con la excepción de las que aún hoy forman parte de España, a saber: las Islas Canarias, el islote de Perejil, Vélez de la Gomera, Peñón de Alhucemas, Alborán, las Islas Chafarinas, pero sobre todo Ceuta y Melilla verdaderos restos coloniales de Occidente aún reivindicados por Marruecos (Cortina, 2014).
Precisamente, es a partir del siglo XVIII que la monarquía española empezó a plantearse la utilidad, en términos de beneficios, de los presidios en África. A excepción de Ceuta, “plaza notable por sus grandiosas fortificaciones y por su interesante posición en el estrecho de Gibraltar” (Carabaza & De Santos, 1992: 24) el mantenimiento de las colonias ultramar resultaba demasiado oneroso para las arcas públicas: “bien puede decirse que nuestra ocupación en África no nos reporta ventaja alguna y es, por el contrario, onerosa para nuestro erario y aún poco gloriosa para nuestras armas” (López García, 1979: 6). Por esta razón, en 1764, el gobierno de Carlos III envió una comisión a Melilla, Alhucemas y a Vélez de la Gomera para investigar la situación. La opinión de la comisión, que había revelado los numerosos beneficios que podían obtenerse del abandono de las guarniciones, no fue acogida favorablemente por el Consejo de Estado que decidió mantener las posesiones. Sólo durante el reinado de Carlos IV se comprendió realmente que la presencia española en el norte de África tenía efectos negativos. A raíz de ello, el rey borbón decidió devolver Orán y Mazalquivir a Argelia, abriendo así una política de restitución que fue interrumpida inmediatamente por el ascenso del primer ministro Godoy, poco propenso a abandonar la plaza africana.
Los acontecimientos se complicaron con los deseos expansionistas de Francia e Inglaterra en el Magreb, que “forzaron” España a declarar guerra a Marruecos en octubre de 1859. El avance de las tropas españolas fue muy lento - también a causa del cólera que se propagó entre los soldados - y sólo condujo a la conquista de Tetuán y a la ocupación de Tánger. Después de varios sangrientos meses de batalla, en abril de 1860 se firmó el Tratado de Wad-Ras (o de Tetuán), con el que el sultán Mohammed IV concedió a España el territorio de Santa Cruz de Mar Pequeña, la ampliación de las fronteras de Ceuta y Melilla y el derecho a exportar e importar a Marruecos sin límites aduaneros o fiscales (declarando finalmente Ceuta, Melilla, Alhucemas, Vélez de la Gomera y las Islas Chafarinas puertos francos, es decir “lugar o recinto marítimo donde pueden importarse toda clase de mercancías, tanto nacionales como extranjeras, para exportarlas después libremente” (Donnet, 1912: 489).
Los primeros años del siglo XX aportaron una mirada moderna a la configuración urbana de las dos ciudades, coincidiendo con el establecimiento del mencionado protectorado: la división transformó radicalmente la fisonomía de los enclaves, que comenzaron a ser utilizados por su capacidad portuaria en la ruta del Mediterráneo. De hecho, el área de influencia asignada a España era en su mayor parte una zona intransitable y montañosa, por lo que los ibéricos consideraron beneficioso “s’appuyer sur les ancien presidios de Ceuta y Melilla et sur les villes du littoral” (Zurlo, 2005: 33).
A pesar de los beneficios comerciales resultantes del protectorado, la situación pronto se hizo inmanejable tanto por las dificultades que presentaba el territorio como por las diatribas de la política interna española. El episodio de la semana trágica de Barcelona y el gasto humano y económico producido por la Segunda Guerra del Rif, fue seguido en 1923 por el golpe de estado de Primo de Rivera, sobre el cual varias facciones presionaron para el abandono definitivo de los presidios considerados como un obstáculo para el desarrollo completo del país: “mientras no se abandone Marruecos no podrá nuestro país levantar cabeza ni moral ni materialmente” (López García, 1979). Sin embargo, tampoco Primo de Rivera - que parecía poseer “la hombría suficiente para salvar España” (Carr, 2003: 505) - logró resolver la vieja cuestión de los enclaves. El divisionismo tanto del gobierno como de la opinión pública acerca de qué hacer con el protectorado de Marruecos afectó también a la segunda república (1931-39) desgarrada por “ou rester dans la zone ou l’abandonner; ou y intervenir ou l’évacuer” (Zurlo, 2005: 34). Por otra parte, la resistencia violenta del pueblo marroquí, muy apegado a sus valores ancestrales, frenó drásticamente el proceso de colonización y sedimentó el resentimiento hacia el invasor. Como resultado, la lenta consolidación del poder español impidió también el pleno desarrollo económico del protectorado: el resultado fue un fuerte estancamiento económico, exacerbado por la crisis mundial de 1929-31, y una parálisis comercial que atormentó especialmente a Ceuta y Melilla víctimas de “una triple alienación, territorial, alimentaria y cultural que, a la postre, puede ser generadora de tensiones en las Plazas y la metrópoli” (Morales Lezcano, 1986: 187). Ni siquiera el nuevo liderazgo republicano de Manuel Azaña, inicialmente ansioso por pacificar las reivindicaciones democráticas de los nacionalistas marroquíes, consiguió solucionar la cuestión de los enclaves. El gobierno republicano demostró ser demasiado cautivo de su dinámica interna hasta el punto de hacer caso omiso a las demandas nacionalistas y acabó echando a los militares marroquíes en los brazos de los oficiales españoles que se levantaron en julio de 1936. El apoyo inicial a la guerra civil que estalló en 1936, de hecho, provino de los territorios de Melilla y Ceuta: de aquí partieron, hacia Algeciras, aproximadamente “tres mil hombres y un considerable volumen de material bélico” (Carabaza & De Santos, 1992: 68). Durante el conflicto “Ceuta, Melilla y el resto del Protectorado dejaban ya de ser escenario principal de la guerra civil, convirtiéndose en retaguardia de la España nacional” (Carabaza & De Santos, 1992: 68). Cuando las operaciones en la península se completaron y Francisco Franco se convirtió en caudillo, las dos ciudades se vieron abrumadas por una ola de represión sangrienta que las convirtió en “ciudades prisión”, en las que cumplían pena los opositores de Franco.
Paradójicamente, en 1939, el caudillo - para conseguir la benevolencia de los nacionalistas marroquíes y evitar una mayor división - inauguró una política pacifista destinada a garantizar la libre expresión de la prensa y las actividades culturales musulmanas. Sin embargo, las aperturas del régimen de Franco, hechas también con la intención de despertar la simpatía frente a una posible ocupación total de Marruecos, pronto se vieron ensombrecidas por la furia de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Operación Torch. Además, la derrota de Hitler en Stalingrado empujó definitivamente al caudillo en una posición de neutralidad, aunque “los puertos de Ceuta y Melilla continuaban sirviendo de refugio a los submarinos italianos y alemanes” y los espías alemanes continuaron operando en completa libertad (Fabiani, 1974: 129). La población de los enclaves, por otra parte, permaneció dramáticamente fuera de los “avatares bélicos. Día a día, la lucha por la supervivencia absorbía toda su atención. Una lucha en la que carestía, racionamiento, mercado negro y estraperlo eran los heraldos de un apocalipsis que se prolongaría hasta bien entrados los años 50” (Carabaza & De Santos, 1992: 71)
La operación Torch se completó con éxito y, después del desembarco en Normandía y el asesinato de Mussolini, se abrieron una serie de escenarios encaminados a desmantelar toda la estructura nazi-fascista y poner fin a la II Guerra Mundial. El final de dicho conflicto hizo vacilar, en cierto sentido, el imperialismo de Occidente todavía muy apegado a las posesiones coloniales que pronto fueron involucradas en los procesos de neocolonialismo y, más tarde, de independencia. Franco - envuelto en la fase más oscura de su dictadura, la llamada noche negra (Carr, 2003: 681) - y temeroso de las repercusiones que los movimientos independentistas pudieran tener en España, decidió legalizar los partidos nacionalistas marroquíes, dio apoyo militar a la revuelta en la zona francesa y encargó la elaboración de un proyecto sobre el futuro estatuto político de las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla4. Por el lado francés, en cambio, la derrota en Vietnam le quitó toda ambición colonial al gobierno de París, que concedería la independencia a Marruecos en marzo de 1956. Finalmente, en abril del mismo año Franco reconoció con la Declaración Conjunta Hispano-Marroquí, “a regañadientes” la autonomía de Marruecos con la excepción de Ceuta y Melilla (Carabaza & De Santos, 1992: 71)
España-Marruecos: una relación larga y fluctuante
En julio de 1963 el rey Hassan II se reunió con el general Franco, abriendo todo un proceso posteriormente definido “espíritu de Barajas” para simbolizar “el punto álgido de las relaciones entre Marruecos y España y duró del otoño de 1962 hasta 1965” (García Torres, 2013: 835). El mitin tuvo un importante significado simbólico porque contribuyó a la distensión de las relaciones entre los dos países al inaugurar una fase de cordialidad y negociaciones. Empero la muerte de Franco, en noviembre de 1975, distrajo a España del renovado diálogo con Marruecos y abrió un período de “transición democrática” que culminó con la aprobación de la Constitución de 1978. Al entrar en vigor en diciembre de 1978, la nueva Constitución fue inmediatamente exaltada por su “carácter consensuado” (Varela Suanzes - Carpegna, 2003: 6) es decir, por encerrar en ella muchas de las aspiraciones populares e institucionales que se habían afirmado a lo largo del tiempo y que no habían encontrado espacio en los textos constitucionales anteriores. Como subrayó Varela: “ninguna Constitución anterior a la de 1978 - ni siquiera la de 1837, que es la que más se le aproxima en este aspecto - se elaboró con más voluntad de consenso y con más vocación integradora que la actual” (Varela Suanzes - Carpegna, 2003: 65). La de 1978 es sobre todo una carta constitucional que garantiza y reconoce la unidad de la nación española pero también el derecho a la autonomía “de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” (BOE, 1978: 29315).
A pesar de las aperturas democráticas, en ella prevaleció “la ambigüedad al abordar todo lo relacionado con el futuro de Ceuta y Melilla” (Carabaza & De Santos, 1992: 148). Dicha ambigüedad era el resultado del reciente pasado colonial español y del compromiso que los partidos tuvieron que alcanzar durante las negociaciones. En la quinta de las Disposiciones Transitorias contenidas en la Constitución se establece que: “las ciudades de Ceuta y Melilla podrán constituirse en Comunidades Autónomas si así lo deciden sus respectivos Ayuntamientos, mediante acuerdo adoptado por la mayoría absoluta de sus miembros y así lo autorizan las Cortes Generales, mediante una ley orgánica, en los términos previstos en el artículo 144” (BOE, 1978: 29332). El artículo 14 además confiere a las Cortes el poder de autorizar, a través de una ley orgánica, la transición a comunidad autónoma “cuando su ámbito territorial no supere el de una provincia” o de concordar “un Estatuto de autonomía para territorios que no estén integrados en la organización provincial” (BOE,1978: 29332). El último caso mencionado es el camino seguido para Ceuta y Melilla a las que, en 1995, se le concederá un estatuto de autonomía6. Dicho estatus es “la expresión jurídica de la identidad española” (BOE, 1995: 28) de las dos ciudades y define las instituciones, las competencias, y los recursos que poseen. Con la aprobación de un estatuto de autonomía, los enclaves accedieron a un “régimen de autogobierno, gozando de autonomía para la gestión de sus intereses, integrándose y completando el sistema autonómico que se ha desarrollado a partir de la Constitución Española” (BOE, 1995: 28).
El artículo 21 de cada estatuto precisa los temas sobre los cuales Ceuta y la ciudad de Melilla puedan ejercer sus poderes administrativos, de inspección y de sanción: las competencias atribuidas son en gran parte “bien supérieures à celles des communes et des provinces” (Zurlo, 2005: 75) y no muy lejos de las típicas de las comunidades autónomas7. Sin embargo, la controvertida asignación del estatuto de autonomía, categoría nueva en el ámbito de los poderes autónomos, representaba simbólicamente una concesión a medias. Es decir, Ceuta y Melilla son entidades autónomas, pero no en la medida de las demás comunidades autónomas que casi no tienen límites en sus poderes legislativos y administrativos. En otras palabras, la denominación de ciudades autónomas no tiene otro valor que aquel “de haber logrado un consenso que hasta ese momento parecía imposible y no se podía dilatar más” (Requejo Rodríguez, 1998: 70).
La dificultad y la lentitud en reconocer la posición jurídica de Ceuta y Melilla también podría haberse originado de posibles reparos marroquíes; es sabido que el valor geopolítico de los enclaves se lograría sólo a través de una fructífera e influyente relación España-Marruecos. De hecho
con ningún otro país vecino España ha tenido una relación histórica tan intensa y tan conflictiva como con Marruecos. Es difícil encontrar un periodo remoto, cercano o presente de la historia de España en que aquello que el político liberal Gabriel Maura Gamazo llamó a principios del siglo XX “la cuestión de Marruecos” no haya acaparado de manera desproporcionada la atención de España. Se podría afirmar, igualmente, que no es posible imaginar ningún escenario de futuro sin contar con la esencia conflictiva de esa “cuestión de Marruecos” (Del Pino, 2004: 104)
La “cuestión marroquí” fue la causa principal de la caída de la monarquía de Alfonso XIII en 1931 y representó uno de los puntos cruciales de la historia de España en el siglo XX y la intensificación de la relación conflictiva con el país norteafricano8. Sin embargo, hoy:
medio siglo después de la independencia de Marruecos y cinco siglos después de la experiencia de Al Andalus, parece tiempo suficiente para comenzar a tener unas relaciones normales basadas en las preocupaciones modernas de los Estados y los gobiernos: la creación y distribución de riqueza, y lo que es condición para ello, la libertad y la democracia. (Del Pino, 2004: 105)
Es precisamente en nombre de libertad y democracia que se ha vuelto a proponer con fuerza el problema entre España y Marruecos, o mejor dicho entre Europa y África, o incluso entre la Unión Europea y el Sur del Mundo. Este problema se agrava por la actual interpenetración de imparables flujos migratorios, por la reconceptualización de la frontera como elemento divisorio frente a las diferencias culturales percibidas a través de una lente interpretativa distorsionada y, por último, por la actitud oscilante que la comunidad europea, y sus estados miembros, exhiben ante tales fenómenos. Y es de nuevo en los bordes de Ceuta y Melilla donde todos estos matices geopolíticos se realizan con particular evidencia, desvaneciendo la imagen del mare nostrum - construido, como hemos visto, a través de continuas interrelaciones diacrónicas y sincrónicas- como un puente entre dos orillas y, más en general, como el vientre del que fuimos generados. Encrucijadas ineludibles de las rutas mediterráneas, Ceuta y Melilla representan “not only crossroads between two states but also between the EU and Africa, between Christianity and the Muslim world, between the 1st developed world and the 3rd world, between “us” and “them”, between those who regard themselves as “civilisation” and those they regard as ‘barbarians’” (Castan Pinos, 2009: 14).
Tras estas múltiples divisiones que crean los dos enclaves, Ferrer Gallardo ha calificado la frontera hispano-marroquí como la “frontera de las fronteras” (Castan Pinos, 2009: 13; Ferrer Gallardo, 2008) es decir, aquella en la que se insertan, con especial fuerza, todas las contradicciones que el limes, en cuanto línea divisoria, genera. Un violento surco fronterizo, en el cual se cristaliza la llamada “política de externalización”9 concebida en el seno de la Unión Europea para domesticar los increíbles movimientos migratorios que atraviesan los enclaves. Y es mediante esta medida como las migraciones alteran la naturaleza de Ceuta y Melilla, en donde se desenvuelve una rígida “frontera de cristal” que es casi una paradoja, “un fracaso de la razón y del intelecto humano. Absurda y llena de errores. Una bomba de tiempo social” (Bastidas Colinas, 2010).
De hecho, la ola migratoria inicial que se había desarrollado a mediados de los años 90 en torno a los enclaves de Ceuta y Melilla puso en duda las políticas de apertura que se iniciaron con el Acuerdo de Schengen10. En otras palabras, la libre circulación de mercancías y personas se convirtió en una preocupación más que en un objetivo a perseguir, como fue el caso de las dos ciudades españolas inmersas en el Magreb que, una vez que pasaron a formar parte del área europea, se convirtieron, en muy poco tiempo, en polos de atracción para los emigrantes que pretendían cruzar el Mediterráneo y llegar así a las costas de Europa.
La primera medida ordinaria preparada por el Gobierno español para evitar el tránsito de migrantes en las zonas de Ceuta y Melilla fue la firma de un acuerdo con Marruecos para gestionar las expulsiones y readmisiones de ‘sin papeles’, es decir, de ciudadanos indocumentados procedentes no sólo de Marruecos sino también de otros países vecinos. Esta “atribución de competencias”, definida en otras partes como una forma de externalización11, terminó por transformar gradualmente a Marruecos en el gendarme de Europa meridional, cuya principal tarea es combatir el paso de migrantes del África subsahariana12.
El tratado, que no entró en vigor hasta diciembre de 2012, se aprobó en respuesta a la crisis humanitaria que Melilla experimentaba en 1992, cuando unos ochocientos migrantes subsaharianos se habían acampado en la ciudad que, por otra parte, no poseía “infraestructuras para atenderlos adecuadamente además de carecer de suficiente número de medios humanos y materiales para vigilar el perímetro fronterizo” (Pérez Gónzalez, 2005). Además, en julio del mismo año, otros subsaharianos habían sido expulsados de Melilla y Marruecos se negó a admitirlos en su territorio, dejándolos en tierra de nadie durante 11 días13. Esto llevó a la visita del entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, quien reconoció algunas dificultades técnicas en la aplicación del acuerdo y por ello creó un comité técnico para resolver el asunto rápidamente (Cembrero, 1992). A partir de entonces, transcurrió un tiempo antes de que la colaboración produjera sus efectos; sin embargo, la escalada migratoria en Ceuta y Melilla comenzó a poner de manifiesto las primeras dificultades en la correspondencia también del “período de puesta en pie de la política de generalización de visados y, por tanto, de dificultades crecientes para dirigirse legalmente al territorio europeo” (Migreurop, 2015: 7):
Durante los primeros años de la década de 1990, la continua llegada de inmigrantes argelinos y subsaharianos, que ni eran repatriados ni podían cruzar legalmente a la Península, dio lugar a un escenario de caos. Un creciente número de inmigrantes permanecían atrapados en los enclaves norteafricanos, aguardando la respuesta legal a su situación. Los enclaves desempeñaban la función de áreas de espera en el tránsito hacia el continente europeo (Ferrer Gallardo, 2008: 140)
Para responder a este problema, en 1993, tanto en Ceuta como en Melilla, se construyó una primera barrera rudimentaria de alambre para obstruir el paso de los migrantes. Cinco años después, la Unión Europea, a través del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), con una financiación de 33 millones de euros14, ayudó al gobierno español a construir dos vallas más de acero y alambre de púas en ambos enclaves, inicialmente de tres metros de altura, luego duplicadas a seis en 2005 con motivo de la crisis de la valla15. Dicho annus horribilis, en el que además de desbordarse el sistema de recepción en las dos ciudades, se demostró la ineficacia de las barreras defensivas al materializar las profecías del sociólogo polaco Bauman con respecto a la posibilidad de comprimir la migración mediante la fortificación de las fronteras exteriores: “The doors may be locked, but the problema won’t go away, however tight the locks. Locks do nothing to tame or weaken the forces that cause displacement. The locks may help to keep the problema out of sight and out of mind, but not to force it out of existence” (Bauman, 2002: 49).
Notas finales
La construcción de lo que más tarde ha sido etiquetado como el “muro de la vergüenza” en Ceuta y Melilla fue, de hecho, un intento vano de ocultar la evidente dificultad de gestionar los flujos de tránsito por parte de la Unión Europea y sus estados16. Bien podría decirse que el muro constituyó una respuesta diseñada, en última instancia, sólo para esquivar la sensación de que esos lugares podrían convertirse en una “especie de Lampedusa”, tal y como afirmó el representante del gobierno a Melilla (Ortega Dolz, 2016). Las imágenes de los migrantes subsaharianos que se balancean sobre la valla de Ceuta o Melilla son hoy el déjà vu de una Europa que reconstruye ese pensamiento megalítico que parecía haber sido enterrado el 9 de noviembre de 1989, cuando miles de jóvenes rompieron por la fuerza el muro que dividía Alemania y, más en general, el mundo occidental del oriental. Si durante años hemos mirado con reticencia al muro de Berlín, hoy en día - ciudadanos del mundo en un espacio europeo libre de restricciones - miramos hacia atrás, hacia esa “muralla”, y su construcción ya no parece ser tan execrable. Al desencanto nos ha guiado la exasperación que recorre las nuevas rutas de la geopolítica más o menos “invisibles”; desde Idomeni hasta Calais, pasando por el Mediterráneo, hasta la frontera de los Estados Unidos con México: aquí mueren y nacen nuevos muros, expresiones tangibles de una modernidad interpretada superficialmente y gestionada por meros actos gubernamentales. No es casualidad que los lugares que acabamos de mencionar designen fallas en las que el fenómeno de la migración adquiere relevancia histórica. De estos lugares, Ceuta y Melilla son el emblema más dramático y peculiar: espacios en los que se extingue el sueño del viajero migrante, tan invulnerable a las pasiones electorales de los nuevos xenófobos, y se abre el abismo de un limbo de incertidumbre jurídica17.
Sin embargo, superando las construcciones físicas que dificultan el camino de los migrantes, queremos destacar aquí la contribución que los dos enclaves ofrecen al escenario mediterráneo. De hecho, a pesar de los intentos de confinarlos en gated communities18, las dos ciudades regalan un ejemplo de “permeabilidad fronteriza”19 que se desarrolla en las numerosas experiencias lingüísticas, sociales y culturales y que representan, en pequeña escala, lo que siempre ha ocurrido entre las diferentes orillas del Mediterráneo.
En Ceuta y Melilla, por ejemplo, coexisten lenguas lejanas como el castellano, el dariya20 y el tamazight21. Estas lenguas, herederas de la cultura árabe, han “resistido” a la invasión colonial conservando, incluso en las formas de tradición oral, sus propias peculiaridades. De hecho, antes de la llegada de los españoles, es probable que la presencia del árabe, aunque con alguna diferenciación, estuviese particularmente arraigada en ambas ciudades. La tendencia lingüística se invirtió con la llegada del ejército español, que hizo que el castellano penetrara, con particular rapidez, en el tejido social, así como puntualiza Doppelbauer: “Lingüísticamente sabemos muy poco de estos tiempos, pero es evidente que la lengua de los territorios era el castellano, la lengua del ejército español
Específicamente, en el caso de Ceuta:
la mayoría de población es de nacionalidad española, de origen peninsular y, mayoritariamente, católicos. Un segundo grupo en cuanto a porcentaje poblacional es el de nacionalidad española (ya sean de origen o adquirida) y de religión islámica. El grupo de religión judía posee en su mayoría la nacionalidad española. El colectivo indio está formando por población de origen sindi (región del actual Pakistan), la mayoría posee la nacionalidad española (aunque algunos poseen también la nacionalidad británica) y profesan el hinduismo (Tarrés, 2013: 13).
La identidad de Melilla también se ha formado a través de una abigarrada composición religiosa y etno-demográfica que hoy en día la convierte en la “tierra de las cuatro culturas, de las cuatro melillas -la cristiana, la musulmana, la hebrea y la pequeña Melilla hindú” (Salguero, 2013: 237). Ceuta y Melilla, por lo tanto, representan laboratorios lingüísticos únicos y refinados, crisoles de grupos étnicos que absorben milenios de historia y migraciones recientes con un porcentaje muy alto de población flotante procedente del cinturón peninsular y subsahariano. La migración ha hecho que Ceuta y Melilla se convirtiesen en “tierras de las culturas”. No una sino varias expresiones culturales se superponen para crear una coexistencia pacífica entre mundos diversos:
The towns are located in the world’s poorest continent, and yet they are part of the largest and richest trading block in the world. They are physically in Africa, but the majority of their inhabitants are as European as the Belgians or the Germans. They may be on another continent, but Ceuta is closer to the EU than the UK is to France. The towns are a corner of Spain in a foreign land: in Melilla there are eight Catholic churches, a bullring in baroque style and wide Spanish boulevards, but also a strong influences of the Islamic tradition and customs and practices which in many quarters are as much Berber as they are Andalusian. Melilla and Ceuta represent a cultural and ethnic crossroads with young legionnaires in Spanish uniform, Berber women wearing chadors, orthodox Jews (descendants of those who fled the Spanish Inquisition) perhaps on their way to one of the synagogues, or Hindu businessmen whose merchant grandfathers arrived at the beginning of the twentieth century (Gold, 2000: 12).
La reflexión de Peter Gold nos permite a su vez identificar con mayor precisión la mezcla social, arquitectónica e histórica que distingue tanto a Ceuta como a Melilla. Estas peculiaridades, combinadas con una ubicación geográfica fronteriza, han hecho que los dos enclaves se conviertan en increíbles paisajes culturales de un Mediterráneo que contrasta con la triste representación del mare monstrum que vive en su lecho marino. Desafiando la homogeneidad cultural y la transmisión automática e inconsciente de la herencia social, los dos enclaves son de hecho un ejemplo admirable de la coexistencia de idiomas, religiones y tradiciones.
El análisis histórico y actual del presente en Ceuta y Melilla, junto con los amplios matices que la perspectiva lingüístico-social es capaz de ofrecer, conduce a rehacer el concepto de frontera que, en estos lugares, transforma el espacio geográfico a través de mecanismos de exclusión e inclusión, integración y expulsión. Superando tales dicotomías, así como el sentido de la frontera, Ceuta y Melilla muestran que si por un lado la frontera “separa y hace enemiga a la gente que se mezcla y choca en la línea invisible”, por otra parte “une a esas mismas personas, que a veces se reconocen relacionadas y cercanas entre sí en ese destino común -que las grandes patrias no pueden comprender- en ese sentimiento secreto de no pertenencia, en esa incertidumbre e indefinición de su identidad (Ara & Magris, 1987: 193. Traducción propia).
Sin embargo, el carácter indefinible de la frontera no debe considerarse como una brecha; por el contrario, debe considerarse como un recurso en el que yacen e interactúan una “pluralidad irreductible de experiencias y realidades socioculturales como un hecho inconfundible de la condición humana” (Pompeo, 2009: 12. Traducción propia). En los enclaves, de hecho, las diversidades específicas de cada expresión étnico-cultural se encuentran cada una preservando su propia esencia, para dar vida a un unicum que abre destellos de diálogo entre mundos en otros lugares en conflicto. Ceuta y Melilla se configuran, por lo tanto, como complicadas “heterotopias fronterizas”, oponiéndose, al mismo tiempo, al mítico lugar que ofrecen las utopías que
consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas fáciles, aun si su acceso es quimérico. Las heterotopías inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis” y no sólo la que construye las frases - aquella menos evidente que hace “mantenerse juntas” (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por ello, las utopías permiten las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la fábula; las heterotopías (como las que con tanta frecuencia encontramos en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases (Foucault, 1986: 3).
En su fragmentación, Ceuta y Melilla “desatan mitos”, recogen trozos de varios “mundos posibles”. Tal es, de hecho, el poder de la heterotopía: “yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles” (Foucault, 1984).
Avanzando por un camino, tanto virtual como real, a través de las calles de la antigua Sebta y la blanca Melilla se pueden ver los signos de un pasado colonial que ha reproducido la misma conformación urbana que perteneció hace tiempo a las ciudades europeas. En los enclaves la presencia de vestigios coloniales ha sido enriquecida por las arcaicas tradiciones árabes, que transmiten su forma a las ciudades en las peculiaridades de los escenarios del Magreb, lugares vitales de un Mediterráneo que ya no se puede rastrear en las imágenes de barcos, llenos como bodegas de carga, a la espera de ser rescatados por el Estado competente. Por el contrario, el Mediterráneo debe ser pensado como una “buena ocasión para presentar ‘otra’ forma de abordar la historia” (Braudel, 1989: 12) ya que ofrece “el más asombroso y esclarecedor de los testimonios”: el de una encrucijada de encuentros, de muchas “civilizaciones amontonadas unas sobre otras Galasso, 2007: 20. Traducción propia.).
Y es en esta perspectiva que Ceuta y Melilla sugieren la urgencia de abrirse a una nueva estética capaz de mirar al homo migrans como una pieza de un mosaico indispensable para la construcción pacífica de la alteridad histórico-política que hoy, con creciente fuerza, se despliega en los rincones más recónditos del mundo. Los dos enclaves sintetizan toda la problemática metamorfosis que Europa, envuelta en la pequeñez del discurso xenófobo, vive dentro y fuera de sus fronteras. Al mismo tiempo, ellos esconden anhelos de esperanza y confianza en el acercamiento entre musulmanes y cristianos, europeos y no europeos, migrantes y “sedentarios”. Y es por esta armonía multiforme que corresponde a Ceuta y Melilla, como lugar de ósmosis, “promover el diálogo entre el Sur y el Norte, ya que el próximo será sin duda el milenio de las migraciones infinitas” (Nigro, 2008: 7).