Introducción
Vivimos en una sociedad que trata de recuperar el camino de la igualdad por razón de sexo, lamentablemente perdido en otros momentos de la historia. Poco a poco, los seres humanos van tomando conciencia de que las personas no somos idénticas, sino diferentes1. Esta diferencia no debe ser un problema si se basa en razones objetivas regidas por los principios de mérito y capacidad y no por la consideración sexual. Un ser humano no es mejor ni peor por el hecho de ser mujer u hombre2, y por lo mismo, debe ser tratado en todo caso con igualdad ante la ley, respetando después las desigualdades que vengan determinadas por sus capacidades. La diferencia de trato nunca debe sustentarse en la condición sexual, ya que esta no influye ni en la inteligencia, ni en la voluntad, ni en la capacidad de esfuerzo o en la forma de vivir su responsabilidad3 que acredite cada persona.
El camino de la equiparación del sexo femenino y masculino ha empezado a recorrerse, pero aún queda mucho por andar. Es preciso educar en la igualdad y en la diferencia. Es preciso hacerlo partiendo de cero y prestando especial atención a la educación de las nuevas generaciones4, que deben asumir como algo normal y habitual, que los seres humanos somos personas iguales (al menos en dignidad ontológica5), con independencia de tener el sexo que cada uno reconozca como propio6.
En el camino de la igualdad existen todavía muchos obstáculos que remover y las mujeres suelen salir peor paradas en general. Pero incluso dentro de las mujeres hay algunas cuyas condiciones vitales suelen ser todavía más difíciles: las viudas. A las mujeres que han perdido a la pareja que habían elegido, aquella en la que se apoyaban, y con la que pensaban desarrollar su vida, acompañándose tanto en el ámbito afectivo como en el económico y social. Esas personas suelen estar aún más desamparadas que el resto, porque a su condición de mujer se une la pérdida que experimentan y en muchos casos la necesidad de encontrar una manera de vivir y de ocuparse de su familia, que antes tenían cubierta.
La consideración de la mujer en el Derecho histórico español
La vida de las viudas y de las mujeres en general, ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Los seres humanos somos iguales en derechos y obligaciones y afortunadamente diferentes en todo lo demás, pero uno a uno. Cada ser humano debe valorarse por lo que es, con independencia de su condición de hombre o mujer. La voluntad, la inteligencia, el trabajo, el espíritu de sacrificio y sus antónimos, es decir, la indolencia, la vagancia, o incluso la maldad, no tienen sexo, y por eso cada individuo debe ser considerado de forma singular e independiente.
Sin embargo, tradicionalmente el papel que la sociedad reservó a las mujeres fue diferente del que otorgó a los hombres. La mujer era considerada más delicada, más frágil, menos capacitada para estar fuera de la casa y por lo mismo se le asignaban únicamente las labores domésticas. El ser humano mujer no podía elegir, no podía vivir con libertad, de modo que no podía desarrollarse plenamente como persona. Esa situación limitaba el ejercicio de su dignidad y el de la justicia7.
Hasta hace poco tiempo la mujer no tenía derecho a elegir la forma de desarrollar su propia vida. Le estaban vedados muchos trabajos8. No podía disponer de su patrimonio. Si estaba casada, porque debía hacerlo con permiso del marido. Si estaba soltera, porque quien podía disponer de sus bienes e incluso de su propia persona era su padre o incluso un hermano. La mujer era considerada únicamente en su faceta de madre de familia, de esposa y de ama de casa, y no podía actuar libremente ni siquiera para decidir si efectivamente quería ser esposa, madre de familia o ama de casa. Como decía Concepción Arenal, “la mujer sin instrucción científica, artística ni industrial, sin derechos, animal doméstico o ángel del hogar, vivía en él protegida de la sociedad” (1885, p. 251)9. El sexo femenino vivía aislado. Subsistía bajo una protección que alejaba a las mujeres de su propia realización personal impidiéndoles manifestarse como personas individuales e independientes.
Si analizamos las Constituciones Históricas de España observamos que ninguna de ellas permitía a la mujer desarrollarse. Tampoco lo hacían las normas de Derecho Canónico recogidas en el Corpus Iuris Canonici.
Voy a ofrecer algunos ejemplos extraídos de la normativa civil, mercantil, penal y canónica de lo que disponían las leyes históricas españolas sobre la mujer.
En el siglo XIX el Derecho Eclesiástico respondía a una visión del matrimonio, y por tanto de la mujer casada, que estaba más en función de la idea de que “se someterá la mujer a su marido y formarán una sola carne” (Efesios 5:22), que a otra que afirmaba: “mujer te doy y no esclava”10.
Para asentar mejor esta idea les ofrezco un extracto de un escrito fechado en 1840, muy ilustrativo de la situación de la mujer en el siglo XIX. Dice así:
Vos esposa, habéis de estar sujeta a vuestro marido en todo; despreciaréis el demasiado superfluo ornato del cuerpo, en comparación con la hermosura de la virtud; con gran diligencia habéis de guardar la hacienda; no saldréis de casa si la necesidad no os llevare, y esto con licencia de vuestro marido (Scanlon, 1976).
Este tipo de reflexiones, normales para la época, trasladaban un mensaje que la mayoría de las mujeres aceptaba como su destino, el mejor al que podían optar.
El Código Civil en vigor en España es de 188911. Su contenido ha experimentado algunas modificaciones parciales, producto del cambio de circunstancias sociales, jurídicas y políticas experimentadas en España durante sus ciento treinta años de vigencia. Entre ellas, figuran sin duda todas las referentes a la capacidad de la mujer y a la efectividad de sus derechos.
En la actualidad, todos los españoles somos iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por motivo de sexo12. Y, consecuentemente, todos debemos disfrutar de los mismos derechos. La mujer casada no está sometida al marido13; la mujer soltera no está sometida al padre ni al hermano; y las leyes no distinguen los derechos y deberes de los ciudadanos en función de la condición sexual que cada uno acredite14.
Las leyes no discriminan, aunque siguen quedando vestigios de discriminación por sexo que sin duda deberán ser corregidos. Son vestigios de diferencia de salarios, de ocupaciones que parecen tener sexo preestablecido, de dificultad de acceso de la mujer a cargos directivos, etc. La realidad muestra que la mujer soltera está prácticamente equiparada al hombre. La mujer casada también, pero tiene que sortear muchas más dificultades. Para llegar a esta realidad ha habido que recorrer un camino largo de encuentros y desencuentros, el arduo camino del respeto por los derechos y por el reconocimiento de la dignidad del otro15.
Algunos ejemplos tomados de las leyes civiles ilustran el alcance de lo mencionado. La ley Civil vigente hasta la implantación del actual Código Civil español fueron las Partidas de Alfonso X el Sabio16. La Partida III, Título 4, Ley 4 negaba a las mujeres la posibilidad de ser jueces, negativa que se mantuvo en vigor hasta mediados del siglo XX17. De esta ley no me interesa tanto la prohibición que recogía, y que se mantuvo durante mucho tiempo, casi hasta la actualidad. Lo que realmente me interesa, es mostrar la razón de la prohibición. La mujer no debía actuar como juez porque “no convendría al natural recato que debe observar la mujer, reunirse con hombres”.
Una idea similar es la que se regula en la Partida V, Título 12, Ley 2, que niega a la mujer la posibilidad de ser fiadora18. De nuevo la razón que se esgrimía para esta prohibición era que resultar fiadora podría llevar a la mujer a tener que reunirse en lugares públicos con grupos de hombres, situación que iría en “contra de la castidad y buenas costumbres que debe respetar toda mujer”.
En el mismo cuerpo legal aparecían otras disposiciones claramente discriminatorias, que ya no se referían a la reunión pública sino a un trato diferenciado basado en la capacidad. Así la Partida VII otorgaba siempre la primogenitura al varón sobre la hembra, aunque ambos hubieran nacido en un parto gemelar19. De modo que los derechos correspondientes al primer hijo nacido eran siempre para el hombre.
En sentido similar, la Partida VI, Título 16, Ley 4, determinaba que la mujer no podía ser tutora de huérfanos20; ni mantener la guarda de sus hijos una vez viuda si se volvía a casar21; ni actuar como testigo en un testamento22.
La mujer casada debía obedecer al marido23; debía seguirlo donde quiera que éste desease fijar su residencia24; debía consentir que su marido administrase todos sus bienes25; no tenía capacidad para representarse a sí misma26; no podía adquirir nada sin licencia del marido27; etc. El marido, por el contrario, no solo controlaba el patrimonio de la mujer, sino que también regía su consentimiento, pudiendo llegar a enajenar los bienes de la sociedad ganancial, a la que la mujer estaba obligada28, sin el consentimiento de esta29.
La mujer soltera en este momento estaba sometida a limitaciones como la imposibilidad de abandonar la casa paterna sin licencia del padre o de la madre, aunque fuese mayor de edad, y siempre que no fuese mayor de 25 años30.
Con estas leyes, hasta los mejor intencionados consideraban que la mujer debía ser protegida incluso de sí misma. Los hombres desconocían que el mayor síntoma de respeto por la dignidad de la mujer es considerarla capaz de asumir sus derechos, deberes y obligaciones.
Otro ejemplo aparece en el Código de Comercio de 182931, que permitía contratar al varón menor, pero no a la mujer, con independencia de que esta fuese mayor de edad. La mujer casada solo podía ejercer comercio con consentimiento expreso del marido, dado en escritura pública. Y, aunque la mujer casada hubiera sido autorizada a comerciar por el marido, no podía hipotecar los bienes de ambos cónyuges en común, si la escritura de autorización no le había dado esa facultad expresamente32.
El panorama era bastante desolador y difícil de revertir.
En la actualidad afortunadamente las cosas son distintas tanto en Galicia como en España y aun en el mundo. Todavía no se ha alcanzado la plena equiparación de igual trabajo, igual capacidad, igual salario, pero sí se ha conseguido una concienciación de la sociedad. Pese a ello debemos seguir trabajando. Debemos reivindicar la igualdad dentro de la diferencia. Debemos en suma reclamar para la mujer la equiparación que le permita disfrutar de idénticos derechos y deberes que el varón.
Las mujeres viudas
En el caso de las viudas el problema es aún mayor. Al hecho de ser mujeres se les suma la tristeza de perder a su marido, al compañero de vida. En esa situación han tenido que hacerse cargo de una vida que habían pensado de forma diferente. Sin embargo, han resistido. Han entendido que su vida no ha terminado, que son capaces de encargarse de sí mismas y de los demás, y que tienen un lugar en el mundo.
La sociedad les debe mucho y debería pagárselo al menos en la moneda del reconocimiento. Un reconocimiento que empieza a vislumbrarse por ejemplo con la declaración por la ONU del día 23 de junio como Día Internacional de las Viudas33. Esta celebración es particularmente importante y necesaria en países en los que los índices de discriminación son abrumadores.
Pensemos que todavía hoy en día, en algunos lugares del mundo, la viuda queda absolutamente desprotegida. Afortunadamente no están condenadas a morir y a ser sepultadas con el marido, como sucedía en algunas culturas hace un tiempo, pero sí tienen limitados sus derechos hereditarios. Su vida acaba dependiendo de la caridad de la familia del esposo. Además, y con mucha frecuencia, sufren violencia física. Su salud en ocasiones se ve quebrantada, debido a prácticas que dependen directamente de su condición de viudas. Por ejemplo, en algunos lugares de la India era costumbre obligar a la viuda a que bebiesen el agua con la que se había lavado el cadáver de su marido muerto. Y si el varón había fallecido de una enfermedad contagiosa, su viuda quedaba muy expuesta al contagio.
En nuestro entorno no es igual, pero permanecen muchas limitaciones como la dificultad de acceso a seguros o a préstamos, pues al ser solo un miembro de la familia el que puede hacerse cargo de la situación económica del colectivo, el prestador entiende que la fortaleza de la devolución del crédito se ve comprometida. De modo que en la práctica se castiga a la mujer y se menguan sus posibilidades de sacar adelante a su familia basándose precisamente en la circunstancia de la viudedad.
El problema se agrava pues se está produciendo un aumento progresivo de la población mayor que suele ser de mujeres, ya que en la actualidad acreditan una esperanza de vida superior al varón (casi el 90% de viudas, frente al 10% de viudos). Estas personas plantean problemas económicos y sociales como las pensiones de viudedad y orfandad, necesidades de colaboración económica en el sostenimiento de la familia, problemas de envejecimiento activo, atención a la dependencia, soledad, etc.
Las viudas necesitan dinero, por supuesto, pero precisan otras muchas cosas como atención especializada, compañía y sobre todo cariño.
Por educación, cultura y posiblemente vocación, las mujeres se han ocupado del cuidado de los otros. De los padres, de los hermanos, de los hijos, del marido. Y nunca se han mostrado débiles o necesitadas de cuidado propio, de tal manera que, para el resto, son personas que no necesitan nada, porque nada piden. Esta situación debe ser revertida, todas las mujeres, pero especialmente las viudas, tienen necesidad de ser ayudadas y atendidas en función de sus necesidades reales, y no únicamente por las quejas que manifiesten.
Esa atención debe proporcionárseles de la manera más completa posible. La familia no debería olvidar todo lo que debe a sus mayores. No debería hacerlo por simple instinto de conservación y de reciprocidad, pero sobre todo por amor.
Sin embargo, esto no es así. Los valores personales y familiares han cambiado y poco a poco muchas personas se sienten extrañas en sus propias casas. Los mayores se sienten cada vez más desconectados del mundo. Tampoco ayudan mucho los problemas auditivos que suelen padecer. Poco a poco se produce el aislamiento. De repente, hasta pedir una cita telefónica en el médico se convierte en todo un reto difícil de afrontar.
La consecuencia es la soledad que se ha convertido en una de las lacras de nuestra sociedad. Es necesario combatirla. La familia es el factor principal de ayuda, pero resulta muchas veces inoperante.
Sin embargo, la soledad bien administrada no debería ser un problema. De hecho, la soledad no debe interpretarse como un castigo, sino como una forma de relacionarse con uno mismo, que tiene que ser asumida y sobre todo dosificada.
Un rato de soledad hace mucho bien para conocerse a uno mismo. La soledad es buena, es interesante, te acerca a ti mismo y te ayuda a escuchar el silencio y así poder pensar. Pero debe ser una soledad momentánea y no permanente, buscada y no impuesta, deseada y no obligada. Debe ser una soledad equilibrada que al mismo tiempo te haga libre e independiente, sintiéndote querido y amparado.
Los límites a la libertad de antaño eran malos para el desarrollo de la personalidad, pero al menos, aseguraban al ser humano la permanencia en una familia hasta la muerte. Una familia que iba creciendo y que se nutría de futuras generaciones. Hoy no es así. La libertad y el ejercicio de la responsabilidad de los seres humanos, ha dado lugar a una vida más individualizada pero más solitaria. En la actualidad, se mueren algunas personas en sus casas y sus cadáveres se encuentran días e incluso meses o años más tarde porque nadie las ha echado de menos. Ésa es una soledad que no debe consentir la familia, ni la sociedad.
No podemos convertirnos en una sociedad deshumanizada. No podemos entregarnos, ni permitir que otros se entreguen, sin buscar la mejor vida que puedan desarrollar en las distintas facetas de su vida. La vida nunca puede ser indigna.
Y para ello es primordial que la sociedad valore a la gente.
Pero antes de eso incluso, es fundamental que cada una de nosotras nos valoremos a nosotras mismas. Las viudas no eran personas más valiosas cuando tenían maridos. Ellas, como el resto de las personas, siempre fueron importantes por sí mismas. Así deben sentirse y así debe percibirlas la sociedad.
Algunas medidas de protección para las viudas
Sin embargo, no es así, y tanto las familias como la sociedad olvidan a sus mayores. Urge tomar medidas que dulcifiquen esta situación. A continuación, ofrezco algunas de ellas en las que está trabajando el gobierno gallego en la actualidad y que pueden servir como punto de partida para mejorar la situación de las personas viudas.
1. Es fundamental potenciar la obligación de los poderes públicos de proporcionar una atención de calidad a las personas mayores sin limitarse exclusivamente a los dependientes. Las personas mayores no dependientes también necesitan ayuda, aunque esta sea de otro tipo. Es necesario potenciar centros de reunión, actividades académicas y de distintos tipos de formación, y una variada oferta cultural que les permita tejer un círculo de amistades que alejen el fantasma de la soledad.
2. También conviene ofrecer a las personas maduras, la posibilidad de ser útiles a los demás a través de programas de voluntariado o similares, que les hagan sentirse partícipes activos de la sociedad, y que al mismo tiempo les permitan ayudar en muy diversos campos. Esta ayuda debe proporcionarse respetando su ámbito de vida, pues alejar a las personas de su entorno conocido suele producir una sensación de desarraigo incompatible con el deseo de paliar la soledad.
3. Este problema se hace especialmente importante si nos referimos a las personas que deciden o necesitan vivir en residencias. Hoy en día las residencias privadas son muy caras y las públicas no consiguen ofrecer el número de plazas necesarias para nuestra gente.
4. Es habitual que las personas mayores presenten además problemas de salud. Para ayudarlas se deben incentivar los programas de teleasistencia, servicios de atención en el hogar, prestaciones por cuidados en el entorno familiar y programas de envejecimiento activo. Estos servicios claro está, no son exclusivos de mujeres viudas, pero lo cierto es que, en la práctica, se dan mucho más en esa situación porque hay muchas más mujeres mayores viudas que hombres mayores viudos.
Es preciso considerar que todos estos programas necesitan de un importante desembolso económico, pero lo cierto es que lo valen. Mi experiencia me permite afirmar la existencia de algunas mejoras a implementar para tratar de solucionar todos estos graves problemas de falta de recursos para la dependencia, ayuda a los mayores, centros de día, etc.
5. También se detectan dificultades por la falta de medios de transporte con la frecuencia y número de paradas que gustarían a los mayores, especialmente en hospitales. Este problema es especialmente acuciante en los lugares con una gran dispersión de población y con un índice cada vez más elevado de personas mayores.
Así las cosas, algunos gobiernos están potenciando los programas de voluntariado y de acompañamiento de determinadas ONG. Estos programas promovidos por la ley están dando buen resultado pues involucran a muchas personas probando que, a pesar de todo, aún existe una conciencia social grande y un espíritu de solidaridad prometedor, que ejercitan muchas personas jóvenes y no tan jóvenes, que sienten que tienen algo que ofrecer a las personas que más los necesitan. Iniciativas como estas deberían ser promovidas, alentadas y protegidas.
Por último, debo referirme a los problemas económicos que arrastran muchas personas viudas por falta o insuficiencia de recursos económicos. Con independencia del hecho de que esa persona hubiera trabajado y de que por tanto tuviera el derecho a una pensión, lo cierto es que mientras vivía con el otro cónyuge se sumaban las dos pensiones, pero al quedarse sola, a todos los problemas de soledad ya comentados, se une muchas veces la rebaja económica importante, que suma un elemento más de preocupación en el momento de la muerte del compañero. Muchas veces las pensiones de viudedad son insuficientes. Es necesario que los poderes públicos revisen sus prioridades y aún en escenarios económicos poco o nada favorables, sean capaces de priorizar estas necesidades para obrar con justicia.
Conclusión
En fin, la viudedad supone problemas, tristezas y soledades. El fundamental es sin duda la muerte del compañero, del ser amado, de la persona con la que se había decidido compartir la vida. Pero este problema, con ser tan penoso, no es el único. Después surgen otros de carácter económico en muchos casos, y de toma de decisiones y gestiones en otros. En las parejas, cada uno de los miembros suele ocuparse de hacer unas cosas concretas. Las tareas no siempre están bien divididas, pero desde luego existen. En el momento en que falta una de las partes, la otra se da cuenta de que hay muchas cosas que no sabe hacer, que le cuesta decidir, que no conoce, o que no entiende. Hay decisiones que tomar sin conocer los antecedentes, hay inversiones que hacer o que rescatar… en fin, un conjunto de situaciones que muchas veces hace insufrible una vida ya de por si triste y dolorosa.
En ese momento se acude a la familia y a los amigos, pero en muchos casos no es suficiente. La testamentaria, las particiones hereditarias de los hijos en su caso, el pago de los impuestos… Es difícil de hacer y de entender, lento, doloroso, farragoso, desesperante. Y además llega en los peores momentos, pues se tiene que hacer los seis primeros meses desde el fallecimiento del compañero. Ahí sucumben muchas personas…
Es verdad que poco a poco la vida va dando otras opciones. No se trata de olvidar, sino de aprender a vivir con los recuerdos. Pero es muy difícil hacerlo, y hay que tener mucha valentía para lograrlo con éxito.
Pese a ello muchas viudas y muchas personas mayores lo consiguen. Lo hacen con presencia de ánimo y con esfuerzo personal. Encarando su vida con coraje. Ellos son el principal valor sin duda, pero necesitan la ayuda de la sociedad, de los gobiernos y de las leyes. Necesitan retomar el puesto en la sociedad que nunca se les debió negar, porque lo antiguo, o con años, no es peor por tenerlos, de la misma manera que no es mejor lo nuevo simplemente por carecer de ellos. Cada persona será merecedora de aquello por lo que esté dispuesta a luchar de la misma manera que cada sociedad en su conjunto será responsable de los medios que ponga a su servicio para conseguirlo.