Introducción
Quizás esto se deba al poco énfasis -cuando no una completa apatía- en lo que supone la interacción insoslayable entre los tres actores principales en el contexto de la enseñanza (de cualquier nivel): el orador, el auditorio y el discurso.
Ahora bien, en lo que compete a esta breve reflexión, entiendo pertinente establecer una suerte de equivalencia por analogía entre los citados actores y aquellos que rápidamente podemos identificar en la práctica educativa: el docente como orador, el discurso (como la enseñanza que se espera transmitir) y los alumnos como el auditorio predefinido.1
Esta presentación se centrará en lo concerniente a las funciones cognitivas del auditorio (los estudiantes) frente al “acto pedagógico” que supone la elaboración y posterior presentación tanto de una consigna a cumplir por sus destinatarios como de un mensaje del que serán receptores.
La motivación principal en la reflexión sobre este punto es la poca atención que se dedica a la diversidad del grupo objetivo de una consigna (o de cualquier acto que conlleve transmisión de conocimiento, más llanamente: el ejercicio de la docencia). Es justo decir que existe abundante literatura científica en cuanto a ciertas variables que se tienen presentes a la hora de distinguir y clasificar grupos de estudiantes, pero estas raramente toman en cuenta las funciones cognitivas de estos y en qué sentido ellas son de especial significación a la hora de llegar a conclusiones en cuanto a las razones que hacen que ciertas prácticas docentes sean más exitosas que otras.
Uno de los principales problemas a la hora de evaluar el grado de efectividad en la presentación de consignas de trabajo a los estudiantes descansa en no prestar la suficiente atención a lo que Carl G. Jung llamara en 1921 tipo psicológico, que corresponde a una configuración tan personal como el individuo mismo y que sin embargo es clasificable en grandes grupos.2
En principio, si tenemos en cuenta la bibliografía especializada en la materia (y en este caso nos mantenemos estrictamente en el área de la pedagogía), lo que podremos relevar prioritariamente es una atención puesta y dispuesta en ciertos aspectos que son de gran importancia en lo que respecta a la “mejor forma” de elaboración de una consigna en particular. Así, podemos ver en Carlino (2003, p. 83), cuando expone su metodología de evaluación del aprendizaje a una masa uniforme de “estudiantes de la Licenciatura de enseñanza de las Ciencias”, que utiliza en un principio criterios ampliamente compartidos a la hora de calificar a sus alumnos. Sin perjuicio del cambio de estrategia que realiza a los efectos de mejorar el desempeño de sus estudiantes, cuestionando la tradición académica al introducir fases intermedias entre la presentación de la consigna y la evaluación final; aun en estas instancias -y esto es reconocido por la investigadora (Carlino, 2003, pp. 86-87)- se torna casi imposible formular un discurso que se adecue a todos los estudiantes (por razones muchas veces externas al docente (masividad, falta de tiempo, etc.).
En este sentido, Atorresi (2005, p. 13) nos dice que “(a)unque las consignas pueden ser muy variadas, deben garantizar que la tarea realizada por los estudiantes sea, efectivamente, la que se esperaba”; le asigna de esta forma una relevancia a la variedad del elemento consigna, la unidad en cuanto a lo-uno esperado como resultado; y una opacidad en contraste, en cuanto a los que deben realizar esta tarea: “los estudiantes”. Este énfasis en la consigna-resultados termina (seguramente de forma inconsciente) desplazando al elemento más vital de la ecuación: el estudiante. Atorresi claramente no desestima la relevancia del alumno en el proceso de aprendizaje, pero este tipo de análisis orientado a la valoración del éxito que ciertas formulaciones didácticas pueden tener, en base a los resultados de un grupo de estudiantes (quienes aun siendo población objetivo la única categoría relevante es la simple calidad de estudiante), es ejemplo de modelos de análisis que en su diseño no contemplan factores como los propuestos por Jung, Briggs y Myers, y Keirsey más recientemente.
En lo que respecta a Mazza (2007), Condito (2013) y Pérez (2015), las referencias a la variable psicológica del estudiante son nulas. Mientras que Mazza en su tesis doctoral realiza un análisis multidimensional de la noción de tarea en el contexto de la enseñanza superior, Condito se enfoca en la discusión sobre la conveniencia entre escritura y oralidad. Pérez, por su parte, aborda el problema de la formulación de consignas en el marco exclusivo de la educación a distancia, por lo que su estudio no excede el ámbito técnico en este punto. De la misma forma, Martínez-Rojas (2008) ya trasciende la noción de consigna para proponer la rúbrica como una nueva modalidad de criterio/s evaluativo/s. Todos estos estudios aportan datos de especial significancia, pero ninguno aborda la variable que aquí se reivindica.
Ahora bien, el caso de Vázquez (2007) es diferente. Su estudio no escatima la revisión de investigaciones del pasado reciente a los efectos de producir un resumen de “las mejores prácticas” para confeccionar consignas de trabajo. Su enfoque es particularmente pragmático y cumple con creces lo que se propone como objetivo de su investigación. Las doce sugerencias que presenta al final (Vázquez, 2007, pp. 10-11) están casi en su totalidad dedicadas a presentar aquellas estrategias que han sido exitosas en diversos contextos. Es justo decir que de ellas (específicamente en la segunda y la cuarta) existe una contemplación tangencial de la variable entendimiento del estudiante, en tanto sugieren:
2) Dedicar un tiempo de la clase en la que se presente la consigna a esclarecer los propósitos de la misma; esto adquiere importancia a los fines de que los estudiantes puedan representarse el sentido de la tarea en el contexto de los contenidos y actividades de la materia o del curso en que la actividad de escritura tiene lugar. (…) 4) Solicitar a los estudiantes que, de manera individual, escriban lo que piensan que la tarea les solicita y luego, en pequeños grupos, comparen las diferentes interpretaciones individuales y reflexionen conjuntamente para establecer acuerdos.
El caso de Riestra (2010) también es diferente, en cuanto parte del enfoque histórico-cultural con un gran énfasis en el denominado giro lingüístico que permea toda epistemología desde el siglo pasado. Riestra va a considerar a “la consigna” como una herramienta mediadora de la actividad de la enseñanza, que en definitiva es una actividad del lenguaje. En este caso se reconoce expresamente la necesidad de otras ciencias3 a los efectos de entender que “las nociones movilizadas al enseñar pueden comprenderse pero no producen, necesariamente, el efecto de dominio de la capacidad de leer o escribir”. Este tipo de enfoque toma en consideración explícitamente la multiplicidad de disciplinas que están relacionadas y son pertinentes a estos efectos. Esto es ciertamente un primer paso en la investigación de los factores relevantes en lo que respecta a la adecuada recepción de una consigna en particular en relación con el auditorio que la recibe.
En la misma línea, pero en una perspectiva más amplia, que comprende también las interacciones subjetivas entre el docente y el estudiante en un modelo triádico (lenguaje verbal, gestual, gráfico) y se enfatiza en las competencias dialógicas del docente, se encuentra López (2018), quien dimensiona sus observaciones a partir de la psicología social. Aquí prevalecen la historia y la cultura institucional en el proceso de comunicación intersubjetiva en tanto praxis social.
Desde una postura contraria, quizás un poco cansado de un excesivo énfasis en el aspecto meramente comunicacional, Larrosa (2008, p. 4) entiende que:
La reducción del lenguaje a comunicación es lo que hace que las aulas ya no sean lugares de la voz. Las aulas, desde luego, no están silenciosas. La desaparición de la voz es correlativa a la desaparición del silencio. En las aulas se habla cada vez más, se opina cada vez más. Todo el mundo tiene derecho a la palabra, pero a una palabra cada vez más banal, más neutra, más irresponsable, más vacía.
Y si bien tiene una posición escéptica con respecto al desequilibrado énfasis que se le ha dado al lenguaje en el contexto de la pedagogía, aun así está presente toda su atención en este aspecto.
El caso de Asinsten (2004), es justo mencionar, aborda de forma breve (por la propia naturaleza de su trabajo) tanto los elementos de la teoría de la argumentación estándar como los problemas de comprensión que pueden ocurrir en la comunicación entre alumno y docente.
Una excepción la constituye Camelo (2010, p. 58), quien entiende la importancia de la consigna “como expresión del discurso instruccional y su incidencia en el desarrollo de habilidades cognitivas, metacognitivas y comunicativas relacionadas con la producción escrita de los estudiantes en el contexto del aula”. Camelo sostiene (2010, p. 65) que “(l)as consignas tienen como finalidad orientar las acciones verbales de los estudiantes para que puedan interiorizar las capacidades lingüísticas que luego se verán reflejadas en sus textos”. Y un poco más adelante dice: “… la consigna que induce o conduce a pensar autónomamente y a elaborar enunciados con intencionalidad propia para influir de una determinada manera en el otro, establecerá un diálogo entre los sujetos involucrados”. De esta forma, la investigadora es la que más cerca está de aceptar o, mejor dicho, de integrar esta perspectiva en la que el patrón de cognición del estudiante supone un elemento fundamental a la hora de comprender esta dialéctica entre quien formula la consigna y aquel que debe interpretarla.
Este relevamiento de la literatura científica más recibida en la materia no tiene por objeto criticar las perspectivas de las que parten, ni mucho menos los resultados a los que llegan tales investigaciones. Lo que aquí quiero resaltar es cierta omisión en el tratamiento del receptor (estudiante) de la consigna desde la subjetividad misma, que es producto de su estructura de personalidad. La importancia de estos radica en que la comprensión del mensaje que se intenta hacer llegar en forma de “consigna” debe invariablemente enfrentarse al aparato cognitivo antes del entendimiento.
En definitiva, no tendría sentido esta reseña sobre los aspectos que entiendo más relevantes de las investigaciones citadas si en algún sentido no se reflejara en algunas (en mayor o menor medida) un grado de relación con la perspectiva planteada por Jung y luego por Briggs y Myers (en las distintas ediciones de manuales clínicos de uso interno, así como en Gift differing) y Keirsey (fundamentalmente en Please understand me).
Estos autores sostienen que las diferencias fundamentales entre grupos humanos descansa en sus patrones cognitivos; en especial en las llamadas funciones irracionales, que son aquellas destinadas a recoger información del medio. Para Jung, los seres humanos tenemos preferencias por una u otra función, aunque ambas están presentes en todos. Estas funciones irracionales lo son en la medida en que uno no tiene control sobre ellas; en el marco de la psicología analítica son conocidas como intuición y sensación.
La intuición en este contexto hace referencia a la noción kantiana de intuición intelectiva (tradicionalmente entendida como un “sexto sentido”), la cual se enfoca más en lo general que en lo particular, en los principios subyacentes que están presentes en la experiencia en contraposición a los detalles de esta. La sensación como preferencia cognitiva se presenta en tanto una preponderancia de los sentidos que tienden a jerarquizar la experiencia de aquello “que se ve y se toca” frente a lo inmaterial, eventual y conceptual.
La división en torno a la funciones irracionales junguianas supone la existencia de dos grandes grupos, los tipos intuitivos y los tipos sensitivos. Para los primeros, un contenido de información se presenta “entero y completo” (en cuanto tipo de aprehensión instintiva, el conocimiento intuitivo posee certeza y convicción intrínsecas). En cuanto a los tipos sensitivos, su razonamiento es más lineal y las convicciones son graduales y producto de una serie de metódicos pasos (inferencias lógicas) que se van derivando unos de las otros.
Cabe decir que no puede considerarse una mejor que la otra, y que poco contribuye al entendimiento el suponer que son funciones contrapuestas ni mucho menos excluyentes; debemos entenderlas como preferencias, en tanto ambas son complementarias en el propio individuo.
En definitiva, debemos ser conscientes de que ese lugar de especial relevancia que tenía el docente en virtud del conocimiento que poseía y estaba destinado a transmitir ya no es el mismo. En el mundo actual -en la era de la información- el mero hecho de poseer un determinado conocimiento tiene un valor más relativo que absoluto. Reivindicar en este contexto la importancia de la actividad docente en la construcción de una sociedad hoy más que nunca debe descansar en la capacidad de transmitir exitosamente este saber.
La propuesta que surge en consecuencia es un modelo educativo que tenga en cuenta -tanto a la hora de formular consignas orales o escritas como para todo “acto pedagógico”- la existencia de un auditorio que forzosamente se dividirá en dos grandes grupos, los cuales merecen la misma atención como estudiantes en proceso de formación profesional o académica.
Quizás lo que intenta mostrar Ciapuscio (2005) cuando refiere al uso del lenguaje metafórico en las “ciencias duras” sea un camino por el cual transitar, en el que los distintos tipos psicológicos presentes en los estudiantes puedan ser considerados desde un lugar más protagónico, y de esta forma desarrollar estrategias y metodologías de la enseñanza que contemplen esta diferencia. Una pedagogía que parte del reconocimiento de estas diversidades estructurales en los procesos de entendimiento del auditorio. En definitiva, una pedagogía que suponga un uso menos retórico del término inclusión de aquel al que ya nos hemos acostumbrado.