1. Lo natural de morirse
La mayoría de los mortales sostienen que, junto al nacimiento, lo más natural en el hombre es la muerte. Y, ciertamente, no disponemos de ningún otro hecho que, desde una perspectiva empírica, se haya comprobado tantas veces y de forma tan tozuda como el morir humano. Resultan ser numerosos aquellos que aceptan la muerte como una característica ineludible de la condición humana. Si todos mueren, es humano morirse, y, por tanto, ni es una obscenidad ni un acto inhumano. Como para todo ser vivo, para el hombre, tan natural es nacer como morir, comenzar a vivir como dejar de hacerlo. No es una rareza sino una normalidad, un hecho natural. A la vez, resulta cierto que no es equiparable a la naturalidad de la muerte de otros animales. Nunca podrá ser igual la muerte de una persona humana que la de un animal, aunque en ambos casos se acabe produciendo una descomposición o degradación biológica. De todas formas, aunque morir humanamente sea natural, uno de los riesgos se encuentra en reducir su acto a un dato, a un resultado numérico o una estadística poblacional.
La muerte describe un hecho humano singular, un acontecimiento radical de la vida en el que uno dejar de existir. En cualquier caso, conforma un fenómeno natural normal en los miembros de la familia de los humanos. Laín consideraba que la muerte no es primariamente un evento médico o científico, sino un evento personal, cultural y religioso.1 La experiencia de la muerte no solo incluye inevitablemente el conocimiento científico o físico del morir sino también el de la persona que muere (el sujeto que conoce) y la misma experiencia vivida (la acción propia de conocer).
Hoy día, algunos se plantean si podemos seguir considerando a la muerte como algo natural y continuar contemplando la naturalidad del morir,2 porque, de hecho, -por la propia tecnificación y medicalización- apenas aparece ya lo natural como causa de la muerte. Actualmente y con cierto apresuramiento, a toda muerte se le busca y se le asigna una causa objetiva, médica, una enfermedad, una alteración, un cómo y un cuando, un instante del cese. ¿De qué ha muerto exactamente? Se preguntan algunos ante el fallecimiento de un familiar o conocido. En la sociedad, va dejando de oírse esa tradición de que alguien haya muerto simplemente de viejo, por causas naturales. Y esto ocurre precisamente porque la muerte, como asegura Marín, está dejando de ser natural para nosotros.3 Estamos asistiendo a una suerte de revestimiento artificial y técnico de la muerte que amenaza con desnaturalizarla, deshumanizando al moribundo.
En ámbitos médicos, especialmente cientificistas y empíricos, tratan de atribuir a partes físicas del organismo todas las funciones de unificación e integración del organismo (el encéfalo, el corazón y los pulmones). Pero la vida y la muerte implican mucho más que la existencia o la ausencia de un sistema integrador. Vivir es mucho más que una propiedad del sistema orgánico vivo, y la existencia o ausencia de dicha propiedad no se puede determinar mediante una observación de una parte de dicho sistema. En síntesis, el «ser» de la muerte no es un ser de nadie, sino que exige el «ser» de un sujeto -al que realmente le sobreviene la muerte-, que, de no ser a causa de ésta, seguiría vivo.4
2. Banalización de la muerte en la cultura actual
En los tiempos modernos, la muerte del hombre se caracteriza por el intento de ocultación, por su rechazo radical y su expulsión del terreno en el que se vive.5 «El ocultamiento sistemático de la muerte operado en nuestra sociedad presenta dos características: la privatización del morir y la reducción de la conducta de duelo». 6 Ya no se muere públicamente, sino aislado y narcotizado en un hospital. Si durante muchos años los hombres asumieron como requisito esencial de una muerte verdaderamente humana la conciencia de que se estaban muriendo, hoy, no solo se oculta sistemáticamente su estado al moribundo, sino que la mayoría de la gente desea una muerte rápida y sin dolor, un morir sin enterarse. Precisamente, por esta tendencia, es por lo que desde el ámbito de la bioética se está animando a que el enfermo esté adecuadamente informado, y se reconozca como el titular de la información referente a su estado, convirtiéndolo en el propietario de su muerte.
Resulta del todo conveniente la decisión de intentar que el enfermo no sufra durante este proceso arduo para lo cual puede ser necesaria una sedación indicada médicamente. Incluso es de justicia reconocer que muchos hospitales extreman los cuidados postmortem, y facilitan previamente la despedida del enfermo. Pero en otros tantos ámbitos o centros sanitarios subyace la intencionalidad de alienar la conciencia del moribundo y banalizar la hondura del momento. A menudo, la seriedad y excepcionalidad del morir cede toda su gravedad fúnebre a la normalidad de un protocolo -la «defunción», o el «exitus»-, disipando el duelo de los allegados en una trama burocrática cada vez más compleja. El ordenancismo administrativo parece querer llenar la ausencia, suplantar con trámites el horror vacui. Es la muerte técnica y empresarialmente organizada. Probablemente estamos ya ante una forma de mantener la ficción de una vida sin muerte ante la precipitación de la situación del moribundo.
Aunque hay visiones dispares entre culturas y países, sostiene Marín con cierta radicalidad, que la visión del ataúd es poco menos que «una flagrante obscenidad»,7 y la muerte misma ha caído bajo un régimen perpetuo de inoportunidad. Por eso, algunos coches fúnebres ya no lo parecen, y los que quedan han vuelto opacas las amplias ventanillas ideadas para dejar ver el ataúd. En algunos tanatorios -no todos-, los arquitectos han diseñado las salas para que el muerto esté ausente de su propio entierro, arrinconado y fuera del campo de visión para no importunar a los visitantes. Insiste críticamente Marín que los muertos están fuera de lugar hasta en sus velatorios que, obviamente, han dejado de serlo.8 Por eso, nuestras sociedades a fuerza de ignorar a los muertos se han ido convirtiendo en negacionistas de la muerte.
Una sociedad que autorreprime el misterio de la muerte es una sociedad suspendida en el vacío, fluctuante. Si la muerte no existe, nada existe, no hay una relación de valor entre las cosas ni cimiento en las acciones; no existe la memoria, no hay pasado ni presente. La muerte clandestina y oscura en algunos hospitales, unido al propósito buscado de que el moribundo no se entere de que se está muriendo es concluir que la muerte no es un acto humano. La organización técnica y empresarial alrededor de la muerte facilita y simplifica los trámites y elude el enfrentamiento con la dureza de ese momento. Se reduce el tiempo dedicado al duelo y se suprimen sus manifestaciones externas, etc. En resumen, y en palabras de Arregui «la muerte se privatiza, se convierte en un hecho personal y privado que la sociedad esconde con aprensión».9
En ámbitos sociales hedonistas e individualistas, la muerte se aleja cada vez más de la vida, de la realidad, hospitalizándola en un sentido institucional, para convertirla en algo impersonal y aséptico, separado de toda relación interpersonal. La muerte vivida en el hogar pasa a vivirse en centros hospitalarios, dejando de ser un acontecimiento que ocurría en casa junto a lo mío y los míos. Aunque, poco a poco, se va comprobando una tendencia a que las personas mueran en sus casas.
Por otra parte, el miedo invencible a la muerte instalado en la cultura del bienestar y precedido por un cierto pánico al envejecimiento, necesita esconder los signos más evidentes de su proximidad.10 A ello se suma la extensión de una sociedad de la imagen obsesionada en aparentar y en aparecer siempre joven y atractivo; una moda que aspira a una falsa inmortalidad a través de una hipertrofiada preocupación médica y estética por no envejecer para permanecer eternamente vigorosos. Sencillamente, la vejez no existe porque es fea, porque es antiestética; hay que ocultarla de las revistas, de la publicidad, etc.
Si la sociedad y la propia medicina terminan considerando la muerte solo como un desorden patológico múltiple, es porque ya previamente se ha patologizado en exceso el propio envejecimiento, obsesionándose con su retraso y volcando sobre él todo tipo de medios y remedios técnicos: operaciones, cirugías estéticas, cosméticos, dietas. De hecho, la creciente estigmatización social de la vejez, tal y como profetizaba Huxley en Un mundo feliz, conduce a su banalización y a su final inexistencia.11 Traspasada la edad madura directamente se acaba en la muerte sin pasar por la tercera edad o ancianidad. Es como si no cupiera la incómoda pregunta sobre cómo afrontará cada uno el declive y el natural deterioro: la vejez. La marginación social de la muerte incluye la de su candidato natural más próximo: el anciano enfermo, que es rechazado o aislado en residencias. La vejez deja de contemplarse como una etapa de la historia natural de una persona, considerándose ahora, en sí misma, como una patología próxima a la muerte. Por eso dice Tamaro que se cavan trincheras a su alrededor, y si por casualidad topamos con un anciano, instintivamente apartamos la mirada. Lo que les ocurra a los viejos no nos importa.12 Lo viejo como un hecho reductivamente patológico conduce a su excesiva medicalización que ulteriormente se aplicará sobre el proceso de morir.
Determinados sectores sociales y científicos, así como algunos ámbitos biomédicos, conforman una cierta resistencia organizada contra la muerte, contra la inquietante pregunta ¿qué pasará cuando sea viejo y esté muriéndome? Muchos se empeñan en vivir siempre en modo re-novado, cuando inexorablemente todo está destinado a acabarse, y todos morirán. Renovarse o morir, curarse o pedir la muerte. Pero ¿no es este -acaso- el sentimiento actual eutanásico?
La muerte se convierte socialmente en extraña porque produce un miedo transcultural, y uno de los modos sociales de disminuirlo consiste en permitir que sea la tecnología la que la coja sobre sus manos y la gestione -a tecnifique- como un proceso más. Así quedará registrada como un objeto, una parte, un resultado de una patología de personas ancianas que habrá que abordar técnica o materialmente.13
Pero la muerte objeto acaba convirtiéndose en un producto más de consumo que uno elige, y sobre el que se ofrece todo tipo de información. De hecho, ya hoy podría elegirse cómo, cuándo, y dónde quiere uno morir; bajo qué efectos, y con qué tratamientos. Dicho en un tono coloquial, parece como si la muerte se hubiera convertido en un self-service que incluye también el poder delegar la decisión sobre la propia muerte. ¿Decido yo individualmente, mi familia, mis representantes legales, los médicos, etc.? Debemos resaltar que, en los pocos países que tienen legalizada la eutanasia, la decisión y el consentimiento personal del enfermo conforman una condición de estricta legalidad. Por otra parte, al menos en España, y sin desmerecer la importancia de las voluntades anticipadas, la realidad es que el número de pacientes que llegan al hospital con ese documento sigue siendo extremadamente bajo a pesar de la publicidad de estos últimos años. Tal y como resaltan en sus recientes estudios Arimany-Manso et al,14 y Aguilar-Sánchez et al, todavía sigue habiendo un gran desconocimiento sobre estos documentos, incluso entre los propios profesionales médicos y de la enfermería. Junto a esa lenta acogida social y sanitaria, pero sin dejar de valorar el significado protector de las decisiones del paciente, existe un riesgo de que esos documentos contribuyan a la banalización de la muerte en cuanto que añaden un nuevo elemento a la burocratización del proceso de morir, una nueva pestaña en el formulario. Paradójicamente, no es raro encontrar pacientes que habiendo prefijado sus decisiones sobre el final de sus vidas muchos años antes de enfermar gravemente, a posteriori, y ante la muerte de cara, experimentan y desean lo opuesto a lo decidido, prefiriendo cambiar esas instrucciones.
De algún modo, uno puede acabar comprando su muerte por adelantado y definirla como quiera, fijar su papel en ella, determinar cuáles son sus expectativas. Podría uno decidir exactamente cuanto más quiere vivir y si está dispuesto a más o a menos intervenciones sobre su cuerpo, corazón, pulmón, cerebro, etc. Pero como en todo self-service, el restaurante o el fabricante de la máquina expendedora limita los productos y fija los precios. Tarde o temprano compras lo que ellos quieren y delimitan, quedando la muerte -un tipo de muerte concreta- como una acción/producto impuesto desde fuera.
Paulatinamente, y aunque parezca contradictorio en sociedades liberales y autónomas, cada vez uno participa menos voluntariamente en su muerte, tal y como hemos analizado en nuestro estudio.15 Otros llegan a decidir por uno mismo, sin corresponderles esa individual decisión. En países con años de eutanasia legalizada -véase Holanda y Bélgica-, tras el diagnóstico de enfermedad incurable, automáticamente y sin demora, ofrecen un menú cerrado ya para morir, cuyo plato principal es la eutanasia. Ante esa situación médica de carácter irreversible han normalizado la eutanasia como el único producto ofertable, y más rentable dada su baratura, rapidez y eficiencia técnica. Tan es así, que aumentan el número de holandeses que huyen a hospitales de la frontera con Alemania, aprovechando la pertenencia a la Unión Europea, albergando la esperanza de que les ofrezcan los cuidados paliativos a cambio de la eutanasia bajo presión.16
Banalizar la muerte por contemplarla bajo esta óptica no solo conduce al miedo y a la desesperación, sino que culmina en dos extremos traumáticos y desordenados: prolongarla todo lo posible cayendo en la obstinación terapéutica para vencerla, o, adelantarla y provocarla dándose por vencidos ante ella, renunciando a una fase prolongada de cuidados. En ambos casos pervertimos la muerte al despersonalizarla,17 colocando el centro de la preocupación en la misma muerte y en las enfermedades que la causan. Banalizar la muerte es convertirla en un mero accidente que hay que combatir por medio de todas las posibles tecnologías sanitarias.18 Ante una muerte próxima que horroriza, el énfasis se pone en lo exclusivamente terapéutico, en la curación como único fin médico posible en donde no cabe fracasar. Por supuesto que junto a la posición atemorizada que muchos adoptan frente a la muerte, siempre encontraremos personas que no ven la muerte como un ejercicio de cobardía y desesperación, sino como un momento lucido de autodeterminación. Sin embargo, en nuestra opinión, esta segunda actitud se está viendo amenazada en particular en ambientes sociales especialmente hedonistas en los que se exagera la calidad de vida y el bienestar.
En definitiva, la crisis antropológica y ética de la muerte empieza por no querer asumirla como una verdad esencial del hombre. Mofarse de ella consiste en negar su existencia en la propia vida individual. Y en medio de este moderno progreso de la ciencia médica, esquivar la muerte representa su punta de lanza. El hecho es que nuestras sociedades occidentales rechazan cada vez más la muerte por incompatible con una vida exageradamente confortable que ve inaceptables los estragos naturales de la vejez. Por este motivo, invierten un arsenal médico/farmacológico/cosmético sobre la fase previa a la muerte, el envejecimiento, medicalizándolo -maquillándolo- en extremo.
Morir embalsamado, perfumado y sin arrugas, bajo los efectos de dosis opiáceas o de niveles desproporcionados de sedantes; morir atrapado entre cables y máquinas para alargar la vida encarnizadamente y sufriendo, representa un síntoma grave de enfermedad moral porque banaliza el acontecimiento más serio de la vida: morir. Pero como veremos en el último apartado, para hacer frente a esta banalización, desde hace años están surgiendo visiones humanizadoras sobre la muerte y el duelo que van penetrando en el mundo sanitario. Ofrecidas por autoras como Saunders,19 Klübber-Ross20 y Mannix,21 adelantamos que será desde la perspectiva paliativista de estas reconocidas profesionales sanitarias el modo -humano y médico- a través del cual la muerte puede afrontarse en su verdadera profundidad sin ser banalizada.
3. Tecnificar y medicalizar la muerte. Los riesgos de deshumanizarla
Ante la revolución tecnológica y los avances de las ciencias empíricas, la moderna medida del hombre ha pasado a ser su capacidad, la techné, el barómetro ético del nuevo homo faber. La verdad del ser en sí no es ya lo que importa, sino la utilidad de las cosas para nosotros que se confirma en la exactitud de los resultados. No cabe preguntarse por más tiempo qué es la realidad, quién es el hombre, porque ahora lo único que podemos preguntar es acerca de lo que somos capaces de hacer con las cosas,22 de cómo puedo producirlas, dominarlas, transformarlas, o impedir que desaparezcan una vez producidas. Eh aquí el marco estatutario de la moderna ciencia y la tecnología puestas al servicio de intereses políticos, comerciales y biomédicos. La muerte humana cae de lleno bajo este poder técnico, reducida a objeto tecnocientífico23 porque previamente hemos cosificado y tecnificado el cuerpo, operándose un dualismo en la persona fragmentándola en partes físicas. La potencia que ha ido adquiriendo la ciencia y la técnica aspira a querer dominar todo lo humano incluido el final de todo ello que es la muerte. Pero en el fondo, la exigencia moderna de la tecnología, soñadora de una sociedad definitivamente sana y fuerte, lo que anhela es hacer desaparecer la muerte como resultado. Porque la muerte encarna el enemigo técnico a batir, una entidad extraña que ha de dejar de ser parte natural de la existencia humana.
3.1 Reducir la muerte humana a proceso patológico y cese de actividad
La tecnificación y medicalización tanto de la vida como de la muerte es un proceso que, una vez iniciado, se autoalimenta sin fin, pues a cada estudio o exploración le puede seguir otro de mayor complejidad, riesgo, costo y profundidad.24 Tecnificar la propia medicina conduce a que la naturaleza humana en su totalidad deje de ser el objeto de estudio. Convertir la medicina en pura técnica -tecnociencia- conduce a atomizar la persona en partes y órganos corporales que requieren ser restaurados por medio de instrumental especializado. A modo de taller mecánico, la fragmentación física focaliza los tratamientos e intervenciones sobre partes individuales separadas entre sí. Mecanizamos el cuerpo y tecnificamos la salud, a esto se reduce una parte de la medicina actual.
De este modo, entra en crisis el valor humanista y humanizador del arte de la medicina al ser contaminada por un procedimentalismo tecnológico, que, sin dejar de ser necesario, lo abarca prácticamente todo. La consecuencia profunda consiste en renunciar a que la naturaleza humana del paciente, su ser personal ontológico, siga precediendo al actuar médico, el cual, se dirige ahora hacia una intervención de un objeto, al control de unos síntomas, al tratamiento de unas patologías y a la curación de unos órganos.25 Como sostiene Taboada, se impone por parte de la medicina un imperativo tecnológico en vez de una medicina centrada en la persona.26
El cambio operado en el discurso médico, transformado ahora en un saber y en una práctica técnica, consiste en la sustitución de la visión tradicional de los médicos como descubridores de humanos por la de especialistas de cuerpos, expertos sintomatólogos, que se enfrentan a unas subjetividades patológicas.27 El médico ya no es el médico humanista de siempre, sino que ahora se ha convertido con precisión en «el especialista»: el oncólogo, cardiólogo, neumólogo… altamente tecnificado. Parece como si el médico solo lo fuera realmente si es especialista en y si se ocupa solo de una parte de la que sabe todo. Resulta indiscutible el avance que ha supuesto para la ciencia biomédica la especialización. Pero el problema no está ahí, sino en que a base de fijar el ocular médico -la atención- en una parte «microscópica» acabamos descuidando el todo integral que supone la persona enferma.28
Por tanto, la muerte ya no se contempla como la muerte de un ser humano en su totalidad, sino, más bien, como el sumatorio de la muerte de sus partes. La muerte moderna deja de identificarse con la muerte biográfica individual de la persona que ha vivido una vida. Ahora, se convierte técnicamente en resultado médico extrapolable a millones de muertes de humanos, un objeto del saber fisiológico y clínico. Técnicamente nunca muere una persona, sino que cesa una vida biológica que pierde la salud física y mental, sin funcionalidad y calidad de vida. El resultado es vincular la muerte humana a un fallo multiorgánico, una muerte clínica o muerte biológica. Y no está la controversia en que en gran medida la muerte no sea eso, en que no sea muerte encefálica y cardiorrespiratoria médicamente confirmada, porque de hecho lo es, sino en que solamente sea eso. No es nada sorprendente que la muerte consista en el cese de las actividades y funciones biológicas como seres animales que somos, y que, además, ese fenómeno se repita millones de veces en los seres vivos. No resulta crítico confirmar que la muerte pueda reconocerse y entenderse también como un problema médico (un estado clínico), porque lo es, y, por tanto, no presenta dificultades transformar un hecho o evento natural humano como es morir en un problema para la medicina. El debate antropológico y ético surge cuando la muerte se intenta reducir solo a un problema de la ciencia, a un problema de salud o médico.
Si la ciencia médica la circunscribimos solo y nada más que a la patología detectada, y viene tratada en exclusiva por el especialista, se despersonaliza la relación médico/paciente porque entonces, al ocuparlo todo la enfermedad, deja de verse al enfermo. La alteración patológica se contemplaría como una aberración fisiológica aislada y desvinculada, sin estar en relación con el sufrimiento holístico que está padeciendo el enfermo. Fijar solo una mirada clínica sobre el rostro del enfermo que sufre, contribuye a comprender la muerte como un error técnico, escondiéndola tras los biombos de los hospitales.
Evidentemente, también resultaría absurdo negar la existencia de patologías asociadas a la muerte, las cuales lo que requieren es ser medicamente diagnosticadas y tratadas. Pero una cosa es medicalizar o aplicar terapias a esas patologías y, otra distinta, consiste en medicalizar absolutamente todo el proceso de la muerte, es decir, permitiendo la invasión total de la medicina en todos los aspectos de la muerte de un enfermo.29 Hemos de reconocer que existen espacios de la muerte humana que no son patológicos ni estrictamente médicos, ni técnicos, sino que son de orden antropológico, psicológico, familiar/social, espiritual. Y estos últimos aspectos humanos del morir escapan a toda medición de aparatos y no encajan bien en protocolos científicos o de gestión sanitaria.
No negamos el valor positivo y práctico que en la sanidad tiene la preparación de expertos en diversas especialidades. De hecho, con ella, logran dominar la última tecnología puntera con la cual no solo consiguen reestablecer la salud de los enfermos, sino incluso evitar la muerte. Pero en el supuesto caso de «fracaso técnico», como subraya García Palomero ¿está preparado el especialista y toda su última tecnología para humanizar la muerte, sabiendo descubrir a la persona del enfermo, adentrarse en su intimidad, acompañarle en su soledad y de este modo ayudarle a vivir la muerte?30 Antiguamente los médicos sí que estaban preparados para este noble y honrosa función. Hoy en cambio, abunda el médico que se retira muy rápido, quizá por un déficit formativo, y no es capaz de ayudar al enfermo a afrontar su muerte.
Por lo tanto, hemos de considerar que todo el proceso de muerte de un enfermo no debe reducirse a un problema de salud o patológico, porque al ser una persona la que se muere, ella posee la capacidad de trascenderla. Por este motivo antropológico debería evitarse transformar la muerte en una gran enfermedad totalizante de la vida del enfermo sobre la que hay que intervenir con múltiples medios.31 De no frenarse esa excesiva tecnificación médica se correría el riesgo de considerar la muerte como el resultado final de un tratamiento y, en el peor de los casos, en el último justificante de la eutanasia, interpretándola técnicamente como un inofensivo y digno Adelanto «medicalizado» del cese de vidas en los casos en que biológicamente el deterioro es elevado, y se carece de utilidad funcional.32
Sostenemos que la tendencia actual a tecnificar/medicalizar la muerte acabaría agotando toda la realidad de la muerte en su funcionalidad, encerrándola en un puro fenómeno físico, y analizándola como resultado final de una anomalía en los patrones normales de salud. Pero, a la vez, no queremos dejar de insistir en que es legítimo y coherente con el método científico el analizar con variables biomédicas el proceso de la muerte. De hecho, la ciencia médica debe hacerlo así para responder a sus fines prácticos.
Planteamos la necesidad ética de advertir de la presencia de una amenaza de deshumanización médica si lo que se pretende es estudiar la muerte solo procesualmente: como un mero proceso que desde distintos niveles hay que saber gestionar adecuadamente para tener éxito. Hasta el mismo diagnóstico podría correr el riesgo de caer bajo la categoría de un incidente exclusivamente de tipo procesual. El temor actual es la conversión de la muerte solo en un síntoma clínico a tratar, y no en el final alargado de un proceso natural -humano-, que describe un tramo decisivo de la vida que es deficitario de acompañamiento, sentido y cuidados. Hemos de evitar que, por un exceso de tecnificación, el enfermo acabe asemejándose a una máquina artificial regida por una lógica mecánica.
En definitiva, señalamos que la sola perspectiva biotecnológica acabaría desconfigurando la muerte de un ser que es persona « -alguien»-, y cuya muerte, ante todo, es biográfica. Ha de tenerse en cuenta que, en cada muerte humana, quien muere siempre es un ser depositario de una dignidad trascendente que vive una vida relacional, familiar/social, emocional, espiritual. Y, por tanto, la aplicación de un examen excesivamente artificial sobre ella impediría el descubrimiento personal del paciente que se está muriendo, haciéndose imposible proyectar sobre él una mirada ética. Despersonalizamos su atención si al enfermo en fase terminal -y en general a cualquiera- se le explora, coloniza y se transforma en un mero objeto o campo de estudio que hacemos interactuar solo con procesos y especialistas sanitarios. Gestionar la muerte de una persona en vez de vivirla no puede considerarse el modo más digno de tratarla, al contrario.
De todas formas, a pesar de toda esta visión crítica no quisiéramos dejar de señalar la esperanza que, desde hace años, están ofreciendo los movimientos de humanización de la medicina en muchos países y que van incidiendo también en las políticas sanitarias.33
3.2 La muerte como fracaso médico, técnico, y económico
Ante el poder que en estas últimas décadas han ido adquiriendo las ciencias biomédicas (genómica, robótica, predictiva), y unido a un régimen social y laboral que lo fía todo a los beneficios/rendimientos, la muerte de un paciente es vista como fracaso y pérdida. La aureola de omnipotencia presente en algunos ámbitos no la asume como resultado, porque, en sí misma, es considerada una derrota de la medicina y del personal médico. Incluso los propios pacientes enfermos, contagiados de esta visión derrotista social y médica, pueden acabar viendo la muerte como una absoluta desgracia personal, una cosa que se rompe y sin arreglo, un acontecimiento irreversible. Como afirma el prestigioso neurocirujano Marsh, «con frecuencia se atribuyen a los médicos cualidades sobrehumanas y si la operación es un éxito, el médico es un héroe, pero si fracasa, es un villano».34
Si la muerte es considerada un enemigo íntimo a combatir, experimentada solo como una agresión hacia la propia vida, como patología, deterioro y degradación, entonces nos enfrentamos a ella en una batalla campal35 en donde hay que tratar de vencerla con todos los medios y herramientas técnicas. De hecho, el transhumanismo biomédico plantea ya el modo de esquivarla definitivamente porque, en el fondo, concibe como una humillación científica que, después de tantos avances, el progreso biomédico no sea capaz aún de curar enfermedades mortales.36 Aunque no lo manifiesten públicamente por su incorrección política y social, les resulta frustrante que haya que rendirse a cuidar a los incurables, y reconocer que la fragilidad y la muerte son la inevitable condición de lo humano. Para muchos de los que comparten esos ideales transhumanistas, la aprobación de planes generales de cuidados paliativos en la sanidad representa una bofetada a ese progreso científico. Por un lado, no tendrían más remedio que asumir su fracaso terapéutico y técnico, y, por otro, la responsabilidad de poner en acción la creatividad de la ciencia médica para paliar con eficacia los sufrimientos de los pacientes que se están muriendo, y que no dejan de demandarles esos cuidados.
De todas formas, dicho lo cual, no nos atrevemos a asegurar que el movimiento transhumanista haya adoptado una posición oficial directamente en contra de los cuidados paliativos de enfermos. Pero, al mismo tiempo, si la muerte y el envejecimiento son el blanco de la diana de sus proyectos, y si, por otra parte, la gran mayoría de sus defensores son liberales utilitaristas declaradamente pro-eutanasia37 (P. Singer, J. Harris, A. Sandberg, J. Savulescu, N. Bostrom),38 cuesta creer que, a la vez que niegan la dignidad de determinados enfermos graves e incurables, apoyen la investigación, promoción y dispensación sanitaria de los cuidados paliativos de esos mismos enfermos.
Desde la perspectiva utilitarista de determinadas políticas sanitarias, se registra como muy poco prioritario económicamente invertir en cuidar de pacientes sobre los que ya no se puede hacer nada desde el punto de vista terapéutico, porque, de hecho, van a morir todos en poco tiempo. Esto es lo que sucede en los países en donde está extendida la eutanasia, que los médicos desactivan su creatividad médica para buscar soluciones al dolor de enfermos ya incurables. El rechazo profesional de la incurabilidad impide poner la tecnología al servicio del enfermo para paliar sus sufrimientos.
Aunque para algunos no lo parezca, la extensión de deseos prometeicos transhumanistas altera el arte y los fines de la medicina porque circunscribe el acto médico solo a curar, olvidando que la vida humana no es una técnica39 o una máquina que da errores. Además, desconocen, como afirma Feyto, la indisociable unidad entre curar y cuidar, términos intrínsecamente relacionados, inseparables40 en la historia de la medicina. En ambientes médicos obsesivamente terapéuticos cuesta entender que pueda convertirse en vanguardista un área médica como los cuidados paliativos que investiga, no en curar, sino en cuidar de enfermos para que sufran lo menos posible cuando ya no existen terapias para ellos. Lamentablemente, el que la medicina paliativa siga aún sin formar parte de los planes de estudios médicos, el que no sea una especialidad en la mayoría de los países, y el que, además, no haya aún constituidas unidades de paliativos en la mayoría de los hospitales,41 muestra el desafecto hacia una medicina poco exitosa y rentable en un mundo biomédico que lo que desea es morir de éxito, pero solo salvando vidas. Pero ningún médico honesto debería olvidar que tan humano y exitoso -incluso desde la técnica médica- es salvar vidas como acompañarlas a bien morir cuando enferman, reduciendo el sufrimiento. Renunciar u olvidar esta segunda parte es desnaturalizar -deshumanizar- la misión de la medicina.
Una de las consecuencias de esa separación, y, por tanto, de que prevalezca y se mantenga a ultranza lo terapéutico sobre el cuidado, es la imagen equivocada que a veces se ofrece del final de la vida. Morir hoy día, al menos en Occidente, se está convirtiendo en muchos casos en morir inconsciente, intubado, sedado, bajo perfusión, anestesiado, solo, en el hospital y alejado de todo lo que antes constituía la vida familiar y social. Si, como ya hemos advertido, la tecnificación no va unida a su particular humanización y no se hacen esfuerzos por visibilizarla, el efecto social producido es la intranquilidad y el temor por morir. Transmitimos el mensaje equivocado de que, ante una enfermedad grave con muerte próxima, solo queda postrarse -impotente y fracasado- en la estrechez de una cama rodeado de cables, tubos respiradores, aparatos y con cirugías extenuantes y dolorosas, para agotar todas las posibilidades de cura. Se ha de visualizar que es posible y real la humanización de las UCIS,42 así como las del resto de unidades de atención. Erróneamente, los enfermos y sus familias asocian de modo directo la tecnificación con una muerte indigna y con sufrimientos, cuando muchas veces la técnica bien usada no solo salva, sino que puede lograr reestablecer y mejorar la salud, e incluso paliar esos sufrimientos.
Tecnificar tanto la medicina y, como consecuencia, el proceso de la atención a la persona grave y próxima a la muerte, implica un alto coste sanitario. El 80% del gasto sanitario de una persona se produce en los dos últimos años de su vida. Si la propia tecnificación en la que está apoyándose la medicina y los hospitales encarece tanto la asistencia al que va a morir, ello podría conducir contradictoriamente a abandonar la tecnificación, pero no para pasar a una humanización del cuidado, sino para desconectar al enfermo, retirándole el soporte vital y provocándole una eutanasia, cuyo coste, comparativamente con los cuidados paliativos, es inferior y rápido. Produciríamos un desistimiento en ciertos tratamientos a personas de edad avanzada.43
3.3 La «técnica médica» en sí misma no es el problema
Conviene insistir en que para humanizar la muerte de ningún modo hay que declarar enemiga a la tecnología, demonizándola o amonestándola por el solo hecho de ser tecnología,44 o por tratar a la muerte mediante el uso de instrumentos artificiales. Existe en las ciencias biomédicas una necesaria lógica instrumental de la que no podemos prescindir. Por tanto, compartimos con Spaemman que lo artificial no es siempre y por definición lo opuesto a lo natural: «Lo artificial por ser artificial no es la antítesis de lo natural»45 condenándose a una suerte de incompatibilidad. Esa dicotomía natural/artificial desvía la atención del verdadero problema de los riesgos de la tecnificación de la muerte. Porque, en sí mismo, lo artificial de lo tecnológico no tiene por qué llevar impresa la etiqueta de antinatural y constituir, por tanto, un elemento moralmente perverso al aplicarlo a la vida humana.46 La calificación ética y el significado moral de una técnica no dependen del material ni de los componentes de los instrumentos usados. Existen artefactos y técnicas artificiales que mejoran la salud eficazmente y son siempre éticas. De hecho, habitualmente, hacemos uso de artificios que resultan beneficiosos para la vida -lentes, prótesis, vías, mascarillas, respiradores, fármacos etc.- y no plantea ningún problema el hecho de que sean productos de la técnica, es decir, de naturaleza artificial.
Por consiguiente, no basta solamente tener en cuenta lo que se hace técnicamente, en este caso, aplicar tratamientos y técnicas diferentes para atender a enfermos al final de la vida. No es suficiente con describir el modo instrumental de hacerlo. Resulta decisivo determinar cuál es «la razón por la que se hace» o como sostiene Rhonheimer, averiguar la «intencionalidad en la que está envuelta esa artificialidad».47
Incluso es necesario aclarar que el propio hecho de que la muerte pueda darse en un marco médico/hospitalario en vez de en casa, no va contra su carácter natural o la dignidad que merece. Más bien, el problema estriba en la exagerada tecnificación que se puede producir en los hospitales y, más concretamente, en el modo de volcar esta sobre un enfermo al final de su vida sin atender a otros requerimientos no técnicos. Afirmamos, por tanto, que la tecnificación de por sí no hace indigna la muerte, incluso a veces ayuda a humanizarla por la intención ordenada -virtuosa- con la que se ha aplicado. Sabemos que la inevitable tecnificación de las UCI salva miles de vidas diariamente, y más concretamente ahora en estos tiempos de pandemia. Partiendo de estas premisas, lo que sí interesa es integrar a las técnicas biomédicas que haya que usar, unos complementos de acciones humanitarias que dependen directamente de las virtudes de profesionales que atienden esos necesarios y esenciales servicios.48
El riesgo presente de deshumanizar la muerte resulta de la intrusión de una excesiva tecnología en su comprensión y en el proceso de atención a la persona enferma que se está muriendo. No significa, entonces, que la posición a adoptar sea la de omitir totalmente cualquier intervención técnica, sustituyendo toda tecnología médica por medios y remedios naturales o por pseudociencias denostadas. Más bien, el equilibrio que habría que alcanzar consistiría en acotar los límites del uso de la tecnología para que no acabe sustituyendo o marginando a multitud de acciones humanas que, sin ser técnicas, se requieren para dignificar el proceso final de la vida de un enfermo.
3.4 La visión técnica y utilitaria del diagnóstico de la muerte
Como decíamos antes, ya nadie muere de viejo, de modo natural, porque ante una visión medicalizada y tecnificada de la vida, parece que uno solo muere por fallos en procesos fisiológicos afinadamente diagnosticados por tecnologías.
Actualmente, tras el fallecimiento de un paciente, se tiene acceso a un informe técnico/médico detallado de todas las alteraciones de las constantes vitales, del minuto exacto de la muerte, de las oscilaciones de temperatura, presión, del estado de los diversos órganos etc. Aumenta el número de categorías de causas de muertes: muerte súbita, muerte clínica encefálica, muerte cerebral irreversible, muerte cardiorrespiratoria o asistólica, muerte por donación (eutanasia). Definiciones todas ellas especialmente pragmáticas de lo que es la muerte de una persona. Como se puede comprobar, no solo el proceso de morir, sino que la causa de la muerte ha de ser explicable en clave científica para a continuación encajarla en una de esas categorías y plasmarlo en un informe.
Inevitablemente la tecnificación ha ido dejando su huella indeleble sobre el rostro de la muerte y su origen. Pero la pregunta que planteamos ante tanto procedimiento técnico es ¿de qué sirve saber de qué va a morir un enfermo a través de un exceso de información rigurosa? ¿de qué sirve disponer de tantos datos científicos acumulados por el conocimiento humano sobre lo que es la muerte humana, si no sirven para encontrar un sentido o si no ayudan a dispensar un cuidado delicado que haga la muerte más pacífica y digna? Consideramos que, para poder enfrentarse al verdadero problema de la muerte de un ser humano, no es suficiente con que sea un hecho comprobable científicamente, medible, previsible, tecnificado. Morirse es mucho más que dejar de respirar o la confirmación clínica de un colapso cerebral.
Por otra parte, cuando lo que están deseando los enfermos moribundos y sus familias es recibir acompañamiento y cuidado hasta el final de su vida, en algunas ocasiones pueden verse rodeados de una maraña técnica que ha venido a ampliarse con el permiso o consentimiento para la extracción de sus órganos tras el fallecimiento.49 No cabe duda la trascendencia de la donación de órganos para salvar vidas, y en nuestra opinión, resultaría poco solidario su oposición teniendo en cuenta la amplia lista de espera. Pero, al mismo tiempo, quisiéramos hacer notar que, en algunos hospitales, por el modo y la delicadeza de llevar a cabo ese protocolo médico, puede quedar a la vista una cierta instrumentalización del ser humano fallecido.50 Habría que evitar situaciones de falta información adecuada, de cierta presión para obtener aceleradamente el permiso de los donantes y familiares, o, más grave aún, intentar proceder a la extracción sin haber comprobado de modo adecuado y efectivo la muerte del paciente. En palabras de Sgreccia, ante esta nueva problemática médica, la relación entre tecnología y ética, ambas implicadas en este caso particular, debe tenerse en cuenta siempre el respeto y la dignidad de la persona.51
En suma, todo este procedimentalismo produce la expropiación de la muerte del enfermo. Se termina despojándole del sentido natural y la dimensión cualitativa que tiene su muerte, gestionándola médicamente de modo impersonal. Y, al impedirle que pueda vivir humanamente el momento de su propia muerte, se priva de su individualidad, porque nadie puede afrontar la muerte en lugar de otro. En conclusión, deshumanizamos la muerte cuando se está más pendiente del por qué y del cuándo (para la posterior donación) que del cómo, y del quién se está muriendo.
4. La inevitable insuficiencia de la técnica para lograr una buena muerte
Afrontar el final de la propia vida para lograr una buena muerte requiere de unos recorridos tan genuinamente humanos que el papel de la técnica resulta insuficiente. Pero esta limitación no es una enmienda a la totalidad, una negación radical y absoluta de la existencia de elementos y procesos técnicos -médicos, clínicos- que puedan contribuir, en una parte, a la humanización del proceso de morir. Simplemente, justificamos que hay algunas razones, verdades y aspectos de la muerte que la ciencia y la técnica médica no logran entender, y que, por tanto, son insuficientes para abordarla humanamente.
Resulta imposible asegurar que el uso de las tecnologías médicas pueda ser capaz de ayudar a una persona a aceptar algo tan profundo como su propia muerte. ¿Cómo lograr que un procedimiento o un instrumento técnico sustituyan la presencia de aquellos a los que se ama, calmar el miedo y la frustración? ¿De qué modo podría un medicamento o principio activo ayudar a recobrar la esperanza cuando todo está aparentemente perdido? No parece real que artefactos o tecnologías contribuyan a descubrir al enfermo aquellos momentos significativos que hacen que su vida haya tenido sentido, o que le faciliten encontrarle sentido a la propia muerte. No existe ni existirán sustitutos humanos -a modo de robots o máquinas similares- que puedan escuchar y acompañar a los enfermos con oídos y corazón verdaderamente humanos, y que eviten que la persona se sienta sola. El humano enfermo necesita de otro humano, otro de su naturaleza que le consuele y recoja las lágrimas con amor y compasión, que pueda mirarle a los ojos con ternura y admiración.52 Solo otro como él, puede reconocer su dignidad humana y el valor infinito de la vida del que, poco a poco, se apaga y va perdiendo sus funciones, su capacidad, su entendimiento.
4.1 La buena muerte
Todo ser humano es consciente de su finitud, y no lo sabe solo por tener la certeza de que algún día morirá sino porque la propia vida está llena de acontecimientos que le llevan a ella de una manera ontológica y que le recuerdan su condición mortal. La manera en la que cada persona afronta estas pequeñas muertes será fundamental para aceptar el final de la vida y entrar en él libremente. Sin duda, vivir siendo conscientes del ineludible final y del poco tiempo de vida puede cambiarlo todo en la persona. A esta conclusión llegó la doctora Cartensen53 tras años de estudio en los que terminó por describir la «Teoría de la Selectividad Socio-emocional» en la que afirmaba que una chica joven gravemente enferma tiene las mismas prioridades que una anciana porque las preferencias de las personas, la manera en la que quieren pasar su tiempo, no dependen de la edad que tengan sino de la percepción del tiempo que les queda.
Para arribar pacíficamente a ese final natural, el hombre requiere buscar un sentido al morir que acabará determinando de qué modo quiere hacerlo. Porque llenar de significado y sentido la muerte, de algún modo, es transcenderla, tomar distancia para tomársela en serio. Consiste en proyectar la luz más en la vida del que se va a morir y no tanto en su muerte,54 porque, sin duda, un día moriremos -solo uno-, pero el resto de los días no y estos pueden ser muchos, intensos y apasionantes.55 La muerte otorga valor a la vida, y de hecho la puede redimensionar; ayuda a situarse en ella, y a darle valor a cada decisión. En definitiva, otorgarle sentido a la muerte permite más fácilmente vivir una buena vida, digna de ser vivida y recordada. Y es que una vida digna, prepara para una muerte digna. Nuland56 lo describe con estas palabras: «En la muerte no hay mayor dignidad que la de la vida que la precedió. Es una clase de esperanza que todos podemos alcanzar y la más duradera: reside en el significado de lo que ha sido la muerte del individuo».
Mientras uno vive ha de poder vivir con sentido, sin sufrimientos evitables o «paliables», cuidando de la vida hasta el final. Vivir así no es negar la muerte ingenuamente, es reconocer que más que morir, lo importante es vivir bien hasta el último día, abordando las causas del sufrir cuando este se manifieste con la enfermedad y siendo acompañados todo lo necesario para evitar el dolor de la soledad. Morir bien es morir con sentido, acompañados, con despedida de los seres queridos, y atendidos con paliativos.57 Porque a cada muerte humana, le corresponde siempre la dignidad de la persona que muere. Esta es la que debería ser la buena muerte, natural -normal y normalizadora-, la muerte en paz. Y a esta buena muerte le suele preceder una buena vida, vivida con sentido y dignidad.
Para todos los seres humanos la muerte representa siempre la escena final más importante de la biografía de una vida porque dota de significado todas las anteriores. Y demanda prepararse para convertirlo en un momento íntimo, doméstico y familiar, rodeado de los que uno quiere. Esto requiere tiempo y pararse. El enfermo que va a morir pronto necesita mirar hacia atrás sin miedo, reconociendo aquellos momentos en los que contribuyó al bien ajeno,58 en los que hizo de este mundo un lugar mejor, en los que pudo amar y perdonar. Cuando puede reconocer que la propia vida ha tenido un sentido,59 un significado profundo, entonces la persona puede mirar con valentía hacia delante y prepararse para su partida. Dice el Talmud que «quien salva a una persona, salva a la humanidad entera», y el poder reconocer que en algún momento de la vida «salvaste la humanidad», ayuda a encontrar el sentido y a morir en paz. En palabras de Hennezel, es esta visión la que alcanzaría el objetivo final de «entrar vivo en la muerte, y no morir antes de morir».60 Por el contrario, la dura resistencia a afrontar el hecho inevitable de morir genera frustración, ira, busca culpables, invirtiendo el poco tiempo que le queda en hallar una ventana por la que escapar que nunca se abrirá. Negar la propia muerte y enfurecerse por su llegada impide la reflexión profunda sobre cómo enfocar el proceso de morir, dificulta la toma de decisiones, obstaculiza la preparación y amarga la despedida. Y esto ya no es una buena muerte porque anula la libertad interior de poder ser uno mismo hasta el final.
El entorno en el que se produce la muerte constituye otros de los elementos importantes que contribuye a alcanzar esa muerte buena y en paz. Morir en una habitación individual no compartida, y rodeado de los seres queridos, de las personas a las que se ama, resulta, sin duda, una forma mejor de vivir la muerte. En cambio, la soledad y el abandono deshumanizan el entorno de la muerte y lo convierte en indigno. La persona que sabe que va a morir necesita con anterioridad de la cercanía familiar y del acompañamiento para poder hablar, cerrar asuntos pendientes y despedirse con calma. Ante la proximidad de la muerte, el hecho de pasar tiempo con parientes y amigos produce en el enfermo un efecto probadamente consolador y paliativo.
La actual pandemia de COVID-19 ha puesto de manifiesto la importancia de estos aspectos descritos, cruciales para dignificar y humanizar el proceso de la muerte y confortar a las personas durante el duelo. La dramática e imprevista situación sanitaria provocó que los centros asistenciales tuvieran que restringir o prohibir las visitas de los familiares61 en aras de evitar la propagación del virus y garantizar la protección de la salud pública. Esta situación crítica provocó el aislamiento de los enfermos en sus últimos momentos de vida, condenándoles a morir en soledad. En los momentos más duros, con un alto número de ingresos y una fuerte presión asistencial, ni siquiera la enfermera podía coger las manos de sus pacientes. Sentirse acompañados en ese estado constituía entonces y ahora un acto de extrema necesidad porque «ningún ser humano es capaz de asimilar él solo su propia muerte y de soportar el miedo que le causa este trance».62
En el punto más álgido de la pandemia, y siendo la sociedad testigo de cómo se estaban conculcando algunos derechos de los pacientes, los Comités de Bioética de España y de otros muchos países, salieron, con urgencia, al paso, publicando con acierto declaraciones sobre el acompañamiento a los enfermos en su muerte.63 En ellas se recordaba que se trata de un especifico derecho humano, limitable en situaciones excepcionales,64 y que además ya estaba recogido en varias leyes autonómicas españolas sobre el final de la vida. Sin lugar a duda, tanto determinadas prácticas sanitarias, así como estas recientes legislaciones y declaraciones, constituyen un claro contrapeso a la tecnificación de la muerte detectado también durante el periodo pandémico. Pero, subrayando el avance legal y el aporte bioético que han supuesto para los profesionales sanitarios, se echó en falta que las inevitables limitaciones provocadas por la crisis sanitaria duraran menos tiempo de lo que duraron, dejando de garantizarse unos derechos, en favor de otros.
4.2 Apoyo clínico y de los profesionales a la buena muerte
Vivir una buena muerte requiere controlar adecuadamente los síntomas, y evitar todos los sufrimientos posibles. El enfermo que se muere puede encontrarse con cuadros clínicos muy diversos. Y la sintomatología, aunque varía en cada caso, suele ser intensa, cambiante, multifactorial y provocar un gran sufrimiento, físico y psicológico, tanto en la persona como en sus familiares.65 El equipo médico utilizará las estrategias terapéuticas necesarias, y realizará una valoración integral del paciente para identificar temprano los síntomas, previniendo y aliviando el sufrimiento.66
En muchas ocasiones, el paciente que se encuentra al final de la vida experimenta una situación compleja conocida como «dolor total». No se trata de un conjunto de dolores aislados como consecuencia del daño celular o tisular, del deterioro físico y biológico de la persona, sino de un dolor vinculado al sufrimiento, a la desesperanza y a la angustia que vive la persona que se muere. Por lo tanto, no solo incluye aspectos físicos sino también psicológicos, emocionales, espirituales y sociales. Todos ellos aglutinan elementos indisociables que forman parte del «dolor total»67 y que no pueden controlarse ni paliarse con ningún fármaco del tercer escalón como la morfina, la oxicodona o el fentanilo, sino que requiere una valoración integral y una atención profesional multidisciplinar. Como veremos en el siguiente apartado, el apoyo de equipos de cuidados paliativos resulta muy eficaz para abordar las dimensiones de este dolor de carácter holístico.
Sin duda alguna se ha de reconocer que la medicina actual dispone de tecnología, fármacos y terapias que permiten paliar y controlar prácticamente todos los síntomas y, cuando esto no es posible y aparece algún síntoma refractario, se dispone de instrumentos terapéuticos como la sedación paliativa o la sedación en la agonía que evitan el sufrimiento del paciente. Sin embargo, estas medidas por sí solas son insuficientes, al no existir un protocolo técnico que permita reconocer cómo, cuándo, y en qué medida aplicar estas terapias para lograr un adecuado control de los síntomas. No existe tecnología capaz de hacer una valoración integral del paciente que permita pautar el tratamiento adecuado y los cuidados más efectivos para paliar o controlar los síntomas.
Solo el ser humano a través de su cuidado, compañía, escucha, compasión, amor, tacto, respeto, consideración y reconocimiento, puede conseguir un final bello, recordado con cariño, reconfortante y curativo para el doliente. Por lo tanto, la buena muerte, para serla en verdad, requiere a la vez del control posible de los síntomas y de esas manifestaciones del consuelo y amor humanos. De este modo es como se logra morir sin conflicto, consciente de la propia finitud y aceptando la partida. La muerte que se impregna de esos valores genuinamente humanos nos otorga la libertad, pero no para elegir cuándo morir, sino para elegir de qué manera queremos afrontar ese momento y qué actitud queremos adoptar frente a él.68
4.3 La tarea de humanizar aún más los hospitales
Los cuidados paliativos y, en general, la ética presente en la atención a los enfermos ayuda a que la inevitable tecnificación de los centros hospitalarios no impida dispensarles un trato digno y respetuoso. Pero la realidad es que algunos de los cuidados descritos anteriormente resultan más difíciles de ofrecer en su totalidad cuando la persona está ingresada en un hospital, a no ser que tenga la suerte de poder ingresar en una unidad de cuidados paliativos.
En general, los hospitales conforman espacios sanitarios dotados del personal más especializado y de la tecnología más avanzada. Son instituciones que, preferentemente, están preparadas y diseñadas para aplicar técnicas diagnósticas, tratamientos médicos y quirúrgicos de enfermedades y procesos agudos. Su objetivo más práctico consiste en reestablecer la salud de las personas que han sufrido una descompensación de su enfermedad crónica o salvar la vida de aquellas que han sufrido algún tipo de accidente o se encuentran en estado crítico por cualquier circunstancia. Por tanto, de algún modo, resulta comprensible que entre sus principales líneas estratégicas no se encuentre la de proporcionar con perfección a los pacientes todas las comodidades y cuidados posibles.
Cuando un hospital se diseña y se construye, entre otros fines, se hace pensando en salvar vidas, motivo por el que los quirófanos están junto a la unidad de banco de sangre y de reanimación, las urgencias próximas a las unidades de radiodiagnóstico, y los paritorios cercanos al quirófano y a la unidad de UCI pediátrica. Al priorizar la supervivencia de los pacientes, resulta difícil que en sus protocolos y normativas puedan encontrarse concretadas los elementos que describimos antes como necesarios para dignificar la muerte. Al mismo tiempo, es hasta cierto punto esperable que no todos los profesionales que trabajan en ella se encuentren específicamente preparados y hayan recibido una formación ad hoc para empatizar concretamente con un paciente que ese está muriendo. Algunos incluso no sepan, o no tengan la fuerza de mirarle compasivamente a los ojos porque no están acostumbrados a hacerlo.
En los hospitales, a pesar de todos los esfuerzos, mueren un porcentaje elevado de personas69 y necesitamos que tanto la institución como sus trabajadores intenten humanizar los últimos cuidados que hemos de prestarles a esos enfermos que van a morir. Aun siendo muy importante, no es suficiente con dispensarles un mínimo de bienestar general, sino que, además, requieren de un acompañamiento y unos cuidados que les permitan vivir su vida dignamente hasta su último día y morir en paz.
5. Los cuidados paliativos: superando la tecnificación de la muerte
La OMS se refiere a los cuidados paliativos como el «enfoque que mejora la calidad de vida de pacientes y familias que se enfrentan a los problemas asociados con enfermedades amenazantes para la vida, a través de la prevención y alivio del sufrimiento por medio de la identificación temprana e impecable evaluación y tratamiento del dolor y otros problemas, físicos, psicológicos y espirituales».70 Haciendo un resumen esencial, podemos asegurar que estos cuidados afirman y promocionan la vida, y consideran la muerte como un proceso normal. No intentan ni prolongar la vida, ni acelerar la muerte. Ofrecen el soporte necesario para que el paciente pueda vivir tan activamente como sea posible y para que los familiares puedan adaptarse a la enfermedad y vivir el duelo. Mejoran la calidad de vida de los pacientes y pueden, en algunos casos, mejorar la supervivencia. Pueden ser aplicados de forma precoz junto al tratamiento que intenta curar la enfermedad o mejorar su evolución.71
Lograr la aplicación de todos estos principios paliativos constituye el modo más natural de reubicar la muerte en su sitio adecuado dentro de los hospitales. Al mismo tiempo, contribuyen a ampliar el foco de la misión de la medicina, tan contaminada hoy de esa ansiosa teleología terapéutica. Sin duda operan un cambio de paradigma en el modo de enfrentarse a la muerte porque contrarrestarían los efectos de su excesiva tecnificación y medicalización.72
En gran parte, este es el significado original de los hospicios ingleses puestos en marcha por Saunders: «desmedicalizar», «destecnificar» el final de la vida, recuperando el sentido hogareño, el contexto familiar e íntimo donde la muerte es vista de un modo más humano y digno, acompañado por familiares, amigos, incluso vecinos… La habitación del hospital se transforma en la habitación del hogar.73 Por otra parte, el foco deja de ser la enfermedad y sus síntomas para pasar a serlo el enfermo que experimenta esa enfermedad y la familia que, de alguna manera, también enferma y muere cuando lo hace uno de sus miembros. Con relación a los familiares, los paliativos los incluye junto al paciente en la misma unidad de atención, prestándoles el imprescindible apoyo psicológico y emocional.
Ante la enfermedad terminal, los paliativos y los profesionales que los aplican dejan de verla como una carrera de obstáculos que hay que ganar como sea. Para esta nueva perspectiva médica y ética, morir no es una derrota médica, sino una oportunidad, un acontecimiento, una parte de la vida que requiere de una preparación acorde con la dignidad del enfermo que está cerrando su biografía.
La necesidad de desmedicalizar y disminuir la tecnificación en el proceso de la muerte en absoluto significa abandonar terapéuticamente al enfermo, privándole de los recursos médicos que debe recibir. Afirmamos que los cuidados paliativos emplearán siempre la tecnología terapéutica disponible para lograr el control de síntomas evitando al paciente cualquier sufrimiento remediable. No prescindirán del uso de ningún aparato, tratamiento o recurso médico, que sean necesarios para alcanzar el objetivo principal: lograr el mayor confort del paciente.
Cuando ante la muerte de un enfermo hablamos de superar la tecnificación médica, no quiere decir anularla sino ordenarla hacia el fin de priorizar una atención basada en el cuidado integral de la persona, que atiende las necesidades en todas sus dimensiones, incluyendo aquellas que no caen bajo un estricto control médico o técnico. Es decir, el objetivo consiste en no reducir toda la atención del paciente a aspectos solamente clínicos. Para ello tan importante es la labor del médico o la enfermera, como la de la familia, los amigos, el psicólogo o el asistente espiritual.
Sin duda, resulta imprescindible que el médico unido a la enfermera valore integralmente al paciente y le paute un adecuado tratamiento. Pero no menos importante y paliativo es que la enfermera ordene la habitación, ponga unas sábanas limpias y abra la cortina para que entre el sol, asee al paciente, le limpie la boca y le hidrate la piel, le cure el acceso venoso y le administre la medicación o la alimentación por la sonda. El conjunto de estos cuidados, visibles e invisibles, deberán dispensarse con cariño, ternura, respeto, mirando a los ojos del paciente, hablándole y escuchándole. Finalmente, tampoco ha de descuidarse la atención de aquellos otros aspectos más íntimos y profundos relacionados con las convicciones y sentimientos religiosos. No se ha de olvidar que la mayoría de este tipo de enfermos, para encontrarse bien y con paz interior, necesitan realizar una personal reconciliación espiritual y una reconstrucción relacional familiar o de otra índole. El resultado de este proceso humano de catarsis viene acompañado por aquellos a los que se ama para poder hablar, llorar, disfrutar y despedirse, también de los niños, sin restricciones horarias ni condiciones. Sumando todos estos cuidados que humanizan el proceso de la muerte se alcanza, como fruto, el reconocimiento de la dignidad tanto por parte del propio enfermo como del resto de personas que le acompañan en este último trance.74
A la vista de la probada eficacia de los cuidados paliativos, resulta incomprensible y no debería permitirse que una sociedad que se dice postmoderna, desarrollada y tecnificada deje morir a las personas aisladas, rodeadas de máquinas o con sufrimientos extremos e insoportables que, además, son evitables. Ante esta situación médica insostenible, muchos enfermos se verían avocados por presión a solicitar la eutanasia. Pero el resultado final no solo constituiría en sí mismo un fracaso técnico/médico por no lograr el control de síntomas y evitar el sufrimiento, sino que sería un verdadero fracaso de la profesión médica y de la enfermería, y lo más grave, una vulneración de la dignidad de los enfermos.
Desde hace años, las evidencias científicas demuestran que los cuidados paliativos ayudan a vivir una buena muerte, porque objetivamente mejoran la calidad de vida del paciente,75 disminuyen la intensidad de los síntomas,76 aumentan la supervivencia,77 disminuyen la agresividad del proceso de atención al final de la vida, y permiten vivir esos últimos momentos controlando y reduciendo la angustia emocional. Por otra parte, consiguen disminuir el número de hospitalizaciones, ingresos en unidades de críticos y visitas a urgencias, evita el ensañamiento terapéutico y facilita el proceso de duelo de la familia.78 Por todo ello, resulta difícil de aceptar como asegura Rafael Mota Vargas, presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, que estos cuidados no se hagan totalmente accesibles a todas las personas que los necesiten.
Ante la situación actual, todo da a entender que seguirá habiendo pacientes que se encuentren con la muerte en el hospital, sin posibilidad de traslado al domicilio o a una unidad especializada en la que recibir cuidados paliativos. Pero, en estos casos que desgraciadamente se cuentan por cientos, se deberían poner las condiciones para suplir esa falta de atención específica paliativa. Por tanto, sin necesidad de tener que esperar a una situación ideal en donde se disponga de paliativos para todos -que sería la acorde con la dignidad del enfermo-, antes ya se pueden hacer muchas cosas. Por ejemplo, consideramos esencial que todos los profesionales que trabajan en el hospital sepan cómo administrar unos cuidados paliativos básicos. Tanto médicos como enfermeras deberían adquirir unos conocimientos mínimos sobre el control de síntomas sin comprometer la consciencia mediante la sedación, adecuar los tratamientos y cuidados del paciente que se muere teniendo como objetivo el confort y bienestar del paciente. Por otra parte, a todo sanitario también deberíamos exigirle un mínimo de sensibilidad y empatía en la relación con los pacientes graves que facilite la comprensión y el mejor abordaje de las sus necesidades psicológicas, sociales y espirituales de estas personas y sus familias. En definitiva, conforma un conjunto de habilidades y de virtudes profesionales que, sin estar protocolizadas la mayoría de ellas, permiten un trato digno al paciente.
Conclusión
La muerte de un ser humano no debería reducirse nunca a un puro acontecimiento médico. No se trata, sin más, de una reacción fisiológica adversa o el resultado esperado ante la imposibilidad de evitarla, por ejemplo, en medio de una pandemia. Si la muerte fuera un fallo técnico en un proceso descontrolado se deshumanizaría. Y es, a partir de entonces, cuando resultaría indiferente que los enfermos murieran solos, sufriendo y en aluvión. Tras esta revisión, podemos concluir que los cuidados paliativos no solo consiguen humanizar la muerte dignificando al enfermo, sino que, además, pueden ayudar a que la ciencia y las técnicas médicas se sumen a ese cometido.