Introducción
El presente trabajo realiza dos movimientos. El primer movimiento consiste en ubicar una familia de películas argentinas de las últimas dos décadas que comparten varios rasgos. Se trata de (1) documentales-ensayo (2) en primera persona (3) en los cuales el realizador se interesa por alguno de sus familiares. La existencia misma de un abundante corpus con estas características constituye un hecho que merece ser advertido y que suscita una serie de interrogantes. En primer lugar, ¿a qué se debe el exponencial crecimiento de este interés por la familia en el cine documental argentino reciente? En segundo lugar, ¿conlleva necesariamente un repliegue narcisista sobre la unidad social mínima, en detrimento de una apelación a la dimensión colectiva concomitante a la categoría de pueblo? En tercer lugar, ¿qué tipo de relaciones se establecen al interior de dicho corpus entre lo íntimo y lo común, lo personal y lo político? El segundo movimiento consiste en poner a prueba tres hipótesis relativas a las tres preguntas formuladas, a saber:
1. Después de la última dictadura cívico-militar en Argentina, se hizo imposible creer en un pueblo sustancial, existente, ya dado. Si bien en el cine de ficción los efectos pueden verse a partir de los años 80 y sobre todo los 90, con la aparición del llamado Nuevo Cine Argentino (en adelante NCA),1 en el cine documental -cuyo objeto y destinatario privilegiado fue siempre el pueblo- los efectos son muy visibles, pero tardan en aparecer. El quiebre solo se va a sentir plenamente cuando hijos de desaparecidos se pongan a filmar -cosa que pasa recién a principios de los años 2000-. El objeto de indagación pasa a ser, entonces, una unidad social menor: la familia.
2. Este quiebre no implica necesariamente un repliegue “familiarista”. Utilizamos el concepto de familiarismo tal como lo entienden Deleuze y Guattari (1972/1985) en su crítica al psicoanálisis, consistente en señalar la clausura del conflicto y de la vida anímica al ámbito del triángulo papá-mamá-hijo/hija (el procedimiento en cuestión, entre otras cosas, binariza la sexo-genericidad). En este sentido, como sostiene Deleuze (2005) en una conversación, el psicoanálisis “ha ocultado los fenómenos del deseo tras una escena de familia, ha aplastado toda la dimensión política y económica de la libido mediante un código conformista” (p. 294). Intentamos ver, en este sentido, si ese desdén de Deleuze y Guattari por la “novela familiar” del neurótico se daba en este corpus.2 Como afirma Deleuze (1995), “la famosa ‘novela familiar’ depende estrechamente de las catexis sociales inconscientes que aparecen en el delirio, y no a la inversa” (p. 29), y el delirio es siempre histórico-político.3 El problema del familiarismo no consiste solo en remitir a un origen o fundamento (como falta), sino también en el hecho de que dicho fundamento es restringido a un ámbito doméstico que bloquea las conexiones productivas del deseo: “el deseo nunca representa nada, no remite a otra cosa anterior, a una escena teatral familiar o privada. El deseo compone, maquina, establece conexiones”4 (Deleuze, 2005, p. 360). A la pregunta, entonces, de si existe un repliegue familiarista edipizante en nuestro corpus, responderemos señalando tres tendencias y sosteniendo que, al menos en una de ellas, si se filma el ámbito “privado” o se usa metraje encontrado (found footage) de escenas familiares, siempre se le da una dimensión “pública”, histórica y política, si bien de distintas maneras.
3. En tercer lugar, en estas películas la propia identidad suele ser el principal enigma, pero las respuestas vienen por el lado de la historia colectiva. Si en algunas de las mejores ficciones cinematográficas recientes encontramos, como sostiene Silvia Schwarzböck (2013) “una voluntad de no saber que se vincula, en tiempo presente, con cierto estado de la subjetividad bajo la última dictadura argentina” (p. 111), la no-ficción parece ser su contrapartida, movida por una voluntad de saber que, a falta de un punto de anclaje certero, se dirige a todo, empezando por la propia identidad pero, con ello, al mundo histórico en tanto constitutivo de esa identidad y de todo lo demás.
Delimitación del corpus. “El autor indaga en su herencia familiar”
En primer lugar, cabe señalar que, si bien la categoría de “documental” mantiene una operatividad heurística al menos provisoria -y por ello es aquí utilizada-, se encuentra hoy desestabilizada desde diversos frentes. En primer lugar, a partir de su consideración en términos de “efecto documental”, de tal modo que la ontología de la verdad baziniana se ve desplazada por una poética del efecto verdad -lo que autores como Zumalde Arregi y Zunzunegui Díez (2014) denominan “régimen referencial”-.5 No se trata aquí de una disputa entre quienes niegan cualquier posibilidad de objetividad, como Barnouw (1993), y quienes sostienen que la realidad existe -y que la subjetividad presente en todas las decisiones formales implicadas en la realización de un film no es una refutación de dicha realidad-, como Carroll (1996). De lo que se trata es más bien de una puesta entre paréntesis de la cuestión ontológica, en beneficio de una pregunta por la construcción poética.6 En segundo lugar, a partir de las hibridaciones entre documental y ficción. Pero, más aún -como señala Emilio Bernini-, por la existencia de producciones audiovisuales que rechazan ser entendidas ora como documental, ora como ficción.
En efecto, diversos films recientes -Dokfa nai meuman (Apichatpong Weerasethakul, 2000), Demi-Tarif (Isild Le Besco, 2003), Kurz davor ist es passiert (Anja Salomowitz, 2006), En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín, 2007), Alamar (Pedro González-Rubio, 2009) o Los labios (Santiago Loza/Iván Fund, 2010), entre otros- evidencian más bien una indeterminación constitutiva en lo que a dicha dicotomía se refiere. La indeterminación, “la relativa indiferencia entre lo documental como una forma de conocimiento del mundo y lo ficcional como otra forma de ese conocimiento, esto es, la indeterminación entre dos tipos de episteme que, históricamente, estuvieron enfrentados”, sostiene Bernini (2012), “puede considerarse como uno de los rasgos propios del cine contemporáneo” (p. 295).
Ya no se trata de un juego de idas y vueltas en el cual el espectador podría identificar en cada caso el régimen en cuestión, sino de una modalidad ambigua que, al situarse entre dos epistemes, pone en crisis la distinción misma. Puesto que estas obras parecen situarse más allá de la distinción entre documental y ficción, Bernini (2016) ha hablado de un cine “posdocumental o posficcional” (p. 176).7 En la misma línea va el diagnóstico de Corner (2002), para quien nos encontramos en una “era posdocumental”, en la cual “la estética del documental -la imposición admitida de una estructura narrativa (…) o la estilización- se han vuelto componentes mostrados (overt), en oposición a clandestinos” (p. 257).8
En este contexto en el cual la categoría de documental se vuelve pantanosa, es preciso no obstante recuperar algunos ejes ordenadores como los de Plantinga (2009/2011), para quien en la ficción “el agente toma una postura ficticia hacia el mundo proyectado por el trabajo, queriendo decir que no se afirma que el estado de las cosas presentadas forma parte del mundo real sino, más bien, que es presentado para el entretenimiento y la enseñanza de la audiencia”, mientras que en la no-ficción “el cineasta toma la postura asertiva, presentando estados de cosas como ocurriendo en el mundo real” (p. 5).
El corpus aquí trabajado, en efecto, funciona como documental, especialmente si tomamos en consideración la concepción de Stella Bruzzi (2006), para quien “los documentales son el resultado inevitable de la intrusión del realizador en la situación filmada” (p. 11). Bruzzi se inspira en Judith Butler, quien a su vez se inspira en J. L. Austin, para sostener que los documentales “son performativos porque reconocen la construcción y artificialidad aun de la no-ficción, y proponen, como la verdad subyacente, la verdad que emerge a través del encuentro entre realizadores, temas y sujetos (subjects) y espectadores” (p. 11). Por otra parte, de las cuatro funciones discursivas propias del documental señalas por Renov (1993/2010) -preservación, persuasión, análisis y expresividad-, es la función analítica la que cobra preponderancia en el corpus estudiado.
Pasada esta consideración inicial, pasemos ahora a una caracterización del corpus. Si se lee la sinopsis de una película documental argentina (y no solo) de los últimos dos decenios, con alguna pretensión estética (en un plano institucional, que se trate de una película que haya circulado por festivales o, por la negativa, que su interés no se agote en ofrecer información sobre un determinado tema, ya sea una especie en peligro de extinción, los organismos genéticamente modificados o la deuda con el FMI) lo más probable es que se encuentre con un sintagma del tipo: “El autor indaga en su herencia familiar.” Y si no se lo encuentra, es muy probable que la película trate de eso de todos modos. Abuelos que escaparon de los nazis, padres o tíos de sexualidades disidentes, y padres y madres desaparecidos durante la última dictadura son el objeto de indagaciones por parte del o la cineasta, que -por lo general- narra en primera persona, aparece en escena en mayor o menor medida y explora sus demonios, traumas y fantasmas personales, al mismo tiempo que las entrevistas que realiza y los hechos de los que se apercibe le llevan indefectiblemente a resignificar sus propios recuerdos y, en algunos casos, a abrir el círculo familiar a una dimensión colectiva.
Se trata de films en los cuales el o la realizadora lleva a cabo una búsqueda de sí a través de la focalización en un determinado familiar, tocando al mismo tiempo determinados eventos históricos que trascienden el círculo íntimo. Ubicaríamos allí films como (h) historias cotidianas (2001) y El (im)posible olvido (2016), de Andrés Habegger, Los rubios (2003) y Cuatreros (2017), de Albertina Carri, Papá Iván (2004), de María Inés Roqué, Encontrando a Víctor (2005), de Natalia Bruschtein, M (2007) y Adiós a la memoria (2020), de Nicolás Prividera, Fotografías (2007) y Ficción privada (2019), de Andrés Di Tella, Diario argentino (2007), de Lupe Pérez García, Hacer patria (2007), de David Blaustein, Familia tipo (2009), de Cecilia Priego, Papirosen (2011), de Gastón Solnicki, La sensibilidad (2012), de Germán Scelso, Carta a un padre (2013), de Edgardo Cozarinsky, 70 y pico (2016), de Mariano Corbacho, Apuntes para una herencia (2016), de Federico Robles, El padre (2017), de Mariana Arruti, Caperucita roja (2019), de Tatiana Mazú González, Esa película que llevo conmigo (2019), de Lucía Soledad Ruiz, Esquirlas (2021), de Natalia Garayalde o Moheda (2021), de Julián García Long, así como la remarcable ópera prima de Agustina Comedi, El silencio es un cuerpo que cae (2017).9
Los mentados films argentinos no están aislados de un espíritu de época que recorre distintas latitudes. Cabe mencionar, en este sentido, algunas obras como Tarnation (Jonathan Caouette, EEUU, 2003), Reinalda del Carmen, mi mamá y yo (Lorena Giachino, Chile, 2006), Tarachime (Naomi Kawase, Japón, 2006), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, Chile, 2007), L’Épine dans le cœur (Michel Gondry, Francia, 2009), Cuchillo de palo - 108 (Renate Costa, Paraguay, 2010), Mi vida con Carlos (Germán Berger-Hertz, Chile, 2010), El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, Chile, 2010), Photographic Memory (Ross McElwee, EEUU, 2011), Stories We Tell (Sara Polley, Canadá, 2012), Sibila (Teresa Arredondo, Chile, 2012), Allende mi abuelo Allende (Marcia Tambutti, Chile, 2015), No intenso agora (João Moreira Salles, Brasil, 2017), Did You Wonder Who Fired the Gun? (Travis Wilkerson, EEUU, 2017), Heredera del viento (Gloria Carrión Fonseca, 2017), Democracia em Vertigem (Petra Costa, Brasil, 2019) o Marinheiro das montanhas (Karim Aïnouz, Brasil, 2021), por nombrar solo algunas.
En todas ellas, el director o la directora emprende una búsqueda en torno a su familia que deriva ineluctablemente en problemas irreductibles al núcleo íntimo, o bien, por el contrario, parte de una experiencia afectiva en relación con un acontecimiento político para derivar eventualmente en alguna historia familiar. Por otra parte, sea que aparezca o no en pantalla, se presenta en la mayoría de los casos en primera persona mediante una narración en off que estructura el relato, y en la cual toma un rol protagónico lo que le sucede a nivel afectivo con respecto a los sucesos tanto familiares como políticos en cuestión. En este sentido, Diego Brodersen (2019) habla de “la clase de films que suelen utilizar los nombres propios y las anécdotas íntimas como reflejo de la Historia con mayúscula”.
Hay que decir, no obstante, que existe asimismo una corriente, al interior de esta estirpe de la búsqueda familiar en primera persona, que tiende a no plantearse preguntas más allá de los datos factuales desde un punto de vista casi anecdótico. En efecto, hay ocasiones en las que el interés de un film parece limitarse a reconstruir el árbol familiar del realizador, quien suele aparecer una y otra vez sobre la pantalla. De este modo, si bien los hilos de la Historia con mayúscula no dejan de aparecer (¿cómo podrían no hacerlo?), el realizador elige no tirar de ninguno de ellos, concentrando su atención las relaciones intrafamiliares. Así, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil Española o el evento histórico que se quiera, sólo interesan en la medida en que colorean una determinada historia familiar, y la familia del realizador no sirve tanto como vía de apertura a una dimensión colectiva, sino más bien como un refugio del mundo exterior.
Por otra parte, hay que señalar dos condiciones de este nuevo tipo de documental en la Argentina: por un lado, la aparición de tecnologías digitales y el consiguiente abaratamiento de los costos de realización; por el otro, las consecuencias subjetivas de la última dictadura cívico-militar. Si estas penetraron hasta lo más profundo del tejido social y personal, no basta con narrar hechos objetivos siguiendo la modalidad documental expositiva -siguiendo la categoría de Nichols (1992/1997)-, sino que es necesario asumir una problematización de la propia mirada. Retomando la clasificación inicial de Nichols en cuanto a las modalidades de representación documental (expositiva, de observación, interactiva, reflexiva), Aon (2011) ubica, por ejemplo, (h) historias cotidianas y Papá Iván dentro del documental interactivo y Los rubios dentro del reflexivo, mientras que piensa M como un caso híbrido entre las modalidades interactiva y reflexiva, si bien señalando la impureza y por ende la imposibilidad de una categorización unitaria y definitiva de estos films. Sin embargo, cabe subrayar que, posteriormente a su clásico de 1992, Nichols (1994) agregará una nueva modalidad, a saber, la performativa, caracterizada por problematizar su propio estatuto epistemológico.10 Dicha categoría puede aplicarse, como veremos a continuación, a una parte de este corpus -y muy especialmente a Los rubios-.
En aras de contextualizar brevemente nuestro corpus en la historia del documental en la Argentina, señalemos que, como sostiene Piedras (2014), a fines de la década del 50, con la aparición de la escuela litoraleña, “se empezó a considerar el cine como una herramienta de análisis y transformación de la realidad” (p. 25), mientras que, en la segunda mitad de la década del 60, dicha concepción se radicalizó convirtiéndose en un cine de intervención política o cine militante. Con la relevancia que cobró el cine documental hacia fines de los 90, “resurgió fuertemente el modo participativo” (p. 27), y es allí donde vemos la aparición de distintas modalidades de inscripción de la primera persona del realizador en el cine documental, al mismo tiempo que -entre otros temas- la cuestión de la propia familia. En efecto, “las vinculaciones entre la ‘novela familiar’ y la historia colectiva son seguramente el núcleo de un numeroso grupo de documentales en primera persona” (p. 68).
Ahora bien, ¿es posible trabajar dicha novela familiar sin quedar encerrados en ella? Si ya no tiene sentido un cine que “baje línea” -característico de una época en la que el pueblo podía, por irrepresentable que fuese (en el sentido de un fuera de campo absoluto), constituir un referente claro-, ¿es posible no obstante “restituir con medios artísticos adecuados el poder (…) de discernir sobre los valores que hacen posible el vivir común” (González, 2003, p. 158)? En efecto, si todo documental establece “una relación productiva, dialéctica entre el texto, la realidad que representa y el espectador” (Bruzzi, 2006, p. 7), no hay giro subjetivo ni familiar que pueda eludir el hecho de que el reparto de lo sensible (Rancière, 2000/2014) que realiza modifica lo real en términos que exceden lo “privado”. 11
Dos figuras centrales: Prividera y Carri
El derrotero de Prividera y el de Carri son llamativamente paralelos, pasando de una ópera prima técnicamente rústica sobre la búsqueda de sus padres desaparecidos (M y Los rubios) a un film que vuelve sobre ese pasado, también en primera persona y con voz en off, pero con elaboradas reflexiones y un cuidadoso trabajo formal sobre el archivo audiovisual (Adiós a la memoria y Cuatreros).
En M, Prividera intenta saber algo sobre el secuestro de su madre, pero se topa con las limitaciones de la burocracia vernácula, que no sólo se deben a la falta de recursos materiales sino especialmente al silencio de los perpetradores del terrorismo de Estado: archivos militares cerrados y, desde luego, represores que se llevan los secretos a la tumba. De este modo, el film es una interpelación a la sociedad argentina en lo que concierne a su memoria y al modo en que ésta se traduce en las instituciones públicas. Dice allí una frase clave: “Mi tragedia no es personal sino social, histórica”.
Sin embargo, aún más interesante es el último film de dicho realizador, Adiós a la memoria. Comienza con una imagen de una boya y un poema de Borges sobre un sueño que se parece a la locura. Se nos sitúa en espacio y tiempo: “Buenos Aires, 2016”.12 Una voz en off nos habla de dos personajes, a los que llama “el padre” y “el hijo”. Nos cuenta que la relación había sido abandonada, y que el hijo sólo reencontró al padre al enterarse de que la memoria había empezado a abandonarlo. “Acaso sin otra pena que preguntarse por su propia memoria futura. No por sus propios recuerdos, quiere decir el hijo, sino por la memoria que pueda dejar.” Prividera marca allí una distinción entre el recuerdo, como perteneciente a una dimensión personal, y la memoria en tanto legado que ya no es de nadie, distinción que aparece también por fuera de sus films.13 Dice así en una entrevista:
Como decía Octavio Getino de los films de los primeros años de democracia: «se produjeron numerosos films relacionados con los “recuerdos”. Pero se rehuyó trabajar con la memoria». El recuerdo, como diría Alain Resnais, es apenas un «estado», mientras que la memoria implica un acto de toma de conciencia crítica, difícil de desarrollar sin entrar en colisión con buena parte de una sociedad inclinada hacia el olvido (Prividera & Sazbón, 2020).
Continúa la voz en off:
Mientras el padre se hundía lentamente en su desmemoria, el país era dominado una vez más por el sueño de desprenderse del pasado, de la historia, de sus enseñanzas. Olvidar, sin ir más lejos, que ese neoliberalismo nuevamente dominante había nacido en los años 70, con la dictadura, para disciplinar a la parte rebelde e insumisa de la sociedad argentina.
Mientras, vemos en primer plano un diario -sostenido por el padre, que está detrás leyendo su reverso- cuyo formato identificamos inconfundiblemente con la gaceta que expresa la voz de las familias patricias artífices de dicho disciplinamiento. Leemos, allí, un titular: “Un país prisionero del pasado”. Este juego de resonancias entre lo que escuchamos, lo que vemos y lo que leemos se mantiene a lo largo del film y le provee la riqueza de la multiplicidad de capas.
El film se construye a partir de una diversidad de registros: metraje encontrado de filmaciones caseras, fotos de sus padres,14 planos robados en la calle por el hijo, otros más prolijos donde el hijo filma al padre, otros de la historia del cine (de los hermanos Lumière a Casablanca), citas filosóficas que van de Blanqui a Deleuze y Guattari, pasando por Gramsci y Benjamin -acaso la referencia principal del autor-, música extradiegética muy bien elegida, un mapa y objetos aislados por un fondo blanco, y sobre todo, muchos cuadernos, que evidencian el deterioro cognitivo del padre. Escuchamos: “El propio lenguaje se ha vuelto un laberinto.” Vemos el cuaderno abigarrado de anotaciones sueltas; especialmente, nombres, resaltados y encuadrados. Leemos el nombre “Marta Sierra”, una y otra vez en diferentes páginas, inmiscuido entre nombres anecdóticos (Mel Tormé, Víctor Laplace, Leonardo Sbaraglia). Marta Sierra es la madre del realizador, y por ende la esposa de “el padre”, que como sabemos por su primera película M, fue secuestrada por los militares en la dictadura y continúa desaparecida.
Una de las secuencias más logradas del film concierne a la representación indicial del pueblo. Dice la voz en off: “En el siglo XIX, por primera vez el pueblo se retrata gracias a la fotografía.” Vemos a los obreros saliendo de la fábrica en Lyon, el primer film de la historia (1895). Voz: “Y en el XX, se filma gracias al cine.” Vemos el tren de los Lumière llegando a La Ciotat (1896). Voz: “En el XXI, las cámaras van con nosotros a todas partes, pero ya no queda más que el puro gesto narcisista del autorretrato. Nadie filma a los otros en su nada cotidiana.” En ese momento, se produce un fundido entre el tren decimonónico y un subte porteño a color que se acerca, filmado desde el mismo ángulo. Los viajantes que se quieren subir al tren persisten, como fantasmas. Esta secuencia pone de manifiesto el carácter espectral del pueblo, que acecha las soledades de los individuos aislados con sus teléfonos celulares.
En cuanto al metraje encontrado, el hijo se pregunta:
¿Por qué no hay política en estas viejas películas caseras? En nuestra época, también podemos diferenciar entre las imágenes robadas en la calle y las que sólo buscan reproducir la intimidad. Como si la política sólo entrara en las imágenes como por descuido o por asalto. Cuando tiembla el cómodo rol de espectador.
En este sentido, además de ser una película sobre la memoria y el olvido, es una película sobre la relación entre intimidad y política, un ensayo sobre la relación entre la “vida privada” y la res publica.
En cuanto a la problematización de la propia mirada señalada por Nichols en la modalidad performativa, ninguna película fue tan lejos como Los rubios (Albertina Carri, 2003). Allí, la realizadora, también hija de desaparecidos, indaga en las circunstancias del secuestro de sus padres en 1977, entrevistando a vecinos del barrio donde vivía con su familia al momento del secuestro. El film resulta altamente singular debido a una conjunción de cuatro estrategias.
En primer lugar, la directora es interpretada tanto por sí misma como por una actriz. En segundo lugar, todos los dispositivos representativos aparecen representados, incluyendo las indicaciones de la directora a la actriz que la interpreta. Por ello, escribe acertadamente el también realizador Jonathan Perel (2021) que “lo que la película inaugura es la memoria en su forma negativa, la memoria que produce sentido -justamente- desconfiando de su propio dispositivo, de su propia capacidad para dar cuenta del pasado”. En tercer lugar, varias escenas son representadas mediante muñecos Playmobil, entre ellas, la escena del momento del secuestro, seguida del relato con tono anecdótico de la vecina delatora, con el cual asociamos inmediatamente la escena que acabamos de ver -con este recurso, Los rubios se inserta en la constelación de films que lidian de algún modo con el problema de lo irrepresentable; pensemos, para tomar otro ejemplo cercano, que las escenas de violencia en Infancia clandestina (Benjamín Ávila, 2012) son trabajadas con dibujos animados-. Debido a los tres procedimientos mencionados, el film ha sido pensado a menudo en términos de la clásica figura de la mise en abyme (por ejemplo, Pignuoli Ocampo, 2013, pp. 329, 331; Dodier, 2021, p. 229).
En cuarto lugar, hay una ausencia no total pero sí marcada de los típicos testimonios de compañeros de militancia de los padres.15 A este respecto señala también Perel (2021) que, con este film, “lo que ya no existe para el cine es la necesidad/ demanda/preponderancia/prepotencia, de esa memoria positiva, testimonial, que aspira a contar una historia, la Historia, confiando en su propia capacidad de lograrlo”. Sin embargo, esta desconfianza no implica necesariamente una renuncia -acaso haciéndose eco del imperativo beckettiano de fracasar mejor-.
Por esta razón, no parece justa la crítica que realiza Prividera (2016, pp. 281-289) en su libro El país del cine, donde interpreta la última escena de Los rubios como un repliegue sobre el círculo íntimo de amigues cineastas que implica un abandono de lo colectivo.16 Dicha lectura, en efecto, parece perder de vista el sentido de dicha escena (y con ella, de la película misma), consistente en poner en escena la precariedad de la identidad de la realizadora y la construcción parcial, fragmentada y desajustada de su subjetividad a partir de retazos de memoria personal y testimonios ajenos, precariedad que se traduce paradigmáticamente en la peluca rubia que se coloca Analía Couceyro (la actriz que interpreta a Carri) y en la mostración del equipo de rodaje en tanto suplemento o prótesis necesaria para dicha construcción.17 Si el film desconfía de su propia capacidad para narrar la Historia, no por ello renuncia al intento: simplemente, muestra todas sus grietas.18
Del pueblo a la familia. ¿Un camino de ida?
En este apartado se retoman, entonces, las tres hipótesis iniciales.
1. En el segundo tomo de sus estudios sobre cine, Deleuze (2004) escribe que “lo que acabó con las esperanzas de la toma de conciencia fue justamente la toma de conciencia de que no había pueblo, sino siempre varios pueblos” (p. 291). En la misma línea van diversos diagnósticos rioplatenses. Pablo Alabarces, por ejemplo, sostiene que “los noventa fueron -pudieron ser- neopopulistas porque el pueblo ya no existía” (citado en Aguilar, 2010, p. 143). A propósito de Memorias del saqueo (Fernando Solanas, 2003), Gonzalo Aguilar (2010) sostiene que, para ese año, “el pueblo, al que se dirige el film de Solanas, ya no existe más” (p. 137). Silvia Schwarzböck (2016), por su parte, comentando la autocrítica del otrora conductor nacional de Montoneros Mario Firmenich en el programa televisivo de Mariano Grondona en 1995 -año de la reelección de Menem-, afirma que, para ese momento, “el Pueblo, que en 1970 habría sentenciado a muerte a Aramburu, es lo que falta” (p. 32).
Ahora bien, ¿cómo evitar que esa toma de conciencia de que no había pueblo, lejos de conducir a una apelación al pueblo ausente, derive en un repliegue subjetivista o familiarista? Tal vez en ningún género de producción estética este problema se manifieste de modo tan claro como en el cine llamado “documental”, cuyo objeto privilegiado fue siempre esa categoría misteriosa, menos empírica que trascendental, llamada pueblo.
El cine argentino reciente, más particularmente el documental, es un caso interesante que pone de manifiesto diversos modos de lidiar con este problema. Para empezar, porque la experiencia histórica de la derrota marcada por la última dictadura provoca que sea imposible continuar con la suposición de un pueblo sustancial y ya existente.19 Esta es una experiencia heredada de la generación previa; es la experiencia “de los padres”, que tuvieron que constatarlo a costa de sus propias vidas. Si el legado parental inconfundible, al cual es imposible hacer oídos sordos, es precisamente que el pueblo falta, que no hay pueblo, resulta imposible hacer cine documental buscando la toma de conciencia por parte del pueblo, es decir, el llamado a la acción por parte de un sujeto ausente. La lógica a partir de ahí parece ser la siguiente: a falta de un pueblo, es preciso indagar entonces en la unidad social mínima, a saber, la familia (o, en algunos casos, el grupo de amigues).20 El punto de partida en muchos casos parece ser: si no hay pueblo, investiguemos lo más próximo. Sin embargo, esta focalización en la familia como unidad social mínima suele lanzar interrogantes dirigidos precisamente a dicha ausencia.
Por otra parte, la mutación social y tecnológica y la universalización de la televisión conllevan una segunda ausencia del pueblo en relación con el cine: no solo “el pueblo” se transforma en “las masas”, sino que, además, estas ya no van al cine. Como sostiene Silvia Schwarzböck (2017),
hay un desencuentro histórico, en términos políticos, entre las masas y el cine, por más que el cine sea el arte de masas por excelencia. La izquierda deviene cinéfila, hacia 1960, mientras el sujeto de la revolución se desvincula del cine. “Las bases no van al cine”, sostiene Raymundo Gleyzer a comienzos de la década de 1970. A esa altura del siglo XX, tiene plena razón (p. 41).
Si esto ya es cierto en 1970, en el siglo XXI adquiere una validez de otras dimensiones. A propósito del NCA de los años 90, Aguilar (2010) trae a colación el lapidario diagnóstico de Peter Sloterdijk en relación con la “masa posmoderna” como “una masa carente de potencial alguno, una suma de microanarquismos y soledades”, y sostiene en este sentido que “si el pueblo falta, entonces, es porque no están las líneas transversales que unan a los diferentes ‘microanarquismos’ ni hay una parte que pueda asumir la representación de un todo” (p. 144). Lo que vemos en un film como Pizza, birra, faso (Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1998), en efecto, es menos pasible de ser caracterizado como “pueblo” que como lumpenaje (Aguilar, 2010, p. 144). El corpus aquí analizado -de los 2000 en adelante- es heredero de estas transformaciones.
2. Ahora bien, si es cierto que, al menos en este corpus fílmico, el pueblo falta, ¿hay al menos líneas de fuga hacia una dimensión colectiva? Creemos que se pueden establecer tres grupos de películas a este respecto.
En primer lugar, hay algunos films sobre familiares en los cuales lo histórico-político está completamente ausente. Tomemos el caso de Flora no es un canto a la vida (Iair Said, 2018), donde la ausencia de la Historia, por problemática que sea, le permite al film despojarse de cualquier dejo de solemnidad. Si se distingue no es por otra cosa que por su sentido del humor (negro), ausente en la mayoría de las indagaciones cinematográficas familiares en primera persona. Con una actitud explícitamente cínica, aunque no exenta de dulzura, Said filma a su tía abuela anciana, a quien acompaña porque (según él mismo dice) quiere quedarse con su departamento. No obstante, también se desmarca de sus films emparentados en la medida en que la política no entra en escena; ahora bien, esto, que en principio podría ser una desventaja, resulta mucho más beneficioso para el film -y para el espectador- que cuando la Historia aparece, pero subordinada al yo.21
En segundo lugar, hay otros donde la dimensión colectiva aparece o bien de modo anecdótico y sin ser objeto de problematización, o bien de modo tal que el interés de los sucesos del pasado a menudo terribles que se abordan está subordinado a la esfera privada del yo del realizador. Contrastemos el caso anterior con el de Papá Iván (María Inés Roqué, 2004), un film con música emotiva, montaje tradicional, intercalación de entrevistas en color y fotos en blanco y negro sometidas al clásico zoom in. La directora, radicada en México desde su más temprana infancia, busca entender si en algún momento su padre, un alto mando de Montoneros asesinado durante la última dictadura argentina, “se cuestionó lo que estaba haciendo”.22 Sin embargo, el sentido de la pregunta por “lo que estaba haciendo” su padre no parece dirigirse a problemas ético-políticos (por ejemplo, los relacionados con las muchas veces funestas consecuencias de la verticalidad de la organización en cuestión), sino más bien al hecho de abandonar a su familia al pasar a la clandestinidad -este cuestionamiento, con el mencionado énfasis en el abandono o peligro para la hija/realizadora, se repite en Encontrando a Víctor (Natalia Bruschtein, 2005)-. Si bien, desde luego, no se trata de impugnar la búsqueda y el duelo que las directoras realizan a través de estos films, sí es cierto que su insoslayable dimensión histórico-política pasa a ocupar un rol secundario con respecto a las afecciones subjetivas de las realizadoras.23
En tercer lugar, hay películas en las cuales lo íntimo es atravesado por una dimensión histórico-política -en este sentido, más que de intimidad habría que hablar de extimidad-.24 En El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2017), por ejemplo, es imposible separar la historia del padre de la realizadora de la heteronorma y la represión de la sexualidad durante los años 70, así como también de la potencia de las resistencias y la formación de lazos de amor y solidaridad en comunidades disidentes. En Esquirlas (Natalia Garayalde, 2021), la apacible esfera de lo doméstico se ve violentamente interrumpida por las explosiones de Río Tercero y el consiguiente terremoto social que produjeron en dicha ciudad.
A propósito de este film, Durruty y Ulloa (2021) sostienen que, si bien “la intimidad sigue siendo la lente desde la cual se lee la contingencia de lo real y lo histórico”, y llegan a hablar de un “encierro familiar”, afirman al mismo tiempo que “el acontecimiento externo (social y político) (…) irrumpe en medio del registro privado de la vida familiar”. El film gira en torno a las explosiones de Río Tercero de 1995 y a sus consecuencias en la familia de la realizadora. Puesto que, como dictaminó Tribunal Oral Federal N° 2 de Córdoba en 2014, el móvil de dichas explosiones fue el encubrimiento del contrabando ilegal de armas a Croacia y Ecuador durante el menemismo, en un determinado momento del film escuchamos la voz en off de Garayalde diciéndose: “Debería poner una escena de refugiados. (…) Pero la historia me lleva a casa y me empuja a quedarme ahí.” A este respecto, sostienen Durruty y Ulloa:
Resulta significativo que ese “deber” se identifique en la película con el abandono de las coordenadas de la experiencia subjetiva, cuando el modelo documental paradigmático en estos tiempos tiende justamente al confinamiento en las impresiones de la primera persona. En esta escena, y en estas líneas de la voz en off, el relato se enfrenta a un dilema y confronta su propia imposibilidad de salir de su encierro.
Podemos leer en estas líneas las coordenadas del conflicto: si existe una tendencia al encierro en la propia subjetividad intrafamiliar, esa subjetividad y esa vida familiar están atravesadas por una dimensión histórico-política que la excede y de la cual el realizador debe -ética y estéticamente- hacerse cargo. No obstante, si los autores de la nota entienden ese “confrontar su propia imposibilidad” en el sentido de un chocarse con las paredes de la habitación infantil, también se puede entenderlo en el de hacerle frente al problema y ponerlo de manifiesto, abriendo la posibilidad de elaborarlo -en todo caso, fracasando mejor-.
En 70 y pico (Mariano Corbacho, 2016), el director tiene el coraje de realizar una investigación sobre el pasado de su abuelo Pico, otrora interventor de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA durante la última dictadura (y responsable de la desaparición de varios estudiantes), confrontando la imagen “privada” de Pico con su siniestra contracara “pública” -algo parecido puede decirse de Apuntes para una herencia (Federico Robles, 2019)-.
Caperucita roja (Tatiana Mazú González, 2019), por su parte, es un film donde “lo personal y lo histórico se van montando y superponiendo” (Cinelli, 2021) a través de tres generaciones de mujeres. Recurriendo, como es habitual en este corpus, a la intercalación de found footage con filmación documental en presente -y con un esmerado trabajo formal evidenciado en su complejo uso del sonido y sus bellos fundidos-, la película evidencia los cambios sociales acontecidos en el último siglo con respecto al lugar de las mujeres. Sin dejar de ser un film familiar -hay solo una escena en el ámbito público-, es al mismo tiempo un manifiesto tanto feminista como socialista y antineoliberal.
Desde luego, no pueden dejar de incluirse en este grupo los ya mencionados films de Albertina Carri y Nicolás Prividera. Si bien lo político, evidentemente, es una dimensión insoslayable en las películas realizadas por hijos de desaparecidos, las obras de estos dos realizadores se caracterizan por los recursos estéticos utilizados para problematizar el vínculo entre “lo privado” y “lo público”. Ya indicamos, en este sentido, los múltiples procedimientos de recursividad en Los rubios (Albertina Carri, 2003), dirigidos a conjurar la solemnidad del modo clásico de narrar el terrorismo de Estado y a desestabilizar las certezas de la historia monumental.25 De diversas maneras, el film problematiza el propio lugar de enunciación, de un modo tal que no renuncia a contar el pasado (ni mucho menos a poner en duda los hechos en cuestión), pero que sí se atreve a confesar, mediante procedimientos específicamente cinematográficos, la precariedad subjetiva desde la cual se narra. Adiós a la memoria (Nicolás Prividera, 2020), por su parte, es un film que aborda explícitamente -desde el título- la memoria y el olvido, pero conecta mediante múltiples vectores la amnesia del padre del realizador y el metraje familiar encontrado (dimensión “privada”) con la amnesia colectiva y las filmaciones callejeras (dimensión “pública”), apelando a una multiplicidad de registros, capas y texturas que dan cuenta de una elaborada reflexión que abarca diferentes momentos históricos y en la cual el presente ocupa un lugar primordial.
En cuanto a la segunda hipótesis, entonces, relativa a la posibilidad de un consiguiente repliegue familiarista, existe una familia de películas en las cuales, aun cuando se filme a la familia, la Historia permea hasta lo más íntimo -y esto no solo en films de hijos de desaparecidos (como Prividera, Carri, Habegger o Scelso) o exiliados durante la dictadura (García Long), sino también en cineastas como Garayalde, Comedi, Corbacho, Robles, Mazú González o incluso Solnicki-.
3. En cuanto a la tercera hipótesis -la propia identidad como pregunta, la Historia como respuesta-, acaso constituya el núcleo de este género que intentamos localizar. Pensemos, en este sentido, en Carta a un padre (Edgardo Cozarinsky, 2013), otro film que cabría ubicar en el tercer grupo del corpus aquí trabajado. Si bien se trata de una obra tardía de un autor de otra generación, comparte muchos rasgos con las producciones recientes de cineastas nacidos en los 70 y 80. En este ensayo, la propia identidad es un enigma, pero las respuestas asoman por el lado de la historia colectiva. “Acaso el detective sólo termina por descubrir algo sobre sí mismo”, dice la voz en off de Cozarinsky. Roger Koza (2014a) ha escrito que la fuerza de este film “reside en detectar que detrás de todo recuerdo personal preexiste un dominio más profundo donde interviene una memoria del mundo”. La lucidez del realizador, en este sentido, radica en mostrar cómo “en su Yo pasa algo que lo trasciende”, lo cual sirve como disparador “para que finalmente la Historia universal que asoma en el filme nos interpele” (Koza, 2014a). En efecto, la carta del título no se repliega en una “intimidad inofensiva” (como en las lecturas más simplistas de la casi homónima epístola kafkiana), sino que se abre hacia cuestiones centrales del siglo XX, como el antisemitismo y los movimientos migratorios (Koza, 2014b). Estas dos cuestiones resultan insoslayables incluso en un film que parece pretender confinarse al círculo familiar, como Papirosen (Gastón Solnicki, 2011).
En estos ensayos, la propia identidad personal es un misterio. Todo es una pista, un indicio. Un rosebud, donde, al tirar de los hilos de su propia historia personal, el investigador se encuentra con una dimensión colectiva que lo excede. De este modo, se ve obligado a dirigirle sus preguntas a la Historia, aunque más no sea para descubrir algo sobre sí mismo -que es a la vez más cercano y más lejano que la propia persona en tanto dispositivo de subjetivación-.26 Podemos ubicar en este contexto el diagnóstico de Renov (2004) con respecto a una nueva subjetividad surgida en el documental a partir de los años 80 y 90, en la cual “la auto-inscripción pone en práctica (enacts) identidades -fluidas, múltiples, incluso contradictorias-, a la vez que permanece plenamente involucrado con discursos públicos” (p. 178).
Conclusiones: familia y pueblo
Como señala Schwarzböck (2016), lo que se torna inconcebible de la acción revolucionaria, si fracasa y no se vuelve Estado, “es su Idea del Pueblo: nadie -tampoco quien lo sostuvo en 1970, porque lo sostuvo como un axioma- puede explicar por qué el Pueblo, en su carácter irrepresentable, portaría la vida verdadera” (p. 32). El punto de partida del corpus aquí analizado es precisamente esta ausencia de una “visión” de la vida verdadera portada por el sujeto pueblo. Es lo que constituye la postdictadura, entendida como “lo que queda de la dictadura, de 1984 hasta hoy, después de su victoria disfrazada de derrota”, “la victoria de su proyecto económico” y “la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible” (Schwarzböck, 2016, p. 23). A la luz de este contexto tan escéptico respecto de los proyectos colectivos a gran escala, no sorprende ya que tantos realizadores disminuyan la escala de su interés hacia una unidad social menor. En efecto,
dentro de la vida de derecha, la única institución que se ha transformado (y lo ha hecho de manera positiva) es la familia. La familia representa, tras siete años de dictadura, la resistencia al terrorismo de Estado. Madres, Abuelas, Hijos son quienes exigieron, frente a una estatalidad todopoderosa, aparición con vida / y castigo a los culpables. A partir de esta exigencia, que se prolonga en democracia, la familia, en lugar de un aparato de Estado, como la escuela, la fábrica, o la policía, es lo contrario del Estado. La familia postdictatorial es, por antonomasia, la familia antidictatorial (Schwarzböck, 2016, p. 64).27
Como vimos, existe un corpus dentro del cine documental argentino reciente (2001-2021) en el cual el realizador investiga, filma o se concentra en alguno de sus familiares. Argumentamos que este interés merece ser atendido porque suscita al menos tres preguntas: (1) a qué se debe, (2) si conlleva un repliegue familiarista/narcisista y (3) qué relación establece esa intimidad con lo común. Respondimos a estas tres preguntas de la siguiente manera: (1) se debe a la desaparición de la categoría de pueblo, que comenzó como tragedia en la dictadura y se repitió como farsa en la reelección de Menem; (2) existen tres grupos al interior del corpus: uno en el cual lo político está ausente, otro en el cual lo político está subordinado a la esfera privada, y, por último, uno en el cual lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, lo familiar y lo político, se mezclan, se intersectan y se determinan mutuamente, resultando inseparables y, en ocasiones, indiscernibles; y (3) en el último grupo mencionado, la pregunta por la propia identidad y la pregunta por “el mundo histórico” se mezclan.
Para finalizar, quisiéramos señalar que la politicidad de estos films implica redefinir lo político,28 de tal modo que contemple las perspectivas que aborden la experiencia del círculo íntimo. Cabe señalar, empero, que esta redefinición de la política no implica un achatamiento mediante el cual todo sería inmediatamente político en el mismo sentido y en la misma medida. Un cine después del pueblo solo es político si es al mismo tiempo, en algún punto y a su propio modo, un cine antes del pueblo, esto es, un cine que abra la posibilidad de imaginar esas líneas transversales que unan a los diferentes “microanarquismos”, apelando y apostando a un “pueblo por venir” (Deleuze, 2004, pp. 286-287, 290-291). Si ya no hay pueblo, lo político en el cine no puede pasar por un llamado a la toma de conciencia o a la acción, sino que se vuelve preciso prestar atención a los entrecruces entre lo familiar y lo colectivo y a los movimientos micropolíticos a veces sutiles producidos por elecciones estéticas y por el cuestionamiento de la propia mirada.29 Esperamos en próximos trabajos profundizar en las discusiones que aquí, por razones de espacio, solo podemos sugerir.