Introducción
Durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX se vieron nacer en el espacio hispanoamericano una gran variedad de revistas culturales. Estas publicaciones dieron cuenta de los procesos de modernización por los que transitaban los países del continente, trazaron puentes a ambos lados del Atlántico, sirvieron para la vinculación de letrados e intelectuales, y resultaron de gran utilidad para la construcción y circulación del conocimiento. De muy diversa importancia, duración e impacto, pero afines en cuanto a su escaso nivel de especialización y a su carácter multitemático, sus principales intereses se dirigían con frecuencia al cultivo de la Historia, la Literatura y el Derecho, pero se ocupaban también de las Ciencias -de un modo bastante genérico-, y de otros saberes y competencias.2
En Argentina, algunas lograron alcanzar notoriedad, como La Revista del Paraná (1861), La Revista de Buenos Aires (1863-1871), la Revista Argentina (1868-1872), La Revista del Río de la Plata (1871-1877), la Nueva Revista de Buenos Aires (1881-1885), la Revista de Derecho, Historia y Letras (1898-1923) y Nosotros (1907-1943), para nombrar sólo algunas de las más significativas.3 Aunque menos conocida y poco estudiada, hay que ubicar entre ellas a Atlántida, fundada por David Peña a comienzos de 1911 en el contexto del clima cultural del Centenario de Mayo de 1810, y cuya vida se prolongó hasta abril de 1914.4
David Peña (1862-1930) fue un abogado, periodista, historiador y dramaturgo que nació en Rosario, pero que vivió la mayor parte de su vida en la ciudad de Buenos Aires, en donde estudió y en donde construyó múltiples vinculaciones políticas e intelectuales con reconocidas personalidades de la época.5 Si bien ocupó algunos cargos de carácter político, se destacó principalmente en el ámbito de la cultura. Desde joven fundó y dirigió periódicos y revistas, escribió obras de carácter histórico y literario, fue docente universitario, miembro de la Junta de Historia y Numismática Americana y secretario de la Comisión Nacional del Centenario.6 Al calor de las funciones desempeñadas en este cargo concibió la idea de fundar Atlántida.
Este artículo pretende avanzar en el conocimiento de esta revista en tanto objeto cultural, lo que posibilita entenderla como un objeto de estudio autónomo y como un dispositivo cultural complejo. «La revista» -que ha sido de algún modo redescubierta en los últimos años por los historiadores como una fuente de gran riqueza para el análisis de la cultura de una época y de los vínculos y redes entre intelectuales- constituye en sí misma un objeto de estudio heterogéneo y polivalente, al tratarse de un texto múltiple con múltiples autores, de un espacio dinámico de circulación de discursos, entre los cuales se hace necesario identificar los nexos posibles, a la vez que captar el programa del editor que ayuda a otorgar organicidad al conjunto.7 Según la hipótesis que se sostiene para el caso particular de Atlántida, el estudio de este programa editorial permite evaluar la fuerte impronta personal que consiguió conferirle a la publicación su fundador y director.
Surgida como expresión del contexto cultural hispanoamericano y argentino de principios del siglo XX, este artículo procura calibrar los alcances del propósito americanista que el director proyectó en un comienzo imprimirle a la publicación, a la vez que determinar sus principales intereses y sus posibles momentos o etapas, y realizar una aproximación a sus aportes a la disciplina histórica. Para llevar adelante este análisis se contó con un valioso corpus documental consistente en la colección completa de la revista, a la que se puso en relación con fuentes de diverso origen, entre ellas, algunas provenientes del archivo personal de Peña, y otras publicaciones de la época.
Atlántida, como documento y «huella» de su época
Al iniciar su vida en enero de 1911, Atlántida se presenta inserta en una línea genealógica de prestigiosas revistas culturales que se remonta a principios del siglo XIX. Evoca a La Abeja argentina (1822), órgano de la Sociedad Literaria de la época de Rivadavia; La Moda (1837), de Alberdi; El Plata Científico y Literario (1854), de Miguel Navarro Viola; La Revista del Paraná (1861) de Vicente G. Quesada; La Revista de Buenos Aires (1863), de Navarro Viola y Quesada; La Revista del Archivo General (1869); La Revista del Río de la Plata (1871), de Andrés Lamas, Vicente Fidel López y Juan María Gutiérrez; la Revista Argentina, de José Manuel Estrada; la Nueva Revista de Buenos Aires (1881) del mencionado Quesada; la Revista Nacional (1886), de los Carranza, y otras más. Con esta estrategia, su fundador David Peña procuraba legitimar a Atlántida desde su nacimiento, al ubicarla al final de una herencia cultural que recuperaba, junto con esas publicaciones, a algunas de las principales voces de la intelectualidad argentina, haciendo caso omiso de las diferentes épocas, movimientos y tradiciones ideológicas que se habían encontrado en el origen de cada una de aquéllas. Pero a la vez, Peña intentaba diferenciar a Atlántida en su alcance, ya que se ocupaba de aclarar que mientras esas publicaciones «han considerado en primer término el interés de Buenos Aires», el objetivo de la nueva revista es «abarcar en todas sus manifestaciones el del país entero».8 En correlación con las conocidas ideas federales de su director9, Atlántida se propone entonces como una publicación federal10 y moderna, que responde mejor a la realidad de su tiempo.
Esa realidad epocal es la que plantea retratar Atlántida como propósito principal que vertebra a la publicación y que asoma en sus artículos, en sus comentarios y en sus distintas secciones. Según sostiene Peña, la revista dejará en las bibliotecas «la huella del pasaje de una generación por el mundo».11 Esta conciencia de la historicidad de Atlántida y de su valor como fuente histórica es destacable, ya que revela la vocación historiográfica de su director, así como su agudeza para percibir la riqueza que encierra una revista como «documento de cultura» de su época.12
Constituir a una revista en un objeto de estudio, supone considerar tanto su materialidad (aspectos materiales, técnicos, tipográficos), como los aspectos retóricos y estrategias de escritura (intenciones y retórica del autor o responsable de la publicación, construcción del texto, contenido).13
Algo se ha dicho ya, con respecto a las intenciones y objetivos de Peña. Al momento de fundar Atlántida, su director no era un improvisado en la gestión editorial, puesto que para entonces ya había dado inicio a varios emprendimientos del rubro. En particular, había fundado una revista cultural de similares características en Rosario, en 1891. Pero entonces, Revista Argentina había colapsado luego de varias entregas, víctima -según la queja de su director- de un momento de “política febril” -post crisis del año noventa- y de “amargas displicencias literarias en los ánimos”.14 La mayor permanencia en el tiempo de Atlántida y su mayor impacto en el campo de la cultura, señales de su relativo éxito, pueden ser adjudicados a diversas variables, que tienen que ver con el clima de efervescencia cultural del Centenario coincidente con su fundación, pero también con el lugar de edición, que se desplazó desde una ciudad del interior a la capital del país, y con la madurez y prestigio intelectuales y con las vinculaciones cosechadas por Peña en los veinte años transcurridos entre 1891 y 1911.
¿Consiguió Peña dejar una huella en las bibliotecas del mundo, tal como se había propuesto? Una exploración sin pretensiones de exhaustividad por diversos repositorios del país y del extranjero revela la existencia de ejemplares de Atlántida en bibliotecas de las universidades más antiguas del país, es decir, de la Universidad de Córdoba y de la Universidad de Buenos Aires -en particular, en la Biblioteca del Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas y en la Biblioteca del Instituto Ravignani-, en la Biblioteca Nacional de la República Argentina y en la Biblioteca Nacional de Maestros, en la Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia (antes Junta de Historia y Numismática Americana, de la que Peña fue miembro de número), en la Biblioteca de la Universidad Austral, en algunas bibliotecas municipales de Buenos Aires, como la Biblioteca Manuel Gálvez y el Tesoro Leopoldo Lugones, y en la Biblioteca del Docente, que fuera fundada como Biblioteca Popular de Distrito en 1906 por el santafesino Manuel María de Iriondo. En lo que respecta a la ciudad natal de Peña, se encuentra la colección casi completa en la Biblioteca Argentina Juan Álvarez, y en la Biblioteca de la Facultad de Cs. Económicas de la Universidad Nacional de Rosario, cuyo fondo antiguo alberga parte de la colección que perteneciera a Estanislao Zeballos. Por fuera del país, el Instituto Iberoamericano de Berlín, que aloja el importante Legado de Vicente y Ernesto Quesada, conserva la colección completa de Atlántida, y ejemplares sueltos de la revista se localizan en la Biblioteca Nacional de España. También se encuentra algún ejemplar en la Biblioteca de Marcelino Menéndez Pelayo, escritor que mantuvo vínculos con David Peña, al igual que los argentinos anteriormente mencionados.15 Sin contar con datos sobre el alcance de la tirada, y a más de cien años de la aparición de la revista, la constatación de su existencia en algunas de las más prestigiosas y antiguas bibliotecas de la Argentina no resulta suficiente indicio para suponer una amplia difusión de la que sí gozaron publicaciones más populares y de larga trayectoria, como Caras y Caretas o Nosotros, e incluso alguna de perfil más científico y similar a Atlántida, como la Revista de Derecho, Historia y Letras, de las que también se conservan bastantes aún -y a veces salen a la venta- colecciones particulares. Aunque difícil de medir en términos reales la recepción, en cuanto a cantidad de lectores, es probable que la revista de Peña haya contado con un público más acotado, circunscripto especialmente a espacios de intercambio intelectual, entre los que tuvo buena aceptación.16
Atlántida se publicó entre enero de 1911 y abril de 1914, a través de números mensuales, estando la edición y financiamiento a cargo de la empresa editorial Coni Hnos. de Buenos Aires. ¿Por qué eligió Peña aquel nombre? En la revista no nos deja pistas sobre una elección que tampoco resulta demasiado original, si se tiene en cuenta la existencia para la época de otras publicaciones periódicas denominadas de manera similar.17 El nombre mítico se completa, dado su carácter de revista cultural no especializada, con un subtítulo explicativo de sus materias de interés: Ciencias, Letras, Arte, Historia americana, Administración. La dirección, a cargo de David Peña, sólo pasó a manos de Luis Álvarez Prado -abogado y colaborador de Atlántida- de manera circunstancial entre agosto y diciembre de 1912, a raíz de la designación de Peña como secretario de la Embajada especial ante España para el centenario de las Cortes de Cádiz.18
Cada número mensual consta de ciento sesenta páginas, y se unen en un tomo por trimestre, dando lugar a cuatro tomos anuales. Entre 1911 y 1913 aparecieron doce tomos, a los que se sumó uno que abarca los tres primeros meses de 1914, y el último, que quedó incompleto. Un total de 40 números se encuentran compendiados en esos catorce volúmenes. Ilustraciones y fotografías, impresas en papel ilustración, aparecen cada tanto intercaladas entre sus páginas, contribuyendo a conferir mayor estética y calidad a los aspectos materiales de la publicación. De dimensiones fáciles de manipular y formato cómodo para la lectura, Peña explica que la revista participa «de los caracteres del libro y de los heterogéneos del periódico: grave y amable, filosófica y ligera: historia y crónica», y llega a asemejarla a una «enciclopedia», por las diversas materias que contiene.19
Además de ofrecer artículos sobre temas diversos, cada número provee una sección bibliográfica y se cierra con otra que aporta la fotografía y datos biográficos de los colaboradores de esa entrega, y que hoy resulta de utilidad para conocer en qué etapa de su trayectoria intelectual se encontraban los letrados que circularon por sus páginas, a la vez que la valoración que hacía Peña de su producción. Fueron muchos los colaboradores del campo de las Letras y de la Historia, que por medio de sus escritos contribuyeron a la conformación de una identidad argentina y americana que se plasmó en Atlántida. De varios de ellos, ya fallecidos para la época en que se editó la revista, la contribución se limitó a la selección que realizó el mismo Peña de algunos de sus escritos, lo que también nos permite leer, oblicuamente, los intereses del propio director.
Aunque desde un comienzo la revista tenía asegurado su sostén económico, David Peña confiaba en que a corto plazo podría lograr su autofinanciamiento. Un objetivo que se manifestó difícil de cumplir, según se explicó en el primer aniversario de la revista: «(…) son dos los mayores obstáculos al inmediato triunfo de esta clase de publicaciones entre nosotros: uno, la dirección o sentido del espíritu público hacia el aprovechamiento de la vida en pos de las riquezas, intenso afán que lo separa de toda consagración literaria por improductiva y dispendiosa de tiempo; y otro la competencia económica e intelectual del lado de Europa, que toda revista similar implica.»20 En síntesis, dificultades de mercado debido al materialismo y afán de lucro de la sociedad, y la competencia que significaba la producción de allende el océano. Resulta interesante esta referencia a las revistas que llegaban desde el otro lado del Atlántico y que parecían concitar la preferencia de los intelectuales argentinos: «Las revistas, como los libros que nos vienen del extranjero, son más baratos, más artísticos y más nutridos que los que nacen de nuestras incipientes artes y bellas letras», lo que sumado a «la composición cosmopolita de nuestra población y el cierto diletantismo que tira al nativo hacia el snobismo literario» dejaba en desventaja a las publicaciones autóctonas.21 Una de las revistas más prestigiosas que llegaban de Paris era la Revue de Deux Mondes (1829), mencionada por el mismo Peña en una de sus cartas.22
Es dable pensar a Atlántida como un proyecto personal de David Peña -antes que de un grupo-, al que éste procuró incorporar -con disímil éxito- a sus amigos, conocidos y allegados. La aparición en ella de buena cantidad de textos ya previamente publicados o escritos con otra finalidad (capítulos de libros en preparación, conferencias) hace dudar de la existencia de un gran número de colaboradores que hayan preparado sus materiales ex profeso para Atlántida. Pero sí puede presumirse cierto acompañamiento de intelectuales amigos, como Ernesto Quesada, José Ingenieros o Manuel Gálvez, cuyos escritos figuran entre las páginas de Atlántida y cuya amistad con el director ha quedado testimoniada en su correspondencia.23 En cuanto a equipo editorial, poco deja conocer la revista como para poder afirmar que haya existido uno permanente, pero se puede descubrir a un puñado de jóvenes colaboradores más asiduos, sobre todo a partir de los últimos meses de 1912 y en forma coincidente con el viaje de Peña a la península. En la sección Bibliografía esos jóvenes acostumbran a firmar con sus iniciales el comentario de las obras que reseñan, y entre ellos se adivina la presencia, entre otros, del mencionado Álvarez Prado, de Enrique Ruiz Guiñazú, de José María Sáenz Valiente, y de quien es presentado, recién en uno de los últimos números, como secretario de redacción de la revista, Elías Martínez Buteler.24
El americanismo: un objetivo opacado por la nación
La lectura del Prospecto inicial de Atlántida da a entender que alienta entre sus fines un impulso americanista. Ese impulso ya había animado a Revista Argentina, fundada por Peña en 1891: «También entran en esos propósitos aumentar los esfuerzos para que nuestro país establezca comercio de pensamientos con las demás naciones de la América. De América somos una parte, y sin embargo, vivimos afuera del continente. Nos tiran a aquellas la religión, el idioma y los recuerdos del pasado, sacrificios y glorias que nos hermanan ante la humanidad.»25 Pero Peña apenas había logrado sostener por seis meses y con grandes dificultades a aquella publicación, que se extinguió sin llegar a cumplir su propósito americano.26
El ideal americanista, entonces, no era una inquietud nueva para Peña, quien también se había ocupado de él como miembro de número de la Junta de Historia y Numismática Americana, mocionando en 1906 que se intensificaran los contactos entre ese núcleo de sociabilidad dedicado al cultivo de la historia y otras instituciones similares del resto del continente.27
Al dar inicio a Atlántida, David Peña reflotó aquella inquietud:
Del punto de vista americano, reflejará del mismo modo el movimiento espiritual por medio de las producciones de los más acreditados ingenios científicos, políticos y literarios del nuevo mundo.
La América no se conoce a sí misma.
Vínculo, entonces, de pueblos fraternos, del mismo origen, Atlántida unirá todavía el alma de la América en la infinita expresión de su aliento intelectual.28
A pesar del paso del tiempo, la preocupación de Peña parece ser la misma: según su percepción, los argentinos, y en particular los porteños, viven a espaldas del continente, mirando hacia Europa, antes que a las provincias del interior y a los pueblos americanos hermanos, a los que una misma esencia cultural -religión, idioma y un pasado en común-, sin embargo, los aproxima. Esa actitud argentina parecería estar en relación con el «cosmopolitismo», el «diletantismo», y el «snobismo literario» criticados por Peña. Una revista, como producto cultural integrado por diversas voces y experiencias, se presentaba como una herramienta adecuada para revertir esa tendencia, promover los vínculos y fortalecer los lazos ya existentes. Recuperando al hacerlo, según demandaba el nacionalismo cultural argentino emergente para la época del Centenario, aquella esencia e identidad en común que el cosmopolitismo y el aluvión inmigratorio amenazaban con hacer desaparecer.29 Las revistas americanistas, por cierto, ocupaban por entonces un segmento importante del arco literario hispanoamericano, motorizadas por posiciones de autoafirmación política y cultural, que apuntaban a la conformación de un ideario continental, y servían de plataforma para el debate y la discusión de corrientes liberales, modernistas, nacionalistas y/o antiimperialistas, y para la emergencia de las vanguardias estéticas y literarias.30
Como director, sin embargo, Peña no parece dar con la fórmula adecuada para imprimir ese cariz americanista que pretende a la revista, tensionado en su interés por la temática de lo nacional argentino que lo insume casi por completo. Repasando la nómina general de colaboradores de Atlántida, se advierte que los autores de otros países americanos participan en una proporción muy reducida. Un cuadro ayuda a visualizar esta afirmación:
Es cierto que se introducen en la revista algunas voces conocidas del continente, pero el repaso longitudinal de la revista conduce a concluir que Peña no pudo o no supo imprimirle a la revista ese tono americano que había prometido en el Prospecto. Es la importante producción literaria colombiana la que aporta a Atlántida algunas de las principales contribuciones del continente. Encontramos en las páginas de la revista tres poemas del escritor romántico Julio Flores (Tomos IV y X), a quien Peña considera, junto «con José Antonio Silva, el poeta por excelencia de Colombia, y por lo tanto, de América».31 Uno de esos poemas está dedicado a «Jorge Isaacs», ya fallecido. También figuran dos poemas de Manuel Uribe Velásquez (Tomos XII y XIII). Otro notable escritor y político liberal colombiano, Antonio José Restrepo, se encuentra presente con un texto «Sobre poesía popular en Colombia» (Tomo VIII), y además cuenta con un extenso artículo de Atlántida dedicado a su memoria, escrito por su connacional Juan de Dios Uribe. Al dar a conocer este texto, Peña aprovecha para recordar su promesa al fundar Atlántida de dar a conocer el pensamiento de América, y explica que a la vez procura saldar una deuda personal con el biografiado (Restrepo), cuya obra no supo leer y valorar a tiempo.32
La sintonía de Peña con los liberales ecuatorianos queda reflejada en el artículo titulado «Montalvo y García Moreno». La crítica bibliográfica del libro de Roberto Andrade dedicado a estos dos ecuatorianos destacados, sirve al director de Atlántida para explayarse sobre la vida y obra del escritor Juan Montalvo, «el honor de América», que sufrió el destierro bajo la presidencia de Gabriel García Moreno.33 De paso, aparecen mencionados otros connacionales, como Tomás Moncayo Avellán. Recupera además en el mismo número, al artículo «El otro monasticón», del anticlerical Montalvo (Tomo XI). De todos modos, el interés de David Peña por estos escritores ecuatorianos viene de lejos, y tiene más que ver con simpatías ideológicas que con el armado de una red intelectual a través de Atlántida. Ya en su revista de 1891, Peña había recogido un artículo de Andrade sobre Montalvo y García Moreno y dos contribuciones de Moncayo Avellán. Este último estuvo exiliado en Argentina y en 1886 coincidió con David Peña en Santa Fe en la organización de los festejos por el centenario del caudillo Estanislao López, una ocasión que seguramente sirvió a ambos para estrechar vínculos.34
De México, en cambio, no se hallan colaboradores, y tan sólo se encuentra en Atlántida como documento un escrito reservado de 1907 del diplomático argentino Epifanio Portela, en el que se pronosticaban los desórdenes que seguirían a la caída del Porfiriato. Desde Guatemala, la pluma de Máximo Soto Hall contribuye con un poema, y desde Cuba participa el político y periodista Manuel Sanguily, con una biografía del educador José de la Luz Caballero (Tomos VII y X).
De los países limítrofes de Argentina, llegan las contribuciones de los chilenos Víctor Domingo Silva, Juan Mackenna y Marcial Martínez, y del poeta brasileño Homero Prates. También se encuentran los aportes de los uruguayos Joaquín de Salterain, Domingo Aramburu y del escritor e historiador Raúl Montero Bustamente. Ángel Menchaca, paraguayo que residió en Uruguay y Argentina, colabora con un poema.
En cuanto al español radicado en Uruguay y con vinculaciones con la Argentina Manuel Bernárdez, se lo encuentra contribuyendo en 1912 con una biografía de «El barón de Río Branco», fallecido poco antes en Río de Janeiro (Tomo V). Este texto, escrito en realidad en 1908 y reproducido en Atlántida en calidad de homenaje al difunto, constituye una excepción en la revista en cuanto a que se ocupa de retratar a una personalidad de la política sudamericana, por fuera de los límites de la República Argentina. Es interesante la nota al pie de la Dirección, en la que Peña destaca «la evolución que ya ha alcanzado en el alma de América la noción de patriotismo», y adhiere a la política de cordialidad americana que el escrito de Bernárdez propiciaba. En los mismos momentos en que las relaciones entre Brasil y Argentina se tensaban por la política armamentista brasileña, y Estanislao Zeballos clamaba en contra de una «diplomacia desarmada»35, Bernárdez sostenía el ideal americanista:
La política del Brasil (…) era afirmada por el Canciller (el barón de Río Branco) sobre el concepto de que el mal de uno se ve de afuera como mal de todos, -que el desconcepto de uno hiere o salpica a los demás- y que lo que hay que hacer es propender a aclimatar las semillas preciosas del orden y la paz en todas las tierras de América -es cultivar la civilización general, la justicia, la lealtad y un insospechable concepto de intereses solidarios, para que todo eso haga escuela y forme un cuerpo virtual de doctrina sudamericana. (…) Y el día que no haya sino un pensamiento y una acción en toda cuestión internacional que afecte al continente, no habrá osadía ni arbitrariedad bastante fuerte para imponernos una vejación.36
La política de Río Branco, que fue a la vez de cordialidad con Estados Unidos y de fortalecimiento geopolítico de América del Sur para evitar intromisiones extracontinentales, es leída en clave americanista por Bernárdez, quien aporta a Atlántida un discurso que se afianzaba en el continente a principios del siglo XX.
Ideas similares vuelven a aparecer esporádica y oblicuamente en Atlántida, en la forma de la transcripción de un comentario publicado en la revista Hispania de Londres.37 David Peña le presta atención en cuanto constituye una advertencia sobre las pretensiones imperialistas europeas y un reconocimiento hacia la doctrina Monroe, bajo la interpretación del presidente argentino Roque Sáenz Peña: «América para la humanidad».38 La referencia resulta significativa, por un lado, ya que permite conocer sobre las lecturas de Peña y los circuitos de intercambio de ideas entre Atlántida y otros emprendimientos editoriales contemporáneos. Por otro lado, para precisar la posición de Peña en el tema, es conveniente traer a consideración el borrador de una carta que dirigiera algunos años antes al crítico erudito, historiador y director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, Paul Groussac (1848-1929). En ella, Peña se mostraba admirador del país del norte y sostenedor de la doctrina Monroe. Aunque el borrador no lleva fecha, se lo puede datar para la época en la que se celebró la Segunda Conferencia Panamericana en México en 1901. Groussac se había hecho portavoz del primer antiimperialismo forjado por intelectuales hispanoamericanos -José Martí, Rubén Darío, José Enrique Rodó- sobre el final del siglo39, y se había inclinado a favor de España en la guerra hispano-estadounidense. Para Groussac, los acontecimientos de 1898 eran un reflejo de una «crisis suprema de la civilización», en la que quedaban enfrentados «latinidad» y «yanquismo».40 Por contraposición, Peña aparece en su carta proclive a una posición panamericana, y le reprocha su americanismo de corte antinorteamericano. Al justificar la política norteamericana en Cuba, Peña realiza una lectura unitaria del movimiento independentista hispanoamericano a través de la condena de la conquista española:
Usted no oyó estos lamentos, no vio este pavoroso montón de seres con el pellejo sobre el hueso echados sobre las ruinas de sus antiguas opulencias; no reconoció en Martí, Maceo y Gómez los héroes emparentados con los Moreno, Belgrano y San Martín de nuestro suelo y, para repetir el apóstrofe de Pi y Margall, no descubrió en esta ocasión el cumplimiento de una ley histórica: la venganza de la América, de aquella América origen de los Atahualpa, contra aquella España traicionera, cruel, avilantada de los Pizarro, los Hernán Cortés y los Pedro de Mendoza, a través de cuatro siglos!41
Frente a la crueldad del imperialismo hispánico, Estados Unidos -«ese noble Tío Tom»- se perfila como el redentor justiciero ante la mirada de Peña de inicios del siglo XX:
Qué nación se condolió de tanto daño? Un senador americano fue enviado al lugar mismo de donde partían los ayes. (...)
Y fue Estados Unidos el que detuvo a Cánovas y a Blanco; el que arrojó aquellos frailes satánicos que la Inquisición dejó en olvido en Filipinas; el que devolvió un pedazo más de tierra a la civilización, a la libertad, a la vida. Usted siguió, no obstante, hostil a Norteamérica.42
Años después, para el momento del Centenario, Peña parece sin embargo dispuesto a revisar su posición crítica a España, en sintonía con la revalorización de la hispanidad que se produce en Argentina en torno al cambio de siglo y que se acrecienta con motivo de la conmemoración patria.43 Retornando al análisis de Atlántida, será a fines de 1912 cuando las circunstancias conduzcan a Peña a intensificar la presencia de España en las páginas de la revista. Su viaje en función oficial con motivo del aniversario de las Cortes de Cádiz actúa en este sentido como catalizador de los objetivos trazados en el prospecto inicial de la revista, pero a la vez como momento culminante de reconciliación con la madre patria, contagiado por el espíritu de confraternidad hispanoamericana. Al retomar la dirección de la revista, el número de febrero de 1913 muestra una presencia de motivos y autores españoles bastante más significativa que la habida hasta ese momento.44 Peña dedica un artículo de su autoría a la semblanza del literato y político español Segismundo Moret, a quien ha conocido en su viaje y que acaba de fallecer, realiza una presentación detallada, acompañada de fotografías, de la historia y de los fondos existentes en el Archivo de Indias de Sevilla, y publica como fuente documental recabada en Madrid la orden de extrañamiento de los jesuitas. También incorpora las voces de algunos colaboradores españoles, como el dramaturgo Francisco Villaespesa, y el historiador y político Pío Zabala y Lera.
El impulso, sin embargo, se desvanece pronto, y aunque es cierto que durante el tercer año de la revista los colaboradores españoles se hacen más frecuentes que al comienzo, el medio argentino absorbe nuevamente las preocupaciones de su director. Por otro lado, la admiración por Estados Unidos continúa, en un Peña que le dedica buena porción de páginas a relatar en detalle la visita del ex presidente Theodore Roosevelt al país (Tomo XII), realizada en el marco de un panamericanismo que puso en marcha estrategias culturales para promover los lazos políticos e intelectuales del país del norte con América del Sur.45
Por último, hay que reconocer también que la temática indígena, un tópico frecuente de cierto americanismo46, pasa prácticamente desapercibida en las páginas de Atlántida. Apenas asoma en una crítica teatral de Dardo Corvalán Mendilaharsu a la obra «Arauco libre» (1818) de José Manuel Sánchez -que más allá del título que remite a la herencia india, se inscribe dentro de la llamada dramaturgia «patriótica» (Tomo XI)-. Y tan sólo vuelve a aparecer, con más firmeza, en «Canciones incásicas» y en «Yaravíes», composiciones del músico Alberto Williams (Tomo XII y XIII). Pero lejos se encuentra la Atlántida de Peña de abrazar la defensa del indio de un Martí, que la carta de 1901 a Groussac había parecido esbozar.
En definitiva, se puede concluir que el objetivo americanista planteado en el Prospecto inicial no llegó a concretarse en Atlántida, que acogió en muy reducida medida a autores de las naciones hermanas y que, excepto en escasísimas ocasiones, tampoco se hizo eco ni demostró sensibilidad especial hacia ideas rectoras del americanismo de esos años, como el antiimperialismo norteamericano, al entrar éste en colisión con las ideas del director. A pesar de esto, se puede sostener que la revista comparte con el conjunto de publicaciones que circulaban por entonces en Hispanoamérica un horizonte cultural que contribuyó a la conformación de un ideario continental, siendo de destacar en ella valores como la modernización, el afán civilizador y el ideario liberal democrático, que se van a aplicar preferentemente a la consideración de cuestiones propias del medio sociocultural y político argentino. Atlántida va a ver su vida atravesada así por motivaciones de índole nacional, que marcan tres momentos claves en su trayectoria.
El Centenario y el momento conmemorativo e historiográfico
La fundación de Atlántida, en enero de 1911, debe ponerse en relación con el cargo que había desempeñado poco antes Peña como secretario de la Comisión Nacional del Centenario. Como tal, había capitalizado insumos y experiencias, que lo ayudarían a concretar la idea de fundar una revista que se constituyera en órgano difusor de las múltiples iniciativas culturales surgidas al calor de la conmemoración patria, y en reflejo de las corrientes intelectuales de la época.47
En el Prospecto inicial, Peña enlaza el origen de la revista con «esta hora, tan llena de íntimas satisfacciones ante la contemplación del camino recorrido por nuestra joven república en su primer centenario».48 Con tono autocelebratorio, se visualiza un porvenir promisorio para el país y su rol en el continente: «ante la arrogante iniciación de su segunda centuria a la cabeza de Sud-América, como si tácitamente le acordaran las demás (naciones) el cetro del “destino manifiesto”, no se extrañe que alienten las páginas de Atlántida, ritmos de armonía y de optimismo, de paz y de fe, porque siempre conviene recordar que el espíritu humano no ha salido de su aurora.»49Atlántida viene no sólo a exteriorizar «esa latente vida del espíritu», sino también, a hacerla «fructífera».50
Al pasar al análisis de la revista, se advierte que el contexto conmemorativo señalado en el Prospecto marca también una impronta fuerte en su composición.
Por un lado, como un modo de asegurarse cierta cantidad de contenido para los sucesivos números, Peña aprovecha la información y los materiales recolectados en su cargo en la Comisión. Bajo el título «Crónica del Centenario», se abre con el primer número una sección que se mantiene casi sin interrupciones por más de un año. Allí se ofrecen, con profusión de imágenes, las descripciones de la medalla oficial conmemorativa y de los diversos monumentos proyectados o ya construidos, con lo que Atlántida viene a resultar útil para conocer cómo se elaboró el panteón de los héroes del Centenario, visibilizando una simbología repleta de alusiones a la patria próspera: llanuras fecundas, figuras de la Abundancia y de la Paz, rebaños y trigales, arados, adornan a la República en su primera centuria.
Aunque la publicación de materiales sobre el Centenario fue común a otras publicaciones, incluso bajo títulos similares51, la particularidad de Atlántida radica en que contó con fuentes de primera mano obtenidas por Peña en su cargo que le permitieron realizar una presentación muy completa y sistemática, por ejemplo, de los monumentos, acompañados de detalles de su contratación, explicación de su diseño y croquis. También se describen en Atlántida, por medio de la pluma de Francisco Armellini y a través de varios números, las diversas salas que integraron la Primera Exposición Internacional de Arte realizada en la Argentina. De esta manera, el aspecto iconográfico, que ocupó un lugar central en la agenda del Centenario, es recuperado y resguardado por la revista, en momentos en que se estaba produciendo en el país la primera reflexión sobre el arte nacional.52
Como cierre de una etapa, el número 14 de Atlántida reproduce la carta de renuncia presentada en enero de 1912 por la mayor parte de los miembros de la Comisión Nacional del Centenario al considerar concluidas sus tareas, así como el decreto de aceptación por parte del gobierno nacional. David Peña aprovecha para lamentar el desconocimiento existente sobre la labor de la comisión, y para reclamar la publicación de sus extensas actas.53
La finalización de la evocación en la revista del Centenario de Mayo, sin embargo, sólo marca una primera etapa de un ciclo conmemorativo mayor, que se proyecta hacia 1916. Por ello, enseguida se ve continuada con la publicación del discurso de José Yani, capellán del Ejército, para el centenario de la bandera. A ello seguirá, a partir de febrero de 1913 y durante el resto de ese año, la publicación de las sesiones de la Asamblea del año XIII. A manera de presentación, un comentario de Nicolás Avellaneda introduce la serie. Meses más tarde, otro escrito de Avellaneda anticipa ya en julio de 1913 el recuerdo del Congreso de 1816. La dirección de Atlántida brinda su visión unitaria del ciclo conmemorativo que se ha abierto en 1910 y su importancia en el largo plazo de la historia argentina: «Con el Cabildo abierto de 1810, esta Asamblea y el memorable Congreso de Tucumán de 1816, el historiador filósofo puede dar principio a los fastos parlamentarios de nuestra nación y al conocimiento de los orígenes de la Constitución nacional.»54 Hace David Peña, además, un llamado de atención para que el centenario de 1916 tenga una celebración acorde a su significación histórica: «Es innegable que la importancia histórica del 9 de julio de 1816 es tanto o más que la del 25 de mayo de 1810. (…) (el congreso de Tucumán) se encarga de arrancar de su sede lo que entonces pudo considerarse el concepto de patria, para expandirlo y marcarlo con el primer sello genuinamente nacional (…).»55
El fervor conmemorativo palpita en Atlántida, además, en la galería de personajes que presenta por medio de la transcripción de documentos, o bien de semblanzas y biografías que en la mayoría de los casos persiguen el propósito de restituir su memoria frente a los embates que sufrieron. Moreno, Saavedra, el deán Funes, Gorriti, Brown, Rivadavia, Alberdi, Sarmiento, Urquiza, emergen en aspectos poco conocidos o estereotipados de su trayectoria, con la idea de mostrar las luces junto con las sombras. Cabe tener presente que este afán reivindicatorio, en realidad, excede a los fines desarrollados por Peña en la revista, para extenderse al conjunto de su obra escrita, tanto anterior como posterior a los años de publicación de ésta. En su afamado Juan Facundo Quiroga (1906), por empezar, pero también en sus dramas históricos, como Dorrego y Facundo, reproducidos in extenso en Atlántida.
Esta evocación de personajes y acontecimientos históricos del período independentista y de las décadas centrales del siglo XIX es sobre todo fuerte en los números de la revista correspondientes a 1911, como saga de la euforia memorialista del Centenario de Mayo, y de a poco se irá atenuando para entrar en un impasse durante los meses de 1912 en los que Álvarez Prado se hace cargo de la dirección, en los que predominarán en los artículos otros temas -entre ellos los de carácter jurídico- por sobre los históricos. El año 1913 traerá la conmemoración del centenario de la Asamblea, junto con el regreso de Peña a la dirección, un retorno moderado de las cuestiones históricas y una mayor diversidad temática.
El interés por la conmemoración debe considerarse en relación con la preocupación historiográfica de David Peña por dilucidar y encontrar claves que permitan interpretar el pasado patrio, la historia de sus encuentros y desencuentros, y la posibilidad de construir un relato unificado e integrado del mismo. Hay que tener en cuenta que el ciclo conmemorativo 1910-1916 coincide con un momento de profundos debates en la sociedad argentina, que se encuentra atravesada por una acuciante conflictividad social frente a la emergencia de las organizaciones obreras y sus demandas, interpelada por un cosmopolitismo amenazante para el sentimiento de nacionalidad, y cuestionada por las tensiones que provoca un sistema político deslegitimado por el fraude y la corrupción y la aparente crisis del sistema federal de gobierno.56
Esa misma preocupación había guiado a David Peña algunos años antes en su defensa de Juan Facundo Quiroga, al colocar al caudillo en la senda del sistema constitucional argentino, buscando derribar la negativa tesis articulada por Domingo F. Sarmiento en su célebre Facundo.57 La actitud historiográfica de Peña, al revisar el pasado en busca de la «verdad», derribando mitos y falsas antinomias, revela su concepción de la Historia, que para él debía basarse en la compulsa documental, la toma de distancia y la superación del relato testimonial y subjetivo.58 Esta concepción de la Historia aflora en Atlántida, revista en la que Peña lleva adelante un notable esfuerzo de reproducción de fuentes, recogiendo distintas voces del pasado que podrán ser utilizadas por el «historiador futuro» para la composición de una historia auténtica:
La historia, bien lo sabemos, no está escrita ni puede escribirse (…). Pueblo de cien años, ¿dónde está nuestra historia? Dónde ha de estar, sino donde el convencionalismo, el documento, la impostura afectuosa o admirativa, el odio, la ingenuidad, la modalidad literaria, la transacción, la influencia del aula, el vínculo con el padre o con el hijo (…) La historia la escriben los siglos. (…) Necesitamos que las figuras humanas de la historia, a todo se sometan y sobrevivan a todo, para estar aptas a sobrevivir al olvido. Historia y duración han venido a ser sinónimos en el fondo de nuestras ideas.
(…) Continuemos, entretanto, allegando materiales sin creer por eso que los ladrillos harán el edificio.59
Por ello, al introducir de manera central a la materia histórica en las páginas de Atlántida, Peña procura incluir a los principales representantes de la escritura del pasado en el país -de otrora y actuales- sumando perspectivas y puntos de vista. Atlántida construye así una imagen de revista tolerante, plural y moderna, que promueve la reflexión, la confrontación y el debate.60 Como en un ramillete se elevan las opiniones y los juicios dispares de Vicente F. López, Bartolomé Mitre, Carlos Tejedor, Nicolás Avellaneda, Domingo F. Sarmiento, Vicente G. Quesada, Juan M. Gutiérrez, Juan B. Alberdi, Teófilo Fernández, Ángel J. Carranza, Benjamín Posse, Dalmacio Vélez Sarsfield, Marco Avellaneda (h.), Carlos Pellegrini, Lucio V. López, Benjamín Victorica. Temas nodulares de la historia argentina vertebran sus discursos: las guerras civiles y el federalismo, la época de Rosas, el Acuerdo de San Nicolás, la «cuestión capital», las tensiones entre la nación y las provincias, la Guerra del Paraguay. Se trata de discursos testimoniales y comprometidos, como los de López (sobre la conferencia privada de Palermo en mayo de 1852) y Tejedor (sobre los episodios de 1880). Más allá de la conocida devoción de David Peña por Alberdi61, se observa la admiración por la Generación del ’37 en su conjunto, de la que David Peña se siente heredero y con la cual intenta establecer una filiación y una vinculación simbólica a través de la revista. De todos modos, la historia de partido que sus integrantes construyeron intenta ser superada por el director de Atlántida, que incorpora a nuevas generaciones de historiadores, colaboradores contemporáneos de la revista: Pastor S. Obligado, Bernardo Frías, Adolfo Saldías, Ernesto Quesada, Ricardo Levene, Adolfo P. Carranza, Benigno T. Martínez. Responsables al igual que Peña, en algunos casos, como en el de Saldías o Teijeiro Martínez, de elaborar relatos alternativos sobre diversos episodios de la historia argentina. Con Levene se produce la innovación de la introducción del estudio del período colonial en la revista, ausente en los textos de historiadores decimonónicos que ésta reproduce (Tomo IV).62 Desde el punto de vista historiográfico, entonces, Atlántida emerge en la segunda década del siglo XX precisamente en un momento que es en la Argentina de transición entre prácticas más tradicionales y apegadas a los moldes decimonónicos63 y el inicio de un proceso de profesionalización y consolidación del campo, en forma contemporánea a la etapa de génesis de la Nueva Escuela Histórica.64
El momento político: la reforma electoral65
La aparición de Atlántida, a comienzos de 1911, coincide en la Argentina con los inicios del gobierno de Roque Sáenz Peña, en momentos en que resultaban cada vez mayores las críticas a un sistema político de democracia restringida, opacado por el fraude y la corrupción y jaqueado por las revoluciones radicales.66 La elite política e intelectual se encontraba atravesada por estas discusiones, y el nuevo presidente representaba a la vertiente reformista que dentro del arco conservador advertía la necesidad de sanear las deterioradas instituciones del sistema republicano de gobierno. Esta posición puede ser explicada en términos de regeneracionismo, ya que lo que proponía era restaurar un cuerpo político al que consideraba viciado por el fraude y el caudillismo, más que producir una verdadera transformación de las instituciones y de la sociedad, y además pretendía imponer ese cambio desde arriba.67
Como uno de los fines de Atlántida consistía en reseñar «los principales actos de los poderes argentinos en lo nacional y provincial»68, su director incluyó bajo su firma una sección denominada «Fisonomía del país», que con el correr de los meses se fue transformando en un vehículo para otorgar respaldo a la política reformista del presidente.
Ya en el número 1, David Peña deposita un voto de confianza en la nueva gestión presidencial.69 Encuentra un punto en común entre Sáenz Peña y el presidente saliente, José Figueroa Alcorta -un amigo personal a quien Peña había apoyado públicamente70-, en su mutuo rechazo al personalismo ejercido por el antiguo líder del Partido Autonomista Nacional, Julio A. Roca, y alienta la expectativa de una próxima reforma: «Puede corresponder al gobierno del doctor Sáenz Peña la alta gloria de resolver el problema, tantas veces iniciado, de la adopción de un sistema electoral, sencillo y puro, que familiarice al ciudadano con el uso de sus derechos políticos.»71 El número 3 sede al presidente la palabra, al transcribir una carta en la que éste anuncia una reforma política para garantizar la libertad electoral.
Pronto, Atlántida se irá comprometiendo cada vez más con la política reformista de Sáenz Peña. La entrega de junio de 1911 se dedica a comentar de manera elogiosa el primer mensaje del presidente en el Congreso Nacional, en el que se anuncia que la reforma incluirá dos principios: la representación de las minorías y el voto obligatorio.72
En septiembre de 1911, un artículo de la autoría de David Peña trata la ley electoral argentina a través de la historia. Tema candente del momento, este artículo de carácter histórico del director de Atlántida no puede menos que interpretarse como un respaldo a la política del presidente. Poco después, Atlántida trae la noticia sobre el debate que se ha iniciado en el Congreso, que promete un mejoramiento de las instituciones.73
Por fin, el número 16 reproduce el manifiesto dado por el presidente para explicarle al pueblo la reforma electoral y trata la reglamentación de la ley ya sancionada. El propósito de David Peña es doble: por un lado, y respondiendo a uno de los principales objetivos de Atlántida, documentar un momento trascendente de la vida del país, ya que ello servirá «a la tarea que se imponga el crítico futuro»; por otro lado, manifestar su adhesión a la reforma y su reconocimiento al gobernante que la ha impulsado.74
Poco después, sin embargo, un dejo conservador se advierte en la escritura de Peña, que en julio de 1912 alerta sobre el peligro de una democracia que signifique el encumbramiento de la «muchedumbre», de los sectores más bajos de la sociedad. Se percibe en sus palabras el temor de la elite dirigente a ser desplazada del manejo de la cosa pública, aunque busca un elemento de transacción y reflexiona sobre la necesidad de educar a la masa ciudadana para que pueda ejercer con responsabilidad el derecho de voto, de modo que la reforma signifique una renovación de las instituciones, de las costumbres y de la cultura.75
A través del prisma de Atlántida -una revista producida por una elite intelectual argentina allegada a los círculos de poder del orden conservador- se evidencian los límites del regeneracionismo impulsado por el gobierno de Sáenz Peña y por los sectores que lo respaldaron, que no evaluaron con seriedad una derrota propia en las urnas.76 A pesar de estos límites, resulta interesante destacar el entusiasmo con el que esta revista cultural, alejada en sus objetivos explícitos de cuestiones políticas, se comprometió con el contexto político y avaló la reforma electoral plasmada en la Ley Sáenz Peña, por lo que ella significaba en cuanto a reafirmación de los principios democráticos y golpe a las prácticas políticas tradicionales: «¿Dónde están hoy los políticos que ayer creyeron ocupar toda la escena? ¿Dónde, aquellos que se consideraban dueños del país, en sus bienes y en sus hombres? ¿Y dónde aquellos caudillos manejadores del rebaño (…)?»77 La alusión a Roca, resulta evidente. Se ubica Atlántida así adentro del espacio representado por una prensa que -sin dejar de tener carácter académico- se muestra motivada y participativa frente a la coyuntura política.78
Los apoyos, de todos modos, no resultan incondicionales, y a medida que avanzan los meses, David Peña comienza a dar cuenta de los cuestionamientos cada vez mayores que sufre un presidente debilitado y enfermo, y finaliza creando estado -al igual que otros medios de prensa- a favor de la renuncia del presidente Roque Sáenz Peña.79
El Ateneo Nacional y el momento de la sociabilidad asociativa
A mediados de 1913, cuando Atlántida promediaba su tercer año de vida, David Peña se embarcó en un nuevo proyecto cultural que lo absorbió con entusiasmo, y que de alguna manera venía a ser el complemento de la fundación de la revista. Se trata de un nuevo espacio de sociabilidad intelectual, el Ateneo Nacional, cuya creación es anunciada en el número 30, de junio de 1913.
Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX fueron fecundas en la Argentina en el surgimiento de asociaciones de diverso tipo, entre ellas, las culturales, que hacia la segunda década del siglo XX comenzaron a adquirir un carácter más definido en cuanto al grado de institucionalización y especialización disciplinar.80 En ese contexto hay que ubicar la creación del Ateneo Nacional. Diez meses antes, una iniciativa similar, que contó con la presencia en Buenos Aires de Rubén Darío, había dado nacimiento al Ateneo Hispano-Americano, como símbolo de unidad espiritual entre España y América.81 En ese momento, Atlántida había rescatado esa noticia, haciéndose eco de una idea que Peña trataría de imitar al año siguiente, aunque centrándola en el espacio cultural argentino, en otra muestra de que el interés por lo nacional desdibujaba en sus proyectos el impulso americanista.
Fundado el día 8 de julio de 1913 e inaugurado el 25 de octubre, Peña convocó a participar en el Ateneo Nacional a destacadas personalidades. Resulta llamativo el listado de autoridades designadas para el Ateneo, que se distribuían entre su junta directiva y sus distintas secciones. Como si David Peña hubiese querido comprender en ellas a todo lo más distinguido y selecto de la sociedad y de la cultura argentina. Sin ánimo de exhaustividad, se puede mencionar a Manuel Derqui, Salvador Barrada, Martiniano Leguizamón, Roberto Giusti, Ricardo Lezica Alvear, Carlos Alberto Leumann, Mario C. Gras, Alfredo L. Palacios, Julio A. Costa, O. R. Amadeo, C. del Campo, Luis Agote, Pedro S. Palacios (Almafuerte), Marco M. Avellaneda, Carlos F. Melo, Ricardo del Campo, Martín Aldao, Manuel Gálvez, J. Benjamín Zubiaur, Alberto Gerchunoff, Enrique Ruiz Guiñazú, Teófilo T. Fernández, Juan B. Ambrosetti, Alberto Ghiraldo, Jorge F. Shöle, Francisco Roca, José Figueroa Alcorta, Vicente G. Quesada, Joaquín V. González, Rodolfo Rivarola, Estanislao S. Zeballos, Baldomero Llerena, Samuel Lafone Quevedo, Rafael Obligado, José M. Ramos Mejía, Calixto Oyuela, Leopoldo Lugones, Norberto Quirno Costa, Adolfo E. Dávila, Jorge A. Mitre, Lucio V. López, Dardo Rocha, E. del Valle Iberlucea, Antonio Dellepiane, José Ingenieros, Luis María Drago, Ernesto Quesada, Norberto Piñero, Rafael Calzada, Juan B. Terán, Diógenes Découd, Lucas Ayarrragaray, Lorenzo Anadón, Pedro N. Arata, Marcial R. Candioti, Adolfo P. Carranza, Dardo Corvalán Mendilaharzu, Manuel Carlés, Ernesto Pellegrini, Ricardo Rojas, Ricardo Levene, Clara G. de Bischoff, Raquel Camaña, etc.82
La creación se acompañó desde Atlántida con una serie de artículos académicos y de documentación sobre la historia e importancia de este tipo de instituciones, de modo de contextualizarla y dotarla de significado histórico, refiriendo el surgimiento de la Academia en Paris en el siglo XVII (Tomo XII), explicando la experiencia del Ateneo de Madrid (Tomo XIII), y rescatando un escrito de Bernardo de Monteagudo y Juan María Gutiérrez sobre «Sociedades literarias», y un discurso de Francisco José Planes sobre la «Sociedad patriótico-literaria» (Tomo XIII).
La nueva institución, establecida con el carácter de centro de estudios generales, científicos y literarios, filosóficos y artísticos, y organizada bajo el modelo del Ateneo de Madrid, poseía amplios objetivos: creación de una biblioteca general y especial, formación de bibliotecas populares, organización de conferencias, fomento de excursiones escolares y universitarias, instalación de una escuela de bellas artes, un archivo de documentos históricos, impresión de obras literarias y científicas, representación del instituto bibliográfico de Bruselas y sección especial de canje.83 Para instalarla, Peña consiguió alquilar una importante y bien ubicada casa en Buenos Aires, y logró que a la inauguración asistiera una nutrida y selecta concurrencia. Las fotos poblaron las páginas de Atlántida.
La revista se trasformó en publicación oficial de este Ateneo, con la idea de que difundiera sus actividades y conferencias. Tal como explica el número 36, de diciembre de 1913, la transferencia de Atlántida se realizaba «para que sirva especialmente de órgano a la producción intelectual de sus asociados, sin perder por ello su condición actual de independencia e imparcialidad con que ha estado y desea continuar al servicio público.» Al considerar que, en sus tres años, Atlántida había cumplido los objetivos para los que había sido creada, «era lógico que estos dos instrumentos de la inteligencia, el Ateneo y la Revista, se juntaran por la identidad de sus fines.»84
De esta manera, a partir de diciembre de 1913 comenzaron a aparecer publicadas las conferencias pronunciadas en ese ámbito: «El ideal latino y el ideal moderno», del rumano radicado en Argentina Teófilo Wechsler, «Alquimistas medioevales», del español Salvador Barrada, y «La música argentina», del propio David Peña (Tomo XII). En ese mismo número se publicó el Plan de trabajos para el quinquenio 1914-1919, las Secciones y las Bases de la institución, que ponen en evidencia que el Ateneo perseguía ambiciosos fines. A partir de enero de 1914 se comenzaron a publicar noticias de la Secretaría del Ateneo.
Paralelamente, Atlántida dejó de recibir el financiamiento de Coni Hnos. Al iniciarse en 1914 el cuarto año de vida, el director explicó que Fernando y Pablo Coni se separaban de la edición, de modo que quedaba como «dueño exclusivo de la publicación y de su título».85 Otras publicaciones dieron cuenta de la novedad, mostrando el reconocimiento que merecía por entonces Peña en los espacios de la intelectualidad porteña. Así lo hizo Nosotros, que se refirió a los logros de Atlántida y a los cambios operados en su proceso editorial, en una valoración positiva de la revista: «Con seriedad y elevación, Atlántida ha cumplido su programa: ser una revista de biblioteca, una publicación que equivalga al libro, en la cual, junto a las firmas de los escritores del día, halle el lector las páginas más bellas de los hombres de ayer. Ha exhumado así, Atlántida, numerosas producciones literarias del pasado, con lo que ha prestado un valioso servicio a los curiosos de las cosas que fueron».86
A partir de allí, comenzó el esfuerzo por conseguir suscriptores y patrocinantes, tal como queda evidenciado en el número 40 de la publicación, de abril de 1914, que sin embargo ya se resiente de la falta de recursos. El ejemplar, impreso en los Talleres Gráficos de Selín Suárez, se reduce de 160 a 105 páginas; además, informa sobre las condiciones y precios de suscripción y ofrece un reducidísimo número de avisos publicitarios (2) entre los que se descubre como patrocinante al responsable de la publicación. Por entonces, el valor de la revista era de 2,50$ el ejemplar. La suscripción semestral era de 12 o 14 pesos, ya fuese para la Capital Federal o para el Interior, y la anual, de 20 o 24 pesos, respectivamente.
Tiempo atrás se había conseguido un evidente logro, con la inclusión para la revista de un subsidio anual de 3.600$ en la Ley de Presupuesto General para 1913, aprobada por el Congreso Nacional en junio.87 Ese dinero alcanzaba para cubrir una tirada aproximada de unos 150 ejemplares por mes, lo que no llegaría a cubrir los gastos de edición, pero resultaría un cierto desahogo para su director. Los dineros, sin embargo, se hicieron esperar. Recién más de un año después, en agosto de 1914, un Acta de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares dio cuenta de la existencia de ese subsidio, que era a dicha Comisión a la que le correspondía diligenciar, fijando la cantidad de ejemplares a adquirir.88 Un poco más tarde, en dichas Actas quedó registrada la suscripción a la revista y el pago correspondiente al primer trimestre de 1914.89 Esta Comisión se ocupó de distribuir en bibliotecas del país el lote de revistas que recibió a cambio de la suscripción, según se puede colegir de una nota de la Sociedad Sarmiento de Santiago del Estero, en la que se solicitaban nuevos números de la publicación a partir del tomo XIV para poder completar la colección.90 Sin embargo, lamentablemente, el subsidio había llegado excesivamente tarde y la cuestión económica parece haber sido irresoluble para la administración de la revista, por lo que aquel número 40 resultó ser el último de la publicación.
El Ateneo sobrevivió a Atlántida por un tiempo más, pero al desaparecer la revista, se perdió una fuente inestimable para conocer más de cerca el desenvolvimiento de esta institución. Rastros han quedado en el archivo epistolar de Peña, que lo muestran a éste convocando a posibles conferencistas y colaboradores, como a José Ingenieros, avanzado el año 1914, y todavía en abril de 1916, a Ernesto Quesada, a través de solicitudes que con frecuencia se chocaban con elegantes disculpas de unos amigos que se encontraban sobrecargados por los compromisos contraídos.91 Finalmente, también sucumbió el Ateneo, según surge del testimonio de Manuel Gálvez, debido a que Peña acometió ese proyecto como muchos otros, con más empuje que cálculo de las posibilidades.92
Consideraciones finales
A lo largo de este artículo se ha procurado realizar una presentación general de Atlántida, una revista cultural argentina hasta el momento poco estudiada, de la cual se han señalado las principales características e identificado tres momentos clave de su existencia. Propósitos americanistas y motivaciones y preocupaciones nacionales aparecen tensionados en los fines de esta revista, cuyo origen se presenta dinamizado por el clima festivo y la efervescencia intelectual que rodea al Centenario de Mayo y al ciclo de las conmemoraciones que se proyecta hacia 1916. En su trayectoria, se ve movilizada por la política reformista encarada por el presidente Sáenz Peña, a la que adhiere con entusiasmo, y más tarde se reorienta para transformarse en órgano de difusión de las prácticas de la sociabilidad asociativa en auge por entonces. En todas estas orientaciones, resulta fundamental el carácter que le imprime a la revista su fundador y director, David Peña, un hombre con profundas inquietudes culturales y dilatadas vinculaciones políticas e intelectuales, que lleva adelante a Atlántida, y al Ateneo Nacional que funda luego, con un ferviente compromiso personal. Esto hace que la revista se ofrezca como un producto cultural que, considerado en relación con la obra escrita (en parte difundida a través de la misma revista) y otras actividades de su fundador, facilita delinear los contornos de éste como agente cultural, profundizando en una figura aún poco conocida de la intelectualidad argentina de entresiglos. En su defecto, la lectura de Atlántida no aporta demasiadas pistas sobre redes intelectuales -a nivel nacional o internacional- que se hayan configurado o fortalecido al correr de sus páginas, ni hace explícita la existencia de un equipo editorial por detrás de la fuerte impronta que le marca Peña, y sólo permite descubrir el nombre de algunos jóvenes colaboradores y cantidad de personalidades como autores.
Con respecto al impulso americanista que enuncia la revista en su Prospecto, y que se aplana al correr de las páginas, cabe consignar que se encuentra moldeado por afinidades ideológicas (sintonía de Peña con intelectuales liberales de otras naciones) y tendencias panamericanas, aunque demuestra también una paulatina revalorización de la herencia española, que lleva al director a irse despojando de la tradición antihispanista decimonónica. La densidad del momento cultural, conmemorativo, político e historiográfico en el que ve la luz Atlántida conducirá, de todos modos, a que Peña se decante decididamente por lo nacional, dejando trunco aquel propósito de unir intelectualmente el «alma de la América».
En lo historiográfico -una de facetas fuertes de la revista por la vocación historiadora de su director y por el momento conmemorativo en el que nace- Atlántida es producto de un momento de transición, que recoge la herencia de los grandes historiadores del siglo XIX, pero a la vez da cabida a quienes representan la renovación que pronto se plasmará en la Nueva Escuela. En sintonía con su concepción de la historia, Peña concibe a la revista como un documento de su época, y también como un instrumento para recopilar fuentes a ser utilizadas cuando las condiciones de producción historiográfica permitan componer una historia argentina que supere al relato testimonial y de partido. El propósito reivindicatorio es central en toda la producción de Peña, quien se vale de la tribuna que le brinda la revista para reforzarlo y difundirlo.
La toma de posición frente a la sanción de la Ley Sáenz Peña sirve para ilustrar un modo de intervención política utilizada por un intelectual simpatizante con el sector reformista, valiéndose para ello de los instrumentos de que disponía como productor cultural.
Por último, la fundación del Ateneo Nacional fue un golpe de audacia del director, con la idea de amplificar las irradiaciones culturales de la revista, que al final vino a resultar un golpe mortal para ésta. Los problemas de índole económica se constituyeron así en uno de los principales obstáculos para la supervivencia de dos emprendimientos que representaron experiencias sumamente interesantes de sociabilidad intelectual y de circulación de ideas, de ejercicio historiográfico y compromiso con la realidad presente, y de testimonio documental de los modos de producción cultural de la época del Centenario.