Introducción
En 1993, el filósofo americano Patrick Dust realizó una de las primeras comparaciones entre la filosofía de la técnica de Ortega y Gasset con la de algunos pensadores americanos, a saber, Albert Borgmann, Michael Haim, y Don Ihde.1 Dust indica que, mientras los dos primeros siguen una línea de pensamiento influenciada por el misticismo del segundo Heidegger, Ihde se inclina por desarrollar una filosofía de la tecnología siguiendo al Heidegger de Ser y Tiempo. Por un lado, Dust critica a Borgmann y Haim en la medida en que los acusa de seguir a un Heidegger excesivamente poético que subraya las formas de revelarse del ser desembocando en la forma tecnológica de Ge-Stell. Esta forma es la dominante en el mundo tecnológico contemporáneo, donde la realidad se revela como un simple recurso, o «reserva permanenteгe».2 Por otro lado, si bien Ihde tiene una postura pragmática que se aleja de Heidegger al destacar las formas concretas en que el ser humano se relaciona con la tecnología, Dust dice, «Por mi parte, confieso que no creo que sea necesario volver a inventar la rueda. Solo es necesario descubrir la filosofía de la técnica de Ortega y Gasset».3 Aquí, Dust se está volcando a la famosa frase Orteguiana donde se resume todo el proyecto filosófico del madrileño: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»,4 que captura, para Dust, la relación que los seres humanos deberíamos tener frente a un mundo cada vez más compuesto y mediatizado por diversos aparatos y sistemas técnicos. Esto significa que en vez tener una actitud nostálgica frente a la tecnología -como parecen manifestar Heim y Borgmann5-, deberíamos, como el título del artículo de Dust lo indica, «amar lo artificial»; es decir, tener una relación de aceptación de nuestra condición tecnológica humana.
Ya Ortega había definido la naturaleza humana como algo inexistente e intrínsecamente histórico,6 donde el individuo, como náufrago en una vida que es irrenunciable problema, debe definirse a sí mismo. Por tanto, «El hombre, entonces, es inventor ab initio, y su destino es aceptar esa verdad y entregarse a la tarea de transformar, en la medida en que sea posible, su situación. Su destino es crearse un mundo donde pueda conquistar una felicidad relativa, donde pueda, en fin, crear cultura aquí contra la técnica, que es nada menos que nuestra reacción metafísica a una situación igualmente metafísica, nuestra reacción humana a la vida como problema».7
Para Dust, mientras que Borgmann y Heim no hacen más que buscar salidas casi místicas al modo del segundo Heidegger, Ortega toma una postura realista que entra de lleno en la problemática de la condición tecnológica humana, en base a su filosofía de la razón histórica. Ortega «optó por aceptar nuestra vida como la separación irremediable que es y decidió hacer todo lo posible por convertir esa diferencia que somos en algo positive».8 Lo que Dust dice es que en Ortega encontramos una solución óptima y sensata frente a la tecnología, que reconoce al ser humano como el «centauro ontológico» que efectivamente es: «Querámoslo o no, nosotros, los hombres de fines del siglo XX, somos una mezcla a la vez fabulosa y espantosa de la naturaleza y el artificio humano. Si no aceptamos las consecuencias de esto, si no aprendemos a amar, en el mejor sentido, lo artificial, entonces nada va a cambiar y nuestra historia será una repetición de lo que siempre ha sido».9
A pesar del elaborado argumento de Dust, creo que es apresurado descartar de lleno la visión de la tecnología a la cual nos introduce Borgmann particularmente. De hecho, Dust reconoce que éste se aleja de su coterráneo Heidegger en la medida que define «prácticas focales» en torno a «cosas focales»,10 a través de las que se puede poner freno a la dominación tecnológica del mundo. Ejemplos de estas que da Borgmann son la cultura de la mesa, la jardinería, correr, senderismo, asistir a un templo sagrado, pescar con mosca, etc.11 Si bien éstas prácticas focales involucran artefactos técnicos (ya que, por ejemplo, precisamos zapatos livianos para hacer senderismo), al mismo tiempo permiten intervenir en la constitución tecnológica del mundo, no solo manteniendo una misteriosa relación con el Ser -como mantuvo el segundo Heidegger, donde «solo puede salvarnos un dios»-12 sino vinculándose con él y revelándolo en formas verdaderamente significativas. Por lo tanto, no es acertado decir que Borgmann sea un tecnófobo -ya que para él rechazar el tener agua corriente al girar una canilla sería absurdo- sino que señala que los rendimientos marginales de cada vez más tecnología en la vida social y personal son decrecientes.13 En otras palabras, los beneficios que obtenemos por más aparatos son cada vez menores; y eso es algo que lo une a Ortega. Como escribe Dust: «La inversión característica que vivimos nosotros hoy puede describirse así: en vez de poner nuestra técnica al servicio de ideales humanos, vivimos de acuerdo con las demandas que ella nos impone (la eficacia, la rapidez, la productividad máxima, etc.). En vez de inventar para vivir: nosotros vivimos ya para inventar. Ortega tenía y sigue teniendo razón. La técnica nos oprime como una plaga de la naturaleza».14
Por ello, en este artículo voy a describir cómo Borgmann y Ortega coinciden considerablemente en sus respectivos pensamientos, especialmente sobre lo que Borgmann define como aquellas cosas y prácticas focales que evidencian el patrón perjudicial de la creciente dominación tecnológica del mundo. Para ello, hay que desviarnos de lo que sería la dirección más obvia en el pensamiento orteguiano, es decir, sus meditaciones sobre la técnica, y buscar pistas en otros escritos del español (si bien es cierto que, como bien nos dice Alonso Fernández, el pensamiento de Ortega sobre la técnica se extiende a lo largo de su obra15). Me detendré en tres de ellos: El Origen Deportivo del Estado; Prólogo a 20 años de caza mayor, del Conde de Yebes; y Conversación en el Golf o la idea del Dharma, e intentaré demostrar que se puede establecer una conexión clara entre Borgmann y Ortega.
En las siguientes secciones presentaré esbozos de la filosofía de ambos pensadores, y presentaré los textos del madrileño arriba mencionados para luego indicar cómo se refieren a cosas y prácticas focales que ponen freno a la creciente mediatización tecnológica del mundo. De esta manera, a diferencia de lo que planteó Dust en 1993, intentaré hacer evidente cómo los dos filósofos describen estas cosas y prácticas focales como parte imprescindible de lo que nos constituye como humanos, ya que nos arraigan en el mundo y definen el buen vivir. Al definir e identificar a las cosas y prácticas focales, el objetivo de este artículo es también contribuir a responder la inquietud de Alfredo Marcos: «Nunca ha sido más urgente pensar la naturaleza humana, para evitar la pérdida de la misma por la vía de los hechos».16 Propongo así evidenciar cómo la «salvación de la circunstancia» -que es la tarea del héroe que Ortega describe en «Meditaciones del Quijote»-17, se realiza a través de cosas y prácticas focales que nos revelan el mundo en su auténtica realidad o «presencia imponente»,18 como las describe Borgmann, y es allí donde se evidencia una naturaleza humana que va de la mano con el buen vivir.
La filosofía de la tecnología de Albert Borgmann: prácticas focales vs. paradigma de los dispositivos
Albert Borgmann es un filósofo social y cultural que en su vasto corpus de pensamiento que abarca 5 libros y una miríada de artículos,19 analiza el relacionamiento del ser humano con el mundo en un contexto de creciente circunstancia tecnológica: «Si queremos medir la condición humana en nuestro tiempo, la “tecnología” es un término evocativo y útil para lo que es distintivo de la cultura contemporánea en general».20 Según Borgmann, la tecnología es una fuerza cultural, un paradigma -como describiré a continuación- cuya creciente intromisión acaba provocando un distanciamiento de cosas y prácticas que define como focales,21 es decir, situaciones y actividades de profundo compromiso que hacen que la vida valga la pena.
En su ampliamente citado y comentado «Technology and the Character of Contemporary Life», de 1984, Borgmann ve un patrón en la tecnología moderna que describe como un paradigma «inherente a la manera dominante en que nos enfrentamos al mundo22 en la era moderna».23 Dentro de este paradigma, define dispositivos24 que se contraponen a las cosas focales. El cambio de la modernidad hacia la posmodernidad, para Borgmann, se caracteriza por el creciente uso de dispositivos y sistemas técnicos que crean un constante alejamiento del ser humano de su realidad concreta al eliminar los contextos locales de acción:25 «…el progreso tecnológico ha consistido en una transición del relacionamiento26 con cosas en su contexto hacia el consumo de mercancías27 que están disponibles en cualquier lugar y a cualquier hora».28 A través de maquinaria generalmente oculta, los dispositivos convierten la realidad en una mercancía. El ejemplo que utiliza Borgmann para ilustrar este paradigma es la provisión de calor. Es un ejemplo que prima facie quizás parece anticuado, pero que retrata claramente la implicación moral del patrón tecnológico identificado en el paradigma de los dispositivos.
En el pasado, las casas tenían una estufa29 que producía calor, se usaba para cocinar, y era el corazón del hogar. La estufa exigía habilidades para seleccionar la madera, cortarla, y transportarla. También exigía la participación de toda la unidad familiar. La familia se reunía luego junto a la estufa para comer, charlar, contar historias, etc. Pero ahora, en muchas partes del mundo, las personas nos desembarazamos de todo este trabajo gracias a la calefacción central a través de la cual recibimos calor sin esfuerzo.30 Por el contrario, una estufa encendida exige de nosotros paciencia y ciertas habilidades. Además, el armado de un fuego en una estufa, no es una actividad aislada, sino que forma parte de una red que forman los humanos con su contexto natural, que reúne a la vez medios y fines.31 Por tanto, la sensación que provoca una estufa de leña no tiene parangón; exige que la gente se reúna a su alrededor y es un punto focal que centra el ser.32
La diferencia que preocupa a Borgmann como patrón social y cultural de relacionamiento con el mundo es que, la calefacción central como sucedáneo moderno de las estufas, responde a mecanismos usualmente desconocidos por aquellos que disfrutan de su producto (calor) y requiere de personal especializado para su instalación y reparación. Se basa en la separación de medios y fines, transformando la realidad en una mercancía. En cambio, cuando uno se relaciona con una cosa focal, hay una especie de presencia imponente33 que contrarresta los dispositivos. Mientras que estos reducen la realidad a algo predecible, controlable y manipulable,34 las cosas focales y las prácticas que estas conllevan requieren de esfuerzo, compromiso, paciencia y atención. Borgmann sostiene que, solo haciendo lugar para cosas y prácticas focales, es que se puede vivir una buena vida.
Por ahora, parecería que Borgmann es un romántico nostálgico, pero calificarlo de esa manera sería un error, ya que constantemente reconoce las virtudes de la tecnología en diferentes campos. Ciertamente es un gran avance acceder al agua al girar un grifo sobre todo cuando se lo campara con sacar agua de un pozo; o poder comprar ropa en vez de tener que hacerla nosotros; o poder viajar más rápido y más lejos de lo que se puede a caballo (como señala Heikkerö35). Por tanto, es capital entender que Borgmann no es un ludita sino un agudo observador de la sociedad y la cultura, que ve que los beneficios que obtenemos de un grado cada vez mayor tecnología tienden a ser cada vez menores, y que, infaliblemente, la tecnología nunca podrá ser reformada desde el mismo paradigma de los dispositivos. Borgmann no aboga necesariamente por volver a «estufas de leña o similares; más bien, desafía el empleo ilimitado e irreflexivo de dispositivos. Si estamos hechizados por la promesa del enriquecimiento tecnológico, un mundo que felizmente nos exige cada vez menos en términos de habilidad, esfuerzo, paciencia o cualquier tipo de riesgo, la lógica del dispositivo da como resultado una forma de vida desarraigada».36
El precio que pagamos por tecnología ubicua, entonces, es la pérdida de compromiso, de profundidad, de excelencia, de las habilidades y el significado de la vida en general. La paradoja es que en la medida que los dispositivos ofrecen más control sobre nuestras vidas, más sucumbimos a un paradigma que nos controla a nosotros mismos. En efecto, la democracia liberal va de la mano del paradigma de los dispositivos ya que la igualdad social se mide de acuerdo con el consumo de mercancías, dejando de lado las oportunidades en donde las cosas y prácticas focales puedan florecer.37 Además, dado que el liberalismo no define lo que es el buen vivir, el paradigma de los dispositivos subrepticiamente gana terreno cuando la auto-realización se reduce a meras elecciones de consumo.38
Para Borgmann, la fuerza de este paradigma es contrarrestada por el cultivo de cosas y prácticas focales que tienen el poder de centrar la vida.39 Algunos otros ejemplos que nos brinda de cosas focales son la catedral, el templo y la naturaleza. Todos estos elementos reúnen de una forma elocuente el espacio y el tiempo; nos sitúan en un contexto específico. Estas cosas pueden dar soporte a prácticas focales a través de las que los seres humanos pueden comprometerse con la realidad, ya que tienden a implicar «disciplina y habilidades que pueden ser ejercitadas en una unidad de realizaciones y disfrutes que involucran la mente, el cuerpo y el mundo, míos y de otros, en una unión social».40 Por ejemplo, cuando una familia o cualquier tipo de comunidad se reúne a la mesa, compartiendo comida casera, hay una especie de gracia que cae sobre todos los presentes en ese momento. Esto se expresa con la necesidad de brindar o recordar a los que no están presentes y se desea que estén allí, como explican Dreyfus y Spinosa:
(Cuando) un evento focal como una comida familiar está funcionando hasta el punto en que tiene su integridad particular, uno se siente extraordinariamente en sintonía con todo lo que está sucediendo. Una gracia especial se hace cargo y los eventos parecen desarrollarse con su mismo impulso. Esta combinación hace que el momento sea como un regalo. Surge un sentimiento reverencial; uno se siente agradecido por recibir todo lo que esta situación en particular saca a relucir. Tales sentimientos se manifiestan con frecuencia en prácticas como el brindis o en desear que otros se unan en ese momento. 41
Borgmann describe este tipo de comunidades de celebración como «focos de resistencia a la emergente tecnocultura posmoderna, ya que, contra a su banalidad penetrante, superficialidad, individualismo y consumismo, ofrecen compromiso con la excelencia, profundidad y comunalismo celebratorio».42 Por tanto, la filosofía de Borgmann destaca la necesidad de tener en cuenta la cultura material, que está intrínsecamente relacionada con la ética, ya que influye profundamente en las formas en que las personas se relacionan con el mundo.43 De hecho, la «ética real» se manifiesta en las decisiones que toman tanto las sociedades como los individuos cuando construimos y diseñamos nuestro mundo material. La base de la ética «real» se encuentra en lo que Borgmann denomina el Principio de Churchill: «damos forma a nuestros edificios y luego ellos nos dan forma a nosotros».44 Esto es lo mismo que decir que el mundo material no es neutral, sino que implica valores de lo que es vivir una buena vida:45 «Hay una necesidad de transformar el ambiente físico más conducente hacia el vigor del cuerpo, hacia la concientización cultural, y las interacciones comunales. Pero esta es tarea de la ingeniería civil y el planeamiento urbano».46
El problema moral fundamental para Borgmann es inherente a cómo la cultura material da forma a la agencia moral a través del paradigma de los dispositivos. Por ejemplo, dar espacio a centros comerciales y cadenas de comidas rápidas evita la conexión con una comunidad local, y entonces termina dominando la desconexión.47 «Necesitamos ser arquitectos que se dediquen al diseño y la economía de un entorno que favorezca el buen vivir»48 y que podamos diseñar espacios privados y públicos para que «nos inviten a apropiarnos y disfrutarlos con el cuerpo y la mente».49
Ya dijimos que para Borgmann, a través de las cosas y actividades focales se pone freno a la mercantilización moral50 definida como el desapego de una cosa o una práctica de su contexto de compromiso en un tiempo, un lugar y una comunidad.51 Pero, ¿quién establece qué prácticas y qué cosas son focales? La respuesta de Borgmann es que son testimoniales;52 uno simplemente las siente y no puede forzar a que los demás las sientan.53 Borgmann explica que las identificamos al percatarnos de que, cuando estamos inmersos en ellas, «(1) no hay ningún lugar en el que preferiría estar; (2) no hay nadie con quien preferiría estar; (3) no hay nada que preferiría hacer; (4) y esto lo recordaré bien».54
En resumen, para Borgmann hay un patrón tecnológico que estructura la vida moderna; lo define como el «paradigma de los dispositivos».55 A través de este paradigma, los dispositivos nos otorgan mercancías sin disciplina ni esfuerzo y sin que sepamos -en la mayoría de los casos- cómo funciona la maquinaria de la que la obtenemos. Por ejemplo, el sistema de calefacción central mejor funciona cuando menos notamos su presencia; o cuando compramos un pedazo de carne en el supermercado sin tener la más mínima idea del proceso de cría industrial, logística, etc. que hay detrás. La tecnología progresa, entonces, demandando menos de sus usuarios y brindando más mercancías. Como resultado, medios y fines se desacoplan totalmente.
Borgmann insiste en que los dispositivos no son el camino para alcanzar la buena vida. Por el contrario, los dispositivos producen un paradigma donde la vida moderna queda sin un centro focal, sin una base que nos conecte con la realidad; la vida y la propia identidad se transforman en fragmentos aislados.56 La buena vida se alcanza a través de actividades que requieren nuestro esfuerzo y compromiso, y este es el dominio de las cosas y prácticas focales. En el trasfondo de una realidad cada vez más mediatizada por la tecnología y consecuentemente estructurada en base al paradigma del dispositivo, las cosas y prácticas focales «brillan por su ausencia»57 y se hacen cada vez más añoradas e imprescindibles.
Además, el mundo contemporáneo está amenazado por cambios globales impredecibles como el climático, producto de una nueva era geológica definida como Antropoceno y caracterizada por el impacto de la actividad humana en todo el sistema terrestre. Borgmann advierte que estos cambios globales abren cada tanto un «claro» dentro de la niebla de la tecnología, y principalmente, dentro de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC):
…el atractivo de las TIC podría estar desapareciendo. Existe un ciberespacio paralelo a la saturación de bienes. Todas las necesidades humanas posibles han sido descubiertas por las nuevas empresas de tecnología y satisfechas hasta el desbordamiento. Se han comercializado todos los dispositivos posibles, diseñados para hacer que las TIC sean ubicuas, instantáneas y fáciles. El mundo en general no es más que un rugido distante y creciente. Hasta ahora, cuando estalla en una crisis, la niebla de la distracción se perfora solo para cerrarse nuevamente.58
La solución pasa, para Borgmann, por un nuevo «reconocimiento de la realidad» en su presencia imponente59 que nos oriente: «El reconocimiento de la realidad es el estado de ánimo esperanzador en el Antropoceno, y se asienta en un estado fundamental de responsabilidad arraigada en un context».60
Pasemos a continuación a describir brevemente la filosofía de Ortega, para poder luego detallar en qué forma coincide con lo que nos dice Borgmann.
La filosofía de la tecnología de Ortega y Gasset
Ortega fue uno de los primeros filósofos en prestar atención al tema de la técnica como aspecto consustancial al ser humano. Para comprender el pensamiento Orteguiano sobre este tema, es necesario repasar su proyecto filosófico para luego poder vislumbrar cómo se asemeja a las ideas de Borgmann.
Para Ortega, el ser humano no tiene naturaleza sino historia.61 Estamos determinados histórica y socialmente, y nuestras vidas conllevan proyectos co-construidos junto con nuestras circunstancias. Recordemos la expresión fundamental de Ortega, resumen de su filosofía: «yo soy yo y mi circunstancia; y si no la salvo a ella, no me salvo yo».62 Para Ortega, cada cual debe ocuparse de las cosas que encuentra a su alrededor, quiéralo o no; en eso consiste el ser humano. Esto exige autenticidad y responsabilidad de un individuo que hace su vida con circunstancias que implican ideas, creencias, la propia subjetividad, el cuerpo, técnicas, la generación a la cual se pertenece, etc.
En este proyecto, Ortega intentó reconciliar la razón moderna, abstracta y estática, con el dinamismo y fluidez de la vida, superando así tanto al realismo como al idealismo. De hecho, llamó a esta empresa «El Tema de Nuestro Tiempo».63 Mientras que el realismo asumía como fundamental una realidad objetiva externa, el idealismo afirmaba que la realidad era un producto de la mente humana proyectándose hacia adentro. Frente a esta dicotomía, Ortega propone que las cosas no pueden ser independientes del sujeto que las percibe, pero tampoco puede ser pura autoconciencia. La verdadera «realidad radical» es la vida humana, que consiste en la interrelación constante entre el sujeto (yo) y la circunstancias, inseparables y mutuamente constituidos; un continuo diálogo con las cosas. Es decir, otras realidades aparecen en mi vida, y tengo la responsabilidad hacer algo con ellas. La vida humana es, desde la perspectiva orteguiana, un devenir constante en el que tenemos que situarnos como seres responsables.
Partiendo de la vida como realidad radical, el sistema filosófico de Ortega es el «raciovitalismo», a través del cual presenta una alternativa al discurso filosófico de la modernidad. Ortega rechaza precisamente el idealismo de Husserl en el que nuestra relación con el mundo es a través de la conciencia. Lo que propone el madrileño es que estamos esencialmente involucrados en el mundo directamente a través de nuestras acciones y no a través de representaciones.64 Su atención se centra entonces en la experiencia humana en términos de reciprocidad con la circunstancia mundana en la que está inmerso el individuo, formando un todo inextricable.
En virtud de habitar un mundo que no es de nuestra propia creación, nos vemos obligados a tomar decisiones de forma activa y a proyectarnos hacia el futuro. La razón, por tanto, está enraizada en la vida, de modo que el yo y las circunstancias son co-dependientes. Esto equivale a decir que la razón es esencialmente histórica y, por tanto, biográfica. Sólo se comprende a través del relato de lo que ocurre en la vida humana. Julián Marías explica esta idea señalando las diferencias de tres realidades muy distintas.
En otras ocasiones he comparado lo que dice un diccionario de tres realidades bien distintas: por ejemplo, “pentágono”, “lechuza”, “Cervantes”. Del pentágono, objeto ideal, da el diccionario una definición; de la lechuza, objeto real, cosa en el sentido usual de la palabra, da una descripción; de Cervantes, realidad personal, cuenta una historia. El diccionario da la “esencia” del pentágono: polígono de cinco lados; dice qué es la lechuza, cómo es, qué hace, cómo se comporta -se entiende, “la” lechuza, “cada” lechuza-; pero al hablar de Cervantes, nos hace una narración, nos cuenta dónde y cuándo nació, adónde viajó, dónde residió, con quién se casó, qué escribió, dónde y cuándo murió. Ahora bien, ¿cuáles son los supuestos de ese artículo del diccionario? Cuando leemos el nombre propio, “personal”, Cervantes, pensamos que es un hombre, y eso nos remite a una realidad determinada: cuanto se diga de Cervantes supone la teoría analítica de la vida humana, que está funcionando tácitamente para hacerlo inteligible. Esto es cierto, pero insuficiente: es verdad, pero no toda la verdad. Además de la teoría analítica o general de la vida humana, para hacer inteligible una biografía concreta se intercala toda otra serie de supuestos; son los que constituyen lo que llamamos “el hombre”.65
Una persona, entonces, es lo que le sucede; cómo lidia con las circunstancias que tuvo que vivir. Los seres humanos son «novelistas de sí mismos»,66 o lo que Ortega define aún más poéticamente como «centauros ontológicos»: el mundo en que vivimos no coincide con lo que es la naturaleza humana; es un ser cuya mitad está inmersa en la naturaleza, pero con la otra mitad trascendiéndola.67 De hecho, la naturaleza y el medio ambiente son extraños para los humanos, y en esta alienación, tenemos la necesidad de lidiar con ellas y fabricar nuestras circunstancias. El núcleo de esto es el hecho de que los seres humanos vivimos concomitantemente aquí y ahora, pero también en el futuro como proyecto.68 Tenemos una vida biológica determinada que nos pasa, así como una biografía que tenemos que fabricar; somos seres cuya vida es una tarea constante y este hecho nos hace responsables de nuestro ser y, por tanto, de nuestra historicidad. Pero para fabricar la circunstancia y, por ende, a nosotros mismos, necesitamos de la técnica.
La técnica es, entonces, un elemento central en el proceso de humanización. La existencia fundamental de los seres humanos implica la fabricación de su propio proyecto de vida, para el cual la tecnología es una segunda naturaleza. Esta necesidad primordial de tecnología reside en que los seres humanos vivimos en un mundo que no es ni completamente benévolo ni hostil, pero en el que ciertamente no estamos satisfechos. Si queremos vivir bien, necesitamos fabricar nuestros medios de vida y medio ambiente para lograr las circunstancias en las que queremos vivir. Es una tarea que requiere una actividad constante para mantenerse a flote dentro del «naufragio» que es la existencia humana.69
El ser humano es, para Ortega, un «animal enfermo» con la capacidad de «ensimismarse», es decir, de encerrarse en sí mismo, alejándose de las cosas, para crear un mundo interior. Esta capacidad de encerrarse en sí mismo le permite luego regresar al mundo, listo para la acción y para la operación tecnológica:
Gracias a (la técnica), y en la medida de su progreso, el hombre puede ensimismarse. Pero también viceversa, el hombre es técnico, es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia, porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su relación con ellas, para construirse un mundo interior.70
A través de las operaciones tecnológicas, los seres humanos crean una «sobrenaturaleza»71 no con el propósito de adaptarse mejor al medio, sino para adaptar el medio a ellos. El hecho es que los seres humanos no queremos meramente vivir en el mundo, sino que queremos vivir bien. La tecnología, entonces, consiste no solo en el esfuerzo para satisfacer necesidades naturales, sino que es necesaria para satisfacer otras necesidades que hacen a nuestra vida verdaderamente humana. Y estas necesidades, que para Ortega nos definen como los seres que somos, son superfluas.72 Esto también significa que la tecnología no es neutral, sino que está cargada de valores e interpretaciones de lo que es vivir bien,73 dado que los humanos estamos arrojados a circunstancias preexistentes. Como explica Julián Marías, la vida humana está hecha de su propio tiempo. Mientras que, por ejemplo, un tigre siempre es un primer tigre que estrena ser tigre, el hombre es heredero de experiencias humanas pasadas que condicionan su ser y sus posibilidades.74
La visión de la tecnología de Ortega también responde a su preocupación por los profundos cambios sociales que se estaban produciendo en Europa en las primeras décadas del siglo XX, los que deja formulados en su obra más famosa, La Rebelión de las Masas.75 Estos cambios incluyen una especie de inflación tecnológica que ocultaba los componentes naturales de la vida y que hacían al hombre ignorante de sus límites. Ortega define al hombre-masa como la encarnación del espíritu de una época que es fruto de estas circunstancias. El hombre de masas carece de ambición, sacrificio y superación personal; su capacidad de desear se anestesia, todo ello guiado por la fe en la pura razón técnica que deja al hombre inmerso en una incertidumbre fundamental, ya que su vida pierde todo sentido cuando la técnica es lo único que tiene. La capacidad técnica del hombre le permite ser lo que quiera y, por tanto, nada en particular. En otras palabras, la técnica no puede decirnos cómo vivir nuestras vidas; nos deja en el reino de la pura posibilidad.
Ortega, cosas y prácticas focales: el deporte, la caza y el golf
En tres escritos en particular, Ortega describe actividades que se pueden interpretar como prácticas focales, en torno a cosas focales, en el sentido en que las concibe Borgmann. Allí es donde se puede establecer una conexión clara entre estos dos filósofos (a pesar de lo que escribió Dust en 1993). Para ello, es necesario apartarnos un poco de los escritos del madrileño que versan estrictamente sobre la técnica y enfocarnos en escritos como El Origen Deportivo del Estado;76Prólogo a Veinte Años de Caza Mayor, del Conde de Yebes;77 y Conversación en el Golf, o la idea del Dharma.78
Recordemos que según Borgmann, las cosas y prácticas focales nos proporcionan un centro de atención y profundo compromiso; tienen una gravedad y presencia especial, y producen prácticas donde uno se sumerge individual y socialmente. Son aquellas cosas y prácticas que definen «el buen vivir». Ortega, por su parte, nos describe en los mencionados escritos, al deporte como una actividad esencialmente humana, la experiencia de la caza, y una anécdota corta de cuando fue invitado por unos amigos a un club de golf. Veamos en qué consisten y cómo representan cosas y prácticas focales.
El deporte como actividad focal
Como vimos, la vida humana para Ortega es un constante quehacer, ya que cada uno de nosotros es un náufrago que indefectiblemente tiene que hacer su vida con la circunstancia. El ser humano no solo quiere vivir, sino que quiere vivir bien, y para ello desarrolla la técnica. La técnica es la forma que tiene para liberarse de actividades utilitarias que mantengan su vida biológica, como asegurarse alimento y refugio o vestirse. Cuando esta soluciona sus problemas de subsistencia, el hombre puede desarrollar su vida propiamente humana (es decir más allá de sus necesidades naturales) con algo, y este algo es el deporte. Como explica Inglis: «Los seres humanos se vuelven más humanos cuando juegan, porque han elegido adoptar las reglas bajo las cuales se desarrolla la actividad deportiva, en lugar de operar completamente bajo las demandas de las condiciones de vida que no eligen».79
Con la práctica del deporte, el hombre se sumerge en una actividad anti-utilitaria, que es buena en sí misma y por tanto buena para nada en particular. El espíritu deportivo es, para Ortega, el ímpetu a través del que el hombre crea, avanza y progresa.80 El deporte consiste en reglas y exigencias auto-infligidas, y por lo tanto es un punto intermedio entre la gravedad de la vida y la trivialidad caprichosa del simple juego; es la actividad por la cual el ser humano se somete libremente a desafíos por placer, y donde se refleja más palmariamente su ser. Inglis explica que «el homo faber es siempre el primo empobrecido e infeliz del homo ludens, el hombre como jugador de juegos. Es en la búsqueda de actividades deportivas, no en el trabajo guiado instrumentalmente, que el hombre encuentra verdaderamente la satisfacción».81 Ortega nos dice:
Dejando a un lado las formas orgánicas y atendiendo solo a las acciones, la vida plena nos aparece siempre como un esfuerzo, pero este esfuerzo es de dos clases: el esfuerzo que hacemos por la simple delectación de hacerlo, como dice Goethe: «Es el canto que canta la garganta, el paso más gentil para el que canta»; y el esfuerzo obligado a que una necesidad impuesta y no inventada o solicitada por nosotros nos apura y arrastra. Y como este esfuerzo obligado, en que estrictamente satisfacemos una necesidad, tiene su ejemplo máximo en lo que suele el hombre llamar trabajo, así aquella clase de esfuerzos superfluos encuentra su ejemplo más claro en el deporte.82
Para Ortega, del deporte surge el Estado. Son los miembros de generaciones jóvenes, guiados por un «instinto de coetaneidad»,83 que sienten el ímpetu para «cometer empresas».84 Entonces, «ha lugar una de las acciones más geniales de la historia humana, de que han irradiado más gigantescas consecuencias: deciden robar las mozas de hordas ajenas. Pero esto no es empresa suave: las hordas no toleran impunemente la sustracción de sus mujeres. Para robarlas, hay que combatir, y nace la guerra como medio al servicio del amor. Pero la guerra suscita un jefe y requiere disciplina: con la guerra que el amor inspiró surge la autoridad, la ley y la estructura social».85
De este modo, Ortega explica cómo la sociedad humana no es una reacción a necesidades impuestas, sino que tiene origen en jóvenes que realizan hazañas, y se parece más a un «Atlétic Club».86 En otras palabras, el Estado emerge de prácticas que son buenas en sí mismas, que implican un compromiso, esfuerzo, habilidad al igual que las prácticas focales:
Si entendemos por trabajo el esfuerzo que la necesidad impone y la utilidad regula, yo sostengo que cuanto vale algo sobre la tierra no es obra del trabajo. Al contrario, ha nacido como espontánea eflorescencia del esfuerzo superfluo y desinteresado en que toda naturaleza pletórica suele buscar esparcimiento. La cultura no es hija del trabajo, sino del deporte. Bien sé que a la hora presente me hallo solo entre mis contemporáneos para afirmar que la forma superior de la existencia humana es el deporte.87
Por su parte, Borgmann identifica formas deportivas como actividades que conducen a la buena vida. Correr o hacer senderismo son, para el americano-alemán, formas intensivas de estar presente en el entorno que uno atraviesa, donde se está comprometido mental y físicamente. Para el corredor o el senderista, medios y fines, mente y cuerpo, están unidos; además, son actividades que deben ser cultivadas a través de esforzada práctica. Borgmann, habiendo sido corredor él mismo, dice que correr es «La unidad de logro y disfrute, de competencia y consumación, es solo un aspecto de la integridad central a la que correr nos restaura. La buena carrera involucra cuerpo y mente. Aquí la mente es más que una inteligencia alojada en un cuerpo. Más bien, la mente es la sensibilidad y la resistencia del cuerpo».88 Prácticas como esta pueden contrarrestar las formas de relacionamiento con el mundo en base al consumo que han surgido en nuestra cultura tecnológica, a la vez que no niegan la tecnología, ya que, por ejemplo, unos buenos zapatos, aerosol anti-osos, o una mochila ligera, hacen del correr o del senderismo más seguros y disfrutables. Al mismo tiempo, quien corre, no lo hace para todos lados y en todo momento. La cuestión es hacer un lugar para estas actividades y un uso selectivo de tecnologías para que estas no determinen nuestro relacionamiento con el mundo.89 Esto es algo en lo que Ortega estaría de acuerdo, ya que, como vimos, en La Rebelión de las Masas presta encarecida atención al hecho de que las técnicas modernas le quitan al individuo su proyecto vital. Examinemos a continuación las meditaciones de Ortega sobre la caza, donde se puede interpretar otro remedio contra la amenaza tecnológica.
La caza como cosa y actividad focal
La caza es connatural al ser humano. Actualmente, sin embargo, no es una actividad que se desarrolle para sobrevivir, sino que es una práctica deportiva y por tanto una ocupación para la felicidad, para divertirse.90 Blas González indica que, en sus reflexiones sobre la caza, Ortega nos recuerda que una vida que valga la pena ser vivida es una vida «en alerta consigo misma»,91 en el sentido de ser auténtica existencialmente. Al cazar, ponemos en suspenso nuestra humanidad y cultivamos la capacidad de asombrarnos con el mundo a nuestro alrededor y tratarlo con perspicacia, ya que «el hombre moderno debe mantenerse ocupado dado que el estatismo y la burocratización han hecho que la vida moderna se vacíe de sentido y propósito».92
Ortega define la caza como «lo que un animal hace para apoderarse, vivo o muerto, de otro que pertenece a une especie vitalmente inferior a la suya. Viceversa, esa superioridad del cazador sobre la pieza no puede ser absoluta si ha de haber caza».93 Asimismo, para que sea caza, «es menester que el animal procurado tenga su chance, que pueda, en principio, evitar su captura».94
En la caza, Ortega también describe componentes que han sido y son necesarios para esta actividad, como son las armas y el perro. Con respecto a las armas: «Pertenece a la moral de cazador cuidar su arma y elegirla bien; pero una vez hechas ambas cosas, no dar importancia al aparato agresor. Obsérvese el desdén con que habla de los que andan obsesos por adquirir la “última” arma y el cartucho más perfecto. Lo mismo respecto al “tirar”. También es mandamiento de la ética cazadora entrenarse con constancia y paciencia, para ser un buen tirador y conservar “la forma"».95 Pero, al mismo tiempo, el hombre se fue imponiendo restricciones para nivelar la caza; porque si el hombre supera abrumadoramente al animal, esta pierde su naturaleza: «El pescador que envenena el arroyo serrano para aniquilar fulminantemente, de un golpe, las truchas que en él se afanan, deja ipso facto de ser cazador».96
Ya hemos repetido que para Borgmann las actividades focales son aquellas que juntan medios y fines y hacen que la vida valga la pena; y Ortega, por su parte, nos dice prácticamente lo mismo: «Al deportista no le interesa la muerte de la pieza, no es eso lo que se propone. Lo que le interesa es todo lo que antes ha tenido que hacer para lograrla; esto es, cazar. Con lo cual se convierte en efectiva finalidad lo que antes era medio».97 Con la caza, el hombre retorna libérrimamente a una forma de vida primitiva; se toma una «vacaciones de humanidad».98 De hecho, el paralelismo entre Ortega y Borgmann no puede ser más evidente, ya que este último suele utilizar la pesca con mosca -muy practicada en su ciudad, Missoula, en el estado de Montana- como una actividad focal, por ejemplo, «el arroyo, o la trucha, es la cosa focal, la pesca con mosca es la práctica focal».99
Otro elemento focal importantísimo en la caza es el perro. En la sección del Prólogo que Ortega titula como De pronto, en este prólogo, se oyen ladridos, nos dice que «el hombre cierto día tuvo una inspiración genial, y para detectar al animal cautísimo recurrió al instinto de otro animal, solicitó su ayuda…. Merced a ello el hombre integra en su cazar el cazar del perro, y allí lleva la cacería a su más alta complicación, a su forma más perfecta. Viene a ser lo que en la música el descubrimiento de la polifonía»100 Ortega describe que, al ser incluido, el perro lleva la actividad venatoria a su plenitud, y se genera una suerte de simbiosis con el humano. El perro, al ser domesticado, se humaniza. Su ladrido «es ya un elemental decir…. En la domesticación, por tanto, ha adquirido el perro con el ladrido un casi-lenguaje, y esto implica que ha germinado una casi-razón».101
Es interesante en este punto detenernos un poco en el análisis que hace el filósofo inglés Roger Scruton sobre la caza, quien también la ha descrito inadvertidamente en términos Borgmannianos -como compuesta de cosas y prácticas focales- y Orteguianos, en la medida que nos conduce a algo que refleja nuestro ser. Su libro On Hunting es un homenaje a la caza de zorros que se práctica a caballo y con perros y que ha sido tradicional en la campiña inglesa. Allí describe cómo por medio de esta práctica se involucra a la comunidad, tradiciones locales, las distintas generaciones, el paisaje local, caballos, perros, vecinos, determinadas normas de cortesía y de vestir, etc.102
Scruton y Ortega están de acuerdo en que la caza es una práctica que nos lleva a nuestro pasado más primitivo. Ortega, por su parte, nos dice que nos remonta a una forma de ser que es en gran medida parte de lo que somos: «He aquí por qué caza usted. Cuando está usted harto de la enojosa actualidad de «ser muy siglo XX», toma usted la escopeta, silba usted a su can, sale usted al monte y, sin más, se da usted el gusto durante unas horas o unos días de “ser paleolítico"».103 Mientras que Scruton escribe: «el cazar me saca de mi soledad moderna y me arroja a una manada pre-moderna, compuesta por el caballo, el perro y el humano, cada uno compartiendo su don de emoción y dando todo a la persecución»104 Y, expresándose de una forma como lo podría hacer Borgmann, Scruton continúa describiendo que el cazar se da en oposición a la asfixiante artificialidad del mundo contemporáneo: «Hoy todos somos civilizados, es decir, todos hemos dejado el pliegue de la naturaleza y vivimos de los fondos del artificio humano… Vivimos en un mundo virtual. La televisión, las pantallas de computadora y el fondo hirviente de comodidades crean una ilusión de bienestar con el mínimo esfuerzo físico y espiritual. Nuestro alejamiento del orden natural es cada vez mayor. Y nuestra conciencia de lo que esto significa es cada vez menor.»105
Ortega nos recuerda que al cazador deportista no le interesa la muerte del animal, sino que caza para disfrutar del proceso. En clara analogía con las prácticas focales descritas por Borgmann, «…se convierte en efectiva finalidad lo que antes era solo medio».106 Scruton también coincide con Ortega en este punto, y lo expresa de una manera que resulta completamente paralela con el madrileño:
En el mundo civilizado, donde los alimentos no se cazan ni se recolectan, sino que se producen, la caza y la recolección se convierten en formas de recreación. Pero despiertan los viejos instintos y deseos, las viejas devociones y relaciones con nuestra y otras especies. Si el propósito de la pesca con caña es atrapar un pez, entonces, con qué sencillez se podría lograr con un electrodo que aturda a la población del río y la lleve inconsciente a la superficie. Pero ¿qué pescador vería este método con buenos ojos? Capturar peces de esta manera es cruzar la barrera entre lo natural y lo artificial, es conquistar otra porción de la naturaleza para el mundo de la maquinaria. Sin embargo, el objetivo de la pesca con caña es volver, aunque estuviera bien protegido, al mundo natural, al mundo inmaculado de nuestros pasos.107
Borgmann, Ortega y Scruton, por tanto, marcan la diferencia entre un relacionamiento y forma de estar en el mundo basado en técnicas que dominen la realidad, y otra forma que permite que la realidad se revele por medio de actividades humanas que atañen al participante de una manera profunda y comprometida con su entorno. Sigamos explorando esta diferencia analizando cómo Ortega describe al golf como una actividad compuesta de cosas y prácticas focales.
El dharma del golf como actividad focal
Ortega describe una anécdota de cuando unos amigos le invitaron a almorzar a un club de golf. Con la sorna que caracteriza a muchos de sus escritos, el madrileño relata las conversaciones con los presentes durante el almuerzo: «Se advierte que en esta latitud, en este universo mágico que es el golf, la operación de empujar con un palo una pelota adquiere un rango supremo, y basta para dar sentido a la existencia»108 Frente a la sugerencia de uno de los presentes de que se una al club y juegue al golf todos los días, Ortega le responde: «yo no puedo ser socio de este club ni jugar al golf. Semejante desliz me acarrearía castigos milenarios».109 Luego, añade: «Si usted no jugase al golf incurriría en el mismo pecado que yo si jugase. Ambos habríamos sido indóciles a nuestro dharma».110 De esta manera Ortega introduce la idea del dharma, es decir, «la vetustísima sabiduría de todo el continente asiático, su experiencia gigante del mundo y de la vida».111 El dharma se refiere a la riqueza moral del mundo, donde formas particulares de vida tienen moralidades distintas y propias:
El obispo vende sus bulas, y hace muy bien. El comerciante engaña al parroquiano, y hace también perfectamente. La inmoralidad comenzaría cuando el comerciante vendiese bulas y el obispo se corriese en el peso… El intelectual tiene su misión enunciativa, verbal; cuando ha escrito o pronunciado palabras que expresan algo con precisión, con gracia y con lógica, ha hecho cuanto tenía que hacer; la realización no le interesa. En cambio, el político aspira únicamente a realizar sus pensamientos, no a decirlos. Es, pues, su obligación no decir lo que piensa, no dar al viento su intimidad; su mandamiento no es lírico. La mentira, dentro, al menos, de ciertos largos límites, es para él un deber. La misma discrepancia existe entre las clases sociales. Para una mujer de la pequeña burguesía, son ustedes, las damas elegantes, una representación del demonio. La petite bourgeoise cree que la mujer ha venido al mundo para estarse en casa y no fumar. Tiene una moral hecha casi por entero de prohibiciones, y su gran virtud consiste, principalmente, en lo que no hace.112
Lo que el dharma establece es una moral rigurosa para cada casta, donde cada forma de vida distinta tiene un repertorio de obligaciones, interdicciones y deberes rituales que deben cumplir y así alcanzar la perfección: «El brahmán tiene su moral de meditación y de ascetismo, como el ksatriya o guerrero tiene la suya de fiereza y combate. Los dioses mismos están sometidos a un rigoroso régimen; tienen que portarse como dioses. Lo ilícito es cometer la transgresión de un dharma y pasarse al ajeno, como no sea por vía de sacrificio. Ese acto indebido acarrea inexorablemente la reencarnación en una especie inferior.»113
Así, Ortega le explica a un joven golfista que su dharma es, precisamente, jugar al golf; como el del propio Ortega es «un dharma de escritura y conversación»114 Podríamos interpretar esto como la idea de que el mundo tiene una estructura moral basada en prácticas focales alrededor de cosas focales. El golfista tiene sus palos, su club, el campo; Ortega tiene sus libros, sus tertulias, su pensamiento. Allí es donde cada cual se realiza: en el profundo compromiso con las cosas. «Cuando le veo a usted en su aspecto saludable y juvenil, vestido sin falla, cimbrear el palo de golf, me parece usted un ser perfecto, que honra y decora el Universo. Pero si yo me vistiera con el mismo atuendo y en idéntica postura, me parecería a mí mismo una objeción contra el buen orden del cosmos.»115
En la descripción que hace Ortega del golfista, se revela una práctica focal donde no hay separación entre medios y fines, que requiere de habilidades que se aprenden a través de innumerables horas de práctica, sumergiéndose de lleno en la actividad, vinculándose profundamente con las cosas, y donde el mundo adquiere una gravedad particular. Se usan tecnologías como palos o pelotas de golf, pero estas son cosas focales alrededor de las cuales emerge una práctica que nos envuelve como seres reveladores de la esencia de las cosas.
Conclusión
A diferencia de lo que planteó Patrick Dust en 1993, quien únicamente marca diferencias entre Ortega y Gasset y Borgmann y se vuelca enteramente hacia la perspectiva orteguiana, aquí intenté mostrar cómo los dos filósofos apuntan en la misma dirección en cuanto que establecen lo que Borgmann describe como cosas y prácticas focales que definen lo que es el buen vivir y nos hacen auténticamente humanos. Examinando algunos textos orteguianos más allá de sus clásicos sobre le técnica -El Origen Deportivo del Estado; Prólogo a 20 Años de Caza Mayor de Conde de Yebes; y Conversación en el Golf, o la idea de Dharma- se puede identificar que tanto Ortega como Borgmann se refieren al mismo fenómeno de cosas y prácticas focales. Con la práctica de deportes como la caza o el golf, los seres humanos reflejamos lo que somos, pues para Ortega, lo más propio del ser humano es su parte extra-natural, su sobrenaturaleza; somos «centauros ontológicos»116 -condición que indefectiblemente conlleva elaborarse un proyecto de vida en una circunstancia concreta.
Ortega plantea en La Rebelión de las Masas que uno de los problemas de la modernidad es la multiplicación de los medios, la carencia de fines, y que cada vez se viva más de acuerdo con principios técnicos y utilitarios. Esto es decir que la sobrenaturaleza de nuestro mundo material trae peligros, como Alonso Fernández nos recuerda trayendo a colación las palabras de Ellacuría:117 «Varios autores e intérpretes de Ortega han destacado los peligros inherentes a la supra-naturaleza. Ellacuría comenta que, debido a la supra-naturaleza que erige el ser humano, la humanidad «tiene cada vez menos contacto con la naturaleza misma, que, aunque a veces obstaculice la vida humana, es también un tesoro de incitaciones a construir una vida verdaderamente humana, vigorosa y no artificial.»118
Aquí es donde el vínculo con Borgmann se revela, cuando éste describe el paradigma de los dispositivos como el malestar propio de nuestra época, al mismo tiempo que, al igual que Ortega, no rechaza la tecnología de la misma forma que lo hace Heidegger.119 Como explica Alonso Fernández, «La solución, nos dice Ortega, no es abandonar las máquinas, sino crear nuevas y mejores máquinas; máquinas que se ajustan a la vida humana y no la desborden.»120 De forma muy similar, para Borgmann, hay que estar alerta al paradigma de los dispositivos, el cual representa un patrón de relacionamiento con el mundo121 que nos distancia de la realidad, transformándola en una mercancía. Frente a este paradigma, las cosas y prácticas focales le dan sentido a la existencia, contrarrestando el reino de los dispositivos tecnológicos. Son aquellas las que sirven como foco -valga la redundancia- para quien las practica. Son aquellas las que exigen concentración, esfuerzo, compromiso; que unen medios y fines; que dan máxima satisfacción; en fin: son aquellas que hacen que la vida valga la pena ser vivida. Podríamos decir, como lo hace Ortega con respecto a la caza, que son actividades «felicitarias».
Lo que Alfredo Marcos describe como el «silencio tecnológico» parece ser la forma más sensata de enfrentar el problema de cada vez más mediatización tecnológica en la vida social y personal: no es cuestión de desechar todos los dispositivos tecnológicos o sistemas técnicos -lo que tanto Borgmann como Ortega considerarían absurdo- sino de establecer una relación de «releasement (gelassenheit)», liberación o relajación, afirmando las tecnologías que respeten lo que somos y negando aquellas que socaven nuestra humanidad.122 Esto se puede prolongar con la solución que plantea Borgmann en su obra Real American Ethics, donde va más allá de temas de actitud, y enfatiza la constitución material de nuestras ciudades, nuestras comunidades, y nuestra vida familiar: hay que organizarlas de forma que se centren en cosas y prácticas focales. Si instalamos la televisión en el comedor o nos sentamos a la mesa con los teléfonos en mano, entonces la cena familiar va a sufrir, y el paradigma de los dispositivos va a imperar; lo mismo si diseñamos nuestras ciudades alrededor de autopistas y centros comerciales.
Tanto para Borgmann como para Ortega, lo que somos se expresa alrededor de cosas y las prácticas focales que estas hacen surgir. Como escribe el americano-alemán: «Si vamos a desafiar el reinado de la tecnología, solo podemos hacerlo a través de la práctica del relacionamiento comprometido»123 124 No es esto lo mismo a lo que nos exhorta Ortega cuando nos incita a «salvar nuestra circunstancia»? Borgmann y Ortega tienen más en común de lo que Dust interpretó en 1993.