Introducción
“Hay un realizador, en el cine argentino, que es difícilmente clasificable: Jorge Prelorán [...] fue adscrito en la corriente del cine etnográfico, donde es mundialmente conocido” (Mahieu, 1974, pp. 126-127). Este comentario de José Agustín Mahieu puede parecer contradictorio, pero en realidad no lo es: Prelorán resultaba “difícilmente clasificable” en una historia del cine argentino -en la cual el cine etnográfico era, a mediados de los setenta, un perfecto desconocido-, aunque en la misma época fuera conocido en los espacios de difusión y estudio del cine etnográfico en todo el mundo.Foto
Jorge Prelorán fue un cineasta argentino que produjo más de sesenta filmes etnográficos. Muchos fueron realizados entre 1960 y 1970, en el marco del Relevamiento cinematográfico de expresiones folklóricas argentinas, programa dirigido por Augusto Raúl Cortazar y financiado por la Universidad Nacional de Tucumán y el Fondo Nacional de las Artes. Otros cortometrajes del realizador fueron fomentados por la Universidad Nacional de Córdoba y por la University of California en Los Ángeles (UCLA, Estados Unidos). Prelorán murió en 2009 en Los Ángeles, donde trabajó durante sus últimos 35 años de vida. Su trabajo fue valorado por su extensión temporal y filmográfica, pero sobre todo porque su etnografía heterodoxa se desarrolló en un momento preciso.
Como destaca Graciela Taquini (1987), “la obra de Prelorán coincide con el impulso teórico de los estudios antropológicos que se dan en la Argentina y el mundo en la década del sesenta” (p. 35). Por ello, muchos realizadores etnográficos e investigadores de este tipo de cine abrazaron sus filmes con un candor particular (Loizos, 1993; MacDougall, 1974/2003; De Brigard, 1974/1995), mientras que otros estudiosos, formados en la vieja escuela del cine científico, pugnaban por sostener una férrea ortodoxia para el cine etnográfico (Heider, 1976; Ruby, 2000; Rollwagen, 1988/1995).
Los estudios sobre la obra de Prelorán se pueden considerar dentro del primer grupo de afinidad, el de aquellos investigadores y críticos con una visión heterodoxa del cine etnográfico. Su nombre es mencionado en escritos académicos y de divulgación publicados en distintas latitudes.1 Asimismo, es el único director argentino reseñado en la extensa enciclopedia sobre cine documental editada recientemente por Ian Aitken (2013).2 De estas menciones, y del análisis de estos estudios, se desprende la hipótesis de este trabajo: Prelorán es uno de los documentalistas argentinos más conocidos y estudiados en el mundo, aunque pocos de los investigadores que acometieron la tarea de analizar su obra y carrera profesional lo hayan afirmado. Por lo tanto, el propósito de este trabajo es relevar los estudios académicos dedicados a la obra del realizador, desde los sesenta hasta la actualidad, para analizar cuán relevante resultó su obra para ellos y qué particularidades fueron destacadas sobre su aproximación y representación de los sujetos populares.
Prelorán, excluido e incluido
En los estudios argentinos sobre la obra de Jorge Prelorán una constante se repite: “es una figura poco conocida” (Rossi, 1987, p. 9); “ha quedado excluido de los circuitos comerciales, de la televisión y del video” (Taquini, 1987, pp. 31-32); “su nombre no es registrado ni por las revistas especializadas, ni por la crónica diaria” (Ríos, 2005, p. 108); “hacia 1969 [...] su trabajo era prácticamente invisible, desconocido en casi cualquier foro” (Pérez Llahí, 2011a, p. 307); “el cine de Prelorán es hoy un cine prohibido en la Argentina” (Gutiérrez, 1975, p. 76). La ausencia de las obras de Prelorán en la memoria de los argentinos pretende ser explicada con estas viñetas sobre su vida y filmografía, pero ¿cuán oculto estuvo realmente?
Los estudios canónicos sobre el documental etnográfico demuestran otra cara de la difusión de las obras de Prelorán. Para Emile de Brigard (1974/1995), “sus obras han gozado de una buena acogida” debido a que se trata de filmes con “un estilo anclado en la tradición europea, y por tanto sus obras resultan familiares al público occidental” (pp. 63-64). A diferencia de los investigadores argentinos, los estudiosos de este tipo de cine en Europa y Estados Unidos sí dan cuenta de que las obras de Prelorán han sido difundidas por los canales típicos para el cine etnográfico. Esa es una gran diferencia entre las aproximaciones a sus filmes y el lugar desde el que son comprendidos.
Desde Argentina parece querer analizarse la influencia de Prelorán en la industria cinematográfica, mientras que ningún investigador extranjero pretendería insertar este tipo de filmografía en el espacio Hollywood o del cine comercial. Tanto Peter Loizos (1993) como David MacDougall (1989/1998) o Eliot Weinberger (1994), todos ellos referentes de los estudios en la materia, lo consideran un realizador etnográfico y ubican sus trabajos dentro del conjunto de las obras heterodoxas o experimentales del documental antropológico. Por ello, mientras para unos es el excluido o prohibido, para quienes lo miran desde la distancia es “el realizador etnográfico más ampliamente reconocido y prolífico de América Latina” (Falicov, 2013, p. 740).3
Tamara Falicov (2013), en su texto publicado en la enciclopedia editada por Aitken, destaca que la obra de Prelorán es estudiada ampliamente por los investigadores especializados en antropología visual (p. 740). Según esta autora, el realizador es reconocido por dos grupos: el público -o bien los aficionados al cine documental- y los académicos. Adolfo Colombres, desde Argentina, es uno de los pocos que lo mira como un realizador inserto en un área específica: “En lo que hace estrictamente al cine etnográfico, creo que ninguna experiencia de América Latina supera en significado a la de Jorge Prelorán” (Colombres, 2005, p. 31). Analizado en su ámbito, ya no es aquel solitario que los críticos caracterizaban.
“La poesía y la amplitud filosófica de la obra de Prelorán impide encasillamientos. Es una voz solitaria e insobornable: un testigo” (Mahieu, 1974, p. 128). Esta idea de Mahieu, tan extendida en Argentina, podría entonces ser modificada en dos aspectos. En primer lugar, no hay un impedimento: puede ser ubicado, aunque no encasillado, dentro del amplio espectro del cine documental etnográfico, más allá de sus esporádicas reticencias. En segundo lugar, no ha estado tan solo como suele señalarse.
El primer punto de esta tesis puede ser sostenido mediante el rastreo de las participaciones de Prelorán en muestras, conferencias y festivales sobre cine etnográfico. Estuvo presente de forma activa en el First International Colloquium on Ethnographic Film de 1968, realizado en la University of California de Los Ángeles (UCLA), donde fue el único latinoamericano presente -como él mismo consignó en su currículum vitae-, y fue invitado de honor en la segunda edición del Margaret Mead Film Festival en 1978. Asimismo, recibió numerosos reconocimientos a su autoridad en el campo, entre las que se cuentan los artículos de su autoría publicados en libros y revistas académicas sobre cine etnográfico de primer nivel -como el libro de Paul Hockings (1974), en el que publicaron sus contribuciones los investigadores en cine etnográfico más renombrados- y la concesión de becas Guggenheim y Fulbright para hacer trabajo de campo para la realización de filmes antropológicos.
Con respecto al segundo punto, la investigación de Christopher Moore (2015), realizada en el archivo sobre Prelorán que se encuentra depositado en la Smithsonian Institution (Washington, Estados Unidos), resulta iluminadora:
Los papeles y el archivo de Prelorán demuestran de modo concluyente que él no era un hombre solitario, por mucho que él aspirara a tal condición. Su archivo confirma el hecho de que la experiencia de hacer cine es una experiencia colectiva, no importa cuán pequeño sea el equipo. Prelorán dependía de otros para hacer y compartir sus películas y, a través de esta dependencia, las películas asumieron ciertos valores que desafiaron las propias intenciones de él (p. 77).
El estudio de Moore abunda en detalles sobre los intercambios de Prelorán con académicos, realizadores y demás colegas, basados en la lectura de sus diarios y cartas personales. Estos documentos arrojan datos acerca de las relaciones de aquel solitario con una gran cantidad de colaboradores, más o menos directos. A diferencia de los otros estudios aquí mencionados, Moore presenta una tesis no unívoca sobre el trabajo de Prelorán: “su archivo sugiere que podía ser simultáneamente tanto un nativo como un extranjero, un cineasta y un investigador, un conservador y un revolucionario, un desconocido y alguien vastamente conocido” (Moore, 2015, p. 78).
Influencias
Prelorán defendió en repetidas ocasiones que el neorrealismo italiano era una influencia fuerte en su formación como cineasta (por ejemplo, en Taquini, 1994, p. 8). Sin embargo, su aproximación a los sujetos populares y los filmes que resultaron de esos encuentros han sido analizados a través del tamiz de la obra del padre del cine documental: Robert Flaherty. Para Sharon Sherman (1998), Prelorán “utiliza el modo biográfico”, al igual que Flaherty, pero “no hace juicios sobre una persona solitaria en un paraje desolado” (p. 154). Sherman establece que la diferencia principal entre ambos realizadores es que Prelorán, en sus etnobiografías4 -que son las que ofrecen los elementos más fructíferos para una comparación- no presenta una voz que editorialice el contenido de las imágenes: “Prelorán no impone un contenido romántico al film, sino que esto es algo que surge del visionado del espectador” (Sherman, 1998, p. 154).5
La perspectiva filorromántica de los primeros filmes de Flaherty -que documentaban con el objetivo de guardar la memoria de prácticas y costumbres culturales que están prontas a desaparecer, como si se tratase de un etnógrafo de salvamento- es fácilmente asimilable a los propósitos de Prelorán y sus etnobiografías sobre sujetos en parajes desolados que tienen oficios que han entrado en decadencia. Adolfo Colombres (2005) también realiza una comparación con Flaherty, pero en este caso por su convivencia con los protagonistas antes de filmarlos-grabarlos (p. 34).6 Falicov (2013), en tanto, hace hincapié en que ambos estilos “fueron comparados debido a las representaciones de la armonía entre el hombre y la naturaleza” (p. 740). Esquivo, Prelorán siempre dijo que las películas de Flaherty las vio tardíamente en su carrera (ver Rossi, 1987).
Por otra parte, algunos investigadores destacan otra influencia literario-académica, igual o más importante que las mencionadas: Los hijos de Sánchez (1961), libro del norteamericano Oscar Lewis que revolucionó el campo de la investigación antropológica. El estilo de Prelorán, afirma Taquini (1994), “parecería el correlato cinematográfico” de este modelo de investigación (p. 12). Lewis no trabajó con intermediarios: convivió con la familia Sánchez y logró capturar sus voces. Según Taquini, Prelorán habría homenajeado a Lewis con el título de su filme Los hijos de Zerda (1978). Jorge Ruffinelli (2003) también destaca esta influencia (p. 166).
En tiempos en los que se estaba dando una renovación de las metodologías de la etnografía, Prelorán (juntos a otros realizadores en distintas partes del mundo) proponía una renovación del cine etnográfico. Luego de esta referencia Prelorán está un poco más cerca de su tiempo, no tan solo ni ajeno a lo que lo circunda en su campo de acción e influencia (de doble sentido circulatorio).
Eterno retorno al documental político
Una de las constantes más llamativas de los estudios argentinos sobre Prelorán y sus obras es la comparación con los preceptos del cine político, cuya divulgación coincidió con el período de trabajo más prolífico del realizador. Diversos investigadores asumieron una “defensa” de Prelorán, que supuestamente era criticado por “poco revolucionario”, aunque la mayoría de los estudios no dejan claro de parte de quién o cómo se ejerció dicha crítica. La única referencia al respecto fue hallada por Marcos Adrián Pérez Llahí:
Se lee en la editorial de El correo de la semana, firmada por Hugo Ezequiel Lezama (luego vocero del proyecto político de Emilio Eduardo Massera desde la redacción de Convicción): “Prelorán se jacta de no tomar partido en sus filmes. Prelorán no levanta la voz de su cámara para señalar lo que cree que son injusticias. Prelorán no batalla por lo que siente como verdad. Prelorán no se mete. Y encima trata de elevar su indiferencia o cobardía a la categoría de nuevo estilo cinematográfico” (Pérez Llahí, 2011b, p. 99).
Graciela Taquini (1987) destaca que “cierta absurda crítica contenidista” se abatió sobre Prelorán (p.41), mientras que Philip Derbyshire (2012) afirma en su trabajo que es “un cineasta cuya obra ha sido criticada con dureza justamente por no querer salirse de los límites de lo (políticamente) dado” (p. 7). Pero es Guillermo Gutiérrez (1975) quien se dedica más abiertamente a diferenciarlo de los cineastas políticos, en la introducción a una entrevista a Prelorán en la que el propio realizador critica los preceptos del documental militante.7 En dicha introducción, Gutiérrez califica al cine de Prelorán como “profundamente político” y agrega: “probablemente esta afirmación escandalice a los devotos admiradores de La hora de los hornos o películas similares” (Gutiérrez, 1975, p. 72).
¿Por qué para reconocer a Prelorán se tiene que definir a su obra como política, en un sentido diferente al más divulgado -como se desprende de la cita anterior- y por qué para ello un estudioso de su obra, también un admirador, siente la necesidad de establecer una diferenciación de sus obras con los filmes militantes? Todo concluye en una máxima: “Mostrar la realidad de la cultura de un pueblo es siempre un acto revolucionario”, destaca Gutiérrez (1975, p. 72). ¿Era necesario que antes de escribir esta frase, con la que a priori se podría acordar, se levantara una muralla divisoria de lo asumidamente político? Esta serie de interrogantes encuentran una respuesta plausible: la discusión política era una constante en la Argentina de los setenta, por ello es entendible que se sintiera como un imperativo decir algo a propósito del documental político, cuando el realizador en cuestión no solo no integraba ningún movimiento cinematográfico-político, sino que además era crítico con las narrativas revolucionarias.
Por otra parte, Jorge Ruffinelli (2003) -escribiendo ya en el siglo XXI- no tiene inconvenientes en remarcar que el cine de Prelorán no es político. Sus documentales, expresa este autor, guardan una “cualidad neutra, políticamente. La exhibición de la pobreza no lleva necesariamente a levantar banderas de protesta social o de denuncia política” (p. 164). Más acá en el tiempo no resulta necesario pasar a Prelorán por el tamiz del cine militante. Se trata de otro tipo de compromiso el asumido con sus protagonistas.
Su cine es político en la medida en que denuncia el etnocidio y la explotación e incita a la solidaridad, pero se abstiene de ideologizar por su cuenta, de “explicar”: deja que los marginados, de a poco, digan las cosas como las sienten. O sea, la visión desde afuera es sustituida por una visión desde adentro (Colombres, 2005, p. 34).
Al margen de esta discusión entre los estudiosos argentinos, las investigaciones sobre la obra de Prelorán realizadas en inglés se dedican exclusivamente a las cualidades etnográficas de su cine.
¿Una estética etnográfica?
Hay una lanza que atraviesa los estudios más profundos de las obras de Prelorán -que incluyen en algunos casos análisis minuciosos de sus filmes-: el desarrollo de una suerte de progresión del realizador hasta el punto de quiebre con sus etnobiografías. Según Héctor Kohen (2005), Trapiches caseros (1965) y Feria en Simoca (1965) señalan el inicio de un pasaje8 en el que “el cine abandona su papel de auxiliar de la antropología y encuentra los procedimientos que construyen y afirman su dimensión estética” (p. 443). Un desarrollo natural para cualquier realizador de una trayectoria dilatada, pero que en el caso de Prelorán tomó solo cinco años.
Graciela Taquini (1994) se extiende en su libro sobre aquellos elementos que demuestran un cambio de perspectiva “de lo descriptivo a lo subjetivo, del impresionismo al expresionismo, de la observación al compromiso, hasta llegar a un estilo propio, preloraniano, que abandona el corto como formato para sumergirse en tiempos más largos” (p. 17). Al ahondar en los dispositivos en los que esta transformación se hace más evidente, esta autora destaca dos: el uso del primer plano “como acercamiento a personajes individuales” en sus etnobiografías; y el pasaje, en banda de sonido, de una voz “neutra” de locutor a voces con modismos locales (Taquini, 1994, p. 17), como sucede en los filmes intermedios -de acuerdo al tramo temporal mencionado por Kohen- Artesanías Santiagueñas (1967) y Fiestas en Volcán Higueras (1968). Sin embargo, también destaca que, en obras posteriores, Prelorán recae en un “didactismo exagerado, en un enciclopedismo rabioso como en Castelao o Patagonia (1992)” (Taquini, 1994, p. 36).9 Esto puede considerarse como una vuelta esporádica a la estética de su período en el Relevamiento Cinematográfico dirigido por Cortazar.
Una de las claves a las que apuntan muchos de los estudios críticos de la obra del realizador es remarcada por Taquini (1987): “Más allá de su valor testimonial las películas de Prelorán poseen un valor estético que trasciende el discurso científico” (p. 32). El estilo preloraniano asignado a sus obras -privilegiando las realizadas desde fines de los sesenta- se encuentra en la encrucijada entre estética cinematográfica y metodología antropológica. Luego de enumerar algunos de los requerimientos de la ortodoxia cinemato-etnográfica, Taquini (1994) afirma tajantemente que “Prelorán no cumplirá casi ninguno de estos preceptos, porque su aproximación no es científica sino interpretativa” (p. 10).
El propio Prelorán navegó entre la consideración de su cine como etnográfico y la batalla por desligarlo radicalmente de lo científico.10 Guillermo Magrassi (1987) destacaba que el realizador “no llegó a llevarse muy bien” con los antropólogos, debido a que “el choque viene de su manera expresiva, que es el hacer de un cine que él denomina etnobiográfico” (p. 68). El punto de conflicto principal es que Prelorán deja fuera de sus obras las características generales de una cultura, para ahondar exclusivamente en la relación de sus protagonistas con el ambiente, por lo que sus filmes resultarán “incompletos” para los científicos (Taquini, 1987, p. 32).
Es por este motivo que el realizador mantuvo discusiones con las antropólogas Ana Montes de González y Anne Chapman, a propósito de la realización de Los onas (1972). Prelorán había realizado la dirección de fotografía y el montaje de ese documental, pero, según Mahieu (1974):
Lamentablemente, la autora de la investigación y productora del film [Chapman] decidió retirar la obra de manos de Prelorán y realizar un nuevo montaje. Es deplorable que los científicos -por mejores motivos que tengan- sigan frente al arte un camino parecido al de los comerciantes de Hollywood (p. 128).
Se trata de un choque de visiones, o bien el encuentro entre concepciones ortodoxas y heterodoxas sobre lo que debería ser el cine etnográfico, en el amplio terreno de la antropología visual. Christopher Moore (2015), luego de un minucioso trabajo con las cartas personales del realizador, indica:
El archivo de Prelorán sugiere que necesitaba la ayuda de la antropología en sus películas, si bien él también se resistió a la forma en que esto afectó su lenguaje cinematográfico. Sus papeles están llenos de correspondencia con asesores académicos. Prelorán apeló a ellos en busca de ideas sobre lugares, temas, y cada vez más sujetos para capturar en sus películas, como en sus llamadas películas etnobiográficas [...] Si bien debemos comprender el contexto de su serie “folclórica”, el archivo personal de Prelorán sugiere que, dentro de las contingencias diarias de producción, Prelorán a menudo afirmó su preferencia del arte sobre la ciencia, de un modo que desafiaba el campo de la antropología que informaba y de hecho financiaba su trabajo (p. 85).
Prelorán no dejó de estar próximo a los antropólogos y a las reflexiones sobre lo etnográfico -dan amplia cuenta de esto sus textos dedicados a desbrozar cuestiones sobre “cine etnográfico”- pero lo hacía desafiando lo que los antropólogos consideraban un enfoque o metodología apropiados. Necesitó de estos científicos y asumió por momentos, de forma velada o completa, su lugar de partícipe en ese campo, pero tensó siempre los términos de su posición como cineasta etnográfico, que reniega de su identidad como tal pero que, al mismo tiempo, la reafirma.
Uno de los motivos de sus discusiones con antropólogos, o bien con cineastas etnográficos ortodoxos -y que es la razón por la cual los heterodoxos valoran sus obras- es la construcción narrativa que hace a sus filmes algo más que películas sobre sujetos populares. Ese es uno de los puntos más altos que Ruffinelli (2003) destaca de su cine: “Lo interesante es que en la práctica documental Prelorán no hizo otra cosa que en las películas de ficción: narrar. Sus documentales, como los cuentos, tienen principio, medio y fin” (p. 177).
Al ligar los conceptos de una estética cinematográfica refinada y la documentación de costumbres culturales, Ruffinelli afirma que no hay contradicción entre ellas ni necesidad de optar, debido a que Prelorán demostró que es posible el “descubrimiento del orden estético en el mundo pobre rural”. Al mismo tiempo, este autor destaca los “momentos altos en el documentalismo de Prelorán, gracias en parte al hallazgo del arte en sus formas más inesperadas. Y Hermógenes Cayo (Imaginero) tiene un lugar privilegiado en el conjunto de esa obra” (Ruffinelli, 2003, p. 170).
Hermógenes como hito fundamental
“Hermógenes Cayo (1969) es la obra más célebre de Jorge Prelorán [...] Punto de inflexión en forma y contenido”, afirma Graciela Taquini (1994, p. 20). El propio director también lo consideró de esta manera, así como la mayoría de los expertos en cine etnográfico, que se introdujeron en el mundo Prelorán a través del análisis de este filme. Esta película está presente en muchas antologías de cine latinoamericano.11
Para David MacDougall (1974/2003), Imaginero -título con el que se lo conoció fuera de Argentina- “es el documento más convincente de testimonio de gente alejada de la sociedad” (p. 127). Su colega Peter Loizos -con quien compartió la defensa de un cine etnográfico heterodoxo en tiempos en que esa postura suponía cargar contra la Institución Antropología en pleno- dedicó todo un apartado de su libro más divulgado al análisis de Hermógenes Cayo.
Haciendo gala de su fuerte postura en el campo, Loizos (1993) comienza diciendo que “si la decisión es excluir a Imaginero de la categoría ‘cine etnográfico’, esto constituiría un caso de miopía académica” (p. 69). El investigador valora el carácter “evocativo” del filme, que “como documento es reflexivo, abierto y sugestivo menos que cerrado, definitivo y restringido” (Loizos, 1993, p. 70). Al poner en primer lugar el hecho de que se trata de una etnografía no convencional, es decir, no cerrada, Loizos (1993) ubica a la obra de Prelorán como contraparte paradigmática de aquello de lo que considera debe ir cambiando en el campo del cine etnográfico: “los filmes expositivos apegados a un texto lógico” (p. 70).
En definitiva, “Imaginero nunca pide ser entendida como una historia completa de Cayo. Esta es la respetuosa evocación del hombre que hace Prelorán, transmitiendo los temas dominantes de su vida” (Loizos, 1993, p. 72). Se postula entonces como un ejemplo de lo que debía ser el cine etnográfico del futuro, el camino de un documento de perspectiva abierta que muchos continúan transitando en la actualidad.
Philip Derbyshire (2012) prefiere ahondar en una comparación entre Hermógenes Cayo y el cine militante: “Mi opinión es que la compleja figuración reflexiva del imaginero es característica de una forma militante de hacer cine que busca restituir un momento y una práctica que el activismo militante de la modernidad acabaría por erradicar” (p. 11). El autor hace hincapié en que lo “no-moderno” en Cayo es un gesto contrahegemónico, que vuelve “político militante” al filme.
La misma atipicidad y particularidad actúa como un lugar de identificación para un cineasta a quien se le recrimina su falta de militancia, es decir su fracaso a la hora de incorporar su objeto fílmico dentro de una narración de cambio que le ha sido impuesta y una ausencia de ventrilocuismo del supuesto sujeto de la revolución. Pero en realidad hay una productividad militante, una estética de la resistencia y de su capacidad para alterar las fuerzas que querrían subyugarla, brillando en cada uno de los fotogramas de la extraordinaria película de Prelorán. Menos que revolución y más que simple registro: el cementerio de Cochinoca no es ni Juella ni La Recoleta [en referencia a secuencias de La hora de los hornos], es un espacio de otra posibilidad, cuya imagen podría estar apuntando a una forma de reconciliación con la tradición, y no tan solo a su negación (Derbyshire, 2012, p. 16).
Interesante pirueta la ensayada por Derbyshire para justificar su preferencia por Hermógenes Cayo ante La hora de los hornos (Octavio Getino y Fernando Solanas, 1968), como si fuese necesario elegir uno por sobre otro cincuenta años después de estrenados. Mientras que el ya mencionado ensayo de Gutiérrez (1975) fue escrito en una época empapada por el debate política/antipolítica, este texto de Derbyshire se escribió en el siglo veintiuno.
Por su parte, Sharon Sherman (1998), quien fuera estudiante del realizador, presenta un relevamiento más bien descriptivo sobre Hermógenes Cayo: “Prelorán hizo un potente manifiesto sobre las fuerzas implicadas en un proceso creativo. Familiarizándonos con Cayo aprendemos qué genera la emoción y creatividad del artista” (p. 153). Su escrito es un compendio de las virtudes que encuentra en varios de los filmes de su maestro; Sherman también estudió los filmes Cochengo Miranda (1975), Luther Metke at 94 (1980) y Zulay, facing the 21st Century (1989). Es sobre esta última película que Eliot Weinberger, otro experto en cine etnográfico, posará su mirada crítica12.
Para Héctor Kohen (2005), Hermógenes Cayo también es la película más conocida del realizador. “El mandato ético del cine de Jorge Prelorán alcanza ahora el nivel de los procedimientos constructivos de la trama”, afirma Kohen (p. 447), debido a que el protagonista es por primera vez coautor de su representación. De esta manera, es en Hermógenes Cayo donde el director alcanza por primera vez a “dar voz a aquellos que no la tienen” (Kohen, 2005, p. 447).
Prelorán, el fonoaudiólogo
“Restituyendo la palabra ausente las películas [de Prelorán] cuestionan los discursos fundantes de una identidad nacional”, afirma Kohen (2005, p. 440). El realizador muestra otra Argentina, en la que desaparecen los relatos que habían ido tapando la voz de aquellos que no la tenían. “Neutralizar el efecto corrosivo” sobre la memoria de las culturas argentinas es, según este autor, la principal tarea que han encarado los filmes de Prelorán (Kohen, 2005, p. 440). Asimismo, para Ruffinelli (2003):
El toque personal de Prelorán tiene que ver con que en vez de interpretar “desde afuera” intenta dar voz a sus individuos, ceder de alguna manera el medio (el cine) para que estos se expresen, en un esfuerzo para mostrar esa cultura “desde adentro” (Ruffinelli, 2003, pp. 173-174).
Esta es una apreciación que se repite en varios de los estudios retomados en este trabajo: Prelorán ha hecho el esfuerzo de dejar hablar a sus protagonistas, es decir, expresar desde adentro de la cultura del retratado aquellos patrones y elementos que lo caracterizan.
David MacDougall (1989/1998) -uno de los que ha presentado con más fuerza la obra de Prelorán en los estudios etnocinematográficos- se muestra particularmente interesado por las etnobiografías, que “comparten muchas de las cualidades testimoniales del trabajo de Rouch13, pero que están más cerca de la ‘historia de vida’” (p. 130). Para este autor, también un prolífico realizador de cine etnográfico, el “estilo de filmación es en sí mismo inusual, porque consiste en la estratificación de detalles que sitúan al espectador, con una implicancia subjetiva, en el ambiente del testimoniante” (MacDougall, 1989/1998, p. 130). MacDougall valora el modo en que Prelorán presenta una cultura desde la perspectiva de uno de sus miembros. Sin embargo, en otro texto, da cuenta de la visión romántica de su colega argentino: “No necesito defender aquí a Prelorán del cargo de ‘ingenuidad’. Creo que él sabe como nadie que el realizador analiza, selecciona y finalmente construye” (MacDougall,1994, p. 32).
Este romanticismo, que puede llevar en un extremo a una perspectiva ingenua, como apunta MacDougall, también es advertido por Emile de Brigard (1974/1995), pero en este caso como una amonestación a Prelorán: “Hay que tener en cuenta que aunque la audiencia pueda sentir ‘su profunda humanidad’ al ver estas películas, éstas también pueden servir para reafirmar y reforzar la hegemonía cultural europea” (pp. 63-64). Resulta algo plausible para De Brigard que las películas de Prelorán puedan ser entendidas como el testimonio de lo “atrasado”, propio de otro estadio en el desarrollo del hombre, desde una postura puramente evolucionista. Sharon Sherman (1998) también da cuenta del romanticismo propio de Prelorán, tanto en los filmes como en sus entrevistas y escritos, pero lo entiende como un fenómeno que no es estático.
Como los viejos folkloristas, está interesado en lo que sobrevive, en las “reliquias del pasado”, pero poco a poco reconoce, también como los folkloristas, que lo fascinante del folklore es su dinamismo. Documentar un momento en el tiempo en que algo está cambiando puede enseñarnos más del folklore que una reconstrucción, un retrato romántico (Sherman, 1998, p. 155).
El romanticismo de Prelorán puede ser, según los investigadores, una carga para su obra, aunque, para MacDougall (1994), el realizador sabe bien que está en medio de fuerzas históricas, en parte determinantes, por lo que se debe “analizar a los filmes bajo esa luz” (1994, p. 32). Es decir que, con independencia del modo en que un realizador presenta su obra, esta se encuentra en medio de un campo de fuerzas de poder que hacen de ella algo diferente, más o menos, de lo que su hacedor quiso mostrar. De lo que MacDougall (1994) está seguro es de que Prelorán, en algunas circunstancias, “representa en sus sujetos la emergencia de una conciencia histórica” (p. 35). Este es un detalle no menor, en comparación con los fantasmas de la descripción estática de los sujetos populares.
Según Colombres (2005), dichos fantasmas son miedos que Prelorán fue desactivando con el incremento de su obra, en la que “la dignidad de sus resultados no es un mero producto del azar, sino de un largo conflicto consigo mismo, a medida que fue creciendo su pasión por los mundos marginales” (p. 31). En definitiva, la visibilidad que le dio a los protagonistas y comunidades que documentó iba en dirección de “empoderarlas”, en la visión de Falicov (2013), para hacerlas participar de la “esfera pública”, sin la necesidad de “adoptar abiertamente una agenda política” (p. 741).
A modo de cierre
Este trabajo ha permitido constatar que la obra de Jorge Prelorán no pasó desapercibida para los estudios académicos de cine. No se han incluido aquí las críticas y las notas de prensa, pero en principio no se puede afirmar que hayan sido pocas.14 El realizador no solamente no estuvo tan solo como algunos autores sugieren -ya que contó con colaboradores de diverso calibre en la realización de sus filmes-, sino que además el desarrollo de su filmografía ha sido acompañado por los análisis de los expertos en cine etnográfico más reconocidos en el mundo.
Los investigadores argentinos, a diferencia de los extranjeros, no inscribieron sus trabajos en el terreno del cine etnográfico, sino en el de la historia del cine nacional, con la pretensión de hacer más visible la obra de Prelorán para un público neófito. Otra diferencia es que en buena parte de los estudios escritos dentro del país, las obras y dichos del realizador se hace pasar por el tamiz del cine militante de los años setenta. Esto construyó una suerte de fundamentación sobre el porqué de su “apoliticidad” o bien de su distancia con el cine documental político. Algo así como el intento de justificar por qué Hermógenes Cayo, que fue finalizada en 1969, no tiene imágenes del Cordobazo15; un planteo entendible en los setenta, aunque no razonable en el siglo XXI. Por el contrario, los que estudiaron las obras de Prelorán en Estados Unidos e Inglaterra se dedicaron en exclusiva a lo etnográfico en su documentación de los sujetos populares, y dejaron de soslayo lo ausente de forma explícita: la política.
Los investigadores encontraron, en el desarrollo de la carrera de Prelorán, una suerte de progresión desde los filmes más informativos a los más poéticos; camino que encuentra en Hermógenes Cayo un punto de quiebre admitido por todos los especialistas. De hecho, es la obra más analizada de la filmografía de Prelorán, y es comparada con películas de Jean Rouch y Robert Flaherty, en su consideración como hitos de la antropología visual. Esa película es un jalón en su obra y sirve para cristalizar su forma de trabajo como participativa, aun cuando no todas sus producciones siguieron esta misma senda de realización con sus protagonistas.
Muchos de los escritos reseñados en este trabajo caracterizan al cine de Prelorán siguiendo una premisa esbozada por él mismo: la de “dar voz a los que no la tienen”. Los estudios hacen especial hincapié en las etnobiografías, que conforman el conjunto de filmes más metódicamente elaborados por el realizador, y que son aquellos por los que la memoria de su cine se encuentra aún encendida.