Introducción
Este trabajo se enmarca en una investigación en curso sobre la representación del genocidio en el cine documental. A partir de un diálogo multidisciplinario entre los estudios sobre genocidio y los de cine documental, luego de desarrollar “un abordaje integral” al tema (Zylberman, 2018, 2022a), me centré en el análisis de la representación de los perpetradores (Zylberman, 2020) y en el testimonio de estas figuras (Zylberman, 2022b). Todo ello condujo a desarrollar y ofrecer una propuesta teórica-metodológica para estudiar aspectos retóricos y modalidades de representación; en otras palabras, examinar las diversas estrategias discursivas audiovisuales que ha llevado adelante el cine documental para dar cuenta de los diversos casos de genocidio. Actualmente, y siguiendo dicho andamiaje teórico-metodológico, me propongo analizar la representación de los espacios de exterminio sugiriendo posibles modalidades y formas retóricas, para lo cual este escrito es una primera aproximación al problema.
No es mi objetivo aquí caracterizar los espacios de exterminio, ya que no solo existen numerosos trabajos sobre la materia (Colombo, 2017), sino que dicha discusión excede las intenciones de la investigación. Operativamente entenderé espacios de exterminio en un sentido amplio; es decir, aquellos espacios donde efectivamente se asesinaron personas, como también espacios funcionales al proyecto genocida -por ejemplo, sitios de tortura-. Por otro lado, si bien este tema ha sido considerado enormemente en torno al Holocausto -y sobre todo a partir de Shoah (Claude Lanzmann, 1985)-, tomaré otros casos para mantener así el carácter comparativo de la pesquisa. En consecuencia, se podría decir que lo que me interesa no es discutir las características de los espacios de exterminio, sino la percepción de estos, reparar en las modalidades y formas; esto es, en las estrategias de representación.
Sin dudas, la representación del espacio es uno de los temas nodales en la teoría y estética cinematográfica. La discusión en torno a cómo esta forma artística lo construye y representa se encuentra presente ya en los pioneros soviéticos que reflexionan sobre el montaje (Aumont et al., 1996; Pudovkin, 1956) como también en las teorías “realistas” (Bazin, 1966; Kracauer, 1989). Luego de la segunda posguerra, quizá por la influencia de las imágenes de los campos de concentración y los crímenes nazi, el espacio fue vuelto a pensar a partir de las estéticas del vacío que se hicieron patentes en el cine moderno y en el posmoderno (Pena, 2020): Shoah, entonces, ha irradiado su estética más allá del documental hacia el cine de ficción. Sin embargo, debemos comprender la especificidad del espacio que estamos analizando: se trata de espacios donde se llevaron adelante crímenes de genocidio, espacios donde se hizo “realidad la más absoluta conditio inhumana” (Agamben, 2017, p. 45). En consecuencia, no son meros espacios, sino, justamente, espacios creados o utilizados solamente para un único fin: el exterminio de personas.
Asimismo, por la propia característica del crimen, los espacios ya no son para lo que fueron ideados, construidos o utilizados; en el presente, son ruinas, escombros, sitios abandonados, bosques, lugares plácidos e incluso museos, lo contrario a su pasado. Por lo tanto, el trabajo del documental radica en auscultar las huellas -si es que las hay- o en “cavar con la mirada” (Torner, 2005) los signos del pasado, ya que si bien existen algunas capturas breves de matanzas -como las filmaciones de Reinhard Wiener en Liepaja en 1941 o la de Nick Hughes en Ruanda en 1994- estos eventos, como también el registro minucioso de los espacios durante sus criminales usos, suelen escapar al registro visual sistemático y “oficial”.1
En lo que sigue, entonces, primero presentaré una serie de hitos sobre la representación de los espacios de exterminio en el cine documental; luego, revisaré algunas nociones de espacio que serán de apoyo a esta investigación; finalmente, propondré y analizaré algunas modalidades o formas audiovisuales de representación de los espacios de exterminio. Dichas modalidades serán pensadas como estrategias de representación, como tendencias y herramientas heurísticas antes que como esquemas fijos y clausurados.
Algunos hitos documentales
El camino puede iniciarse con Death Mills (Hanus Burger y Billy Wilder, 1945), Nazi Concentration Camps (George Stevens, 1945) y la malograda Memory of the Camps (Sidney Bernstein, 1945)2 -realizados a partir del metraje filmado por los Aliados durante las sucesivas liberaciones de los campos-. En estos títulos no se profundiza en la historia de estos espacios -la urgencia tampoco lo permite- aunque sí hay un deseo de caracterizarlos y de forjar un imaginario sobre ellos.
Casi una década después, Nuit et Brouillard (Alain Resnais, 1956), a pesar de su corta duración, (re)inventó la mirada sobre los campos de concentración, tal como afirma Sylvie Lindeperg (2010, 2014). Al ensamblar imágenes de archivo del pasado en blanco y negro con filmaciones actuales a color en el campo de Auschwitz, el filme de Resnais creó una nueva perspectiva tanto por su poética como por el uso del montaje: aquí estamos ante uno de los primeros antecedentes de una imagen dialéctica, de un choque entre pasado y presente, de hacer emerger en el presente el pasado, desde los restos, desde las ruinas, y con la voz de un sobreviviente3 como narrador.
Años después, Frédéric Rossif estrenaría Le temps du ghetto (1961), documental sobre el gueto de Varsovia, incorporando aquí a los sobrevivientes con voz y rostro. En el filme, el relato se articula a partir de dos voces, una masculina y otra femenina, que se reparten las funciones históricas y poéticas: “mientras la primera contextualiza la situación del ghetto, sus agentes sociales, políticos y militares, las costumbres, la vida religiosa, civil y la lucha por la supervivencia, la femenina incorpora citas de los llamados diaristas del ghetto” (Sánchez-Biosca, 2014, p. 89). El pasado se hace presente no porque se empleen fuentes testimoniales para traer las imágenes al presente, sino porque ese pasado es traído por sobrevivientes que recitan esas fuentes y le brindan a la cámara también un rostro.
El siguiente paso lo dará Kitty: Return to Auschwitz (Peter Morley, 1979), el primer documental que registre el regreso físico de un sobreviviente a un campo de concentración o exterminio (Insdorf, 2003, p. 300). En este caso se trata de Kitty Hart-Moxon, quien regresa al campo junto a su hijo, que actuará como “escucha” de su testimonio.
La producción que años después se colocará como paradigma de representación de los espacios será la ya mencionada Shoah. En ella será la voz del sobreviviente quien dotará de pasado al presente de los espacios; de este modo, los largos paneos y travellings por vacíos y “plácidos bosques” -es decir, las ruinas de los campos- cobran otro cariz. Como señalan entonces Didi-Huberman (2015) o Alberto Sucasas (2018), todo el movimiento de Lanzmann en Shoah trata de dialectizar el pasado en el presente, de hacer emerger el pasado a partir de los restos, de las ruinas, o incluso cuando ya no quedan ni restos ni ruinas. La fuerza de la película no se alcanza únicamente en la apelación a la voz de sobrevivientes o de testigos, sino en la potencia del montaje, en la combinación de los testimonios con los planos de los espacios.
Finalmente, en este recorrido que no clausura, merece ser mencionada la obra de Rithy Panh. Su filmografía, que se inicia con Site 2 (1989), podría ser caracterizada por una obra de espacios ya que sus películas van a hacia ellos para trabajar en el presente los espectros y continuidades del genocidio camboyano, tanto en la mencionada Site 2 como en La terre des âmes errantes (2000) o S-21, la machine de mort khmère rouge (2003). Sin embargo, a partir de L'image manquante (2013), Panh dará un giro estilístico nodal: arraigado en sus preocupaciones sobre el pasado, se alejará del realismo documental con el que solía trabajar para buscar nuevas formas visuales y explorar al mismo tiempo su subjetividad.
Sobre los espacios: el espacio abstracto
En la actualidad existe numerosa bibliografía sobre los espacios de exterminio, en especial sobre los campos de concentración y exterminio nazi. Ya en su estudio pionero, Eugen Kogon (1946/1965) señaló la racionalidad de dichos espacios al dar cuenta de sus usos y modos de organización. Dicha idea se ha mantenido en investigaciones sucesivas, tanto en las ya clásicas como también en las más recientes (Hilberg, 2005; Sofsky, 2016; Wachsmann, 2015), y el análisis de los diversos casos históricos ha dado cuenta también de la racionalidad en la organización espacial (Chalk & Jonassohn, 2010).
Sin dudas, las distinciones de Michel de Certeau (2007) entre lugar y espacio resultan sugerentes, pero dicho pensador estaba reflexionando sobre el espacio vivido en la cotidianeidad; de igual forma lo habían hecho previamente Ernst Cassirer (1988) y Henri Lefebvre (2013) al pensar el mundo humano el primero, y la producción del espacio el segundo. Los espacios de exterminio, a diferencia de los de la vida cotidiana, son diseñados, pensados o reformulados -en ocasiones se trata de reorganizar uno ya existente- para un solo propósito -dar muerte-, por lo que se torna imposible la vida cotidiana,4 más allá de que los prisioneros hayan podido desarrollar condiciones de “cotidianeidad” en dichos espacios.
Desde ya que la perspectiva de Marc Augé (1998) sobre los no lugares resulta sugerente para este tema, en tanto espacios de tránsito y deshumanización construidos para ser utilizados temporalmente; pero la lógica de los no lugares, siempre desde la perspectiva de Augé, posee una racionalidad primordialmente comercial. Es por eso por lo que algunas investigaciones han sugerido que la noción de heterotopía pensada por Michel Foucault (1966/2010) puede ayudar a caracterizar un poco más el espacio de exterminio en tanto espacio “absolutamente distinto”, lugares que se oponen a otros, contraespacios: “lugares reales fuera de todos los lugares”. En esa dirección, el francés “soñaba” con una ciencia que tuviera como objeto esos espacios; esto es, los jardines, los cementerios, los asilos, los prostíbulos, las prisiones…
Sin embargo, en este breve recorrido estamos dejando de lado lo primordial de este trabajo: cómo son representados y percibidos esos espacios en el presente. Para decirlo de otro modo, las principales teorías y perspectivas han tratado de caracterizar los espacios de exterminio en tanto tales; sin embargo, lo que me interesa abordar aquí es cómo son representados espacios que ya no son. En cierto sentido, el tema planteado es intrínseco a la problemática de cualquier espacio, como por ejemplo las ruinas de alguna antigua civilización o incluso, en términos urbanísticos, de las diversas capas que puede tener una gran urbe. Por eso, la representación del espacio de exterminio en el documental lleva consigo dos elementos complementarios entre sí: algo que es propio del espacio y su vínculo con el tiempo -el pasado en el presente-, y a la vez algo absolutamente excepcional que son los crímenes que allí sucedieron. No se trata de dar cuenta en el presente de las huellas de un edificio destruido, sino, en última instancia, hacer presente el pasado del crimen genocida cometido en dicho espacio. Quisiera entonces traer a dos autores que pueden colaborar a iluminar sobre esta cuestión. Por un lado, la clásica tríada que distinguió David Harvey y, por el otro, retomaré la también clásica tríada del mencionado Ernst Cassirer.
La tríada de Harvey (2021) se sostiene a partir del espacio absoluto, relativo y relacional. El espacio absoluto es una concepción del espacio como algo dado y estable, que existe independientemente de las relaciones sociales y económicas que tienen lugar en él; desde esta perspectiva, se comprende que el espacio se puede medir y cartografiar de manera objetiva. El espacio relativo se vincula a cómo los lugares y espacios están interconectados y en relación unos con otros a través de las fuerzas económicas, políticas y culturales; esto implica que el espacio no es uniforme, sino que está diferenciado por las relaciones de poder y la desigualdad. Finalmente, por espacio relacional Harvey entiende que el espacio no es una entidad independiente de las relaciones sociales y económicas que se dan en él. El espacio relacional es producido y transformado por las interacciones sociales y económicas que tienen lugar en él. De este modo, el enfoque relacional puede resultar una herramienta útil para pensar la representación de los espacios de exterminio, ya que la emergencia del pasado en el presente se encuentra emparentada con las relaciones sociales creadas en torno al espacio: sus memorias, sus vínculos con este, incluso su forma de comprenderlo. Tomemos el caso de Shoah, cuando algunos testigos se refieren al campo de exterminio de Treblinka. Sobre este testimonian el sobreviviente Abraham Bomba y el ex-SS Franz Suchomel; en cada intervención, el mismo espacio tendrá una caracterización diferente. En otras palabras, si bien el espacio es un “absoluto”, en el sentido de que el espacio tiene/tuvo una materialidad, la forma de relatarlo se encuentra emparentado necesariamente con las relaciones sociales, con los modos de relacionarse con este. Para un sobreviviente, la experiencia puede ser descripta como el infierno (Levi, 1995, p. 23); mientras que esa referencia dantesca jamás la leeremos, por ejemplo, en el testimonio de un comandante de campo (Höss, 2009).
Con todo, la tríada de Harvey puede resultar dificultosa para pensar un espacio que ya no es, un espacio que en el presente ha sido modificado, quedado en ruinas o el vacío mismo. En ese sentido, para este camino resulta sugerente volver a las distinciones de Ernst Cassirer, las cuales seguiré en forma un poco más libre a la pensada por él. Al indagar sobre “el mundo humano del espacio y del tiempo”, Cassirer propone “tipos fundamentalmente diferentes de experiencia espacial y temporal” (Cassirer, 1988, p. 71). El primero es el “espacio perceptivo”, que no se trata de meros datos sensibles, sino que “contiene elementos de los diferentes géneros de experiencia sensible, óptica, táctil, acústica y kinestésica” (Cassirer, 1988, p. 72); luego desarrollará y problematizará el espacio simbólico, el espacio de la acción y el espacio abstracto. Me interesa retomar, desprendiéndome un tanto de la perspectiva del autor, la idea del espacio abstracto. Efectivamente, dicha noción intenta dar cuenta de un espacio complejo e inmaterial, un espacio que se constituye y adquiere forma en la imaginación. Al pensar entonces la representación de los espacios de exterminio en el cine documental estos no hacen sino dar cuenta de espacios abstractos.
Como señalé antes, los espacios de exterminio en el presente de la filmación se encuentran en estados múltiples: desde el “vacío” -bosques, autopistas, etc.- hasta museos organizados y sitios de memoria, pasando por edificaciones reconvertidas con otros usos en la actualidad. Lo cierto es que todos ellos no funcionan más como espacios de exterminio, por lo tanto, la tarea del documentalista radica en hacer emerger en el presente el pasado de dicho espacio. El espacio abstracto, en el marco de este trabajo, es ese espacio que debe emerger, obtener dimensión, hacerse inteligible, imaginarlo. En esa operación no solo se debe ponderar el espacio sino también los crímenes allí cometidos; por lo tanto, la tarea al representar el espacio es doble.
Dicho trabajo se sostiene a partir de una operación mental primordial lanzada en la combinación de imágenes y sonidos -sobre todo a partir de los testimonios- que no es otra que la imaginación -representar en la mente la imagen de algo o de alguien-. Así, por medio de la combinación de imágenes y sonidos, el documental le puede permitir al espectador no solo imaginar el pasado sino también volver inteligible el pasado del espacio. La imaginación no es una mera especulación sino, en tanto proceso creativo superior, una de las herramientas más potentes del conocimiento (Brann, 1991). Tal es la potencia de la imaginación que en su obra nodal sobre las cuatro fotografías de Auschwitz tomadas por un sonderkommando, Didi-Huberman (2004) la inicia con la siguiente convicción: “para saber hay que imaginarse” (p. 17).
Algunas modalidades y formas retóricas
Para el análisis de la representación de los espacios de exterminio, a partir de lo recién expuesto, sugiero una serie de estrategias retóricas que desarrollan los diversos documentales. Seguiré a John Corner y a Bill Nichols, quienes sugirieron que las modalidades pueden ser pensadas como “formas básicas de organizar textos en relación con ciertos rasgos o convenciones recurrentes” (Nichols, 1997, p. 67) o como herramientas para “identificar algunas de las principales formas en que se organiza la comunicación en el documental” (Corner, 1996, p. 27). Como en trabajos anteriores, mi intención no radica en clausurar el debate, sino en trazar, en tanto herramientas heurísticas, modalidades provisorias e incluso combinables.
Modalidad crónica
La crónica es “una exposición de hechos o acontecimientos centrada sobre un personaje o lugar” (Marchese & Forradellas, 1986, p. 83); también se la entiende como un artículo periodístico sobre temas de actualidad: la crónica informativa es un texto en el que “el cronista se limita a informar sobre un suceso” (Leñero & Marín, 1986, p. 43) dándole un -supuesto- estilo objetivo e imparcial, ya que su intención es meramente informativa.
Para los documentales que se concentran en representar espacios de exterminio, esta modalidad se circunscribe a describir los espacios a partir de un discurso que se presenta como objetivo: son descripciones puras e “imparciales” siendo las imágenes que nos presentan la prueba y la evidencia irrefutable. En ese sentido, algunos documentales están signados por la urgencia, por ser los primeros en mostrar estas imágenes, por el deseo de justicia o bien por dar visibilidad a un tema invisibilizado por los medios de comunicación.
¿Cómo se organizan los materiales audiovisuales en esta modalidad? ¿Cómo se nos presenta la evidencia? Aquí los documentales suelen recurrir a una voz en off del tipo “voz de dios” -esto es, una voz omnisciente en tercera persona, típica del documental clásico- aunque podemos encontrar casos donde hay un cronista in situ cuya narración combina la denuncia con una observación que procura ser objetiva. Muchos de estos documentales son los primeros en enfrentarse a los espacios de exterminio cuando recientemente dejaron de ser utilizados para los fines dispuestos por los victimarios.
El paradigma de esta modalidad puede ser Nazi Concentration Camps, como también los diversos documentales preparados por los Aliados -como Memory of The Camps o la liberación de Auschwitz registrada por las tropas soviéticas-. En estos, la narración brinda una descripción de los espacios liberados recientemente -recordemos que la mayoría de estos títulos son de 1945- junto a un montaje de material filmado previamente, sin guion previo, por diversas unidades como la United States Army Signal Corps, la British Army Film and Photographic Unit o la unidad fílmica del Ejército Rojo. Asimismo, estos documentales no solo caracterizan los espacios en su uso pasado sino también que muestran los aledaños a estos, incluso -para algunos documentales sobre los campos nazis- la obligación de los vecinos en las tareas de sepultura de los cadáveres (Michalczyk, 2014). En su urgencia, e incluso bajo un razonamiento signado por una “pedagogía del horror” (Sánchez-Biosca, 2006), en esta modalidad prima, además del shock, la información, los datos, la descripción dura del exterminio. Aquí, ver no necesariamente implica entender o comprender lo sucedido.
Además de los documentales recién mencionados, bajo esta modalidad también podemos pensar Year Zero: The Silent Death of Cambodia (David Munro, 1979) escrito y presentado por el periodista John Pilger. Este título fue emitido en la televisión británica por primera vez en octubre de 1979 y fue filmado tras la caída del régimen de Pol Pot en enero de ese mismo año. Si bien los líderes del Khmer Rouge ya habían abandonado el país, Camboya se encontraba devastada; en ese sentido, y allí está la urgencia del discurso de Pilger, la narración busca movilizar la sensibilidad -sentimental y política- de Occidente respecto a la pobreza y el sufrimiento del pueblo camboyano.5 De este modo, la consigna es “hay que actuar ya”, y en consecuencia Pilger mostrará diversos sitios donde se cometieron los crímenes de dicho régimen, entre ellos el centro S-21.6 Pilger entrevistará a algunos sobrevivientes, cuya palabra actúa como una ilustración sonora -con toda su potencia desde ya- complementaria a las imágenes y a las fotografías shockeantes: antes que narrar en profundidad la experiencia vivida, la entrevista brinda datos e información.
Señalaba antes que esta modalidad se caracteriza por ser el primer encuentro visual con el horror; una impresión similar es la que también ofrece Chronicle of a Genocide Foretold (Danièle Lacourse e Yvan Patry, 1996), que fuera filmado en un período de tres años -es decir, su producción comenzó en 1994- que es quizá uno de los primeros realizados sobre el genocidio ruandés.7 A lo largo de sus tres partes, relata la génesis del genocidio, su realización y sus consecuencias bajo la premisa de que la comunidad internacional pudo haberlo evitado.
Aunque no hay una voz en off, la narración es llevada adelante en forma coral por sobrevivientes, miembros de la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias, expertos -como la historiadora Alison Des Forges- y también perpetradores que esperan la realización de sus juicios. A su vez, el documental apela tanto a imágenes de archivo como registros tomados en la postrimería del genocidio y el alto el fuego de la guerra civil. De este modo, no solo vemos a un país devastado, sino que los registros efectuados en los espacios de exterminio permiten mesurar, o al menos intentar comprender, la magnitud y alcance del genocidio. De este modo, en una secuencia la cámara se adentra junto a sobrevivientes en la iglesia de Ntarama, en el distrito de Bugesera; en ese lugar, el 15 de abril de 1994 fueron asesinadas 5000 personas. Mientras la cámara enfoca los cuerpos que quedaron esparcidos por la iglesia, los sobrevivientes explican y caracterizan cómo fue empleado este sitio como espacio de exterminio.
Lo cierto es que en Ruanda no hubo un único espacio o una red de sitios de exterminio, sino que el país entero fue transformado en un espacio de exterminio, las fosas comunes se van encontrando a lo largo y ancho del país, y los testimonios dan cuenta de otros espacios cerrados -como escuelas- que fueron utilizados para emboscar a tutsis que buscaban refugios, e incluso los ríos sirvieron a los propósitos genocidas.8 A pesar de emplear testimonios, considero a este documental como una crónica ya que su relato busca ante todo ofrecer información y datos; aquí, los testimonios de los sobrevivientes, con toda la potencia que poseen, no son empleados para ahondar en sus experiencias personales o bucear en su subjetividad sino para ofrecer datos, opiniones o aspectos del genocidio que, en la conjunción con otros, permiten crear un relato más amplio sobre la historia reciente ruandesa.
Aunque los títulos que inician esta modalidad fueron realizados inmediatamente después de caer el régimen genocida, algunos documentales han recurrido a la crónica una vez transcurrido el tiempo. En ese sentido, el documental producido por la señal History S-21: Inside Pot Pot's Secret Prison (Greg DeHart, 2002) es ante todo una descripción histórica del centro de tortura del régimen de los Khmer Rouge. Con la distancia brindada por el tiempo, las intervenciones de los expertos -como las del periodista Nate Thayer o el historiador David Chandler- pueden ofrecer una caracterización, fundamentada en sus extensas investigaciones. Estas intervenciones son montadas junto a testimonios de sobrevivientes e imágenes de archivo. Asimismo, además de recurrir a una sobria voz en off, la cámara documental registra el espacio en la actualidad -ahora museo-, intentando dialectizar el presente con el pasado, en pos de que el pasado de ese espacio pueda ser imaginado.
Cuando las cámaras del documental recién mencionado llegan al sitio donde funcionó el S-21 -hoy Museo de Tuol Sleng- este ya se ha vuelto un espacio-símbolo del genocidio camboyano, incluso actuando como una sinécdoque del crimen: lo que allí sucedió en forma particular se extiende como generalidad de todo lo acontecido durante el régimen de los Khmer Rouge. Para llegar a ese estatus -tal como sucede con otros espacios de exterminio-, durante los años posteriores a la caída del gobierno de Pol Pot se generan dos principales modelos de filmar y presentar al S-21: uno sostenido en un “discurso humanitario” -el documental presentado por Pilger- y otro “políticamente implicado” (Sánchez-Biosca, 2017, p. 121). A este último modelo pertenece Die Angkar (Walter Heynowski y Gerhard Scheumann, 1981), documental que también puede ser calificado como crónica.
La dupla conformada por Walter Heynowski y Gerhard Scheumann fue una referencia del documental de la extinta República Democrática Alemana (RDA); juntos fueron parte del grupo fundador de la Deutsche Film-Aktiengesellschaft en 1955. Con tono propagandístico, sus obras eran diatribas hacia el sistema capitalista y al imperialismo, cuyo estilo se caracterizaba por la combinación de material de archivo, entrevistas y una narración crítica. En ese sentido, Die Angkar no escapa a estas particularidades. Este documental efectivamente es una crítica pero por izquierda, tanto al comunismo camboyano como también al chino -fuente teórica de los Khmer Rouge- y, a diferencia del de Pilger, aquí sí se dedicará en extenso a S-21. Dado que para el año de su realización el antiguo centro ya funcionaba como museo, los realizadores pudieron utilizar documentación allí encontrada como también registrar las fosas ya halladas de los diversos killing fields; con ello, la crónica puede ser más detallada y brindar una historia del espacio más amplia -como por ejemplo mencionar y mostrar fotos de Duch, quien fuera el responsable máximo del sitio-. Como sugirió Sánchez-Biosca (2017), Die Angkar
hace de los mug shots su leitmotiv, de modo que estos retornan en su metraje montados una y otra vez con lugares, cadáveres y cráneos, mientras que en otras ocasiones desfilan como en una infernal linterna mágica aprovechando la violencia de las miradas (p. 126).
Dichas fotos, tomadas al ingresar el prisionero al centro de tortura, actuarán como una manera de dar cuenta de los rostros de las personas que transitaron y fueron asesinadas en dicho espacio. Ahora bien, como antes señalaba, el espacio representado en el documental es ya un museo y, por lo tanto, el registro que hace la cámara del sitio es el de una exhibición museográfica, en la que los objetos están dispuestos para tal fin. De este modo, una voz en off con tendencia a la objetividad, pero con una marcada perspectiva crítica, caracteriza al espacio mientras la cámara registra en diversos planos los patios y las instalaciones del sitio, deteniéndose en las celdas, las ventanas, los utensilios que tenían los prisioneros, así como también los diversos dispositivos de tortura. Estas imágenes serán combinadas a través de un montaje paralelo, con las mug shots y las “confesiones” de los torturados de S-21. La crónica se complementa también con entrevistas a sobrevivientes; algunos de ellos, como Vann Nath, serán figuras recurrentes en los documentales sobre el genocidio camboyano. Asimismo, como en el documental de Pilger, también es entrevistado Ung Pech, pero mientras en el primero es “tan solo” un sobreviviente, en el segundo, a dicha experiencia se le suma la de ser el director del museo. Ambos títulos también tienen otra coincidencia visual: afuera de S-21 la cámara reúne a algunos sobrevivientes: Pilger a cuatro, mientras que Heynowski y Scheumann a siete, casi la totalidad de quienes allí sobrevivieron9 (Figuras 1 y 2) .
Modalidad sobria o de sobriedad
Los títulos de la modalidad sobria10 se aproximan a los documentales de observación, aunque no pienso esta modalidad únicamente desde el abordaje estético hacia el mundo histórico, sino también desde el posicionamiento discursivo-retórico. En ese sentido, lo sobrio puede ser pensado como algo moderado y que carece de “adornos superfluos” (Real Academia Española, s.f., def. 2), es decir, carente de excesos.
Con eso, pienso dentro de esta categoría a documentales que representan los espacios de exterminio con el distanciamiento que le da la observación, con escasa o nula intervención directa de los realizadores -voz en off mínima o inexistente, sus cuerpos no aparecen en cuadro-; en documentales que no suelen apelar a las imágenes de archivo -se presentan imágenes registradas en el presente e in situ- y que en las entrevistas a las que se recurren el realizador permanece fuera de cuadro sin participar. Asimismo, al no hacer un uso marcado del montaje, al emplear planos de mayor duración, la mirada que se construye en estos títulos se presenta como una mirada clínica o ascética. Para esta modalidad sugiero títulos como KZ (Rex Bloomstein, 2006), Austerlitz (Sergei Loznitsa, 2016), El predio (Jonathan Perel, 2010) o Afriques: comment ça va avec la douleur? (Raymond Depardon, 1996).
A diferencia de la modalidad anterior, la sobria se distingue por su “presentismo”; es decir, mientras que en la crónica hay una convocatoria al pasado para comprender esas imágenes registradas en el presente, aquí tenemos imágenes del presente que se refieren al presente de los espacios. Desde ya que el pasado atraviesa en forma implícita a estos títulos, pero este no es convocado de manera expresa como lo hacen otras producciones. Esto se debe a que esta modalidad observa los espacios en el presente, dando cuenta de sus transformaciones, sus nuevos usos o su estado actual.
Tanto la película de Bloomstein como la de Loznitsa se concentran en campos de concentración nazi hoy devenidos museos; en ese sentido, la cámara se mueve no necesariamente como un turista más pero sí observando a los paseantes y a los contingentes, prestando atención al detalle, a sus actitudes, a sus movimientos, a sus reacciones. Por lo tanto, en estos dos títulos más que indagar lo que fue ese espacio parecen observar en qué se han convertido. KZ focaliza en el antiguo campo de Mauthausen, Austria, reparando en los visitantes -la cámara sigue a turistas “individuales”, a contingentes de escuelas como también de jubilados- y registrando de igual modo los alrededores del campo y a sus vecinos, algunos de ellos viudas de nazis. De este modo, se entrecruza la observación de los turistas con entrevistas a algunos guías del sitio -uno de ellos un joven que está haciendo su servicio social en dicho lugar- quienes expresan sus contradicciones y las angustias que le generan trabajar allí. También intervienen vecinos, algunos jóvenes con un aparente desconocimiento histórico, quienes comentan sobre la normalidad de vivir cerca del antiguo campo, y otros -las mencionadas viudas- que todavía añoran el pasado nazi. La cámara también visita la cervecería ubicada frente al campo, donde además de consumir comida el turista puede divertirse con espectáculos de bailes típicos, con lo que la diversión de hoy parece la de ayer, ya que esa misma cervecería servía como esparcimiento para los SS que trabajaban en el campo.
Aunque Bloomstein no interviene en forma corporal, su posición -no necesariamente crítica pero sí como una manifestación de contradicciones- se hace presente en la imagen. Sirven como ejemplo dos tomas donde emergen dichas paradojas: el cartel de McDonald’s Mauthausen (Figura 3) y la preparación de un turista para sacarse una foto -su pareja le pide que se arregle los pantalones para posar correctamente-al lado de un horno crematorio (Figura 4). De este modo, en tanto documental de “voz abierta” (Plantinga, 2014, p. 159)11 antes de explicar, alertar o movilizar al espectador, KZ efectúa preguntas sobre el vínculo entre espacios de exterminio y turismo para dejarlas sin responder; aquí no hay respuestas precisas ni unívocas.
Austerlitz lleva adelante una estrategia similar, solo que en forma más radical, con la cámara quieta, con planos de mayor duración y una fotografía en blanco y negro. Esta observación minimalista sobre los antiguos campos -también devenidos en memoriales- de Sachsenhausen y Dachau, ambos ubicados en Alemania, registra a los diversos contingentes de turistas, encontrando situaciones similares (Figura 5) que en el documental de Bloomstein. De este modo, los campos de concentración se han vuelto en la actualidad en espacios recreativos, donde la masa de contingentes pasea despreocupada -e incluso indiferente- bajo un clima de complacencia (Figura 6). Con un título que remite a la obra de W. G. Sebald, la potencia de la película radica en su banda sonora, o mejor dicho en la atmósfera sonora que crea, que produce en el espectador la sensación de que se encuentra inmerso en la visita. Los campos ahora están llenos de ruido, de bullicio, lo que crea una sensación de agobio. Esto queda resaltado por la impresión que da la película de que el turista es como un invasor, solo que, en vez de llevar armas de fuego, trae un arsenal de cámaras. En la observación de Loznitsa los visitantes no se conmueven, al contrario, parecen felices de hallarse en frente a un horno crematorio y poder obtener así su foto junto a este.
El trabajo de Jonathan Perel antes mencionado es sobre la transformación del predio de la que fuera la Escuela de Mecánica de la Armada -lugar donde se erigió un campo de concentración durante la última dictadura militar argentina- en un espacio de Memoria abierto en 2007. Además de habitarlo con las oficinas de diversos organismos de derechos humanos y dependencias estatales, en ese predio se erigiría un museo en el espacio que funcionó el mencionado campo.12 Si bien en El predio la cámara no ingresa en lo que fuera el Casino de Oficiales -el lugar específico de concentración y tortura-, las huellas del pasado militar permanecen explícitas en el predio; sin embargo, esta nueva forma de habitarlo, esta renovación tanto edilicia como del vínculo con este, propone un cambio en la forma misma de pensar el lazo del predio con la comunidad. El plano del final de la película -una puerta abierta- nos sugiere, al menos, dos cuestiones: por la proximidad con una avenida, lo cerca que estuvo el predio con el desarrollo de la vida cotidiana de la zona; por otro lado, la puerta abierta nos indica ahora que el predio se encuentra abierto a la sociedad toda, la otra cara, si se quiere, de la clandestinidad.
Con otros matices, como el empleo de entrevistas y el uso de la voz en off en primera persona, aunque sin aparecer el cuerpo de su realizador en cuadro, Raymond Depardon nos presenta un diario de viaje en torno al dolor y el sufrimiento en África. Fundador de la histórica agencia fotográfica Gamma, Depardon alterna su trabajo como fotógrafo con el cine documental y es uno de los más importantes exponentes actuales del cine de observación. Entre 1993 y 1996, el francés recorrió el continente africano -países como Angola, Sudáfrica, Burundi, Etiopía, Somalía, Sudán- interrogándose e interpelando al espectador sobre la miseria, el hambre, la opresión, el sufrimiento y el dolor. Uno de los países donde se detuvo fue la Ruanda posguerra civil, que se encuentra en el caos generado por el genocidio. Ante ello, desde la habitación de un hotel, Depardon se pregunta cómo filmar, cómo hacer imágenes de lo sucedido, cómo filmar un país que se volvió una tumba masiva. En ese sentido, filmará dos espacios generados por las consecuencias del genocidio: el campo de refugiados, sobre todo de aquellos que regresan de Burundi, y las cárceles masivas donde han sido concentrados los perpetradores. Estos espacios, colmados de gente, desbordados, más que remitirse al pasado nos muestran la miseria del presente.
Modalidad dialéctica
En esta modalidad, los documentales se concentran en espacios de exterminio filmados en el presente, pero con el objetivo de hacer emerger el pasado de estos. En estos títulos el testimonio del sobreviviente es el recurso fundamental para dicha emergencia. Es decir, el espacio -y el pasado- abstracto se hace presente a través de la imaginación, llevando las palabras del testigo a reconfigurar un espacio que quizá no presenta a simple vista las huellas de un genocidio. Esta modalidad también incluye una variante singular que la señalaré como dialéctica participativa, caracterizada por el retorno del testigo al lugar de los hechos. Sin dudas el paradigma aquí es Shoah, donde la dialéctica se lleva adelante tanto a través del montaje como con el retorno del sobreviviente o del testigo al espacio de exterminio -Simon Srebnnik o Jan Piwonski, el controlador de tráfico en la estación de tren de Sobibor-.
Previo al estreno de la película de Lanzmann, Kitty: Return to Auschwitz retrató el regreso de la sobreviviente Kitty Hart-Moxon a Auschwitz. El documental, estrenado en la televisión británica en 1979, se concentra en la visita que hace al campo junto a su hijo; una vez allí recorrerá el ahora museo y la cámara los seguirá con cierta distancia. De este modo, la visita se volverá un extenso acto de reminiscencia, que resignifica el presente del espacio y hace que, a partir de sus recuerdos, el pasado abstracto cobre inteligibilidad. Resulta sugerente observar cómo llega Kitty al campo: luego de mostrarnos su cotidianeidad -su trabajo como radióloga, sus rutinas diarias-, nos brinda un recorrido histórico sobre su pasado en Europa oriental para acceder a volver a Auschwitz. La llegada al campo será en un taxi (Figuras 7 y 8), en el que arriba a un lugar desierto, sin contingentes, sin otros visitantes; esto nos permite señalar al menos dos cuestiones: la “normalidad” de la sobreviviente -a su vida cotidiana se le suma un viaje “cotidiano” al epicentro de su dolor-, y que en esa época el campo-museo todavía no se había convertido en símbolo, no había alcanzado su estatus de “espacio del siglo”, parafraseando a Gérard Wajcman.
En Desaparición forzada de personas (Andrés Di Tella, 1989) la dialéctica pasado-presente se da en formas disímiles a lo largo del metraje. En un momento histórico donde el sobreviviente de los campos de la dictadura militar se encontraba relegado de la historia, y la Argentina vivía bajo el imperio de las leyes de impunidad, este documental producido por Amnistía Internacional se propone volver a algunos espacios de exterminio, de secuestro y tortura con sobrevivientes. Aunque son intervenciones breves, los sobrevivientes regresan a las ruinas de El Vesubio o El Atlético y son sus palabras, el yo que expresa su vivencia, las que permiten reconfigurar el espacio y el tiempo presente. Sin embargo, no todos los espacios pueden ser recorridos del mismo modo; otros sobrevivientes, a bordo de un taxi, pasarán por afuera de la ESMA, Pozo de Quilmes, Brigada N.°2 de Investigaciones de Lanús o Automotores Orletti. El modo en que son filmados no se debe a una impericia del realizador sino a las condiciones históricas mismas: esos espacios se encontraban en funcionamiento -algunos reconvertidos- en aquel presente. De este modo, la palabra del sobreviviente logra esa dialéctica pasado-presente para resignificar las “apacibles vistas” o la tranquilidad de la fachada de un chalet como lo parece ser el lugar donde funcionó el Pozo de Quilmes (Figuras 9 10 11 12).
Con todo, el retorno al espacio de exterminio no es exclusivo del sobreviviente. En documentales como S21, la machine de mort khmère rouge o en el díptico sobre Indonesia The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012) y The Look of Silence (Joshua Oppenheimer, 2014) son los victimarios los que regresan a los espacios. Sin embargo, existen diferencias en las producciones: mientras que en la de Panh el S-21 es el epicentro, en las de Oppenheimer los espacios no son centrales, sino que su propósito radica en exponer el genocidio y la impunidad del crimen. De este modo, la estrategia de Panh en su película es crear el marco para que la memoria -tanto declarativa como corporal- de un grupo de antiguos guardias e interrogadores pueda fluir y generar extensos testimonios sobre el funcionamiento cotidiano del centro de interrogación y tortura. En las diversas salas y antiguas celdas, los victimarios dan cuenta del pasado de aquel espacio, escrutando sus recuerdos, analizando documentos y también gestualizando las acciones corporales que antaño hacían. En ocasiones, para ayudar a los victimarios a evocar el pasado, estos se reúnen con el sobreviviente Vann Nath,13 quien actúa como catalizador de sus memorias. Al mismo tiempo, este sobreviviente hará presente el pasado del espacio a partir de su obra pictórica, pues sus estampas se vuelven verdaderos testimonios visuales sobre aquel centro.
En tanto, en las películas de Oppenheimer la centralidad no se encuentra en los espacios sino en la generación de una conciencia sobre el genocidio perpetrado en la década de 1960 en Indonesia. A través de un grupo de perpetradores dispuestos a recrear sus crímenes para la cámara, Oppenheimer compone situaciones en diversos espacios que sirvieron para el asesinato, como la terraza de las oficinas de un diario en The Act of Killing o en la selva en The Look of Silence. La vuelta de los victimarios al lugar del crimen no es para reconocerlos o describirlos sino para generar, por parte del realizador, un marco propicio -un marco social, en última instancia, porque los asesinos siempre están acompañados- para rememorar sus actos. De este modo, en cada recreación, con el orgullo de presentar sus acciones pasadas para la cámara, los asesinos no hacen más que implicarse en el genocidio.14
En esta modalidad, el uso del montaje tiene un uso singular ya que es en el choque temporal entre una imagen presente del espacio y un sonido que se refiere al pasado -el testimonio del testigo- que se genera la dialéctica en cuestión. Dubina dva (Ognjen Glavonic, 2016) es un documental que hace uso del montaje en esa dirección: a través de imágenes del presente por medio del montaje sonoro de sobrevivientes genera la emergencia del pasado. Lo que empieza como un aparente thriller policial con el encuentro de un camión hundido en el río Danubio se despliega como un documental sobre la Masacre de Suva Reka en Kosovo; dicha masacre fue perpetrada por agentes de la policía serbia en marzo de 1999 mientras la OTAN bombardeaba la antigua Yugoslavia. Contrastando planos amplios con planos detalle, usando tomas extensas y algunos paneos, el documental reconstruye los momentos previos a la masacre, el movimiento de las víctimas y el contexto de la guerra.
En ningún momento Glavonic apela a entrevistas o imágenes de archivo, los testimonios son en off sin ninguna corporalidad en cuadro. Recién al concluir, con los créditos finales, comprendemos que muchos de los testimoniantes pidieron permanecer anónimos y que otros testimonios fueron grabados en diversos juicios en el marco del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. De este modo, los testigos narran las razones que desencadenaron la masacre y lo que ocurrió en la pizzería, espacio que resultó ser el epicentro de la masacre. Con las huellas todavía marcadas en las paredes, Dubina dva logra traer el pasado al presente, y con la atención puesta en los detalles, las ruinas del espacio cobran otro sentido, activando así la imaginación del espectador. De este modo, ese espacio abandonado deja de ser un espacio yermo para dimensionar en consecuencia la masacre allí ocurrida (Figuras 13 14 15 16).
Finalmente, considero que una manera más de dialectizar el espacio se puede dar a través de la confrontación de las imágenes; es decir, ya no es el montaje el que tensiona el pasado del presente sino una operación de exploración y rememoración sobre la imagen. Títulos como Aufschub (Harun Farocki, 2007) o Falkenau, the Impossible (Emil Weiss, 1988) confrontan metrajes filmados, ya sea a través de la intervención visual del realizador -la de Farocki- o con la participación de la propia persona que registró las imágenes -la de Weiss-. Aufschub revisa el breve material filmado en el campo de Westerbork a pedido de su comandante Albert Gemmeker: lo que iba a ser una película de propaganda -que nunca se finalizó- filmada por Rudolf Breslauer, un prisionero judío de dicho campo. A partir de ese metraje, Farocki interviene a partir de diversos intertítulos para auscultar las imágenes, preguntarse por el espacio y revisar nuestras ideas sobre un campo concentración. Con ello también devuelve la historia a imágenes ya vistas en numerosos documentales.
Falkenau, the Impossible tiene su corazón en el metraje de veinte minutos que filmó un joven cabo del División de Infantería de Marina estadounidense Big Red One cuando liberaron el campo de Falkenau, cerca de la ciudad checa de Sokolov. Dicho cabo no era otro que Samuel Fuller, quien posteriormente sería una gran figura del cine estadounidense. Junto a Weiss, Fuller vuelve a esos mismos espacios para luego presentar el metraje que él mismo filmó (Figura 17). Desde ya no se trata de un registro profesional sino completamente amateur; la fecha de filmación la recuerda bien: el 9 de mayo de 1945, dos días después del armisticio. La filmación no es exactamente sobre la liberación sino los días posteriores a esta, por lo tanto, el campo no se ve “tal como funcionaba” sino en una instancia diferente. En ese marco, el capitán de la compañía reclutó a la población aledaña, que argüía no saber lo que sucedía en el campo, para junto a otros prisioneros trasladar los cadáveres hacia fosas masivas. Como señaló el propio Fuller, “el espectáculo era desgarrador y me dejó aturdido. Había registrado la prueba de la indescriptible crueldad del hombre. Una realidad que sus autores podrían negar algún día. Sin embargo, una cámara de cine no miente” (Fuller, 2010, p. 76). En ese sentido, como indica Jaime Pena (2020), de forma intuitiva Fuller había descubierto que una simple panorámica podía demostrar la cercanía existente entre las casas del pueblo y el campo de Falkenau. Al prescindir del montaje, la continuidad espaciotemporal era la principal garantía de que el campo y lo que en él ocurría no podía haber pasado desapercibido a los habitantes de Sokolov (p. 40).
Modalidad expresiva
En esta última modalidad, los documentales buscan cierta experimentación desde lo formal; son títulos que apelan a lo ensayístico, a la intimidad y a la subjetividad del propio realizador. En esta modalidad las obras se encuentran ante un obstáculo nodal: o bien no pueden acceder a los espacios o bien ya no quedan ni ruinas ni rastros de ellos; por lo tanto, esta modalidad busca su propia verdad y, dado que no hay necesariamente “pruebas a exhibir”, el pacto documental con el espectador se construye de otro modo. Próximos al documental en primera persona, en esta modalidad los títulos construyen imágenes -recreaciones, puestas en escenas estilizadas- allí donde no las hay, con la voz del realizador sustentando su uso como forma válida.
Para esta modalidad pienso sobre todo dos títulos de Rithy Panh: L'image manquante (2013) y Les tombeaux sans noms (2018), en las cuales Panh evoca el pasado a través de figuras de arcilla y dioramas. El espacio abstracto se hace inteligible a través de la animación, a partir de imágenes que, en principio, no poseen la indicialidad típica que se espera de un documental pero que, sin embargo -y ahí radica la potencia de la obra de Panh-, se vuelven documento de una época pasada.
Hacia el final de L'image manquante se atisba lo que retomará en Les tombeaux sans noms; en las últimas secuencias, algunas figuras de arcilla son enterradas en una tumba (Figura 18). No son, desde ya, las “verdaderas” tumbas, sino que Panh logra crear un espacio simbólico para dar sepultura a las víctimas y, en cierto sentido, efectuar un duelo. Una línea narrativa de Les tombeaux sans noms sigue ese camino apelando en algunas secuencias a los dioramas; de este modo, en un viaje espiritual, Panh explora diversos espacios en Camboya buscando las posibles tumbas de sus familiares sin dar con ellas. Para dar cuenta de un espacio abstracto, la película, entonces, se vuelve un espacio simbólico (Figura 19) con el fin de dar sepultura a sus parientes, y aquí, a diferencia de la película anterior, veremos fotos de todos ellos a modo de lápidas. Así, en el largo recorrido hecho por Panh en su filmografía, donde ha desarrollado una sensibilidad singular en su forma de abordar el genocidio camboyano, en sus últimas obras, más personales que las primeras, ha logrado desplegar una potencia simbólica singular, empujado las fronteras de la representación cinematográfica de los genocidios.
A modo de cierre
Este escrito tuvo como objetivo presentar y problematizar la representación de los espacios de exterminio en el cine documental a partir de una perspectiva teórica comenzada a desarrollar en trabajos anteriores. El debate no concluye aquí, sin dudas la temática puede ser abordada desde otros marcos y, seguramente, muchos títulos no han sido interpelados; con todo, el propósito aquí radicó en volver a preguntar qué estrategias emplea el cine documental para representar los diversos casos de genocidio.
El espacio de exterminio es quizá uno de los elementos más esquivos de representar; si bien, como se vio desde aquellos que meditaron sobre el espacio, lo podemos pensar como un espacio absoluto, circunscribir a una de esas características no permite comprender lo que implica un genocidio.
Históricamente se pensó la imposibilidad de representar las cámaras de gas nazi como si el espacio de exterminio se redujera a ese momento; sin embargo, este escrito trató de ampliar la frontera de lo espacial e ir más allá de esa cuestión, encontrándonos que esta es una de las aristas más complejas de representar. En consecuencia, el espacio nunca podrá ser representado en su “totalidad”, ya que el de exterminio es mucho más que un “simple” espacio. Arraigado en el espacio hay también una experiencia allí ocurrida que excede a la representación; en consecuencia, he allí un límite de la representación.
Por ende, abordar las modalidades sirve, creo yo, para auscultar cómo el cine documental ha buscado a lo largo del tiempo, una y otra vez, formas de enfrentar el problema, experimentado formas, ensayando estilos, corriendo los límites del propio cine documental, y nunca, pese a todo, dejar de intentarlo.