Introducción
Los años treinta fueron un momento de especial ebullición en América Latina. La crisis de 1929 golpeó duramente las economías latinoamericanas, lo que alentó los movimientos obreros, el surgimiento de los populismos y la adaptación local del Welfare State norteamericano. La industrialización de algunos estados modernos (Brasil, Argentina, Uruguay, Chile) acompañó la caída de algunas otras democracias en la región. La situación política internacional tampoco parecía esperanzadora: el ascenso de los totalitarismos en Alemania, Italia y España amenazaba la subsistencia de las democracias y conduciría a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El estallido de la Guerra Civil Española en 1936 significó un momento de enorme movilidad entre españoles y latinoamericanos, mientras que la persecución anticomunista ejercida por los Estados Unidos y el exilio de León Trotsky en México grafican la disyuntiva ideológica del momento en el continente.
Ese complejo escenario supuso continuos cambios en las sociedades europeas y americanas, con los problemas políticos a la cabeza, pero también los avances de la modernización, al tiempo que fue un momento de grandes cuestionamientos en torno a lo identitario y lo colectivo. Los movimientos de personas entre los distintos países de América Latina, Estados Unidos y Europa alcanzaron enorme trascendencia para la historia cultural. El pasaje de un lado al otro del Atlántico y el cruce de fronteras entre los diversos países funcionó como plataforma para el flujo de nuevos movimientos artísticos, políticos y sociales. Fue el comienzo de varios intercambios entre escritores, cineastas, actores, músicos y empresarios. Artistas de estos tres polos geográficos comenzaron a moverse de un lugar a otro, creando así una red de conexiones y diálogos entre personas, tendencias y espacios. Asimismo, ese flujo de personas acompañó la consolidación de las industrias culturales destinadas a un público masivo, cuyo precedente inmediato eran la prensa y la literatura de folletín, pero que ahora se dirigían a públicos multitudinarios e internacionales. Para lograrlo, se gestó un proceso intermedial y simultáneo capaz de dar visibilidad a los productos de consumo masivo en un sinfín de medios.
Las migraciones artísticas
La modernización en América Latina ha sido un proceso descentralizado, fragmentario y desigual, caracterizado por la heterogeneidad cultural y la multiplicidad de sistemas de pensamiento, muy diferente a lo acontecido en Europa o Estados Unidos. Fuertemente marcada por el legado colonial de sus sociedades y sus largos y complejos procesos de independencia, la experiencia de la modernidad latinoamericana debe pensarse como una cultura de mezcla, es decir, como la conjunción de estilos de vida y formas de pensamiento variados (Schelling, 2000).
Durante siglo XIX, el flujo entre personas a un lado y otro del Atlántico -aunque también dentro de los confines del continente americano- acompasó la aparición de las primeras industrias culturales masivas. Las casas editoriales e imprentas instaladas en América Latina provenían, en su mayoría, de Europa. Algo similar ocurría con la fotografía y otras formas de réplica visual anteriores al cine. Pero, sobre todo, el flujo se daba con los espectáculos de entretenimiento, como el teatro, la ópera, el vodevil o los shows musicales/circenses. Artistas de diversa procedencia viajaban incansablemente de una ciudad a otra y de un país a otro, en giras interminables que, habitualmente, seguían rutas ya establecidas por compañías anteriores. La temporada teatral comenzaba en Pascua de cada año y se extendía hasta la Cuaresma del año siguiente, momento en que estaba mal visto concurrir a cualquier tipo de espectáculo. Las troupes renovaban sus espectáculos en cada temporada y reponían las piezas de mayor éxito de períodos anteriores. Existían varias rutas de influencia: algunas compañías se presentaban primero en Río de Janeiro, luego en Montevideo y, por último, en Buenos Aires; otras partían de la capital porteña y subían hacia La Paz o cruzaban hacia Santiago de Chile, para terminar en Lima. Las rutas del norte bajaban desde Acapulco o México D. F. hacia Panamá, Guayaquil y finalizaban en Ecuador o Lima. Otras ingresaban al continente por Barranquilla, descendían a Bogotá y acababan en Buenos Aires o Montevideo (Nuñez Gorriti, 2021). En cualquier caso, se trataba siempre de derroteros que establecían un continuo flujo de actores y empresarios entre los países del continente.
Con la aparición del cinematógrafo, la expansión se volvió inmediata. Seis meses después de su presentación oficial en París, por parte de los hermanos Lumière, el nuevo invento se enseñaba en varias ciudades latinoamericanas: el 8 de julio de 1896 en Río de Janeiro, el 11 en Maracaibo, el 18 en Montevideo y Buenos Aires, en Ciudad de México el 15 de agosto, el 25 en Santiago de Chile y el 26 de septiembre en Guatemala. Pocos meses después, en enero de 1897, se estrenó en Lima y La Habana, en junio en La Paz, en julio en Caracas y en septiembre en Bogotá (Paranaguá, 2003, p. 32).
Esa inmediatez del nuevo invento marcó las bases de una industrialización técnica y, a la vez, tecnológica en el fenómeno del entretenimiento masivo. Asimismo, terminó de dar forma a lo que llamo migraciones artísticas. Con esto me refiero a un período de vinculación entre América Latina, Europa y Estados Unidos, con un flujo continuo de escritores, pintores, pensadores, cineastas, músicos, actores y periodistas más allá de fronteras. Es una época marcada por la transición entre el modernismo y los movimientos de vanguardia, en los que se reforzaron los lazos entre esos tres polos y el arte expresó, de diferentes formas, las transformaciones culturales del momento. Estas migraciones artísticas constituyen un momento decisivo para el desarrollo de las industrias culturales en América Latina y fomentaron, además, la interconexión entre distintos medios y campos artísticos.
Este proceso intermedial e internacional conlleva algunos conceptos que resultan claves para entender el fenómeno en su entera complejidad. En primer lugar, se trata de un movimiento de personas que viajan de un lugar al otro durante largos períodos de tiempo. En algunos casos se trata incluso de exilios permanentes, de migraciones sin retorno a su país de origen. La migración se diferencia del viaje de turismo por su temporalidad y la incertidumbre sobre el momento de retorno: esas personas debían adaptarse al nuevo entorno, a una nueva vida, a una nueva cultura y eran capaces de enriquecerla con sus divergencias. Suponía un cambio para los migrantes, pero también para los lugares a los que esas gentes llegaban. Las masas de inmigrantes europeos que arribaron a algunos puntos de América Latina no eran (a excepción de los españoles) hispanohablantes; tuvieron que aprender la lengua y asimilar las tradiciones para meterse de lleno en la nueva cultura. En esa intersección lingüística contribuyeron a modificar los usos del español a lo largo y ancho del continente. Al mismo tiempo, se trató de migrantes que traían un bagaje cultural, histórico y social distinto al de los criollos y cierta familiarización con los cambios técnicos en los medios de comunicación y de transporte. Los principales empresarios del mundo del espectáculo de los años treinta fueron, en su mayoría, ciudadanos europeos que viajaban a "las Américas" para hacer fortuna. Ese movimiento de personas supuso también lo que Mieke Bal llama una "estética de las migraciones", es decir, la experiencia provocada por la movilidad geográfica más allá de los límites fronterizos y las limitaciones lingüísticas (2015, p. 132).
Las migraciones artísticas refieren, además, a la interacción continua entre diferentes campos artísticos, lo que supone una mediación entre los artistas y los medios de comunicación masiva. Para Martín-Barbero las tecnologías comunicativas establecieron una particular relación con la cultura latinoamericana a partir de la mediación con estos (2010). Durante las décadas que abarca este artículo, los latinoamericanos no fueron meros consumidores pasivos, sino ávidos agentes en el proceso de comunicación que proponían las industrias culturales.
Al mismo tiempo, esa migración en las distintas industrias culturales provocó un flujo de influencia entre los movimientos y los fenómenos artísticos. De ese modo se explica que la literatura decimonónica europea haya incidido tanto en el primer cine y en el radioteatro, o que la pintura vanguardista tuviera su correlato en los países latinoamericanos, así como la radio estadounidense haya intervenido de manera tan decisiva en las emisoras de América Latina. Este análisis exige superar las limitaciones nacionales y la comparatística y pensar, sobre todo, en la transformación que provoca la traslación de un objeto o fenómeno de un contexto cultural a otro. Las "transferencias culturales", propuestas por Michel Espagne, ofrecen una metodología de análisis apropiada y enriquecedora para entender esta dinámica, en tanto permiten pensar las implicancias de las olas migratorias en una cultura determinada y reflexionar sobre la historia del arte y de los medios (Espagne, 2023, 2013).
Estos tres conceptos (adaptación, mediación, influencia) dilucidan de alguna manera una forma de pensar las interrelaciones entre diferentes espacios geográficos y entre distintas manifestaciones artísticas, pero las migraciones artísticas también admiten otros conceptos claves como tiempo, diálogo o memoria. Simultáneamente, constituyen un proceso de enorme relevancia para la historia del arte en América Latina, un continente cuya joven vida democrática ha estado continuamente determinada por los fenómenos políticos y culturales de Europa y Estados Unidos (Paranaguá, 2003, pp. 93-94). La relación entre esos tres polos supone un fluctuar confeccionador de las identidades artísticas y, especialmente en el periodo aquí comprendido, de la circulación en todas las direcciones: de Europa a América Latina y Estados Unidos, de Latinoamérica a Europa y Estados Unidos, de Estados Unidos a Europa y América Latina.
Las estrellas del espectáculo
El flujo de personas entre países y continentes quedó claro en el cambio de un espacio simbólico a otro, dado que la transposición geográfica se extendió a un pasaje entre medios de comunicación y entre diferentes ramas artísticas. Hacia principios de los años treinta, con el creciente auge de la radio y el cine, los artistas provenientes del teatro, el circo o el carnaval sintieron la necesidad de adaptarse a los nuevos medios. Al mismo tiempo, sus obras fueron replicadas en la prensa, los noticieros y las postales. Los empresarios comenzaron a aglutinar varios sectores a la vez y a comandar múltiples medios.
De esa manera, se creó una maquinaria multimedial, capaz de transformar los hábitos de consumo cultural de las masas. Con esto me refiero a un complejo proceso de intercambio y coproducción entre distintos medios de comunicación, capaces de retroalimentarse para su propio beneficio y de vincularse con otras industrias culturales. La reiteración de ciertos discursos, bienes, personas y objetos en uno y otro medio durante un tiempo simultáneo contribuyó a crear ciertos hábitos de consumo en el público y a asegurar el éxito de algunas producciones artísticas. Esa maquinaria se sirvió de un movimiento doble: el de las personas que atravesaban las fronteras de un país a otro y el de las obras, los discursos y la figuración de ciertas personalidades entre un medio de comunicación y otro.
Cuando los empresarios de los medios latinoamericanos tomaron conciencia de la trascendencia que tenía replicar un mismo producto o figura en varios espacios, la cuestión empezó a tomar relevancia. El austríaco Max Glücksmann fue uno de los pioneros de los medios en Sudamérica, conectando la radio con la industria musical, la prensa, el cine y el espectáculo teatral y expandiéndolo por todo el Cono Sur. Desde su sede central en Buenos Aires, distribuía las películas que su hermano Jacob le enviaba desde Nueva York. Hacia finales de los años veinte, el búlgaro Jaime Yankelevich ayudó a consolidar la hegemonía de la radio en la Argentina y décadas más tarde lo haría también con la televisión, al abrir el primer canal en 1951. En la misma época, la uruguaya Elvira Salvo haría lo suyo en Montevideo, al fundar el Grupo Monte Carlo, un conglomerado de medios que incluía radio, prensa y televisión. En Brasil, el neoyorquino Wallace Downey colaboró a formar la industria del cine vinculándola a la industria discográfica mediante películas musicales de notable éxito protagonizadas por estrellas del momento, como Carmen Miranda (Gil Mariño, 2019).
Ya en los años diez, Hollywood había iniciado su complejo proceso de creación de un star system propio, mediante la exaltación de sus artistas más rutilantes, a quienes se buscaba proyectar en las masas de espectadores. Para eso, elaboró una extensa campaña de reconocimiento inmediato a través de la publicación de miles de fotografías replicadas en la prensa, la participación de esas figuras en audiciones radiales, espectáculos teatrales y musicales, galas benéficas y premiaciones (Walker, 2014). El sistema solía vincularse con cierto carácter mitológico que mantenía la imagen pública del artista en un pedestal de idealización y culto icónico, pese a estar en el centro de una espiral mercantil y capitalista, como señaló en su momento Edgar Morin (1964). No obstante, la creación de un régimen de estrellas entronca con complejidades que van más allá del carácter espiritual de sus figuras, asuntos como el aspecto narrativo, la estética visual, el modelado de los cuerpos o el misterio en torno a sus vidas privadas.
A partir de la adaptación al medio local del modelo estadounidense (y europeo), la maquinaria multimedial latinoamericana explotó la figuración de ciertos artistas. Aparecieron entonces los principales artífices del método: estudios de radio y cine, publicistas, representantes, fotógrafos, diseñadores de moda, cartelistas, directores… La alternancia de las estrellas entre los diferentes espacios artísticos supuso un círculo de consumo cultural capaz de retroalimentarse en beneficio del desarrollo sostenido de las producciones. En pocos años, algunos elegidos se transformaron en estrellas internacionales, mediante la explotación de la seducción masculina y la belleza femenina. Dejando de lado a los cómicos, verdaderos ídolos populares en todo el continente, las estrellas fueron los galanes y las divas. La construcción de su imagen pública resulta tremendamente interesante, en tanto ilustra de qué forma la maquinaria multimedial activó su engranaje para crear prototipos a medida, fácilmente adaptables al contexto regional. Sin quitar el aura exótico y altivo propio de las stars estadounidenses, los galanes y las divas latinoamericanos mantuvieron un asidero popular imprescindible para conectar con el público. De ese modo, pese a las excentricidades de su divismo, los espectadores reconocían en los personajes fílmicos de María Félix a las mujeres aguerridas del entorno y en los de Libertad Lamarque a las chicas ingenuas y empobrecidas, mientras que la presencia seductora de Hugo del Carril o Pedro Armendáriz no opacaba sus personajes de rasgos varoniles, toscos y violentos.
No obstante, el star system obligaba a las estrellas a una figuración pública que sobrepasaba el aspecto narrativo de sus películas y exigía de ellas una actuación continua en diversos espacios: entrevistas, premiaciones, festivales, galas, programas de televisión, espectáculos teatrales, etc. Las divas y los galanes debían mostrarse, sistemáticamente, acordes a su propia figuración: ellas siempre debían ser la encarnación de la belleza femenina; ellos los de la seducción. Eso implicaba ocultar rasgos verdaderos, muchas veces relacionados con el fracaso de ciertos proyectos, la infelicidad de un matrimonio frustrado o las inclinaciones sexuales. Asimismo, una de las condiciones exigidas para las stars era vincularse estrechamente con otras estrellas, ya sea en relaciones íntimas como en ocasionales encuentros públicos. Los ídolos eran emparentados continuamente con otras figuras del medio a través de romances nunca confirmados o matrimonios arreglados, eran fotografiados en eventos públicos junto a otros referentes y sus imágenes replicadas en la prensa. La noción de escándalo apareció en esa época como una elaborada maniobra de difusión secundaria. La necesidad de pertenecer a una comunidad imaginada resultaba una forma de garantizar la continuidad y el legado (Walker, 2014, pp. 54-56). No obstante, a diferencia de lo que sucedía en Hollywood, donde las estrellas mantenían contratos de exclusividad, en América Latina los grandes estudios nunca tuvieron poder total sobre ellas. Esto permitió entonces que los ídolos se movieran con mayor flexibilidad entre un medio y otro, y, en ocasiones, entre varios países.
Saltar de un medio a otro: garantía de éxito
El proceso llevado a cabo por la maquinaria multimedial se materializó completamente a partir de los años treinta, una vez instalado y extendido el radioteatro, el cine sonoro y los medios de prensa. Hasta entonces, el predominio absoluto estaba en manos de la radio, el medio más difundido en el continente. Existía desde principios de los años veinte y ya en sus orígenes había combinado el entretenimiento masivo con la actividad política y social. Hacia 1930 existían varias emisoras en casi todos los países latinoamericanos y para finales de esa década era un campo de batalla entre los países totalitaristas europeos y los Estados Unidos, que peleaban por el predominio de la escucha de las masas.
El éxito vertiginoso de la radio en América Latina se explica, en parte, por la inclusión de elementos de la cultura popular en su programación: circo criollo, partidos de fútbol, folletín melodramático, música popular… Todo eso sirvió para conectar con una multitud de oyentes rápidamente atraídos por la conexión con sus propias identidades culturales. Asimismo, esa nueva forma de mediación entre los latinos y el fenómeno comunicacional, esa "lectura auditiva", contribuyó a redefinir los valores de identificación colectiva y de unificación nacional en épocas de enorme debate sobre lo que significaba para los países ser parte de una "nación" (Martín-Barbero, 2010, pp. 194-198). Si bien desde el inicio la radio estuvo marcada por su contenido ideológico (políticos como Luis Batlle Berres, Eva Perón, Getulio Vargas, Benito Nardone o Lázaro Cárdenas hicieron de la radio una plataforma para difundir sus discursos de forma masiva), lo cierto es que la radio encontró en lo doméstico una conexión con los oyentes. En la programación popular. Pero también en los programas destinados al público femenino fue donde la radio cosechó su verdadero éxito. Vale reflexionar sobre el impacto que tuvo en la esfera familiar de los hogares la escucha de programas presentados por mujeres y la transformación social que eso ocasionó en países como Uruguay o Argentina (Ehrick, 2021).
Casi de la mano de la radio, apareció la explotación del sector discográfico. La presencia de los dos sellos más importantes de la industria de la música popular en Occidente garantizaron su éxito: la International Talking Machine Company y la Victor Talking Machine Company, con sedes en Buenos Aires, Río de Janeiro, Medellín y México D. F. Rápidamente, músicos y cantantes de música popular comenzaron a grabar canciones, ganar notoriedad y actuar, al mismo tiempo, en espectáculos musicales, audiciones radiales y películas. Carlos Gardel es un ejemplo de las conexiones entre música y cine. Su debut en el cine fue con la película Flor de durazno (Francisco Defilippis Novoa, 1917) y ese mismo año grabó varias canciones en el sello Odeón, de la Talking Machine, que lo proyectaron como uno de los más conocidos cantantes de música popular. No volvería al cine hasta 1930, con una serie de cortometrajes musicales dirigidos por Eduardo Morera, con música del uruguayo Francisco Canaro y de notable éxito en todo el continente americano. Un año después, la Paramount le ofreció un contrato para rodar varios filmes musicales en Joinville y Nueva York, que lo catapultaron internacionalmente, justo antes de su prematura muerte (Monteagudo & Bucich, 2001). También la brasileña Carmen Miranda comenzó su carrera como cantante, luego de firmar un contrato con la RCA Records, empresa que para ese entonces ya había adquirido la Victor Talking Machine. Hacia 1930-31, Miranda ya era una de las cantantes más conocidas de Brasil. Al año siguiente, inició una gira por los países vecinos y en 1933 empezó a filmar comedias musicales que le otorgaron fama internacional. A raíz de esto, en 1940 saltó a Broadway y Hollywood, convirtiéndose rápidamente en la bombshell brasileña, la artista latina más reconocida a nivel mundial de su época. En cierta forma, Miranda representaba la excentricidad y el ritmo asociado a la identidad folclórica latinoamericana, muchas veces asociada a la caracterización de su figura en las películas y las actuaciones teatrales.
Con la aparición del cine sonoro, los estudios recurrieron a los "actores de voz" del radioteatro y a los músicos populares para replicarlos en la gran pantalla. El uruguayo Eduardo Depauli, estrella de la radiofonía desde sus comienzos, se había iniciado como actor y cantante en el espectáculo carnavalesco hacia finales de los años veinte. En 1939 saltó a la gran pantalla con la película Radio Candelario (Rafael Abellá, 1939), donde demostraba sus dotes para la imitación de personajes-tipo gestionando una emisora de radio. Depauli fue durante esa década y la siguiente el mayor representante de la proyección alcanzada por los medios de comunicación y de la triangulación establecida entre el carnaval, la radio y el cine. Otro ejemplo: la argentina Niní Marshall, que empezó escribiendo para la prensa, incursionó luego como cancionista en programas radiofónicos y terminó saltando al cine, donde protagonizó una serie de comedias de enorme éxito a partir de 1938. Algo similar ocurrió, en la misma época, con la chilena Ana González, “La Desideria”, inicialmente formada en el teatro de comedia desde donde pasó a la radio, en el exitoso programa Radiotanda, para migrar luego al cine y la televisión. En los tres casos se trata de artistas versátiles con un amplio dominio de la interpretación vocal, capaces de crear varios personajes a través de la entonación o el acento, algo especialmente valorado por la radiofonía, el espectáculo teatral y el cine de comedia. Sus principales personajes retrataban estereotipos sociales de la época, fácilmente reconocibles para el gran público (inmigrantes, empleadas domésticas, trabajadores rurales, pícaros), lo que permitía una inmediata conexión con las masas.
Otras estrellas, en cambio, provenían de espacios alternativos como el circo, el vodevil o el teatro de revista. Mario Moreno “Cantinflas”, por ejemplo, inició su carrera como artista de circo actuando en carpas itinerantes hacia 1930, donde formó precisamente su personaje de “pelado” con un discurso cargado de complejidades lingüísticas propias de los entornos marginales. El “pelado”, figura conocida en el teatro popular mexicano de la época, expresaba en la ingenuidad y la picardía de sus acciones las señas de la identidad cultural de México. Después de una serie de películas de poco éxito, Cantinflas alcanzaría la fama con Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940), primero de una lista de filmes de enorme suceso en toda Hispanoamérica. Con los años, desarrolló además una importante carrera como empresario de los medios y sindicalista, saltando de un espacio a otro con gran facilidad (Gidi, 2017).
Con la llegada de la televisión, en los años cincuenta, las migraciones entre los distintos campos industriales se acentuaron. Los primeros presentadores del nuevo medio fueron reclutados de la radio, el teatro, la prensa y el cine. La locutora Cristina Morán fue la primera presentadora de la televisión uruguaya cuando se inauguró oficialmente la transmisión en directo en 1956. En Brasil, la cantante Hebe Camargo, artista que frecuentaba los estudios de radio y los clubes nocturnos, fue una de las pioneras y terminó por convertirse en “la reina de la televisión” de ese país. En Colombia, el actor y periodista Fernando González Pacheco se pasó a la recién nacida televisión en 1956: y años más tarde lo haría el locutor y actor de cine Julio Sánchez Venegas, quien a la postre se convertiría en uno de los empresarios de medios más influyentes de ese país. El mexicano Raúl Velasco, formado en la prensa escrita, devino presentador y productor de programas televisivos en los años sesenta. En Argentina, la diva del cine Mirtha Legrand dio el salto a la televisión en 1968 con el programa Almorzando con las estrellas (luego titulado Almorzando con Mirtha Legrand), el más longevo de la historia televisiva de ese país, que aún continúa al aire.
Ese salto entre un medio y otro refuerza la idea de intermediación y transversalidad propia de la maquinaria multimedial. Hay que pensar seriamente en el hecho de que los empresarios de la época poseyeran más de un medio y funcionaran como catalizadores de esa migración constante, pero también en la productividad ofrecida por la réplica de un mismo rostro o una misma voz en varios espacios masivos. La versatilidad de esos artistas les permitió dar continuidad a sus carreras y, en algunos casos, alcanzar una popularidad desconocida hasta entonces. Al mismo tiempo, sirvió como antecedente para nuevos artistas y empresarios que en las décadas sucesivas repetirían la maniobra, a sabiendas de que el cambio entre medios era, muchas veces, una garantía de éxito.
La legitimación del espectáculo: la prensa y la crítica
Durante los primeros años del siglo XX, los periódicos que antaño habían sido prioritariamente políticos se convirtieron en grupos de prensa marcados por fines comerciales. Ese cambio en las estructuras de la industria se debió, sobre todo, al cambio en las masas de lectores. Con el nuevo siglo, las ciudades latinoamericanas se llenaron de inmigrantes europeos habituados a las nuevas formas de comunicación y al corriente de los avances de la modernidad. Más de seis millones de ellos se instalaron en América del Sur con ansias de convertirse en ciudadanos cosmopolitas, al tanto de lo que acontecía en la otra punta del planeta. Eso significó un impulso para la prensa escrita de los países latinoamericanos que, en esos tiempos, multiplicó sus tiradas diarias.
Ya en las últimas décadas del siglo XIX, los intelectuales discutieron largamente el rol de la prensa y su vínculo con el mercado como camino para configurar un público lector. Previo a la instalación de una industria editorial que resaltaría el libro como objeto de consumo tiempo después, los lectores recurrieron a formas populares como la crónica periodística y el folletín. Algunos de los nombres más destacados del momento debatieron sobre la necesidad de profesionalizar su escritura, lo que la convirtió en una actividad remunerada que sirviera, al mismo tiempo, para saciar las necesidades de los lectores en todo el continente. Martí, Gutiérrez Nájera, Darío, Quiroga o Rodó fueron los primeros en recurrir a la prensa como puerta de acceso a una tarea laboral de tipo intelectual. Al mismo tiempo, los crecientes avances de la modernidad exigían medidas urgentes para un público hispano ávido de entretenimiento y consumo. La crónica apareció entonces como la materialización de esa vida moderna y extranjera, siempre pendiente de lo ocurrido en Europa y Estados Unidos, y fue una primera etapa en la formación de ese cuerpo de lectores atentos a los cambios y las transformaciones. Además, representó una diferencia con la literatura “seria” (la novela, la poesía, el teatro), en tanto se dedicaba a la descripción cotidiana de una realidad urbana, condicionada por una demanda comercial. Hasta entonces, el periodismo había sido un lugar clave en la conformación de las comunidades imaginadas, un punto de discusión sobre la ordenación de las naciones modernas donde se dirimían aspectos esenciales sobre la identidad colectiva y la ciudadanía. Con la aparición de la crónica y el folletín, surgieron formas “residuales” de lectura, textos de consumo rápido ligados a las innovaciones de una modernidad que se les imponía a los ciudadanos a ritmo de locomotora (Ramos, 2021). Esas nuevas formas eran producto de lo que Ángel Rama llamó “la cultura democratizada”, ese proceso de modernización internacional y de creciente producción cultural mediado por el avance tecnológico y los cambios en los comportamientos sociales (Rama, 1985).
Con el nuevo siglo, la situación cambió. Las agencias de noticias europeas, que antes de la Primera Guerra Mundial copaban el territorio latinoamericano (especialmente la francesa Havas), fueron sustituidas por las norteamericanas International News Service y United Press, lo que hizo que el influjo norteamericano en la prensa se consolidase en esa época (Álvarez & Martínez Riaza, 1992, pp. 179-181). Dicha mutación en los flujos de información mundial puso el foco en el mundo del espectáculo norteamericano, aunque el europeo continuó siendo muy relevante para algunos países del continente. Apareció entonces una copiosa prensa especializada en el entretenimiento y sus principales figuras, tanto en los periódicos como en las revistas y los folletines. Esos nuevos medios de prensa llenaban sus carátulas con figuras provenientes del espectáculo teatral, la radiofonía y el cine, y ponían rostro a las estrellas con un carácter de singularidad mítica. La revista uruguaya Cine Actualidad, fundada en 1936, cambió su título a Cine Radio Actualidad doce números después para atenerse a la importancia de un medio en auge. Desde 1934, se publicaba en Argentina Radiolandia, revista que también integraba el fenómeno cinematográfico y teatral. Por esa misma época, las revistas Mundo Argentino y Mundo Uruguayo, editadas en Buenos Aires y Montevideo desde los años diez, fueron relegando a un segundo plano las cuestiones sociales y empezaron a llenar sus portadas con retratos de figuras procedentes del cine y la radio.
Tal como ocurría en otras partes del mundo, los latinoamericanos accedieron a un enorme caudal informativo sobre el espectáculo extranjero que los instruía sobre el star system internacional, sobre los estilos y géneros de moda, la vida íntima de las estrellas, las actualizaciones del teatro y la música o el rol de la prensa como medio de divulgación. Destacan en esa época los galanes del cine y el teatro, pero quienes tienen una presencia dominante en las hojas de revistas son las divas, reflejo de una asimilación creciente entre el público lector femenino y el mundo del espectáculo. El interés volcado por la prensa hacia las estrellas tuvo un claro enfoque en las heroínas, lo que generó una relación entre la belleza femenina y los intentos por hacer lo cinematográfico visualmente hermoso. Los estudios norteamericanos fueron los primeros en llevar adelante una política de posicionamiento en las masas, dejando atrás la figura del actor travestido que representaba roles femeninos en los primeros años y dando paso a las bellas actrices, cuyos rostros (y miradas) empezaron a inmortalizarse con primeros planos (Walker, 2014, p. 21). De ese modo, el público femenino encontró una identificación rápida en la femme fatale, en la ingenua enamorada o en la rebelde victoriosa, que protagonizaban los filmes estadounidenses, y fueron enseguida imitados por los estudios latinoamericanos. Aparecieron así las mexicanas Dolores del Río y Lupe Vélez, las argentinas Libertad Lamarque y Tita Merello o la luso-brasileña Carmen Santos. Si bien para las clases altas, la figura de la mujer actriz era despreciable, las stars gozaron de enorme popularidad en las clases trabajadoras, que encontraron en las estrellas el primer vínculo entre lo cinematográfico y lo social.
Junto a la noticia sobre el mundo del espectáculo, apareció la crítica cinematográfica que, simulando lo que se hacía desde antes con el teatro, pretendió convertirse en una forma de legitimación del nuevo medio de masas. Así, aparecieron nombres claves de la intelectualidad más selecta para dar al cine el mismo valor que al teatro o la ópera: escritores, periodistas, aristócratas, pedagogos y políticos se trenzaron en arduos debates sobre el carácter "artístico" del nuevo espectáculo (Lema Mosca, 2022). Esa relación soslayada entre diferentes campos culturales refuerza la idea de que la maquinaria multimedial sirvió para conectar todas las aristas del fenómeno, lo que acercó en la justificación a agentes que provenían de distintos sectores culturales.
La legitimación del espectáculo: los festivales y las premiaciones
En ese intento por legitimar el interconectado mundo del espectáculo, cobran especial relevancia las instancias de premiación y los festivales de cine y música como espacios de autentificación institucional de tipo internacional. Los primerizos Premios Óscar de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos (creados en 1929) fueron replicados posteriormente como forma de promocionar la producción de las diferentes industrias culturales de ese país: el premio Globo de Oro al cine y la televisión (1944), el Tony a la industria teatral (1947), el Emmy a la industria televisiva (1949) o el Grammy a la industria musical (1959). Lo mismo sucedió en América Latina. En 1943, la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina implantó los Premios Cóndor de Plata y la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas el Premio Ariel en 1947, como modo de reconocer a sus respectivas industrias audiovisuales. También en Argentina, la Asociación de Periodistas de la Televisión y la Radiofonía introdujo en 1959 los premios Martín Fierro, entregados a programas y figuras de la radio y la televisión. Dos años después, se concedió por primera vez el Troféu Imprensa a la industria musical y televisiva de Brasil.
Por su parte, la inauguración de festivales internacionales de cine fortaleció rápidamente un espacio de autentificación para las producciones y sus principales figuras. Los primeros certámenes europeos (Venecia, Moscú, Cannes, Karlovy Vary) serían replicados en Latinoamérica: el Festival Internacional de Punta del Este (1951), el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (1954), el Festival Internacional de Cine Documental y Experimental del Sodre (1954) o el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (1960). Como ha observado Marijke de Valck (2007, p. 24), en sus orígenes los festivales fueron creados como espacios de negociación diplomática entre países y tenían una marcada dirección gubernamental. Posteriormente, se volvieron espacios de encuentro para cineastas y realizadores colaborando con el conocimiento mutuo, la profundización de las influencias artísticas y el intercambio de trabajo colectivo. En la edición de 1958 del Festival del Sodre, en Montevideo, se llevó a cabo el Primer Congreso Latinoamericano de Cineístas (sic) Independientes, al que asistieron realizadores de todo el continente, además del británico John Grierson, padre del documental moderno. El encuentro funcionó como base para encuentros posteriores en los que se daría un cariz colectivo y transnacional al cine latinoamericano. Asimismo, las premiaciones y los festivales permitieron conectar a los espectadores locales con lo más actual del star system internacional, dando a conocer tanto a figuras europeas y hollywoodenses como latinas. Las primeras ediciones del Festival de Punta del Este o de Mar del Plata reunieron a estrellas de orígenes tan diversos como Cantinflas, Silvana Magnano, Dino di Laurentis, Mirtha Legrand, André Bazin, Paco Rabal o Anita Ekberg. También los incipientes festivales de música (Viña del Mar, 1960; Cosquín, 1961; Festival da Canção, 1963) agruparon a artistas de diversas procedencias, lo que permitió su conocimiento masivo a los espectadores locales.
Por su parte, los festivales internacionales de Europa funcionaron como reverberaciones de las industrias culturales más desarrolladas de América Latina, lo que fortaleció las migraciones artísticas a ambos lados del Atlántico. Los certámenes de Berlín, Cannes y Venecia fueron importantes promotores del cine realizado en Latinoamérica durante los años cincuenta y sesenta. Por Cannes pasaron algunas películas como las mexicanas Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), Viridiana (Luis Buñuel, 1963) o la brasileña Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964). Berlín fue difusor de las argentinas La caída (L. Torre Nilsson, 1959) y La Patota (Daniel Tinayre, 1960), entre muchas otras; mientras que en Venecia se proyectaron las mexicanas María Candelaria (Emilio Fernández, 1944) y Sobre las olas (Ismael Rodríguez, 1950), las argentinas Los isleros (Lucas Demare, 1951) y Las aguas bajan turbias (Hugo del Carril, 1952) o la venezolana La balandra Isabel llegó esta tarde (Carlos H. Christinsen, 1950). El Festival de la Canción de San Remo (Italia) también sirvió para visibilizar la música latina y algunas premiaciones estadounidenses hicieron lo suyo: en 1951, el puertorriqueño José Ferrer fue el primer actor latino en ganar un Óscar y Rita Moreno la primera actriz en hacerse con la estatuilla diez años después. En 1956, Cantinflas ganó un Globo de Oro como mejor actor y volvería a ganar otro cuatro años después en honor al mérito. De ese modo, se consolidaba a partir de procesos de legitimación internacional una maquinaria capaz de retroalimentarse a sí misma y de proyectar su imaginería más allá de fronteras. Los premios y la difusión de productos "nacionales" alcanzaban un carácter diferente al pasar por el tamiz de los certámenes transnacionales, fortalecían la figuración de los artistas y revitalizaban un patriotismo cuestionable pero arraigado.
Conclusiones
Retomando la idea inicial de las migraciones artísticas, toca reflexionar sobre la incidencia de esos movimientos personales (físicos) y procesales (mediáticos) para entender cabalmente la constitución de la maquinaria multimedial. Esa operación conllevó simultáneamente una oscilación entre los artistas vinculados a las industrias culturales, pero también una al interior de los propios sectores industriales. El pasaje frecuente y continuado de un espacio a otro oblitera toda concepción de centro y, por contraste, de periferia. No es necesario pensar, como se ha hecho largamente desde un análisis comparatista, que existe un centro desde donde se irradia todo fenómeno artístico, sencillamente porque la propia historia demuestra que aquello que alguna vez apareció como núcleo puede convertirse más tarde en pura corteza. La adaptación que supone el movimiento físico se amplía a la influencia que trae el contacto entre medios, expresiones artísticas o personalidades del espectáculo.
En ese sentido, se vuelve necesario pensar la historia de los medios de comunicación como una fuente de inagotable información para cuestionar la memoria. En efecto, la memoria colectiva de las sociedades descansa en el material de archivo de estaciones de radio, estudios de cine y televisión, bibliotecas y redacciones de periódicos. El cruce frecuente que desarrolló la maquinaria multimedial permite visualizar, desde la actualidad, el devenir de una historia a partir de la circulación de objetos y la mediación de personas.
Las migraciones artísticas comportan también una complejidad estructural al seno de su propia condición interrelacional, intermedial y transnacional. Este trabajo es apenas un primer acercamiento a un análisis que exige mayor profundización y desarrollo, y que puede echar luz sobre aspectos aún inexplorados de la historia cultural latinoamericana, desde el prisma de los medios y su vinculación con el arte.