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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cienc. Soc. vol.28 no.36 Montevideo  2015

 

El valor de la semilla

Propiedad intelectual y acumulación capitalista
     The value of the seed: intellectual property and capitalist accumulation

Mariela Bianco

 

Resumen

La expansión de la moderna biotecnología agrícola provoca grandes cambios en las estrategias de privatización del conocimiento, el uso y la reproducción de semillas que, a su vez, habilitan nuevos mecanismos de acumulación capitalista. Los derechos de propiedad intelectual a través de diversas formas de protección son el complemento legal que garantiza una acumulación más eficiente en la etapa actual del capitalismo. En Uruguay, el uso expandido de semillas protegidas se apoya en una normativa vinculada al uso y comercialización de variedades vegetales privadas, así como en el funcionamiento de una asociación civil creada específicamente para actuar en la promoción y defensa de los derechos de propiedad intelectual asociada al germoplasma. El artículo examina el sistema uruguayo a la luz de la lógica del expropiacionismo y en diálogo con la perspectiva teórica del capitalismo cognitivo, que problematiza el rol central del conocimiento en la creación de valor y, por lo tanto, en la acumulación capitalista actual.

Palabras clave: Propiedad intelectual / acumulación capitalista / biotecnología / expropiacionismo

 

Abstract

 

With the expansion of modern agricultural biotechnologies, important changes occur regarding the strategies for the privatization of knowledge and the use and reproduction of seeds which open up new mechanisms for capitalist accumulation. Intellectual property rights based on patents and other forms of protection are the legal complement that makes possible a more efficient accumulation in current capitalism. In Uruguay, the expansion of protected seeds rests on legal norms regarding the use and commercialization of proprietary vegetable varieties as well as on the operation of a private association purposefully created to act in the promotion and defense of intellectual property rights associated to germplasm. The article examines the Uruguayan system in light of the concept of expropiacionism and in dialogue with the theory of cognitive capitalism which problematizes the central role of knowledge in the creation of value and therefore, in current capitalist accumulation.

Keywords: Intellectual property / capitalist accumulation / biotechnology / expropiacionism

 

Mariela Bianco: Doctora en Sociología Rural, profesora agregada de la Unidad Académica de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) y del Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Agronomía, Universidad de la República (udelar), Uruguay. E‑mail: mbianbo@gmail.com

 

Recibido: 15 de mayo de 2015.
Aprobado: 25 de junio de 2015.

Introducción

La acumulación capitalista en el agro ha encontrado históricamente barreras importantes derivadas del carácter natural de la agricultura. El capital buscó estrategias para sortearlas, concentrándose en la provisión de insumos y en la transformación de productos agropecuarios, en las cuales su valorización resultaba más eficiente. Con la expansión de las biotecnologías aplicadas al agro, se producen grandes cambios en las estrategias de privatización del conocimiento, el uso y la reproducción de semillas, que habilitan nuevos mecanismos de acumulación de capital. Los Estados han jugado un rol central, supervisando el ambiente regulatorio que facilita u obstaculiza la apropiación privada de los beneficios del conocimiento. Los derechos de propiedad intelectual, plasmados en los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio (omc), comprometen a los países integrantes a garantizar los derechos de propiedad a través de patentes aplicadas a la vida vegetal, o a asegurar sistemas de protección similares a los que proporciona la organización Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (upov).

En Uruguay, el uso expandido de semillas protegidas se apoya en una normativa vinculada al uso y la comercialización de variedades privadas, así como en el funcionamiento de una asociación civil creada específicamente para actuar en la promoción y defensa de los derechos de propiedad intelectual asociada al germoplasma, la Asociación Uruguaya para la Protección de los Obtentores Vegetales (urupov). Tomando como base la literatura especializada, la normativa legal vinculante, información extraída del sitio web de urupov y una entrevista realizada a su gerente por Diego Piñeiro, el artículo examina el sistema uruguayo a la luz de la noción de expropiacionismo (Pechlaner, 2010), en diálogo con la perspectiva teórica del capitalismo cognitivo. Esta perspectiva problematiza el rol central del conocimiento en la creación de valor y, por lo tanto, en la acumulación capitalista que se configura a partir del último tercio del siglo xx. Varios autores, con énfasis distintos, coinciden en indicar que se habría gestado a escala mundial un sistema de acumulación en el que la fuente de productividad estaría en la generación de conocimiento, el procesamiento de información y la reglamentación sobre los mecanismos de acceso al primero, constituyendo así el centro de valorización del capital (Castells, 1999; Rullani, 2004; Fumagalli, 2010; Zukerfeld, 2010; Vercellone, 2011; Sztulwark y Míguez, 2012, entre otros).

Recorrido sintético de la acumulación capitalista en el agro

La acumulación capitalista en el agro ha buscado, históricamente, sortear el carácter natural de una producción asentada sobre procesos biológicos. Lograr niveles crecientes de independencia de las condiciones naturales en las que se realiza la producción —a efectos de controlar y, eventualmente, intervenir sobre los procesos naturales— ha sido el objetivo asociado a una acumulación más eficiente[1]. Ante rigideces impuestas por la imposibilidad de prescindir del recurso tierra, el condicionamiento que impone el tiempo vinculado a los ciclos de crecimiento de plantas y gestación de animales, la necesidad estacional de trabajo humano, o el riesgo asociado a la producción, el capital ha tomado atajos para conquistar progresivamente el agro, concentrándose en la fabricación de maquinaria, la provisión de insumos agrícolas, la agricultura por contrato, y en el procesamiento de productos agropecuarios en tanto mecanismos más provechosos para capturar beneficios económicos (Kloppenburg, 2005). A través del avance de las formas capitalistas en torno al agro, este se fue transformando progresivamente en una actividad en la cual los elementos necesarios para efectuar la producción se obtienen en el mercado (semillas, maquinaria, productos químicos y trabajo asalariado) y provienen de otros sectores de actividad, mayoritariamente la industria, así como de distintos territorios.

El análisis de las estrategias capitalistas de acumulación en el agro permitió describir dos procesos simultáneos implementados a lo largo del desarrollo capitalista que, en los años ochenta, Goodman, Sorj y Wilkinson (2008) denominaron apropiacionismo y sustitucionismo. El primero de estos conceptos hace referencia al reemplazo de tareas y procesos característicos de la producción agropecuaria por actividades industriales que dan lugar a elementos que luego se incorporan como insumos al proceso agrícola[2]. El segundo concepto describe la sustitución de productos o materias primas de origen agropecuario por otros similares producidos por el sector industrial[3]. En ambos procesos, la lógica subyacente es la de garantizar una captura más ágil o cuantiosa del beneficio económico, mientras se reduce la importancia económica de la propia producción agropecuaria.

Claro ejemplo de apropiacionismo es la producción temprana de fertilizantes químicos y raciones animales de origen industrial, en las últimas décadas del siglo xix y, luego de la creación del motor de combustión interna, la mecanización y tractorización en el siglo xx (Ehlers, 1996). Así, el sector industrial fue apropiándose de la generación de productos y tareas que reemplazaron actividades que antes estaban reservadas al agro, para conformar progresivamente el modelo de agricultura industrial que se afianzó luego de la Segunda Guerra Mundial.

Otro componente fundamental del apropiacionismo es el que resulta, a partir de 1930, de la aplicación práctica de los conocimientos de la genética vegetal, que permitieron la selección de características específicas en las plantas para favorecer cualidades deseadas en los cultivos o para facilitar su comercialización. Así, el mejorador vegetal desarrolla nuevas variedades de cultivos que expresan cualidades tales como rendimiento, altura, constitución de los tejidos, sabor, entre otras, a través del dominio del mejoramiento genético (Pellegrini, 2014). Las semillas se vuelven el vehículo principal del progreso tecnológico de la producción agrícola y, simultáneamente, el núcleo central de la apropiación industrial (Goodman, Sorj y Wilkinson, 2008). La centralidad de la semilla para la acumulación capitalista, de la mano del avance científico tecnológico, será abordada en el próximo apartado.

La conjunción de los avances en el conocimiento de la genética vegetal y de la química posibilitó, hacia la década de 1970, el fenómeno de la Revolución Verde, como se denominó a la expansión de un paquete tecnológico compuesto por variedades vegetales genéticamente mejoradas para producir altos rendimientos, junto al uso intensivo de riego, insumos químicos y mecanización. En el corazón de este proceso se encontraban variedades de trigo y arroz de gran productividad que fueron difundidas en varias latitudes, representando uno de los principales hitos de internacionalización del proceso de apropiacionismo (Goodman, Sorj y Wilkinson, 2008).

Por su parte, el sustitucionismo ha operado reduciendo los productos agrícolas a simples insumos para el sector industrial que elabora bienes de consumo final. En lugar de ocurrir en la esfera misma del sector primario, este proceso tiene lugar en la de la transformación de productos agropecuarios, interponiendo un procesamiento industrial (frecuentemente agregador de valor) entre la fuente de origen y el consumidor final. Así, por ejemplo, el dominio de tecnologías de conservación dio lugar a los productos enlatados y vegetales congelados, sustituyendo alimentos frescos directamente producidos por los establecimientos, por otros procesados en plantas industriales. Una forma extrema de sustitucionismo es aquella que implica la creación de nuevos productos completamente fabricados en la industria, como es el caso de la margarina, que sustituye a la mantequilla a partir de materias primas más baratas que las de origen animal. De aquí en adelante, el poder de la sustitución se expandió progresivamente, tornando los productos agropecuarios en meros insumos para la industria “… siendo usados intercambiablemente, determinados por criterios técnicos y de costo” (Goodman, Sorj y Wilkinson, 2008, p. 69; traducción propia).

El desarrollo científico y tecnológico basado en el conocimiento ha proporcionado oportunidades clave para el desarrollo y la expansión de estas dos tendencias a lo largo del desarrollo capitalista. Es evidente que fue necesario poder producir formas de conservar en frío, para disponer de carne y vegetales congelados; comprender la estructura de los cultivos, para hacer viable la cosecha mecanizada; analizar la nutrición de las plantas en conjunción con la química de los suelos, para inventar los fertilizantes artificiales (químicos, industriales). A su vez, los Estados han jugado un rol básico en el fomento a estas estrategias, en parte a través del financiamiento de la investigación pública sobre la que se asientan varias de las innovaciones, y más centralmente en la habilitación y reglamentación tecnológica para su implementación práctica a escala nacional e internacional. En este sentido, las estrategias del capital han resultado de la interacción dinámica entre los contextos sociohistóricos específicos, el desarrollo del conocimiento científico tecnológico y las políticas estatales. En palabras de Pechlaner (2010, p. 249), como contrapartida, el resultado histórico ha sido que “… estas estrategias de acumulación han operado para minimizar la significación económica de la producción agrícola y reducir el poder de los agricultores” (traducción propia).

El complemento más reciente de las tendencias del apropiacionismo y sustitucionismo resulta de la expansión evidente de las biotecnologías aplicadas al agro. Pechlaner (2010) ha descripto un nuevo proceso de acumulación, emergente a partir de la comercialización de productos tecnológicos basados en la ingeniería genética, que comenzó a mediados de la década de 1990. Esta autora propone el término expropiacionismo para dar cuenta de la puesta en funcionamiento de un marco regulatorio asociado con el uso de agrobiotecnologías, complementando así la dupla acuñada dos décadas antes por Goodman, Sorj y Wilkinson. La diferencia sustantiva de este nuevo concepto refiere al hecho de que los dos anteriores enfocaban estrategias de acumulación en la fase de producción y transformación o procesamiento de productos agropecuarios, mientras que el expropiacionismo refiere a estrategias que se agregan en el ámbito de los mecanismos legales de protección. Las biotecnologías asociadas al agro operan extendiendo el potencial planteado por el apropiacionismo y el sustitucionismo a través de una nueva faceta: la de la protección legal del conocimiento.

Algunos años antes de la formulación de Pechlaner, Kloppenburg (2005) demostraba que el desarrollo tecnológico en torno a las semillas había avanzado en base a dos vertientes no necesariamente contradictorias: la técnica y la social, a la que aquí identificaré como legal. Ambas modalidades apuntan a la protección del interés privado y, por lo tanto, a la acumulación de beneficios económicos, estableciendo restricciones de uso de distinto tipo para la tecnología. La versión técnica apunta a proteger el capital a partir del propio desarrollo tecnocientífico que viabiliza la existencia de semillas híbridas o plantas estériles[4], impidiendo su uso por fuera de los círculos comerciales; la versión legal se focaliza en la defensa de la propiedad intelectual sobre la semilla, típica pero no exclusivamente, a través de las patentes.

En años recientes, el despliegue de una red de obligaciones legales asociadas al uso de las biotecnologías indica que gran parte del control del proceso de producción estaría siendo trasladado desde los propios productores hacia los desarrolladores y propietarios de las tecnologías en cuestión (Pechlaner, 2010). Consiguientemente, hay un traslado simultáneo de beneficios económicos basados en el control sobre la propiedad de las biotecnologías. Ello demanda el uso de un nuevo concepto, como el de expropiacionismo, apto para analizar nuevas estrategias de acumulación que resultan de su expansión en el agro.

Haré aquí un paréntesis para referir muy brevemente el recorrido histórico de la biotecnología para el agro, antes de volver con el expropiacionismo y su soporte legal, expresado en la propiedad intelectual.

La tecnociencia aplicada a la agricultura

Las semillas constituyen un punto de interés estratégico en el desarrollo de la agricultura capitalista (Kloppenburg, 2005). No obstante, de acuerdo con este autor, para realizar su potencial capitalista, las semillas han tenido que pasar por procesos de transformación científica a lo largo del siglo xx a efectos de erigirse en variedades vegetales de interés comercial. La capacidad de la semilla para reproducirse a sí misma hace que la reproducción del capital, interesado en este negocio, resulte problemática.

El mejoramiento genético fue la herramienta principal que posibilitó en primer lugar seleccionar las plantas mejor adaptadas a condiciones particulares; luego, a través de la hibridación logró combinar caracteres deseados provenientes de dos variedades distintas expresados en una descendencia. Sin embargo, el gran cambio hacia la moderna biotecnología vegetal fue posible una vez que se logró incursionar en la modificación de partes para lograr cambiar el todo. Esto sería posible a través del conocimiento logrado a partir de la segunda mitad del siglo xx.

El desarrollo de técnicas de biología molecular, a partir del conocimiento de que la información genética se encuentra en el adn, permitió explotar una nueva forma de mejoramiento genético vegetal de inmenso potencial práctico en el ámbito productivo y comercial. La interacción entre conocimiento y utilidad práctica en la producción vegetal ha sido constante, desde que se abriera la puerta del laboratorio a la manipulación con grados de precisión como para identificar, aislar y transferir genes entre organismos que no tienen la posibilidad de cruzarse de manera natural. Lo expresa claramente Pellegrini (2014, p. 55), en su estudio sobre la dinámica de la reinvención de plantas, cuando dice: “… se necesita algún conocimiento sobre los genes para poder modificar la genética de las plantas, pero también es cierto que en la búsqueda por modificar las plantas se conoce cómo funcionan sus genes”.

La primera planta transgénica fue obtenida en 1983 en Estados Unidos por una investigadora de la Universidad de Washington, a partir de las técnicas de adn recombinante[5] desarrolladas previamente por científicos de la Universidad de Stanford. En 1980, esta universidad obtuvo una patente por la metodología del adn recombinante, cuya explotación le permitió acumular en el orden de 250 millones de dólares hasta su expiración en 1997 (Pellegrini, 2014). Centenares de empresas creadas por investigadores o emprendedores adquirieron la licencia para explotar esta tecnología con la finalidad de desarrollar productos biotecnológicos. Estas nuevas empresas biotecnológicas y las universidades atrajeron rápidamente la atención de las transnacionales de la industria química y farmacéutica, que carecían del conocimiento de la ingeniería genética para incorporar conocimiento sobre adn recombinante e incursionar en la biotecnología comercial. Las grandes transnacionales:

“… firmaban contratos con las flamantes empresas que creaban científicos y emprendedores con el fin de no quedar al margen del potencial nuevo mercado que generaría la biotecnología, y de ir alcanzando un conocimiento mínimo de estos temas. A tal efecto, también realizaron convenios con las universidades, que era al fin y al cabo donde se había desarrollado el conocimiento en torno al adn recombinante. Es así como durante estos años, transnacionales como DuPont, Monsanto, Lily, Merck o Upjohn, hicieron fluir millones y millones de dólares hacia los laboratorios de ingeniería genética de las universidades y hacia las nuevas empresas de biotecnología que se habían creado”. (Pellegrini, 2014, p. 73)

 Este noviazgo duró el tiempo que demoraron las transnacionales en crear sus propios laboratorios y departamentos de biotecnología como para prescindir de terceros. En la década de 1980, las compañías transnacionales se consolidaron como los actores dominantes de la biotecnología vegetal y el mercado comercial asociado a escala mundial. Hasta la expansión de la biotecnología moderna vegetal, la investigación en mejoramiento de plantas y cultivos había sido responsabilidad principal de instituciones propias del sector público. El estímulo a la inversión privada en investigación comienza a crecer a medida que los marcos legales permiten resguardar las innovaciones en términos de propiedad. Así, el interés por desarrollar plantas genéticamente modificadas coincide con la posibilidad de apropiación (privada) de los beneficios que producen las nuevas semillas.

Las nuevas biotecnologías plantean un nuevo escenario, expandiendo el potencial del capital para apropiar y sustituir, debido al aumento del número de características que se puede introducir en una planta (estas pueden alinearse con las necesidades del procesamiento industrial, o representar, por ejemplo, beneficios nutricionales para los consumidores), a la vez que introducen una nueva estrategia de acumulación del capital basada en la regulación de la propiedad de la tecnología[6].

La liberación comercial de las primeras variedades de semillas genéticamente modificadas por parte de empresas comerciales a mediados de los años noventa desató un debate mundial acerca de la conveniencia de la utilización de las tecnologías de ingeniería genética aplicadas a la agricultura. Estas atrajeron opiniones a favor y en contra, basadas en argumentos de tipo ético, ambiental, técnico, político y socioeconómico (Chiappe, Bianco y Almeida, 2011). No obstante, la adopción de estas variedades no ha dejado de aumentar desde ese entonces, ubicándose en más de 175 millones de hectáreas cultivadas en el mundo en 2013 (James, 2014). A pesar del potencial que el dominio de esta técnica representa para la modificación de variedades vegetales, hasta el presente su empleo ha sido dominado por sólo dos características incorporadas a la mayoría de ellas: la tolerancia a herbicidas y la resistencia a insectos. La primera de ellas hace posible que los cultivos no se vean afectados por la aplicación de un cierto herbicida que mata todo a su alrededor, y la segunda incorpora un pesticida a las células de la planta, logrando que ciertos insectos mueran al atacarla. Estas características han sido aplicadas, solas o combinadas[7], a un puñado de cultivos comerciales: canola, maíz, soja y algodón.

Propiedad intelectual y apropiación privada del conocimiento

El término propiedad intelectual designa un conjunto de derechos exclusivos sobre distintas formas de conocimiento, que se hacen cada vez más presentes de forma unificada en la etapa actual del capitalismo (Zukerfeld, 2010). Para el caso de la biotecnología vegetal, el sistema es complejo e involucra dos regímenes paralelos presentes de manera diversa en el mundo: el sistema de patentes y el de protección de variedades vegetales. Empezaré por este último.

En la mayoría de los países, la protección de variedades vegetales se organiza en torno a un sistema originado en 1961, en una conferencia en París en la que se conformó el Convenio Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales, revisado de forma sucesiva en tres oportunidades. Allí se estableció una forma de protección paralela a la de las patentes, para aquellas variedades que cumplieran con ciertos requisitos de novedad, distinción, homogeneidad y estabilidad, que no es relevante desarrollar aquí. Quien logra la protección de una variedad recibe un derecho exclusivo sobre ella, impidiendo que terceros produzcan, reproduzcan o vendan el material sin su autorización durante 20 o 25 años, dependiendo de la especie (Abarza, Cabrera y Katz, 2004). Este derecho establece dos limitaciones: la excepción de los fitomejoradores, referida a la posibilidad de utilizar una variedad protegida como fuente inicial para generar y comercializar nuevas variedades vegetales, y el derecho de los agricultores, relativo a la prerrogativa de estos a guardar las semillas de su cosecha y sembrarlas en el futuro, conocido como derecho de uso propio. En 1991, se modificó la excepción de los fitomejoradores, restringiéndose el uso libre de una variedad protegida como fuente de creación de otra al caso de la modificación de una sola característica, lo que se conoce como un cambio cosmético.

El régimen de patentes estuvo hasta hace pocas décadas reservado para productos típicamente industriales. A escala mundial, primaba la idea de que los productos de la naturaleza y los seres vivos no son patentables. Sin embargo, en 1980 se otorgó en Estados Unidos una patente a General Electric por un microorganismo modificado capaz de absorber derrames de petróleo. El argumento utilizado para ello fue que la oposición real no debía plantearse entre entes vivos o inanimados, sino entre productos de la naturaleza e invenciones humanas. Así la materia viva dejaba de considerarse como producto de la naturaleza una vez que era modificada por la intervención humana (Abarza, Cabrera y Katz, 2004) y, por lo tanto, la tendencia a su patentamiento se expandió a escala internacional. Esta pretensión se plasmó en el Acuerdo sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (adpic), como parte de los acuerdos de la omc a principios de los años noventa. Algunos países han establecido sistemas de patentes para plantas y genes específicos, como por ejemplo Estados Unidos, Australia, Corea y Japón. A diferencia de la upov, las patentes no permiten el uso de secuencias genéticas protegidas como insumo para futuros mejoramientos de semillas sin la licencia del propietario de la patente. Así, las empresas que detentan las patentes de semillas, por ejemplo transgénicas, tienen el derecho a cobrar o a reclamar legalmente el pago en futuras semillas desarrolladas con base en esa secuencia patentada o plantadas en cualquier establecimiento, mientras rige la patente.

La concentración mundial de la industria de semillas fue una consecuencia natural derivada de los avances en los derechos de propiedad intelectual (dpi). Unas pocas compañías multinacionales detentan la mayoría de las patentes asociadas a plantas y controlan el curso del desarrollo tecnocientífico a favor de la ingeniería genética para producir semillas genéticamente modificadas. En efecto, el mercado mundial de eventos transgénicos está controlado por las seis empresas conocidas como “Gene Giants” (Monsanto, Syngenta, Novartis, Bayer, basf y DuPont), en las que se congrega el 84% de las patentes (Marin y Stubrin, 2015). Al decir de estas autoras, tales compañías no sólo tienen la dimensión y los recursos necesarios para implementar los desarrollos tecnocientíficos, sino, lo que es aún más trascendente, pueden asumir los costos de aprobación y puesta en el mercado de variedades genéticamente modificadas, que insumen decenas de millones de dólares. Como corolario, los pleitos judiciales son la única forma de dirimir conflictos sobre la propiedad de estos desarrollos y los dpi asociados. Los litigios se dirimen mayoritariamente en cortes internacionales, enfrentando con frecuencia a litigantes con evidentes disparidades económicas.

Los países en desarrollo firmantes de los adpic se comprometen a garantizar a través de algún sistema la protección de las variedades vegetales, con lo cual la lógica de la mercancía se expande con carácter compulsivo a ámbitos donde anteriormente no regía. Aunque el sistema establece que sólo se puede otorgar un derecho de exclusividad sobre un organismo vivo cuando se ha realizado una intervención humana que justifica la patente, “en la práctica modificaciones genéticas menores dan lugar a la obtención de derechos exclusivos sobre la totalidad del ser vivo que se modificó y que, obviamente, preexistía a la intervención científica” (Zukerfeld, 2010, p. 63).

Más aún, según el mismo autor, siendo la venta de nuevos productos la fuente básica de ganancias de las empresas capitalistas, la propiedad intelectual se entendía como un recurso defensivo para evitar la copia por parte de la competencia. En esta nueva concepción de propiedad intelectual extendida también a partes de organismos, se amplía la fuente de ganancias al propio conocimiento como mercancía, desarrollándose un mercado de recursos intangibles que involucra ganancias cuantiosas por concepto de licencias y regalías. Así, el capital intangible, expresado como conocimiento y transformado en nuevo factor productivo (Fumagalli, 2010) a través de la ingeniería genética, requiere de la protección legal antes reservada a la propiedad física de los objetos. Los dpi potencian la comercialización de medios de producción basados en el conocimiento (semillas) y, allí donde se expanden, limitan el dominio público sobre esas formas de conocimiento.

urupov y las nuevas formas de apropiación/expropiación

En 1994, Uruguay fue el primer país sudamericano en adherirse al Convenio upov de 1978, comprometiéndose así a garantizar el derecho al obtentor de una nueva variedad vegetal a través de un título de propiedad. A partir de 2009, los títulos en Uruguay rigen por 20 y 25 años, según la especie vegetal de la cual se trate. De esta forma, se habilita el cobro de regalías sobre las creaciones vegetales por parte de quienes detentan un título de propiedad, y simultáneamente se limita el uso para quienes no cumplen con la erogación establecida por el propietario. Cuando una variedad es protegida, quien tiene el título puede conceder a otros licencias para su explotación comercial, y también establecer el cobro de regalías de acuerdo a sus intereses; no hay regulación sobre los parámetros en los que debe fijarse el cobro. También en 1994, se creó urupov, una asociación privada que actúa en la promoción y defensa de los derechos de propiedad intelectual en materia vegetal. Curiosamente, esta asociación antecedió al Instituto Nacional de Semillas (inase) creado por ley en 1997, siendo esta la entidad encargada del registro de variedades y la concesión de títulos de propiedad a personas físicas, empresas o instituciones.

La creación del marco legal para la protección de los derechos de propiedad intelectual es un requisito básico pero no suficiente para la inversión del gran capital. Este requiere mayores certezas para lanzarse al negocio de las semillas, en países con escasas tradiciones en materia de propiedad sobre los recursos genéticos y centenarias prácticas de apropiación social, difusión pública de conocimientos y conservación propia de semillas. Y es que en Uruguay, como en otros países latinoamericanos, los agricultores guardan parte de su cosecha como semilla para una próxima siembra. Esto es viable por ejemplo en cultivos como soja, trigo y cebada, cuyas plantas tienen capacidad de reproducirse a sí mismas[8]. Esta práctica resulta inconveniente para el capital, porque una inversión de más de un millón de dólares y varios años de investigación en la creación de una nueva semilla se recupera lentamente si quien la utiliza la compra la primera vez que la planta y luego tiene la posibilidad de reservar semilla cosechada para su propio uso sin necesidad de volver al mercado. Sin embargo, el negocio resulta mucho más atractivo si se logra obtener un beneficio económico por concepto de la semilla guardada por los productores, poniendo precio también al derecho de uso propio de los agricultores. Según el gerente de urupov[9], esta asociación ha viabilizado la logística para que el capital de las grandes empresas de semillas del mundo encuentre un margen de negocio interesante para operar en el mercado uruguayo de semillas.

urupov es una asociación integrada por algo más de cuarenta socios diversos, entre los que se encuentran empresas uruguayas, multinacionales y el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria. Su sitio web expresa nítidamente el cometido central: “… velar por la protección de los derechos de las obtenciones vegetales y garantizar el progreso genético”; las semillas que son propiedad de sus asociados se comercializan “… únicamente si tienen la Estampilla urupov” certificando su origen (Asociación Uruguaya para la Protección de los Obtentores Vegetales, 2015). En la práctica, parece haber logrado mucho más que eso. Su creación estrella es la implementación de una modalidad de comercialización que denomina “sistema de valor tecnológico”, que implica un contrato privado en el que un productor se compromete a pagar por el uso de la semilla guardada por todo el período que dure la siembra en base a esa semilla propia. Es decir, permite extender el derecho del obtentor más allá de la semilla comprada, imponiéndose sobre la semilla cosechada y prolongándose tanto como duren las futuras siembras del mismo productor y el título de propiedad tenga vigencia. ¿Qué se establece en este contrato? Al comprar la semilla, el productor firma un compromiso asumiendo el pago posterior por el uso futuro de semilla guardada. En el momento de la compra, manifiesta, con validez de declaración jurada, datos personales, de su establecimiento, y la cantidad de semilla adquirida identificada por variedad y especie. Al año siguiente realiza una nueva declaración en la que informa la producción que ha obtenido, expresada en kilos cosechados, si reserva parte de la cosecha para su futura siembra y su correspondiente cantidad, así como el lugar donde esta semilla estará almacenada. Unos meses después es momento de iniciar una nueva siembra, por lo que el productor volverá a hacer una declaración jurada informando los kilos efectivamente sembrados con semilla propia, y sobre ellos deberá pagar las regalías correspondientes (urupov, 2015). Este sistema se utiliza para los cultivos de soja y trigo; en promedio, la semilla reservada por los productores alcanza cada año entre el 45% y el 50% del área total sembrada con ambos cultivos, por lo que involucra cantidades importantes de semillas no comercializadas pero igualmente sujetas al pago de regalías[10].

El carácter mercantil se impone a la semilla aun cuando esta es el producto natural de la actividad del agricultor, que se incorporará como insumo en su propio ciclo productivo, y que es objeto de excepción a los dpi según el Convenio upov de 1978[11]. Opera aquí la lógica del expropiacionismo sobre el derecho de los productores a continuar libremente con una práctica de conservación de semilla, que ahora debe ser declarada y quedar sujeta al cumplimiento de un contrato. Los productores ceden su derecho de uso propio porque esta es la condición para poder plantar variedades nuevas y continuar siendo competitivos en un cultivo que se destina casi totalmente a la exportación. Los productores aceptan masivamente esta condición, quizás por adhesión a las reglas de juego o quizás porque el margen de rentabilidad de la soja no ofrece la posibilidad de excusarse con argumentos de tipo económico. Más del 90% del área sembrada de soja corresponde a semilla legalmente adquirida y a contratos cumplidos de acuerdo a la fiscalización efectuada por urupov, según afirma su gerente. La realidad de los contratos de valor tecnológico es una condición impuesta por las empresas líderes en biotecnología vegetal y dueñas de los materiales genéticos para realizar negocios en Uruguay. ¿No es esta situación contradictoria con el marco legal uruguayo que reconoce el derecho de uso propio de la semilla? Paradójicamente, no lo es... porque el capital encuentra en los intersticios legales la forma de franquear su nueva entrada en el agro, maximizando su ganancia. Si examinamos la Ley de Creación del inase, queda claro que la norma reconoce el derecho de los productores a reservar semilla para su estricto uso propio en acuerdo con lo establecido a escala internacional por el Convenio upov. Sin embargo, cuando esta norma se reglamentó unos años después, se estableció una serie de requisitos a cumplir por el agricultor para que se configurara la referida excepción, indicándose expresamente que estos operarán “a falta de acuerdo entre partes”[12]. Es decir, que se habilita la posibilidad de que se materialicen otras situaciones en la práctica a través de acuerdos privados, que es precisamente lo que representan los contratos entre empresas proveedoras de semillas protegidas y productores que desean utilizarlas. Queda así consagrada la legalidad de los contratos y, de forma simultánea, la renuncia por la vía de los hechos al derecho de uso propio que la ley concede a los agricultores.

En este intrincado esquema legal, el Estado, a través del marco normativo, prepara el terreno para la configuración del negocio capitalista y abona de forma ambivalente la conformidad de las diferentes partes eventualmente involucradas. No media en los contratos entre productores y proveedores de semillas amparadas por derechos de propiedad, dado que estos son entendimientos entre partes privadas y elípticamente la reglamentación de la norma original les ha dado cabida. Se trata de acuerdos voluntarios entre agentes vinculados a un proceso productivo cuya finalidad es esencialmente económica. Así, las empresas propietarias del conocimiento, vehiculizado en semillas, recuperan con creces la inversión hecha para crearlas, y los agricultores disponen de variedades que mejoran sus beneficios económicos al superar problemas productivos de distinto tipo.

No obstante, el Estado interviene, con diferentes objetivos, en las siguientes dos situaciones. Por un lado, en el marco reciente de una serie de políticas nacionales focalizadas en la producción familiar, protege un eslabón débil del espectro agropecuario, exonerando de pagar regalías por uso de variedades protegidas a los pequeños productores de tipo familiar inscriptos en el Registro de Productores Agropecuarios Familiares del Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca. De esta forma, hace valer el derecho de uso propio para estos productores, impidiendo eventuales situaciones de exclusión de acceso al conocimiento útil para viabilizar una producción. En la práctica, la eventual pérdida de ganancia para las empresas de semillas por efecto de esta exoneración resulta irrisoria en términos económicos, dado que la cantidad de variedades protegidas efectivamente utilizada por agricultores familiares es insignificante. Por otro lado, para el resto del espectro productivo, estimula la adhesión al sistema de propiedad de semillas, al establecer un beneficio específico en la declaración del Impuesto a la Renta de Actividades Económicas (irae) por el gasto efectuado en la compra de semilla etiquetada[13]. De esta otra forma, se fomenta la acumulación sostenida en el tiempo de un beneficio económico sobre la base de erogaciones por concepto de uso, y ya no sólo de adquisición de semilla.

Conclusiones sobre un dilema inconcluso

La agricultura se ha expandido como nunca antes en la historia del capitalismo. La moderna biotecnología, sobre la base de la ingeniería genética, ha jugado un rol central asegurando nuevas formas de dominar los procesos naturales. En su avance, ha abierto nuevas posibilidades de acumulación y concentración de capital, expropiando derechos y prácticas productivas sobre la base del afianzamiento de los mecanismos de propiedad intelectual. El interés privado resulta favorecido y la captura de beneficios económicos es cada vez más eficiente, de la mano de la técnica y el derecho. La semilla ya había devenido vehículo de la acumulación de base tecnológica; ahora las grandes empresas con propiedad sobre los conocimientos para manipularla son su motor de propulsión.

 El establecimiento de un sistema de pago por el uso de granos cosechados a partir de semilla comercial sujeta a derechos de propiedad es una novedad que confirma el potencial del conocimiento en la realización de valor. El conocimiento contenido en la semilla requiere ser puesto a generar ganancias más allá de su comercialización como mercancía; adquiere un valor específico como factor que desencadena nuevos procesos productivos, y el capital invertido en su creación reclama utilidades que se extienden en el tiempo y se expanden sobre el amplio horizonte de agentes capaces de generarlas. Siguiendo el razonamiento de Rullani (2004), el valor adquirido por la semilla deriva de la capacidad de sus propietarios para mantener el control económico a partir de la limitación de su difusión por terceros y de la reglamentación de su uso. El sistema de pago por concepto de uso de semilla conservada expropia a quien utiliza ese conocimiento, materializado en la semilla, de su derecho a disponer total y libremente del producto resultante de un ciclo productivo, a la vez que expande las fuentes de ganancia para quien tiene la propiedad o la licencia sobre las variedades. Hasta el momento, en un contexto económico favorable para la agricultura extensiva uruguaya, el sistema parece funcionar eficientemente y todos, aunque con ciertos grados de asimetría, obtienen su beneficio.

Sin intención de concluir un tema que amerita un estudio exhaustivo y una reflexión acorde, es necesario poner aquí una pausa. Probablemente, para bien o para mal, los efectos de estos procesos se verán recién dentro de algún tiempo. Sin embargo, no parece demasiado descabellado aventurar que el contexto de precios internacionales favorables no durará para siempre; es plausible que, en un contexto económico distinto, la adhesión de los agricultores al sistema de contratos de valor tecnológico pueda ser puesta en cuestión. En ese caso, el capital probablemente buscará nuevos territorios o sectores de actividad en los cuales generar mejores utilidades. ¿Cuál será entonces la reacción del Estado? ¿Y de los agricultores? ¿Cabrá preguntarse retrospectivamente sobre los efectos de las prácticas ya expropiadas, sobre el acceso y el control de los recursos genéticos, la distribución y la apropiación de los beneficios derivados de su utilización comercial?

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

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[1]       El proceso de valorización y acumulación capitalista se desarrolla a partir de la dinámica establecida entre medios de producción y trabajo para la producción de bienes que se comercializan en el mercado. Las relaciones sociales de producción basadas en trabajo asalariado encuentran obstáculos para su expansión, derivados de los factores naturales de la producción agropecuaria (Mann y Dickinson, 1978).

 

[2]       En palabras de los autores, este es un “… proceso discontinuo pero persistente de eliminación de elementos discretos de la producción agrícola, su transformación en actividades industriales y su reincorporación en la agricultura bajo la forma de insumos, que designamos apropiacionismo” (Goodman, Sorj y Wilkinson, 2008, p. 2; traducción propia).

 

[3]       Sustitucionismo es la acción de “… reducir el producto rural a un simple insumo industrial, abriendo caminos hacia la eliminación del proceso rural de producción, ya sea por la utilización de materias primas no-agrícolas, como por la creación de sustitutos industriales de los alimentos y fibras. Su paradigma está dado por la industria química y por el desarrollo de los sintéticos” (Goodman, Sorj y Wilkinson, 2008, p. 50; traducción propia).

 

[4]       Me refiero a la tecnología conocida como “terminator”, desarrollada a partir de la identificación del gen de la esterilidad. Aunque el uso de esta tecnología ha sido prohibido, por razones obvias del riesgo que impone a la seguridad alimentaria, el conocimiento técnico se encuentra disponible para viabilizarla en cultivos comerciales.

 

[5]       El ADN recombinante es una molécula que resulta de la manipulación, efectuada en un laboratorio de biología molecular, para integrar fragmentos de ADN de un organismo, animal, vegetal, bacteria o virus, en otro organismo, con el propósito de modificar rasgos existentes o expresar otros nuevos. La planta referida fue desarrollada por Mary Dell-Chilton, quien fuera galardonada en 2013 con el World Food Prize (Pellegrini, 2014).

 

[6]       A su vez, la moderna biotecnología se asocia tan estrechamente con la digitalización, que hubiera sido imposible sin computadoras y programas informáticos adecuados alcanzar las creaciones biotecnológicas actuales ni diseñar nuevas realidades biológicas (Zukerfeld, 2010).

 

[7]       Más de la cuarta parte de la superficie mundial cultivada con transgénicos en 2013 correspondía a cultivos derivados de eventos combinados o genes apilados (James, 2014).

 

[8]       Se trata de especies autógamas que se reproducen por autofecundación y cuya descendencia resulta idéntica al progenitor. Esta característica es fundamental porque garantiza que la calidad de la semilla reservada será la misma que la de la semilla originalmente comprada.

 

[9]       Entrevista al gerente de urupov realizada por Diego Piñeiro en setiembre de 2014.

 

[10]      La soja es el principal cultivo de exportación. La superficie sembrada se aproximó al millón y medio de hectáreas en el último año (Dirección de Investigaciones Estadísticas Agropecuarias, 2014), habiendo crecido constantemente desde la década de 1990, cuando involucraba menos de veinte mil hectáreas. La paleta de variedades comercializadas a través del sistema de valor tecnológico supera el centenar sólo para el cultivo de soja. Dato aportado por el gerente de urupov.

 

[11]      Uruguay está adherido al referido Convenio según Ley 16.580 de 1994.

 

[12]      El derecho a reservar semilla para uso propio se reconoce en el Art. 72 literal B de la Ley 16.811 de 1997. Su reglamentación y la referencia al acuerdo entre partes figura en el Art. 46 del Decreto 438 de 2004.

 

[13]      La exoneración a pequeños productores se encuentra en la Ley 18.467 de 2009 y su asimilación a productores familiares en el Decreto 385 del mismo año. El Decreto 150/007 de la Dirección General Impositiva permite computar una vez y media el valor de la compra de semilla etiquetada como protegida en la declaración del irae, por lo que el monto sujeto a impuestos resulta disminuido.

 

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