Introducción
La violencia entre presos y entre presos y funcionarios es un problema fundamental para todos los sistemas penitenciarios del mundo. Este hecho no debería sorprender dado que las prisiones tienden a concentrar en un mismo espacio una cantidad considerable de individuos con potencial para la violencia (Schenk y Fremouw, 2012). Los datos muestran que la violencia forma parte de las instituciones penitenciarias y es sufrida no solo por internos (Ireland, 1999; Sorensen y Cunningham, 2010), sino también por el personal penitenciario (Sorensen, et al., 2011; Lahm, 2009). Sobre este problema es difícil tener estimaciones precisas y confiables, pero algunos estudios nos dan una aproximación de su magnitud.
Un informe sobre las condiciones de prisión europeas (Modvig, 2014) mostró que un 25% de los encarcelados sufre violencia física; casi un 5% sufre algún tipo de violencia sexual; casi un 2% reconoce haber sido violado; y la tasa de ataques físicos sufridos por los hombres en las prisiones es dieciocho veces mayor que la correspondiente a la población general (ver también Wolff, et al., 2008). Los informes sobre prisiones en Estados Unidos también señalan que la tasa de violencia y la probabilidad de sufrir victimizaciones violentas (salvo homicidio) son significativamente más altas en el ámbito penitenciario que en la población en general (Steiner y Cain, 2016).
En Latinoamérica, un estudio comparativo encontró que en Argentina un 21,2% de los presos afirma haber recibido golpes dentro de la cárcel y se observan cifras similares en Chile (25,6%), algo más bajas en México (16,5%) y Perú (15,1%) y mucho más bajas en Brasil (4,6%) y El Salvador (3,5%). De los internos victimizados, en Chile el 66% indica haber sido golpeado por el personal penitenciario. Una situación similar se encuentra en El Salvador (61,5%) y Argentina (68,2%), mientras que en México (63%) y Perú (47,7%) se responsabiliza sobre todo a otros internos (Sánchez y Piñol, 2015; ver también Bergman, 2015).
Si bien en Uruguay casi no existe investigación en la materia, hay un antecedente que analiza los datos del censo penitenciario de 2010 y señala que más del 25% de las personas encuestadas había sufrido malos tratos por parte del personal penitenciario, pero solo uno de cada cuatro realizaron denuncias (Juanche, 2012). Además, las cifras de homicidios son elocuentes: en 2017, la tasa de homicidios cada 100.000 habitantes en prisiones era de 154, veinte veces mayor que la tasa nacional (8,1 cada 100.000) (Comisionado Parlamentario para el Sistema Penitenciario, 2017).
En principio, dada la naturaleza de organizaciones tan especiales como las instituciones penitenciarias y, en este caso, las localizadas en la región latinoamericana, la violencia en prisiones, lejos de ser un hecho sorprendente, es una consecuencia natural. Hay una serie de características que permiten inferir que la violencia se maximiza en este tipo de escenarios: I) la concentración de una elevada proporción de individuos con antecedentes violentos; II) la infraestructura con carencias y con servicios y equipamiento de seguridad inadecuados o no adaptados; III) los recursos humanos inadecuados, con elevadas proporciones de funcionarios con escasa preparación, capacitación y motivación para realizar el trabajo y con débiles sistemas de supervisión y evaluación; y IV) los problemas de transparencia, visibilización y rendición de cuentas que impiden identificar las desviaciones e irregularidades que ocurren en el interior de los centros penitenciarios (Matthews, 2012; Gambetta, 2009).
La violencia en prisión implica un serio problema normativo para nuestras sociedades, tanto desde el punto de vista deontológico como desde la perspectiva consecuencialista. Por un lado, la violencia en prisión afecta los principios de justicia básicos en términos de derechos humanos claves. La dignidad, la seguridad y la integridad de la vida de personas que residen en las prisiones se ven seriamente amenazadas. Por otro lado, si nos centramos en las consecuencias o efectos, la violencia penitenciaria involucra una serie de importantes costos para la población penitenciaria, sus familias, la sociedad y el Estado. No solo implica múltiples costos directos de salud (enfermedades, discapacidad, salud mental), psicológicos y emocionales, sino también costos más intangibles, como la reducción de la moral y la motivación y el debilitamiento de la confianza y la legitimidad de la organización (Cooke, Wozniak y Johnstone, 2008; Gadon, Johnstone y Cooke, 2006; Steiner, Butler y Ellison, 2014). La violencia penitenciaria también puede afectar el desarrollo y la integridad de los programas de trabajo, educación y tratamiento (Auty, Cope y Liebling, 2017) e, incluso, algunos trabajos recientes muestran que el tipo de clima moral y social en la prisión está asociado con la reincidencia de los internos cuando son liberados (Auty y Liebling, 2019). En definitiva, las instituciones penitenciarias violentas son más complejas de gestionar y dirigir, y son mucho más costosas si se las compara con las instituciones seguras y con un ambiente de trabajo positivo (Modvig, 2014). Por otra parte, la existencia de altos niveles de violencia interpersonal en el interior de las prisiones aumenta la probabilidad de que los internos reincidan al salir en libertad (Mooney y Daffern, 2015; Trulson, Delisi y Marquart, 2011).
Paradójicamente, pese a que los sistemas penitenciarios en estado más crítico y con mayores niveles de violencia se encuentran en los países en desarrollo (Jackson, Heard y Fair, 2017), la investigación en esta temática está concentrada en su mayoría en Norteamérica y el Reino Unido (Arbach-Lucioni, Martínez-García y Andrés-Pueyo, 2012; Sanhueza, Smith y Valenzuela, 2015). Sabemos menos sobre la violencia penitenciaria que ocurre en lugares donde este conocimiento es más crucial y relevante para la toma de decisiones de política pública. Existe un importante déficit de investigación cross-cultural (transcultural) de violencia penitenciaria en sociedades en desarrollo. Un caso paradigmático es América Latina, donde se combinan tres condiciones desafortunadas: I) prisiones con serios problemas de infraestructura, hacinamiento, personal y violencia carcelaria (De León Villalba, 2018; Jackson, Heard y Fair, 2017); II) gobiernos, políticas y sistemas penales que favorecen el aumento de la población privada de libertad con mayor tiempo de reclusión, lo que aumenta la presión en dichas instituciones con el consiguiente aumento de la violencia en ellas (Dammert y Zúñiga, 2008); III) sistemas de información débiles, poco fiables e incompletos; y IV) la escasa y débil investigación existente basada en estudios de caso o estudios comparativos descriptivos, salvo alguna excepción puntual (por ejemplo, para el caso chileno, Sanhueza, Smith y Valenzuela).
La definición del fenómeno
Pese a la relevancia de la violencia en la prisión, su medición constituye un serio problema. Es un fenómeno multidimensional sobre cuya definición existe mucha controversia, así como sobre qué variantes y componentes debería incluir (Sorensen y Cunningham, 2007; Wolff, Shi y Bachman, 2008). En realidad, el concepto de violencia en prisión presenta los mismos problemas conceptuales que el concepto general de violencia, para el que también existen múltiples definiciones y desacuerdos entre expertos y organismos internacionales.
La definición de la Organización Mundial de la Salud establece que es “el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” (Organización Mundial de la Salud, 2002). A la hora de clasificar los tipos de violencia hay dos criterios claves manejados por los organismos internacionales y los expertos (Imbush, Misse y Carri, 2011; Organización Mundial de la Salud, 2002; Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2012). El primer criterio hace referencia al objeto de la violencia, es decir, a la víctima. Con base en este criterio, se distinguen tres tipos de violencia: a) autoinfligida, cuando el perpetrador es la víctima, ya sean comportamientos suicidas o autolesiones; b) interpersonal, es la sufrida a manos de una o pocas personas; y c) colectiva, que es la infligida por grandes grupos o instituciones (por ejemplo, el Estado, grupos políticos, grupos paraestatales, organizaciones terroristas, etcétera). El segundo criterio hace referencia a la naturaleza del comportamiento, es decir, a de qué manera la víctima se ve afectada por el comportamiento violento, lo que puede incluir aspectos físicos, sexuales, psíquicos e inclusive asociados a la negligencia o el descuido.
Si bien esta definición, con estos dos criterios de base, es un punto de arranque muy importante para la conceptualización de la violencia en general y en particular para el ámbito penitenciario, presenta los siguientes problemas.
En primer lugar, es un concepto que, si bien apela a actos intencionales o deliberados, genera de todos modos desafíos importantes a la hora de establecer en qué condiciones es adecuado atribuirla. En otras palabras, requiere un juicio sobre los procesos motivacionales que llevan a generar las acciones, algo que suele ser complicado de lograr porque las diferencias entre acciones deliberadamente violentas y acciones que generan daño por negligencia son graduales y no categóricas (Eisner, 2009; ver también Sheeran, 2012; Rosenberg, 2012). Además, como señalan Krug y colegas (2003), aun si la violencia exigiese intencionalidad, el hecho de que exista intención de usar la fuerza no necesariamente implica que haya intención de generar daño. Una persona puede cometer un acto que es considerado peligroso y que posiblemente genere efectos negativos sobre la salud de una potencial víctima, pero sin tener ella misma esa percepción.
En segundo lugar, la inclusión del término poder hace más extensiva la definición de violencia, al permitir integrar actos más difusos que pueden ser el resultado de asimetrías y relaciones de poder que involucran desde las amenazas y la intimidación hasta aquellos menos claros como el descuido o los actos por omisión (Krug, et al., 2003; Organización Mundial de la Salud, 2002). Esta definición más extensiva complejiza la identificación y la medición de la intencionalidad, sobre todo cuando los hechos tienen lugar en organizaciones complejas como las instituciones penitenciarias donde, en muchos casos, los individuos se comportan de manera violenta siguiendo órdenes o amenazas de otros y donde, por ende, puede haber una gran distancia entre el autor intelectual y el autor material que genera el daño (Eisner, 2009).
En tercer lugar, la definición incorpora dos aspectos de la violencia muy complejos de identificar y medir: a) los tipos de actos o comportamientos a ser considerados violentos, incluyendo actos públicos o privados, activos o reactivos, delictivos o no delictivos; y b) las consecuencias o efectos de la violencia, con el fin de incluir no solo los actos de violencia que generan daños físicos y visibles, sino también aquellos que por vías más indirectas generan daños emocionales, psíquicos, y sociales, tanto inmediatos como latentes, que pueden manifestarse mucho tiempo después de que tuvo lugar el maltrato (Krug, et al., 2003; Organización de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2014).
Estas dificultades conceptuales y metodológicas complejizan la posibilidad de llegar a un acuerdo entre los expertos en torno a qué es exactamente la violencia penitenciaria, lo que conlleva a que en ocasiones se use el mismo término para referir a comportamientos muy heterogéneos.
Como señala Modvig (2014), en las instituciones penitenciarias las autoridades tienen la obligación de proteger a las personas privadas de libertad de cualquier tipo de violencia, excepto el uso proporcionado y necesario de la fuerza para procedimientos de seguridad, y se entiende por violencia comportamientos tan variados como: ataques físicos y lesiones, homicidios, abusos sexuales y violaciones, distintos tipos de agresiones psicológicas, amenazas, humillaciones, bullying, conductas indebidas, suicidios o autolesiones (Ireland, 2002). Si bien una parte importante de la violencia ocurre entre personas privadas de libertad (y, de hecho, es en lo que se concentra casi toda la investigación existente), los roles de víctima y victimario pueden variar y la violencia puede ser ejercida no solo entre internos, sino también: de funcionarios a internos y de internos a funcionarios. Por ello también es importante incluir tanto las formas colectivas de violencia ejercidas para enfrentar a las autoridades, como motines, toma de rehenes o fugas, como las formas de violencia institucional más invisibles y veladas, que incluyen el uso excesivo e inadecuado de fuerza, la tortura, los malos tratos, los abusos sexuales y psicológicos, entre otras (Matthews, 2012; Modvig, 2014).
Medición del fenómeno
Medir todas estas formas de violencia penitenciaria con validez y confiabilidad no es tarea fácil y las estimaciones existentes en general subestiman el fenómeno (Wolff, et al., 2007). Como en otras formas de violencia, existe una cifra negra de la violencia penitenciaria que no se refleja en las estadísticas y queda oculta, sobre todo por su carácter ilegal, es decir, porque quien la comete no quiere que se conozca por su carácter ilegítimo, que puede llevar a sanciones (Aebi, 2008; Maguire, 2012). Cuando la violencia es perpetrada por funcionarios o por presos asociados a funcionarios o autoridades, hay menos probabilidades de que el evento violento sea conocido y reportado. En el contexto penitenciario las motivaciones de las víctimas para denunciar son particularmente débiles, ya que existen fuertes códigos culturales respecto a los “soplones” y miedo a las represalias. Esto tiene un efecto disuasor relevante, máxime teniendo en cuenta que, como está restringida la libertad de circulación, hay mayor certeza de sufrir las represalias (Byrne y Hummer, 2007; Wolff, et al., 2007).
Las víctimas de violencia penitenciaria pueden no reportar la violencia sufrida por varias razones, algunas de las cuales han sido señaladas por los estudios sobre victimización: muchas veces los episodios de violencia (y más los de menos gravedad) no son denunciados porque la víctima ni siquiera percibe que hubo violencia, dado que la ha aceptado como parte normal y natural de la vida cotidiana del encierro; en otros casos, aun siendo consciente de la violencia sufrida, no tiene confianza en el sistema penal, en las autoridades o en los funcionarios y considera que la denuncia no tendrá ningún efecto positivo (Aebi, 2008; Kidd y Chayet, 2010; para el caso uruguayo, ver Juanche, 2012).
En la literatura se mencionan varias fuentes de información sobre el fenómeno. La primera son las estadísticas oficiales o datos secundarios provenientes de las instituciones penitenciarias. Estas estadísticas tienen una serie de problemas de fiabilidad similares a los que ocurren con las estadísticas oficiales de violencia fuera de prisión. Por un lado, dependen del reporte de la víctima, que está sesgado por su interpretación, por el miedo a represalias y por la desconfianza en las autoridades (Schenk y Fremouw, 2012; Wolff, et al., 2007). Por otro lado, la detección, el registro y la interpretación realizados por los funcionarios penitenciarios están fuertemente determinados por la escasa uniformidad y estandarización de los procesos y por factores subjetivos como la motivación y la voluntad del personal (Aebi, 2008; Ireland, 2002).
En términos de validez, las estadísticas oficiales muestran un panorama incompleto y muy sesgado del problema, ya que en general se centra en las variantes más graves de violencia, como el homicidio, las violaciones y los ataques físicos, dejando de lado otros tipos de violencia, como el bullying o formas más simbólicas de agresión (Bottoms, 1999; Ireland e Ireland, 2000). La consecuencia natural de estos sesgos es que la comparabilidad del fenómeno entre distintas instituciones penitenciarias se vuelve muy compleja debido al carácter idiosincrático que poseen los procedimientos y registros de las distintas instituciones (Ireland, 2002). Además, las fuentes oficiales tienden a recoger escasa o incompleta información sobre múltiples aspectos de la persona (psicológicos, morales, de crianza, familiares, educativos, laborales, sobre grupos de pares, barriales, etcétera) que son relevantes para explicar el fenómeno.
Una alternativa a los datos oficiales es el uso de datos primarios, entre los cuales se destacan los autorreportes de personas privadas de libertad. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos aspectos: por un lado, la forma en la que se aplica el cuestionario, que puede ser por entrevista o autoadministración, y, por otro, el carácter de las escalas aplicadas, es decir, si es un formulario centrado exclusivamente en medir violencia o si la violencia es medida en el marco de una escala más general. Respecto a la forma, el uso de entrevistas estructuradas o semiestructuradas permite generar información detallada de los eventos o episodios violentos en prisión, pero presenta los siguientes inconvenientes: las entrevistas son muy costosas en términos de tiempo, por lo que suelen aplicarse a un número reducido de internos; se ven afectadas por los sesgos de memoria del entrevistado; y no aseguran el anonimato, lo que tiene consecuencias en la validez de la información obtenida (Connell y Farrington, 1996; Ireland, 2002; Rocheleau, 2013).
El método de cuestionario autoadministrado mediante un listado de ítems (checklist) de comportamientos agresivos específicos es de los formatos más empleados en la literatura porque permite superar alguno de los inconvenientes antes mencionados: disminuye la variabilidad de interpretación del encuestado, permite optimizar los tiempos, permite la aplicación a muestras relativamente extensas, permite mantener el anonimato y permite lograr niveles de validez y confiabilidad aceptables (Ireland y Archer, 1996; Ireland, 2002). Además de estos, en criminología se utilizan instrumentos más específicos que apuntan a medir el clima institucional penitenciario e incluyen ítems relacionados con la percepción de inseguridad, el miedo o las victimizaciones sufridas por los internos. Ejemplos de ellos son la Correctional Institutions Enviroment Scale, de Moos (1975), o la más reciente Measuring the Quality of Prison Life, de Liebling, Hulley y Crewe (2012). No obstante, si se quiere tener una estimación más completa del fenómeno, los instrumentos más apropiados son las escalas centradas en una amplia serie de malas conductas, conductas violentas, bullying y abusos por terceras partes. Ejemplos de estos instrumentos son el cuestionario autoinformado de Connell y Farrington (1996), la escala de victimización física de Wolff, et al. (2007) y la Direct and Indirect Prisoner Behaviour Checklist, de Ireland (1999).
Aunque este conjunto de instrumentos permite mejorar las estimaciones de violencia, no está exento de limitaciones. Primero, existen problemas de deseabilidad social y tendencia a no reportar algunos comportamientos particularmente graves o vergonzosos. Dados los fuertes códigos y subculturas carcelarias, este sesgo puede influir de manera decisiva a la hora de no reportar la victimización más que la perpetración (Connell y Farrington, 1996). Segundo, los múltiples problemas de sesgos de memoria afectan la validez de la información recogida, sobre todo cuando se refiere a eventos más distantes en el tiempo y menos graves (Junger-Tas y Haen Marshall, 1999; Schenk y Fremouw, 2012). Tercero, pese al mayor anonimato respecto a otros métodos, igual se observan niveles elevados de rechazo a responder y cierta negación o rechazo en relación con reconocer haber cometido actos violentos (Dyson, Power y Wozniak, 1997). Cuarto, estas escalas no permiten obtener información relevante referida tanto a la identificación de la naturaleza del perpetrador como a la intensidad o severidad de la violencia ejercida ni de sus consecuencias (Ireland, 2002). Por último, estos instrumentos tienden a centrarse en factores individuales y dejan de lado factores claves y difíciles de medir relacionados con el funcionamiento y la gestión institucional, que son decisivos para elaborar programas efectivos de prevención de la violencia carcelaria (Cooke, Wozniak y Johnstone, 2008).
Como respuesta a varias de estas limitaciones, se han desarrollado herramientas mixtas que permitan evaluar de forma más sistemática los factores de riesgo, tanto individuales como estructurales y de gestión institucional, mediante la triangulación de datos oficiales de internos y profesionales, entrevistas en profundidad y observación no participante. Un ejemplo paradigmático es Promoting Risk Intervention by Situational Management (PRISM), desarrollada por Johnstone y Cooke (2008) que explora las interacciones entre cinco áreas principales: 1) la historia de violencia institucional del centro penitenciario: niveles previos de violencia, diversidad de violencia, escaladas, etcétera; 2) la gestión individual: evaluaciones de violencia individual, intervenciones para reducir la violencia, cómo se mezclan las distintas poblaciones; 3) aspectos físicos y de seguridad: medidas de seguridad, entorno físico y recursos disponibles; 4) características del personal: tipo de reclutamiento, formación y competencias, experiencias, estilo y enfoque, moral, etcétera; 5) aspectos más institucionales u organizacionales: ethos y prioridades, estructura organizacional, liderazgo y gestión en materia de violencia, políticas y programas empleados para reducir la violencia y responsividad y flexibilidad para adaptarse al conflicto y al cambio (Cooke y Wozniak, 2010).
En definitiva, la experiencia de las últimas décadas indica que el fenómeno de la violencia penitenciaria es un desafío metodológico formidable. Las diferentes formas de medir la violencia penitenciaria tienen múltiples ventajas y desventajas en términos de validez y confiabilidad. Parece claro que obtener una medición mínimamente fidedigna y no sesgada solo es posible si combinamos y triangulamos varias de estas medidas.
Explicación del fenómeno
A pesar de la relevancia de este fenómeno y la necesidad de estudiar su naturaleza y causas para poder intervenir de manera eficaz, la violencia en prisión ha sido mucho menos estudiada y explicada que otras formas de violencia en la sociedad. No obstante, en las últimas décadas se han desarrollado algunas teorías que ayudan a entenderla. En un sentido amplio, la literatura se divide en dos grandes teorías: de importación y de deprivación. Ambas se describen a continuación.
La teoría de la importación o continuidad establece que son las condiciones y características que el interno trae consigo desde antes de ser privado de la libertad las que tienen influencia en sus comportamientos violentos en prisión (Irvwin y Cressey, 1962). Determinadas características hacen que ciertos individuos tengan más dificultades para adaptarse y comportarse en el entorno penitenciario. Entre estas destacan: factores individuales (por ejemplo, trastornos mentales y de personalidad, rasgos psicopáticos o antisociales, baja autoestima, alta impulsividad, antecedentes de abuso de drogas, antecedentes delictivos y penitenciarios, tener valores y pensamientos delictivos o desviados); factores socioeconómicos y demográficos (ser varón y joven, pertenecer a una minoría racial, estatus de marginalidad y vulnerabilidad social, bajo nivel educativo, ausencia de trabajo); y factores sociocomunitarios (no estar en pareja, redes familiares, sociales y comunitarias débiles, pertenecer a pandillas (gangs) y redes o subcultura delictivas) (Arbach-Lucioni, Martínez-García y Andrés-Pueyo, 2012; Bottoms, 1999; Cunningham, et al., 2010; Gendreau, Goggin y Law, 1997; Mears, et al., 2013; Walters, 2003; Walters, 2011). Por tanto, esta teoría asume una continuidad en el sentido de que el individuo que es violento fuera de la prisión lo es también dentro de ella.
La teoría de la privación o institucional (o de la deprivación), de Sykes (1958), plantea que las causas de la violencia se localizan en la propia privación de libertad y en la experiencia de sufrimiento que implican la falta de libertad, autonomía e independencia y el limitado acceso a bienes y servicios. En este entorno brutal y de carencias, los individuos privados de libertad buscan medios ilegítimos alternativos, y muchas veces violentos, para satisfacer o compensar la privación de estas necesidades. Sykes asume cierta discontinuidad, ya que muchos individuos que no utilizaban la violencia en la comunidad, en la cárcel se vuelven violentos como una forma de adaptación y supervivencia a la cultura carcelaria. En esta teoría se distinguen dos mecanismos individuales de adaptación: el primero, más irracional, tiene que ver con que el estrés y la frustración generados por la privación provocan reacciones violentas frente a otros presos y funcionarios penitenciarios; el segundo, más racional, se vincula con que los individuos se enfrentan a un entorno muy violento, competitivo y con escasez de recursos, donde saben que tienen que emplear vías ilegitimas y violentas para lograr sus objetivos y satisfacer sus necesidades.
Además, en esta teoría se distinguen dos aspectos importantes: los estructurales de la prisión y aquellos más asociados la gestión de los sistemas penitenciarios. Entre los factores de orden más estructural, la evidencia empírica indica que la mala conducta y la violencia carcelaria están asociadas con los niveles de seguridad de los centros (más concretamente, con las cárceles de máxima seguridad), su tamaño, su diseño arquitectónico, los niveles de hacinamiento, las agendas de visitas, las experiencias de victimización, el estrés y las tensiones experimentados y la percepción de la legitimidad de los funcionarios y autoridades (Blevins, et al., 2010; DeLisi, Berg y Hochstetler, 2004; McCorkle, Miethe y Drass, 1995; Pierce, et al., 2018; Porporino, Doherty y Sawatsky, 1987). La evidencia indica que los actos violentos no se distribuyen de modo homogéneo en el espacio y el tiempo penitenciario. No solo existen «puntos calientes» (hot spots) de la violencia penitenciaria en determinadas áreas o módulos, sino que también se concentran en determinados días (viernes y fines de semana) y en ciertos horarios (vespertinos y nocturnos) (Porporino, Doherty y Sawatsky, 1987). También se ha observado que los individuos que cumplen condenas largas o sin acceso a salidas tienden a cometer menos violencia (Cunningham, Reidy y Sorensen, 2005) y que la violencia tiende a aparecer más en el inicio de la estadía en prisión (Bottoms, 1999; Cunningham y Sorensen, 2007; Rocheleau, 2013). Entre los componentes de gestión asociados a la violencia, los estudios refieren a estilos de gestión abusivos y basados en el control y sanciones punitivas; los niveles de supervisión, la cantidad y la calidad del personal; la satisfacción y el estrés laboral del personal; el nivel de conocimiento y habilidades de los directores de prisión; la existencia de programas de tratamiento; la mezcla de internos con diferentes niveles de riesgo; la relación entre los internos y el personal (Cooke, Wozniak y Johnstone, 2008; Cochran, 2012; DiIulio, 1987; Gadon, Johnstone y Cooke, 2006; Homel y Thomson, 2005).
La investigación reciente muestra que la explicación de la violencia debe ser integral y hacer interactuar, simultáneamente, tanto las características previas al ingreso a prisión como las características estructurales y de gestión, que determinan cómo es la experiencia de privación de libertad (Cooke y Wozniak, 2010; Ireland, 2012; McGuire, 2018; Steiner, Butler y Ellison, 2014).
Una forma de visualizar esta integración es aplicar el esquema que utiliza Redondo (2008) y su teoría del triple riesgo delictivo, que realiza una síntesis parsimoniosa de tres categorías de factores de riesgo (personales, sociales y oportunidades para desviarse) y predice que los individuos con mayor riesgo de conducta antisocial son los que presentan combinaciones más negativas de las tres categorías de riesgo (Redondo, 2008). De manera análoga, el riesgo de violencia intracarcelaria podría sintetizarse y predecirse a partir de tres conjuntos de factores de riesgo asociados a: a) aspectos individuales propios de la teoría de la continuidad, b) aspectos estructurales y c) aspectos de gestión, los dos últimos asociados a la teoría de la discontinuidad. Figura 1
De manera reciente, se ha buscado enriquecer las explicaciones de los comportamientos agresivos en prisión con teorías criminológicas de la violencia. Por ejemplo, Blevins y colegas (2010) argumentan que se puede utilizar la teoría de la tensión, de Agnew (2012), para reconceptualizar e integrar las teorías de la deprivación y la importación antes señaladas. La teoría de la tensión de Agnew establece que la experiencia de sufrir muchas y muy intensas tensiones provoca emociones negativas, lo que, a su vez, genera una presión correctiva que puede desembocar en comportamientos agresivos. Según Blevins y colegas (2010), la teoría de la tensión y la teoría de la deprivación identifican que los individuos privados de libertad deben adaptarse a un entorno que elimina los estímulos positivos y los enfrenta a estímulos negativos, haciendo muy improbable que puedan lograr objetivos valorados de manera positiva. Sin embargo, tomando la teoría de la importación, la reacción y la adaptación a las tensiones en prisión pueden no ser homogéneas y dependen, en cambio, de muchas características individuales y sociales de los individuos (personalidad, pares, relaciones de apoyo), así como de las estrategias disponibles para afrontar las tensiones.
Otra teoría general de la violencia que ha sido aplicada al contexto penitenciario es la teoría del control social (Hirschi, 1969; Sampson y Laub, 1993). Según los supuestos básicos de esta teoría, los individuos están naturalmente motivados a desviarse de las normas y, por lo tanto, la pregunta central es qué hace que algunos individuos no se desvíen. Y la clave, según estos autores, está en que los individuos que no se desvían presentan un vínculo y un control social informal más intenso con base en una serie de castigos y recompensas. Algunos estudios han mostrado que variables como la edad, la raza, el vínculo marital, tener hijos, la duración de la sentencia, el régimen penitenciario, la participación en programas de tratamiento y programas laborales pueden ser utilizadas como indicadores de vínculo con la sociedad convencional y con controles informales que revelan tener capacidad explicativa en la comisión o no de infracciones violentas y no violentas en el ámbito penitenciario, tanto para muestras de hombres (Wooldredge, Griffin y Pratt, 2001) como para mujeres (Steiner y Wooldredge, 2009).
La teoría de la legitimidad, de Tyler (1990), que se enmarca dentro de las teorías del control social, también ha sido utilizada para explicar la violencia carcelaria. El propio Tyler y otros coautores han argumentado que el orden y la estabilidad en prisión, y por ende los menores niveles de violencia, dependen no tanto de la coerción y capacidad de control como de la percepción de legitimidad que los internos tienen de las autoridades y funcionarios del sistema penitenciario. Es decir, el orden y la ausencia de violencia en prisión se basan en que las personas privadas de libertad acepten la autoridad penitenciaria y se sientan obligadas a seguir sus normas y órdenes. Esta percepción de legitimidad depende, a su vez, de la percepción que tienen los presos del respeto y la equidad con los que son tratados por las autoridades y funcionarios (Jackson, et al., 2010).
Otra teoría criminológica general que ha sido aplicada con relativo éxito a la explicación de la violencia carcelaria es la teoría del autocontrol, de Gottfredson y Hirschi (1990). Según esta teoría, la capacidad de autocontrol de cada individuo es lo que determina que las personas puedan (o no) involucrarse en actividades desviadas y violentas. La falta de autocontrol se expresa principalmente en una mayor impulsividad, un temperamento más volátil, mayor egocentrismo y menor aversión al riesgo. Varios estudios han mostrado cómo algunos rasgos, en particular la aversión al riesgo y el temperamento volátil, permiten predecir la perpetración de infracciones y la victimización en prisión (Kerley, Hochstetler y Copes, 2009; Kerley, et al., 2011).
Por su parte, otros estudios han intentado aplicar las teorías de la victimización delictiva al contexto penitenciario. En particular, la teoría de actividades rutinarias (Cohen y Felson, 1979; Felson y Boba, 2010) y la teoría de los estilos de vida (Hindelang, Gottfredson y Garofalo, 1978). El argumento central es que los riesgos de victimización de las personas están asociados a las rutinas de circulación vinculadas a sus estilos de vida. En particular, ciertas actividades rutinarias determinan que aumente la victimización en ciertas áreas y ciertos momentos porque favorecen la confluencia de tres condiciones: objetivos adecuados (las víctimas), delincuentes motivados y ausencia de guardianes formales o informales. En el contexto penitenciario se ha observado cómo las actividades diarias de los internos determinan el nivel de presencia de guardianes (no solo de funcionarios o psicólogos, sino también de otros internos) y aumentan (o no) su exposición a situaciones de riesgo y a sufrir agresiones (Wooldredge y Steiner, 2013; 2014; Steiner, et al., 2017). Algunos autores han mostrado también que los niveles de victimización penitenciaria asociados al tipo de vigilancia varían entre cárceles, según el tipo de diseño arquitectónico, la tasa de funcionarios por presos, la presencia de tecnología de vigilancia (por ejemplo, cámaras) y las medidas de identificación y seguridad (Useem y Piehl, 2006).
Gambetta (2009) plantea una explicación de la violencia penitenciaria anclada en una teoría de la comunicación y del intercambio de señales. Según el sociólogo italiano, el vínculo entre violencia y comunicación es doble. Por un lado, hay un vínculo inverso, es decir, cuanto mayor es la reputación de un preso de ser violento, menor necesidad tiene de emplear la violencia. Por otro lado, hay un vínculo directo, es decir, en muchos casos la violencia se usa para comunicar la capacidad de ser violento y crearse así una reputación útil que permita prevenir ser victimizado en el futuro. Gambetta busca entender cómo se produce este doble vínculo entre violencia y comunicación en el contexto carcelario, donde los individuos deben comunicarse con restricciones y condiciones muy particulares: están obligados a convivir en espacios limitados con individuos sobre cuyas características y formas de proceder poseen muy poca información y el uso de la violencia es una ventaja competitiva para alcanzar bienes y servicios de difícil acceso, por mencionar algunas.
Inspirándose en la teoría del comportamiento agresivo de animales, de Krebs y Davies (1993), Gambetta plantea un modelo con cuatro hipótesis explicativas de la violencia penitenciaria asociadas a procesos comunicativos. La primera hipótesis es que las personas privadas de libertad buscan establecer sus posiciones en la jerarquía de violencia en prisión por medios comunicativos con el objetivo de generar (y observar en otros) señales creíbles que demuestren habilidad y disposición para ser violentos (capital violento). La segunda hipótesis es que cuando estas señales para conocer a los demás no sean accesibles o creíbles, hay más desafíos y violencia para establecer posiciones. Eso se traduce en dos corolarios más específicos. Por un lado, cuanto mayor capital violento posee un delincuente cuando llega a prisión, menos necesidad tiene de ejercer efectivamente la violencia (es decir, son los que tienen menos experiencia y menos habilidad en el uso de la violencia los que tienen que demostrarla por la vía de pelearse). Por otro lado, mucha violencia puede ser producto no de la falta de capital violento de los presos, sino de la ausencia de medios para poder señalizarlo con efectividad. Es decir, cuanto mejor es la información que circula sobre el capital violento de los presos, menos violencia interpersonal tiene lugar. La tercera hipótesis señala que los presos tienen una mayor probabilidad de involucrarse en comportamientos violentos cuando deben interactuar con otros presos sobre los que poseen poca o nula información. Por último, la cuarta hipótesis establece que, dado que hay una fuerte motivación de todas las personas privadas de libertad por conocer el capital violento de los otros presos y dado que pelear genera información útil y creíble sobre este capital (tanto para los contendientes como para otros internos), hay incentivos para desear que los otros se peleen entre sí, para recompensar a los que quieren pelear y castigar a los que lo evitan.
Más recientemente, algunos autores han planteado que se debería aplicar el paradigma del desistimiento del delito en el contexto penitenciario, según el cual explicar la reincidencia y el abandono del delito no son dos caras de una misma moneda (Sampson y Laub, 1993). Existen dos grandes paradigmas del desistimiento. Por un lado, la teoría de cambios objetivos, basados en el control social, según la cual el abandono del delito está asociado a cambios vitales relevantes o puntos de inflexión exógenos mediante los que se refuerza el vínculo con la sociedad, como obtener un trabajo, tener una pareja convencional o alistarse en el ejército (Sampson y Laub, 1993; Laub, Nagin y Sampson, 1998; Laub y Sampson, 2001). Por otro, la teoría de los cambios subjetivos plantea que la diferencia entre los que persisten en el mundo del delito y los que lo abandonan no está en las condiciones objetivas, sino en cambios internos, subjetivos, vinculados a la interpretación y la obtención de sentido del mundo que pueden llevar a los actores a buscar relaciones prosociales y oportunidades convencionales (Giordano, Cernkovich y Rudolph, 2002; Maruna, 2001). Uno de los pocos estudios recientes muestra que existe algo de respaldo empírico para la teoría de los cambios subjetivos, señalando un mayor abandono de la violencia penitenciaria en individuos privados de libertad que poseen más niveles de agencia, actitudes prosociales y resiliencia, en particular en los jóvenes. Estos cambios internos se ven acentuados cuando hay una atmósfera de trabajo positiva. Sorprendentemente, las mejoras en los vínculos comunitarios y los lazos sociales no son relevantes para entender el abandono de la violencia penitenciaria (Ellis y Bowen, 2017).
Conclusiones
Pese a la relevancia y la gravedad de la violencia penitenciaria, este fenómeno ha sido muy desatendido por la investigación académica en comparación con otras formas de violencia. No obstante, en las últimas décadas se observa un interés creciente por él y por mejorar las formas que tenemos de definirlo, medirlo y explicarlo. La incorporación de datos primarios como complemento de los datos secundarios producidos por las instituciones penitenciarias es un punto de inflexión a la hora de generar estimaciones más confiables y válidas del fenómeno.
Un desafío metodológico clave es cómo continuar mejorando la combinación y comparación de las fuentes, en particular combinando no solo datos primarios y secundarios cuantitativos, sino también incorporando la triangulación con técnicas cualitativas, como han sugerido principalmente Johnstone y Cooke (2008). Este es un desafío más general en la criminología, donde desde hace ya tiempo diversos autores evidencian la necesidad de triangular e integrar métodos cuantitativos y cualitativos (Bachman y Brent, 2014; Maruna, 2010; Sherman y Strang, 2004). La triangulación e integración de diferentes técnicas en ciencias sociales han demostrado ser una herramienta muy poderosa para ayudar a superar varios de los desafíos pendientes en el tema violencia penitenciaria: permiten generar mejores estimaciones descriptivas de la magnitud, variedad y gravedad del fenómeno (Eid y Eid, 2006), mejorar la conceptualización y definición (Pearce, et al., 2003) y establecer inferencias sobre sus principales causas (Seawright, 2016). No obstante, el desafío de mejorar la identificación de las causas del fenómeno también requiere acompasar la innovación metodológica con la teórica. Buena parte de las explicaciones de la violencia penitenciaria basadas en las teorías de la continuidad y la discontinuidad han estado limitadas por el uso de fuentes oficiales de datos cuantitativos. El desafío, entonces, implica utilizar la integración metodológica para continuar y profundizar la incorporación de teorías criminológicas y de otras disciplinas que han aportado a la explicación de la violencia general y adaptarlas para lograr entender la complejidad específica de la violencia penitenciaria.
Este doble desafío metodológico y teórico se vuelve particularmente relevante y útil cuando volcamos la mirada hacia la región latinoamericana. Como señalábamos al inicio, la situación de emergencia carcelaria y la ausencia de recursos, sumadas a los altos niveles de violencia y la escasa investigación, hacen urgente desarrollar la investigación en la región. De manera reciente, han empezado a desarrollarse algunos esfuerzos pioneros por emplear metodologías cuantitativas utilizando instrumentos estandarizados de autorreporte para estimar la magnitud del fenómeno de la violencia penitenciaria en varios países de la región (Bergman, 2015; Sánchez y Piñol, 2015) o evaluar las teorías de la continuidad y la discontinuidad del delito en prisión utilizando encuestas sobre calidad de vida aplicadas a personas privadas de libertad en cárceles chilenas (Sanhueza, 2015). Es imprescindible continuar desarrollando la investigación que retome las lecciones metodológicas y teóricas de literatura internacional y que las utilice para enfrentar un tercer desafío también clave en el área criminológica: el desafío cross-cultural (transcultural) (Eisner, 2014; Trajtenberg, 2017). Es un supuesto fuerte asumir que explicaciones y teorías de la violencia penitenciaria desarrolladas en Europa y Norteamérica funcionarán sin problemas cuando se las quiera aplicar a contextos tan diferentes como el latinoamericano. Por eso, el gran desafío para los próximos años es cómo desarrollar y adaptar las explicaciones de la violencia penitenciaria a las particularidades sociales, económicas, institucionales y culturales de la región, de manera tal de poder desarrollar políticas de control, mitigación y prevención de la violencia que logren ser eficaces, eficientes y justas.