El suicidio: un concepto resbaladizo
El término suicidio aparece en diferentes contextos europeos ya en épocas lejanas. En Inglaterra, empieza a ser utilizado con cierta frecuencia a mediados del siglo XVII, parece ser que a raíz de su uso por parte del médico inglés Thomas Browne, quien en su obra de 1642, Religio Medici, combinó el neologismo suicidium con el término self-killing. En 1653 la palabra suicide queda recogida en el Oxford English Dictionary (Andrés, 2015, p. 42).1 En Francia, el uso del término parece que data de mediados del siglo XVIII y es atribuido a los abates Prévost (1734) y Desfontaines (1752) (Ansean, 2014, p. 25), mientras que en España parece que hubo que esperar hasta 1772, cuando el término se incluye en la obra titulada La falsa filosofía y el ateísmo, de fray Fernando de Ceballos (Jiménez Treviño, Sáiz Martínez y Bobes García, 2006, p. 12).
La palabra nace de la conjunción de dos vocablos latinos: sui, ‘sí mismo’ y caedĕre, ‘matar’, y asume ya desde sus orígenes una connotación negativa, puesto que comparte con homicidio, parricidio, magnicidio, etcétera, un significado de muerte violenta como acto reprobable y punible, tal y como afirma Ramón Andrés: “La transformación de la ‘muerte voluntaria’ en suicidio señala el comienzo de una gran migración ideológica” (Andrés, 2015, p. 43).
En realidad, a lo largo de la historia y en las diferentes civilizaciones, muchos parecen haber sido los significados filosóficos y antropológicos que ha adquirido el acto de quitarse uno mismo la vida: desde algo aberrante, contra natura, hasta la máxima expresión de la libertad humana, pasando por un acto heroico patriótico y una forma honorable de morir cuando la desgracia, la derrota o el deshonor amenazan con una muerte indigna.2
Aunque el suicidio es darse muerte a uno mismo, existen diferentes definiciones del término, que incorporan más o menos matices tanto al acto mismo como a su resultado.3 Ello ha generado un panorama conceptual complejo, caracterizado por un nutrido conjunto de términos que han ido apareciendo alrededor del hecho de quitarse la vida (como conducta suicida, ideación suicida, parasuicidio, etcétera).
Émile Durkheim, el sociólogo francés que dio carta de naturaleza al suicidio como fenómeno social, lo definió como “toda muerte que resulta, mediata o inmediatamente, de un acto, positivo o negativo, realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producirse ese resultado” (Durkheim, 1982(1897), p. 15). Así, el suicidio supone la muerte, ejecutada por uno mismo, por acción u omisión que la produce, de forma directa o indirecta, con conocimiento de la persona protagonista sobre el efecto de muerte del acto u omisión. Esta complicada definición genera problemas a la hora de identificar ciertas muertes como suicidios. ¿Un soldado que combate en una guerra es un suicida por el solo hecho de combatir? ¿Una persona que presenta conductas poco saludables puede ser considerada suicida? En realidad, la definición del suicidio es menos simple de lo que podría parecer.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó en 1969 sobre la dificultad de definir el suicidio y la necesidad de una definición consensuada. El motivo de esa dificultad radica en la intencionalidad del acto suicida (Organización Mundial de la Salud, 1969, p. 12). Así, se establece una diferencia entre acto suicida (todo hecho por el que un individuo se causa a sí mismo una lesión, cualquiera sea el grado de intención letal y de conocimiento del verdadero móvil), suicidio (acto suicida con desenlace mortal) e intento de suicidio (el mismo acto, cuando no causa la muerte). El suicidio, entonces, es un acto con resultado de muerte que una persona realiza sobre sí misma, independientemente de su voluntad real de morir. Es una forma de afrontar la muerte generada por la propia persona de forma operativa y objetiva, pues no entra en juego el conocimiento de la voluntad real del fallecido.
Sin embargo, desde nuestro punto de vista y a efectos de la prevención, es necesario diferenciar situaciones diversas: aquellas en las que la muerte es, en realidad, fruto de un accidente (la persona no tenía la intención de morir), aquellas en las que las personas decidieron morir de forma libre y meditada y aquellas en las que la intencionalidad de morir no está clara o en las que la persona no tiene plena capacidad de decidir libremente (Blanco, 2018). Retomaremos el tema en el apartado sobre la prevención.
Otros autores, desde otra perspectiva, consideran necesario diferenciar conductas sobre la base de la intencionalidad de la muerte, a fin de orientar mejor las intervenciones y las políticas preventivas:
“La psiquiatría ha evolucionado hacia concepciones del suicidio más operativas y útiles a la investigación. Así, de contemplar simplemente el resultado final de la acción (muerte autoinfligida voluntariamente), las nuevas definiciones del suicidio tratan de incorporar la intencionalidad, afinan en la distinción entre tentativas y suicidios consumados, y finalmente engloban la conducta suicida dentro del campo más amplio de los comportamientos autodestructivos.” (Jiménez Treviño, Sáiz Martínez y Bobes García, 2006, p. 13).
A la complejidad terminológica derivada de la intencionalidad real de morir, se le añade otra, resultante de lo procesual del fenómeno. Cuando se habla de conducta suicida, se suele diferenciar entre estadios que se relacionan con momentos secuenciales, desde la ideación hasta la ejecución con resultado de muerte. La unidad de asesoramiento científico y técnico del Servicio Gallego de Salud (AVALIA-T) comenta en una publicación reciente esta idea de proceso:
“En la actualidad se considera que el suicidio se mueve a lo largo de un continuum de diferente naturaleza y gravedad, que va desde la ideación (idea de la muerte como descanso, deseos de muerte e ideación suicida) hasta la gradación conductual creciente (amenazas, gestos, tentativas y suicidio consumado).” (AVALIA-T, 2012, p. 43).
El resultado es un proceso amplio, con fases, situaciones e intencionalidades que dan lugar a conceptos y momentos diversos, en los que la prevención debe afrontarse de forma diferente (ideación suicida, comunicación suicida, amenaza suicida, plan suicida, conducta suicida, etcétera),4 lo que confirma la complejidad terminológica y conceptual que muchas veces dificulta el registro de las muertes por suicidio.
La incidencia del suicidio en España
La importancia de las cifras y la problemática de los registros
Las cifras sobre los suicidios ocurridos en una sociedad son importantes no solo en sí mismas (nos indican cuál es el alcance y cuáles son las características del fenómeno), sino que también lo son, como cualquier información estadística, para la intervención social. Como lo expresan Giner y Guija, “para poder prevenir el suicidio es necesario conocer su magnitud” (2014, p. 139). Es algo que parece obvio, pero cuya realidad requiere un análisis profundo. Por otro lado, tener información estadística fiable es útil tanto para prevenir el suicidio (y reducir la cantidad de casos lo más posible) como para atender a las personas afectadas por el suicidio de un ser querido (Guija et al., 2012, p. 165).
Sin embargo, obtener esa base fiable de datos es extremadamente difícil en el caso del suicidio. Incluso la OMS es consciente de la escasa fiabilidad de la información estadística generada sobre las muertes por suicidio, ya que, por diversas razones, se produce de forma generalizada una subestimación de las cifras reales:
”(…)como el suicidio es un asunto sensitivo, incluso ilegal en algunos países, muy probablemente exista subnotificación. En los países con buenos datos de registro civil, el suicidio puede estar mal clasificado como muerte por accidente o por otra causa. El registro de un suicidio es un procedimiento complicado que involucra a varias autoridades diferentes, inclusive a menudo a la policía. En los países sin registro fiable de las muertes, los suicidios ni se cuentan.” (Organización Mundial de la Salud, 2014, p. 7).
En general, hay factores en torno al suicidio que favorecen que las estadísticas oficiales reflejen un número de suicidios y tasas inferiores a las que realmente se producen. Farmer (1988) cita tres factores como causas de esta situación (citado en Guija et al., 2012, pp. 165-166). En primer lugar aparece la definición de suicidio, que, como ya hemos mencionado, es un tanto nebulosa y compleja. Algunos países clasifican este tipo de muerte como probable suicidio, mientras otros utilizan la categoría suicidios. Tampoco está claro si se incluyen en las estadísticas los suicidios indirectos o los accidentales (como los juegos en casos de niños, ruletas rusas, etcétera). En segundo lugar, figura la intencionalidad del sujeto. ¿Cómo saber si un accidente es tal o es, en realidad, un suicidio? A veces es difícil identificar ciertas muertes como suicidios (accidentes de tráfico, precipitaciones, ahogamientos, etcétera). Muchas muertes pueden interpretarse erróneamente como accidentes, homicidios o suicidios, pues apenas hay indicios de la intencionalidad o, si los hay, no son bien recogidos. Por último, nos encontramos con el entorno sociocultural. El estigma asociado al suicidio (o su ilegalidad, en algunos casos) colabora con el encubrimiento de muchas muertes por suicidio, que quedan identificadas como accidentes o muertes naturales. Las cuestiones económicas asociadas a los seguros tampoco son ajenas a los intentos de encubrimiento, pues las aseguradoras, por lo general, no cubren este tipo de muertes.
A estos factores generales que dificultan la contabilización real del volumen de suicidios, se les suele añadir un complicado proceso institucional para la recogida y el tratamiento de la información. La diversidad de agentes que operan en el campo de la certificación de muertes violentas agrava la dificultad de obtener datos certeros y fiables. Para el caso de España, un estudio minucioso de los psiquiatras Lucas Giner y Julio Guija, en el que se analizaron y compararon los datos de fallecimientos por suicidio producidos en el país entre 2006 y 2010, reveló que el número de suicidios registrados en los Institutos de Medicina Legal (a donde van a parar directamente los informes de las autopsias) superaba todos los años en más de un 10% al registrado por el Instituto Nacional de Estadística (INE), organismo que aporta las estadísticas oficiales. Los autores alertan sobre lo preocupante de la situación porque, además, las discrepancias en las cifras no se deben a las razones expuestas por Farmer (antes citadas), sino a la larga cadena de agentes que operan en la recogida de información. “Cuanto más larga sea la cadena de recogida de información, mayor es la posibilidad de error” (Giner y Guija, 2014, p. 145).5
Muertes por suicidio en España
En España, la información estadística sobre suicidios es ofrecida por el INE en el registro de fallecimientos anuales según causa. La información oficial más actual ofrecida en el momento en el que se redactó este artículo es la correspondiente al año 2017. En ese año se registraron 3.679 muertes por suicidio en España, 2.718 de varones (74%) y 961 de mujeres (26%). Ello supone una media de 10 suicidios al día y una tasa de 7,906 suicidios por cada 100.000 habitantes (Instituto Nacional de Estadística, 2017). Esta tasa es inferior a la media de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), para los que se indica una tasa media de suicidios de 11,6 por cada 100.000 habitantes en 2015 (la de España a esa fecha era de 6,9).6
Esta “baja” tasa de suicidios en España, comparada con otros países de la OCDE, no debe oscurecer la magnitud y la importancia del problema. Primero, porque la información estadística es dudosamente fiable a efectos comparativos, tal y como lo informan incluso los organismos generadores de estadísticas. En segundo lugar, porque los registros oficiales, tal y como hemos señalado, en general subestiman la magnitud del suicidio, es decir, registran menos casos de los que probablemente suceden. En tercer lugar, aun asumiendo los datos oficiales, estos indican que en 2017 (último año de referencia) una media de 10 personas, como mínimo, se quitó la vida cada día en España. Y las cifras, aunque con fluctuaciones, mantienen una tendencia general al alza a lo largo del tiempo (Gráfico 1).
En cuanto a las variables que contemplan las estadísticas oficiales, cabe indicar que son bastantes escasas, pues solo desagregan las muertes por suicidio según el sexo, la edad, el lugar de residencia, la nacionalidad y el método empleado. En relación con el sexo, en España se reproduce el patrón prácticamente universal de tres muertes de varones (75%) por cada muerte de mujer (25%), que, además, se mantiene a lo largo del tiempo sin demasiadas fluctuaciones (Gráfico 1). En cuanto a la edad, en el Gráfico 2 es posible ver el volumen de suicidios producidos durante 2017 por diferentes grupos de edad.
El volumen de los suicidios se concentra especialmente en las edades intermedias, entre los 40 y los 60 años. Sin embargo, hay que indicar que una cosa es el volumen de suicidios producidos en una cohorte de edad y otra diferente es la tasa que se produce por cada 100.000 habitantes en cada una de ellas. Así, si bien los suicidios se producen sobre todo en las edades intermedias, las tasas más altas de suicidios por grupos de edad no corresponden a ellas sino a las más avanzadas. Si la tasa media de suicidios en España en 2017 era de 7,9 muertes por cada 100.000 habitantes, en las edades más jóvenes (hasta los 25 años) las tasas no llegaban a 5 por cada 100.000, mientras que entre los 80 y los 90 años de edad las tasas de suicidio llegaban hasta casi las 20 muertes por cada 100.000 habitantes de la cohorte y entre los 50 y los 60 años las tasas superaban las 11 muertes por cada 100.00 habitantes.
En relación con el método empleado para quitarse la vida, las cifras arrojan resultados contundentes: el ahorcamiento o estrangulación fue el método más empleado en 2017 (45,8% de los casos), seguido de lejos por la precipitación (24,2%). Los envenenamientos ocupan el tercer lugar, con un 9% de los casos. El resto se trata de muertes por objetos cortantes, exposición al fuego, colisiones, etcétera. Este patrón se reproduce en todas las edades excepto en el caso de los niños y niñas, en los que predomina la precipitación. Por otra parte, los métodos empleados por hombres y mujeres son diferentes: mientras en el caso de los hombres el método empleado en más del 50% de los suicidios es el estrangulamiento, las mujeres optan por la precipitación (38%), seguida por el ahorcamiento (28%) y la ingesta de sustancias tóxicas (16%).
El método empleado también difiere según la región o comunidad autónoma. Si bien los dos métodos empleados con más frecuencia son los citados, en algunas comunidades la precipitación supera con creces al ahorcamiento, según cifras de 2017. Es el caso de Cantabria (44,4% de muertes por precipitación frente a 37% por ahorcamiento), País Vasco (43% frente a 26%), Asturias (37% frente a 32%) y Madrid (33% frente a 30,5%).
Cabe señalar, a su vez, que las tasas de suicidio presentan una notable variabilidad por comunidad autónoma o región. Si para 2017 la tasa media de España (no estandarizada) era de 7,8 suicidios por cada 100.000 habitantes, la variabilidad entre comunidades autónomas oscilaba entre las tasas de Melilla (2,3), Ceuta (3,5), Cantabria (4,6) y Madrid (5,1), por un lado, y las de Galicia (11,7) y Asturias (13,1), por otro.
Así pues, es posible decir que variables como la edad y el género están fuertemente relacionadas con el suicidio y siguen los patrones generales de la mayoría de las sociedades del entorno.7 Por su parte, y para el caso de España, el método empleado parece variar en función del género y la región de residencia, aunque no en función de la edad. Las diferentes regiones españolas presentan notables diferencias en cuanto a los suicidios producidos. La relación de estas variables (y de otras que no se recogen en las estadísticas oficiales) con el suicidio -su posible influencia o vínculo causal- debería ser objeto de investigaciones profundas. De momento, apenas conocemos los datos más básicos.
En todo caso, el suicidio visible en España, el que aparece en las estadísticas oficiales, no es un problema menor. De hecho, es la principal causa externa de muerte entre la población española. Y lo es desde hace diez años (Gráfico 3).
Mientras otras causas externas de muerte, como accidentes de tráfico u homicidios, reducen con el paso del tiempo el volumen de los fallecimientos que producen, el suicidio mantiene un persistente ritmo de crecimiento y se coloca como principal causa externa de muerte desde 2008.
Analizando los datos, es posible ver cómo los fallecimientos por algunas causas accidentales se incrementan de manera notable a lo largo de los últimos años (como ahogamientos o caídas), mientras que se ha reducido el número de fallecimientos producidos por otros tipos de accidentes (de transporte, por fuego o envenenamientos accidentales por fármacos). Dado lo comentado antes sobre la dificultad de registrar adecuadamente los suicidios (solo se registran como tales aquellos casos en los que existen pruebas y evidencias claras), no parece ociosa la pregunta sobre si algunos de esos fallecimientos son realmente accidentales.
En cualquier caso, el suicidio en España es un auténtico problema de salud pública. No solo por las cifras y su evolución, sino porque, además, a ellas habría que añadir una media de 20 intentos por cada suicidio consumado (Bobes, Giner y Sáiz, 2011) y el sufrimiento de una media de seis supervivientes8 afectados por cada muerte, como mínimo.9 Se trata, por tanto, de un problema de gran magnitud, pero del que, asombrosamente, apenas se habla y con respecto al cual poco se hace. No debemos olvidar que la intervención institucional permite reducir muertes y sufrimiento. Sin duda es el caso de los fallecimientos por accidentes de tráfico, cuya disminución se debe en buena medida a la intervención sobre el problema, ya sea mediante la fabricación de vehículos con mejores sistemas de seguridad, la construcción de carreteras más seguras, el lanzamiento de campañas sobre seguridad vial o la imposición de sanciones. ¿Cuál es la intervención en el caso del suicidio?
Respuestas ante un problema de salud pública
En algunas sociedades, en algunos entornos o en ciertos casos, se puede considerar al suicidio como un suceso íntimo y personal, perteneciente a la esfera privada y a la exclusiva voluntad de las personas, con respecto a la que no cabe actuación social o institucional alguna. Sin embargo, en términos generales y en la actual cultura occidental, el suicidio se interpreta como un importante problema de salud pública sobre el cual no solo se puede, sino que se debe intervenir.
El suicidio como fenómeno prevenible
El suicidio, tal y como hemos mencionado, es un fenómeno que ha acompañado al ser humano desde los inicios de la historia y sobre el que se han producido diferentes lecturas en función de las interpretaciones históricas de la vida y la muerte.10 Desde el punto de vista científico, hubo que esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar un tratamiento empírico analítico de este fenómeno, de la mano de Durkheim, quien, curiosamente, lo entendió como un fenómeno social más que individual o de salud pública. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XX no se produjo un acercamiento institucionalizado al fenómeno, ya con tintes de salud pública y orientado fundamentalmente a prevenir las conductas suicidas y reducir el número de muertes que se producen anualmente en el mundo por esta causa: “El siglo XX ve nacer la época moderna del estudio del suicidio: el psicoanálisis, la sociología, el existencialismo y, finalmente, la investigación biológica, dedican esfuerzos destacados a la comprensión de la conducta suicida” (Jiménez Treviño, Sáiz Martínez y Bobes García, 2006, p. 12).
Estados Unidos ha sido un país pionero en dedicar esfuerzos a la comprensión y la prevención de la conducta suicida. En 1958, el doctor Shneidman cofundó el Centro para la Prevención del Suicidio en Los Ángeles (LASPC, por su sigla en inglés). En 1968, fundó la Asociación Americana de Suicidología, que mantiene una intensa actividad en la actualidad. Cabe añadir que Shneidman fue un pionero en el campo de la prevención del suicidio, apuntó a sus fundamentales causas psicológicas y sociológicas y acuñó términos como suicidología, autopsia psicológica o posvención (Chávez y Leenaars, 2010). Por otro lado, en 1960, el profesor Erwin Ringel y el doctor Norman Farberow fundaron la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (IASP, por su sigla en inglés), vinculada oficialmente a la OMS, con el fin de prevenir el suicidio.
Estos esfuerzos pioneros, así como los que luego se produjeron en diferentes contextos, se fundamentan en dos ideas clave: el suicidio se puede prevenir y el suicidio se debe prevenir.
Que el suicidio se puede prevenir lo avalan numerosas investigaciones.11 Un temprano informe de la OMS de 1969 compendió los resultados de investigaciones ya existentes y ofreció, además, una relación de medidas preventivas que se habían demostrado eficaces en la reducción del número de suicidios (Organización Mundial de la Salud, 1969, pp. 7-8).12 Los inicios del trabajo de Shneidman y Farberow se remontan a 1949, mucho antes de la fundación del LASPC. Fruto de sus trabajos y de la experiencia en el centro, ambos expertos demostraron la viabilidad de la intervención pública en 12 áreas relacionadas con el suicidio, una de ellas la prevención. Basándose en la ambivalencia extrema que presentan las personas suicidas en relación con la vida y la muerte, los investigadores consideraron la factibilidad de evitar muchas muertes mediante el ofrecimiento por parte de la comunidad de recursos, agencias y técnicas de identificación de señales que rescatasen a estas personas de la situación de crisis, pues en muchos casos, y tras un breve período de tiempo, podrían estar en condiciones de retomar sus vidas (Shneidman y Farberow, 1965, p. 24). La prevención del suicidio adquiría, así, carta de naturaleza como materia de salud pública, susceptible de intervención por parte de las instituciones públicas o comunitarias.
Desde aquellas fechas, mucho camino se ha recorrido en la investigación sobre la conducta suicida, pero en el campo de la prevención y la organización social de los servicios preventivos el avance ha sido algo menor. Si bien la OMS percibe un movimiento importante en este sentido desde el año 2000, insta a todos los países a que tomen medidas preventivas con perspectiva global, esto es, medidas que involucren a diferentes sectores, ámbitos y agentes de la sociedad (sanidad, educación, emergencias, etcétera) (Organización Mundial de la Salud, 2014).
Que el suicidio se debe prevenir es una máxima fundamentada en la ética del cuidado de los seres humanos y en la creencia de que buena parte de las personas que acaban con sus vidas en realidad no desean morir, sino dejar de sufrir. Esta creencia se basa, fundamentalmente, en los testimonios de muchas personas que en un momento dado pensaron en quitarse la vida o incluso lo intentaron sin éxito y que luego consiguieron retomar sus vidas, habilitando frases como “para dejar de sufrir no es necesario morir”, “el suicidio es una solución definitiva a un problema temporal” o “el suicidio, una muerte innecesaria”. Se trata de testimonios ofrecidos en primera persona13 (Critchley, 2016), a través de los terapeutas que han trabajado con este tipo de casos (Frankl, 1992; Canales, 2013; Rocamora, 2017) o recogidos en investigaciones sobre la materia (Wasserman, 2016). El trabajo que Shneidman y colegas desarrollaron durante décadas estaba fundamentado, precisamente, en la naturaleza del suicidio como fruto de un dolor psíquico insoportable que, en muchos casos, podía ser reducido, eliminando así la misma idea del morir:
“(…) el suicidio se entiende mejor no como un movimiento hacia la muerte, ya que es un movimiento que se aleja de algo, y ese algo es siempre lo mismo: una emoción intolerable, un dolor insoportable o una angustia inaceptable. Si se reduce el nivel de sufrimiento, el individuo elegirá vivir.” (Shneidman, 1993, p. 23).14
Existen ciertos casos y situaciones en los que la idea del suicidio como fenómeno prevenible genera no pocos debates. Nos referimos a algunos tipos de muerte autoinfligida que no admiten la prevención o, al menos, no de forma universal. Unos porque al ser frutos de una reflexión filosófico-existencial15 no parece oportuno actuar sobre ellos, pues se los considera como productos de una decisión personal y no como un problema social o de salud pública. Otros porque describen situaciones en las que se produce un dolor insoportable (físico o psíquico) que no ofrece esperanza alguna de desaparecer o disminuir. Son situaciones que apelan al derecho a una muerte digna o al simple derecho a decidir sobre la propia vida. En estas páginas no podemos adentrarnos en este tipo de debates, solo aclaramos que aquí nos estamos refiriendo a otro tipo de situaciones que pueden desembocar en suicidio: aquellas en las que, más que morir, la persona necesita dejar de sufrir. Y la realidad nos indica que muchos sufrimientos pueden ser paliados, reducidos e incluso eliminados.
Actuaciones ante el suicidio en la Unión Europea
A pesar de las llamadas insistentes de la OMS para la elaboración de programas nacionales de prevención del suicidio por parte de las autoridades sanitarias nacionales, que instaban a los ministerios de salud a liderarlos y coordinar con los diferentes sectores implicados (Organización Mundial de la Salud, 2014, pp. 48-50), en el año 2013 solo se identificaron 28 países con estrategias nacionales y 13 que las tenían en proceso de elaboración. Tales fueron los resultados de una encuesta realizada por la IASP, en colaboración con la OMS, a 157 países, de los cuales respondieron 90. De los 49 restantes, 26 disponían de programas dispersos (regionales, locales), 9 para entornos específicos, 8 contaban con programas preventivos integrados en otras áreas sanitarias más grandes (por ejemplo, salud mental) y otros pocos países contaban con programas nacionales, pero no liderados por los gobiernos sino por organizaciones no gubernamentales o instituciones académicas. Veintiséis países que respondieron a la encuesta pertenecían a la denominada región de Europa.16 De ellos, 13 respondieron tener estrategias nacionales con perspectiva global y 5 que estaban trabajando en ellas. Sin embargo, el informe no indica cuales son esos países. Al día de hoy17 no se dispone de esa información de forma exhaustiva y veraz, si bien hay constancia de que Suecia, Finlandia y Noruega cuentan con este tipo de planes desde hace años, Escocia disponía de un plan nacional en 2002 que consiguió reducir en un 18% las muertes por suicidio en diez años y Suiza tenía planes cantonales en 2011, pero requerían un esfuerzo de coordinación general.
La acción colectiva europea para la prevención del suicidio tiene ya, sin embargo, varias décadas, especialmente en el seno de la sección europea de la OMS. En 1989 se inició un estudio multicéntrico para monitorizar las tentativas de suicidio. Para estimular la adopción de programas preventivos, a la luz de los resultados del estudio, se creó en 2000 la Red Europea de la OMS para la Prevención del Suicidio, que tenía como objetivo estimular la acción, difundir ejemplos de buenas prácticas en la prevención del suicidio basadas en evidencia y desarrollar otras estrategias efectivas (OMS Europa, 2002, p. i). Pero aún había mucho camino por recorrer hacia el objetivo de desarrollar planes nacionales integrales, pues las experiencias eran aún muy fragmentadas, sectoriales y descoordinadas, además de que primaba el enfoque sanitario frente a la perspectiva de salud pública (que requiere la incorporación de áreas diferentes a las de la salud en sentido estricto).
En enero de 2005, los ministros de sanidad de los países de la sección europea de la OMS se reunieron en Helsinki en una conferencia ministerial sobre salud mental y firmaron un acuerdo que se conocería como Declaración sobre Salud Mental en Europa. En ella se reconoce la importancia de la salud mental para la calidad de vida de las personas y se admite que su promoción es un área de actuación prioritaria para los países de la Unión Europea. Para abordar los retos que plantea la acción política, organizados en doce áreas prioritarias, los ministros instaron a la Comisión Europea y al Consejo de Europa a apoyar la implementación de las recomendaciones recogidas en la declaración (Organización Mundial de la Salud-Europa, 2005, p. 6).
Así, en 2008 el Parlamento Europeo adoptó una resolución sobre salud mental: el Pacto Europeo sobre Salud Mental y Bienestar. En él se establecen cinco áreas de actuación, la primera de las cuales es la prevención de la depresión y el suicidio (Unión Europea, 2008, p. 2). En el documento se admite que cada nueve minutos muere por suicidio un ciudadano o ciudadana de la Unión Europea y se invita a los responsables de los Estados a que tomen medidas, especialmente en cinco líneas principales: formación de los profesionales de la salud y otros agentes clave, restricción del acceso a medios letales, acciones de sensibilización para la población general, reducción de los factores de riesgo y ofrecimiento de mecanismos de apoyo a quienes hayan tenido tentativas y a las personas afectadas por el suicidio de un ser querido (ayuda emocional). En la dimensión operativa, se considera fundamental el establecimiento de mecanismos de intercambio de información y el trabajo conjunto en la búsqueda de buenas prácticas y programas exitosos.
A partir de este pacto, se han llevado a cabo diversas actividades y conferencias para compartir conocimientos y avanzar en el camino trazado, si bien existe cierta decepción en cuanto a no haber conseguido una estrategia europea contra el suicidio (Wahlbeck et al., 2010, p. 79). Más que eso, lo que se ha desarrollado es una variedad de proyectos puntuales orientados a la prevención del suicidio, con independencia de lo que cada Estado miembro haya elaborado de forma interna en ese sentido y que, como ya hemos mencionado, no incluye de forma generalizada la adopción de estrategias nacionales generales. Entre los proyectos o programas podemos mencionar OSPI Europe,18 el Proyecto Euregenas19 y el Proyecto SEYLE,20 aunque también cabe mencionar la generación de redes internacionales más estables, como la European Alliance Against Depression (EAAD).21
A pesar de los resultados exitosos de estos proyectos, en el sentido de analizar y demostrar la eficacia de ciertos programas preventivos relativos a diferentes ámbitos de actuación (y no solo al sanitario), los gobiernos de la mayoría de los países europeos, entre ellos España, no han adoptado estrategias nacionales para la prevención del suicidio.
Respuesta institucional y social en España
Son muchas las voces que reclaman la necesidad de una política preventiva en España (Angels y Bobes, 2014; Sánchez Teruel, García León y Muela Martínez, 2014; Goñi y Zandio, 2017; Salamero y Segovia, 2018), pero, al día de hoy, aún no se ha conseguido elaborar un plan nacional de prevención del suicidio. La situación, tildada de “vergonzosa” por la Fundación Española para la Prevención del Suicidio, queda descrita en la página web de la Fundación,22 en donde se recogen los principales hitos de la política española en el intento de implementar una estrategia nacional de prevención del suicidio, sin resultado alguno. En 2012 se aprobó en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley23 promovida por un partido político (Unión Progreso y Democracia (UPYD) en la que se instaba a “la promoción dentro de la estrategia de salud mental de acciones para una redefinición de los objetivos y acciones de prevención del suicidio”. A pesar de su aprobación, y de la reiterada insistencia por parte de UPyD durante los dos años posteriores, nunca fue implementada acción alguna en ese sentido en el ámbito nacional. El 14 de noviembre de 2017, el Congreso aprobó por unanimidad una proposición no de ley de la Unión del Pueblo Navarro (UPN) que daba al gobierno un plazo de seis meses para desarrollar un Plan Nacional de Prevención contra el Suicidio (con perspectiva y autónomo), pero tampoco hubo respuesta en la práctica. Han existido otras iniciativas de diferentes partidos políticos (por ejemplo, del Partido Popular, en 2015) o planteamientos específicos en los programas electorales, pero siempre con la incorporación del suicidio como parte de otros planes o programas de salud (generalmente de salud mental y asociando el suicidio a la depresión).24
El fugaz paso por la política, en 2018, de la ministra de Sanidad del gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Carmen Montón, terminó con el primer intento real por parte de un gobierno español de diseñar un plan nacional de prevención del suicidio que fuese integral e independiente de otros planes. Su sucesora en el ministerio, Luisa Carcedo, es partidaria de continuar incluyendo la prevención del suicidio en la estrategia de salud mental y no como estrategia independiente. Dicho esto, caben mencionar tres cuestiones importantes: la primera es que la estrategia nacional en salud mental caducó en 2013 y aún (en 2019) no se ha procedido a su reforma, si bien se está trabajando en ella; la segunda es que en esa estrategia el suicidio ocupa un espacio reducido;25 y la terccera es que la prevención del suicidio, aunque se trate de un problema de salud pública, atañe a más ámbitos que el estrictamente sanitario (tal y como expone la OMS en su informe de 2014). De ahí la necesidad de una estrategia o plan de prevención del suicidio que, aunque liderado por las instituciones sanitarias, sea independiente e integral, es decir, que involucre a más agentes y sectores sociales.
El 22 de febrero de 2019, se realizó en el Congreso de los Diputados una jornada reivindicativa en favor de un plan nacional de prevención del suicidio, a iniciativa de un diputado de la UPN, que congregó a más de 200 personas procedentes de todos los ámbitos de la sociedad civil relacionados con el problema del suicidio (asociaciones de supervivientes, organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación, profesionales de la salud, etcétera). Este acto reivindicativo mostró la movilización social que se está empezando a producir en torno a un problema que sigue sin ser asumido por las autoridades sanitarias españolas.
Cabe mencionar que, si bien no existe una estrategia nacional de prevención del suicidio, sí hay iniciativas autonómicas (regionales), por ejemplo en la Comunidad Valenciana, Galicia, La Rioja, Navarra y País Vasco, entre otras. También hay iniciativas importantes de carácter local o sectorial (en Cataluña, Madrid, Asturias, País Vasco y otros). Pero, en general, nos encontramos con un conjunto fragmentado y descoordinado de acciones públicas sectoriales, locales o con escaso desarrollo real.
Sin embargo, en los últimos años la sociedad civil, especialmente sectores vinculados a las personas que han sufrido la muerte de un ser querido (supervivientes), ha liderado algunas iniciativas interesantes en relación con el suicidio. En 2012 nació en Barcelona la primera asociación de supervivientes, Después del Suicidio. Asociación de Supervivientes (DSAS). Su objetivo principal es generar un espacio para el acompañamiento y el soporte en el duelo de los supervivientes a la muerte por suicidio, pero también pretende visibilizar el problema, contribuir a su conocimiento y trabajar en favor de su prevención. En estos años ya son muchas las asociaciones nacidas con estas mismas finalidades, como Familiares y Allegados en Duelo por Suicidio (FAeDS) en Madrid, Besarkada-Abrazo en Navarra, Biziraun en el País Vasco, Asociación para la Prevención del Suicidio y Atención al Superviviente (APSAS) en Girona, A tu lado en Huelva, entre otras. Todas ellas surgen de las propias familias, sin apenas recursos, pero con la firme convicción de que los supervivientes necesitan encontrar un espacio emocionalmente seguro en el que poder hablar de lo innombrable: del suicidio y de sus seres queridos.
Por otra parte, la asociación El Teléfono de la Esperanza también ha dado un paso hacia la atención telefónica especializada, don la creación en 2017 del teléfono contra el suicidio. También en este sentido, la asociación La Barandilla puso en marcha su propio teléfono contra el suicidio a principios de 2018.
En otro orden de cosas, se están empezando a crear organizaciones orientadas a la agrupación de profesionales y al conocimiento y la difusión del problema del suicidio. Así surgieron la Asociación para la Investigación, Prevención e Intervención en Suicidio (AIPIS), la Fundación Salud Mental España, la Sociedad Española de Suicidología y la Asociación Vasca de Suicidología (AIDATU), entre otras. Todo ello está configurando un importante tejido social en torno al suicidio, con diferentes ramificaciones, objetivos y actividades, formado por el voluntariado y la iniciativa privada, con el propósito de visibilizar y normalizar el tratamiento del suicidio como un problema sociosanitario de primer orden y ofrecer apoyo a las personas que han sufrido tan traumática pérdida, pero también para instar a las autoridades a que tomen medidas institucionales integrales para la prevención del suicidio.
Reflexiones finales
Retomando el título de este artículo, nos encontramos con un país fuertemente afectado por el suicidio. Aun considerando que la tasa de suicidios en España es baja en comparación con las de otros países de la OCDE, estamos hablando de una media de, como mínimo, diez muertes diarias por este motivo, a lo que hay que añadir las tentativas y los supervivientes de la tragedia. Esta compleja situación no es atendida debidamente por las autoridades sanitarias, salvo por una débil red de actuaciones o protocolos locales, sectoriales y descoordinados que nada tienen que ver con el programa nacional al que insta la OMS como herramienta eficaz para la reducción del número de muertes.
Además de lo ya comentado, es importante resaltar algunas consideraciones adicionales que describen la situación del suicidio en España y sobre las que sería conveniente investigar, reflexionar y actuar. En este sentido, falta formación en prevención del suicidio (incluso en el personal sanitario), en duelo por suicidio (según los expertos, diferente al duelo por otras cusas de muerte) y en atención de emergencias (mediación en crisis, atención a familiares en el momento del levantamiento del cadáver, etcétera); hay una ausencia total de tratamiento del tema en los centros escolares; existe una total desatención a los supervivientes; y falta investigación social (a pesar de las causas o desencadenantes sociales de muchos suicidios y de la estigmatización de los afectados), entre otros aspectos.26
Por otra parte, nos encontramos con unos medios de comunicación que optan, sin debate alguno, entre dos extremos igualmente nocivos sobre los que nos alerta la OMS (2000b): silenciar el suicidio por miedo al efecto Werther (imitación) o informar sin restricciones (incluyendo fotos, métodos y elucubraciones imprudentes) cuando la persona fallecida por suicidio es famosa o conocida. Esta es una situación preocupante y algo paradójica si se tiene en cuenta que España cuenta con científicos de primera talla en investigación sobre la conducta suicida, los resultados de cuyas investigaciones y colaboraciones internacionales en favor de la prevención no terminan de transferirse a la sociedad.
En definitiva, es importante que se desarrolle un plan nacional de prevención del suicidio que sea autónomo e integral, esto es, que incluya diferentes áreas de actuación y a diferentes agentes (sanidad, educación, medios de comunicación, emergencias, etcétera), y en el que se definan actuaciones prioritarias tanto en el campo de la atención y la protocolización de situaciones de riesgo como en el de la formación, la sensibilización social, la atención a supervivientes, la identificación epidemiológica de los suicidios y la investigación. Estamos en una situación precaria en cuanto al conocimiento de los factores que rodean al suicidio (más allá de los reiterados trastornos mentales). En este sentido, cobra especial relevancia la incorporación de la autopsia psicológica como herramienta prioritaria que permite analizar más y mejor los perfiles de las personas que mueren por suicidio y arrojar luz sobre variables importantes para la prevención (Jiménez Rojas, 2001), como la profesión de la persona fallecida, su situación sociolaboral, la exposición a situaciones de acoso en la escuela o en el trabajo o a situaciones de violencia de género, la situación familiar, la integración de colectivos vulnerables (reclusos, ancianos, LGTBI u otros), etcétera. Todo ello requiere de una atención investigadora expresa e intensa.27
En esta situación de precariedad institucional se ha abierto, sin embargo, un camino de esperanza de la mano de la sociedad civil que, a través de diferentes formas organizativas, está supliendo la falta de acción política e institucional y está liderando la reivindicación de una mayor y mejor atención a este grave problema de salud pública.