La llegada al hospital fue impactante. Las dimensiones edilicias significativas para lo que uno acostumbra hicieron que hubiera que respirar hondo y aventurarse.
El primer cambio fue ver que ya no se usaban tapabocas en los pasillos generales de circulación.
También que toda persona debía registrarse al ingreso al hospital según el fin con el que concurría.
Pasillos rojos de circulación general, rampas de colores con carteles de identificación de cada sector al que conducían, indefectiblemente un hospital pediátrico, dada la impronta decorativa.
Muchas personas, distintas etnias y vestimentas, unos concentrados, otros dialogando entre colegas, otros con su celular. Todos sabiendo hacia dónde se dirigían. Otros, como yo, buscando información en cartelera y personal hospitalario con el fin de encontrar la Unidad de Cuidados Paliativos.
Para mi sorpresa, todos pensaban… no les parecía algo raro, pero nadie sabía dónde estaba; alguien de nuestro lado de la orilla me había contado que la conocían más como “control de síntomas”, y ahí me aventuré.
“Tome el pasillo rojo hasta el fondo, luego la rampa verde que baja, y ahí a la izquierda, los encuentra”.
Para mi asombro ahí no era, ahí estaba el hospital de día, creado para pacientes con enfermedades crónicas complejas, procedentes de todo Buenos Aires y otras provincias.
Entonces, como me habían soplado, pregunté por la sala de yesos… y ahí lo logré, pasando dos puertas, entre armarios, una de ellas decía “Unidad de Cuidados Paliativos”, donde continuó la aventura de cinco días.
Conocí muchos médicos, de gran conocimiento técnico, pero más que eso de gran capacidad organizativa, compañerismo, escucha atenta, y diálogo sin juicios previos.
Problemas de personas ajenas a mi país, y a este país, lejos de su país, que llegaron a Argentina en busca de atención médica para sus hijos, portadores de enfermedades crónicas complejas, severas, a veces en fin de vida.
Y ahí estaba inmersa en una charla de fin de vida, a dos horas de no saber cómo llegar, con unos padres extremadamente jóvenes, pero por sobre todas las cosas, extremadamente vulnerables en su contexto sociocultural y económico, atravesando una situación extrema de su primer hijo. La aceptación, la entrega, la capacidad de palabra, de empatía, de ser claro, del médico que estaba a mi lado, la calma con que transmitía conceptos enormes como la futilidad, el ensañamiento terapéutico…
De ahí borrón y cuenta nueva, nos convoca el oncólogo, veremos dos pacientes en el ambulatorio, por primera vez, ambos con enfermedades sin expectativa razonable de curación, con secuelas neurológicas importantes, recibiendo tratamientos paliativos, concurriendo todos los días al hospital, desde distancias impensadas (4-6 horas de taxi, remise, ómnibus)… ¿¿Ómnibus?? Sí, porque no tienen el dinero suficiente y “los taxis no paran por la silla”, dice un padre conmovido por la situación, que minutos después es capaz de enseñarnos cómo cultiva en el fondo de su casa variedades increíbles de hierbas aromáticas para su trabajo de chef…
Tenes dolor, “¡sí!”, qué te duele, levanta los hombros, es que claro, las dimensiones del dolor total aparecen todas, se hacen visibles en su conjunto, el aislamiento social, la dependencia, la adolescencia atravesada por esos dos monstruos que conspiran en su contra. La dualidad de un tratamiento con intención de curar, pero que inevitablemente daña, los efectos adversos del libro, vistos en el ser persona…
La familia atravesada por un cuchillo de filo intenso, el mantener la esperanza, el no pensar en algunas cosas más profundas, en detenerse en las pequeñas tonterías del día a día, me pregunto ¿cuántas nos perdemos?, ¿qué es la felicidad? ¿cuáles son los deseos?, “quiero irme a casa a ver a mis perros, nacieron con esto… y hace 5 meses no los veo…”
Y nos vamos, extraño la interdisciplina donde nos estamos formando, ese manotazo capaz de rescatarte de una situación compleja, de un colega capacitado en una área que no es la nuestra, pero de la que todos aprendemos, en la integración de aspectos no farmacológicos, en el masaje a tiempo, en la mano en el hombro que permite contener la ira o el dolor de una mala noticia, en el “paramos, respiremos hondo, y luego seguimos”, en el cuidarnos entre todos… y acá, otra vez, a otra sala.
Pasillos rojos inagotables, vamos a la terapia, el CTI. Entramos en un mundo de locura, mucha gente, todos corren, los distintos boxes muestran la cruda realidad de cuerpos que sufren… acompañados por sus seres allegados, por suerte… pero se notan ausencias, es indescriptible, uno mira y no ve niños, ve cuerpos… me pregunto cómo se convive con eso a diario, o será que ¿sólo yo lo veo?...
Llegamos a la interconsulta, porque el equipo funciona de esa manera, solo se prioriza el porqué de la interconsulta, “es la primera en la lista de trasplante cardíaco, pero la mamá no atendió dos veces el teléfono, te das cuenta que se perdió dos corazones, que están en niños que estaban mejor que ella”… “no sabemos qué hacer, si empeora, el siguiente paso es la ventilación invasiva y esperar un corazón pero… no sabemos si la madre podrá hacerse cargo del después, y si el corazón no aparece, ¿qué hacemos?”…
Rápidamente vamos a buscar a la madre para hablar, la impresión primera es de una mujer joven, con una pobreza a cuestas que no es solo económica, nos cuenta que vive con sus otros dos hijos, madre y hermano adicto a drogas psicoactivas, en una pieza única, a dos horas del hospital… “no atendí… no sé…”, hablamos, sin conocerla, de a poco, parecíamos comprender todo… está asustada, logra verbalizar todas las alternativas, comprende, pero quiere otra oportunidad para su hijo…
Me pregunto cuáles son los requisitos para ingresar a la lista de trasplantes, es ético, se contraponen la beneficencia y la justicia…
Así termina el primer día de hospital…
Sucesivamente, la semana corrió aprisa, en medio de paros por reclamos salariales, en un país extremadamente rico y pobre a la vez.
Quiero recordar una paciente, GC. Recordaré por siempre el impacto que generó en la médica tratante la fatiga por compasión versus la empatía, la distancia óptima, la capacidad de generar una estrategia única, para un ser único, que en sus últimos días convive con la ambivalencia de la riqueza interna y la pobreza externa, que no es de amor, es de recursos, y cómo aún hoy, en el siglo XXI, siguen presentes las diferencias que el dinero salva.
Si tuviera que decirle a un compañero, a un amigo o colega, si vale la pena concurrir a una experiencia como ésta, no dudaría en decirle que apueste, aunque uno deja mucho: trabajo, porque no está contemplado como “días por curso”; familia, porque los tiempos de nuestros hijos son hoy, de nuestra pareja siempre, de nuestros padres ojalá mucho más; porque la energía volverá renovada, en conocimiento, en confianza, en amor acumulado para dar y en experiencia infinita para compartir.