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Revista Uruguaya de Ciencia Política
versión On-line ISSN 1688-499X
Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.22 no.spe Montevideo dic. 2013
PRESENTACIÓN
Carmen Midaglia
Una de las características históricas que ha distinguido a América Latina es el patrón restrictivo de distribución socioeconómica, que dio lugar a la generación de una estructura de desigualdad social que tendió a cristalizarse o que, mejor dicho, presentó serias dificultades para moderarse incluso en fases de bonanza económica. Las deficiencias en la distribución de la riqueza tuvieron también manifestaciones político-institucionales, relativas a la instauración de sistemas de bienestar incompletos que, en la mayoría de los casos, cubrieron los riesgos sociales de manera estratificada y únicamente de la población incorporada formalmente en el mercado de empleo.
Esta dinámica de protección social, si bien heterogénea, comenzó a propagarse de forma general en la región a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado en la etapa de crecimiento denominada desarrollista, donde el Estado intervenía activamente en el área social y económica. Dicho modelo productivo operó en un mercado laboral que funcionaba con fuertes dosis de informalidad de la fuerza de trabajo, y ese rasgo se convirtió en un aspecto estructural de las economías latinoamericanas que se proyecta hasta el presente con cierta independencia de la pauta de desarrollo imperante.
Diversos estudios pusieron de manifiesto que el intervencionismo estatal de esa época, en varias de nuestras naciones, estuvo respaldado por coaliciones políticas calificadas de excluyentes (Barba 2004) dada su resistencia a repartir mínimamente los beneficios del proceso de modernización vía inversión pública y/o instauración de servicios sociales de opción universal.
La experiencia de los países desarrollados, en particular los europeos, deja como enseñanza que la orientación de las políticas sociales no es menor desde el punto de vista político, ya que las prestaciones dirigidas a la ciudadanía en su conjunto, sin límites en el acceso, tienden a proveer bienes públicos que posteriormente serán defendidos por amplios segmentos de la población, fundamentalmente los sectores medios en alianza con los grupos más vulnerables (Korpi y Palme 1998). Este aspecto se torna estratégico en la promoción de integración social, en la medida que facilita a los grupos socioeconómicos a vincularse en las propias instancias en las que comparten los servicios sociales. A ese proceso de intercambio social, que contribuye a evitar que los diversos sectores de población se tornen extraños entre sí, se agrega la promoción de una cultura cívica preocupada y a la vez demandante por mejoras de la provisión pública (Putnam 1993).
Resulta evidente que para América Latina, donde se registran índices importantes de desigualdad económica, reforzada por niveles de informalidad laboral, la instauración de políticas sociales universales se convierten en instrumentos políticos y económicos esenciales en el intento de compensar algunos de los vacíos de protección de los segmentos poblacionales que carecen de derechos sociales básicos, producto de su inserción informal y/o precaria en el mercado de trabajo. En otras palabras, las políticas de bienestar, según su orientación y los criterios de financiamiento que las sustenten, tienen posibilidades de corregir la segmentación laboral, o al menos las deficiencias de incorporación en ese ámbito (Haüsermann y Schwander 2010).
Sin embargo, la región no pareció optar por la creación y desarrollo de un componente sólido de bienestar público. Por el contario, se consagraron esquemas de seguridad social de tipo informal (Gough y Wood 2004) en el que se utilizan mecanismos particularistas para la obtención de bienes sociales ─clientelismo, cooptación de grupos, entre otros─. Algunos países del Cono Sur y Centroamérica ─Argentina, Uruguay, y en menor medida Chile y Costa Rica─, buscaron avanzar hacia matrices de protección más universales a través de la creación de potentes sistemas de educación y sanidad pública, de modo de contribuir a la generación de condiciones que favorezcan la igualdad de oportunidades para los diversos estratos de población.
En cambio, otras naciones del continente consolidaron pautas excluyentes de tratamiento de las necesidades sociales, en la que una proporción significativa de la población, vinculada generalmente con grupos étnicos, quedó al margen de la atención pública ─Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras, entre otras─.
Más allá de este panorama heterogéneo de protección social, no hay lugar a duda que el sello latinoamericano de bienestar se ha asociado con un modelo fragmentado en el tratamiento de los clásicos riesgos sociales, que contó con una seguridad social estratificada y en algunos casos hasta corporativizada, que tuvo serios déficits para incorporar a los trabajadores informales a través de su componente de asistencia.
En suma, el modelo de amparo social regional tendió a organizarse en base a estrategias segmentadas de protección para los incluidos en el mercado formal de empleo, a las que se agregaron iniciativas de atención pública, en oportunidades limitadas o incipientes, para los segmentos sociales en condiciones de precariedad laboral. En la mayoría de los casos, los primeros beneficiarios de estas políticas fueron aquellos colectivos vinculados con la consolidación del Estado nacional: militares, funcionarios públicos, y en algunos casos, trabajadores de la educación.
La diferenciación en las formas de provisión social entre los sectores formales e informales de población en términos de necesidades atendidas, calidad y duración de las prestaciones, consolidó y a veces aumentó la distancia entre los estratos poblacionales, fragilizando aún más la precaria dinámica de inclusión de esos países.
1. La reforma social de los noventa
La necesidad de revisar el modelo de desarrollo de corte intervencionista del período, el sustitutivo de importaciones, con la finalidad de adaptarse a los requerimientos de una economía internacional globalizada, propició que los gobiernos latinoamericanos llevaran a cabo un conjunto de ajustes y cambios estructurales en sus economías a fines de los años ochenta y en buena parte de la década de los noventa.
El llamado Consenso de Washington ofreció un paquete de medidas económicas consensuadas entre los acreedores del continente ─organismos internacionales de créditos, bancos privados, entre otros─ y las élites políticas de la región de inmediata instrumentación. Simultáneamente se brindó un refuerzo de recursos financieros –préstamos─ y propuestas de acción mediante proyectos puntuales, para manejar los costos sociales implicados en el proceso de reformulación de los parámetros de acumulación.
Existen un sinnúmero de estudios que muestran la incidencia de una serie de variables domésticas, la mayoría de naturaleza política y/o político-institucional ─el legado histórico, las clientelas de los servicios, la coaliciones políticas de resistencia, y el crecimiento electoral de las izquierdas, entre las más destacadas─ que tendieron a moderar u obstaculizar la implantación de la versión más radical de la pauta de desarrollo de orientación al mercado (Castiglioni 2005; Midaglia y Antía 2007).
No obstante los frenos políticos interpuestos, no hay lugar a duda que se consagró en el continente un nuevo modelo de producción y comercialización que llevó a redefinir los formatos de intervención estatal en diversas arenas de políticas públicas. En este contexto, en el que predominaban esquemas parciales de bienestar respecto a los riesgos cubiertos y a los grupos sociales incorporados, la adopción de criterios de reforma socioeconómica, direccionada hacia recorte y/o reformulación de la acción estatal, generó un conjunto de impactos de distinto alcance según la orientación de los modelos de políticas sociales de referencia.
Es así que aquellos países con una pauta de protección ciudadana relativamente extendida a través del empleo y con servicios públicos que contribuían a mejorar las condiciones de vida de la población –sanidad, educación, alimentación, infraestructura social, etc.─ la puesta en práctica de la estrategia reformista supuso un menor nivel de inversión pública, contemplada en los criterios generales de control del gasto social, disminución de la calidad de las prestaciones públicas de opción universal, la desregulación del mercado de empleo, y la promoción de recortes y hasta destituciones de una serie de beneficios provenientes de la esfera del trabajo, entre los efectos más destacados.
En las naciones que tenían sistemas restrictivos de seguridad social la asunción de nuevos parámetros económicos en el área social, condujo a cierto grado de disminución de los beneficios corporativos, esencialmente aquellos en los que el Estado contribuía de manera central o subsidiaria –aportes directos de recursos públicos o exoneraciones tributarias─. En sociedades fuertemente excluyentes, en la que la distribución de bienes sociales básicos ha sido escasa, las medidas de reforma ayudaron de alguna manera a limitar los derechos sociales instituidos, que en estos casos tendían a asemejarse a privilegios.
Por supuesto que se identifican situaciones intermedias de protección en relación a las planteadas, en la medida que las estructuras regionales combinan componentes relativamente extendidos, y a la vez limitados de atención social, promoviendo arquitecturas particulares de bienestar.
Más allá de las variaciones contextuales expuestas, la pauta revisionista en el campo social generalizó un conjunto de aspectos sociopolíticos que tendieron a reducir entre los países de la región, los puntos de partida diferenciales en materia de protección. Entre ellos importa destacar:
(i) El incremento sostenido de la precariedad laboral por la ausencia de marcos de negociación salarial y de seguridad social, que se sumaron a la dinámica informal de ese mercado, acentuándose ante ciertos atributos generacionales –jóvenes─ y de género –mujeres─.
(ii) La propagación de un cúmulo heterogéneo de programas de combate a la pobreza, focalizados en las situaciones de extrema vulnerabilidad, promovió una lógica de asistencia social coyuntural, de tipo “stop and go”, y a la vez aumentó la dispersión de la restringida oferta pública en ese plano.
(iii) Se pasó a un abordaje de las necesidades de la población en términos de pobreza y no pobreza, respaldada en criterios exclusivamente de insuficiencia de ingresos. Esta perspectiva opacó la complejidad de los escenarios de vulnerabilidad social, y de esta manera, se abandonó la consideración los sectores sociales medios.
(iv) Como un derivado del punto anterior, se debilitó la perspectiva sistémica de los esquemas de protección social, que pasaron a reformularse en clave sectorial de políticas públicas –salud, trabajo, educación, etc.─ y/o en base a programas aislados, anexados de forma ocasional a la oferta pública existente.
Pese al conjunto de dificultades generadas por el proceso de liberalización económica y recorte de las prestaciones públicas, un aspecto positivo que merece cierto grado de destaque, estuvo referido a la inclusión en la agenda pública de la temática de la pobreza. Independientemente de la perspectiva adoptada en relación a esa problemática, la mera consideración política de las situaciones de vulnerabilidad para una región con las características socioeconómicas arriba anotadas, se convierte en un pequeño avance en el camino de la inclusión social.
2. Las promesas incumplidas y el ascenso de las fuerzas progresistas y/o de izquierda
El nuevo patrón de desarrollo no aseguró niveles de crecimiento sostenido y menos aún de equidad social. Las crisis económicas se sucedieron en los noventa y en el inicio del nuevo milenio en América Latina. Estos ciclos recesivos agravaron las deterioradas condiciones de vida de amplios segmentos de población, producto de la histórica pauta recesiva de distribución de la riqueza, a lo que se agregaba las consecuencias sociales del repliegue del Estado. En este marco se llevaron a cabo revisiones de la propuesta original del mencionado Consenso de Washington, relativas a moderar el fuerte antiestatismo, y admitir así dosis de intervención pública en algunos sectores de política pública.
Ese escenario regional, pautado por shocks económicos recientes, el aumento de la desigualdad y la pobreza, y el debilitamiento de la hegemonía de las convicciones liberales, abonó el terreno para que partidos políticos vinculados al espectro ideológico de izquierda o progresista, proclives a reactivar el papel de Estado en distintas arenas públicas, asumieran los gobiernos en un conjunto de países del continente.
Estas nuevas administraciones políticas tuvieron que enfrentar, en la mayoría de los casos, graves situaciones sociales producto de las crisis económicas antes señaladas, y/o del propio proceso de repliegue del Estado. Sin embargo, a diferencia de otros períodos históricos, en particular el relativo a la fase pre-reforma socioeconómica, esta tarea se llevó a cabo en un contexto sostenido de reactivación económica. En materia social, más allá de las variabilidades en las respuestas políticas ofrecidas por los gobiernos, se constató la promoción de una serie de medidas relativamente semejantes en lo relativo a las áreas de intervención, y en las propuestas de políticas públicas.
En líneas generales, el patrón de protección adoptado, estuvo orientado a recuperar algunas dosis de intervencionismo estatal, impulsar reformas o revisiones sectoriales, particularmente en salud, empleo –dispositivos de mejoramiento salarial─ y seguridad social –compensaciones jubilatorias, cambios en la administración del sistema─, y además fortalecer, así como institucionalizar, el componente de asistencia. En este último rubro, se registraron una serie de innovaciones importantes, que si bien no representaron una significativa inversión pública, tuvieron repercusión política e impacto social.
En este campo, casi la totalidad de los países latinoamericanos crearon un organismo público especializado en el tratamiento de las vulnerabilidades –económicas, generacionales, de género y étnico-raciales, etc.─: los llamados Ministerios de Desarrollo Social. Pero además, adoptaron de manera estable programas específicos de combate a la pobreza, de considerable cobertura, financiados total o parcialmente con recursos presupuestales, y amparados en la perspectiva de la inversión en capital humano: las Transferencias Condicionadas de Renta –TCR─. Este tipo de medidas políticas e institucionales en el campo de la vulnerabilidad social parecen mostrar cierto grado de “arrinconamiento” de las posiciones liberales que imperaron en décadas anteriores. De alguna forma se admite, tomando en cuenta el pasado reciente de la región, que el mercado por sí solo no puede resolver situaciones sociales críticas, y que para ello se necesita de intervenciones estatales.
La nueva estrategia de reforma impulsada en el área social asumió una orientación de signo distinto a la propiciada en el período de ajuste anterior, y si bien los últimos cambios introducidos no supusieron un retorno a las opciones de políticas sociales del pasado, al menos discursivamente, se constata que el Estado comienza y/o retoma la responsabilidad sobre las problemáticas relativas a la pobreza. De esta manera, la población vulnerable, la que generalmente tiene empleos informales, los calificados de outsiders en la literatura de bienestar, comienzan a ingresar al sistema de protección a través de criterios legalmente establecidos, para el acceso a las originales iniciativas sociales.
No hay lugar a duda que esta nueva dinámica de protección conformó un avance regional desde el punto de vista social y político, dado que beneficia, con reglas de juego explícitas y susceptibles de generar reclamos públicos, a los segmentos más desfavorecidos. Las viejas y extendidas prácticas clientelares de distribución de bienes públicos parecen iniciar un incipiente proceso de repliegue, ya que quedaron restringidos los márgenes de maniobra para operar políticamente fuera de los criterios aprobados. Si bien las clientelas de estas protecciones adolecen de serias dificultades para reclamar colectivamente por sus derechos, la oposición política tiene opciones de pedir rendiciones de cuenta sobre la dinámica de esas líneas públicas. Abonando más elementos en esa ruta de interpretación, importa señalar que la instrumentación de este nuevo grupo de medidas sociales estuvo acompañada en una proporción importante de casos, de la creación y ampliación de sistemas de información sobre las poblaciones vulnerables.
Ahora bien, cabe suponer que el funcionamiento de una serie de programas sociales, de forma aislada de las prestaciones de mercado de trabajo y/o débilmente articulados con otros servicios sociales, apenas puede paliar las situaciones de pobreza. Es más, la incorporación de esos estratos de población al esquema de protección, tendió a profundizar su estructura fragmentada, entre el componente de bienestar de vocación universal y el de asistencia focalizada en grupos y situaciones especiales.
Parece correcto afirmar entonces, que la entrada de los vulnerables a los sistemas de políticas sociales potencialmente institucionalizadas, no ha logrado romper con la dualización ya existente, sino que por el contrario: parece haberla institucionalizado. Si bien es cierto que los outsiders sin lugar a dudas mejoraron, y en muchos casos lograron el acceso a bienes y servicios públicos; las diferencias entre los niveles de calidad de ambos bloques se mantienen muy alejadas entre sí. A este punto se le debe agregar el hecho de que la creciente segmentación del mercado de empleo, sumado a la estructura de aseguramiento social que prima en la región, también determina que la oferta para los insiders se encuentre en buena medida fragmentada.
Cabe reiterar, de acuerdo a lo planteado, que el núcleo original de la seguridad social de estos países asumió rasgos corporativos, es decir, beneficios diferenciados entre sectores y ramas productivas, que profundizaron las distancias sociales, si se toma en cuenta la desprotección de amplios segmentos de población. A esta situación histórica, se sumó a partir de la vigencia del nuevo modelo desarrollo, situaciones extendidas de precarización del mercado formal de empleo y una serie de reglas cada vez más exigentes para poder acceder a ciertos beneficios, que no han hecho más que agregar nuevas diferenciaciones a las ya existentes en el tratamiento de los riesgos sociales (Palier 2012).
En América Latina, a ese complejo panorama del bienestar debe agregarse la inclusión por intermedio de los programas de asistencia –como los TCR─ de los grupos pobres, que han propiciado una mayor dualización de la seguridad social, que tiende a traducirse en atenciones de primera, segunda y tercera clase. Este último formato se consagra como un “piso mínimo” de aseguramiento público, que expresa la “endogenización” al interior del sistema de protección, de las fracturas y desigualdades socioeconómicas de la región. Esta nueva arquitectura institucionalizada de bienestar, podría moderar su grado de fragmentación interna a través de la revisión política del régimen de provisión social existente, en lo relativo a su orientación, acceso y formas de financiamiento (Haüsermann 2010).
No cabe la menor duda de que esa posible reconfiguración de la seguridad social regional ayudaría a filtrar las desigualdades socioeconómicas, y a la vez convertiría la inclusión en el esquema de protección de los sectores vulnerables en un mecanismo de presión para favorecer la igualdad de oportunidades y resultados entre los diversos estratos sociales. Planteado de otra manera, las políticas de bienestar tienen posibilidades de modificar las distancias sociales entre los ciudadanos generados por el mercado, según los criterios de orientación y organización que ellas adopten.
Un nuevo proceso de recalibración de las pautas de redistribución económica que considere la inversión pública y el set de políticas sociales disponible, inevitablemente supone dosis importantes de conflictividad política. Los grupos organizados, como es de esperar, no parecen mostrarse dispuestos a contemplar en sus sistemas de protección a los sectores que no pertenecen a su ámbito, aquellos que carecen de voz política, es decir, los pobres, los que tienen problemas para producir acción colectiva. (Palier y Thelen 2010).
Si bien es inevitable que los sistemas de protección en el contexto actual presenten dosis variables de dualización de sus prestaciones, la encrucijada política parece radicar en la definición de los grados y niveles de segmentación aceptables en estos sistemas de bienestar que se están ampliando, a partir de la incorporación de nuevos segmentos sociales.
3. Contenido de los artículos de este número
El presente número temático tiene como objetivo dar cuenta de los principales cambios y reformas que se han producido en diferentes países de la región en materia de protección social y bienestar. Pero dicho repaso pretende ilustrar una preocupación teórica muy específica: ¿En qué medida los cambios identificados han logrado o no romper con la tendencia dualizada y fragmentada construida históricamente?
En ese sentido, Fernando Filgueira realiza una visión panorámica de los impulsos de modernización económica, de construcción de modelos de protección y de ciudadanía social en América Latina. Es así que identifica durante todo el siglo XX el predominio de una pauta de modernización conservadora que generó distintas crisis de incorporación de sectores sociales a los modelos de desarrollo vigentes. Esas situaciones produjeron fenómenos políticos específicos, que se catalogaron bajo el rótulo común de “giro a la izquierda”. En las décadas del cuarenta y cincuenta, esa crisis de incorporación se manifestó con la emergencia de los populismos regionales. En los años noventa comienza a engendrase un nueva crisis que se expresará en el inicio del siglo XXI, con el arribo de una amplia gama de gobiernos calificados de izquierda.
El autor entiende que en el contexto sociopolítico actual, es posible superar la tradicional estrategia modernización conservadora y redefinir un modelo socioeconómico que habilite el desarrollo de una ciudadanía social abarcativa. No obstante, reconoce dos obstáculos domésticos de relevancia para alcanzar esa meta política. Por una parte, la operativa de corporativismos estrechos en defensa de sus beneficios, impidiendo el armado de amplias coaliciones sociales, y por otra, la insistencia política de diseñar líneas de protección de “focalización restringida”, que fomenta la consolidación de modelos de inclusión limitada. Por último, Filgueira ensaya alternativas económicas y políticas para debatir sobre el tipo de universalidad que tendría que expresar un esquema reformulado de bienestar social.
El artículo de Carlos Barba y Enrique Valencia muestra las históricas características duales del régimen de bienestar mexicano, que supusieron importantes niveles de estratificación en la provisión de seguridad social, salud, y en menor medida educación, para aquellos sectores que participaban de la economía formal; y la exclusión o el amparo asistencialista para segmentos poblacionales que se inscribieron en la economía informal, en los márgenes del proyecto modernizador –indígenas, campesinos─. Luego de dos décadas de reformas socioeconómicas de orientación al mercado, promovidas por coaliciones calificadas por los autores de restringidas, y con una fuerte orientación tecnócrata, algunos de los rasgos tradicionales del sistema de protección se mantuvieron, y otros sufrieron modificaciones. Entre los primeros figura la marcada estratificación de los beneficios sociales, y en relación a las modificaciones introducidas, se destaca una tendencia hacia la mercantilización y focalización de la nueva oferta pública en materia social, reforzando la dualización del esquema de bienestar de ese país.
Juliana Martínez Franzoni y Diego Sánchez-Ancochea se ocupan de mostrar cuáles fueron las claves para que Costa Rica pudiera avanzar hacia la construcción de un sistema de corte universalista –categoría que reconceptualizan─ partiendo, como la gran mayoría de los países de la región, de un sistema de corte bismarckiano. Pero además, el artículo se encarga de ilustrar cómo, a pesar del éxito obtenido en el avance hacia este modelo, los cambios en la estructura económica, la composición del mercado de empleo y otras variables de suma importancia para el mantenimiento de esta arquitectura, han impactado en los niveles de calidad y fragmentación de los bienes y servicios sociales. En definitiva, la cobertura virtualmente universal no es suficiente ante desafíos tales como situaciones con tasas de desempleo más altas que las acostumbradas, o el creciente peso de actores privados en la provisión de bienestar.
En el análisis de Brasil, Arnaldo Provasi Lanzara y Rodrigo Cantu examinan los cambios procesados en el sistema de seguridad social –salud, seguridad social y asistencia─ consagrados en la Constitución de 1988, que favorecieron la instalación de un nuevo Estado Social. El artículo centra su discusión en tres aspectos estratégicos de los esquemas de bienestar: la organización del financiamiento de la seguridad social, el poder fiscal del Estado y la estructura de la tributación. A partir del estudio de esos tópicos, los autores identifican los obstáculos y desafíos que enfrenta el nuevo esquema de protección para asegurar una dinámica redistributiva. En este marco, se considera que si bien se innovó en materia de financiamiento social, inaugurando un presupuesto específico de la seguridad social, por otra parte, se constata una disminución regular de esos recursos en la medida que una proporción han sido destinados para otros fines públicos. A esto se agregan problemas particulares de las distintas arenas de políticas sociales. Es así que en salud, la consolidación de un sistema universal tiene que enfrentar un legado histórico privatista; y en materia de empleo, pese a los avances, persiste un núcleo significativo de informalidad y rotación laboral, con su consecuente desprotección social.
El artículo referido a Chile, Claudia Robles también se ocupa de uno de los ejes planteados anteriormente: la capacidad de los gobiernos de la región de tender puentes entre las políticas de corte asistencial y focalizado y la matriz tradicional de corte universal de protección social, como forma de reducir las desigualdades existentes, y por lo tanto la dualización y la fragmentación del sistema. En este sentido, del repaso realizado por la autora se puede advertir cómo los sucesivos gobiernos de la post dictadura en Chile lograron de forma relativamente exitosa reducir los niveles de pobreza. Sin embargo, las iniciativas promovidas –orientadas en buena medida en el patrón de focalización en la población más vulnerable– no parecen haber logrado reducir las brechas de desigualdad existentes. Entre otras cosas, los motivos sugeridos en el artículo son las grandes desigualdades del mercado formal de empleo, la incapacidad de articular las prestaciones sociales con políticas activas de empleo, y la existencia en las diferentes arenas, de un peso bastante fuerte del mercado, que dificultan el acceso efectivo de buena parte de la población.
En relación al caso argentino, Claudia Danani parte de la pregunta sobre si los cambios procesados durante la última década implicaron o no un cambio en el paradigma dominante de política social. De esta manera, a partir del repaso de tres arenas de política social clave, como son las políticas laborales, el sistema asistencial y el régimen previsional, la autora identifica un cambio discursivo muy importante, que se traslada desde la asistencia como centro de las intervenciones públicas, hacia el trabajo y la seguridad social como factores de inclusión. Por otra parte, a tono con el resto de casos trabajados en este número, también se produjo un importante avance en materia de cobertura formal de amplios sectores anteriormente desprotegidos. Pero como contrapartida, también se advierten algunos potenciales bloqueos o frenos a este impulso, que para el caso argentino provienen de dos fuentes: la resistencia de ciertos grupos de poder a una profundización del potencial redistributivo de estas políticas; pero además, la débil institucionalización de las principales iniciativas, como la Asignación Universal por Hijo.
Finalmente, Florencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia se ocupan del caso uruguayo, particularmente de la evolución en materia social que ha tenido el país durante los últimos dos gobiernos, liderados por el Frente Amplio. En este artículo, se evalúan las diferentes reformas y ajustes implementados en materia de seguridad social y relaciones laborales, salud y asistencia, en relación a su capacidad para cambiar de forma significativa una tendencia histórica de provisión de bienes y servicios sociales de forma fragmentada y dualizada. Al igual que lo concluido por otros artículos de este número temático, la revisión del caso uruguayo da cuenta de que, si bien se incorporaron importantes segmentos de la población a la cobertura formal de ciertas prestaciones, también es cierto que dicha incorporación se ha estado produciendo de forma fragmentada, sin tender los puentes necesarios entre los componentes asistenciales y contributivos de la matriz de protección.
Bibliografía
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