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Revista Uruguaya de Ciencia Política
versión On-line ISSN 1688-499X
Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.22 no.spe Montevideo dic. 2013
LA TRANSICIÓN DEL RÉGIMEN DE BIENESTAR MEXICANO: ENTRE EL DUALISMO Y LAS REFORMAS LIBERALES
The Mexican welfare regime: crossroads between dualism and liberalization
Carlos Barba Solano* y Enrique Valencia Lomelí**
Resumen: Este artículo presenta aspectos distintivos del régimen de bienestar mexicano, conceptualizado como dual. Analiza su trayectoria y legados históricos, que desafían y limitan cualquier intento de reforma profunda de su estructura. Se revisa su desarrollo a lo largo de tres momentos de su historia. Se hace énfasis en las reformas impulsadas durante los últimos 20 años, encaminadas a liberalizarlo. A pesar de que se ha mercantilizado parcialmente y de que su pilares no contributivos, diseñado para proteger a los más pobres y excluidos, se ha fortalecido, los autores sostienen que sería un error considerarlo un régimen liberal. Afirman que el choque entre las reformas liberales y la vieja inercia dualista ha profundizado la segmentación y estratificación que históricamente lo caracterizan.
Palabras clave: Dependencia de la trayectoria, regímenes de bienestar, políticas sociales focalizadas, políticas sociales universales.
Abstract: This article discusses the distinctive aspects of the Mexican Welfare Regime. It analyzes its trajectory and its historical legacies, that challenge and set limits for any attempt to realize major structural reforms. This regime is examined along three different historical moments. Emphasis is set in the reforms occurred during the past 20 years, oriented to liberalize social protection. Although the regime has been partially commodified and its noncontributory pillar, designed to protect the poorest and excluded, has been strengthened, the authors argue that it would be a mistake to regard it as a liberal regime. Instead, they claim that the clash between the liberal reforms and the old dualistic inertia has deepened the segmentation and stratification that characterize it.
Keywords: Path dependence, welfare regimes, targeted social policies, universal social policies
Introducción: el régimen de bienestar mexicano en las constelaciones del bienestar latinoamericano
Como lo señalan diversos autores, en América Latina históricamente se produjeron distintas articulaciones entre el Estado, los mercados, los hogares, las comunidades y la sociedad civil. Por ello no es correcto hablar de un régimen de bienestar único en esta región[1] (Barba 2003, 2007; Filgueira 2005; Martínez 2008; Valencia 2013).
Distintos tipos de regímenes fueron determinantes en las trayectorias seguidas por la pobreza y la desigualdad en países específicos. Los mejores resultados se lograron donde hubo mayor desarrollo institucional y políticas sociales más universales, lo contrario ocurrió donde la presencia estatal fue menor.
En América Latina, durante los años veinte, cuarenta y cincuenta del siglo XX, se establecieron las condiciones para el desarrollo de la función social del estado, que se consolidó en las décadas siguientes (Mesa Lago 1994). La ruptura con estados oligárquicos, la emergencia de estados desarrollistas e industrializadores que lograron una gran expansión del mercado interno, niveles importantes de crecimiento económico y una ampliación del gasto público, permitieron la aparición de políticas de masas, acompañadas en algunos de los principales países de la región por políticas sociales que, al menos discursivamente, buscaban realizar los principios de universalismo y solidaridad (Mesa-Lago 1994; Barba 2003; Filgueria 2005, Ferreira y Robalino 2010).
Este contexto político-ideológico facilitó que élites reformistas, que obtuvieron un importante apoyo popular, impulsaran la construcción de sistemas sectoriales de educación y salud que garantizaban prestaciones básicas para amplios sectores de la población. Sin embargo, a semejanza de lo ocurrido en los regímenes conservadores europeos, los sistemas de seguridad social protegían exclusivamente a los trabajadores formales, los empleados civiles y a los militares, por ello se caracterizaron por una aguda segmentación institucional, ligada a dilatados procesos corporativos y clientelares que le permitieron al Estado afectar la organización de los sindicatos de los sectores público y privado y utilizarlos para legitimar las acciones públicas (Barba 2003).
Por otra parte, a semejanza de los regímenes mediterráneos, los regímenes latinoamericanos se distinguieron por descansar en la reciprocidad familiar, tanto en el terreno de la puesta en común de los ingresos de los hogares, como en la difusión del modelo del hombre proveedor y de la tendencia a cargar las labores de cuidado y las tareas reproductivas a las mujeres. Lo que les confirió a estos regímenes rasgos fuertemente “familista”[2] (Sunkel 2006; Martínez 2008a).
Esta característica ha sido resaltada por Wood y Gough (2006), quienes hablan de la existencia de “regímenes de bienestar informales”, caracterizados precisamente porque en ellos las personas tienen que recurrir, en diversos grados, a la comunidad o las relaciones familiares para satisfacer sus necesidades de protección (Martínez 2008); también señalan que este tipo de relaciones suelen caracterizarse por ser jerárquicas y asimétricas y por asumir relaciones patrón-cliente.
Otro aspecto particular de algunos de estos regímenes es que se inclinaron, en diversos grados, a reproducir las desigualdades heredadas del período colonial, por lo que en los países con una proporción mayor de indígenas o afrodescendientes estos grupos sociales no fueron incorporados formalmente ni al mercado ni a la protección social[3] (Barba 2003, 2007).
Los casos más exitosos en el campo del bienestar social fueron los que corresponden a los regímenes universalistas, de Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica, caracterizados por procesos amplios de expansión del empleo formal y la mayor cobertura institucional en materia de educación, salud y seguridad social de la región. En ellos se alcanzaron los niveles más altos de protección pública y de ampliación de la ciudadanía social[4] (Barba 2007).
Estos países siguieron el modelo bismarckiano de seguridad social, caracterizado por ser estratificado, contributivo, por contar con un régimen de seguros múltiples y también por dirigirse a un prototipo de asegurado: varón adulto, asalariado, con trabajo ininterrumpido en el sector formal, a lo largo de la vida, responsable de proveer los ingresos del hogar y también del aseguramiento de las personas dependientes -esposa, hijos e hijas- (Martínez 2006; Barba 2007).
En otros países, como México o Brasil, señalados como regímenes duales, se construyeron los mismos tipos de sistemas de bienestar, que siguieron patrones semejantes. Sin embargo, en estos casos la protección tendió a concentrarse en las áreas urbanas y fue acompañada por procesos de desafiliación[5] que sufrieron tanto quienes vivían en las áreas metropolitanas pero no participaban en la economía formal, como quienes vivían en zonas rurales. Como ya lo señalamos, quienes padecieron los mayores niveles de exclusión y estigmatización fueron las víctimas históricas del colonialismo[6] (Barba 2007; 2009).
En los regímenes duales la cobertura de la protección social privilegió a los grupos de ingresos medios, como los trabajadores industriales, los empleados del Estado y los miembros de las clases medias. Los trabajadores urbanos informales recibieron asistencia social, los campesinos fueron beneficiarios de reformas agrarias muy limitadas, mientras los pueblos indígenas o la población afrodescendiente[7] fueron excluidos de las principales instituciones de bienestar (Figueroa 2000; Barba 2007; 2009).
En la base de esta escala regional se encontraban algunos países de América Central, como Honduras, Nicaragua, Guatemala o El Salvador, o de América del Sur, como Bolivia, Ecuador y Paraguay. En ellos la población indígena era y es muy numerosa y continúa sufriendo una marcada exclusión de la protección social[8]. En estos regímenes el bienestar garantizado por el Estado tuvo un muy pobre desarrollo institucional, que sólo benefició a pequeñas oligarquías. Por ello, los fueron sus familias y redes comunitarias[9] (Barba 2007; Martínez 2008).
El régimen mexicano puede comprenderse como una síntesis de las constelaciones del bienestar en América Latina: fuerte protección bismarckiana del trabajo formal con enfoque conservador de género, dualismo protector de las zonas urbanas y exclusión de grupos indígenas y pobres rurales y urbanos, con marcada heterogeneidad y desigualdad regional. Veamos rasgos básicos de la trayectoria mexicana.
1. Trayectoria y legado del régimen de bienestar mexicano
Las herencias de la trayectoria del régimen de bienestar dual están ligadas a tres momentos distintos en la historia de México.
Primer momento histórico. La etapa de reconstrucción del Estado nacional después de la Revolución de 1910, que se distingue por el predominio de lo político sobre lo social, que se expresó en la utilización de la política social para reforzar y legitimar el control político autoritario de los vencedores de la Revolución Mexicana, a través de intercambios clientelistas y corporativos con los sectores más organizados de la sociedad: los obreros y los campesinos. En la Revolución Mexicana la cuestión social fue abordada con una gran ambigüedad, ya que estuvo marcada por la tensión entre el discurso universalista de la Constitución de 1917 en materia de derechos sociales[10] -especialmente en el campo de la educación- y la ausencia de mecanismos para garantizarlos. Esto contrastaba con el énfasis que se hacía en las disposiciones laborales -como la fijación de la jornada máxima de 8 horas, el “derecho” de asociación y de huelga y la definición del salario mínimo, entre otros, establecidas en el Artículo 123 de la Constitución Política de 1917- y agrarias -establecidas en el artículo 27 de la Constitución y diseñados para disolver los latifundios y realizar una reforma agraria-, para los que sí se establecían garantías precisas. El predominio de estos los aspectos agrario y laboral estaba relacionado, sin duda, con la tentativa de lograr el apoyo de las organizaciones obreras y campesinas, a cambio de concesiones materiales y libertades sindicales, concedidas por el Estado (Laurell 1996; Barba 2003). Durante la primera etapa en el ámbito del bienestar los avances fueron muy modestos y los legados primordiales fueron el corporativismo y el clientelismo.
Los mayores avances que pueden registrarse en este primer momento histórico fueron la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921, primera institución con una vocación universalista del sistema de protección social mexicano, y en el terreno asistencial la creación de la Secretaría de Asistencia Pública en 1937, que permitió la sustitución del concepto de beneficencia por el de asistencia pública. Sin embargo, lo que marcó esta etapa fue el contexto político signado por un estatismo autoritario, con rasgos burocráticos y centralistas. (Ward 1989; Barba 1995, 2003; Brachet-Márquez 1996; Duhau 1997; Farfán 1997, Gordon 1999).
Segundo momento histórico. La etapa modernizadora, que correspondió a la utilización estatal de la política social para respaldar una coalición social que buscaba alcanzar la modernidad a través de un proceso de industrialización vía sustitución de importaciones (ISI), que aceleraría el proceso de urbanización del país. Esta etapa estuvo marcada por el intercambio de derechos y transferencia de beneficios a cambio de la lealtad de una amplia coalición social urbana que apoyaba el proyecto. La institución central en este proceso fue la seguridad social, ligada al trabajo formal. El complemento de esta nueva institucionalidad fue el despliegue de instituciones y políticas sectoriales en materia de educación y salud. Este despliegue institucional sirvió de base para un amplio proceso de integración socioeconómica, pero también de exclusión social. Por una parte, se incorporó al ámbito de los derechos sociales a amplios contingentes de la población residente en las grandes ciudades: como los obreros organizados, los empleados públicos y los sectores medios. Por la otra, se relegó a los campesinos y los indígenas. Esto ocurrió en un país en el que en 1940 el 67.3% de la PEA se concentraba en el sector primario y en el que para 1970 sólo el 37.0% continuaba dedicándose a esas actividades (Barba 2003; Banamex 1988: Cuadro 7.1). La institucionalidad desarrollada en esta segunda etapa histórica se montó sobre el viejo orden corporativo y autoritario construido durante la fase previa: pasaron a un segundo plano tanto los objetivos agrarios, como los actores ligados a la tierra; la promesa original de justicia social emanada de la Revolución de 1910 fue reemplazada por la promesa de crecimiento económico y redistribución gradual de la riqueza, la divisa fue crecer primero y repartir después (Barba 2003)[11]. Una frase del presidente Miguel Alemán (1946-1952) resume este punto de vista: “(…) concéntrese la riqueza en las capas superiores de la sociedad y tarde o temprano se derramará a las inferiores” (citado por Agustín 1991), “Trickle down” a la mexicana[12].
Tercer momento histórico. La etapa de liberalización económica, que inició en 1982 y que aún no concluye, objeto del siguiente apartado de este trabajo.
La segunda etapa histórica marcó profundamente la orientación y las posibilidades de cambio del régimen de bienestar mexicano, condujo a una dualización de la política social, es decir, la separación entre seguridad social para los empleados formales y la asistencia pública para los más pobres. El discurso que justificaba esta orientación sostenía que la pobreza rural y urbana desaparecería como producto del desarrollo económico y la creación de empleo urbano en el mercado de trabajo formal, lo que a su vez generaría un salariado creciente, protegido por las instituciones de seguridad social (Solís 1983). Como sabemos, a diferencia de lo ocurrido en los regímenes conservadores europeos, eso nunca ocurrió en el caso mexicano (Barba 2003).
En términos sociales esa estrategia reprodujo viejas desigualdades y generó otras nuevas. Así, aunque en general la pobreza extrema se redujo, ésta se concentró en el campo y, por otra parte, la pobreza moderada repuntó en las ciudades, donde el sector informal creció significativamente[13]. En este escenario, la política social contribuyó a profundizar: las desigualdades entre quienes tenían un empleo formal y quienes trabajaban en el sector informal urbano o en el campo; y también a ensanchar el abismo social que existía entre quienes vivían en regiones modernas y quienes vivían en regiones pobres y marginadas. Una contra-tendencia muy notable fue la ampliación de los sectores medios, lo que repercutió positivamente en la reducción general de la concentración del ingreso y la pobreza[14] (Hernández Laos 1992; Székely 1998).
Así, como señalábamos, el régimen mexicano bien podría visualizarse como una síntesis de las constelaciones del bienestar en América Latina: a lo largo del siglo XX se construyeron amplios sistemas sectoriales de educación y salud muy fragmentados, con exclusión de importantes sectores sociales; se desarrollaron sistemas de seguridad social también muy segmentados que incluían a los trabajadores formales, los trabajadores al servicio del estado y las fuerzas armadas; y que estaban lastrados políticamente por prácticas corporativas y clientelares[15]. A partir de los años 1940, estos sistemas fueron cruciales para generar apoyo social y político al proceso de industrialización ya mencionado (Barba 2003).
De esta manera, el régimen mexicano dividió a la población en dos grandes parcelas: una fracción urbana, protegida a través de la seguridad social vinculada al empleo formal y otra con grados diversos de desprotección o desafiliación. A esta dualización general se añadió una fragmentación y jerarquización pronunciada tanto de los sistemas de protección social, como de la cobertura de riesgos. Estas tendencias contribuyeron a la conformación de “diversas ciudadanías” y a la reproducción de diferentas formas de desigualdad social (Valencia, Foust y Tetreault 2012). Vale la pena recorrer el conjunto de sistemas de protección social y sus efectos en la cobertura de riesgos sociales; en particular, analizaremos lo relativos a los sistemas de pensiones, salud, educación y vivienda, además de los temas del cuidado y el papel de la reciprocidad social.
El alto grado de segmentación y estratificación del régimen de bienestar mexicano es claramente simbolizado por el sistema de pensiones contributivas, compuesto por más de cien esquemas distintos, divididos en once sectores de trabajadores con diferencias muy significativas en su acceso, montos y cuotas (Valencia, Foust y Tetreault 2012). Además de tratarse de un sistema sumamente segmentado, es incompleto -Mesa Lago 2004, calcula sólo 37% de cotizantes -en relación a la fuerza laboral- en el momento de la primera reforma pensionaria de 1997 y sólo 30% en 2002-, desigual -Scott 2008 destaca los efectos regresivos de las pensiones, con diferencias de ingresos entre los pensionados de 287 a 1, para los años 1992 y 2002- y financieramente endeble (Ham y Nava 2008).
De la misma manera, puede observarse la gran complejidad de los procesos de reproducción de la desigualdad social en el sistema de salud articulado con los sistemas de seguridad social. El patrón dominante en la estructuración de este sistema[16], ha sido designado “pluralismo fragmentado”, concepto que enfatiza la gran heterogeneidad e inequidad en la distribución de derechos, acceso y calidad de los servicios para distintos segmentos de la población[17]. Disparidad ilustrada en un extremo por algunos ciudadanos que cuentan con acceso a tecnología médica de punta; mientras en el otro, los más pobres, están condenados a servicios de muy baja calidad[18] (Tobar 2006: 284; Barba 2012).
Al igual que en el sistema de pensiones, en el sistema de salud mexicano la gama y la calidad de las intervenciones era muy desigual y limitada[19]. El sistema puede describirse como tripartita porque incluía tres peldaños distintos: el más alto donde era posible la afiliación voluntaria y privada para los sectores de mayores ingresos; el intermedio donde coexistían diferentes modelos de protección para distintos segmentos del sector asalariado formal -asegurado a través de esquemas contributivos-; y el más bajo que ofrecía asistencia social para los sectores vulnerables y pobres. Fuera de este trípode se ubicaba la población indígena situada al margen del sistema de salud (Barba 2012; Mesa-Lago 2007: Cuadro 7.1).
En la ilustración 1 se observan estas características, que todavía privaban en 1998 y hasta 2003 cuando el sistema fue reformado, en lo concerniente a los servicios, los esquemas de afiliación y el acceso a derechos. En la base de la pirámide se encontraban los excluidos -los indígenas- que representaba el 7% de la población total; en el siguiente escalón se ubicaba el 41% de la población que correspondía a quienes no contaban con empleos formales y eran protegidos por los servicios asistenciales del Estado, luego se situaba un 49% que correspondía a quienes estaban afiliados a instituciones de seguridad social y finalmente, en la cúspide estaba el 3% restante, con acceso a seguros privados para quienes podían pagarlos (Ilustración 1).
Los trabajadores del sector formal se repartían desigualmente entre las diferentes instituciones de seguridad social. Las dos instituciones con más asegurados eran el IMSS -creado en 1943- y el ISSSTE (fundado en 1959), la primera con el 80% de los derechohabientes, la segunda con el 17%; muy por debajo se encontraban el ISSFAM -establecido en 1976- y los trabajadores de PEMEX[20] que en conjunto atendían al 3% de los asegurados[21] (OCDE 1998: 96; Gutiérrez 2002: gráfica 4.2)
En relación con este tema habría que señalar que la desigualdad en el acceso a la salud generaba también grandes desigualdades regionales, expresadas en brechas insalvables entre las regiones más ricas y las más pobres de México[22].
Por su parte, el sistema educativo permite ilustrar otro aspecto importante en la conformación del régimen de bienestar mexicano: las desigualdades existentes en los alcances de las políticas diseñadas para los sectores medios y las que tendían a la universalidad, que bien podríamos denominar universalismo minimalista. Durante el período comprendido entre 1940 y 1980, mientras la cobertura la de educación básica y media mostraba una tendencia a la universalización, aunque con ritmos distintos[23]; algo muy distinto ocurría con la matrícula en la educación superior, donde la cobertura continuaba siendo muy elitista[24] (Coplamar 1985; Urrutia 1993).
En cuanto al sistema de cuidado se centró fundamentalmente en el aporte de los hogares y especialmente de las mujeres dada la tendencia a hacer a las mujeres responsables de las tareas reproductivas, particularmente en lo concerniente a las labores de cuidado de los niños, los enfermos, las personas con discapacidad y los adultos mayores. Una evidencia muy clara de que esta tendencia nos la ofrecen los datos proporcionados por la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENTAUT 2002) que indican que en México, del conjunto de miembros del hogar de 12 años o más, mientras las mujeres dedicaban el 23.9% de su tiempo a trabajo doméstico y el 4.5% al cuidado de niños y otros miembros del hogar, los hombres sólo destinaban a esas dos actividades el 4.9% y el 1.6% de su tiempo (ENTAUT 2002).
Adicionalmente datos comparativos provenientes de OIT, PNUD e INEMUJERES (2009) señalan que alrededor del año 2000 México era uno de los países de América Latina donde las mujeres dedicaban más horas al trabajo doméstico y cuidado de la familia (Cuadro 1).
Como se observa en el cuadro 3, las mujeres dedicaban 4.6 veces más tiempo que los hombres a las tareas del hogar y el cuidado de la familia en México, mientras en Uruguay la relación era apenas del doble (2.2 veces) y en Guatemala era de 3.7 veces[25].
De esta manera, puede identificarse el rol crucial de la reciprocidad familiar y de las redes sociales para hacer frente a situaciones de vulnerabilidad social. Lo que le confiere al régimen mexicano un marcado carácter informal, que tal como lo señalan Wood y Gough (2006) implica relaciones jerárquicas y asimétricas e intercambios que siguen la forma patrón-cliente.
El corazón del salariado contaba con acceso a la seguridad social y algunos núcleos de las clases medias con acceso a mayores niveles de educación; también contaban con programas del sistema nacional de vivienda[26] como el Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT) y el Fondo de Vivienda para los Trabajadores al Servicio del Estado (FOVISSSTE), ambos creados en 1972 y el FOVIMI o Fondo de Vivienda Militar, creado en 1973 (Catalán 1993; Aldrete 1991).
En síntesis, destaca la tendencia a desarrollar formas superiores de ciudadanía social para quienes participaban en el proyecto industrializador y en la economía formal y formas inferiores para la población urbana ligada al sector informal, para los campesinos y los indígenas ubicados al margen del proyecto modernizador, para quienes, en el mejor de los casos, sólo se desarrollaron instituciones o programas asistencialistas.
Por lo contrario, en las tres coronas de trabajadores no asalariados que rodeaban esos núcleos de seguridad social, la primera constituida por trabajadores urbanos informales, la segunda por campesinos y pequeños propietarios rurales, la tercera conformada por indígenas -cada una de las cuales enfrentaba condiciones más precarias que la anterior-, en el mejor de los casos, además de acceso a educación y salud de nivel básico y de baja calidad, apenas tuvieron acceso al final del periodo ISI a programas para combatir la pobreza rural como el Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural (PIDER), fundado en 1973; programas para combatir la marginalidad social como Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR), instaurada en 1976; programas alimentarios como el Sistema Alimentario Mexicano, establecido en 1980; y a fondos para construir o mejorar las viviendas populares, como el Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO), creado en 1981, todos ellos fueron eliminados después de la crisis económica de 1982 (Ordoñez 2002; Barba 2003).
2. Las preeminencia de las reformas liberales en los años 2000
Desde inicios de los años 70 y con mayor claridad en la década de los 80 fueron notorios los límites del régimen dualista mexicano: no se generaron empleos formales suficientes y por tanto la incorporación a las instituciones de seguridad social fue muy lenta e incluso frenó; los esfuerzos más que a incrementar la cobertura hacia la universalización (bloqueada desde el mercado de trabajo) se dirigieron por un lado a fortalecer a los ya asegurados con nuevos servicios (guarderías, créditos a la vivienda) y por otro a iniciar la larga serie de programas focalizados hacia los pobres (Ordoñez 2002).
Parafraseando a Pierson y Skocpol (2002) y a Charles Tilly (1984), no es posible determinar las alternativas reales de cambio de un régimen de bienestar sin considerar simultáneamente tanto las condiciones impuestas por la trayectoria histórica que este ha seguido, como el destino trazado por quienes buscan reformarlo. En esta sección intentaremos mantener en mente esta recomendación para descifrar en qué situación se encuentra el régimen de bienestar mexicano después de dos décadas de intensas reformas y en especial con las políticas impulsadas en los años 2000.
Sin duda, algunas de las características históricas de este régimen se han alterado, pero otras continúan marcando profundamente su desarrollo. Entre las primeras destacan, por una parte, una tendencia creciente a residualizar[27], mercantilizar y focalizar la protección social; por la otra, una tendencia emergente a universalizar algunos segmentos de la protección social.
Entre las segundas sobresale la continuidad del legado pertinaz de la trayectoria seguida por este régimen, debido a la persistencia de muchas de sus características fundacionales, como el clientelismo; el familismo y la tendencia a atribuir a las mujeres el cuidado de los niños, los enfermos, las personas con discapacidad y de los adultos mayores; la segmentación de los sistemas de protección que expresa la reproducción de desigualdades sociales; la prevalencia de una concepción minimalista del universalismo, la tendencia a ofrecer servicios de baja calidad para los más pobres y a excluir a los indígenas de la protección social y la tendencia a ligar los derechos sociales a esquemas formales de empleo.
En este marco, se profundizaron los debates sobre las necesidades de reforma (Solís 1983 y Valencia y Aguirre 1998), en especial en los que se refiere a las acciones frente a la pobreza y los sistemas de pensiones y salud. Fueron surgiendo paulatinamente coaliciones reformadoras en diversos campos. ¿De dónde han surgido estos alientos reformadores del régimen de bienestar mexicano? A diferencia de otros países en los que coaliciones sociales han sido fuerzas reformadoras básicas[28] y en los que las reformas han experimentado importante procesos bottom-up, en México los reformadores fundamentales han sido coaliciones promotoras (advocacy coalitions) restringidas y con fuerte contenido tecnócrata; incluso en varios casos, los impulsos iniciales de las reformas han surgido en grupos cerrados, casi secretos, formados por consejeros y tecno-políticos (Martínez y Sánchez s/d[29]). En particular, se fueron desarrollando fuertes coaliciones promotoras de reformas especialmente (pero no únicamente) en los campos de pensiones, salud y pobreza, con claras conexiones entre ellas y con un núcleo central de enfoque liberal.
Después de cerca de 20 años (Valencia 2012), una coalición promotora se ha consolidado en torno a las reformas de privatización del sistema de pensiones de México, a la cual se han asociado comunidades epistémicas -consejeros o grupos académicos-, y a favor de las políticas de mercado, generalmente formada por economistas, funcionarios de alto rango -desde directores de instituciones sociales y secretarios de Estado, hasta presidentes de la República-, asociaciones empresariales, empresas financieras y líderes sindicales -aunque algunos se han resistido para incorporarse-, así como organizaciones financieras internacionales como el BM y el BID. Esta coalición ha avanzado lenta y progresivamente a través de cuatro rondas de reformas legales e institucionales, y ha utilizado el tema de las debilidades financieras del sistema de pensiones; ha utilizado tanto un modelo de anticipación -el déficit financiero del fondo de pensiones- como de acción corporativa silenciosa -acciones discretas de grupos especiales y funcionarios de alto nivel, en relación con consejeros internacionales y del Banco Mundial, y con líderes de sindicatos oficiales-. Los grupos (o coaliciones) antagonistas de estas reformas sólo han sido capaces de generar alianzas parciales -sobre todo en el tiempo de la reforma del sistema de pensiones de los empleados del IMSS en 2004 y también de la reforma del ISSSTE-, sin crear una coalición promotora general para nuevas políticas de pensiones; más bien, éstos han creado alianzas para resistir pero sin formulación de un proyecto global alternativo, más allá de propuestas de mera defensa sectorial. Sí existen comunidades epistémicas que producen discursos y propuestas alternativas, aunque no han tenido impacto para construir coaliciones promotoras amplias o incluso coaliciones sociales[30].
Después de 30 años se fue articulando una coalición tecnócrata hegemónica, formada por funcionarios especialistas en el campo de la salubridad pública y generó una reforma del sistema de salud en torno al pluralismo fragmentado; esta coalición ha estado en pugna con otras coaliciones pro-mercado y con una comunidad epistémica centrada en la generación de un sistema de salud pública universal. Ya desde inicios de los años noventa, un think tank creado por la dirección del IMSS en el gobierno de Carlos Salinas, el Centro de Desarrollo Estratégico para la Seguridad Social (CEDESS) propuso como solución la privatización del sistema de salud pero el Presidente prefirió centrarse en iniciar la reforma del sistema de pensiones (González Rossetti y Mogollon 2000: 5). Poco después, en 1995 en la Presidencia de Ernesto Zedillo, otro think tank pero privado, la Fundación de la Salud (Funsalud) promovía nuevos esquemas: “universalizar” la atención de un paquete básico y avanzar en la descentralización o avanzar hacia la “universalidad modificada” que sintetizaría universalismo y focalización, con mayor presencia privada en los servicios médicos. Para Julio Frenk, desde Funsalud, la opción requerida era la “modelación” del sistema por parte de la Secretaría de Salud, a través de la generación de un “paquete esencial” para toda la población -universalidad con análisis de costo-beneficio y no “universalidad clásica” que ha sido insostenible “incluso en los países más ricos”-, de un programa de servicios para quienes laboran en el sector informal -con libertad de elección de oferentes en el primer nivel, para generar competencia, y contribuciones de los asegurados- y de seguridad social para los empleados en el sector formal -considerando la generación de competencia entre organizaciones administradoras de servicios integrales de salud, financiadas con contribuciones de los asegurados- (Frenk y et al 1999: 89-98). En contraste, otros actores académicos proponían un sistema universal, unificado en un ente público -por ejemplo, Laurell 1996, y los llamados “salubristas de izquierda” y “salubristas priistas” por Abrantes 2010-. A fin de cuentas, triunfó la propuesta de Julio Frenk, quien ya como Secretario de Salud en el gobierno de Vicente Fox (período 2000-2006) creó el Seguro Popular con el Sistema Nacional de Protección Social en Salud.
Con el cambio de gobierno en diciembre de 2012 y la llegada de Enrique Peña Nieto (PRI) a la presidencia se especulaba acerca de posible reforma en el sistema de salud; como candidato Peña Nieto habló incluso de la necesidad de construir un sistema universal de seguridad social, lo que parecía una inclinación hacia las propuestas de Santiago Levy quien había hecho una fuerte campaña mediática y de cabildeo. Se generaron propuestas de proyectos de reformas en salud, generalmente alrededor de la propuesta de Levy (2012); el grupo de Frenk (en Knaul 2012) defendió claramente los resultados del Seguro Popular, sosteniendo que se había llegado a la universalidad y por fin a la garantía del derecho a la protección de la salud. Públicamente quedaba en evidencia la división de la coalición pro-mercado. Los resultados son aún inciertos porque apenas se están decantando los proyectos realmente apoyados por el presidente Peña Nieto, aunque el símbolo del nombramiento de la nueva Secretaria de Salud, anteriormente presidenta de la Fundación Mexicana de la Salud, anunciaría una ventaja inicial de los sanitaristas asociados con Frenk frente a los economistas asociados con Levy (Valencia 2012).
Después de 15 años, se fue consolidando una fuerte coalición promotora de las transferencias monetarias condicionadas (TMC), con asociación notable con una coalición trasnacional. En México un muy pequeño grupo de tecnócratas diseñó el germen de Progresa en poco más de dos años, entre 1995 y 1997, a partir de la propuesta inicial de Santiago Levy (1991) y generó discusiones con otros funcionarios públicos. El debate se abrió especialmente a un grupo de sociodemógrafos coordinados por José Gómez de León, quienes incluyeron modificaciones sustanciales al diseño que sería finalmente aprobado. Este grupo de “emprendedores” de políticas dirigieron claramente el debate que incluyó sobre todo a funcionarios de diversas secretarías de Estado, legisladores y algunos funcionarios de gobiernos estatales. En el seno del gobierno central, se debatió y diseñó lo que podríamos señalar como el ADN de Progresa-Oportunidades, al que se fueron asociando funcionarios públicos y presidentes tanto del PRI como del PAN. Desde su origen, Progresa/Oportunidades estuvo estrechamente ligado a la coalición trasnacional hegemónica de las TMC, con interacciones densas -información, financiamiento, evaluación, participación en la difusión internacional de las TMC-, como lo muestra el enfoque de condicionalidades más severas para asegurar la inversión en capital humano y la evaluación cuasi-experimental (Fiszbein y Schady 2009: 36 y 37). Así, Oportunidades ha acentuado la formación de capital humano con referencias marginales o prácticamente inexistentes a los derechos sociales (véase Levy y Rodríguez 2005), a diferencia de otros programas que han acentuado la redistribución, como Bolsa Familia (Fiszbein y Schady 2009: 36) y que ha experimentado además una tensión entre la inversión en capital humano y la protección de derechos sociales (Soares 2012); la demanda ciudadana no estuvo presente como factor detonador de Progresa/Oportunidades, ni el enfoque de derechos.
Así el empuje hacia la agenda liberal ha ido surgiendo paulatinamente de poderosas coaliciones tecnócratas asociadas a coaliciones trasnacionales; el empuje hacia una agenda universalista ha estado contendido apenas en coaliciones epistémicas, debilitadas en el fondo porque los sectores sindicales han centrado sus acciones en defender las ventajas adquiridas en el largo periodo de la sustitución a las importaciones y no en pugnar por una agenda de derechos sociales generales; no se ha constituido en México una fuerte coalición promotora del universalismo.
Estas coaliciones han impactado la agenda de las políticas públicas, en el marco de fuertes crisis económicas (1982, 1994 y 2009) y de transformaciones políticas -derrota del PRI en 2000 y 2006, derrota del PAN en 2012-. ¿Qué balance podemos hacer de las transformaciones en el régimen mexicano de inicios de siglo, sometido a reformas promovidas por las coaliciones liberales pro-mercado? Para ilustrar la nueva compleja situación analizaremos seis campos del régimen de bienestar mexicano que han sido reformados durante las últimas décadas: sistema de salud, sistema de pensiones, seguro de desempleo, instituciones del cuidado y de la vivienda, y protección social frente a la pobreza. Las políticas sociales mexicanas han estado sujetas a una intensa actividad reformadora después de la crisis económica de 1982, con dominio de las políticas liberales y las políticas puestas en práctica en los años 2000 han continuado esta tendencia. Las principales modificaciones entre los años 80 y 90 fueron las siguientes: práctica eliminación de los subsidios a la oferta alimentaria -cierre de la empresa pública CONASUPO- y creación de transferencias a productores agrícolas (Programa Procampo), inicio de la transformación de los sistemas públicos de pensiones hacia el modelo privatizado de cuentas individuales con aportación definida, generación de políticas focalizadas frente a la pobreza -inicialmente con el Programa Solidaridad- hasta llegar al esquema de subsidios a la demanda mediante las transferencias monetarias condicionadas (Programa Progresa). En los años 2000, las políticas sociales han profundizado estos cambios con las siguientes acciones: generación de nuevas transferencias monetarias en apoyo alimentario, continuidad de la transformación de los sistemas de pensiones hacia el modelo de cuentas individuales con aportación definida e instauración de un conjunto de pensiones no contributivas, creación de un nuevo segmento del sistema de salud con un paquete básico -Sistema de Protección Social en Salud con el programa Seguro Popular-, ampliación del Programa Progresa -denominado Oportunidades desde 2002- a zonas urbanas con nuevos componentes, creación de un nuevo sistema asistencial de guarderías para menores y modificación de las instituciones públicas de vivienda en entes financieros vinculados al sector privado. En los siguientes apartados veremos los resultados en la nueva estructuración del sistema de protección social.
Nueva estructura del Sistema de salud
Seguro de salud obligatorio (contributivo). Este segmento incluye tres institutos creados para atender a los trabajadores del sector privado (Instituto Mexicano del Seguro Social, IMSS) y del sector público (Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, ISSSTE), y a los militares (Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas de México, ISSFAM), además de la actual Gerencia de Servicio Médicos de Petróleos Mexicanos y de algunos esquemas especiales para funcionarios públicos -empleados del sector financiero público y funcionarios de alto nivel-.
Seguro de salud voluntario. A partir de 2003 se genera el Sistema de Protección Social en Salud que incluye los siguientes segmentos: Seguro Popular -contributivo, excepto para los situados en los dos primeros deciles- para todos aquellos que no cuentan con seguridad social en salud y voluntariamente lo soliciten -se busca así la “cobertura universal en salud”-; el Seguro Médico para una Nueva Generación incorpora a niños nacidos a partir del 1 de diciembre de 2006 -fecha de inicio del gobierno de Felipe Calderón-, la estrategia Embarazo Saludable -iniciada en agosto de 2008- para luchar contra la mortalidad materna en las zonas marginadas del país; y Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos. Cada segmento tiene beneficios particulares. El Sistema de Protección Social en Salud sólo cubre 1.607 diagnósticos, únicamente 13% de los cubiertos por la seguridad social (Durán 2012). En realidad se trata de favorecer el acceso a un paquete de servicios básicos de salud. Como resultado institucional fue notable el incremento de la segmentación del sistema de salud, más aún si incorporamos el paquete básico del Programa Progresa/Oportunidades (ver los detalles en Valencia, Foust y Tetreault 2012).
En lo que corresponde a la reforma al sistema de salud realizada a partir de 2003, hay que señalar que esta se legitimó respaldándose en el derecho universal a la protección en salud, garantizado para todos los ciudadanos. Lo que la sitúa en el terreno de las reformas que se acercan al universalismo. Sin embargo, la reforma reprodujo dos viejas tendencias: reproducir una visión básica de la universalidad en materia de derechos sociales y la tendencia a ampliar la segmentación del sistema de salud. De hecho, la creación del Seguro Popular agregó un piso intermedio al sistema de salud y reprodujo la predisposición a ofrecer una cobertura desigual y servicios de calidad inferior para los más pobres, ubicados al margen de esquemas de empleo formales. Además, de acuerdo con datos aportados por el CONEVAL, la reforma no logró la incorporación a los servicios de salud de más de 30% de los mexicanos (Ilustración 2)[31].
La ilustración 2 muestra que en 2010 en la cúspide de la pirámide del sistema de salud mexicano se situaba el 1.1% de la población con acceso a seguros privados. Después encontramos a la población derechohabiente de los seguros de salud ligados al empleo formal, en el piso siguiente se ubica el Seguro Popular que protege a quienes no tienen empleo formal, más abajo se encuentra Oportunidades y en el sótano la población con carencias severas de acceso a la salud.
La ilustración 2 muestra también que la estratificación continúa también en términos de los tipos de derechos implicados, que incluyen intercambios mercantiles en la cúspide, pasando por los derechos laborales a la seguridad social, derechos sociales de menor jerarquía para los que no tienen empleo formal, contraprestaciones programáticas para quienes son beneficiarios de Oportunidades y asistencia social para el resto de la población. En la cúspide, se encuentran también casos de doble protección: funcionarios públicos de alto nivel que cuentan ahora con seguro privado -financiado con presupuesto público- además de la incorporación a instituciones de seguridad social -especialmente útil para los servicios especializados con alta tecnología-.
Así mismo, puede apreciarse que en los dos pisos superiores hay cobertura de tercer nivel -ofrecidos en clínicas especializadas-; en el piso del Seguro Popular el techo real son los servicios de segundo nivel -ofrecidos en hospitales generales-; en el piso de Oportunidades los beneficiarios sólo tienen acceso a un paquete mínimo de servicios básicos -unidades ambulatorias- y en el sótano la cobertura es errática e insuficiente (Ilustración 2).
Nueva estructura de los Sistemas de pensiones
Pensiones contributivas. Antes de las reformas pensionarias, existían más de cien esquemas desintegrados: trabajadores del sector privado afiliados al IMSS, empleados del gobierno federal y de los gobiernos estatales afiliados al ISSSTE, trabajadores del IMSS y del ISSSTE, trabajadores petroleros (Fondo Laboral PEMEX), trabajadores del sector eléctrico -esquemas para las dos empresas públicas-, militares (ISSFAM), empleados del sector financiero público -con al menos cuatro fondos especiales para cada institución bancaria, incluido el banco central-, trabajadores de gobiernos estatales y municipales -al menos 32 fondos-, trabajadores de instituciones públicas de educación superior -fondos de cada universidad, con un total de 60 instituciones-, empleados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y altos funcionarios del gobierno federal. Después de las distintas rondas de reformas pensionarias, generalmente cada esquema se divide en dos: pensiones para los trabajadores antes de la reforma y para los trabajadores contratados después de la reforma; es el caso de los afiliados al IMSS y el ISSSTE, de los empleados mismos del IMSS y del ISSSTE, de 27 universidades públicas -hasta 2004- y de empleados del sector financiero público. La segmentación se multiplicó notablemente con las reformas.
Pensiones no contributivas. Se generaron nuevas instituciones dirigidas a los pobres rurales y urbanos. El esquema más importantes por su cobertura es el Programa de Atención a los Adultos Mayores de 70 Años y Más en Zonas Rurales, creado en 2007 y que se ha ido ampliando paulatinamente a zonas urbanas. Implica una transferencia mensual de 500 pesos; en 2011 superó la cobertura de dos millones de personas. No es Ley sino programa, a diferencia del Distrito Federal donde se creó la Ley de Pensión Alimentaria del DF en 2003, inicialmente para personas mayores de 70 años y después de 68 años, con una pensión equivalente a medio salario mínimo mensual -788 pesos en 2011, aproximadamente 71 dólares-. Después de esta Ley se generaron esquemas diferenciados y desvinculados en al menos 19 estados (ver los detalles en Valencia, Foust y Tetreault 2012: 65-66).
Las reformas realizadas a los sistemas de pensiones del IMSS y el ISSSTE pusieron fin a los sistemas de reparto o de “pay as you go” e implicaron una mercantilización de este segmento de la protección social, a través de la creación de cuentas individuales y de instituciones financieras encargadas de administrarlas (Afores y Pensionissste). Estas reformas fueron realizadas para hacer frente a la crisis financiera por la que atravesaban esas instituciones como resultado del deterioro de la tasa de trabajadores activos respecto de los pasivos, de la mala administración de los recursos acumulados, de la evasión fiscal por parte de los empleadores y de los altos costos administrativos de la operación de los sistemas. (Mesa-Lago 1994 2007); además, el impacto de la coalición internacional pro-mercado en el campo de las pensiones fue notable en México (Madrid 2008), junto con la incorporación de pensiones no contributivas (como esquema de combate a la pobreza extrema). El resultado fue una nueva estructura aún más segmentada en el campo pensionario.
Estas reformas, que en el caso del ISSSTE enfrentaron intensas movilizaciones sindicales y múltiples recursos legales, regresaron a cada trabajador en lo individual la responsabilidad de hacerse cargo de los riesgos ligados al ciclo vital correspondientes a la cesantía por vejez. A pesar de ello, las reformas no alteraron la estratificación social en el ámbito de las pensiones ni resolvieron los problemas financieros (Ramírez, Ham, Salas y Valencia 2012). A todo esto se suma el hecho de que las reformas han profundizado la estructura de privilegios que corresponde a la “nobleza de estado” identificada en Valencia, Foust y Tetreault (2012): en 2010, mientras la pensión promedio registrada por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) fue de 4,908 pesos, un Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación recibía entre 140, 686 y 175, 858 pesos, casi treinta veces más.
Continuidad de la ausencia institucional frente al desempleo
Seguro del desempleo. La Constitución Política señala en el Artículo 123, desde 1917, que la seguridad social incluirá un seguro por “cesación involuntaria del trabajo”, sin embargo en México no se ha generado un seguro del desempleo, con excepción de una pequeña experiencia en el DF donde comenzó a partir de octubre de 2008. Lo que existe en general es una “indemnización por finalización del trabajo”, establecida en la Ley Federal del Trabajo, pero poco efectivas: están muy fuertemente concentradas en los deciles de altos ingresos, porque en ellos se concentran los empleos formales, con contrato establecido, y muy probablemente porque en ellos las capacidades de negociación y defensa legal son mayores (ver Bensusán 2006). Las modificaciones recientes más notables tienen que ver con la posibilidad de que los trabajadores con cuenta activa en una AFORE y en situación de desempleo en el marco de la crisis de 2009 puedan retirar una parte de los fondos ahorrados para la pensión futura. Las leyes del Seguro Social y del ISSSTE autorizan a quienes quedan sin trabajo a retirar pequeños fondos de las cuentas individuales manejadas por las AFORES; en el marco de la crisis de 2009, los desempleados obtuvieron la autorización de retirar más fondos y además recibieron la extensión de 2 a 6 meses de servicios de salud y maternidad en la seguridad social después de la pérdida del empleo (ver Valencia, Foust y Tetreaul 2012).
En este apartado -y además en el siguiente, del cuidado-, el sistema de protección social mexicano ha sido y continúa siendo incompleto. El riesgo de la pérdida del empleo es prácticamente asumido por los trabajadores y sus familias. La flexibilidad laboral de hecho y la flexibilidad formal a partir de 2013 con la reformas a la Ley del Trabajo han acentuado y probablemente intensificarán este riesgo.
Nueva estructura de las instituciones del cuidado
Instituciones del cuidado ligadas al trabajo formal (seguridad social). El cuidado de niños, ancianos y personas discapacitadas ha sido una actividad fundamental del hogar y en él de las mujeres; el desarrollo de instituciones de cuidado ha sido tardío en México, en lo que se refiere a cuidado infantil, y casi nulo en referencia a los ancianos y personas con discapacidad. Por una parte, la principal institución de seguridad social, el IMSS, incorporó en la Ley de 1973 la obligación patronal de financiar el servicio de guarderías y, por otra, la legislación en el campo educativo fijó la obligatoriedad de la educación preescolar -para niños entre 3 y 6 años- hasta el año 2002 (López, 2010: Coneval y UNICEF, 2012). En junio de 2011 había 1,452 guarderías infantiles en el IMSS, para 234,744 niños, con un déficit de atención de la demanda superior al 75%; el subdesarrollo de este sector es patente: en 2009, sólo 2.6% de niños entre 0 y 6 años eran cuidado en una guardería pública y 1% en guardería privada, 78.4% por la mamá y 10.8% por la abuela (ver Valencia, Foust y Tetreault, 2012: 85); a pesar de ser considerada parte de la educación básica, sólo 71% asiste a la escuela preescolar y entre los pobres extremos únicamente 52.6% (CONEVAL y UNICEF, 2012).
Instituciones del cuidado ligadas a la protección ante la pobreza. En 2007 fue creado el Sistema Nacional de Guarderías y Estancias Infantiles al que se integra el Programa de Guarderías y Estancias Infantiles para Apoyar a Madres Trabajadoras -en 2012 había 9,536, que atendía a cerca de 293,000 niños-, coordinado por una instancia de asistencia social, el DIF (Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, creado en 1977).
La gran debilidad del sistema institucional del cuidado es una de las bases del familismo y del enfoque conservador de género del régimen de bienestar mexicano. Ni las antiguas instituciones de seguridad social ni los reformadores de mercado han generado mecanismo de desfamiliarización. Para mostrar las debilidades de la mercantilización del cuidado, baste decir con que en casi 60% de la demanda atendida en las guarderías privadas el pago (2009) fue cercano a 600 pesos mensuales, cerca de dos terceras partes la línea de bienestar mínimo del Coneval (Valencia, Foust y Tetreault 2012).
Nueva estructura en el Sistema Nacional de Vivienda.
Legado institucional. En la Constitución de 1917, en el artículo 123, se incluyó la obligación patronal de proporcionar “habitaciones cómodas e higiénicas a los trabajadores”, rentadas; no es sino hasta 1972 que se crearon las principales instituciones públicas para la vivienda, vinculadas al trabajo formal: Infonavit y Fovissste, lo que dio pie a la creación del Sistema Nacional de Vivienda (1973) (Schteingart y Patiño, 2006). Otras instituciones públicas generadas fueron el Fondo de Habitación y Servicios Sociales de los Trabajadores Electricistas (creado en 1966), la Subgerencia de Vivienda de Petróleos de México y el Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armas Mexicanas y también con acciones de vivienda para los militares. Hasta 1983 se incorporó en la constitución el derecho a la vivienda (“Toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa”). En 1981 fue creado el Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO), dirigido a la problemática de vivienda de sectores pobres y generado a partir de demandas de organizaciones sociales (Puebla, 2006).
Cambios en el Sistema Nacional de Vivienda. El cambio más notable fue el abandono de los programas de construcción a cargo del Estado y su sustitución por esquemas de financiamiento para la adquisición de vivienda para los trabajadores, después de un intenso proceso de desregulación; surgen grandes consorcios privados como productores dominantes de vivienda, asociados con las instituciones públicas ahora centradas en el financiamiento (Barba, 2003; Coulomb y Schteingart, 2006).
Esta transformación redundó en una notable mercantilización de este segmento de la protección social y en la transferencia neta de recursos públicos hacia el sector privado, orientada hacia las grandes empresas constructoras del país, que obtuvieron así jugosas ganancias, a través de la especulación inmobiliaria y ofreciendo viviendas de baja calidad, con frecuencia sin garantía alguna de un acceso a servicios públicos de calidad, ubicadas en zonas de riesgo, en contextos urbanos carentes de la infraestructura necesaria para fomentar la cohesión social. Esta política habitacional ha derivado en la existencia de casi 5 millones de casas deshabitadas de manera permanente, en buena medida como resultado del incremento de la cartera vencida inmobiliaria por insolvencia para pagar los créditos o los intereses moratorios, es decir, los compromisos contraídos con empresas inmobiliarias, bancos comerciales y sofoles[32] (Bolis 2012; Coulomb 2012)
Este cambio de política ha sido pernicioso en muchos conceptos, sin embargo, no alteró la vinculación del derecho a la vivienda con la derecho-habiencia que otorga un empleo formal o con la estabilidad del empleo y de los ingresos. Esta situación se traduce, como ocurría aún antes de la reforma, en procesos de exclusión, aunque ahora agravados por el hecho de que en México sólo 2 de cada 10 nuevos empleos son formales, ello impide estructuralmente un acceso universal a la vivienda[33] (Coulomb 2012). En el sistema nacional de vivienda se ha generado así una situación paradójica: por una parte precariedad en las condiciones de vivienda de los más pobres -e incluso falta de vivienda para muchos de ellos- y por otra un fuerte stock de casas deshabitadas.
Nueva estructura en el sistema de protección social frente a la pobreza.
Nueva institucionalidad. Junto con la eliminación de los subsidios universales a la oferta alimenticia y de la progresiva liquidación de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares a partir de los años 80 (Ordóñez, 2002), las políticas frente a la pobreza transitan claramente hacia la focalización primero con el Programa Solidaridad y después hacia las transferencias monetarias condicionadas en 1997 con el Programa Progresa -después Oportunidades- y en general a los subsidios a la demanda en 1993 con el Programa de Apoyos Directos al Campo (transferencias a los productores agrícolas para ayudarlos a adaptarse a la apertura comercial derivada del TLCAN) (Valencia, Foust y Tetreaul, 2012). El más relevante por su alcance y prestigio internacional es el Programa Progresa/Oportunidades, que cubre en 2012 a cerca de 30 millones de personas con transferencia monetarias condicionadas -con componentes iniciales de apoyos a la educación, salud y alimentación, y con componentes adicionales de apoyo energético, transferencia a adultos mayores de 70 años y apoyos para compensar los incrementos de los precios internacionales de alimentos-. Se generaron otros programas más: destacamos al Programa de Apoyo Alimentario -iniciado en 2003-, que llegó a 2.6 millones de personas en 2010. Entre estos dos programas, las transferencias monetarias cubren a poco más de una cuarta parte de la población.
El Progresa-Oportunidades es el programa paradigmático de transferencias monetarias condicionadas, reconocido ampliamente a escala internacional como un modelo a seguir, debido a su gran cobertura, su enfoque integral en materia de educación, salud y alimentación, su tendencia a desligar empleo formal y protección social y por su relativa eficacia. Este programa se diseñó en el marco de un paradigma que ubica la reducción de la pobreza y la construcción de redes de seguridad para enfrentar la vulnerabilidad social como los temas cruciales de la agenda del bienestar y como nuevos ejes de la cuestión social (Barba 2010). En el ámbito educativo se ha demostrado su capacidad para promover la matrícula y la asistencia de los niños y jóvenes a la escuela, mejorar la permanencia escolar de sus beneficiarios y aumentar su acumulación de años promedio de escolaridad. En el campo de la salud se destacan sus logros en la disminución de la desnutrición infantil, y la mejora y diversificación de la alimentación familiar, en la promoción de la asistencia de los niños a los centros de salud y el descenso en las tasas de morbilidad materna, infantil y adulta. En el entramado comunitario y familiar se destaca su eficacia para fomentar la formación de capital social grupal e incentivar que las familias pobres inviertan en capital humano. También se reconoce que realizan una focalización eficiente, evitan el paternalismo que suele caracterizar las ayudas alimentarias u otros programas basados en la transferencia de productos básicos a los pobres y reemplazan programas que se enfocan al problema de la oferta de servicios sociales (FIS). De igual forma, se les elogia por alcanzar niveles de transparencia financiera y operativa difícilmente emulables por otros programas. (Adato 2005; González de la Rocha 2005; Skoufias 2006; Parker, Tood y Wolpin 2006; Valencia 2008; Fiszbein y Schady 2009).
Desde su creación, Progresa-Oportunidades innovó en México la protección estatal para los más pobres, porque fue concebido como un mecanismo para corregir las fallas del mercado que se consideran los factores centrales que impedían a los pobres el consumo de servicios sociales esenciales, como la educación y la salud. El programa se basa en la prueba de medios, realizada a través de una metodología sumamente compleja que demanda altos grados de pericia técnica, establece condicionalidades para sus beneficiarios, es de bajo costo y muy eficiente en la utilización de recursos escasos, busca legitimarse a través de evaluaciones constantes realizadas por organizaciones de expertos externos, con frecuencia ligados a instituciones internacionales o académicas que cuentan con un gran prestigio, quienes evalúan resultados cuantificables generados por el propio programa.
Sin embargo, Oportunidades reproduce algunas de las característica fundamentales del régimen de bienestar mexicano, entre ellas destacan: en primer lugar, su orientación familiarista, que enfatiza el rol reproductivo de las madres y tiende a retradicionalizar los roles y las responsabilidades familiares basados en una visión patriarcal, esto implica que a través de este programa el Estado promueve activamente la estructuración de relaciones de género, desiguales y asimétricas (Molyneux 2007); en segundo lugar, sobresale su tendencia a ofrecer servicios de baja calidad para los más pobres, lo que se evidencia en el tipo de servicios de salud ofrecidos por ese programa, ya que sus beneficiarios sólo tienen acceso a un paquete mínimo de servicios básicos y preventivos, en unidades ambulatorias, lo que contrasta con los servicios ofrecidos por el Seguro Popular y las instituciones de seguridad social; en tercer lugar, hay evidencias de que, a pesar de que el programa es reconocido por su gran trasparencia financiera y oprerativa, es poroso a las prácticas clientelares y a la utilización político-electoral y además ha sufrido modificaciones normativas que han erosionado seriamente su legitimidad democrática interna (Fundar 2006; PNUD 2007; Barba y Valencia 2011, Barba 2012a).
En breve, después de este repaso por las reformas en seis campos del bienestar podemos señalar que, además de algunas nuevas tendencias, los resultados han sido fuertemente inerciales -peso de la path dependency-. Los legados históricos y los compromisos objetivados en las instituciones sociales tradicionales han sido muy poderosos, de tal manera que el dualismo no ha desaparecido sino que en cierta manera se ha institucionalizado aún más, inicialmente desde los años noventa y fuertemente en la primera década de los años 2000: al lado de las instituciones de seguridad social -seguro de salud contributivo obligatorio, pensiones contributivas, programas de vivienda para los trabajadores y establecimientos para el cuidado infantil- se han creado, por un lado, instituciones de protección social para los pobres -seguro de salud voluntario, diversas transferencias monetarias condicionadas, pensiones no contributivas y estancias infantiles asistenciales- y, por otro, se han reformado algunos componentes de la tradicional seguridad social con la incorporación de instituciones ligadas estrechamente a los mercados financieros -administradoras privadas de las cuentas individuales para el retiro y empresas productoras de vivienda-. Una parte de lo que antes se dejaba a la informalidad (en el sentido de Wood y Gough 2006), se asume en las instituciones para pobres, aunque el peso de los esfuerzos familiares para enfrentar en especial los riesgos de salud y de desempleo sigue siendo fuerte. La segmentación se ha incrementado notablemente en todos estos sistemas, con mecanismos reproductores de la desigualdad.
3. Balance final: entre el dualismo histórico y los proyectos liberales
El sistema de protección social mexicano está significativamente segmentado y estratificado. Los llamados “sistema de salud” y de “pensiones” están compuestos por diversos fragmentos para diferentes categorías de trabajadores, con la inclusión reciente de segmentos para los pobres; con debilidad en la integración de los sistemas -diversas normatividad y provisión de servicios, y débiles mecanismos de integración- y fuerte estratificación o jerarquización de los beneficios. En el marco de la segmentación se van generando sistemas exclusivos, con beneficios adicionales, para generar trato especial a los empleados más favorecidos. Por ejemplo, mecanismos para superar los servicios aportados en las instalaciones generales de la seguridad social (IMSS e ISSSTE), a través de instalaciones especiales -trabajadores petroleros y militares- o de la garantía de servicios privados con seguros médicos de gastos mayores para funcionarios de alto nivel; o reglas especiales para lograr una tasa de reemplazo mayor en los sistemas de pensiones, también para funcionarios de alto nivel[34]. La segmentación y su relativa desintegración favorecen esta fuga o carrera hacia la distinción (Lautier 2004), financiada con fondos públicos -lo que se da también en las empresas privadas, pero financiada con fondos privados-.
Junto a esta compleja y jerarquizada estructura, en los últimos decenios se ha ido construyendo un segmento de instituciones para los pobres, desarticulada normativa y organizativamente de aquélla. A su vez, estas nuevas instituciones reproducen también los esquemas de segmentación y jerarquización: nuevos diseños de salud para diversas categorías de pobres o excluidos de las instituciones de seguridad social y multiplicidad de pensiones no contributivas estatales y federales. Las instituciones para pobres recrean así las viejas prácticas de segmentación y jerarquización. Véase el caso de las pensiones básicas que se han ido generando pensiones: de un salario mínimo para los trabajadores en el sector privado, de dos salarios mínimos para los empleados en el sector público y de dos salarios mínimos bancarios para los empleados en el sector financiero público, y de medio salario mínimo en el DF como pensión universal -no contributiva en el marco de una ley- y de prácticamente un tercio de salario mínimo para los mayores de 70 años -o mayores de 65 a partir del gobierno de Enrique Peña Nieto en 2013-. Así, estas estructuras segmentadas, relativamente desarticuladas y estratificadas o jerarquizadas generan diversas ciudadanías sociales -en el sentido de ciudadanos, en términos reales, con derechos sociales desiguales-. El acceso real a los derechos es desigual gracias a este conjunto de instituciones sociales. Las reformas o creaciones institucionales recientes han permitido, es cierto, un avance al menos mínimo para que los ciudadanos en condición de pobreza puedan lograr ciertas garantías mínimas en salud, retiro e ingresos.
Para algunos, México ha avanzado claramente hacia un régimen de bienestar liberal, residual (Barrientos 2009); sin embargo, el análisis detallado del régimen de bienestar mexicano nos permite concluir que está lejos de llegar a una simple residualización liberal y que la pintura es más compleja: por una parte aparece efectivamente mercantilización en el campo de pensiones y vivienda, reforma laboral reciente (2013) de tipo flexible y desarrollo notable del polo asistencial-liberal (TMC, acercamiento a pensiones no contributivas básicas), pero por otra mayor segmentación y jerarquización del régimen a través de sus resortes “conservadores”: luchas por mantener las ventajas adquiridas o, como diría Esping-Andersen (1990: 27), los “diferenciadores de estatus”. El matiz es evidente incluso en el supuestamente híper-liberalizado sistema de pensiones: no se “liberaliza” de manera completa y los sectores privilegiados -militares, petroleros y elite de la burocracia- logran evitar entrar en las reformas -paradójicamente es un nuevo privilegio no estar en un esquema reformado-, los cambios más fuertes se aplican fundamentalmente a los jóvenes -verdaderos perdedores- que ingresarán al mercado laboral después de las reformas y que tendrán reglas notablemente más estrictas (edad de retiro, semanas de cotización) para obtener una pensión. Los “resortes de veto fuertemente institucionalizados” del “sistema de seguridad social” (Esping-Andersen 2010: 15) han funcionado para evitar una reforma de salud en extremo liberal y para matizar la reforma de pensiones; el resultado ha sido la conjunción de resortes residualistas, segmentadores y jerarquizadores. Este encuentro de dinámicas, tensiones, es lo que permitido institucionalizar de diferente manera el viejo dualismo del régimen mexicano. Los esfuerzos reformadores liberales han sido así moldeados por las resistencias de los estatus adquiridos.
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*Profesor-Investigador de la Universidad de Guadalajara (U de G), México. Coordinador del Doctorado en Ciencias Sociales de la U de G. Miembro del Grupo de Trabajo “Pobreza y Política Sociales” de CLACSO y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III.Email: carlosbarba66@gmail.com
**Profesor-Investigador de la Universidad de Guadalajara (U de G), México. Coordinador del Grupo de Trabajo “Pobreza y Políticas Sociales” de CLACSO y miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel III. Email: enrivalo@gmail.com
[1] Para acercar la tipología elaborada por Fernando Filgueira (1997, 2005) a la teoría de los regímenes de bienestar y potenciar el análisis histórico, Carlos Barba (2003, 2007) agrega dos filtros analíticos que enfatizan procesos de diferenciación importante en Latinoamérica, la articulación de las prestaciones sociales y los modelos de crecimiento y la composición etno-cultural que influye en los niveles de exclusión tolerados por la discriminación. Esa es la tipología que empleamos aquí.
[2] Hablamos de “familismo” cuando el bienestar de los individuos depende básicamente de los sistemas familiares de cuidados y de protección (Sojo 2011: 15)
[3] Las diferencias raciales o étnicas están entre los factores más significativos en la exclusión social, que significa un acceso desigual a la educación, la salud, los servicios públicos, a los mercados laborales, a la participación política y los derechos y libertades humanas (Perry 2000: 10).
[4] El régimen universalista aparece con altos niveles de gasto social, índices relativamente bajos de heterogeneidad etno-cultural, altos niveles de población económicamente activa asegurada, amplia cobertura en educación y salud, así como los niveles de desmercantilización más altos de la región (Barba 2003 y 2007).
[5] Como señala Robert Castel (2010), creador del concepto de desafiliación, este término habla del proceso mediante el cual un individuo o un grupo social se disocia de redes sociales que permiten su protección. Es decir de un recorrido hacia la vulnerabilidad.
[6] El régimen dual presenta valores medios en la mayoría de los indicadores, cobertura amplia en educación básica y estratificada en salud y una protección notoriamente dividida por tipo de población urbana o rural o regionalmente. Además estos regímenes se caracterizan por una alta heterogeneidad étnica que es acompañada por altos niveles de exclusión de la protección social (Barba, 2003 y 2007).
[7] Un dato que ilustra con gran claridad esta situación es que en México, de acuerdo con Adolfo Figueroa (2001) durante los años 1980 en México el 81% de los indígenas estaba en situación de pobreza, versus el 18% en el caso de los no indígenas (Figueroa 2000: 40).
[8] Durante los años 80, la incidencia de la pobreza entre los indígenas era en Guatemala de 87% contra 54% en el caso de los no indígenas, en Perú de 79% contra 50%, en Bolivia de 64% contra 48%. (Figueroa 2000: 40).
[9] El régimen excluyente es el que tiene los niveles más bajos de gasto social, sistemas de salud y seguridad social elitistas, mientras en materia educativa es dual. Su heterogeneidad etno-cultural es muy alta, así como sus niveles de exclusión social (Barba 2003 y 2007)
[10] En términos estrictos, la Constitución de 1917 no habla explícitamente de los derechos sociales, sino de “garantías individuales” en el Capítulo Primero, entre las que se encontraban la igualdad ante la ley y la educación laica y gratuita, y de un conjunto de mandatos sobre las relaciones de trabajo, entre las que destacaban los “derechos” a la asociación y a la huelga; será hasta diversas reformas iniciadas a fines de los años 70 que serán incorporados paulatinamente los derechos sociales en la Constitución Política (Valencia, Foust y Tetreault 2012).
[11] Pueden verse los debates de este periodo en torno a crecimiento o distribución en Solís 1983 y Valencia y Aguirre 1998.
[12] Esta fase muestra una notable cercanía con la llamada teoría del goteo utilizada en la política norteamericana.
[13] De acuerdo con Hernández Laos, aunque la incidencia de pobreza extrema en los hogares se redujo del 63.3% entre 1963 y 1984, aún alcanzaba al 23.8% de éstos en ese último año. A esto se suma un repunte de la pobreza moderada, que pasó de 14.8% en 1963 a 36.1% en 1984 (Hernández Laos 1992: Cuadro 3.2)
[14] De acuerdo con Székely, entre 1950 y 1984 la población con ingresos medios pasó del 24.3% de la población total al 55.9%. Mientras la población en pobreza extrema se redujo del 31.3% en 1950 a 11.4% en 1984 (Székely 1998: Figura 1.2).
[15] Kerbo (2003) considera que la segmentación institucional significa la desigualdad institucionalizada y que constituye en un sistema de relaciones sociales que determina quién recibe qué y por qué.
[16] Como ocurrió en casi toda América Latina.
[17] Con datos de 2004 -poco después de la reforma de 2003- puede mostrarse que mientras el decil poblacional más rico contaba con una cobertura de 90% en materia de seguridad social, los adultos mayores sólo alcanzaban coberturas cercanas al 20% y en las zonas rurales la cobertura para los adultos mayores era de sólo 5% (Scott 2005: 60).
[18] Que puede inducirse observando las diferencias en el gasto per cápita de las instituciones de salud. Si tomamos el gasto per cápita promedio a nivel nacional como 100, tenemos que en 1995 PEMEX tenía un gasto per cápita de 553.3, el IMSS de 99.4, el ISSSTE de 63.0, la SSA de 52.8, e IMSS-Solidaridad de 18.7. El gasto per cápita en la cúspide de la pirámide de los servicios públicos era 10 veces mayor que en la base (OCDE 1998: figura 17)
[19] De acuerdo con estimaciones de López Acuña, en 1978 la capacidad total de cobertura de las instituciones de salud en México sólo alcanzaba 69.9% de la población (López Acuña, 1980: Cuadro 32). Para Coplamar, ese mismo año, la capacidad de cobertura real de todas esas instituciones sólo alcanzaba al 64.7% de la población (Coplamar 1985: Gráfica 4.9). Además los servicios públicos para todos los ciudadanos, ofrecidos por la Secretaría de Salubridad y Asistencia, que en 1978 sólo cubrían al 15.6% de la población, eran básicamente asistenciales y preventivos (López Acuña 1980).
[20] Seguridad social en materia de salud establecida en los años treinta del siglo pasado, como parte de su contrato colectivo de trabajo.
[21] El otro gran segmento del sistema de salud mexicano corresponde a los servicios de salud pública, atendidos por la Secretaría de Salud, acompañada por el programa IMSS-Oportunidades (antes IMSS-Coplamar e IMSS-Solidaridad) y por programas de procuración de acceso a servicios básicos de salud[21] (Barba 2010)
[22] Para ilustrarlas podemos comparar a la región más rica de México, con el promedio nacional y la región más pobre en 1997. Ese año el promedio nacional en el acceso a la seguridad social, que correspondía a 9 regiones del país, era del 35% de la población, con un gasto per cápita aproximado de 1171 pesos. Esos datos contrastan agudamente con los indicadores de la región más rica, la región Noreste (la más rica) en la que el 52% de la población era derechohabientes y el gasto per cápita en salud era de 1277 pesos; también contrasta con los indicadores de la región Pacífico Sur (la más pobre) donde sólo el 16% estaba asegurado y el gasto per cápita en salud era más de 10 veces menor que en el caso anterior (583 pesos) (Gutiérrez 2002: Cuadro 2).
[23] La cobertura de la educación primaria creció del 45.2% en 1940 al 86.9% en 1980; la de la educación media creció de 37.4% en 1960 67.3% en 1980 (Coplamar 1985: Gráfica 1; Urrutia 1993: Cuadros 2.7 y 2.8).
[24] Sin embargo, la educación superior, apenas pasó de una cobertura del 4.7% en 1960 al 18.2% en 1980 (Coplamar 1985: Gráfica 1; Urrutia 1993: Cuadros 2.7 y 2.8)
[25] De manera complementaria hay que señalar que el desarrollo de instituciones como el Instituto Nacional de Protección a la Infancia (INPI), creado en 1961, el Instituto de Asistencia a la Niñez (IMAN), creado en 1968, y el Sistema Nacional de Desarrollo de la Familia (DIF), producto de la fusión del INPI y el IMAN en 1977, estuvo marcado por una orientación claramente familiarista. Estas instituciones se concentraban en tareas ligadas a la alimentación infantil en zonas urbanas, pero no se abocaban a desfamiliarizar el cuidado o a generar derechos para las mujeres para que pudieran insertarse al mercado laboral (Barba 2003).
[26] Puede verse en Coulomb y Schteingart (2006) una discusión detallada de la evolución del sistema nacional de vivienda.
[27] La visión residual considera que el mecanismo fundamental para alcanzar el bienestar social es el mercado y que las prestaciones propiamente públicas se deben orientan sólo a corregir externalidades de la economía, asignando recursos a los más pobres para que sean capaces de participar en el mercado y sobreponerse por sí mismos a sus dificultades (Skocpol 1995: 7; Hill y Bramley 1986: 10).
[28] El caso de Corea del Sur es contrastante con las reformas de salud, pensiones y acciones frente a la pobreza, sobre todo después de la crisis financiera de 1997 (Valencia 2012).
[29] Atinadamente estos autores prefieren este concepto frente al de tecnócratas.
[30] Véase por ejemplo Ham, Ramírez y Valencia 2008.
[31] Con datos actualizados a 2012, la exclusión de personas de algún tipo de seguro en salud fue de 21% (CONEVAL, 2013).
[32] Sin duda esta situación se vió agravada debido a la crisis económica de 2009.
[33] Por eso algunos autores, sugieren sustituir la idea de acceso universal a la propiedad por acceso garantizado a viviendas en arrendamiento (Coulomb 2012).
[34] Puede verse una descripción detallada en Valencia, Foust y Tetreault 2012.