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Revista Uruguaya de Ciencia Política
versión impresa ISSN 0797-9789versión On-line ISSN 1688-499X
Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.24 no.1 Montevideo jul. 2015
La democracia infinita. LEFORT ENTRE HABERMAS Y MOUFFE
The Infinite Democracy. Lefort between Habermas and Mouffe
Julián González Scandizzi **
Resumen: Frecuentemente, los planteos democráticos de Chantal Mouffe y Jürgen Habermas son presentados como incompatibles y mutuamente excluyentes. No obstante, el presente trabajo los aborda desde un prisma conciliatorio que permite resaltar dos propósitos fundamentales que resultan comunes a ambas concepciones: la crítica a la tradición liberal y la radicalización del ideario democrático. Se explora la convergencia de los enfoques deliberativo y agonístico en la comprensión simbólica de la sociedad democrática que propone Claude Lefort. Este tipo de sociedad ha vaciado el lugar del poder y ha disuelto los marcadores de certeza. Sin fundamentos trascendentes, la democracia se comprende entonces como un proyecto siempre perfectible, abierto e inconcluso y, en este sentido, radical.
Palabras clave: Democracia radical, pluralismo agonístico, democracia deliberativa, sociedad democrática
Abstract: Chantal Mouffe and Jürgen Habermas’ democratic perspectives are frequently portrayed as incompatible and mutually opposed. However, this paper proposes a conciliatory approach by emphasizing two fundamental ideas that both authors share: the critique of the liberal tradition and the radicalization of the democratic ideal. Here we explore the deliberative and agonistic convergence in the symbolic understanding of the democratic society that Claude Lefort proposes. This type of society has emptied power’s place and dissolved the markers of certainty. Without transcendent grounds, democracy is conceived as an always perfectible, open ended and uncompleted project, and therefore, radical.
Keywords: Radical democracy, agonistic pluralism, deliberative democracy, democratic society
1. Introducción
Frecuentemente, los planteos democráticos de Chantal Mouffe y Jürgen Habermas son pensados como incompatibles y mutuamente excluyentes. Según una visión ampliamente extendida en la teoría democrática contemporánea, la concepción democrática promovida por la autora belga ocuparía la posición más conflictivista dentro de este espectro teórico. La rehabilitación del pensamiento de Carl Schmitt que ella propone, constituye un fuerte aliciente para estimular este tipo de interpretaciones. (Mouffe 1999a; 2007) De acuerdo con este enfoque predominante, el modelo deliberativo desarrollado por Habermas y sus seguidores, ocuparía el extremo opuesto de la gama; es decir, representaría el polo más consensualista de la escala democrática[1]. En efecto, ha sido la propia Mouffe una de las autoras que más ha fomentado este tipo de interpretaciones.
Todo ello conspira para que la división taxativa entre la concepción deliberativa y la agonística aparezca como una especie de sentido común que polariza el pensamiento democrático de nuestro tiempo. Desde luego, existen múltiples e importantes diferencias conceptuales que abonan ese terreno de polarización, muchas de las cuales devienen en discrepancias irreconciliables[2]. No obstante, puede afirmarse que en el mainstream especializado con frecuencia se ha exagerado la oposición entre estas dos comprensiones democráticas. Es así que, si por un momento pudiera atemperarse esa imagen de rivalidad teórica insuperable, seguramente, se descubrirían importantes puntos de coincidencia que ubicarían a los planteos de Habermas y de Mouffe en posiciones mucho más cercanas que lo que habitualmente se hace. Precisamente, ésta es la intuición general que orienta el presente trabajo.
Una de las semejanzas medulares que generalmente permanece soterrada bajo aquel apotegma de oposición automática, es la equivalente comprensión de radicalidad democrática que proyectan los planteos de Habermas y de Mouffe. De hecho, ambos autores propugnan una radicalización del ideario democrático y su expansión –en términos de intensidad y espacialidad─ hacia una multiplicidad potencialmente infinita de dominios sociales. Precisamente, el presente trabajo apunta a desentrañar la convergencia de los enfoques deliberativo y agonístico en la comprensión simbólica del horizonte político moderno y en la simultánea adscripción a una vertiente radical del universo democrático[3].
Una referencia ineludible para abordar el terreno simbólico en el que se mueve la sociedad democrática es la perspectiva desarrollada por Claude Lefort. Ella focaliza sobre la manera en que la invención del imaginario democrático moderno, potenciado por la expansión del ideario igualador y libertario, logra romper con los tradicionales criterios estamentales de diferenciación entre los hombres. Según el autor francés, fue esta revolucionaria mutación simbólica la que permitió que la sociedad democrática disolviera los marcadores de certeza que dominaban en el Antiguo Régimen y, consecuentemente, propiciara un vaciamiento del lugar del poder soberano. Con matices propios, la influencia del planteo lefortiano puede rastrearse tanto en el entramado teórico de Habermas como en el de Mouffe.
Tal como aquí argumentamos, la aproximación a la sociedad democrática desde la mirada que aporta este tipo de análisis permite concebir los modelos deliberativo y agonístico como inscriptos en una misma concepción radical de la democracia. Pues, en tanto la sociedad ha disuelto toda referencia a instancias trascendentes de justificación, la democracia será radical si –y sólo si─ es capaz de autocomprenderse como un proyecto siempre perfectible, abierto e inconcluso. De manera inversa, asumir que hemos arribado a una situación en la que el orden democrático se hubiese logrado plenamente, remite a una imagen de sociedad reconciliada cuya legitimidad permanece apegada a algún tipo de fundamento trascendente. Esto último, como lo indican ambos autores, debe ser enfáticamente rechazado.
Luego de introducir algunos problemas asociados a la adjetivación radical de la democracia, en la segunda parte de este trabajo, abordaremos el horizonte de sentido que se inaugura con la revolución democrática. Para ello, expondremos la caracterización lefortiana del moderno imaginario de la democracia así como la manera en que Habermas y Mouffe se apropian de esta caracterización. Posteriormente, señalaremos dos posibles patologías que, según Lefort, amenazan desde dentro al orden democrático y que son advertidas, asimismo, por los planteos de Habermas y de Mouffe. En este contexto, nuestra atención se concentrará en la degeneración que subyace a ciertos planteos liberales de la democracia que, al estipular un conjunto de derecho individuales y un determinado entramado institucional como elementos que anteceden a la interacción política, recortan indebidamente el poder soberano del demos.
Todo ello nos permitirá reconstruir una noción de radicalidad democrática que aparece en ambos autores. La misma remite a un proceso de continua profundización y ampliación del ideario de libertad e igualdad que se abre con la entrada en la Modernidad; un proceso que, en la consciencia de la precariedad de sus fundamentos últimos, exterioriza la naturaleza abierta e infinita del proyecto democrático.
2. La adjetivación radical del pensamiento democrático
Tanto la democracia deliberativa como el pluralismo agonístico se autodefinen como planteos que impulsan concepciones radicales de la democracia. Así, por ejemplo, en el prefacio de Facticidad y validez Habermas sostiene: “bajo el signo de una política completamente secularizada, el Estado de derecho no puede tenerse ni mantenerse sin democracia radical. Convertir este presentimiento en una idea es la meta de la presente investigación”[4] (Habermas 1998a: 61). Para el caso de Mouffe, resulta sintomático de la inscripción radical de su pensamiento democrático que el subtítulo de Hegemonía y estrategia socialista sea, precisamente, Hacia una radicalización de la democracia. (Laclau y Mouffe 1987)
Ahora bien, ¿qué implica decir que una propuesta teórico-política adscribe a una vertiente radical de democracia? Sin duda, existen diversas maneras de abordar la radicalidad del pensamiento democrático. Aquí lo haremos focalizando en la dimensión simbólica de la sociedad democrática tal como agudamente lo ha registrado Lefort. No obstante, antes de ello, resulta interesante detenerse en algunas derivaciones que resultan sumamente complejas para los programas democráticos cuando a ellos se les asigna una inscripción radical.
Para avizorar el tipo dificultades al que hacemos referencia, resulta útil examinar la caracterización que propone Aletta Norval. Pese a que reconoce que existen numerosos elementos distintivos en las múltiples concepciones radicales de la democracia, esta autora afirma que todas ellas comparten dos lineamientos fundamentales: “primero, el compromiso con una crítica a la democracia liberal y, segundo, un intento por retener dimensiones de la tradición liberal al mismo tiempo que promover su democratización en un sentido más profundo”[5] (Norval 2001: 724).
Esta caracterización bifronte del escenario democrático radical conlleva algunos problemas de difícil resolución tanto a nivel teórico como práctico. Pues, los dos lineamientos fundamentales que orientan este tipo de proyectos políticos –i) la aceptación crítica de la tradición liberal y ii) el intento de profundizar el aspecto democrático de esta tradición─, pueden tomar direcciones independientes, e incluso, devenir en propósitos decididamente contrapuestos. Mientras que, por un lado, resulta contra intuitivo que la tradición política liberal –y el conjunto de derechos individuales asociado a ella─ disponga de una prioridad absoluta y pueda hacerse valer con independencia de la autonomía pública y la soberanía popular; por otro lado, queda claro que las garantías individuales y “el rol de los derechos de la autonomía privada […] resulta incierto desde una perspectiva democrático radical” (Cohen 1999: 388).
Desde esta última arista, la sospecha inherente a la adjetivación radical de la democracia, como indicativo de una forma de sociedad que deposita toda su confianza en la voluntad soberana del conjunto de sus miembros, permanece como algo latente incluso en las concepciones contemporáneas. Desde el otro costado, sin embargo, según una autocomprensión consecuentemente democrática, resulta insatisfactorio el intento liberal por asociar la legitimidad del orden democrático a una ingeniería institucional específica y a un determinado plexo de derechos subjetivos definidos con antelación al juego político.
Estas dos aristas, en tanto sospecha y en tanto insatisfacción de la comprensión democrática, configuran una suerte de disyuntiva que atraviesa de manera soterrada todo el ancho del pensamiento democrático radical. En cierta forma, los planteos deliberativo y agonístico, al postularse como proyectos radicales en el sentido que venimos señalando, quedan atrapados en esta encrucijada. En efecto, ambos programas democráticos pretenden conjugar una crítica a la concepción liberal tradicional con un impulso a la profundización y extensión de la autonomía horizontal del conjunto de los ciudadanos.
Precisamente, la intención fundamental que se persigue en este trabajo es considerar a Habermas y a Mouffe como autores que adscriben a tal horizonte radical de la democracia. No obstante, para poder concretar esta intención y para entender la complejidad de las respuestas que ellos ensayan ante el dilema que este horizonte plantea, es necesario volver la mirada hacia las características simbólicas implicadas en el imaginario democrático abierto por la modernidad. Pues, sólo a partir de este tipo de indagación será posible avizorar el alcance que la radicalidad del pensamiento democrático tiene para la institucionalización de tal orden político e imaginar alternativas capaces de lidiar con el desafío al que nos expone este tipo de pensamiento.
3. La invención democrática
La exploración simbólica del horizonte democrático excede el tipo de análisis que focaliza exclusivamente en los mecanismos institucionales que, desde cierto pensamiento politológico tradicional, sirven para definir a un sistema político como un sistema democrático. Desde luego, tampoco se trata de desconocer la importancia de tales procedimientos institucionales. Sin embargo, nuestro propósito apunta a traspasar ese corte analítico y ponderar las cruciales intuiciones simbólicas y normativas a las que recurren Habermas y Mouffe para definir sus respectivos proyectos democráticos como proyectos radicales. En el marco de tal indagación la referencia a los conceptos de Claude Lefort resultan ineludibles.
Lefort ha llamado la atención sobre la “voluntad de objetivación” que pervive en buena parte del pensamiento politológico de raíz sociológica. Según el autor francés, el punto de vista de la ciencia política a menudo olvida el hecho de que no existe ningún elemento social que pudiera preexistir a la puesta en forma (mise en forme), puesta en sentido (mise en sens) y puesta en escena (mise en scène) de la sociedad democrática como tal. Puesta en forma, como su propio punto de conformación; puesta en sentido, porque a partir de ella el espacio social se despliega como un espacio de inteligibilidad que articula de manera singular aquello que será tenido por verdadero o falso, justo e injusto, lícito o prohibido, normal o patológico; y, puesta en escena, porque este espacio contiene una semi-representación de sí mismo en su constitución aristocrática, monárquica, despótica, democrática o totalitaria (Lefort 1985: 76). Según la interpretación lefortiana, la voluntad de objetivación implicada en la ciencia política tradicional, además de eludir ese momento fundante de lo social, “nos hace soslayar que el pensamiento que se conforma en cualquier forma de la vida social, tiene que ver con un material que contiene su propia interpretación y cuya naturaleza está constituida en parte por su significación” (Lefort 1985: 76).
De allí que para poder dar cuenta del ámbito simbólico que sirve de soporte interpretativo a un determinado orden social, resulta imprescindible examinar las dimensiones de sentido que prevalecen en cada horizonte político particular; para el caso que nos interesa, el horizonte de sentido de la sociedad democrática. Precisamente, la mirada de Lefort se posa sobre la profunda mutación simbólica que significó la revolución democrática de fines del Siglo XVIII y que socavó para siempre los fundamentos de la distinción entre los hombres. Dicha revolución consagró el imaginario de la libertad y la igualdad como un horizonte simbólico ante el cual ningún ordenamiento político posterior ha resultado ajeno. Ahora bien, esta transformación sólo adquiere relevancia cuando se la compara con la forma en que se estructuraban las relaciones de poder en el Antiguo Régimen. Pues, en los órdenes sociales pre-modernos el poder monárquico era un poder incorporado en la persona del rey. Esta sociedad representaba su unidad y su identidad en la figura del cuerpo físico del rey.
El esquema monárquico de representación se consolidó durante la Edad Media al calor de los patrones de integración religiosa que conferían legitimidad al rey, cuyo cuerpo quedaba recubierto por una investidura a la vez sagrada y terrenal: “El príncipe era un mediador entre los hombres y los dioses, o bien, bajo el efecto de la secularización y de la laicización de la actividad política, un mediador entre los hombres y las instancias trascendentes de la Justicia soberana y de la Razón soberana” (Lefort 2004: 47). Su cuerpo concentraba “el principio de la generación y del orden del reino” (Lefort 1990: 189). La fórmula corpórea que el poder retiene durante el periodo monárquico sugiere que este poder era inseparable del cuerpo del rey, quien era su depositario legítimo y exclusivo. Su figura encarnaba la fuente trascendente del orden del mundo y por lo tanto, ese orden se sustraía a la incidencia de los hombres. (Poltier 2005: 60).
Con la revolución democrática inaugurada por la modernidad se disuelve no sólo la corporalidad de la sociedad sino también la unificación que en la persona del príncipe se establecía entre las instancias del poder, del saber y de la ley (Lefort 2004: 48). La autonomía del saber, hasta entonces incuestionada, aparece ahora como el objeto de una continua interrogación sobre los fundamentos de la verdad. La autonomía de la ley democrática, a diferencia de la ley monárquica, se caracteriza por la imposibilidad de fijar su esencia definitiva. En la actualidad, el derecho surge como un fenómeno que no puede desligarse del debate incesante sobre su fundamento, sobre la legitimidad de lo establecido y sobre lo que debe ser; un debate que se dirige tanto a los fines de la acción política como a aquello que le confiere justificación. Así, “la democracia se instituye y se mantiene por la disolución de los referentes de certeza. Inaugura una historia en la que los hombres experimentan una indeterminación última respecto al fundamento del poder, de la ley y del saber” (Lefort 2004: 50).
El cuadro del monarca guillotinado por los revolucionarios franceses pone en escena “la desincorporación del cuerpo místico, trascendente del rey, lo cual deja vacío el lugar del poder y corta el lazo entre la sociedad y su fundamento legitimador trascendente” (Marchart 2009: 129-130). En contraste, luego de la irrupción democrática quienes ejercen la autoridad política son simples gobernantes y no pueden apropiarse del poder (Lefort 1990: 190). Si bien la remisión a la idea unificada del pueblo o de la nación permanece como una constante todavía en la democracia moderna, estas referencias ya no tienen una encarnación real y concretista tal como sucedida en el orden monárquico. Por lo tanto, aún cuando el lugar del poder en la democracia moderna procure un signo en el cual encarnarse, desde el momento en que ese signo no es nombrable o configurable, ningún sujeto político –ni individual, ni colectivo─ puede ocupar el lugar de mediador absoluto y hablar en nombre del todo. Con ello, se admite tácitamente que “la nación no es sustancialmente una, que propiamente hablando no es reductible a una comunidad, puesto que el ejercicio del poder es siempre dependiente del conflicto político, y éste confirma y mantiene el conflicto de intereses, de creencias y de opiniones en la sociedad” (Lefort 2004: 34). Desde esta óptica, hay política democrática sólo allí donde se acepta la división social como algo inerradicable.
La radical indeterminación de fundamentos a la que queda expuesta la sociedad democrática y el hecho de que el poder no pueda ser figurado o encarnado “no es un hecho sin más asumido, es el producto de una obligación incondicionada, es decir, a falta de la cual el régimen sería destruido” (Lefort 2004: 33). En este sentido, Norval ha señalado la importancia de la concepción lefortiana para la comprensión del universo de pensamiento radical de la democracia. Pues, según ella afirma, la condición de posibilidad para la radicalización de la democracia “debe rastrearse en aquello que permite el vaciamiento del lugar del poder, es decir, la ausencia de un principio trascendente del orden político. Junto con la modernidad se instaura el reconocimiento de que los principios de ordenamiento social son inmanentes y, por tanto, políticos (sujetos a disputa) y contingentes (históricamente articulado)” (Norval 2001: 726). En efecto, tal como es lúcidamente registrado por Lefort, será sólo a partir de esta apertura social a una indeterminación última de fundamentos que la democracia pueda ser pensada desde su arista radical.
4. Una lectura de Habermas y Mouffe en clave lefortiana
Una cuestión crucial que nos importa resaltar aquí es que Habermas y Mouffe convergen en una misma imagen de sociedad democrática. La estructura simbólica de esta sociedad carece de garantías trascendentes y en ella el poder soberano aparece diseminado en la pluralidad de un pueblo que, como totalidad, resulta irrepresentable. En el caso de Mouffe existe una remisión explícita al pensamiento de Lefort y a su comprensión democrática. Si bien en casi todos sus escritos hay referencias a la descripción lefortiana, es en Hegemonía y estrategia socialista donde la rehabilitación de esta descripción se hace de modo más detallado. Allí, Mouffe destina varias páginas a analizar el cuadro que hemos bosquejado más arriba. Tal como ella sostiene, “Lefort ha mostrado de qué modo la «revolución democrática», como terreno nuevo que supone una mutación profunda a nivel simbólico, ha implicado una nueva forma de institución de lo social” (Laclau y Mouffe 1987: 211).
Será la Revolución francesa la que, según la mirada mouffeana, transforme para siempre los fundamentos políticos del mundo[6]. Es allí donde debería rastrearse la verdadera discontinuidad que inaugura la invención de la cultura democrática, ya que a partir de ella se introduce una nueva conciencia del tiempo, un nuevo concepto de la práctica política y una nueva idea de la legitimidad:
“Esta ruptura con el Ancien Régime, […] proporcionará las condiciones discursivas que permiten plantear a las diferentes formas de desigualdad como ilegítimas y antinaturales, y de hacerlas, por tanto, equivalerse en tanto formas de opresión. Esto es lo que va a constituir la fuerza subversiva profunda del discurso democrático, que permitirá desplazar la igualdad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios, y que servirá, por tanto, de fermento a las diversas formas de lucha contra la subordinación” (Laclau y Mouffe 1987: 175).
Al mismo tiempo, la idea de que el poder ya no puede ser corporeizado por ningún sujeto político, se patentiza en el rechazo que Mouffe exhibe ante las consecuencias totalitarias del pensamiento de Carl Schmitt y que se derivan de “considerar la unidad del pueblo tan sólo según el modo de la unidad sustantiva” (Mouffe 2003: 71). La autora belga acepta la idea schmittiana según la cual la autoafirmación de una comunidad política no puede separarse de la lucha misma por la definición del pueblo y de la constitución de su identidad. Sin embargo, consecuente con su planteo antiesencialista, Mouffe afirma que “esa identidad nunca puede constituirse plenamente, y sólo puede existir mediante múltiples formas de identificación en competencia. La democracia liberal es precisamente el reconocimiento de esta distancia inherente entre el pueblo y sus diferentes identificaciones. De ahí la importancia de dejar este espacio de impugnación permanentemente abierto” (Mouffe 2003: 71).
Al contrario de lo que sucede con Mouffe, sólo en muy pocas ocasiones Habermas hace referencia de manera directa al desarrollo conceptual de Lefort[7]. No obstante, vistas las cosas en conjunto, la comprensión habermasiana sobre las condiciones simbólicas inauguradas por el imaginario democrático resulta claramente coincidente con el planteo lefortiano. Asimismo, en el contexto de sus recientes escritos sobre la religión, el autor alemán remite ahora con cierto detalle al planteo de Lefort reforzando la impresión de convergencia entre su pensamiento y el del autor francés[8]. Fundamentalmente, en el marco del análisis simbólico sobre la autocompresión de una sociedad democrática, los dos principios cardinales del pensamiento lefortiano pueden ser descubiertos en la perspectiva habermasiana: la vacuidad del lugar del poder y la disolución de los marcadores de certeza.
Ya desde Historia y crítica de la opinión pública, existe en Habermas la preocupación por dar cuenta de ese impulso igualador y libertario que, temporalmente abierto con la modernidad, se patentiza en la equidad de la distribución del discurso y en la fuerza igualadora de la argumentación (Habermas 1981). Según Habermas, estas corrientes igualadoras encontrarán su impulso decisivo en las experiencias revolucionarias del último cuarto del Siglo XVIII. Las derivaciones de estos estallidos revolucionarios, que se materializan en las asambleas constituyentes de París y Filadelfia, constituyen los epitafios de una forma metafísica de legitimación del poder político que permanece encarnado en la figura del príncipe. Pues, la idea de autodeterminación ciudadana –implicada en el moderno Estado constitucional─ consiguió revolucionar definitivamente “los fundamentos de legitimación del poder” (Habermas 1999: 127). Desde este escenario postmetafísico de fundamentación que se abre con la modernidad, Habermas desarrollará su propuesta democrático-deliberativa con la intención de reconstruir los presupuestos pragmáticos de la comunicación argumentativa que se patentizan en las estructuras formales e informales de los modernos Estados constitucionales.
En este contexto, la propuesta habermasiana retoma la idea de soberanía popular desarrollada por Julius Fröbel. Los planteos de este último, bien pueden equipararse con la descripción lefortiana sobre la vacuidad del lugar del poder y con la aceptación de la división y el conflicto social como componentes inherentes al orden democrático. Fröbel propone una interesante vinculación entre el principio de la libre discusión y el principio de la decisión mayoritaria. Según lo plantea, la decisión mayoritaria debe entenderse como un acuerdo presuntamente racional, aunque es siempre un acuerdo condicionado:
“La discusión hace que las convicciones, tal como se han desarrollado en el espíritu de los distintos individuos, obren unas sobre otras, las clarifica, y amplía el círculo de su reconocimiento. La forma práctica concreta que cobra el derecho es consecuencia de la evolución y reconocimiento de la conciencia jurídica teorética previa de la sociedad, pero esa forma concreta sólo puede producirse de una manera, a saber, mediante la votación y decisión por mayoría de votos” (Fröbel 1975: 96).
Así, la decisión acordada por una mayoría “debe tomarse de forma que su contenido pueda considerarse el resultado racionalmente motivado, pero falible, de una discusión acerca de lo que es correcto, provisionalmente cerrada por imponerlo así la necesidad de decidir” (Habermas 1998a: 601). La minoría, que en esa decisión colectiva ve frustradas sus preferencias, no tiene más remedio que aceptar y subscribir el deseo mayoritario. Sin embargo, a esa minoría no se le exige que renuncie a su voluntad sino, antes bien, se le obliga a que momentáneamente renuncie a la aplicación práctica de su convicción. Con ello se eluden las consecuencias totalizantes de la concepción del pueblo como un cuerpo moral y colectivo. Así, mientras que en Rousseau o en Schmitt el soberano encarnaba el poder, “el público de Fröbel ya no es un cuerpo, sino sólo el proceso de múltiples voces de una formación de la opinión y la voluntad comunes, que disuelve el poder” (Habermas 1998a: 601-602).
El soberano no queda asociado ya a ningún macro sujeto colectivo ni a ningún individuo particular, sino que se esparce en los anárquicos flujos comunicativos de la esfera pública. En este marco, la idea de soberanía popular se de-sustancializa: “La soberanía, enteramente dispersa, ni siquiera se encarna en las cabezas de los miembros asociados, sino –si es que todavía se quiere seguir hablando de encarnaciones─ en esas formas de comunicación carente de sujeto” (Habermas 1998a: 612). Como vemos, esta comprensión de la soberanía popular entronca directamente con la perspectiva lefortiana. Según las propias palabras de Habermas, en este universo de sentido “el poder soberano del rey se ha disuelto, descorporizado y se ha dispersado en los flujos comunitarios de la sociedad civil […]. Claude Lefort tiene razón al sostener que la soberanía dejó un «lugar vacío»” (Habermas 2011: 27).
En definitiva, y este es un punto al que arriban tanto el planteo de Lefort como los de Habermas y de Mouffe, la revolución democrática abre una época incierta en la que el poder permanece como algo imposible de ser corporizado, de allí su carácter vacío. En este horizonte, “no hay representación de un centro y de contornos de la sociedad: en lo sucesivo, la unidad no puede borrar la división social. La democracia inaugura la experiencia de una sociedad inaprensible, indomeñable, en la que el pueblo será llamado soberano, ciertamente, pero cuya identidad no cesará de plantear interrogantes” (Lefort 1990: 76). Este escenario vertiginoso, surcado por una incertidumbre fundamental, constituye el trasfondo simbólico y la condición de posibilidad para una sociedad capaz de organizar sus relaciones de manera auto-reflexiva y sin el recurso apacible que representan las garantías trascedentes.
5. El doble precipicio democrático: dispersión de la unidad y unificación de lo disperso
La descripción democrática lefortiana bosqueja el cuadro de una sociedad que ha soltado las amarras que otrora la ataban a una forma de legitimación metafísica, propia del Antiguo Régimen. Por el contrario, si el orden democrático aspira a ser consecuente con su condición postmetafísica deberá habérselas consigo mismo en lo que hace a su justificación y su institución; una institución que, por otra parte, queda expuesta a la constitutiva precariedad de sus fundamentos. Como lo remarca Oliver Marchart, el único fundamento necesario de esta sociedad es, paradójicamente, el de su propia condición contingente: “La imposibilidad de ese fundamento [último] es la condición de posibilidad necesaria de los fundamentos en plural, de la misma manera que la contingencia concerniente a los «fundamentos contingentes» constituye una contingencia necesaria” (Marchart 2009: 44). En esta misma línea, según lo sostiene James Ingram, desde la óptica lefortiana el elemento distintivo de la democracia no es prioritariamente la igualdad, la libertad o el poder popular, sino más bien “la indeterminación, una propiedad negativa que mantiene abiertos sus contenidos positivos” (Ingram 2006: 42).
Ahora bien, como ya lo insinuáramos al inicio de este trabajo, la aceptación de la contingencia y la consiguiente ausencia de certidumbres últimas, coloca a la sociedad democrática ante un dilema crucial: el abandono de fundamentos últimos en los que anclar el orden social cancela la posibilidad de trazar límites claros a la voluntad soberana del pueblo. Tal situación conlleva la potencial anulación de toda libertad y, a la postre, la aniquilación de la democracia como tal. Esta aniquilación no es el resultado del debilitamiento de la democracia o de un ataque exterior a ella sino, por el contrario, de su propia naturaleza incierta. En cierta forma, el germen de su destrucción permanece latente en su interior. Lefort registra lúcidamente este riesgo subrayando dos posibles degeneraciones patológicas con las que ha de lidiar la sociedad democrática.
De un lado, la obsesión liberal que, en el afán de controlar los impulsos totalizantes de una voluntad ilimitada, termina entronizando al Estado de derecho como la autoridad final de la sociedad. La fijación de límites específicos al poder popular, oscurece el hecho de que los derechos individuales que ese Estado de derecho viene a proteger son siempre instituidos políticamente y que la unidad política de la democracia depende, precisamente, de la generación de esos derechos en una práctica democrática colectiva (Rummens 2008: 368). Soslayando el ineludible papel unificador que, en este contexto, juega la autodeterminación democrática y asentando todo el peso de la integración social en unos derechos individuales y en un conjunto de mecanismos institucionales anteriores a la interacción política, el pensamiento liberal conduce a la potencial dispersión de la unidad social en una multiplicidad de mónadas egoístas y autónomas: “borra simultáneamente la cuestión de la soberanía y la del sentido de la institución […]; finalmente, plantea como reales solamente a los individuos y a las coaliciones de intereses y de opiniones. En esta última perspectiva, cambiamos la ficción de una unidad en sí misma por la de una diversidad en sí” (Lefort 2004: 77).
El temor que genera dicha desintegración del entramado social suministra el caldo de cultivo propicio para la segunda forma de degeneración democrática. Pues, en el intento por dar con alguna referencia capaz de reconstituir su fragmentación, la sociedad democrática es fácilmente seducida por líderes o partidos que prometen restablecer la comunidad política armónica y la homogeneidad sustantiva. El miedo a la pura dispersión de la sociedad encuba su nefasta contracara, es decir, la unidad absoluta de su dispersión: “La referencia a un lugar vacío cede ante la imagen insostenible de un vacío efectivo. […] En esas situaciones límite se efectúa una fantástica inversión de las representaciones que ofrecen el indicio de una identidad y de una unidad sociales, y se anuncia la aventura totalitaria” (Lefort 2004: 78). Mientras que en la patología liberal de la diversidad en sí misma el lugar del poder tiende a desaparecer por completo, la degeneración opuesta, en tanto restaura la figura del pueblo como totalidad, representa una clausura del lugar vacío del poder (Rummens 2008: 368).
Si el orden político democrático pretende permanecer dentro de la estructura simbólica que lo posibilita deberá entonces desfilar por este doble precipicio sin caer en el abismo de sus costados patológicos. En los enfoques de Habermas y de Mouffe, puede identificarse la misma tipificación de este sendero vertiginoso y la correlativa preocupación por salvar a la democracia de sus potenciales perversiones. En lo que sigue, sin embargo, concentraremos el análisis en la manera en que estos dos autores enfrentan el riesgo de la degeneración democrática liberal que, al disolver el tejido social en una dispersión de sujetos autónomos, arrastra a un vacío efectivo del poder democrático. Por una cuestión de espacio, el otro costado del precipicio –aquel que remite a las derivas totalitarias y a la re-encarnación del lugar vacío en un soberano individual o colectivo─ será dejado en suspenso aquí[9].
Tomando distancia del liberalismo clásico, Habermas afirma que “la idea de los derechos humanos […] no puede ser simplemente impuesta al legislador soberano como límite externo” (Habermas 1999: 253). Es decir, los derechos individuales no pueden concebirse como meras protecciones que el sujeto particular levanta ante al poder soberano del demos. Pues, según el autor alemán, esta visión no consigue hacer justicia con la intuición democrática de un pueblo que participa activamente en su determinación normativa. En tal sentido, los derechos fundamentales no pueden pensarse como previos al proceso político. Por el contrario, el conjunto de estos derechos sólo pueden surgir desde la misma sociedad y deben ser instituidos sobre la base del ejercicio de la soberanía popular (Rummens 2008: 387). En última instancia, tal como lo sostiene Habermas, detrás del intento liberal por excluir de la deliberación pública y de la interacción política a los derechos individuales puede apreciarse “el miedo del burgeois de verse avasallado por el citoyen” (Habermas 1998a: 600).
Asimismo, Habermas impugna una perspectiva típicamente liberal que estipula un procedimiento institucional particular y pre-político como el único medio legítimo para manifestar la voluntad popular, permaneciendo él mismo como algo incondicionado e inaccesible a esa misma voluntad democrática: “De acuerdo con la visión liberal, el proceso legislativo democrático requiere una forma específica de institucionalización legal si pretende arribar a regulaciones legítimas. Se introduce una «ley básica» como condición necesaria y suficiente del propio procedimiento, independientemente de sus resultados: la democracia no puede definir la democracia” (Habermas 2001: 770). En contraposición a la impronta liberal, la perspectiva habermasiana deja librado a la propia voluntad de los implicados todas las decisiones que pudieran afectarlos, incluso las que afectan al propio procedimiento institucional que habrá de regular esa toma de decisiones y la forma más conveniente de su organización política[10].
Según la condición postmetafísica en la que Habermas inscribe su pensamiento, sólo puede reconocerse como legítimo aquel proceso político que “se haya producido bajo reservas falibilistas y sobre la base de libertades comunicativas anárquicamente desencadenadas. En el rebullir, en el torbellino e incluso vértigo de esa libertad no hay ya puntos fijos si no es el que representa el procedimiento democrático mismo” (Habermas 1998a: 255). En otras palabras, se asume aquí una incertidumbre última respecto de los resultados que pudieran alcanzarse mediante ese procedimiento democrático. Esos resultados quedan en manos del “compromiso más o menos ilustrado de los participantes” (Habermas 1998b: 71). Por su parte, el procedimiento democrático mismo queda liberado de toda atadura institucional específica. Es por ello que la propuesta deliberativa no debería ser equiparado con una organización específica de la sociedad, con una forma particular de gobierno o con un método particular de selección de dirigentes: “La cuestión es, más bien, encontrar en cada conjunto de circunstancias mecanismos institucionales que justifiquen la presunción de que las decisiones políticas básicas contarían con el acuerdo de todos los afectados por ellas” (McCarthy 1992: 383). En otras palabras, es la propia voluntad del demos deliberante la que habrá de determinar su funcionamiento institucional y sus prácticas regulatorias.
Mouffe, por su parte, exhibe objeciones similares hacia la perspectiva de derechos individuales defendida por el liberalismo. Al igual que Habermas, considera que el riesgo de degeneración democrática que implica una intromisión indebida de la mayoría sobre el individuo, no constituye óbice alguno para concebir a los derechos individuales como algo que los sujetos poseen con antelación a la interacción política:
“La idea de derechos «naturales» anteriores a la sociedad […] debe ser abandonada y sustituida por otra manera de plantear el problema de los derechos. No es posible nunca tener derechos individuales definidos de manera aislada, sino solamente en contextos de relaciones sociales […]. Se tratará siempre, por consiguiente, de derechos que involucran a otros sujetos que participan de la misma relación social” (Laclau y Mouffe 1987: 209).
Al mismo tiempo, Mouffe propone “un enfoque no esencialista, deudor del posestructuralismo y de la deconstrucción” (Mouffe 2003: 28). Este tipo de enfoque le permite acentuar el momento de exclusión implicado en la constitución de todo orden social. Dicho acento contradice la pretensión liberal de contar con un entramado institucional, valorativamente neutral y universalmente legítimo, capaz de borrar el momento político de su propia institución hegemónica. Pensar desde este ángulo el andamiaje institucional propuesto por el liberalismo permite concebirlo como un consenso contingente y revocable, evitando así la naturalización o reificación de un régimen particular de inclusión/exclusión. Según la autora belga, en toda sociedad el consenso sobre las reglas e instituciones que la gobiernan es, y siempre será, la expresión de una hegemonía y la cristalización de unas relaciones de poder específicas. De allí que, “la frontera que dicho consenso establece entre lo que es legítimo y lo que no lo es, es de naturaleza política, y por esa razón debería conservar su carácter discutible” (Mouffe 2003: 64).
Puede advertirse entonces, cómo Habermas y Mouffe objetan una imagen restrictiva de la democracia y buscan expandir la agenda de la discusión de modo tal que ésta abarque también a los derechos individuales y a las instituciones que canalizan la voluntad soberana del demos. El intento liberal por predefinir un fuero de derechos subjetivos anterior al momento político y, al mismo tiempo, especificar un conjunto de mecanismos institucionales democráticos como los únicos capaces de canalizar legítimamente la voluntad soberana del pueblo, constriñe indebidamente una agenda de temas sobre los que dicha voluntad tiene todavía mucho que decir. Pues, desde una arista estrictamente liberal, la democracia resulta incapaz de definir qué es la democracia en tanto ésta queda estipulada por una estructura normativo-institucional que precede a la interacción política.
6. La democracia radical: un proyecto infinito
Según hemos visto, a contrapelo de la degeneración liberal de la democracia sobre la que nos previene Lefort, en los planteos de Habermas y de Mouffe desaparece el punto arquimédico y decisivo desde el cual definir, de una vez por todas, el verdadero entramado institucional que caracteriza al procedimiento democrático. Pues, la indeterminación de este imaginario se traslada, por así decirlo, a la propia estructura organizativa que permite su desarrollo. En este sentido, si bien Habermas y Mouffe aceptan el trasfondo normativo de la tradición liberal, también toman nota de la insuficiencia normativa que supone pensar el horizonte democrático desde una arista institucional exclusivamente liberal. En todo caso, y sin renunciar a tal andamiaje normativo, los dos autores indagan por las condiciones simbólicas que permiten el desarrollo de una sociedad en donde el ideario democrático pueda ser radicalizado. Para ellos, al igual que para Lefort, tales condiciones deben ser rastreadas en el escenario de disolución de fundamentos últimos y de descentramiento del poder soberano. Pues, sólo en un universo de sentido tal es posible la constitución de un orden democrático capaz de generar sus propios patrones de legitimidad a partir de la inmanencia de sus prácticas sociales.
Esta comprensión radical de la democracia sólo tiene lugar dentro del impulso libertario-igualador que surge en la modernidad y que transformó para siempre las estructuras tradicionales de diferenciación entre los hombres así como las antiguas estructuras de legitimidad del poder político. Por lo tanto, la radicalidad democrática constituye también un aguijón de crítica que proporciona potentísimos fundamentos para cuestionar las deficiencias que, en términos de libertad e igualdad, pululan en nuestras contemporáneas democracias liberales. En este sentido, los proyectos democráticos de Habermas y de Mouffe se encaminan a fortalecer y expandir los espacios de discusión público-política en el afán de reparar las situaciones de injusticia e inequidad (Kapoor 2002: 475). Ambas perspectivas asumen ese universo normativo abierto por la revolución democrática y promueven su ampliación hacia ámbitos todavía no alcanzados por él.
En este contexto, puede interpretarse que tanto para Habermas como para Mouffe, si existe todavía un camino de emancipación para nuestras sociedades postmetafísicas o posfundacionales, éste ha de ser recorrido como una radicalización del horizonte democrático. Tal horizonte, sin embargo, permanece como una representación que nunca llega a materializarse íntegramente. Pues, “la extensión y la radicalización de las luchas democráticas nunca van a tener un punto final o de llegada en el logro de una sociedad plenamente liberada” (Mouffe, 2014: 92). En efecto, tal como ha sido resaltado por Fuat Gürsözlü, “la naturaleza infinita del proceso político, el falibilismo de las nociones de verdad y validez y la reflexividad del discurso público son características comunes de las concepciones agonística y deliberativa” (Gürsözlü 2009: 365). Inversamente, clausurar ese proceso político y postular una definición concluyente sobre lo que la democracia es o debería ser, nos llevaría a excluir parte de la fuerza transgresiva de un ideario político que resulta siempre inacabado. En tal sentido, Norval sostiene:
“[…] no podemos ser «radicales» en tanto propongamos una solución radical, una solución que pudiera establecer de una vez y para siempre las cuestiones sobre el orden político. Más bien, en una democracia toda solución es provisoria y temporal. La radicalización de la democracia no es, por tanto, «radical» en el sentido de una democracia pura o verdadera. Por el contrario, su carácter radical implica que sólo podremos rescatar la democracia tomando en cuenta su propia imposibilidad radical”[11] (Norval 2001: 726).
Esta imposibilidad radical que asumen Habermas y Mouffe, como incompletitud constitutiva de sus proyectos democráticos, permanece ocluida para el pensamiento democrático de talante liberal[12]. En consonancia con Mark Devenney, puede sostenerse que “sólo ciertas formas de organización social hacen lugar a la promesa de que las cosas podrían ser diferentes; sólo ciertas formas de organización social son conscientes de su propia contingencia” (Devenney 2004: 145). Precisamente, tal como lo indica Mouffe, una democracia radical debe proponerse institucionalizar esa incertidumbre que la atraviesa y que la define; es decir, “ese momento de tensión, de apertura, que da a lo social su carácter esencialmente incompleto y precario” (Laclau y Mouffe 1987: 215). Paralelamente, Habermas afirma que cuando el concepto de lo político se comprende desde una perspectiva democrática radical representa una especie de recordatorio de la dimensión temporal, en cuyo marco, toda teoría política normativa ha de formular sus modelos democráticos:
“En contraste con las «teorías ideales» de la justicia que bosquejan los contornos de una sociedad justa, más allá del tiempo y el espacio [...] sólo una comprensión dinámica de nuestras constituciones liberales puede hacernos conscientes del hecho de que el proceso democrático es también un proceso de aprendizaje […]. Cualquier constitución democrática es y seguirá siendo un proyecto” (Habermas 2011: 28).
En este contexto, suponer que en algún momento podremos arribar a una sociedad plenamente democrática implicaría volver los pasos hacia aquellas teorías ideales que, a su modo, recuestan el peso de su legitimidad en ciertos fundamentos que trascienden la inmanencia social.
De manera similar, Mouffe sostiene que la precondición básica para una concepción radicalmente democrática es “la renuncia a dominar –intelectual o políticamente─ todo presunto «fundamento último» de lo social” (Laclau y Mouffe 1987: 207). Al respecto, la autora belga afirma que el proyecto de una democracia radicalizada, sólo puede darse allí donde exista “una forma de la política que no se funde en la afirmación dogmática de ninguna «esencia de lo social», sino, por el contrario, en la contingencia y ambigüedad de toda «esencia», en el carácter constitutivo de la división social y del antagonismo” (Laclau y Mouffe 1987: 218). En consonancia con esto, según Habermas en las sociedades postmetafísicas “somos nosotros mismos los que hemos de decidir, a la luz de principios controvertibles, las normas que han de regular nuestra convivencia” (Habermas 1991: 126). La discusión respecto de la legitimidad de tales principios permanece como una constante en la vida democrática ya que, ante la ausencia de contenidos fundamentales, nada aparece aquí como definitivamente garantizado. Todo podría resultar de otra manera, inclusive las estructuras organizativas más arraigadas de nuestras sociedades democráticas.
7. Conclusiones
En este trabajo procuramos destacar ciertas similitudes fundamentales que las propuestas de Habermas y de Mouffe muestran en lo que hace a la radicalidad de sus comprensiones democráticas y en el propósito conjunto de profundizar y ampliar los espacios de discusión social en los que se generan las respuestas que una comunidad política democrática ha de conferir al problema de su propia organización. A fin de abordar la complejidad del escenario democrático radical, analizamos el trasfondo simbólico que sirve como condición de posibilidad para que una sociedad pueda entenderse a sí misma como responsable por su constitución y tome en sus manos el destino de las instituciones que la regulan. En este sentido, los paralelismos de los enfoques deliberativo y agonístico con la caracterización democrática bosquejada por Lefort resultan decisivos.
Para este autor francés, cuando se compara este universo de sentido con el del Antiguo Régimen, se advierte que en el orden simbólico democrático existe una incertidumbre de fundamentos últimos y un vacío del lugar del poder. Pues, ya no hay un cuerpo físico, ni ningún entramado institucional específico, en el que pudiera materializarse corporalmente el poder soberano del demos. Todo esto nos ha permitido visualizar la comprensión radical de la democracia como referida a una sociedad que no dispone de ninguna garantía trascendente en la que anclar sus fundamentos de legitimidad. Por el contrario, la característica primordial que la orienta será, precisamente, la conciencia de la precariedad que la atraviesa y de la contingencia de todo aquello que, por el momento, tiene por seguro; incluso de aquellas reglas e instituciones que circunstancialmente asume como constitutivas para su propia existencia.
De manera equivalente, tanto en la perspectiva deliberativa como en la agonística, la sociedad democrática aparece desligada de todo contenido dogmático y pierde las ataduras conceptuales que pudieran sujetarla a una invariable e imperecedera visión de las instituciones que la encarnan. El inquietante trasfondo de incertidumbre que nace a la par de la idea de soberanía popular, no puede ya desterrarse de la comprensión democrática sin pagar el alto precio que implica vaciar de sentido a las instituciones que fueron concebidas con el objeto de canalizar su ejercicio. Puede sostenerse, por tanto, que ambas perspectivas convergen en una misma empresa teórico-política, a saber: potenciar, en nuestros siempre abiertos y constitutivamente fallidos sistemas democrático-liberales, el elemento emancipador de la crítica, la discusión y el debate. Paradójicamente, es el reconocimiento de la vacuidad del lugar del poder democrático, la incertidumbre y la conciencia falibilista que impregna a este tipo de organización social, así como la consiguiente imposibilidad de suturar su significado último y definitivo, lo que protege a la democracia de su propia aniquilación y lo que garantiza su inagotable potencia creadora.
Con ello, la democracia radical se presenta en Habermas y en Mouffe como un horizonte normativo irrenunciable y, al mismo tiempo, imposible. Una especie de ideal utópico que, en la inmanencia de la sociedad sin fundamentos, asume su condición contingente y que, en la aceptación de su naturaleza infinita, toma conciencia de su incompletitud. Paradójicamente, es la imposibilidad de su concreción final lo que nos persuade de seguir caminando hacia él.
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** Doctor en Ciencia Política por el Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
[1] Entre los numerosos trabajos que bosquejan este panorama de fuerte oposición entre la democracia deliberativa y el pluralismo agonístico, resultan ilustrativos los de Norval (2007), Jezierska (2011), Erman (2009), Gürsözlü (2009), Brady (2004), Knops (2007), Schaap (2006), Hillier (2003) y Purcell (2009). En general, todos ellos asumen una visión consensualista o conflictivista del dominio político y, desde esa condición fundamental, postulan la superioridad tanto sea del modelo habermasiano como del mouffeano. Para un análisis conciliador de estos dos enfoques democráticos, en el que se aborda el rol fundamental que juegan las ideas de consenso y conflicto tanto en Habermas como en Mouffe, remitimos a González (2014).
[2] Sin pretender elaborar una lista exhaustiva de elementos diferenciales y potencialmente irreconciliables, pueden apuntarse, entre otros, los siguientes: la concepción epistemológica de la democracia que adopta Habermas, de ninguna manera se encuentra presente en el enfoque de Mouffe; la idea mouffeana de que toda identidad se conforma a partir de una exterioridad que se vuelve constitutiva para dicha definición identitaria está totalmente ausente en el planteo de Habermas; el esfuerzo fundamental que este último coloca en la búsqueda de una racionalidad comunicativa, por más escéptica y contingente que esta se plantee, no aparece siquiera insinuado en la pensadora belga –por el contrario, puede decirse que toda su obra se encamina, precisamente, a criticar tales intentos─; el fuerte contextualismo del que parte la autora belga, contrasta claramente con el universalismo moral por el que aboga el autor alemán.
[3] No pretendemos hacer aquí un análisis exhaustivo de las propuestas democráticas de Habermas y de Mouffe, sino más bien focalizar sobre algunos aspectos de sus obras que nos permiten trazar líneas de contacto en lo que refiere a la radicalidad de esas propuestas y a la comprensión simbólica de la sociedad democrática. Las exposiciones de estos modelos democráticos se encuentran desarrolladas especialmente en Habermas (1998a; 1999) y en Mouffe (1999b; 2003; 2007; 2014).
[4] Considerar, tal como aquí lo hacemos, al proyecto democrático habermasiano –sobre todo el propuesto en Facticidad y validez─ como radical resulta una idea no exenta de discusión. James Bohman, por ejemplo, interpreta a esta obra como un programa eminentemente liberal que coloca más bien en un plano subalterno las posibilidades de autodeterminación política mediante la participación deliberativa de los ciudadanos (Bohman 1994). En el mismo sentido, Frank Michelman encuentra en este modelo un “desalentador colapso de la soberanía popular” (Michelman 1996: 3-8). Joshua Cohen, por su parte, considera que, en la descripción habermasiana, la democracia radical es posible sólo como esporádicos estallidos de energía democrática provistos por los movimientos sociales. Con ello, tal radicalidad permanecería “extraña a la configuración de las rutinas institucionales de la política moderna” (Cohen 1999: 410). En contra de estas lecturas, que entienden de manera derrotista la radicalidad democrática habermasiana de Facticidad y validez, sostendremos que vistas las cosas en conjunto existe en esta obra un impulso decisivo a favor de las deliberaciones que se suscitan en las anárquicas redes comunicativas cotidianas. Son ellas las que definen la agenda política y las que direccionan y asedian las deliberaciones que tienen lugar en las instituciones democráticas formales. En esta dirección, también Stephen Grodnick argumenta que “Facticidad y validez es inequívocamente un libro enraizado en la democracia radical” y que “resulta errónea la acusación de una retirada hacia el conservadurismo” (Grodnick 2005: 394).
[5] Para todas las citas de lengua extranjera se han utilizado traducciones propias.
[6] Mouffe acentúa esta importancia: “Es esta afirmación del poder absoluto del pueblo la que constituye la originalidad de la Revolución francesa, si se la compara con la Revolución inglesa o con la Revolución americana” (Laclau y Mouffe 1987: 175). En contraste, desde la óptica de Habermas, las revoluciones francesa y americana convergen como partes inseparables de un mismo “evento histórico dual” (Habermas 2001: 768).
[7] En una entrevista, Habermas señala: “El lugar simbólico de la política ha de quedar vacío en una democracia, como Lefort dice con razón” (Habermas 2006: 154). Por su parte, en “Further Reflections on the Public Sphere”, el autor alemán también refiere a Lefort aunque de manera indirecta: “Si la soberanía popular queda de esta manera disuelta en términos procedimentales, el lugar simbólico del poder –vacío desde 1789, es decir, desde la revolucionaria abolición de las formas paternalistas de dominación─ también permanece vacío y no es llenado con una nueva identidad simbólicamente representable, como el pueblo o la nación, tal como dice Rödel, siguiendo a Claude Lefort” (Habermas 1996: 452). Habermas remite aquí a Rödel et al (1997).
[8] Véase especialmente, Habermas 2011.
[9] Esto no debería llevarnos a pensar que Habermas y Mouffe se desentienden de este peligro. Por el contrario, la manera en que –dentro del marco democrático─ ellos reconstruyen la idea de derechos individuales como la contracara necesaria de la soberanía popular, resulta indicativo de la imprescindible necesidad de levantar diques que pudieran proteger al individuo frente a un poder desbocado de la mayoría o de una intromisión indebida del Estado en el fuero privado como sintomática de la representación de una unidad homogénea y sustantiva de la sociedad. Tal como veremos enseguida, en este caso, la diferencia crucial respecto de los enfoques liberales clásicos reside en el hecho de que el fuero individual no se concibe como natural, esencial o pre-político; sino, más bien, como algo abierto al debate y siempre sujeto a redefinición política.
[10] En este sentido, puede afirmarse que existe un fuerte contraste, no siempre resaltado, entre el enfoque democrático habermasiano y el modelo de Liberalismo político propuesto por John Rawls (Rawls, 1996). Pues, a los ojos de Habermas, Rawls parte todavía de supuestos sustantivos excesivamente fuertes ya que, al plantear de antemano los principios de justicia ordenadores de lo social, todos los discursos de legitimación esenciales han tenido lugar ya en el seno de la teoría y con anterioridad al debate entre los afectados. De esta manera, buena parte de la agenda de la deliberación –tal vez la más importante─ queda sustraída de la discusión pública. El esquema rawlsiano de la posición originaria queda regulado ya por los principios de justicia. Así, “cuanto más se levanta el velo de ignorancia y más adoptan una forma real de carne y hueso, los ciudadanos de Rawls se encuentran más profundamente inmersos en la jerarquía de un orden progresivamente institucionalizado por encima de sus cabezas” (Habermas 1998b: 66-67).
[11] En este ámbito, Norval considera que tal comprensión de la radicalidad constituye el rasgo distintivo de la propuesta democrática de Laclau y Mouffe. No obstante, contradiciendo parcialmente a esta autora y tal como hemos venido argumentando, dicha interpretación debería hacerse extensiva también a la concepción habermasiana.
[12] Muchos estudiosos de Habermas han cuestionado el status de la situación ideal de habla que él propone como hipótesis contrafáctica para su modelo pragmático universal. Algunos de ellos han argumentado que este contrafáctico debería concebirse como el arquetipo de una sociedad reconciliada, en la que sólo se hacen valer las condiciones ideales de una comunicación no distorsionada. La propia Mouffe parece tomar partido por este tipo de interpretaciones (Mouffe 2003: 48). No obstante, la consideración del conflicto –en sus múltiples niveles de análisis─ como un elemento inerradicable que atraviesa todo el ancho del universo teórico habermasiano, nos convence de que esta lectura carece de sustento firme. Para un análisis más profundo de esta cuestión, remitimos a González (2015).