1. Introducción
Durante todo el siglo xx, Argentina no tuvo un partido de derecha competitivo a nivel nacional. Sus distintas vertientes -como la nacionalista-reaccionaria o la liberal-conservadora- fueron débiles en términos partidarios y apostaron a vías no electorales para llegar al poder en alianza con las Fuerzas Armadas o a incluir cuadros en el Estado mediante el «entrismo» en los partidos mayoritarios (Morresi, 2015). Como afirma Middlebrook (2000), las identidades sociopolíticas y los roles que los partidos de derecha desempeñaron en cada país estuvieron moldeados por los contextos históricos y las circunstancias nacionales. En el caso argentino, el bipartidismo fuerte que caracterizó al sistema político en el siglo xx -interrumpido por proscripciones y golpes de Estado- estuvo protagonizado por dos fuerzas, la Unión Cívica Radical (ucr) y el Partido Justicialista (pj), que contuvieron en su seno facciones de izquierda y de derecha, por lo que los partidos conservadores no encontraron un espacio vacante para abrirse paso en la competencia electoral. Con todo, algunas fuerzas de derecha -entendidas aquí en términos ideológicos como aquellas que tienden a naturalizar las desigualdades y privilegian la búsqueda de la libertad por sobre la de la igualdad (Bobbio, 1996; Luna y Rovira Kaltwasser, 2014)-2 fueron relevantes a nivel subnacional; otras, más doctrinarias, tuvieron representación en el Congreso, como la Unión de Centro Democrático, que llegó a ser el tercer partido a nivel nacional en la década del ochenta y durante el gobierno de Menem se disgregó tras aportar sus principales cuadros al peronismo que mostraba su faz neoliberal.3 El carácter persistente de su debilidad electoral hizo que algunos observadores identificaran la falta de representación político-partidaria de la derecha como una de las causas de la inestabilidad política en Argentina (Di Tella, 1971; Gibson, 1996).
Pero en el siglo xxi, esa historia iba a cambiar. Las expresiones de derecha partidaria pasaron de forma paulatina de los márgenes al centro del poder. Tras el estallido de 2001 nacieron las dos fuerzas políticas que protagonizarían las primeras décadas de este siglo: el kirchnerismo, en el cuadrante de centroizquierda, y Propuesta Republicana (pro), en la centroderecha. Surgía así, desde la capital del país, el primer partido de derecha pragmático y competitivo, emancipado del peronismo y de las Fuerzas Armadas, con aspiración de poder mayoritario (Vommaro, Morresi y Belloti, 2015). En 2015, cuando el giro a la izquierda, representado en Argentina por los tres gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner (Levitsky y Roberts, 2011), tocaba su fin, el líder del pro, Mauricio Macri, llegó a la presidencia de la Nación mediante una alianza con la ucr, la Coalición Cívica (cc) y otros partidos menores denominada «Cambiemos». Era el primer presidente electo que no pertenecía al peronismo ni al radicalismo, y era la primera vez que una fuerza de centroderecha se imponía en elecciones libres. Tras un período de gobierno (2015-2019), Cambiemos mostró los alcances y los límites de ese proyecto en el poder. Logró ser el único gobierno no peronista desde 1928 que culminó su mandato constitucional y construyó una coalición resiliente, que se mantuvo unida tras la salida del poder, pero fracasó en términos económicos y dejó un flanco abierto para quienes lo criticarían por su moderación o su ineficacia.
En 2021 tuvo lugar un nuevo hito en la diversificación y el crecimiento de la derecha argentina: la emergencia de una fuerza de derecha radical, de posturas extremas y con una relación más problemática con la democracia que las derechas mainstream (Mudde, 2019). En un texto publicado ese mismo año, Lisa Zanotti y Kenneth Roberts repasaban el avance de la derecha radical en el mundo y señalaban con sorpresa que el fenómeno fuera todavía marginal en América Latina, con los casos de Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil y la buena performance de José Antonio Kast en las elecciones de 2017 en Chile (Zanotti y Roberts, 2021). Pero la excepción a ese fenómeno mundial no duraría tanto: ese año, La Libertad Avanza (lla) debutó en las elecciones de medio término con la figura del economista mediático Javier Milei como referente absoluto y disruptivo. Aunque solo presentó listas en la Ciudad de Buenos Aires, tuvo una enorme difusión en los medios de comunicación debido al carácter inédito de su discurso agresivo y radicalizado, liberal-libertario en temas económicos y conservador en temas sociales, que marcaba una novedad en la escena política y corría los límites de la discusión pública. Dos años más tarde, sin que nadie lo previera, Milei fue electo presidente de la Argentina casi sin partido, sin armado en las provincias y sin estructura para gobernar.
Así, el país pasó en poco tiempo a encontrarse ante un escenario inesperado: en un contexto definido centralmente por la alta inflación, con una estructura social cada vez más heterogénea y fragmentada, y con un conjunto de cambios de época que se profundizaron durante la pandemia, surgió una derecha radical que creció de modo rutilante hasta alcanzar la presidencia en solo dos años. Para la derecha convencional, que había propiciado una construcción partidaria robusta y se había consolidado como opción electoral competitiva, esta irrupción supuso no solo la imposibilidad de una vuelta al poder que poco tiempo antes había dado por sentada, sino también el peligro de dilución de su marca partidaria (Lupu, 2016) en el afán de emular formas y contenidos de lla. Como ha sido demostrado para otras latitudes, la interacción entre las derechas mainstream y las derechas radicales puede volverse una especie de simbiosis que plantea un desafío para el sistema democrático en su conjunto (Bale y Rovira Kaltwasser, 2021). Este artículo analiza el crecimiento de la derecha electoral argentina en el siglo xxi, su diversificación y sus transformaciones. El primer apartado está dedicado a la formación y la consolidación del pro como fuerza de derecha competitiva y pragmática en la ciudad de Buenos Aires; el segundo se centra en su experiencia en el gobierno nacional, mostrando los alcances y los límites de su proyecto reformista, así como las coaliciones socioeconómicas de apoyo y de veto que marcaron su derrotero; en el tercer apartado se analizan las transformaciones del partido luego de dejar el poder y la pelea por la sucesión de su líder, señalando la mayor nitidez programática a la que apostó una parte de la derecha mainstream; el cuarto apartado está dedicado a comprender la irrupción de Javier Milei, su discurso e ideas, su ínfima construcción partidaria, las razones de su crecimiento y sus similitudes y diferencias con otras derechas radicales. Este recorrido mostrará el tránsito de la marginalidad al centro del poder de la derecha electoral en el país y dará claves para entender el escenario disruptivo e incierto con el que Argentina inicia su cuarta década consecutiva de democracia.
2. El nacimiento de un partido de derecha competitivo en el auge del giro a la izquierda
En diciembre de 2001, Argentina conoció una de las mayores crisis políticas, económicas y sociales de su historia. El agotamiento de la convertibilidad entre el peso y el dólar se combinaba con un gobierno de coalición descoordinado cuyo vicepresidente había renunciado un año antes como reacción a un escándalo de corrupción. El estallido de diciembre selló el final anticipado del gobierno de Fernando De la Rúa y condensó el malestar con la dirigencia política: mientras el presidente abandonaba la Casa Rosada en helicóptero, en la calle, los manifestantes clamaban «¡que se vayan todos, que no quede ni uno solo!».
En la Ciudad de Buenos Aires, esa crisis supuso la desestructuración del sistema de partidos (Bril Mascarenhas, 2007). Si en el nivel nacional el peronismo se mostró resiliente a la impugnación hacia la clase política (Torre, 2003), en la ciudad autónoma todos los actores tradicionales de la competencia quedaron virtualmente eliminados. Así, en las elecciones de 2003, el pj no presentó lista propia y la ucr tocó su piso histórico, con el 1,89 % de los votos. Fue en ese marco que se presentó por primera vez a elecciones la fuerza fundada por Mauricio Macri, el heredero de uno de los principales grupos empresarios del país y entonces presidente del club de fútbol Boca Juniors, cuya primera etiqueta fue «Compromiso para el Cambio» (a partir de 2005, pro). La existencia de un electorado no peronista huérfano de representación (Torre, 2003) y de dirigentes locales en disponibilidad tras el colapso de sus partidos fue una ventana de oportunidad privilegiada para esta iniciativa.
El pro logró cumplir una asignatura pendiente de la derecha en el país: construir un partido competitivo, orientado a procurar el éxito por la vía electoral sin aliarse orgánicamente con los partidos tradicionales (Vommaro y Morresi, 2015). Para ello convocó distintos cuadros: quienes llegaban a la política desde el mundo empresario, desde las ong profesionalizadas y los think tanks, pero también dirigentes políticos de larga experiencia en el peronismo, el radicalismo y la derecha tradicional (ibídem). Si bien Macri no logró imponerse como jefe de gobierno en su debut electoral, fue el candidato más votado en la primera vuelta. Finalmente, en 2007 ganó la jefatura de gobierno e inauguró un largo período de triunfos ininterrumpidos del pro y sus aliados en la Ciudad de Buenos Aires. En efecto, el partido se impuso en todas las elecciones ejecutivas y legislativas desde 2007 hasta 2023 en el distrito, construyendo un verdadero bastión electoral en la ciudad más rica del país, en la que funcionan todas las instituciones de la política nacional y los principales medios de comunicación, por lo que constituye una caja de resonancia y un trampolín para la construcción de carreras políticas nacionales.
La fuerza fundada por Macri nació y se hizo fuerte en este distrito durante el auge del giro a la izquierda en la región y el éxito de los gobiernos kirchneristas en el nivel nacional. Por eso, aún con una clara pertenencia a la derecha, eligió construir una marca partidaria moderada, sin definiciones ideológicas ostensibles, centrada en el hacer y en valores posmateriales (Morresi, 2015). Desde sus inicios se presentó como una fuerza pragmática -frente a las anteriores expresiones de derecha doctrinarias- que ofrecía una nueva forma de «hacer política», centrada en la gestión y la administración. Frente a las dificultades que podía suscitar su inscripción ideológica en un país que hasta entonces no cosechaba adhesiones fuertes en la derecha -y que la asociaban al pasado autoritario-, los manuales del partido enseñarían a sus cuadros y militantes a rechazar esas categorías como obsoletas, propias del siglo xx, y a posicionarse como un partido moderno, «más allá de la izquierda y la derecha» (Vommaro y Morresi, 2015).
Durante los dos períodos en que Macri fue jefe de gobierno (2007-2011, 2011-2015), el pro se desarrolló como una verdadera marca partidaria (Lupu, 2016), con una oferta consistente y diferenciada de la de sus adversarios. En contraste con otros partidos nuevos, que tuvieron duraciones relativamente cortas, el pro logró algunos pilares para la construcción partidaria exitosa (Levitsky, Loxton y Van Dyck, 2016): cultivó una identidad fuerte con relación a esa marca partidaria, desarrolló una base militante organizada -especialmente en su rama juvenil (Grandinetti, 2023)- y logró consolidar una coalición dirigente estable y cohesionada. En 2015 atravesaría también con éxito la prueba de suceder a su líder fundador en la jefatura de gobierno porteño.
Pero el gran desafío del pro sería ganar a escala nacional, luego de desarrollarse durante más de una década como un partido fuertemente localizado en la Ciudad de Buenos Aires (Mauro, 2016). Para lograr esa expansión ensayó distintas estrategias: en algunas provincias se buscaron aliados y se intentó construir la fuerza partidaria desde cero, mientras que en otras se ofreció aval a figuras con emprendimientos políticos locales a cambio de su adhesión al liderazgo de Macri (Mauro y Brusco, 2016). Esa búsqueda de crecimiento en todo el territorio fue lenta y en muchos casos infructuosa, siempre sujeta al dominio centralizado y al resguardo de su poder en la capital federal (Vommaro, Morresi y Bellotti, 2015). Pero, ante la dificultad de tal empresa, el salto al Ejecutivo nacional llegaría por medio de una alianza con otros partidos.
3. La presidencia de Mauricio Macri: alcances y límites de la centroderecha en el poder
Trece años después de su creación, el pro llegó a la presidencia y se convirtió en la primera fuerza de centroderecha en lograrlo a través de las urnas desde el surgimiento de los partidos mayoritarios en Argentina. Lo hizo por medio de la coalición Cambiemos, formada ese mismo año con la cc, el vehículo personalista de Elisa Carrió, y la ucr, el partido centenario que le garantizó la implantación territorial de la que carecía. La alianza electoral logró unificar la mayor parte de las fuerzas políticas no peronistas, dejando fuera solo la centro-izquierda y la izquierda de filiación trotskista. Si bien, como en otras coaliciones, la complementariedad y la necesidad mutua constituían un punto de partida (Cruz, 2019), desde el inicio quedó claro que el socio más pujante y poderoso era el pro. El partido de Macri controló las principales áreas de gobierno, la orientación general de las políticas públicas y la estrategia electoral (Gené y Vommaro, 2023).
Macri llegó al poder en medio de lo que se caracterizó como un giro a la derecha «atenuado» en la región, en tanto representaba un castigo a los oficialismos que gobernaron desde mediados de los 2000 -debido al deterioro del crecimiento económico y al desgaste producido por los escándalos de corrupción- más que un realineamiento ideológico de las sociedades (Luna y Rovira Kaltwasser, 2021). Para Cambiemos, ese contexto fue determinante, ya que, aunque el ciclo económico iniciado en 2003 mostraba signos de agotamiento (Kulfas, 2016) y el estilo de conducción kirchnerista concitaba críticas y movilizaciones en su contra (Gold y Peña, 2019), existían elevados niveles de apoyo a las políticas redistributivas instauradas hasta entonces y legados de ese ciclo difíciles de remover (Niedzwiecki y Pribble, 2017). Como en otros países de la región (Madariaga y Rovira Kaltwasser, 2020; Monestier y Vommaro, 2021), ese contexto de asunción empujó al gobierno a aceptar una parte de las políticas distributivas del giro a la izquierda y de la agenda cultural progresista. Durante la campaña, Macri basó su discurso en una promesa de «cambio cultural», la promoción de formas más optimistas de la política, el fin de la corrupción y la solución de problemas relevantes como la inflación, sin dar detalles sobre el programa económico que permitiría lograrlo. Sus principales consignas, en cambio, eran catch-all: «unir a los argentinos», «pobreza cero» y «lucha contra el narcotráfico».
Macri se impuso por un margen estrecho en las elecciones: salió segundo en la primera vuelta y ganó el ballotage por 2,5 puntos. Los resultados ajustados hicieron que tuviera minoría en ambas cámaras del Congreso4 y solo cuatro gobernadores de su coalición sobre un total de veinticuatro. En ese contexto, los márgenes para aplicar un programa promercado o hacer cambios económicos de fondo resultaban complejos. En el gobierno hubo entonces un debate interno sobre los mecanismos para reducir la inflación y el déficit, y sobre la velocidad a la que podía avanzarse. Los más ortodoxos defendían la idea de un shock para disciplinar la economía y sostenían que debía aprovecharse la legitimidad de inicio para tomar medidas antipáticas, con una apertura rápida de las protecciones aduaneras, reducción del gasto público -que incluía bajar el personal estatal y recortar prestaciones sociales- y medidas de disminución de salarios que permitieran reducir la demanda a corto plazo. Los partidarios del «gradualismo», en cambio, sostenían que las medidas debían tomarse de forma paulatina y con realismo sobre su relación de fuerzas, garantizando consensos políticos en el Congreso y gobernabilidad social frente a las posibles protestas sindicales o de los movimientos que representan a sectores informales y pobres urbanos (Vommaro y Gené, 2017). Finalmente, la opción «gradualista» fue privilegiada en los primeros años de mandato, durante los cuales no se redujo el déficit fiscal ni se operaron grandes recortes. En 2016, el gobierno se endeudó en dólares para poder financiar el déficit, lo que lo volvería vulnerable en términos externos. Tras un año recesivo, se preparó para las elecciones de medio término morigerando el ajuste del gasto público y ofreciendo medidas paliativas a los sectores más castigados (Freytes y Niedzwiecki, 2018). Cambiemos ganó las elecciones legislativas de 2017 frente a un peronismo dividido en tres listas y sumó 21 nuevas bancas de diputados y 8 senadores, volviéndose así la primera minoría en ambas cámaras, aunque siguió sin tener mayoría propia.
Macri interpretó su crecimiento en votos, bancas y alcance territorial como la oportunidad para avanzar en la agenda de reformas postergada. La primera de ellas fue la reforma previsional. Pero luego de un trámite conflictivo, con manifestaciones y represión en las inmediaciones del Congreso, el gobierno logró aprobar la ley con importantes modificaciones y un costo tan alto que hizo que el resto de las reformas quedaran en suspenso (Vommaro y Gené, 2022). En 2018, la crisis económica y cambiaria desembocó en un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, tras el cual el gobierno se quedó con pocos recursos económicos y políticos para llevar adelante una agenda ambiciosa.
La economía política de Cambiemos durante todo su mandato resultó fallida: las coaliciones de apoyo no fueron lo suficientemente robustas, y las de bloqueo, en cambio, se mostraron potentes. Por un lado, la relación con los empresarios, en la que el gobierno cifraba parte de sus expectativas, no se tradujo en la tan esperada «lluvia de inversiones» que permitiría avanzar en un cambio de modelo económico sin realizar un ajuste severo. A pesar de que las elites económicas son parte de los votantes fundamentales -o core constituencies- de los partidos de derecha (Gibson, 1996), y de que apostaron fuertemente por la llegada de Macri al poder, durante todo el mandato los actores económicos presentaron apoyos tibios y descoordinados al gobierno (Gené y Vommaro, 2023). En cambio, Macri enfrentó a actores de veto resilientes entre los sindicatos y los movimientos sociales, que negociaron beneficios sectoriales a cambio de gobernabilidad pero obstaculizaron algunas de sus iniciativas y se reorganizaron más tarde para enfrentarlo en las urnas. Como señalaron Tasha Fairfield y Candelaria Garay (2017), cuando los gobiernos de derecha llegan al poder con estrechos márgenes electorales, pueden incluso adoptar políticas sociales expansivas, tradicionalmente asociadas con gobiernos progresistas, por razones estratégicas; ese fue el camino elegido por Cambiemos, que mantuvo una continuidad con el ciclo kirchnerista en términos de políticas sociales y negoció con los movimientos un conjunto de leyes que beneficiaban al mundo de la economía popular (Schipani, Zarazaga y Forlino, 2021; Gené y Vommaro, 2023).
Por último, vale la pena señalar un evento significativo de este período por sus efectos a largo plazo: la discusión sobre la despenalización del aborto. Introducida en la agenda de forma ambigua por el presidente, la interrupción voluntaria del embarazo llegó a tratarse en el Congreso durante un gobierno de centroderecha después de que más de sesenta proyectos hubieran perdido estado parlamentario desde la vuelta de la democracia (Zicavo, Astorino y Saporosi, 2015). La ley fue aprobada en Diputados pero bloqueada en el Senado. Las posiciones estuvieron divididas en las bancadas de los distintos partidos, con una fuerte movilización de organizaciones de la sociedad civil y colectivos feministas a favor de la ley, y un activismo en contra por parte de la Iglesia católica, grupos evangélicos y organizaciones conservadoras. Una generación de jóvenes se politizó en la denominada «marea verde» a favor del aborto, pero este también sería un gran hito de entrada en política para jóvenes de derecha radical (Goldentul y Saferstein, 2020; Vázquez, 2022).
Tras cuatro años de gobierno, Macri llegó al final de su mandato con resultados deficientes: la inflación fue la más alta en 28 años (53,8 % en 2019); el pbi cayó durante tres de los cuatro años; se derrumbó el precio de los bonos argentinos; la pobreza creció a su punto más alto desde 2001 (35,5 %) y la desocupación fue la mayor desde 2006; la deuda llegó al 72 % del pbi, y la inversión privada se desplomó (Garriga y Negri, 2020). En ese contexto, Macri se postuló a la reelección en 2019 y perdió en primera vuelta ante el peronismo reunificado. No obstante, lo hizo reteniendo un caudal electoral del 40 % de los votos y manteniendo unida a su coalición.
Pero la decepción con su performance hizo nacer opciones a la derecha de Cambiemos que, como en otras latitudes (Rovira Kaltwasser, 2019), objetaron la moderación programática de las derechas mainstream una vez en el gobierno y retomaron agendas más conservadoras en términos culturales y más liberales en términos económicos. En las elecciones de 2019, esas opciones estuvieron representadas por Juan José Gómez Centurión, nacionalista y exponente de los «pañuelos celestes» en contra del aborto, y José Luis Espert, economista ultraliberal que definía a Cambiemos como un «kirchnerismo con buenos modales». Ante la amenaza de fuga de votos por derecha, Macri endureció su discurso -se declaró «claramente a favor de las dos vidas», profundizó sus críticas contra el «despilfarro kirchnerista»- y logró descontarles votos entre las primarias y las elecciones generales (el caudal de votos reunido entre ambos descendió de 4,8 a 3,2 %). Sin duda, esos votantes eran cambiemitas desencantados, que tenían a Macri como segunda opción en un escenario de polarización (Morresi y Vicente, 2023). La representación electoral de la derecha radical era todavía incipiente, pero la escena estaba cambiando, y traccionaría con ella a una parte de la centroderecha y sus votantes.
4. El desafío de la sucesión del líder y las «autocríticas» de la centroderecha tras su derrota
Tras su paso por el poder, hubo dos diagnósticos de la derrota en el pro y, a partir de ellos, dos estrategias de cara a los votantes y a los actores sociopolíticos: unos apostaron a la moderación; otros, a una oferta más ideológica que, poco a poco, los acercó a las opciones de derecha radical y erosionó sus fronteras.
Para Horacio Rodríguez Larreta -fundador del partido junto a Mauricio Macri, su jefe de gabinete en ambas gestiones en la Ciudad y luego jefe del Ejecutivo porteño cuando Macri llegó a presidente-, había que recuperar el centro político y la moderación originaria que habían llevado al pro a construir una marca exitosa. Argumentaba que al gobierno de Cambiemos le había faltado sustentabilidad política, es decir, negociar con actores del sistema y buscar consensos, ampliar la base de apoyos, garantizar fuerza en distintas provincias y votos aliados en el Congreso para hacer viables las decisiones de fondo.
Macri, en cambio, tenía una lectura contraria: si había una autocrítica posible, esta apuntaba a la moderación y el gradualismo. Tras su derrota, el expresidente publicó dos libros planteando la necesidad de una agenda de reformas más profunda y veloz en un potencial segundo mandato.5 Lejos de la ambigüedad programática y el tono consensualista de 2015, llamaba a privatizar empresas públicas, enfrentar sindicatos y demás actores de veto. Además, a tono con el crecimiento de nuevas opciones de derecha, ya no señalaba solo al kirchnerismo como gran enemigo político, sino al progresismo en su conjunto, y lo hacía con un tono agresivo -incluso, en términos socioculturales (Ostiguy, 2009)- inusitado hasta entonces: «¿Dónde mierda están las prioridades? ¡A mí no me corren más! No nos pueden correr más, ningún progre nos puede correr. Ese discurso progre cínico no me lo banco más. ¡No más! Ya basta de robarle el futuro a la gente», arengaba en la presentación de su segundo libro, entre aplausos y ovaciones.6
En esa misma senda de ideas y modos se inscribiría Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad durante todo el gobierno de Macri, quien había promovido posiciones de mano dura y se volvió presidenta del partido a partir de 2020. Desde su perspectiva, el problema de Cambiemos había sido no defender una propuesta frontal y doblegar obstáculos que siempre se presentarían. Su diagnóstico sostenía la necesidad de consolidar la base propia para que el partido no perdiera vitalidad y configurar una oferta programática nítida para oponerse a la identidad fuerte del peronismo. Según sus propias palabras: «Competimos con un partido que tiene una identidad cultural y política muy fuerte. No competimos con un partido así nomás, o con un partido… con un movimiento: el peronismo tiene una identidad política muy densa, muy fuerte. (...) Entonces, vos no podés a eso ponerle enfrente algo muy light» (entrevista personal, 19.3.2020, cit. en Gené y Vommaro, 2023, p. 189). El crecimiento de la conflictividad y la polarización política -también la aparición de una oferta electoral a la derecha de JxC, representada por el movimiento libertario y la figura disruptiva de Javier Milei-7 favorecieron esa apuesta por hacer del pro un partido más definido ideológicamente. Pero a largo plazo, podían resultar una amenaza para su propia identidad.
Bullrich encabezó la escasa presencia de dirigentes políticos durante las marchas contra la cuarentena por la pandemia de covid en 2020; en ese marco, su discurso se volvió cada vez más extremo contra el gobierno y la intervención estatal. Durante ese tiempo, ella y otros referentes de JxC que la prensa denominó «halcones» buscaron acercarse a Milei y a otras figuras de su espacio que ganaban visibilidad. De ese modo, en lugar de plantear una confrontación clara con la derecha radical, la derecha mainstream amplificaba las ideas de lla y producía una dinámica de sinergia (Morresi y Ramos, 2023, p. 4). Parecía apelar a una suerte de «fórmula ganadora» que ensayaron otras derechas tradicionales para seguir siendo competitivas ante el avance de derechas extremas (Bale y Rovira Kaltwasser, 2021, p. 311): tomar parte de su discurso e ir a la búsqueda de sus votantes más duros. Pero, igual que en los casos europeos, no hay pruebas claras de que esa estrategia sea exitosa en el largo plazo (ibídem).
Tras ganar las elecciones de medio término en 2021 frente al gobierno peronista, que enfrentaba una grave situación económica y conflictos entre los miembros de su coalición, JxC y sus aliados parecían dar por sentado que volverían al poder en 2023.8 Dos años más tarde, el pro se presentó a las elecciones presidenciales sin su fundador en la boleta, enfrentando el crucial desafío de la sucesión del líder para un partido de construcción reciente. A contramano de su historia, no definió un candidato único desde el centro partidario, sino que Rodríguez Larreta y Bullrich compitieron en internas abiertas, con estrategias enfrentadas. También contra su historia previa de comunicación altamente profesional, las internas mostraron un partido desordenado y en disputa encarnizada.
El enfrentamiento en las primarias hizo explícitas las diferencias de método de ambos candidatos. Bullrich centró su campaña en la idea de orden, defendiendo una hipótesis maximalista: «Si no es todo, es nada». Larreta insistió en la necesidad de negociar y buscar sustentabilidad para las eventuales reformas, eligiendo un slogan con poco contenido ideológico: «Hagamos el cambio de nuestras vidas». Sin un liderazgo centralizado, el pro y JxC se presentaron como una fuerza descoordinada, con luchas por el poder virulentas en varias provincias,9 sin solidez organizativa ni una identidad clara. Esas luchas internas también caracterizaban al oficialismo y generaron un hastío convergente en los ciudadanos en medio de la crítica situación económica.
En medio del hartazgo y el sentimiento anti-establishment que habilitó la persistencia de la crisis argentina, el pro dirimió su interna y ganaron los partidarios de las posiciones más duras; pero, de modo sorpresivo, el partido fundado por Macri se quedó fuera de la segunda vuelta electoral. En efecto, Patricia Bullrich ganó cómodamente las primarias abiertas contra Rodríguez Larreta, pero luego se enfrentaba a una campaña compleja, en la que necesitaba retener los votos moderados de Larreta y convocar a aquellos que se habían inclinado por Milei. La amenaza de ser una copia inauténtica del libertario estaba en el aire, y el propio Milei la expresaría en estos términos: «Si Bullrich se quiere radicalizar, teniendo para elegir por el mismo precio la marca de primera y la marca falsa y cinco veces inferior en calidad, comprás la primera marca».10
Finalmente, la candidata de JxC quedó tercera en las elecciones generales, con el 23,81 % de los votos, detrás del 29,99 % del outsider libertario Javier Milei y el 36,78 % del ministro de Economía Sergio Massa. La derecha mainstream, de sólida construcción partidaria y crecimiento territorial en todo el país, había ganado diez gobernaciones sobre 24 por primera vez en su historia, pero se quedaba sin su tan mentado «segundo tiempo» a nivel nacional. Tres días después de las elecciones, Bullrich llamó a votar por Milei en la segunda vuelta electoral, luego de una reunión con el libertario en la casa de Macri, lo que despertó profundas tensiones en el seno de la coalición.11 Más tarde, la excandidata presidencial sería designada en el gabinete de lla como ministra de Seguridad, y su candidato a vice, el radical Luis Petri, asumiría como ministro de Defensa. En suma, tras las elecciones de 2023, la coalición de centroderecha entraría en crisis, se fracturaría en el Congreso y prestaría parte de sus cuadros y múltiples apoyos a la derecha radical.
5. La emergencia de una derecha radical y su crecimiento meteórico
Pero volvamos unos años atrás. Durante el gobierno de Macri, el economista libertario Javier Milei comenzó a hacerse popular en los medios de comunicación, con un discurso encendido y virulento en contra del Estado y la clase política. En su primera aparición en el prime time televisivo, en julio de 2016, presentó su idea de cerrar el Banco Central y arremetió contra los impuestos y los políticos de forma agresiva: «El sector público, la corporación política, nos hizo esclavos tributarios de una corporación política parasitaria, inútil y chorra. Ese es el problema de Argentina» (cit. en González, 2023, p. 34). Su popularidad aumentó a medida que se repetían sus intervenciones histriónicas en los medios de comunicación, que luego circulaban por redes sociales y en el ecosistema de influencers reaccionarios (Kessler, Vommaro y Paladino, 2022). La importancia de su crecimiento en las redes y la propagación de su discurso radical, que en el nuevo espacio público digital no tiene censuras, lo emparenta con las extremas derechas 2.0 (Forti, 2021). Pero el ecosistema de activistas y divulgadores de derecha desarrolló múltiples estrategias para visibilizar sus ideas -publicación de libros, conferencias, clases públicas en plazas, vivos en redes, circulación de videos y fragmentos de entrevistas, entre otros- en aras de lo que consideran una «batalla cultural» contra las ideas de izquierda (Goldentul y Saferstein, 2020). Para Milei, la omnipresencia de esas ideas en el sentido común era un escollo a vencer, ya que consideraba a la Argentina «el país más zurdo del mundo».12 Su alta exposición incluyó la participación asidua en programas de televisión y de streaming, una obra de teatro, un programa de radio y la publicación de varios libros.13 Su estilo agresivo y políticamente incorrecto lo volvió cada vez más conocido y visible: en 2018, una consultora midió la presencia de economistas en la televisión y mostró que Milei estaba primero por lejos, con casi cincuenta mil segundos más de exposición que el resto (González, 2023, p. 40). Lo que algunos percibían como un consumo irónico era para otros un primer contacto con «las ideas de la libertad», que pasarían progresivamente de circuitos de nicho a espacios masivos (Saferstein, 2023).
Tras años de alta presencia mediática, en 2021 Milei constituyó el frente La Libertad Avanza y se presentó como candidato a diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires.14 Con un partido oficializado solo cuatro meses antes de los comicios, logró erigirse como tercera fuerza en uno de los principales distritos del país: obtuvo el 17 % de los votos y entró a la Cámara de Diputados junto a la segunda candidata de su lista, Victoria Villarruel. Esta dirigente de una organización pro Fuerzas Armadas -el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (celtyv)- había publicado dos libros revisionistas sobre los años setenta, negando el terrorismo de Estado y reivindicando el accionar militar (Goldentul y Saferstein, 2020, p. 121), y se había movilizado en contra de la legalización del aborto durante el gobierno de Macri. Los tópicos centrales de esa primera campaña fueron los que Milei había sostenido en sus intervenciones públicas: el Estado era «un enemigo», los impuestos eran «una rémora de la esclavitud» y el sistema educativo adoctrinaba a los jóvenes formando «esclavos de la religión del Estado».15 Se oponía al aborto -legalizado por el Congreso el año anterior-, defendía la portación de armas, «porque quita al Estado el monopolio de la violencia», y pedía dejar atrás «los valores morales del socialismo, que son la envidia y el resentimiento».16 Además, acusaba al gobierno de «genocida» por las muertes que habían tenido lugar durante la pandemia y criticaba con furia las restricciones a la actividad económica -como había hecho en su libro Pandenomics y en su película homónima-: «¿Qué quieren? ¿Quieren que seamos la villa miseria más grande del mundo?», gritaba en el cierre de su campaña.17
Por un lado, la posición paleolibertaria y anarcocapitalista de Milei, basada en la lectura del estadounidense Murray Rothbard que, según él, le cambió la vida, lo vuelve «una suerte de objeto ideológico no identificado, ajeno por completo a la tradición argentina» (Stefanoni, 2023, p. 6) y basado en ideas que son marginales incluso en el libertarismo estadounidense. Por otro, lla representa un fusionismo de derecha (Morresi y Ramos, 2023) que combina ideas y propuestas de distintas ramas: políticas neoliberales, conservadurismo reaccionario, diatribas contra el feminismo, el repertorio de la alt-right estadounidense y su combate contra la corrección política, las ideas de ley y orden, nacionalismo, reivindicaciones del discurso militar sobre el pasado reciente y una relativización de las instituciones de la democracia liberal.
En 2023, Milei se presentó como candidato a presidente y resultó la gran sorpresa de las elecciones. Lejos de todos los pronósticos, obtuvo el primer puesto en las primarias abiertas obligatorias, seguido por los candidatos de JxC (Bullrich-Larreta) y luego por el del peronismo (Massa). La competencia entre dos coaliciones había dado paso a un escenario de tercios, y lla se había impuesto en 16 de las 24 provincias, rompiendo con la sociología del voto según la cual las provincias prósperas del centro del país votaban mayoritariamente a JxC, y las del norte y el sur, al peronismo. Dos meses después, en las elecciones generales, el peso de las identidades políticas negativas (Meléndez, 2022) fue determinante e hizo crecer al candidato peronista, ante el temor del ascenso libertario. Así, el ministro de Economía Sergio Massa quedó en primer lugar; Milei, en segundo, y Patricia Bullrich salió tercera. La derecha mainstream quedó fuera de la competencia, y el ballotage enfrentaría al ministro de Economía de un gobierno con 140 % de inflación y a un outsider libertario. En las elecciones más inciertas desde la vuelta de la democracia, Milei se impuso con el 55,6 % de los votos. Su voto atravesó las clases sociales, pero se hizo más fuerte entre jóvenes y varones.18
lla llegó al poder con un armado débil en las provincias. Milei alquiló sellos existentes y convocó a políticos locales en disponibilidad de forma rápida y desordenada. El partido atravesó varios cismas en su corta historia y a inicios de 2022 convocó a un operador de trayectoria en el peronismo para tejer alianzas federales y armar listas en todos los distritos. En sociedad con la hermana del líder, Karina Milei, que se ocupa de las finanzas de la organización desde los inicios y es la principal gate-keeper del espacio, definieron las candidaturas y las exclusiones (González, 2023). lla logró así presentar candidatos a diputados y diputadas en 23 de las 24 provincias (todas, excepto Santa Cruz); lo hizo asegurando sellos con personería jurídica a cambio de lugares en las listas, reclutando políticos que se habían distanciado del pro o de partidos de derecha menores, e incluso «vendiendo» candidaturas.19 Pero la tracción de votos en todo el país no dependió de los candidatos locales, sino del liderazgo personalista de Milei, su extravagancia y su sintonía con el contexto; prueba de ello fueron las elecciones provinciales, realizadas antes de las primarias nacionales, en las que los candidatos a gobernador de lla compitieron sin Milei en la boleta y obtuvieron resultados magros.20
En efecto, Milei logró con su «performance populista» (Vommaro, 2023) dramatizar el hartazgo de buena parte de la sociedad argentina ante la crisis económica más larga de su historia reciente. Durante aproximadamente una década, el pbi cayó o creció de forma poco significativa; la población bajo la línea de pobreza pasó del 30,3 % en 2016 al 40,1 % en 2023, y si bien el desempleo fue relativamente bajo en la pospandemia (5,7 % en el tercer trimestre de 2023), también el poder adquisitivo de los salarios se degradó, multiplicando la existencia de «trabajadores pobres». A todos esos indicadores debe agregarse un problema central y desestructurante de la vida cotidiana: la alta inflación. Si la estabilidad monetaria introduce un orden previsible y permite la organización de estrategias a largo plazo, la inflación desorganiza la vida social, y en Argentina, promueve desde hace varias décadas un refugio en el dólar para quienes pueden tomar esa opción (Sigal y Kessler, 1997; Heredia y Daniel, 2019). A partir de 2014, la inflación pegó un salto (28,3 %); luego se elevó por encima del 50 %, durante el gobierno de Macri, y llegó a los tres dígitos en el de Alberto Fernández. Durante este período, dos coaliciones políticas de signo opuesto -JxC y el Frente de Todos- llevaron adelante gobiernos fallidos, con malos resultados, conflictos internos y una autoridad presidencial limada en la administración peronista.
En ese marco, distintas capas de votantes empezaron a sintonizar con el discurso rupturista y anti-establishment de Milei. Por un lado, las restricciones de circulación, escolarización y desempeño de la actividad económica durante la pandemia fueron una ocasión para que la narrativa antiestatista cobrara sentido para nuevos públicos. Quienes se movilizaron contra la cuarentena construyeron allí una «épica de la resistencia» (Morresi, Saferstein y Vicente, 2020), pero la masificación del voto a lla superó ampliamente ese fenómeno. Pablo Semán y Nicolás Welschinger (2023) identificaron distintas capas de seguidores de Milei: unos son doctrinarios, dogmáticos e ideologizados (antiprogresistas y antifeministas), mientras que otros son más pragmáticos y sintonizan con su discurso por el modo de vida al que aspiran y por las condiciones de vida que ya tienen. Los autores señalan la importancia de procesos de largo plazo como la transformación de las condiciones laborales y cambios tecnológicos y culturales que habilitan mayor autonomía individual. En ese sentido, identifican a «emprendedores» de muy distinto tipo entre sus votantes. Se trata de una categoría socialmente heterogénea -que produce enormes riquezas o apenas subsistencia, que va desde programadores hasta repartidores en empresas de plataforma, desde quienes cobran en dólares hasta quienes venden comida casera en ferias populares-, pero moralmente compacta, guiada por la idea del esfuerzo individual, la «auto-optimización», la reivindicación del riesgo de quien genera sus ingresos día a día y la resistencia a lo que se perciben como trabas del Estado. Si bien muchos de los votantes de lla necesitan del Estado y sus prestaciones -de salud, educación, transporte o seguridad-, también son quienes «padecen» cotidianamente las fallas del Estado realmente existentes. Es lo que Semán y Welschinger (2023) denominan una «mímica estatalista», que promete acciones inclusivas e igualitarias, pero otorga bienes públicos deficitarios. Como ha sido advertido en otros países, en estos casos, «el Estado fracasa en el cumplimiento de sus funciones más básicas de gobierno (particularmente, con relación a la economía), de legalidad y de seguridad» (Mainwaring, 2006, cit. en Lupu, Oliveros y Schiumerini, 2021), y alimenta una crisis de representación.
Por último, las adhesiones al proyecto de Milei, que se han caracterizado como «aluvionales» (Stefanoni, 2023), carecieron de arraigos organizados en la sociedad, al menos hasta su triunfo nacional. Si Donald Trump llegó al poder en Estados Unidos por medio del Partido Republicano y Jair Bolsonaro lo hizo en alianza con los militares, parte de las iglesias evangélicas y el empresariado en Brasil, la apuesta de Milei no tuvo actores organizados que lo respaldaran ni apoyos con algún nivel de organicidad. Además, con los resultados electorales de 2023, lla logró introducir solo 38 diputados y 8 senadores en el Congreso nacional, y no obtuvo ningún gobernador propio. Es la primera vez que la democracia argentina presenta tal situación de debilidad institucional para el oficialismo. Las condiciones de gobernabilidad, en ese escenario, requieren inexorablemente la colaboración de la derecha mainstream21 y auguran un proceso de polarización política creciente.
6. Reflexiones finales: de la marginalidad al poder, de la moderación a la radicalidad
En solo una década, la región pasó de la resiliencia de la derecha latinoamericana (Luna y Rovira Kaltwasser, 2014), que resistía por la vía partidaria y no partidaria durante el auge de los gobiernos progresistas, a su nuevo momentum. En el caso argentino, ese cambio fue drástico: durante el primer cuarto del siglo xxi, la derecha electoral pasó lentamente de la marginalidad al centro del poder, y más tarde, y con una temporalidad más corta, de la moderación programática y discursiva a la radicalidad.
Como vimos, la centroderecha creció de forma lenta y paulatina, construyendo un partido y una identidad consistentes, primero en el plano subnacional, y luego, asociándose con otras estructuras partidarias para lograr alcance nacional. La presidencia le llegó tras el agotamiento del giro a la izquierda, con un desarrollo partidario que la volvió hábil para capitalizar sus flancos débiles y una moderación programática que le permitió no ser percibida como una amenaza por amplias franjas del electorado. Pero sus resultados fueron decepcionantes para sus bases y profundizaron, en lugar de solucionar, la crisis económica.
En el camino, la sociedad cambió: todas las clases sociales se volvieron más heterogéneas, con una incidencia creciente de la informalidad laboral y una gran disparidad de ingresos y condiciones de trabajo en su seno, y con una fragmentación profunda en el mundo del empleo protegido que abarca a sectores aventajados y a trabajadores pobres. La pobreza creció de forma sostenida, la pandemia profundizó desigualdades existentes e hizo más legítimas las críticas al Estado, y la inflación desorganizó la vida cotidiana de toda la población.
En ese marco, y en el contexto del crecimiento de las derechas radicales y alternativas en todo el mundo, emergió un outsider con discurso anti-establishment -o «casta política»- y propuesta de dolarización, que constituyó una fuerza débilmente estructurada en torno a él en solo dos años. Ciertamente, los outsiders no representan una novedad en Argentina: el peronismo reclutó deportistas y cantantes populares durante la década del noventa que llegarían a ocupar gobernaciones y volverse referentes importantes del partido; el propio Macri fundó su fuerza política como alguien que llegaba desde el mundo empresario y, más tarde, convocó a candidatos famosos para armar listas en distintas provincias. Pero si bien en distintos momentos los outsiders llegaron para refrescar el sistema, en 2023 se impuso un candidato antisistema; en ese sentido, más disruptivo incluso que Trump y Bolsonaro, o el propio Kast, que tenían sus alianzas y estructuras partidarias previas.
Como sabemos, existe una gran heterogeneidad de las derechas radicales más allá de los casos europeos (Rovira Kaltwasser y Zanotti, 2023). Si comparamos a Milei con Trump y Bolsonaro, dos de los exponentes de derecha radical que llegaron a la presidencia en nuestro continente, constatamos a la vez grandes diferencias y fuertes aires de familia. Milei se diferencia de ellos en términos económicos, por su posición radicalmente antiproteccionista y antiestatal, y por su singular propuesta libertaria/anarcocapitalista. En cambio, se alinea con ellos en el discurso antiizquierda (o anti «comunismo» y «marxismo cultural»), en su antifeminismo y en la centralidad otorgada a las cuestiones de ley y orden. Pero, sobre todo, se emparenta con ellos en términos de estilo y performance, con un discurso agresivo hacia los adversarios, desafiante de las instituciones y socioculturalmente bajo (en el sentido que le asigna Pierre Ostiguy (2009); cf. también Tanscheit y Zanotti, 2023). Los elementos de deslealtad con la democracia que mostraron Trump y Bolsonaro ante derrotas electorales no tuvieron ocasión de probarse aún, pero Javier Milei y sus colaboradores agitaron el fantasma del fraude electoral antes de las elecciones.22 Además, a pocos días de su asunción, el libertario dictó un «decreto de necesidad y urgencia» singularmente extenso y reformista que derogaba 41 leyes y modificaba más de 250 normas, y cuando debió negociar una «ley ómnibus» igual de ambiciosa en el Congreso, acusó de corruptos a los legisladores que no garantizaban su apoyo.23 Más tarde, en la apertura de sesiones ordinarias del Poder Legislativo, el presidente identificó el inicio del siglo xx como el período en que Argentina había iniciado su decadencia,24 momento también en el que empezó a regir el sistema democrático y el voto universal masculino. El vínculo conflictivo con las instituciones de la democracia representativa parece un rasgo saliente de esta nueva fuerza.
En Argentina, la derecha mainstream funcionó como un antecedente de la derecha radical. El pro también pasó de la moderación a posiciones más extremas: mientras que en la campaña de 2015 la consigna de Macri era «unir a los argentinos», la de Patricia Bullrich en 2019 fue «terminar con el kirchnerismo para siempre». Pero lejos de una «fórmula ganadora» que le permitiera solucionar el dilema de retener votantes moderados y convocar a los partidarios de ideas más extremas (Bale y Rovira Kaltwasser, 2021), el partido de derecha exitoso fundado por Macri corre el peligro de ser fagocitado por la derecha radical o de convertirse en su sucedáneo. La relación entre estos dos tipos de derechas estará en el centro de la agenda durante los próximos años, y su desenlace tendrá efectos sobre el sistema democrático. En este sentido, se ha señalado que «la capacidad de la ultraderecha de erosionar la democracia liberal descansa no solo en la posibilidad de acceder al Poder Ejecutivo, sino también en la influencia que despliega sobre el conjunto del sistema político; en particular, en la presión que ejerce para que la derecha convencional se radicalice y, por tanto, deje de sustentar las reglas del juego formales e informales propias de la democracia liberal» (Rovira Kaltwasser, 2023, p. 11). Tras poco más de cien días de gobierno de Milei, el presidente cuenta con el apoyo cerrado de la mayoría del pro y de parte de la ucr, pero el devenir de esa relación y sus efectos sobre la democracia argentina están por verse.