Introducción
Es un gran gusto compartir esta distinguida mesa1 y honrar con ella, y con todos ustedes, la memoria de Don Dámaso Antonio Larrañaga, al conmemorarse 250 años de su nacimiento. Es especialmente interesante evocar, en estas circunstancias, los múltiples campos en los que actuó y se destacó el P. Larrañaga, la mayoría de las veces con un muy discreto perfil.
Larrañaga nació en 1771 y murió en 1848: vivió 77 años muy complejos y de cambios profundos en la historia de la Banda Oriental trasformada en estado independiente. Larrañaga nació, creció y maduró en Montevideo, ciudad colonial; vivió activamente la revolución artiguista y el dominio luso-brasileño, y acompañó el inicio de la vida independiente como vicario de la Iglesia oriental y como actor político; finalmente su muerte se produjo en el marco de la Guerra Grande. Nació y creció en la austera ciudad de Montevideo, tenía 5 años cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata, fue normal para él estudiar en Buenos Aires y recibir el diaconado en Córdoba. En 1848 murió en el Estado Oriental, aún fuertemente vinculado a la vida, a las tradiciones y a la cultura de la región. Y también a sus conflictos. Fueron los tiempos de la “primera República”: la del nacimiento y enfrentamiento de los partidos uruguayos fundacionales -blancos y colorados-, tiempos de caudillos y “doctores”, de intervenciones extranjeras, de estancia tradicional y primitiva industria del saladero, de conciencia nacional aún débil, de fieras guerras civiles.
En esta presentación, vamos a centrarnos en dos aspectos muy significativos de la vida de Larrañaga. En primer lugar, nos detendremos en su carácter de “sacerdote naturalista”, que lo llevó a integrar una importante generación de letrados y hombres de ciencia del Río de la Plata, que conformarían la primera generación de destaque en el campo del saber en los tiempos de la revolución y de las repúblicas nacientes. En segundo lugar, vamos a referirnos a la educación, un tema de reflexión frecuente y un área de acción fecunda en la vida de Larrañaga.
Nos proponemos presentar algunas ideas educativas que propuso en diversas etapas de su vida pública, para pasar luego al “hombre de acción” en el área educativa, también en el ámbito familiar. Por esta vía se hace evidente que los frutos de su acción no se limitaron a sus tareas individuales, sino que de la familia Larrañaga procede un linaje de participación decisiva en la constitución del sistema de educación pública, estatal y privada en Uruguay.
Larrañaga, “sacerdote naturalista”
Desde 1804, cuando fue designado teniente cura de la Iglesia Matriz, hasta pocos años antes de su muerte, Larrañaga fue un protagonista destacado de la vida política, social y cultural oriental y rioplatense, durante 40 años. Sin embargo, lo que parece definir mejor la esencia de su vocación sería su carácter de “colega clérigo del joven Darwin”, según la expresión del historiador argentino Roberto Di Stefano, que define de ese modo, a Larrañaga y a otros sacerdotes de su generación (Di Stefano, 2010). En el contexto de los inicios del proceso secularizador, entendido, siguiendo a Danièle Hervieu-Léger (2004), como “adaptación de la religión a nuevos contextos de ‘modernidad’” (p. 37), bajo la administración borbónica, y luego de la expulsión de los jesuitas, surgieron cambios en la formación sacerdotal, impulsados por unos y resistidos por otros. Las novedades, que no fueron distintivas de esta región, implicaron, en esencia, cierto desplazamiento del eje de la formación sacerdotal exclusivamente de los temas teológicos y litúrgicos, hacia estudios más serios de la naturaleza, en tanto obra de Dios.
En concreto, precedido por su respetado mentor José Manuel Pérez Castellano (1743-1815), y contemporáneo de otros valiosos “sacerdotes naturalistas”, como el español instalado en el Río de la Plata, Bartolomé Doroteo Muñoz2, los porteños Saturnino Segurola3 y Tomás Javier Gomensoro4, o Silverio Antonio Martínez5, cura “ilustrado” de Santo Domingo Soriano y de Paysandú, entre otros, Larrañaga integró un grupo con identidad común en la región. Todos se habían formado en el Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires,6 habían sido alumnos del Pbro. Melchor Fernández (1789-1791) y formaron una verdadera red, dicho en términos actuales. Mantuvieron su amistad e intercambiaban datos sobre sus observaciones y sobre sus contactos científicos, por carta o personalmente.
Sin embargo, conviene ser prudentes: el Colegio carolino no fue una selecta academia de ciencias; estos jóvenes sacerdotes armonizaron el servicio sacerdotal y el estudio de las ciencias como una tendencia propia de la época. Son eclesiásticos que, en su tiempo libre, se dedican al estudio de la fauna, de la flora o de los fósiles. Por otra parte, por lo menos en la correspondencia de Larrañaga son frecuentes los testimonios en este sentido. Cito a Di Stefano (2010): “el estudio de la naturaleza no era para él una mera contribución a las ciencias, sino sobre todo una forma de alabanza de Dios y hasta un mérito que podría coadyuvar a la salvación de su alma”. Así lo afirma Larrañaga en su carta a Bompland, el 26 de febrero de 1818: en ella se refiere a la tarea de “dejar perfeccionado este suntuoso templo al autor de la Naturaleza” lo que podría hacerlo “acreedor de que me reciba más benignamente en sus eternos tabernáculos” (1924, p. 260).
Entre todos los “colegas clérigos del joven Darwin”, se destacó Larrañaga: por sus estudios sistemáticos, la clasificación de especies realizada y las relaciones que mantuvo con importantes referentes europeos, Aimé Bonpland, Agustín Saint-Hilaire, John Mawe, Friedrich Sellow y Louis de Freycinet.7
Recientes trabajos de respetados académicos, historiadores de la ciencia, como la antropóloga e historiadora de la ciencia Irina Podgorny (2001), del Museo de la Plata, y el geólogo Víctor A. Ramos (2020), de la Universidad de Buenos Aires, reivindican, de manera muy fundamentada, por cierto, las sólidas contribuciones de Larrañaga en la clasificación de fósiles y en los estudios geológicos.
Larrañaga y la educación
Así como el interés por el estudio de la naturaleza, la dedicación a la educación fue otra constante en la vida y en los escritos de Don Dámaso, en un contexto carente de educación o muy pobre en esta área. Tres textos de Larrañaga son particularmente expresivos en relación con el tema “educación”. Nos referimos al texto titulado Sobre la educación, anterior a 1816; a la Oración inaugural de la Biblioteca pública de Montevideo, de mayo de 1816; y al informe sobre el Plan de una Academia útil para todas las profesiones, por el P. Camilo Enríquez, presentado al Cabildo de Montevideo, en junio de 1820.
En estos textos, Larrañaga propone una definición de “educación” y distingue diversos géneros de educación. En su informe de 1820, se encuentra una definición muy interesante:
Tan fiero como es el hombre según la naturaleza, otro tanto más bello y amable lo hace la educación. Ella corrige sus errores, doma sus pasiones, tiranas de su corazón, oculta las feas manchas de nuestra miserable humanidad que levanta los gruesos velos que encubrían los hermosos destellos de la divinidad de que somos imágenes. Así como el arado desmontando un terreno estéril e ingrato lo cubre bien pronto de deliciosas flores y opimos frutos que embelesan con su vista y enriquecen a su amo, no de otro modo hace la educación al hombre la gloria de su pueblo y el consuelo de sus semejantes (1924, pp. 151-152).
Se desprenden de este texto, por un lado, la concepción cristiana clásica del hombre -creado a imagen de Dios, caído y redimido, en este caso no sólo por Jesucristo sino también por la educación- y, por otra parte, la visión propia de la Ilustración, que se desarrollaría en el siglo XIX, que otorga a la educación la misión de transformar a las personas en “gloria de su pueblo” y “consuelo de sus semejantes”. En estas expresiones conviven precisamente el concepto de “semejante” -o “prójimo”, propio de la tradición judeo-cristiana- y el término “pueblo”, propio del siglo XVIII. La educación es para Larrañaga, quien seguiría a Pestalozzi, la “que levanta los velos”, la que desmonta el terreno estéril; se trataría del proceso que promueve la progresiva humanización, despertando lo mejor de cada hombre, al servicio de la comunidad.
También está claro que Larrañaga fue un claro partidario de la libertad de enseñanza y de los derechos de los padres sobre la educación de sus hijos, sin embargo, en las circunstancias en las que le tocó vivir, reconocía los decisivos aportes de la educación pública. Se lee en su texto Sobre la Educación:
Asentado esto (se refiere al instinto paternal y sobre todo maternal), el único consejo que puede darse al Gobierno (también con mayúscula, agrego yo) en punto de educación es proveer tales medios de arreglo, que los tres géneros de enseñanza que reciben sucesivamente los hombres de sus padres, de sus Maestros, y de su trato en la sociedad sean uniformes cada uno de los otros, y todos conspiren al mantenimiento de los principios del Gobierno (1924, pp. 126-127).
Sin embargo, Larrañaga destaca el rol de las instituciones públicas en el desarrollo educativo y social de la sociedad de su tiempo:
La necesidad o el hábito hacen generalmente que la mayor parte de los ciudadanos sean educados, y sus espíritus formados, en seminarios públicos de educación y aun para el número más pequeño que recibe una educación privada, estos también reciben un influjo fuerte de las instituciones públicas (1924, p. 127).
Larrañaga se expresaba de este modo en el contexto de una sociedad culturalmente cristiana -se trata del “régimen de cristiandad o de unanimidad religiosa”- y que apenas salía de las estructuras coloniales. Al mismo tiempo, en otros pasajes, se mostraba partidario del sistema democrático y confiaba en las garantías de la educación que se ofreciera en el marco de la vida republicana. Del gobierno republicano debían esperarse beneficios para todos.
Larrañaga lo expresaba al concluir la Oración inaugural de la primera Biblioteca pública de Montevideo, el 26 de mayo de 1816:
Regocíjese el Gobierno, porque debiendo este establecimiento ilustrar a los ciudadanos en el lleno de sus obligaciones, las ejecutarán gustosos; regocíjense los ciudadanos porque siendo sus Magistrados sabios, pocas veces errarán en lo que interesa a la felicidad de los pueblos (1924, p. 145).
Siguiendo a Montesquieu, Larrañaga sostenía que la educación perseguía objetivos diversos según el régimen político imperante: la monarquía hereditaria, la aristocracia o la democracia. En una democracia representativa, el sistema ideal para Larrañaga, afirmaba:
Estando la ilustración esencialmente unida con la justicia, la igualdad y la sana moral, la democracia representativa debe prevenir la peor de las desigualdades, (…) la desigualdad de talento y de luces entre los diferentes miembros de la Sociedad; debe prevenir que la clase pobre se haga viciosa, ignorante o miserable; la opulenta insolente y afecta a falsos conocimientos, y debe hacer que ambas se acerquen a aquel punto medio en que el amor del orden, de la industria, de la justicia y de la razón naturalmente se establecen, pues por la posición e interés está igualmente distante de todos los excesos (1924, p. 145).
Los proyectos y las realizaciones educativas de Larrañaga fueron variados y ambiciosos. A veces, sus propuestas resultan enciclopédicas, porque se fundaban en la convicción de que una infancia y una juventud sin exigencias no podían conducir a nada bueno: “¡Cuántos talentos se malogran por falta de educación! Era ya tiempo de hacer ver a nuestros jóvenes que su edad no está destinada, como creen, por la naturaleza a los placeres y a la relajación, sino que es el tiempo que la virtud consagra al trabajo y a la aplicación”. Y concluye: “Lo que no se aprende en esa edad, difícilmente se retiene” (1924, p. 152).8
Por otro lado, Larrañaga aparecía muy confiado en las posibilidades de instalar buenos cursos en Montevideo. El espíritu localista y la honra de ser oriental se revelaban en sus textos:
Los orientales son magníficos en sus empresas, fecundos en sus recursos y constantes en su ejecución. Les bastará fijar los ojos en todas las obras públicas de esta ciudad para advertir que no ceden ni en gusto ni en magnificencia a ninguna de las Provincias de este Río (1924, p. 153).
Agreguemos, finalmente, que para Larrañaga toda educación era educación cristiana, y el espíritu cristiano debía orientar la formación moral de los niños y jóvenes. “Que nunca la voz de la virtud sonó más dulcemente que cuando se promulgó el Evangelio; que no hay pueblo ninguno que no tenga su religión, por bárbaro que sea, y que no la enseñe” (1924, p. 153). También /Se había referido a la formación cristiana en la inauguración de la Biblioteca pública y es interesante recordar sus palabras, que revelan su modo amplio y libre de concebir el cristianismo:
No encontrareis en el que dirige este Establecimiento un oscuro o enigmático discípulo de Confucio, sino un franco y liberal discípulo de aquel Jesús que predicaba su doctrina en las calles y plazas, en los terrados y elevadas colinas a presencia de los pueblos; un discípulo de aquel Evangelio que no quiere siervos sino libres, y que no pide una obediencia ciega, sino un obsequio racional; un discípulo de aquella religión de amor y no de temor (1924, p. 145).
Larrañaga, educador familiar y generador de un linaje de cultura
Dámaso Antonio Larrañaga no fue un teórico sino un hombre de acción. En tal sentido, su compromiso con la educación se manifiesta, por lo menos, en tres importantes iniciativas: en primer lugar, debemos mencionar la responsabilidad que asumió como educador de sus propios sobrinos; en segundo lugar, jugó un papel primordial en la promoción del sistema lancasteriano o de enseñanza mutua, desde su cargo de vicario y desde la misma Sociedad Lancasteriana, y, finalmente, ya en el Uruguay independiente, Larrañaga fue el promotor de la fundación de la Universidad Mayor, a través de la aprobación de su proyecto de la “Ley de las nueve cátedras”, el 11 de junio de 1833.
En esta oportunidad vamos a enfocarnos en Larrañaga como educador familiar, tal vez su perfil menos conocido, pero de derivaciones muy ricas y dilatadas. Luego de completar sus estudios en el Real Colegio de San Carlos y ordenado sacerdote en Río de Janeiro, a fines de 1798, Larrañaga regresó a Montevideo. Entre 1805 y 1827, no siempre instalado en Montevideo, Larrañaga asumió, a pedido de sus hermanas y cuñados, funciones de educador en el seno de su familia. Figura 1
En 1798, su hermana Juana María se había casado con Pedro Francisco Berro (navarro, llegado a Montevideo 14 años antes); Josefa Larrañaga contrajo enlace, en 1800, con Pedro J. Errazquin, también navarro, marino y socio de Berro. Finalmente, Mª Coleta -y fue la única que pudo casar Dámaso ya ordenado- se casó, en 1803, con Eugenio Alcain, también vasco, pariente de Errazquin y empleado en la empresa de sus cuñados.
Las tres familias y el P. Larrañaga vivían en casas contiguas, construidas en el solar familiar de la calle San Francisco esquina San Luis -hoy Zabala esquina Cerrito-. Se formó, de esta manera, una verdadera “comunidad familiar”, según testimonios familiares, que también se apoyaba en lazos comerciales y laborales. Los Berro tuvieron quince hijos; nueve los Errazquin y cinco los Alcain: entre 1799 y 1819 nacieron 29 niños, de los cuales 21 alcanzaron la edad de ser “escolarizados”.
A pedido familiar, el P. Larrañaga asumió la supervisión de la educación de sus sobrinos y les dio clases de “bellas letras”, ciencias naturales y nociones de agricultura.9 Larrañaga se reveló como un pedagogo innovador para su tiempo, muy interesado en la pedagogía intuitiva y naturalista del suizo Heinrich o Enrique Pestalozzi, que introdujo en esta experiencia de educación familiar. En primer lugar, incorporó, a la formación de los niños y jóvenes, el estudio de las ciencias, y clases prácticas vinculadas especialmente a la agricultura, en la chacra familiar, de los Berro y los Errazquin, en el Manga. Además, fue un precursor de la coeducación, ya que reunió a todos sus sobrinos, niñas y varones, en las clases elementales. En la tarea, Larrañaga contó además con la colaboración de tres maestros contratados: Juan Manuel Besnes e Irigoyen, para el nivel elemental; Miguel de Forteza y el Pbro. José Raimundo Guerra, para los niveles siguientes.
Juan Manuel Besnes e Irigoyen10 llegó a Montevideo, en 1808, con 19 años, procedente de San Sebastián. Contratado por Pedro Francisco Berro, se alojó en casa de la familia Errazquin hasta que el Cabildo le permitió actuar como “maestro de escuela” y le asignó casa propia. Dirigido por Larrañaga, Besnes e Irigoyen, orientó los primeros estudios de los sobrinos, de “señores y señoritas” de familias cercanas y también fueron alfabetizados los jóvenes esclavos de la familia -que fueron llamados “negros finos”.11
El siguiente nivel de enseñanza estuvo a cargo del maestro mallorquín Miguel de Forteza,12 especializado en cursos de comercio, quien fue contratado más tarde por la Junta de Comerciantes de Montevideo, para instalar en 1829 la primera Escuela de Comercio de la ciudad. A los varones los atendía en su casa, pero enseñaba a las niñas, señoras y señoritas en las casas de la familia, en general la casa de la familia Errazquin-Larrañaga. Miguel de Forteza enseñó gramática, composición y geografía comercial. En cartas de la familia se lee que las niñas que mostraban más inclinación por el estudio completaron sus estudios, aprendiendo francés e incluso “la regla de tres compuesta”.
Los varones que siguieron estudios más avanzados estuvieron a cargo del P. Larrañaga y del Pbro. José Raimundo Guerra,13 secretario y fiel amigo del tío Dámaso. Larrañaga se encargó de enseñarles ciencias y realizó con ellos experiencias agrícolas en la chacra del Manga: adaptación al medio de especies exóticas como tabaco, algodón y olivos, injerto de frutales y cultivo de semillas seleccionadas de especies hortícolas. Entre 1811 y 1813, Larrañaga, quien residía en el Manga -en 1811 había sido expulsado de la plaza de Montevideo- realizó investigaciones y organizó excursiones en busca de fósiles y de nuevas especies de plantas, que lo llevaron hasta las costas actuales de Rocha. Por otra parte, desde 1817, cuando los portugueses tomaron la ciudad de Montevideo, los libros de la Biblioteca pública fueron custodiados en la chacra del Manga, por lo que los sobrinos de Larrañaga, en particular Bernardo Prudencio Berro14 y Manuel José Errazquin15 pudieron disponer de ellos (Berro, 1920, pp. 42-44). Gracias a todo lo dicho, estos dos sobrinos recibieron una muy esmerada educación sin salir del territorio oriental. Ambos tendrían roles destacados en la vida política del país.
Me gustaría, esta tarde, profundizar un poco más en el estudio de algunas de estas familias tan estrechamente ligadas al P. Larrañaga. Entre los sobrinos y sobrinas educados por Larrañaga me voy a detener en Clara Errazquin Larrañaga y en Benita Berro Larrañaga, y en sus descendientes. Por esta vía vamos a encontrar que los más destacados promotores de la educación uruguaya, ya sea la educación pública de gestión estatal, ya sea la educación católica fueron sobrinos nietos del P. Larrañaga y primos entre sí. Me refiero a los hermanos José Pedro y Jacobo Varela Berro, por un lado, y, por otro, a los hermanos Juan Dámaso, Clara, Sofía y Elena Jackson Errazquin.
En 1831, a los 25 años, Clara Errazquin Larrañaga (1805-1875) -educada por su tío Dámaso- se casó con el inglés y anglicano John Jackson Bell, de 44 años (1787-1859). Jackson provenía de Leek, en el condado de Stafford, y según algunas fuentes familiares había llegado con los invasores ingleses de 1807 (Gallinal de Bonner, 1990, p. 52), según otras fuentes lo habría hecho más tarde, habiendo residido algunos años en Buenos Aires (Mariani, 2005, p. 10). Como sea, en 1819, ya tenía su propia empresa, y se dedicaba al comercio de cueros, géneros y alfombras, prendas de vestir e incluso armas (Archivo General de la Nación (AGN), 1826-1827), invirtiendo sus ganancias en la compra de tierras, dedicadas a la cría de vacunos y ovinos de la mejor calidad, en el departamento de Florida. Su mejor negocio sería la adquisición, entre 1825 y 1830, de los campos de la sucesión de Juan Francisco García de Zúñiga, también en Florida.16 En 1867, el Dr. Carl Brendel, médico alemán que residió en Uruguay entre ese año y 1892 (25 años), se refería a los Jackson como “la familia más rica del país” (Mañé Garzón & Ayestarán, 2010, p. 61).
El matrimonio Jackson-Errazquin tuvo seis hijos: tres varones -Juan Dámaso, Pedro y Alberto- y tres mujeres -Clara, Sofía y Elena- (Fernández Techera, 2001, pp. 11-13). Figura 2
Cuatro de ellos -Juan Dámaso17, Clara18, Sofía19 y Elena Jackson20- fueron, primero con su madre y siempre con el apoyo de su tía, Josefa Errazquin, la tía Pepa, lo que podríamos llamar, utilizando la expresión de la historiadora francesa Aliosha Maldawsky, trascendentes “inversores en lo sagrado”. Habían recibido una educación bien definida. Por un lado, marcada por un profundo espíritu religioso, y tolerante, con madre católica y padre anglicano. En segundo lugar, se trató de una familia de hábitos muy sobrios. En su testamento, Jackson padre determinó una cifra de dinero que la familia debería recibir cada año, y precisaba: “la que considero suficiente, atento los hábitos de modestia, economía e industria en que felizmente (la familia) ha vivido despreciando el fasto, porque éste hace pequeñas y ridículas, entre personas sensatas, a las que lo ostentan” (AGN, 1893). Además, Jackson concluía su testamento expresando profundo afecto por la tierra oriental y recomendando a sus hijos una vida de servicio a esa tierra.
Con este perfil, los cuatro hermanos Jackson-Errazquin cumplieron, entre mediados del siglo XIX y 1901, un rol decisivo en la creación e instalación de la red de educación católica en Uruguay. Ellos financiaron tanto la llegada de congregaciones religiosas educadoras, como la construcción y mantenimiento de colegios en todo el país. Hay que decir que esta obra fue continuada por los descendientes de Clara Jackson de Heber, la única hermana con descendencia, y más tarde por su hija Elena Heber Jackson de Gallinal y por sus propios hijos.
Y vamos a la otra rama. También en 1831 se casaron en Montevideo el porteño Jacobo Dionisio Varela San Ginés, de 34 años (1796-1975), y Benita Berro, de 23 (1808-1893). Los Varela, provenientes de Buenos Aires, eran, por parte de padre, una familia de origen gallego, vinculada al comercio. A mediados de 1829, luego de la muerte de Lavalle y por razones políticas, los (seis) hermanos Varela, con su madre viuda Encarnación San Ginés, dejaron Buenos Aires y se instalaron en Montevideo, más precisamente en el Manga, en la chacra de los Berro. En su Autobiografía, publicada en 1848, Florencio Varela señala: “Don Pedro Francisco Berro, padre de larga y estimable familia (…) hospedó en su casa, por más de dos años, a mis hermanos y a mí, tratándonos como a miembros de su familia”. Esta relación se debía a la instalación en Buenos Aires, desde 1795, de otro Pedro Berro, conocido como Pedro Chico, hermano menor de Pedro Francisco y fundador de la familia Berro en Argentina. Pedro Chico había desarrollado relaciones comerciales y de amistad con Jacobo Varela padre, lo que explica la protección ofrecida desde Uruguay a la familia Varela.
En el Manga comenzaron a frecuentarse los Varela y los Berro. Y seguramente allí surgiría el noviazgo entre Jacobo y Benita. El matrimonio tuvo seis hijos, si bien solo cuatro superaron la infancia: dos varones: Jacobo y José Pedro, y dos mujeres: Juana y Elvira. Figura 3
Los dos varones jugarían un rol decisivo -y no hay mucho que explicar- en la constitución y en la primera etapa del desarrollo del sistema escolar público de gestión estatal uruguayo. Eran sobrinos nietos del P. Larrañaga, un referente en la educación nacional, y sobrinos de dos letrados liberales del Montevideo colorado de La Defensa, Florencio y Juan Cruz Varela, y de Bernardo Berro, blanco, presidente de la república y autor del Catecismo de la doctrina puritana cimentadora, obra que destacaba “el poder civilizatorio de la educación”.
Como sabemos, José Pedro Varela promovió en 1868, a su regreso de los Estados Unidos, la fundación de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular -que también integró como socio fundador su primo, el muy católico Juan Dámaso Jackson-. Varela publicó en 1874 La educación del pueblo; fue designado en 1876 director de Instrucción Pública por el Cnel. Latorre; y puso en marcha la reforma de la escuela uruguaya, a partir del decreto de agosto de 1877. Muerto prematuramente, su hermano mayor Jacobo asumió entonces un rol determinante en la implementación de la reforma, como Inspector general de Instrucción Pública, durante casi 10 años (prácticamente entre 1880 y 1889).
Como si esto fuera poco, su hermana Juana Varela Berro fue la esposa de Alfredo Vásquez Acevedo, liberal y anticlerical, y refundador de la Universidad uruguaya moderna, como rector de la Universidad Mayor, casi sin interrupciones entre 1880 y 1899. Las redes familiares eran fuertes: Jacobo Varela se casó con Elisa Vásquez Acevedo, hermana de Alfredo; José Pedro con Adela Acevedo Vásquez, doblemente prima de los hermanos Vásquez Acevedo; y Elisa Varela Berro lo hizo con su tío Paulino Berro Larrañaga.
Reflexiones finales
Para terminar, podemos convenir en que Larrañaga fue un hombre de Iglesia y por su carrera eclesiástica pudo realizar estudios avanzados para su tiempo. Su situación fue la de muchos sacerdotes de su tiempo. Fue también un hombre de ciencia, de cultura y preocupado por la educación, en lo teórico y en lo práctico.
Como buen investigador, Larrañaga fue un hombre de detalles, de los que valoran las pequeñas cosas. Podríamos comentar por ejemplo que, en su Diario de la chacra, se repiten, de manera sistemática, sus breves protestas cada vez que las tenaces hormigas atacaban sus cultivos. De la misma manera organizó, con el mayor cuidado y paso a paso, la educación de sus sobrinos; siguió punto por punto el desarrollo de la Escuela Lancasteriana de Montevideo, presidiendo las reuniones quincenales de la Sociedad; propuso en detalle las cátedras que debían dar nacimiento a los estudios superiores en el Estado Oriental. Y, lo que es más importante, y sin desconocer el influjo de otros muchos factores, su figura y sus enseñanzas están en el origen de un rico linaje de fundadores y reformadores en el campo educativo, al que debemos la conformación de las bases del sistema educativo uruguayo.