1. INTRODUCCIÓN
La pandemia ilustra la sociedad del riesgo global (Beck, 1992): una crisis sanitaria mundial que desnuda las dimensiones de la globalización acelerada, con ramificaciones sin precedentes para la economía, el trabajo y la sociabilidad. Aunque plantea un desafío global, las respuestas son principalmente a través de acciones locales y nacionales, con enormes diferencias de enfoques, recursos y resultados. La pandemia expone desigualdades y vulnerabilidades socioeconómicas como así también la fragilidad del orden internacional para responder a problemas globales (Redacción The Economist, July 31, 2021). La pandemia releva y potencia desigualdades, desacuerdos y competencias geopolíticas y económicas que dificultan acciones conjuntas. Estas condiciones explican los graves problemas de los mecanismos internacionales para atender a múltiples urgencias.
Focalizándome en la pandemia del COVID-19, en este trabajo mi interés es discutir los problemas que el orden comunicativo contemporáneo plantea para enfrentar problemas globales. Los desafíos comunicativos son más complejos que lo que sugiere la noción de infodemia acuñada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) (Cinelli et al., 2020) y de recurrente uso actual. La infodemia refiere a “una cantidad excesiva de información ‒en algunos casos correcta, en otros no‒ que dificulta que las personas encuentren fuentes confiables y orientación fidedigna cuando las necesitan” (Organización Panamericana de la Salud, 2020, p. 2). Es decir, un escenario saturado de información falsa que “circula” en el cuerpo político mundial. Enfatiza un déficit informativo que formula una división tajante entre información certera y falsa, según premisas científicas de verificación.
Más allá del atractivo del concepto, especialmente para una institución focalizada en salud y proclive a entender problemas en términos biomédicos, la idea de infodemia es limitada para entender los problemas del orden comunicativo que vertebra la pandemia. Lo que superficialmente parece una epidemia de “mala información”, refleja situaciones estructurales y dinámicas sociopolíticas complejas. Entender estas condiciones es fundamental para evitar la ilusión que la infodemia pueda resolverse simplemente con información correcta.
Mi argumento es el siguiente: La pandemia deja al descubierto la condición de posverdad y la crisis de confianza y los conflictos entre múltiples experticias, incluidas aquellas de las ciencias de la salud, que dificultan la solución de problemas planetarios. El análisis de la pandemia en la posverdad (Reyes-Galindo, 2021; Shelton 2020) permite comprender aspectos esenciales de la comunicación pública contemporánea: el desorden (des)informativo, los cuestionamientos y los conflictos sobre la experticia y las consecuencias mixtas que trae la abundancia comunicativa para enfrentar problemas comunes como la salud pública global.
Los bienes comunes son esenciales para la vida humana y benefician a una sociedad en su totalidad. Ejemplos de bienes comunes son el acceso a la salud, agua segura, aire puro y el imperio de la ley. No pueden ser comprendidos como privados o partidarios en tanto que estas lógicas priorizan beneficios estrechos y particulares sobre el bien común. La pandemia crea incertidumbre sobre las condiciones de salud y la seguridad necesaria para la vida pública. La dramática alteración de las rutinas cotidianas recuerda que los bienes públicos son productos de acciones colectivas -demandan acciones orientadas al bien común. Sin garantías de salud se trastoca el orden cotidiano, la vida económica y la interacción social. Su restablecimiento demanda acciones que reconstruyan garantías de seguridad sanitaria.
La pandemia demuestra que la discusión y la resolución de bienes comunes demandan el uso colectivo de la razón pública. La razón pública demanda condiciones comunicativas, como información veraz, acuerdos epistemológicos sobre datos y hechos, y participación ciudadana. Sin embargo, la comunicación pública, fracturada y fragmentada, sin normas de participación o principios epistemológicos compartidos, dinamita las chances de lograr consensos significativos sobre una variedad de temas: la identificación de problemas, el diagnóstico de causas, el debate de soluciones. El empecinamiento propagandístico del poder sumado a corrientes irracionales que cuestionan aspectos esenciales de la pandemia, tales como su existencia, origen, métodos de atención y resolución, dejan al descubierto este problema.
Los problemas de la ecología informativa digital actual subyacen en tensiones y conflictos durante la pandemia. La puja entre verdades asentadas en el paradigma científico y argumentos antojadizos motivados por razones ideológicas o religiosas; la tensión entre la lógica de salud pública y la lógica del poder político; la oposición entre la razón sanitarista que privilegia acciones colectivas y la razón individualista que antepone el discurso de derechos personales y libertades cívicas; el difícil balance entre consideraciones puramente sanitarias y urgencias socioeconómicas, especialmente en países con enormes desigualdades y altos niveles de exclusión social.
Estos conflictos están atravesados por el caos comunicacional contemporáneo que, así como potencia las oportunidades para la expresión, también dificulta la búsqueda de consensos. El problema es que la resolución de bienes públicos presupone consensos básicos sobre mecanismos compartidos para el debate público y principios para determinar y resolver bienes comunes.
2. LA CONDICIÓN DE POSVERDAD
Mucho se ha dicho recientemente sobre la posverdad, a la luz de campañas de desinformación y el auge de movimientos políticos que reflejan y celebran creencias desvinculadas de criterios de verdad y realidad determinados según el paradigma científico (Fuller, 2018; Kakutani, 2018). No es mi intención revisar este debate, sino entender los problemas que la posverdad plantea.
Entiendo la posverdad como un estadio de existencia de competencia entre “regímenes de verdad” antepuestos sobre la definición de hechos y las estrategias para declamar juicios sobre la realidad. La posverdad es una situación estructural; no es un adjetivo aplicable a discursos y observaciones particulares. Es la condición social de ausencia de premisas epistemológicas y normas comunicativas comunes. Describe la disputa constante entre regímenes de verdad diferentes y enfrentados sobre formas de conocimiento, interpretación, verificación y persuasión. Que cualquier verdad de algunos sean mentiras y ficciones para otros refleja justamente esta situación de posverdad.
La verdad no es un atributo del objeto, sino que refiere a la producción de conocimiento. Según William James (1907):
La verdad de una idea no es una propiedad estanca, inherente. La verdad le sucede a una idea. Se vuelve verdad, es hecha verdad según eventos. Si veracidad es, de hecho, un evento, un proceso: el proceso de autoverificación. Su validez es el proceso de su validación (p. 20).
La verdad de una idea resulta de compartir criterios de verificación. La verdad es un proceso intersubjetivo de acuerdo. De ahí que la verdad no radique en ideas, objetos, información, datos, o noticias, sino que está supeditada a formas compartidas de decisión sobre la veracidad. Este principio es central a la ciencia en tanto hay acuerdos fundamentales sobre el método para determinar verdades dentro de la comunidad de conocimiento, en contraste con otras comunidades de interpretación y creencia caracterizadas por adherir a normas diferentes.
Con justificada razón, se puede argumentar que la posverdad no es estrictamente novedosa, ni tampoco los “bulos” y otros términos que subieron en popularidad en los últimos años. El barullo reciente sobre la “posverdad” fundamentalmente indica el redescubrimiento del viejo argumento según el cual no existen verdades únicas sino diferentes concepciones de la verdad y sistemas diferentes de producción de verdad (Blackburn, 2005).
Cualquier argumento por la verdad es motivo de disputa, por más que quienes impulsan ciertas “verdades” tengan aspiraciones dominantes o estatus hegemónico. Cualquier “régimen de verdad” (Foucault, 1992) es inestable en tanto enfrenta resistencia, dudas y escepticismo, más allá que una institución o diferentes instituciones (políticas, religiosas, científicas, culturales) se atribuyan la autoridad de conocimiento legítimo y único sobre temas determinados. La competencia constante entre interpretaciones sobre la verdad refleja sentidos dispares sobre la realidad. Trasluce diferencias (aparentemente) irreconciliables sobre la definición ontológica de la verdad y formas de determinar la veracidad de hechos y juicios.
3. EL DESORDEN DIGITAL
Más allá de tensiones históricas entre lógicas diferentes y opuestas de producción de sentido, hay rasgos distintivos de la posverdad actual ligados a atributos particulares de la ecología de la comunicación pública. Estas particularidades están dadas por la estructura relativamente abierta de Internet, el rol dominante de un número reducido de plataformas corporativas y por nuevas formas de desinformación de la mano de poderes políticos y económicos. Esas características definen la condición de posverdad en la comunicación pública contemporánea.
La condición de posverdad es acelerada y complejizada por la consolidación de la sociedad digital, en tanto que esta facilita vivir en “propias verdades” ‒grupos que construyen y sostienen verdades paralelas y antinómicas‒. Donde existe amplia y confiable conectividad y relativa tolerancia por diferentes formas de expresión, la sociedad digital ofrece una estructura abierta y de bajo costo de entrada para la comunicación pública. Esta situación contrasta con el orden moderno caracterizado por filtros/porteros tradicionales (“los medios de comunicación”) con significativo control de flujos a la comunicación masiva y limitaciones sensibles para la expresión pública. El orden dominado por los medios masivos durante el siglo pasado se caracterizó por una estructura piramidal y jerárquica de información que favoreció dinámicas unidireccionales de expresión. En cambio, la sociedad digital implica la multiplicación de esferas comunicativas que facilitan la articulación y movilización de públicos con distintas epistemologías que subyacen a argumentos sobre la verdad.
La condición de la posverdad es un fenómeno global por la naturaleza misma de la ecología comunicacional que trasciende fronteras político-geográficas. No es casualidad que fenómenos similares de noticias falsas, conspiraciones y otras distopías informativas presentan rasgos similares en el mundo. Esto no implica que las situaciones sean idénticas. De hecho, hay diferencias significativas enraizadas en la habilidad de Estados de controlar la diversidad de expresión y su capacidad de censurar plataformas clave de la comunicación pública, tanto digital como tradicional, sumados a procesos políticos particulares y diferencias de contextos sociales y culturales.
Ciertamente, Internet no es ni absolutamente abierta ni horizontal.
La ingeniería estatal fue utilizada por regímenes democráticos y autoritarios (más claramente) para evitar que la comunicación digital tuviera una arquitectura absolutamente abierta que eventualmente pudiera desestabilizar regímenes oficiales de verdad. La fractura de Internet en redes “nacionales” como los casos de Irán, China, Rusia y otros regímenes autoritarios, muestra el notable poder de Estados para trazar fronteras -para contener y suprimir expresión potencialmente disidente. La ambición globalista de Silicon Valley, apoyada en el liberalismo tecnológico y el libre flujo internacional de expresión, se acomoda a la razón estatal obsesionada por erigir barreras y patrullar la expresión ciudadana.
Además, Internet es profundamente desigual en términos de captura de públicos, nivel de actividad, atención y recursos. Un número limitado de plataformas, específicamente las corporaciones que dominan los buscadores y los “medios sociales”, concentran enormes flujos de comunicación a nivel global. Pocas plataformas controlan una cantidad desproporcionada de comunicación pública, al mismo tiempo que cobijan un amplio arco de expresiones. La mayor concentración de públicos y recursos económicos no excluye la producción de expresiones diversas. Sin embargo, la lógica de las grandes plataformas está orientada a maximizar atención y contenidos. La tiranía de los algoritmos demuestra justamente cómo la posibilidad de exposición a múltiples ideas esta reducida según cálculos y prioridades mercantiles.
En países donde Internet está relativamente desregulada, la multiplicación de la expresión en la abundancia comunicacional facilita la competencia entre regímenes de verdad. Las plataformas digitales que mediatizan enormes volúmenes de expresión pública no tienen mayor preocupación por imponer criterios comunes de verificación. Más allá de decisiones puntuales de regular y excluir contenidos determinados como pornografía o incitación a la violencia, han eludido asumirse como árbitros de verdades. Su objetivo central es acumular audiencias, atención, tráfico y beneficio económico más que ser jueces de la verdad. En vez de asumir que desempeñan un rol editorial fundamental (Napoli & Caplan, 2017) en los flujos de información global, prefieren cobijarse en un lenguaje vacío que invoca nociones vagas de conexión y comunidad para justificar sus decisiones corporativas.
Las excepciones, donde las empresas declararon públicamente tomar decisiones editoriales, ponen al descubierto las dificultades de este proceso. Principalmente cuando fueron presionadas por la crítica pública, Facebook, Google y Twitter han eliminado información falsa, como opiniones conspirativas y datos anticientíficos sobre la pandemia y vacunas, y cerrado cuentas de usuarios responsables por circular desinformación y discursos del odio. Las respuestas han sido tentativas, puntuales, incompletas, incoherentes, opacas y equivocas, según razones coyunturales.
4. LAS VARIANTES DE INFORMACIÓN EN SALUD
En este (des)orden comunicacional, cualquier versión sobre la verdad está disponible en Internet, por más descabellada que parezca para escépticos y contrarios. La abundancia de expresión incluye infinitas creencias críticas, escépticas y negadoras tanto del paradigma científico como de instituciones, como el periodismo y agencias oficiales, que producen información y datos según principios de facticidad, verificación y demostrabilidad.
La heterogénea y abundante comunicación pública contemporánea ofrece información que responde a distintas lógicas de producción y determinación de verdad. Es una ecología “impura” que desdibujan las distinciones finas y estables entre tipos de des/información. Ofrece formas de construcción intersubjetiva de verdad opuestas. Esto dificulta o imposibilita la estabilidad de cualquier acuerdo que sostiene una información como veraz es inestable en tanto siempre hay información opuesta de fácil acceso.
Así como ofrece oportunidades para la diversidad, la comunicación pública abre oportunidades para diferentes variantes de información basadas en distintas epistemologías. La literatura identifica la “mala información” como creencias erróneas según criterios de evidencia en ciertas áreas de experticia y la desinformación como operaciones deliberadas de propaganda para mentir y confundir (Tumber & Waisbord, 2021). La primera refleja la existencia de criterios que determinan que cierta información es falsa; la segunda explica creencias incorrectas como resultado de la desinformación perpetrada intencionadamente por actores políticos, sociales y económicos.
La infodemia es síntoma del desorden informativo. Mientras que la salud pública y la ciencia adhieren a criterios claros para separar información/desinformación, la comunicación digital desdibuja distinciones firmes en tanto canaliza expresiones asentadas en epistemologías diferentes. Conclusiones científicas y recomendaciones sanitaristas sobre un sinnúmero de temas, desde el origen del virus hasta el estado de infección y vacunación, han tenido inusitada y amplia circulación. La visibilidad, la urgencia y el impacto de la pandemia transformaron cuestiones usualmente reservadas a experticias como epidemiología, virología e inmunología, en materia de debate público. Esta situación encauzó la proliferación de ideas y opiniones sobre salud absolutamente diferentes en la esfera pública (Waisbord, 2020b).
¿Qué expresiones tiene el desorden informativo en la pandemia? Desde una perspectiva biomédica, la información certera está sustentada por conclusiones científicas. Todo aquello que no encaja con saberes salubristas es clasificado como infodemia. Sin embargo, la infodemia puede referirse a diferentes tipos de des/información en salud (Waisbord, 2020b) que difieren y/o disienten del conocimiento sanitarista: la “mala información”, creencias ancladas en cosmovisiones “tradicionales” y “alternativas” al modelo biomédico, y la desinformación.
La “mala información” se expresa en conocimientos errados sobre una variedad de temas ‒el origen del virus, transmisión, estrategias de contención, funcionamiento/producción/efectividad de vacunas, entre otros‒. Que haya “mala información” no debe sorprender, puesto que estos son temas esotéricos y complejos, típicos de cualquier ciencia, especialmente considerando que la COVID-19 es un virus nuevo. Es esperable que los públicos tengan ideas equivocadas sobre aspectos básicos de epidemiología o el desarrollo tecnológico de vacunas, o cualquier tema propio de la experticia técnica y científica. Como así también es dudoso que la ciudadanía tenga conocimientos amplios y rigurosos sobre química, física, ingeniería y otras disciplinas científicas. La diferencia es que tener conocimientos mínimos sobre temas salubristas es fundamental en tanto enfrentar la pandemia presupone efectivamente conductas particulares masivas, basadas parcialmente en conocimientos correctos sobre transmisión del virus (que afecta uso de barbijos y aislamiento social) e inmunología (que subyace al uso de vacunas).
Otro tipo de información, factible de ser entendida como “des/mala información”, responde a modelos “tradicionales” sobre salud (Palamim, Ortega & Marson, 2020) que ofrecen explicaciones diferentes sobre enfermedades, causas y prevención comparadas con el saber biomédico institucionalizado en agencias sanitarias mundiales y nacionales. En América Latina, estas creencias no debieran ser rotuladas como “mala información” sino que deben ser entendidas en su complejidad y matices, como creencias ancladas en paradigmas diferentes, medicinas locales, y saberes populares. La salud y la enfermedad han sido históricamente objetos de debates políticos, sociales y culturales. Premisas y tratamientos estándares de la medicina biomédica, como prácticas institucionales de parto, inmunización, y tratamientos de malaria y tuberculosis, continúan siendo cuestionadas desde perspectivas que suscriben a modelos diferentes de salud y enfermedad. Asimismo, no hay necesariamente oposición absoluta entre modelos de salud/enfermedad ya que hay prácticas complementarias e híbridas de prevención y cuidados. El uso de prácticas tradicionales no es necesariamente contrario a seguir recomendaciones biomédicas en diferentes aspectos de la salud humana.
Un tercer tipo de “información” es la desinformación -expresada en creencias contrarias a las conclusiones salubristas sobre aspectos centrales de la pandemia, como la existencia y los efectos del virus, la dimensión de la pandemia, los efectos de distintas formas de contención del virus- mascarillas, distanciamiento social, cuarentena, vacunas. Ejemplos de ello son ideas tales como la “plandemia”, genocidio genético y otras ideas-fuerzas que reflejan el negacionismo y visiones conspirativas según las cuales actores “globalistas” (desde la OMS hasta la Fundación Gates pasando por George Soros) deliberadamente causaron la “supuesta” pandemia con objetivos oscuros.
Estas creencias no deben ser entendidas simplemente como opiniones “anti-ciencia” in toto, sino que responden a corrientes de opinión vinculadas con campañas de desinformación. De hecho, no es obvio que sean absolutamente anticientíficas. No son opiniones divorciadas de la política, en tanto que reflejan discursos circulantes prepandemia (Joyce, 2020). La desinformación no ocurre naturalmente o por combustión espontánea; está ligada a corrientes de sentimiento activadas por campañas y dinámicas de polarización política. Refleja la movilización de elites políticas, líderes de opinión (religiosos, educativos, celebrities), y medios tradicionales y digitales que echan dudas y descalifican argumentos científicos y decisiones basadas en recomendaciones sanitaristas.
Lo novedoso son las oportunidades para la desinformación ‒manipular corrientes de opinión de forma eficiente y masiva. La ecología comunicacional actual se presta a la manipulación sofisticada por operaciones políticas, con apoyo de inteligencia digital y software. La estructura de Internet sumada a la reticencia de los grandes porteros de la comunicación digital de distinguir verdades de falsedades facilita campañas masivas de desinformación. Además, las campanas de desinformación son apuntaladas por la complicidad de periodismos y aduladores sumados a financiadores de mentiras y versiones parciales y antojadizas. Así como el orden actual permite la rápida popularidad de “teorías conspirativas” globales como QAnon1, la desinformación sobre la pandemia indica las nuevas posibilidades de movilizar ficciones con objetivos políticos.
El caso de Brasil es particularmente ilustrativo en tanto históricamente tuvo altos niveles de vacunación, como la mayoría de América Latina (Escobar, October 28, 2020). Recientemente, la vacunación se convirtió en un asunto controversial y politizado más que un bien consensuado con alto acatamiento. El aumento de la desconfianza sobre la vacunación y otras tecnologías y diagnósticos del modelo biomédico precede a la pandemia.
En este contexto, la posición negacionista del presidente de Brasil Jair Bolsonaro y su gobierno sobre la pandemia profundiza una situación de desconfianza y debate abierto sobre temas de salud pública. Sus disparatadas aseveraciones sobre el origen del virus, letalidad, y remedios, apoyado en la amplificación por parte de los medios tradicionales (Soares y Recuero 2021), legitiman desconfianza y oposición pública (Biancovilli, Makszin & Jurberg, 2021; Soares et al., 2021). Una situación similar se observa en países como El Salvador (Baires Quezada, Ávalos & Romero, 2020) y Nicaragua (Miranda Aburto, 2020), donde la presidencia impulsó desinformación sobre la pandemia. Asimismo, campañas de desinformación sobre una variedad de temas, incluido la COVID-19, con origen y financiamiento oscuro, han contribuido a la desinformación en América Latina y otras regiones (Cariboni & Sota, 2020).
La desinformación está ligada a la intención de actores de montar campañas que confirmen falsedades y movilicen dudas y rechazos. Es producto de acciones deliberadas que demandan habilidades y recursos ligados al poder, sostenidas en redes sociales y medios tradicionales (Salavarría et al., 2020). Por lo tanto, es preciso entender las condiciones políticas que son favorables. ¿Qué rasgos comunes existen en los casos más prominentes de desinformación oficial sobre la pandemia? La literatura muestra dos condiciones que favorecen la desinformación y su articulación en movimientos políticos (Charron, Lapuente & Rodriguez-Pose, 2020).
Por una parte, la polarización política agudiza la división de la producción y consumo/confianza en la información según disposiciones afectivas partidarias e ideológicas. La polarización plantea problemas comunicativos para la resolución de la pandemia, no solamente porque conduce a la “partidización” de la crisis, sino porque impregna actitudes ciudadanas frente a recomendaciones sanitaristas y políticas públicas. La confianza en los medios esta fracturada según simpatías partidarias. La polarización afectiva disminuye las posibilidades que una parte de la ciudadanía apoye las políticas de gobierno de signo político contrario. Según estudios recientes, las simpatías políticas influyen notablemente en el acatamiento a medidas de prevención de contagios - distanciamiento social, uso de máscaras y vacunas (Fridman, Gershon & Gneezy, 2020; Pennycook et al., 2021).
Por otra parte, trabajos recientes concluyen que los populismos se caracterizan por posiciones negacionistas y ambiguas: desde actitudes anti-vacunas (Kennedy, 2019) hasta el rechazo a imponer o reforzar conductas ciudadanas de precaución y cuidado, diseminar información sobre pseudociencias y falsas curas hasta negar la existencia del virus (Bayerlein et al., 2021; Ford, 2021; Wondreys & Mudde, October 8, 2020). Como consecuencia, especialmente los países gobernados por populismos conservadores han enfrentado situaciones particularmente difíciles, con altos números de infecciones y muertes, y lentos procesos de vacunación masiva.
Si bien las razones de estas dificultades son múltiples, los populismos representan ejemplos notables de “desinformación desde arriba” -presidentes que enfáticamente negaron la existencia de la pandemia o minimizaron sus consecuencias, diseminaron versiones sobre presuntos orígenes del virus, cuestionaron conclusiones científicas con simples opiniones, y recomendaron precauciones peligrosas rechazadas por la experticia. Líderes populistas y funcionarios han cuestionado, menospreciado, rechazado y victimizado a expertos sanitaristas, incluso las agencias científicas de sus propios gobiernos. Obviamente, el caso del trumpismo republicano en Estados Unidos es el “caso cero” de este fenómeno considerando la estrecha correlación entre identidad partidaria/ideológica y actitudes frente a la pandemia (origen, percepción de riesgo, vacunación, negacionismo), alimentadas por líderes políticos y medios de comunicación (Calvillo et al., 2020; Druckman et al., 2021).
Estos escenarios confirman la afinidad entre populismo y posverdad (Waisbord, 2018), en tanto el populismo rechaza saberes con aspiraciones de autonomía, como la ciencia, que podrían ofrecer datos y recomendaciones que contradigan las decisiones de líderes. La razón política del populismo, asociada al culto de la personalidad, no acepta la posibilidad que otras lógicas puedan marcar errores, diferencias o alternativas.
Asimismo, es importante remarcar que no toda desinformación sobre la pandemia está ligada a visiones anti-científicas y conspirativas, como en los casos emblemáticos de los populismos de derecha. La desinformación no debe ser vista como atributo único del escepticismo y la reacción anti-ciencia y el individualismo libertario, banderas de la reacción conservadora y la extrema derecha. En tanto el poder está inclinado a proferir verdades a medias, ocultar información, y tergiversar datos, carece de un compromiso inquebrantable con transparentar y documentar la situación y sus políticas sobre la pandemia. La desinformación también fue alimentada por gobiernos que, aun cuando siguen recomendaciones salubristas, presentan interpretaciones parciales y equivocas sobre las condiciones, más interesadas en autopromoción que en exponer fehacientemente las situaciones.
5. LA EXPERTICIA EN TIEMPOS DE POSVERDAD
Para entender la infodemia es necesario considerar la inestabilidad social de la experticia entendida como autoridad en cierta área de conocimiento y acción. La experticia se basa en conocimientos rigurosos para entender fenómenos y proponer cursos de acción según los principios del método científico. La experticia se atribuye poseer conocimiento legítimo dentro de un área determinada y típicamente ejerce un relativo monopolio sobre la producción de verdades en un área determinada. Así se desmarca de formas comunes o populares de conocimiento en tanto estas carecen de formación y credenciales científicas.
La experticia es la piedra fundamental de la tecnocracia como elemento esencial de la gobernanza moderna: expertos producen información y asesoran en la determinación de prioridades, toma de decisiones, y asignación de recursos. La experticia produce conocimientos técnicos que son insumo para la toma de decisiones y beneficio de la sociedad -seguridad, salud, educación, economía. La experticia produce y verifica datos, coteja información, analiza documentos y ofrece recomendaciones que guían decisiones de políticas públicas.
La experticia cumple funciones centrales en múltiples áreas de la sociedad moderna -transporte, alimentación, salud, agua, energía-. Es imposible entender la vida moderna sin la experticia. (Collins & Evans, 2017). ¿Cómo imaginar el funcionamiento de la sociedad contemporánea sin experticia: agencias y equipos de expertos que producen conocimiento y asesoramiento a tomadores de decisión? Asimismo, la resolución de problemas centrales y urgentes a nivel global, desde la crisis climática hasta avances en tratamientos médicos, demanda diferentes formas de experticia aplicada.
En principio, el gobierno con expertos pareciera inevitable dados los requerimientos y la complejidad de temas públicos. La realidad, sin embargo, es compleja en tanto ciertas formas de experticia son cuestionadas o ignoradas por diferentes razones.
La condición de posverdad incrementa las posibilidades de cuestionar la posición y legitimidad social de la experticia en tanto facilita la masividad de posiciones escépticas y contrarias.
Cuestionamientos legítimos o dudosos pueden lograr atención y apoyo, especialmente si son recogidos por líderes de opinión, partidos políticos, movimientos sociales, instituciones y otras formas de representación y persuasión. Esta dinámica es importante en tanto que la posición de la experticia como autoridad de conocimiento no solamente depende de criterios internos de legitimidad y autoridad, sino que también está sujeta a la confianza pública -el reconocimiento público de expertos como tales, especialmente en cuestiones que directamente afectan la vida cotidiana y, como en el caso de la pandemia, son centrales para la resolución de problemas comunes.
Con matices diferentes en contextos nacionales, la pandemia ilustra un escenario amplio donde la experticia sobre asuntos como la crisis climática, el evolucionismo, y alimentos genéticamente modificados, es materia de controversia pública. La experticia tiene credibilidad social despareja según el tema en cuestión: cuando sus conclusiones contradicen ciertas creencias políticas, religiosas y culturales, es más factible que públicos depositen menor confianza.
La crítica de la experticia va más allá de las posibilidades delineadas por la oposición a la tecnocracia desde argumentos democráticos y participativos. No es por sí misma virtuosa o negativa, puesto que está motivada por múltiples razones. Desde aquellas interesadas en la ampliación de espacios de deliberación y la inclusión de saberes diferentes hasta el negacionismo de la experticia. Demandas por participar y transparentar decisiones de expertos y gobiernos pueden ofrecer contraargumentos sólidos o ficciones. La crítica de la experticia puede ser impulsada por charlatanes, demagogos y otros actores con saberes limitados o nulos sobre cuestiones complejas, propias de especialistas. No toda demanda por la democratización epistémica (Schwartzerberg, 2015) tiene motivos similares.
Hay varias posturas bajo el arco de escépticos, críticos y negacionistas: desde quienes repudian a la experticia como una forma de poder hasta dogmáticos que rechazan la ciencia y saberes derivados. Así como la tecnocracia tiene ribetes antidemocráticos en tanto valora conocimientos técnicos sobre saberes ciudadanos, el saber puramente “ciudadano” potencialmente acarrea otros problemas. La duda ciudadana sobre la ciencia puede estar impulsada por justificadas sospechas sobre favoritismo político y rédito económico, o por convicciones contrarias a la ciencia como sistema de conocimiento sobre cuestiones particulares como la salud.
La pandemia demuestra estas posibilidades: experticia en salud pública, virología, epidemiología y bioestadísticas ha sido cuestionada desde posturas diferentes -por quienes suscriben al paradigma científico, por quienes niegan la ciencia (y la pandemia) y por quienes exhiben dudosos argumentos o carecen de credenciales salubristas-. Con estas consideraciones en mente, es importante entender que la experticia sanitarista durante la pandemia es objeto de disputas por diferentes razones: realidades locales, el deseo de la inclusión, percepción de riesgo diferente, dudas legítimas, críticas infundadas, cálculos puramente políticos, sospechas sobre intereses en bambalinas. No toda desconfianza u oposición está obligatoriamente ligada a la infodemia o la desinformación.
Asimismo, la desconfianza hacia los expertos no necesariamente es incondicional o uniforme. Los mismos públicos que dudan sobre temas con amplio consenso científico, como la crisis climática y las consecuencias de la secuencia genética, actúan según la experticia en otras áreas. Terraplanistas vuelan en avión sin cuestionar la aeronáutica. Quienes desconfían de la ciencia de las vacunas contra el coronavirus no necesariamente rechazan la ciencia de los trasplantes de corazón y otros tratamientos médicos. Supersticiosos convencidos que espíritus y divinidades regulan sus vidas se someten a tratamientos de medicina cosmética con la esperanza de mejorar sus apariencias.
Otra cuestión es que las actitudes frente a la experticia en salud pública deben ser comprendidas en un contexto de competencia de asuntos y experticias propios de la complejidad de una pandemia. La pandemia no es principalmente un fenómeno de salud pública. Es una crisis de magnitud global que toca virtualmente toda área de la vida social. Esto se refleja claramente en los debates sobre la necesidad de balancear cuestiones y prioridades sanitaristas con temas económicos y legales como derechos individuales. Por ejemplo, las recomendaciones sobre la imposición de cuarentenas o vacunación masiva están asociadas con consideraciones sobre realidades socioeconómicas y el acceso a servicios de salud que afectan el éxito de tales decisiones. Especialmente en sociedades con enormes desigualdades sociales, porcentajes significativos de trabajo informal y altos niveles de pobreza, es difícil imaginar acatamiento absoluto y prolongado de decisiones oficiales basadas en criterios sanitaristas, especialmente sin acciones para atender y palear las condiciones existentes.
Estas tensiones reflejan las oportunidades y peligros de la condición de posverdad en tanto que erosiona el poder de la tecnocracia. En una época donde todos somos expertos (Collins, 2004) en virtud del fácil acceso a una abundancia de (des)información, es factible que opiniones de expertos sean desconfiadas o confronten oposición ciudadana, especialmente cuando el escepticismo o negacionismo científico y el anti-elitismo son banderas de acción política.
En virtud de esta situación, la pregunta del sociólogo Gil Eyal (2019) es relevante: ¿Qué tipo de sociedad es posible cuando existe desconfianza de la experticia? En tanto que la experticia sea objeto de disputa y se convierta en blanco de activismo político, su posición es inestable. Aunque la experticia es fundamental para el funcionamiento de la sociedad contemporánea y la resolución de problemas globales como la pandemia, la desconfianza y el agnosticismo son posibilidades constantes en el orden comunicativo actual (Ramírez‐i‐Ollé, 2019).
6. LA MUTABILIDAD DE LA CIENCIA SOBRE LA PANDEMIA
Otro problema que no es captado por la noción de infodemia es la situación particular de la experticia sanitarista durante la pandemia: el estado de conocimiento abierto y cambiante como así también incógnitas sobre múltiples aspectos de COVID-19, con respuestas acertadas, temporarias y cambiantes. Comunicar sobre incertidumbre plantea dificultades particulares en comparación a la comunicación sobre temas bien conocidos y con amplia evidencia y certezas (van der Bles et al., 2019).
La verdad científica tiene carácter aproximado y provisional más allá de la existencia de “verdades indiscutidas” como el heliocentrismo, la ley de gravedad o el principio de relatividad. Incertidumbre, preguntas abiertas, y conclusiones provisorias son rasgos centrales de la empresa científica. La verdad científica es disputable y mutable. La ciencia asume que cualquier verdad puede ser modificada o rechazada sobre nueva evidencia y análisis. La ciencia se caracteriza por un método para producir conocimiento determinado como legítimo/verdadero, que sostiene que cualquier conclusión es provisional, puesto que puede ser modificada y rebatida por estudios posteriores. Esta condición es particularmente notable en fenómenos relativamente nuevos o poco estudiados. Cuando la base de evidencia es limitada, es factible que las conclusiones sean provisorias o disparen preguntas que requieran cautela.
El descubrimiento de nuevos virus y variantes ejemplifica esta situación. El conocimiento sobre aspectos esenciales del COVID-19 era bastante limitado al comienzo de la pandemia (Yong, 2020). Existían enormes lagunas en datos y evidencia sobre origen, transmisión, letalidad y prevención del virus. De hecho, a la luz de la marcha impredecible del virus y las variantes, persisten preguntas y debates sobre el desarrollo y la efectividad de diferentes vacunas, aun cuando haya acuerdos sobre temas fundamentales del virus y la pandemia (Alwan et al., 2020). Después de un año y medio de pandemia, subsisten docenas de preguntas e hipótesis abiertas.
La incertidumbre y aprendizaje científico sobre la COVID-19, típico durante la emergencia de un nuevo virus, transcurre en medio de la extraordinaria avidez global por la pandemia. La evolución del conocimiento experto transcurre en tiempo real, bajo los reflectores de la atención mundial, y rodeada por la urgencia de controlar el virus. No es materia solamente de especialistas o limitada a ámbitos como conferencias científicas y revistas especializadas. Es una cuestión donde millones de personas emiten juicios sobre hallazgos, argumentos y recomendaciones en incontables plataformas. Sin importar obvias asimetrías de conocimiento y credenciales, abundan observaciones y conclusiones sobre nivel de contagio, morbilidad y mortalidad, inmunidad de rebaño, efectividad de vacunas, tecnología utilizada por diferentes vacunas, aprobación de vacunas y otras cuestiones que los expertos dedican una vida a estudiar.
Estas circunstancias reflejan una situación particular de una suerte de democracia epistémica. No es participativa en el sentido de inclusión formal de grupos de ciudadanos en diferentes fases de la producción de conocimiento y la toma de decisiones que afectan su vida (Fischer, 2009). Más bien, son debates amplios, informales, masivos y desordenados. Representan la ampliación caótica de espacios de deliberación, sin barreras ni credenciales, en múltiples espacios de la esfera digital.
Cuando temas de experticia científica se convierten en cuestiones de discusión pública, la incertidumbre y el debate abierto de la ciencia corren riesgos particulares en el orden comunicativo contemporáneo. La situación de verdades científicas mutables y abiertas puede ser desvirtuada, ser construida como condición de debilidad o sospecha del estado de conocimiento, tal como ocurre durante la pandemia. Ofrece flancos para que versiones escépticas del paradigma científico o malintencionadas rechacen la ciencia como epistemología válida sobre el mundo natural o las decisiones de ministerios y agencias de salud.
Se incrementa esta posibilidad cuando temas científicos reciben inusual atención pública, política y mediática, como el desarrollo de secuencias genéticas, cambio climático y nuevos tratamientos médicos. Mientras que estudios, conclusiones y recomendaciones científicas típicamente se discuten en foros de expertos, como congresos y revistas especializadas, hay temas que adquieren presencia y notoriedad singular. Sobresalen los cauces de espacios reservados a expertos para saltar a plataformas públicas de información y discusión. Ahí corren la posibilidad de ser absorbidas por la dinámica de polarización política y desinformación, empeñadas en descalificar a la ciencia como conocimiento legítimo sobre determinadas cuestiones o atribuir ciertas recomendaciones y decisiones a motivos puramente políticos.
El debate público y la producción de conocimiento sanitarista sobre la marcha, que corrige conclusiones a la luz de nueva evidencia y continúa con incertidumbres, fue aprovechada por el negacionismo y el nihilismo anticientífico para sembrar y profundizar dudas. No está motivado por democratizar la ciencia en función de necesidades colectivas. Por el contrario, apunta a contrariar y rechazar la experticia en salud pública que apenas disimula el fundamentalismo libertario (y su cara necrofílica) que niega cualquier idea de contrato social y (mal)entiende decisiones basadas en la salud pública como la vulneración de derechos individuales y creencias religiosas. Tales posiciones olvidan, por desidia o pura ignorancia, que principios fundamentales de la salud pública orientados hacia el bien colectivo subyacen al ordenamiento de la vida cotidiana -agua potable, aire puro, flúor en el agua, alimentación segura, seguridad vial, inmunizaciones, ambientes libres de tabaco, control de enfermedades infecciosas. Resultados de decisiones históricas que indudablemente vulneraron la soberanía individual y el derecho al agua contaminada y alimentos en mal estado.
7. ENTRE LA DEMOCRATIZACIÓN Y EL IRRACIONALISMO POLÍTICO
La pandemia muestra una paradoja esencial de la comunicación pública contemporánea: la expansión de oportunidades para la expresión y la crítica dificulta la existencia de normas comunicativas y epistemológicas comunes que hagan posible la emergencia de discusiones y acuerdos sobre bienes públicos. Las fracturas revelan enormes dificultades para enfocar problemas colectivos sobre principios comunes de comunicación y conocimiento legítimo. Asimismo, refleja la puja entre una visión orientada hacia el bien común y el negacionismo de la salud pública mezclado con un individualismo exacerbado.
El cuestionamiento de la experticia sanitarista no solamente refleja el caos epistémico de la posverdad (Holst & Monlander, 2019). Ilustra los problemas comunicativos para el ejercicio de la razón pública en la consecución de bienes comunes.
Los desafíos no se limitan a los problemas de la modernidad tardía diagnosticados por Jürgen Habermas y otros críticos: la colonización de la razón pública por lógicas mercantiles y partidarias, más el dominio tecnocrático sobre voluntades ciudadanas y voces alternativas. A estos problemas se suman ecologías comunicativas con quiebres epistemológicos y esferas públicas predispuestas a la desinformación. La posibilidad de la razón colectiva enfrenta oportunidades y peligros (Jasanoff & Simmet, 2017), en tanto cualquier institución que produce conocimiento esencial sobre problemas públicos -la ciencia, el periodismo, las organizaciones de la sociedad civil y las agencias oficiales- puede ser cuestionada por lógicas de sentido desprendidas de verificación empírica o documentación. Cuando no existe consenso sobre normas de racionalidad y acción comunicativa, la experticia enfrenta dudas y oposición armada de opiniones, convicciones y dogmas. Esto es preocupante en tanto cualquier proyecto para la resolución de problemas colectivos, como la pandemia o la crisis climática, demandan acuerdos comunicativos que posibiliten diálogos, diagnósticos y soluciones con significativos apoyo y consenso.
La pandemia sugiere que, lejos de facilitar la racionalidad como recurso colectivo, la situación de posverdad propicia el irracionalismo. Entiendo el irracionalismo como “el asombro pagano sobre fuerzas ilimitadas e ininteligibles, la mística de la sangre y la raza, la abrogación de la responsabilidad individual y el anti-intelectualismo” (Lowenthal, 1987, p. 42). El irracionalismo limita el conocimiento a lo inmediato y existente y resiente el intelecto (Adorno, 2000). Niega la posibilidad del conocimiento del mundo. Como fenómeno político, el irracionalismo se opone a las instituciones de la experticia basada en el modelo científico. Desecha el pensamiento crítico. Perpetúa el caos en tanto rechaza la búsqueda de consensos de conocimiento. Fomenta el nihilismo. Aprovecha la incertidumbre propia de la ciencia para polarizar temas públicos. Desvirtúa la búsqueda de la “verdad” como una cuestión puramente subjetiva. Descarta la necesidad del diálogo en la diferencia.
La pandemia ilustra los peligros del irracionalismo político que rechaza la razón pública como proceso colectivo de reflexión y decisión y saberes técnicos/científicos indispensables para enfrentar problemas comunes. Su resurgimiento en el escenario político-comunicativo actual, especialmente asociado a la extrema derecha y los populismos y sus espacios mediáticos, refleja las dificultades para enfrentar problemas de bienes comunes.
¿Cuáles condiciones reducen las posibilidades que la posverdad y el irracionalismo político dinamiten la resolución de problemas comunes?
Aunque es temprano para sacar conclusiones sobre correlaciones entre desempeño nacional en controlar la pandemia y variables múltiples (políticas, económicas, sistemas de salud, socioeconómicas), la evidencia disponible sugiere que una menor polarización política (especialmente en países con mayor calidad de gobernanza) posibilita acuerdos basados en recomendaciones sanitaristas con significativo apoyo público. Sin embargo, las posibilidades para la despolarización son complejas -la pandemia no necesariamente modifica los factores que explican la polarización política, sino que está presa de las mismas dinámicas que impulsan dicha polarización (Peruzzotti & Waisbord, 2021).
Asimismo, si los liderazgos demagógicos son parte central del problema de la desinformación, y considerando la importancia de la información oficial en ciclos informativos, los gobiernos que atienden a recomendaciones sanitaristas ofrecen mejores condiciones. Recordemos que la desinformación fundamentalmente “viene desde arriba”. Y es alimentada por elites políticas y medios que tienen un rol descollante en la generación de noticias más que por simples ciudadanos con conexión digital.
Sociedades con una tradición de sistemas públicos de radiodifusión y periodismo de calidad sumada a altos niveles de confianza ciudadana en las instituciones (incluidos los medios) están mejor equipadas para mitigar los efectos perjudiciales de la desinformación. Estudios recientes sugieren que países con estas condiciones son menos proclives a sufrir los efectos tóxicos de la desinformación y la demagogia populista (Humprecht, Esser & Van Aelst, 2020). Tales condiciones no garantizan defensas frente a la mala información y la desinformación, pero son recursos para enfrentar distopías informativas articuladas en movimientos negacionistas y la propaganda oficial.
Es importante recordar que la desinformación está ligada no únicamente al irracionalismo, sino también a la lógica del poder reñida con la verdad. Hannah Arendt (2000) discute la oposición inherente entre verdad política y verdad filosófica. A diferencia de la filosofía, la política no persigue la verdad. Si bien la verdad tiene un elemento coercitivo, el poder político obedece a impulsos diferentes que apuntan a la negación y la vulneración de la verdad. De ahí, que la política vea a la verdad como competencia, como una forma de discurso que elude los intentos de subyugarla, que escapa a la aspiración política de monopolizar la construcción de la realidad. El carácter coercitivo de la verdad desafía la obsesión de la política por coaccionar al espacio público alrededor de ideas desprovistas de realidad.
Queda pendiente entender mejor las condiciones políticas y comunicativas para enfrentar la posverdad y la desinformación que anima al irracionalismo político. La pandemia refleja las enormes dificultades de la comunicación pública para combatir la desinformación y otros problemas analizados. Es claro que las dificultades actuales van más allá de la infodemia y puedan ser corregidas con información veraz según el paradigma científico.
En síntesis, la infodemia no debe ser entendida como la simple circulación de información errónea, sino que refleja los límites sociopolíticos y culturales de la ciencia sanitarista por imponer su experticia como única guía para tomar decisiones sobre la pandemia. Lo que aparece superficialmente como un déficit informativo, posible de rectificar, está ligado a batallas sobre sentido y poder. Los problemas son múltiples: una situación estructural que facilita la constante disputa de la verdad, la inestabilidad de la autoridad de la experticia en salud pública, la competencia entre lógicas política, médica, económica y legal, y la desinformación empeñada en desdibujar las fronteras entre realidad y mentira.
No es obvio cómo superar estas complejas condiciones. Los problemas de comunicación pública son más profundos que lo que sugiere la idea de infodemia. Es recomendable evitar el “pensamiento mágico” y recetas únicas. Sería equivalente a insistir con usar un martillo para resolver problemas eléctricos. La infodemia es síntoma de desafíos comunicacionales y políticos: fracturas epistémicas, formas sofisticadas de desinformación digital, la disputa sobre la autoridad de los expertos, la polarización política y el resurgimiento del irracionalismo político. Enfrentar estos problemas requiere un análisis amplio, que entienda la des/información como objeto social y político, y que pueda guiar la imaginación práctica.