1. INTRODUCCIÓN
El artículo ensaya una interpretación acerca del rol histórico que pretendió ejercer el Frente de Liberación Homosexual (FLH) en el marco de las transformaciones del campo cultural y político de las décadas del 60 y mediados del 70 en Argentina. En ese marco, busca contribuir a dilucidar las razones por las cuales sus principales objetivos del FLH no lograron alcanzarse, al menos en este período histórico1. En otros trabajos (Vespucci, 2010, 2011, 2017) hemos ponderado el margen de agencia del FLH a través del análisis minucioso del marco interpretativo elaborado en tanto movimiento social, mientras que aquí se apuntará a destacar los factores constrictivos que operaron sobre esa experiencia, tanto desde los condicionantes histórico-estructurales, resueltos mediante el concepto de campo cultural y político, como desde las miradas que sus propios integrantes establecieron sobre dicho campo. En este último sentido, pretendemos puntualizar en su accionar y en sus claves de lectura (marco interpretativo) en tanto intelectuales y, por ende, el trabajo se desliza entre una sociología de la cultura en clave histórica y una sociología de los intelectuales en clave cultural y política, recurriendo al análisis de determinadas publicaciones que produjo como movimiento y a los relatos de algunos de sus miembros basados en memorias y entrevistas en profundidad2.
En efecto, el FLH surge de la confluencia del activismo y el trabajo intelectual, luego de una primera experiencia de militancia en el marco del grupo Nuestro Mundo, que fue creado en Buenos Aires en 1967 bajo el liderazgo de Héctor Anabitarte, un militante comunista que había sido expulsado del Partido por su orientación homosexual. Nuestro Mundo estaba integrado mayormente por trabajadores y sindicalistas del gremio de las telecomunicaciones, y su actividad principal consistió en “bombardear las redacciones de los medios porteños con boletines mimeográficos que pregonaban la liberación homosexual” (Perlongher, 2003, p. 77). En 1969, a través de Juan José Hernández, Nuestro Mundo entró en contacto “con un grupo de intelectuales porteños entre los que se encontraban Manuel Puig, Blas Matamoro y Juan José Sebreli. Estos empiezan a reunirse por separado en 1970 junto a otros intelectuales en el grupo Profesionales, junto al cual, Nuestro Mundo funda el FLH, en agosto de 1971” (Insausti, 2019, p. 5). En sus inicios, los primeros integrantes del FLH se plantearon actuar como un grupo de opinión, pero en 1972 el ingreso de una decena de estudiantes universitarios le imprimió al Frente un tono agitativo que continuaría hasta su disolución en marzo de 1976. El funcionamiento del Frente se daba a través de grupos relativamente autónomos que coordinaban acciones conjuntas. En su momento de máximo esplendor, el FLH llegó a contar con alrededor de diez grupos: el Grupo Eros (en su mayoría estudiantes universitarios, y que tuvo como figura destacada al antropólogo y escritor Néstor Perlongher), Nuestro Mundo, Profesionales, Emmanuel (cristianos), Bandera Negra (anarquistas), Católicos Homosexuales Argentinos, Safo (integrado por mujeres homosexuales)3, entre los más importantes.
Si bien entre los distintos grupos había diferencias con respecto a sus tendencias ideológicas, sus posiciones y estrategias ante coyunturas políticas, todos de algún modo buscaban revertir un régimen de sexualidad heteronormativo que hundía sus raíces en el propio proceso de conformación del Estado-Nación y, en buena medida producto del contexto histórico durante su accionar, dicho horizonte implicaba establecer “un nexo entre la emancipación social y la liberación sexual” (Simonetto, 2014, p. 1). Dicho en los términos de Perlongher (2003), “el FLH surge en medio de un clima de politización, de contestación, de crítica social generalizada, y es inseparable de él. Como buena parte de los argentinos de entonces, cree en la liberación nacional y social” (p. 77). Sin embargo, y como retomaremos más adelante, la mayoría de sus intentos por incorporarse a la causa social y nacional no prosperaron. Sus intentos de lobby con los gobiernos peronistas encontraron alguna tímida recepción (Insausti, 2019), pero tanto desde las organizaciones de la izquierda marxista como peronista, salvo excepciones, encontraron distancia y rechazo. Parte de esos intentos quedaron reflejados en sus publicaciones, como el periódico Homosexuales editado en 19734, y la revista Somos que publicó ocho números desde fines de 1973 hasta 1976 (año correspondiente a la disolución del FLH). En particular, la creación de Somos se corresponde con el período de consolidación del FLH y su intento de masificación por vía de la inserción en el ala izquierda del peronismo (Simonetto, 2014), así como del intento de acercamiento con las bases, recuperando las expresiones de la subcultura de las maricas y sus relatos en primera persona, sentando antecedentes para el discurso del orgullo que se expandiría a partir de la posdictadura (Insausti, 2019; Vespucci, 2011, 2015). Pero este viraje ya estaba evidenciando que la percepción de algunos intelectuales del FLH respecto a las posibilidades de su natural participación en el movimiento peronista no era en absoluto evidente. Por el contrario, el “dispositivo peronista” contenía sedimentada una trama histórica de preceptos morales que impedían o dificultaban el intento de inserción por parte del FLH. En efecto, desde el primer gobierno de Perón, se advierte la ponderación de la familia y sus roles prescriptivos de género, que si bien mantenía continuidad con las políticas familiaristas de los gobiernos previos y con sus rígidas normas sexuales, alcanzó incluso mayores intensidades homofóbicas5. Al promover una sociabilidad sana, basada en la familia, el trabajo y la justicia social -que se diferenciase de los vicios y la corrupción de la “década infame”- se cristalizó y robusteció la alterización de los entonces llamados “amorales” (Acha y Ben, 2004-2005), sujetos considerados lascivos, coincidentes mayormente con homosexuales feminizados o “locas”, que ponían en peligro la virilidad y la moral (hetero)sexual y que coaguló en políticas represivas, posteriormente denunciadas a través de Somos (Simonetto, 2014: 3). No obstante, no se trataba simplemente del capricho y la obstinación hacia los homosexuales de un gobierno o de otro, sino de un régimen de sexualidad, aunque el mismo mantuvo distintas intensidades.
Así, a partir de mediados del siglo XX, la persecución y la represión a los homosexuales por parte del Estado y sus fuerzas de seguridad se volvieron sistemáticas al quedar amparadas en normativas autoritarias como los edictos policiales y la ley de averiguación de antecedentes. Los edictos “antihomosexuales” proliferaron a partir de la década de 1930 como normativas pertenecientes a los códigos de faltas provinciales, y aunque no siempre explicitaran la “homosexualidad”, facultaban a la policía para castigar contravenciones vinculadas con “el escándalo público, la incitación u oferta callejera de sexo”, las que en efecto eran utilizadas para justificar la represión a los homosexuales6. En Buenos Aires, desde 1949, los edictos de la Policía Federal penalizaban a “las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaren o se ofrecieren al acto carnal” (Artículo 2º, Inciso H), llevar vestimentas consideradas como correspondientes al “sexo contrario” en la vía pública (Artículo 2º, Inciso F), y castigaban “al (…) encargado de un baile público o, en su defecto, al dueño o encargado del local, que permitiera el baile en pareja del sexo masculino” (Edicto “Bailes Públicos”, Artículo 3º, Inciso A) (Sempol, 2014, p. 28; Pecheny & Petracci, 2006, p. 55). Por su parte, la Ley de Averiguación de Antecedentes de 1958 -que facultaba a la policía a detener a cualquier ciudadano/a por 48 horas para registrar su identificación- “también fue una de las normas más utilizadas para reprimir a los homosexuales” (Sempol, 2014, p. 29). Con estas normativas, la policía disponía de importantes recursos de poder y de autonomía para perseguir a los homosexuales, aplicando penas que podían llegar hasta 30 días de arresto en comisarías o en el Departamento de Contraventores sin que mediara el Poder Judicial (2014, p. 29)7.
De manera que desde la década de 1940 hasta tiempos recientes, el Estado destinó parte de su poder represivo para perseguir las prácticas y expresiones de disidentes sexuales. “La experiencia de las maricas en ese tiempo fue de una vulnerabilidad extrema: el mero tránsito por el espacio público las exponía a la posibilidad de ser detenidas. Durante la primera presidencia de Perón, la persecución se incrementa, producto de la incorporación a los edictos policiales del inciso 2° H, utilizado durante los siguientes cuarenta años para perseguir a homosexuales y prostitutas. La represión no cesó durante la denominada revolución libertadora ni con el retorno de los gobiernos democráticos. En 1959, el presidente Arturo Frondizi nombró por primera vez al comisario Luis Margaride, quien se mantendría durante quince años, a través de diferentes gobiernos civiles y militares en la organización de masivas campañas de moralidad” (Insausti, 2019, p. 3).
Estos andariveles represivos del régimen de sexualidad heteronormativo, convivieron, al parecer casi “subterráneamente”, con el florecimiento de expresiones culturales de orden modernizador y hasta liberacionistas en el decurso de la compleja y “larga década del 60”, marcando un ritmo de sinuosos cambios culturales y de polarización y radicalización políticas. Sostenemos que este contexto histórico fue clave en las interpretaciones de los activistas e intelectuales del FLH y, correlativamente, con respecto a las posibilidades y los límites de sus acciones políticas y de su producción teórico-intelectual.
2. EL CONTEXTO CULTURAL DE LOS AÑOS 60
No es extraño que en la labor de los/as historiadores/as aparezca la tentación por las preguntas contrafácticas: qué hubiese pasado si… Con respecto a la problemática que aborda este trabajo, la tentación contrafáctica sería preguntarnos qué hubiese pasado si el FLH (1971-1976) surgía diez años antes, es decir, en los inicios de la década del 60 cuando todavía no se había producido ni el golpe militar que instaló la dictadura conservadora de Juan Carlos Onganía (1966-1970) ni los efectos de radicalización política del campo cultural que dicho régimen contribuyó a acelerar. Aunque podamos conjeturar una respuesta, este interrogante es sencillamente un disparador para poder explicar de manera más compleja -es decir, contemplando la contingencia histórica- lo que sí sucedió.
A partir de los años 60 comienza a ser palpable en la Argentina -al calor de una experiencia que puede ser comprendida también en clave trasnacional (Cosse, 2006)- un proceso de transformaciones culturales de carácter multiforme. En efecto, se puede incluir allí la renovación institucional de la universidad pública, el boom literario (tanto en términos de proliferación de escritores/as, editoriales y revistas, como de un público lector más amplio), la introducción de nuevos géneros musicales como el rock, la emergencia de una producción cinematográfica más crítica y reflexiva llamada “de autor”, el avance de las vanguardias artísticas (nucleadas centralmente alrededor del Instituto Di Tella), la expansión de la televisión, los cambios en la moda, la aparición de una cultura juvenil (asociada a varios de estos elementos), entre otros. Si bien cada uno de ellos puede ser entendido como un fenómeno particular, con sus lenguajes específicos (más volcados a lo estético o a lo político, pero con evidentes nexos8), es de destacar que “no sólo compartieron una mera sincronía de almanaque: participaron de una misma trama cultural refractando un imaginario social signado por una urgente sed de futuro” (Pujol, 2003, p. 285). En consecuencia, regía en este clima de época una intensa dosis de confianza por lo nuevo y un pesado malestar por lo tradicional.
Además de estas transformaciones en el campo de la cultura y de sus instituciones, otro de los aspectos sobresalientes de este período fueron los cambios en el terreno de la vida cotidiana, especialmente en términos de moral sexual y roles de género, aunque estos puedan haber sido más intensos en el plano de las representaciones que en el de las prácticas. En efecto, Isabella Cosse (2010) ha presentado una visión más matizada de estas transformaciones, aludiendo a una “revolución sexual discreta”, ya que a pesar de que la doble moral sexual fue conmovida y se legitimaron nuevos patrones de conducta (se deterioraron los mandatos de la virginidad femenina y del debut sexual masculino, se desligó la unión entre sexualidad legítima y matrimonio, y se problematizaron también las relaciones sexuales durante el matrimonio) el “paradigma sexual de la domesticidad” no habría sido trastocado en sus bases más profundas relativas a “las desigualdades de género y la estabilidad de las uniones heterosexuales” (p. 88)9. No obstante, “junto a otros tabúes descongelados, como el divorcio o la mujer independiente, el sexo apareció asociado, desde comienzos de los `60, a una idea de mayor libertad individual y autoconocimiento” (Pujol, 2003, p. 297), trastocando o erosionando los parámetros morales que lo regulaban desde la formación del régimen sexual moderno hacia fines del siglo XIX (Vespucci, 2019). Algunos de los móviles de estas modificaciones bien pueden estar relacionados con el impacto cultural del psicoanálisis (Plotkin, 2003), con el declive moral del mandato marital y reproductivo en simultáneo a la aparición de las píldoras anticonceptivas (Felitti, 2010), cuyos efectos profundos implicaron el “disociar definitivamente el sexo de la procreación (como) una de las grandes proezas de la década” (Pujol, 2003, p. 298). Este último aspecto es significativo si acordamos con Anthony Giddens (2000) en que dicha disociación es una de las llaves para comprender a partir de ese período el florecimiento de una sexualidad plástica que incluye de manera palpable al homoerotismo y el progresivo despliegue de la diversidad sexual. No obstante, a pesar de este contexto favorable, la homosexualidad no se tornará objeto de reivindicación política hasta fines de los años 60 y principios de los 70, iniciando un largo y arduo camino por la despatologización que llega hasta tiempos recientes. En aquel contexto, sin duda, la sexualidad gana terreno, pero el campo de producción de anomalías sexuales surgido durante la modernidad, seguía operando intensamente. En consecuencia, las prácticas homoeróticas siguieron transitando en mayor medida por los intersticios urbanos, clandestinos y privados -“el ambiente”- que la contenían como una sexualidad oculta o poco visible.
Articulando la pregunta estratégica inicial de este artículo, cabe la tentación por sostener que este primer segmento de los años 60, de no haberse interrumpido y modificado por otra lógica política, hubiese sido un contexto social más favorable para una relación menos conflictiva entre los reclamos del FLH y el resto de los actores que ya venían disputando hegemonía política y cultural en el país, en tanto ya hemos advertido la tendencia hacia una apertura de la agenda cultural que -alimentada en parte por la proliferación de las industrias culturales- generaba “una puesta en debate” (Felitti, 2010, p. 207) de numerosos aspectos de la vida cotidiana (la familia, la sexualidad y las relaciones de género como grandes asuntos controversiales) que indujeron un clima de reflexividad e intelectualismo cada vez más vigorizado. Sin embargo, las cosas terminaron sucediendo de otra manera.
2.1. La intensificación de los controles sobre la cultura y la vida cotidiana
En 1966 las fuerzas del orden de la llamada “Revolución Argentina” intensificaron los controles sobre este proceso de transformaciones culturales de aire modernizador. Al margen de “la cuestión homosexual”, antes del onganiato los sucesivos gobiernos civiles ya promovían campañas de control moral sobre prácticas que pudieran amenazar las bases tradicionales y católicas de la familia y de la nación, como era el caso del rock y las fiestas juveniles en clubes sociales. Así, en 1959 el Consejo Nacional de Protección de Menores creó un Cuerpo de Inspectores para vigilar dichos ambientes, y en 1964 se realizó una inspección en un club del barrio Parque Patricios en el que se detuvo a 73 menores de edad (Manzano, 2010, pp. 33 y 34). De aquí que sea prudente sostener una intensificación de los controles a partir del 1966, porque “más allá de sus notables diferencias, quienes ocuparon el poder desde la caída del gobierno peronista en 1955 hasta la definitiva recuperación democrática en 1983, consideraron peligrosos ciertos cambios en las costumbres familiares, de género y sexuales, en tanto atacaban la idea de una nación católica y sus pilares morales” (Felitti, 2010, p. 207).
El régimen de Onganía, en especial, se caracterizó por un conservadurismo de carácter clerical, autoritario y tradicionalista. La represión y la censura fueron herramientas destinadas al control ideológico de la población. Los fantasmas de la “infiltración marxista”, el “homosexualismo”, la “moda unisex” y los “jóvenes de pelo largo”, se utilizaron como argumentos recurrentes para ejercer dicho control a través de prohibiciones, persecuciones y razzias policiales. Una larga lista de filmes (por ejemplo Blow Up), obras literarias y de teatro (como la ópera Bomarzo, que iba a estrenarse en el teatro Colón) e intervenciones artísticas (en el Instituto Di Tella) fueron censuradas mediante la apelación de alguno de aquellos argumentos10. “Desde los clientes exclusivos de la discoteca Mau Mau y otras boîtes, hasta los novios sin recursos que vivían sus romances en la oscuridad de las plazas públicas, todos o casi todos los jóvenes estuvieron en la mira del comisario Margaride, el villano de la vida cotidiana de los `60” (Pujol, 2003, p. 314).
Como contrapartida, los integrantes del FLH dedicaron buena parte de sus esfuerzos a denunciar precisamente ese tipo de políticas persecutorias a través de los medios disponibles. Como observa Sergio Pujol, “después del `66 las razzias policiales se incrementaron de manera geométrica” (2003, p. 316), y algunos miembros del FLH alcanzaron a expresar públicamente: “sufrimos una persecución delirante”11. El “comisario de las buenas costumbres”, Margaride, llegó a ganarse su propio espacio en las críticas del movimiento. En efecto, durante la semana del 9 al 16 de noviembre de 1971, el FLH alertó a la población de la Capital, y en especial a la comunidad homosexual, sobre el despliegue de las razzias policiales con un volante titulado “La tía Margarita impone la moda Cary Grant”, deslizando a través de la parodia un tratamiento crítico de lo que llamaban “la brigada de moralidad”. Resulta ilustrativo citar un pasaje de ese volante para advertir el modo en que los miembros del FLH percibían el tradicionalismo que movilizaba el aparato represivo y su anacronismo para con el contexto de renovación cultural que se transitaba en aquella larga década del 60:
Revelando insólitas vocaciones, las fuerzas del orden se han puesto a competir con Chanel, Christian Dior y otros centros de la moda. Munidos de hachas y tijeras, policías recorren las calles de la Capital y Gran Buenos Aires dispuestos a imponer el prototipo de los galanes yankis del `40 para los jóvenes argentinos; así, arrancan pelos y barbas, cortan tacos y desgarran botamangas que exceden 10 cm. por considerarlas “poco masculinas”. ¿Se editará próximamente un figurín oficial para que los jóvenes argentinos sepan qué ponerse este verano? ¿Se hará un desfile de moda en el Departamento de Policía? (Somos Nº 1, 1973, p. 7).
Hacia el final de estas líneas paródicas, el volante del FLH interpelaba con consignas bien claras: “¡cese inmediato de la campaña de moralidad, libertad a los homosexuales presos, derogación de edictos policiales antihomosexuales, por la unidad de los oprimidos!” (Somos Nº 1, 1973, p. 8). Según recuerda Néstor Perlongher, miembro destacado del FLH, dicho volante “despertó cierto eco positivo en gays y rockeros” (Perlongher, 2003, p. 81). Inclusive, parte del ambiente vinculado a este género musical, sumado a las relaciones con integrantes de organizaciones feministas del momento12 y con el principal referente del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), Nahuel Moreno, se constituyeron entre los escasos espacios “homo-amigables” y vínculos donde el FLH encontró aceptación. De hecho, el mismo participó durante varios años, hasta 1973, del llamado Grupo Parque, que congregaba en una plaza de la Capital a jóvenes rockeros que no querían verse marginados del proceso de transformación política y donde miembros del FLH participaban de grupos de discusión cultural y política en el ámbito público (Perlongher, 2003, p. 80).
Con este tipo de relatos, discursos y experiencias se puede advertir que el FLH asumió pertenecer, desde el imaginario de sus participantes, a ese clima de ideas de renovación cultural que irrumpió a principios de la década del 60 y que se fue radicalizando hacia finales de la misma. Como recordaba Jorge Giacosa, miembro del FLH, “veníamos del 68, hagamos el amor y no la guerra”13, y correlativamente, en palabras de Rubén Mettini, otro integrante del Frente, “no era sólo la cosa gay, también en los 60 y 70, porque todo llegaba un poco después acá, se mezclaba con todo el hipismo que venía de Estados Unidos”14, por eso ambos resumían esa influencia en las fórmulas “paz, amor y liberación” o “sexo, droga y rock and roll”. En esta dirección, Jorge planteaba:
No es casualidad que en mi primera relación más o menos estable, también apareciera el primer porro, experiencia que para mí fue clave dentro del proceso de apertura que yo estaba viviendo en todo sentido, como un descubrimiento de la vida. Y eso coincide más o menos con lo que hoy se conoce como la primavera de Cámpora… ¡Yo florecí en esa primavera! Ir a un party por ejemplo del grupo Eros, entrar y que sonara Pink Floyd (que yo escuchaba por primera vez), y la gente bailando, moviéndose cada uno por su lado…, ¡yo no podía creer que eso existiera!, yo estaba dado vuelta con todo. Pasaban muchas cosas a principios de los 70, había como un ambiente muy creativo, una atmósfera muy cuestionadora y muy libertaria…. Yo creo que “primavera” quiere decir eso, todo lo que estaba pasando en muchos niveles (Entrevista a Jorge Giacosa).
Otro ejemplo ilustrativo que aparece en su revista Somos con respecto a la identificación del FLH con ese clima cultural es, también por medio del humor, el “Test de inmoralidad”. En dicha nota se esgrimían una serie de preguntas a las que el lector debía responder para saber si era una persona “terriblemente inmoral, degenerada y hereje”, tales como:
¿ha visto o le gustaría ver alguna de estas películas? (Último tango en París, Jesucristo Superstar, La naranja mecánica); ¿leyó o le gustaría leer alguno de estos libros? (Territorios, The Buenos Aires affaire, Sólo Ángeles); ¿ha usado alguna vez o le gustaría usar? (pantalones con botamanga ancha, minifalda, pelo largo, barba, slips); ¿ha hablado alguna vez sobre estos temas? (homosexualidad, relaciones pre-matrimoniales, control de la natalidad, nudismo, liberación sexual); ¿ha mantenido relaciones sexuales con? (una persona del sexo opuesto con la que no estuviera casada, una persona del mismo sexo, más de una persona); ¿conoce el significado de las siguientes expresiones? (sesenta y nueve, besos negros, vuelta y vuelta, chongo); ¿se ha masturbado alguna vez?; ¿lee la revista Somos? (Somos Nº 2, 1974, pp. 12 y 13).
Mediante estas notas y relatos se puede apreciar cómo, en un ejercicio intelectual o de reflexividad, los militantes del FLH intentaban asociar y objetivar -es decir, dar cuenta de un estado de cosas interdependientes que en ese entonces podía no ser “tan evidente a simple vista” o “para todo el mundo”- un conjunto amplio y variado de símbolos como pertenecientes a una misma trama cultural. La renovación del cine, la literatura, la moda, la estética, los lenguajes y las prácticas sexuales de la vida cotidiana, eran leídos como el sustento de un proceso de transformación cultural sobre el que el FLH entendía evidente la incorporación de la homosexualidad.
Sin embargo, esas notas de Somos en particular, fueron escritas a principios de los años 70, cuando por un lado la productividad de esa confluencia ya había comenzado a ser asechada por el régimen autoritario y conservador de Onganía y, en parte como consecuencia de ello, resultaba menos funcional para el propio “campo intelectual” o “campo de producción cultural” (Bourdieu, 1996) que se veía cada vez más atravesado por una lógica de radicalización política15. Dicho de otro modo, al momento de esa elaboración teórico-intelectual mediante la cual el FLH pretendía insertar el homoerotismo y “la cuestión homosexual” de manera más o menos naturalizada y evidente dentro de aquella trama cultural, la misma ya estaba operando de manera residual (Williams, 2009).
3. INTELECTUALES CON MEDIOS ESCASOS Y DISTANCIA DE REPRESENTATIVIDAD
Como hemos mostrado en otros trabajos (Vespucci, 2010, 2011) el FLH, en tanto que movimiento social16, intentó mediante su marco interpretativo sumar adherentes e instalarse públicamente con la finalidad de acumular el capital cultural y político en juego, esto es, la disputa acerca de la representación de los/as oprimidos/as que, en su caso, comprendía a todos/as aquellos/as que estaban afectados/as por un régimen de sexualidad heteronormativo (volveremos sobre este punto). Pero para poder dar esa disputa, el FLH necesitó crear previamente dicho marco, hecho que posiciona a sus integrantes -algunos con más influencia que otros- en clave de intelectuales. Porque en efecto, si el mismo implica -como lo han descrito David Snow y Robert Benford- “un esquema de interpretación que simplifica y condensa el mundo exterior mediante la selectiva puntuación y codificación de objetos, situaciones, eventos y experiencias (permitiendo) a los individuos ubicar, percibir, identificar y etiquetar eventos del espacio vital del individuo o del mundo más amplio” (Carozzi, 1998, p. 34), los miembros del FLH tuvieron en sus manos un desafío y una labor de índole intelectual.
Existe un nutrido debate acerca de esta noción dentro de la sociología de los intelectuales, y por consiguiente resulta conveniente tomar algunas consideraciones al respecto. Por ejemplo, François Bourricaud establece tres condiciones mínimas para la calificación de intelectual: la competencia cognoscitiva, es decir, la capacidad de discernir el sentido de un hecho (y concomitantemente de discernir hechos considerados relevantes de los que no lo son); segundo, la aptitud lingüística, tener un buen dominio de la palabra, de las imágenes y de los símbolos; por último, la capacidad de establecer generalizaciones (Bourricaud, 1990, p. 16). A través de la revista Somos y de otros documentos como Sexo y Revolución (1973), los distintos sub-grupos que integraron el FLH ratifican con creces estas condiciones. Dichas publicaciones condensan un diagnóstico de la realidad de su época -mediante la elaboración de una clave particular de lectura- así como una propuesta para su transformación. De manera que, por un lado, encontramos allí un recorte de la realidad para resaltar el hostigamiento hacia los homosexuales durante el período 66-76 (razzias, detenciones, maltratos, asesinatos) mediante un discurso denuncialista. Por el otro, la elaboración teórica de una clave de interpretación sobre los resortes homofóbicos de los sucesivos regímenes conservadores de la época17. En esta dirección, se advierte en Somos un conjunto de registros interdiscursivos (psicoanálisis, marxismo, corriente freudiano-marxista, antipsiquiatría, sexología moderna, feminismo, existencialismo humanista) que, entre otras cosas, dieron lugar a una fórmula teórico-política, un punto de condensación que consistió, esquemáticamente hablando, en que “la muerte de la familia” -en tanto institución medular de un sistema dominante que reprimía la libido o “energía sexual” para canalizarla y capitalizarla como fuerza de trabajo- era indispensable para “la liberación de la (homo)sexualidad” (Vespucci, 2010, 2011).
Si entre sus diversas raigambres “el intelectual puede considerarse antes que nada como un científico, como un artista, como un experto, o como guía del movimiento social” (Bourricaud, 1990, p. 13), es en esta última categoría donde se expresa mejor la función proyectada (la intencionalidad) de los intelectuales del FLH, a pesar de las cualidades científicas y artísticas de muchos de sus miembros. La singularidad del caso no radica entonces en esa composición de capitales, así como tampoco puede definirse su perfil específico en el sentido de Karl Mannheim como una intelectualidad flotante, ni estrictamente bajo el perfil gramsciano de intelectuales orgánicos, porque estos intelectuales pertenecieron al grupo social que procuraban representar, eran al mismo tiempo sujeto y objeto de su discurso, pensadores de su propia causa. Eso no impide, sin embargo, que su “vocación”18 fuera, más que la de estrictamente representar, iluminar a la comunidad homosexual. El recuerdo del mismo Perlongher sintetiza bien esta caracterización: “el deseo de una minoría `esclarecida´ de homosexuales de participar en un proceso de cambio presuntamente revolucionario, desde un lugar en que sus propias condiciones vitales y sexuales pudieran ser planteadas” (Perlongher, 2003, p. 78)19.
Consecuentemente, este posicionamiento -que era compartido por sus compañeros del grupo Eros y que irradiaba su peso en los demás grupos del Frente dada la posición influyente de Perlongher- engendraba más distancia que proximidad con respecto a la colectividad integrada por “los homosexuales”, “las maricas” o personas “del ambiente”. Como recuerda Marcelo Benítez, “nos veíamos como la vanguardia, los más vivos de todos, pero el detalle es que no éramos representativos, no habíamos sido elegidos por los gays”20. Esa distancia de representatividad que se filtraba en la vocación intelectual del FLH, es otro factor que contribuyó a las restricciones en el desarrollo como movimiento social, puesto que de ese modo quedaba seriamente condicionada la posibilidad de sumar nuevos integrantes. En efecto, como afirma Marcelo, “lo más politizado que podías encontrar dentro del ambiente era que sacaran el 2° H, en eso sí estábamos todos de acuerdo”. Es decir que la mayoría de los homosexuales del ambiente estaban más interesados en resolver las trabas que limitaban o impedían el ejercicio del homoerotismo, y menos en hacer de ese control represivo la causa de una revolución sexual y social.
En esta dirección, la “noción de intelectual que supone (…) una conciencia de su situación y de su papel histórico” (Bodin, 1970, p. 17) esclarecedor frente a una “sociedad alienada”, configura el rol de los miembros del FLH como ideólogos -o “legisladores” en términos de Zygmunt Bauman (1997)21- en el marco de una tradición intelectual “jacobina de izquierda” (Altamirano, 2002, p. 156). Esta matriz intelectual se expresó claramente en varias de sus publicaciones y documentos:
El Frente de Liberación Homosexual considera llegado el momento histórico de proponer y comenzar a realizar una revolución que, simultáneamente con las bases económicas y políticas del sistema, liquide sus bases ideológicas sexistas (por lo tanto) es un movimiento anticapitalista, antiimperialista y antiautoritario, cuya contribución pretende ser el rescate para la liberación de una de las áreas a través de la cual se posibilita y sostiene la dominación de la mujer y del hombre por el hombre (Sexo y Revolución, 1973, pp. 9-13).
Como advierte Joaquín Insausti (2019), estos discursos se volcaron asimismo en las pocas entrevistas divulgadas en la prensa masiva. Allí, “sofisticados análisis teóricos de la represión sexual basados en el freudomarxismo se alternaban con arengas en las cuales se convocaba a luchar por la liberación nacional” (p. 9). Pero el problema con esa discursividad es que “caía muchas veces en la trampa de resultar extraño a las bases de homosexuales. A muchas de las maricas, la mayoría de las cuales no estaban politizadas ni tenían una base intelectual que les permitiera decodificar las entrevistas, el mensaje les resultaba críptico y ajeno” (Insausti, 2019, p. 10). De manera que con ese estilo de repertorios y diagnósticos en mano el FLH se concibió, optimista y quizá de modo prematuro, dispuesto a intervenir en la disputa política, ya que tempranamente -sin el apoyo de importantes grupos de poder ni el amplio acompañamiento de la comunidad de disidentes sexuales- desplegó acciones políticas directas dentro del mapa político del país.
La primera acción pública de importancia fue la participación en Plaza de Mayo del acto de asunción del gobierno peronista de Héctor Cámpora, en mayo de 1973, bajo una bandera con la sigla FLH, y la consigna “para que reine en el pueblo el amor y la igualdad” (Sebreli, 1997, p. 337)22. Allí Rubén Mettini recuerda haber oído de parte de algunos militantes de otras agrupaciones peronistas el rumor de “son la quinta columna”, tras lo cual Perlongher habría deducido que estaban acusándolos de espías, sospecha que revelaba tanto las tensiones políticas del momento entre la izquierda y la derecha peronistas, como el hecho de que, según Jorge Giacosa, “nadie sabía bien qué era el FLH, pero salvo un militante que dijo `no me pasé veinte años militando por el peronismo para que ahora se llene de putos´, ese fue el único incidente”.
Su segunda aparición pública para festejar el retorno de Perón en junio de ese mismo año, ya fue mucho más problemática. Como recordaba Jorge, en la masiva marcha al aeropuerto internacional de Ezeiza, “los de atrás se ponían bien atrás y los de adelante bien adelante, entonces nosotros quedábamos bien solos”. Todos esos indicios de malestar quedaron explicitados cuando finalmente, tras las agresiones de la derecha peronista que empapelaba la ciudad con carteles contra “el ERP, los homosexuales y los drogadictos”, la izquierda peronista responde con su famosa consigna “no somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros” (Modarelli, 2009).
En cuanto a la izquierda marxista, ya habíamos mencionado que apenas obtuvieron un fugaz contacto político con Nahuel Moreno, líder del PST, quien les ofreció una oficina para que pudieran reunirse y elaborar folletos, aunque todo de manera secreta, por lo cual la participación no fue públicamente reconocida (Sebreli, 1997, p. 336; Perlongher, 2003, p. 80). También escurridizo fue el intento de acercamiento a otras agrupaciones marxistas en el marco de una movilización para repudiar el golpe del general Augusto Pinochet en Chile, en septiembre de 1973, en la que Perlongher (2003) recuerda que “las agrupaciones izquierdistas se corrían de lugar en la columna para no quedar cerca de los gays” (p. 81).
Esa rápida seguidilla de rechazos estaría mostrando que la percepción del FLH como un actor evidente, o al menos mínimamente legitimado, de aquella trama de renovación cultural, lista para acoplarse al giro de radicalización política post 1966, era más bien ilusoria. Ese golpe de realidad es, en verdad, el que disparó el vuelco hacia un trabajo de producción teórico-intelectual más meticuloso por parte de sus integrantes. “A fines de 1973, el FLH consideró llegado el momento de prestar un poco más de atención a la comunidad homosexual, descuidada entre tanto activismo político, y decidió la edición de la revista Somos” (Perlongher, 2003, p. 81), espacio que permitió que el FLH funcionara de manera más orgánica, ya que “en las reuniones de la revista cada grupo mandaba un delegado con materiales, por eso había materiales de “cristianos, profesionales, eros”, según lo relataba Marcelo Benítez. Pero esa apuesta por el trabajo intelectual, “cuya tarea especial es la producción y administración de los bienes simbólicos” (Altamirano, 2002, p. 148), tampoco fue suficiente. En un balance autocrítico -y ahora excesivamente pesimista con respecto al legado que sembró el FLH en las subsiguientes generaciones de activistas de la disidencia sexual- el mismo Perlongher (2003) sostenía que, “en cuanto a sus resultados concretos, la experiencia del FLH argentino constituye a todas luces un fracaso. No consiguió imponer una sola de sus consignas, ni interesar a ningún sector trascendente en la problemática de la represión sexual, ni tampoco concientizar a la comunidad gay argentina” (p. 83).
4. EL FACTOR DEL ANTIINTELECTUALISMO Y LA RADICALIZACIÓN POLÍTICA
Junto con aquella disposición entusiasta y percepción sobrestimada de los intelectuales del FLH con respecto al alcance y recepción que podían obtener de parte de los diversos actores del arco político radicalizado, es preciso considerar otros aspectos complementarios que se suman al componente homofóbico de éstos y al vanguardismo de su propuesta en el contexto de su época -y en particular de cara a la comunidad de disidentes sexuales- para explicar los reveses que sufrió desde el campo cultural y político. Por un lado, si uno de los elementos claves de la vida intelectual es su relación con los aparatos de comunicación (Brunner & Flisfich, 1983, p. 103), pues en ese sentido los integrantes del FLH corrieron con serias desventajas. Solo unos pocos medios, como las revistas Panorama en 1972 y Así en 1973, mostraron interés y concretaron entrevistas con algunos miembros del Frente (Bazán, 2004, pp. 341-344). Pero en un contexto histórico que oscilaba entre el control y la censura cultural, sumado a sus escasos recursos como movimiento, su influencia no podía ser más que marginal. Su revista Somos no era referenciada en otros medios, ni circulaba por instituciones ni en los quioscos -algo que recién lograría la revista Diferentes en la postdictadura (Vespucci, 2015)-, sino que la distribución de la misma se realizaba “de mano en mano”, según recuerda Perlongher.
Pero además de ocupar un lugar marginal en su relación con los aparatos de comunicación, es necesario reponer otro factor en el clima de ideas para entender los límites de su disputa, probablemente menos tangible que éste pero no por ello sin incidencia. Se trata de la tesis de Claudia Gilman sobre el antiintelectualismo23. Como sostiene esta autora,
si bien en los comienzos de la constitución de la familia intelectual latinoamericana figuras tan diferentes de intelectual como las del crítico, el ideólogo, el buen escritor o el militante, podían representar al escritor-intelectual comprometido, tales diferencias fueron consideradas en términos de matices o énfasis (…) La noción de compromiso funcionó como un concepto paraguas bajo el que se agruparon los demás atributos. Esta complementariedad de figuras diversas configuró un momento particular de la historia intelectual del continente latinoamericano que puede considerarse terminado hacia 1966-1968 cuando, a partir de una nueva constelación de coyunturas, la legitimidad de la figura de (este tipo de) intelectual fue disputada (por la) del intelectual revolucionario. Esta figura del intelectual emergente comenzó a cuestionar la legitimidad de la agenda cultural que había sido productiva y hasta exitosa en la primera mitad de los años sesenta (Gilman, 1999, p. 79).
De ahí la tentación contrafáctica de pensar que la inserción de un reclamo vinculado a la liberación (homo)sexual hubiese sido quizás más armoniosa en el marco de un clima en el que la producción simbólica estuvo naturalmente asociada a la renovación de la agenda cultural, y orientada hacia un compromiso por superar (la percepción de) un tradicionalismo anquilosado en las costumbres socioculturales. En esa suerte de estadío social de comienzos de los años 60, que Fernando Uricoechea conceptualizó como de “sociedades críticas” (Altamirano, 2002, p. 154), el efecto político de la homosexualidad se podría haber visto mediado por la percepción de que prácticamente todo tenía un correlato político dentro del proceso de transformación cultural. Sin embargo, para cuando el FLH explicitó “el sexo mismo es una cuestión política” (Sexo y Revolución, 1973: 9), “la inminencia de la revolución latinoamericana fue acotando los contenidos de lo que se entendía por política. De la idea que planteaba que todo era política, se pasó a la de que sólo la revolución, “el hecho cultural por excelencia”, como lo determinó la resolución del Congreso Cultural de La Habana, era política (…) y la única vía hacia la revolución era la lucha armada” (Gilman, 1999, p. 82).
Como advirtieron Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli (2001, p. 153), la izquierda revolucionaria y el FLH mantuvieron, por lo tanto, “un diálogo de sordos”. Mientras el discurso de los intelectuales del FLH giraba en torno a la destrucción de la familia y la consecuente liberación de una sexualidad vigorosa, expansiva y -para el contexto- cuasi dionisíaca, el discurso de organizaciones como el PRT-ERP sostenía -como en el documento Moral y Proletarización- que “la moral burguesa tradicional aparenta revolucionarse a sí misma, a través de lo que algunos comentaristas han dado en llamar la revolución sexual” (Políticas de la Memoria, 2004, p. 99), e insistían en preservar, al menos como estadío transicional hacia el socialismo, la familia monogámica. Si en Somos puede localizarse un amplio registro que revindica las prácticas y los lenguajes sexuales más variados y transgresores24, en Moral y proletarización casi no hay registro sobre la dimensión sexual, sino que la misma queda opacada o absorbida bajo el argumento de que “la pareja es una actividad política. Sus integrantes pueden y deben encontrar en ella una verdadera célula básica de su actividad política” (Políticas de la Memoria, 2004, p. 99). La novela El beso de la mujer araña de Manuel Puig, expresó magistralmente dichos contrapuntos mediante una ficcionalización de la realidad (Vespucci, 2008), la cual tiene precisamente como protagonistas a un militante de la izquierda revolucionaria y a un homosexual afeminado o “loca”. En los diálogos que mantienen dentro de una celda, las incomprensiones mutuas se vuelven sintomáticas de la tensión entre un “cuerpo del sacrificio y un cuerpo del deseo” (Ciriza & Rodríguez Agüero, 2004). En esa coyuntura histórica, para la izquierda revolucionaria la lucha armada y la revolución sexual fueron incompatibles.
5. BALANCE FINAL: PERCEPCIONES DESAJUSTADAS Y AUSENCIA DE RECONOCIMIENTO
Si bien los movimientos sociales surgen precisamente para intentar alcanzar sus reclamos particulares, el éxito de sus objetivos depende de la capacidad estratégica para incorporar o disputar dichos reclamos dentro de condiciones históricas y relaciones estructurales de poder específicas que pueden condicionar (para bien o para mal) sus resultados. En el caso del FLH, es evidente que esa articulación no fue exitosa.
Si los intelectuales del FLH pueden caracterizarse en buena medida como ideólogos, pues entonces este perfil siempre corre un riesgo en sus proyectos intelectuales y apuestas políticas, tal como lo advirtió Bourricaud. Haciendo una comparación entre la experiencia del bricolage analizada por Lévi-Strauss para “el pensamiento salvaje” y el fenómeno ideológico, Bourricaud (1990, p. 19) sostiene que “la situación del ideólogo es muy parecida a la del mitólogo: al igual que éste último, el ideólogo ejerce un frágil control sobre fragmentos de la experiencia. Logra registrar un cierto número de regularidades empíricas concernientes a los acontecimientos (…) Empero, al igual que el mitólogo salvaje, el ideólogo está obsesionado por el deseo de dar un sentido único y total a esa rapsodia de observaciones. Así pues, está obligado a ir mucho más allá de lo que tales constataciones fragmentarias, o muy generales, lo autorizan a asegurar”. A raíz de esta característica semejante al mitólogo, se ha expresado “una larga requisitoria contra los intelectuales, vistos como individuos inclinados al profetismo y a la ensoñación política” (Altamirano, 2002, p. 150), o según Bourdieu, en su “tendencia al terrorismo” (por el que) el intelectual “no vacilaría en transportar al ámbito político las guerras a muerte que son las guerras de la verdad que se dan en el campo intelectual” (Bourdieu, 1990, p. 79)25. Si bien dentro de la gran familia intelectual el ideólogo se diferencia del escritor, del artista, del científico o del experto en que su vocación es antes que nada la de operar algún tipo de cambio social, las posibilidades de tal inclinación dependen de la posición que ocupa en el campo político -o más precisamente de la relación entre campo político y campo cultural al que éste está parcialmente subordinado respecto a aquel-, siendo que la tendencia advertida por Bourdieu (1996, pp. 147 y 148) revela justamente que a mayor radicalidad, heterodoxia o carácter transgresor de sus discursos, menor es su capital político o más baja su posición en la escala de poder. En efecto, muchos de los enunciados del marco interpretativo elaborado por el FLH portan la huella de esta ensoñación política y a la vez el riesgo -en su acepción sociológica- de su inviabilidad política, siempre relativa, claro está, a las condiciones históricas particulares donde se inscriben y desde donde se producen. Así, enunciados como “la igualdad completa entre el hombre y la mujer, la supresión de la institución del matrimonio, la liberación de la sexualidad (comprendido su aprendizaje, no ya con el fin de la procreación sino del placer) la independencia total de la juventud, llevarán a una destrucción rápida de la familia burguesa” (Somos N° 3, 1974, p. 39), o más radical aún: “no hay que liberar sólo a los homosexuales, hay que liberar lo homosexual en cada persona” (Olivera, 1999, p. 146)26, tenderían a hacer más sentido y ser mejor receptados socialmente cuando las condiciones del campo cultural y político -en este caso relativo a las políticas de diversidad sexual- hubieran cambiado y acumulado progresos en materia de derechos sexuales, familiares y de género. Por su parte, el segundo enunciado muestra además el desplazamiento de lo particular hacia lo universal, lo cual no fue original del FLH sino precisamente una característica del modo de la disputa política en clave jacobina, mediante la que los distintos actores contestatarios se pensaban como “el verdadero sujeto de la revolución” -aunque precisamente no todos con el mismo capital de poder- volviendo mucho más difícil la posibilidad de consignas compartidas.
Es decir que junto con o en relación a la radicalidad de estos enunciados, los límites que encontró el FLH para sus propuestas estuvieron fuertemente marcados por la posición marginal, si no prácticamente nula, que ocupó dentro del campo político. Si entre las condiciones que Bourdieu atribuyó para la formación de un campo se resaltan básicamente “dos elementos, la existencia de un capital común y la lucha por su apropiación” (García Canclini, 1990, p. 19), no menos importante para su funcionamiento es el aspecto simbólico de ese capital, es decir, el reconocimiento de los agentes que participan dentro del campo (Bourdieu, 1990). En este sentido, el FLH surgió bajo la percepción de que detentaba un capital (la homo-sexualidad como valor cultural politizado) que ya había sido legitimado dentro del renovado campo cultural de los años 60, y pretendió activarlo políticamente en el momento de mayor radicalización con los resultados consabidos. Ante esa falta de reconocimiento por parte del campo político, y de la escasa representatividad con los homosexuales que transitaban el ambiente menos politizado, decidió tardíamente trabajar por la creación y legitimación de aquel supuesto capital. Es decir que los contratiempos que sufrió el FLH están relacionados con una percepción desajustada respecto de las mutaciones del campo cultural y político. En efecto, antes de 1966-68 y del “giro anti-intelectualista”, se podría decir que el modo de la disputa era en clave de hegemonía, pero a partir de allí, la misma fue reemplazada cada vez más por los mecanismos directos de la coerción (la lucha armada); de manera que el FLH, al producir su marco interpretativo intentó disputar hegemonía cuando la misma ya había sido clausurada, y lo que imperaba era, en cambio, una radicalización de la política que llevó a un clima de anti-intelectualismo. La consigna “no somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros” es, por ende, mucho más que una manifestación homofóbica. Expresa la decantación del vigoroso campo cultural hacia la figura del intelectual revolucionario, para quien la palabra y el placer están devaluados o subordinados frente a la acción política.
A pesar de esta sumatoria de condicionamientos y contratiempos que atravesó el FLH como movimiento, es innegable el legado que sembraron en la historia de las reivindicaciones de las disidencias sexuales en Argentina, reconocido inmediatamente durante la recuperación democrática, donde por ejemplo la emergente Comunidad Homosexual Argentina y la revista gay Diferentes reivindicaban “la lucha del FLH por la derogación de la averiguación de antecedentes y los edictos policiales inconstitucionales” (Vespucci, 2017, p. 94), se recuperaba su vocación intelectual y militante transformadoras en el que “el protagonismo desempeñado por los activistas de la década de 1970 fue crucial” (Bellucci, 2010, p. 34), hasta llegar a convertirse en una referencia obligada y mítica en nuestros días (Fernández Galeano y Queiroz, 2021).
En adelante, la proliferación de organizaciones de la disidencia sexual será cada vez más profusa y los logros cada vez más consistentes. Pero claro está, en contextos sociales, culturales y políticos -si bien no carentes de componentes hostiles y homofóbicos- muy diferentes y más favorables para el desarrollo de políticas de diversidad sexual. Justamente, contando con muchos de los factores con los cuales el FLH no podía contar, como una mayor democratización de los medios de comunicación, la estabilidad de las reglas institucionales de la democracia, la sumatoria progresiva de adherentes, el apoyo y reconocimiento de otros actores sociales y políticos -es decir, capital cultural y político- que generó mejores condiciones como para que en el cambio de siglo pudieran ser planteados y escuchados reclamos que habrían sido culturalmente impensables, como la institución del matrimonio, los derechos de filiación a familias homoparentales, la identidad de género autopercibida, entre otros.
Mucha agua corrió bajo el puente en ese derrotero, pero una implicancia teórica y empírica para el análisis de los movimientos sociales, los/as intelectuales y el campo cultural y político que se puede advertir en contraste, es que a diferencia del marco interpretativo del FLH, compuesto por un discurso radical-revolucionario y acciones públicas débiles, el marco de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, creada en 2005, se compuso de acciones impactantes en la escena pública -como el reclamo de dos activistas “lesbianas” acudiendo a un registro civil para contraer matrimonio sin mayor respaldo legal- y un discurso más moderado y reformista basado en “los mismos derechos con los mismos nombres” (Vespucci, 2017), una combinación que ya había resultado eficaz en otros movimientos sociales (McAdam, 1999). Pero eso ya es parte de otro capítulo en esta historia.