1. FILOSOFÍA, TÉCNICA Y FOTOGRAFÍA
La imagen técnica contemporánea que se aborda en el artículo es la producida por los teléfonos celulares o smartphones, en particular el autorretrato -a partir de ahora, selfi-. En tal sentido, las discusiones aquí planteadas, haciendo uso de autores como Vilém Flusser, Gilbert Simondon y Gerard Wajcman, entre otros, asumen el riesgo de afirmar que este dispositivo es el responsable de uno de los cambios más importantes en los últimos años que ha experimentado el ser humano en su despliegue técnico y simbólico en el mundo. Sobre esa base se reflexiona sobre cuestiones de carácter técnico, los usos sociales del autorretrato en Internet y la compulsión fotográfica contemporánea.
Si Vilém Flusser (1990) argumentó, en su momento, que fue la fotografía la que produjo cambios significativos, hoy existen buenas razones para pensar que el smartphone sigue el mismo camino. Este aparato encuentra su ambiente orgánico en esa extensión sin tiempo ni espacio que es Internet. Una caracterización del ambiente Internet que puede ser ciertamente cuestionable cuando entendemos que todo aquello que “está” en la red está, en rigor, en un servidor, que no es otra cosa que un aparato técnico y material capaz de administrar los códigos que registran información. Por lo tanto, todo lo que aparece cuando nos conectamos a la red es la decodificación de un lenguaje apropiado al ambiente Internet de lo almacenado en un gran equipo. De hecho, cuando decimos “servidor” es una mera imagen porque son muchos y poco tienen de servidores -en el sentido de estar al servicio de alguien-; más bien son dispositivos industriales que generan réditos financieros que responden a cuotas de mercado férreamente controladas. Los servidores son “aparatos” físicos que resguardan y administran los datos acopiados en un espacio determinado por su capacidad física. La impresión de ausencia de tiempo y de espacio se debe a la disponibilidad no lineal de la información contenida y disponible inmediatamente por cualquier usuario en cualquier parte del mundo. El símil con la red neuronal facilita la comprensión de lo dicho: la red de neuronas guarda la información en el cerebro de tal modo que no tiene ni tiempo ni espacio. El acceso a un recuerdo de hace un año puede tener la misma inmediatez que uno de hace solo un instante y brilla en su autonomía desprendido de su contexto, sin la necesidad de un recorrido diacrónico para llegar a él, igual que Internet.
El dispositivo fotográfico contemporáneo, entendiendo que el smartphone es hoy el aparato fotográfico fundamental, reproduce en términos generales el objeto referencial al modo de la fotografía química, pero a su vez con diferencias lo suficientemente significativas como para pensar en un cambio estructural en su proyección filosófica. Así como Flusser (1990), haciendo una brevísima historia de la técnica, explicó la modificación de la relación de los seres humanos con los aparatos técnicos artesanales e industriales, en el presente artículo entendemos la modificación que se manifiesta entre los dos dispositivos fotográficos (análogo y digital) como la que va desde una de baja intensidad a otra de alta intensidad en la producción y administración de información. El smartphone, adherido a nuestro cuerpo, cumple con la producción y el envío de información sonora y visual -que suma la recepción e interacción no solo de voz, sino de video y sonido- por medio de una combinación visual y táctil. Sus características estéticas están altamente estandarizadas. Todos cumplen con dimensiones similares, buscando ser las más eficientes para su manipulación con una sola mano y al alcance del pulgar, y con el objetivo, además, de que los software sean lo más intuitivos posible, es decir, que su uso no requiera de entrenamiento porque reproducirían lógicas de administración de información evidentes para el entendimiento: un asunto que se contradice en la práctica porque las compañías producen lógicas de uso muy diferentes y, por lo tanto, existen obvias intuiciones diferentes, aunque las industrias las proyecten masivamente a toda la población, estandarizando los sistemas de compresión.
Esta descripción evidencia solo una parte del dispositivo fotográfico contemporáneo, que combina la abstracción codificada de la información por medio del software con la materialidad técnica y física del aparato. Esto no es muy diferente de lo que pasa con los libros: en ambos casos está la información codificada (cierto tipo de lenguaje determinado) y el soporte físico del libro y del smartphone mismo, a lo que hay que agregar el software para la decodificación en el smartphone, equivalente al dominio del lenguaje y la aprehensión y el desarrollo de las ideas al interior de la conciencia por parte del lector del libro. En otro nivel del dispositivo, se verifica, en ambos sistemas, que ciertos poderes definen sus alcances a través de la determinación de quiénes pueden conocer qué contenidos. Un asunto similar a otros tiempos cuando la administración de las bibliotecas aseguraba el resguardo y la transmisión de la información, o, como en el caso de la Biblia durante la Edad Media, solo los pocos que conocían el latín accedían a sus saberes -en este caso casi únicamente los sacerdotes.
La administración de la información, en los casos contemporáneos y medievales, no son más que el mismo ejercicio de poder. El gran engaño al que estamos expuestos hoy es creer que Internet ofrece democráticamente toda la información que contiene. En rigor, esta red es un mercado inimaginable de transacción de datos, no de insignificantes bases de datos que una empresa de retail puede vender a otra, sino un mercado de tráfico de datos entre empresas globales. Este tipo de relaciones comerciales está muy lejos de las disputas políticas al interior de países democráticos o no democráticos. Las fronteras políticas entre las naciones están hace mucho tiempo obsoletas frente a los intereses de los mercados en la lógica de la globalización. Sin hacer una historia de la globalización, en la caracterización que hace Dussel (2011) del ego conquiro y su insaciable anhelo de expansión y sometimiento de otras naciones se puede encontrar un pasado germinal de la globalización contemporánea, hoy entregada al poder del mercado en detrimento del poder político y en el marco de la cual ya no se conquistan naciones, sino consumidores.
Pero, ¿cuál es el cambio si el dominio sobre la información siempre lo ha ejercido un grupo muy pequeño de personas, siendo el modelo de la jerarquía del poder en la historia de la humanidad? Si el imperativo categórico kantiano indicaba que el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio, cuestión afirmada, fundamentalmente, por la justificación racional que desde ese tiempo es sostenida como el argumento universal, y si operativamente suscribimos a este imperativo, nos enfrentaríamos a cierta perversidad de muchos de los sistemas técnicos contemporáneos. Todo usuario no es un fin en sí mismo, sino únicamente un medio. Cuando el individuo desaparece en una cifra o se disuelve en la “masa”, es porque el poder financiero y el poder político, respectivamente, no pueden ver al sujeto y siempre será un medio para sus propios fines. Este imperativo kantiano es más bien un deseo moderno que una ley universal; pensar en el sentido de este fin en sí mismo implica una identidad con otro al que le asignamos un mismo valor existencial, pero ¿dónde encontramos el fundamento de esta valoración? No hay manera de encontrarlo, más bien se reduce a acuerdos políticos para la administración de la convivencia, pero es fácticamente mayor el valor del dinero que del sujeto. Esta afirmación, aun siendo problemática, se ha constatado permanentemente a lo largo de la historia de la humanidad: la esclavitud, la trata de blancas, el tráfico de niños y el robo de niños en las dictaduras latinoamericanas son ejemplos, entre otros, que no hacen más que confirmar que la objetividad de una suma de dinero es un fin en sí mismo y que el valor de los sujetos ha sido siempre relativa y subordinada a dicho valor.
Si la técnica artesanal que mencionábamos anteriormente disponía los utensilios alrededor del artesano o el “técnico”, y era este quien ejercía control y destreza sobre los utensilios, el valor relativo del artesano se fundaba en su pericia. Luego, como bien indica Flusser (1990), el dispositivo técnico de producción de bienes materiales aumenta sus dimensiones para la producción en serie debido al crecimiento de la demanda por la expansión demográfica y el valor del operario se reduce a mera pieza sustituible según las necesidades técnicas. En ambos casos hay un segmento de la población que no tiene un valor en sí mismo, sino que es mera cifra para el aumento de su seguridad financiera, que es directamente proporcional al aumento de su dignidad: la dignidad no es un valor en sí mismo, sino que se encuentra en el volumen de poder que ejerce. De allí que no sea casual que se le llame “dignatario” a quien desempeña el poder político de una nación. La actitud reverencial a las monarquías se explica por el fundamento teológico de su poder: es Dios quien directamente le otorga la dignidad del poder al rey. Pero con los nuevos dispositivos como los smartphones apareció una poderosa fantasía de dignidad: el control sobre el dispositivo -como el artesano- y el prestigio conseguido por el valor de diferenciación con aquellos que no lo tienen o que tienen modelos de menor calidad. Nuevamente son el “control” y el “poder” las variables que definen la dignidad, a través del supuesto dominio que ejercemos sobre el dispositivo, y aun cuando en este caso no sean más que estrategias ilusorias del sistema técnico a gran escala.
Gilbert Simondon (2007), en la introducción de su obra clásica El modo de existencia de los objetos técnicos, fija una posición respecto de la relación entre las máquinas y los “hombres” (sic), entendiéndola como de naturaleza intrínseca, es decir, las máquinas serían algo así como la prolongación técnica de la manifestación somática del individuo; cuestión presente, por lo demás, en obras como Fundamentos de la meta-técnica de Ernesto Maiz Vallenilla (1990). En este punto, Simondon afirma que la mayor perfección de una máquina no corresponde a un perfeccionamiento de su automatismo, sino por el contrario, a su mayor apertura. Para entender esto pensemos en la distinción fundamental que se encuentra entre la fotografía numérico-binaria y la química o analógica. En ambos sistemas funciona un programa -al modo de lo sugerido por Flusser (1990)- dentro del cual se debe operar para que se obtenga el resultado esperado: una fotografía. Ahora bien, una modificación clave dentro de la historia de la fotografía análoga fue la incorporación del fotómetro al interior de las cámaras, lo que facilitó el ajuste operativo de la máquina al programa fotográfico. Pero su uso se ofrece abierto, como dice Simondon (2007) a la discrecionalidad del operador, a su destreza: por ejemplo, exponer a luces altas o bajas, según el efecto esperado -por caso, según la convención formativa de los años noventa en Chile una buena fotografía en blanco y negro debía tener blancos, negros y una alta gama de grises; este era el estándar técnico-.
El “perfeccionamiento” del sistema de fotometría en las cámaras análogas fue, por un lado, la persistente complejización de las zonas de lectura de la luz, como la incorporación de la lectura puntual, la segmentación del visor en un número cada vez mayor de zonas para hacer más precisa la exposición. La apertura, entonces, indica los márgenes de improbabilidad del sistema técnico, en oposición al perfeccionamiento que busca reducir lo más posible cualquier margen de apertura, con la promesa de la mayor eficiencia y perfección. Por otro lado, el grado de automatismo del sistema numérico-binario supera en mucho al análogo, a pesar de que en este sistema se mantienen las opciones “manuales” como la segmentación del visor para su eficiencia en la lectura de la luz que es muy superior al sistema anterior. El sistema High Dynamic Range (HDR) y el sistema de bracketing automático en las cámaras digitales podrían verse como modificaciones estructurales de la técnica fotográfica, aunque, en rigor, ésta se sigue reduciendo a la determinación de un diafragma y a un tiempo de exposición para responder al gris medio estándar al que está ajustado todo el sistema fotográfico. Pese a todo, siguiendo a Simondon, la fotografía analógica “arcaica” -del siglo XIX- sería más perfecta porque no requiere de un sistema eléctrico y baterías para funcionar; es decir, si identificamos como elementos constitutivos de la fotografía análoga y digital lo mecánico y lo óptico y, separadamente, lo químico y lo electrónico, respectivamente, vemos que la posibilidad de falla crece en lo digital porque en esta lo mecánico depende de lo electrónico, en cambio en lo análogo lo mecánico sólo depende, para entrar en funcionamiento, de la presión del dedo índice sobre el obturador. Es decir, en la fotografía análoga habría una mayor apertura que en la digital.
Ahora bien, ¿cómo dialogan los conceptos de apertura y automatismo de Simondon (2007) con el concepto de programa de Flusser (1990)? El programa es el conjunto de variables probables e improbables del aparato fotográfico. Las probables son aquellas explícitas: por ejemplo, todas las indicaciones de los fabricantes para que el sistema fotográfico funcione adecuadamente. Esta descripción calza perfectamente con la idea del automatismo. Lo improbable, por su parte, siguiendo a Flusser, es el amplio campo de lo fortuito y lo desconocido posible del sistema fotográfico, que no coincide completamente con la apertura simondoniana. La apertura hará accesible al fotógrafo los espacios de investigación que eventualmente le permitirá alejarse de lo que Flusser llamó “funcionario” para transformarse en “fotógrafo”, es decir, quien no está sometido al automatismo técnico fotográfico y cumple con la función de simbolizar al mundo. Así, a menor automatismo mayor espacio a lo improbable.
Según estas descripciones, ¿qué lugar ocupa y qué sentido tiene el operario de los smartphones y el significado de sus fotos? Es necesario enfatizar la diferencia entre quienes ejercen sistemáticamente la fotografía respecto del amplio universo de usuarios (“funcionarios”, en la caracterización de Flusser) de los smartphones que tienen a sus redes sociales como única plataforma de visibilidad de sus fotografías. Esta distinción es importante porque se presume que en el ejercicio de producción de fotografías habría una consciencia diferente del sentido de la imagen. Si el smartphone no deja espacio de apertura, si es pura imposición de su programa, transformando a su operario en un mero funcionario flusseriano, se generaría mayor autonomía mientras mayor sea la conciencia de la práctica; es decir, menor dependencia al programa técnico y simbólico del aparato. Es que el programa técnico del smartphone es lo suficientemente hábil como para hacerle creer a su operario que dispone de un amplio margen de creatividad gracias al uso del número creciente de filtros que agregarían “artisticidad” a las imágenes.
2. PSICOANÁLISIS Y AUTORRETRATO
Como indica Massimo Leone (2019), “la selfie comparte el narcisismo del espejo, pero, al mismo tiempo, absorbe la durabilidad de una fotografía y sus connotaciones tradicionales de dispositivo de memo ria” (p. 66). Entonces, ¿cómo se puede pensar este narcisismo, el deseo sobre la propia imagen y la fotografía que la construye?
La obsesión por el autorretrato puede encontrar su antecedente en la historia del espejo. Objeto con más de seis mil años de historia si consideramos los espejos de obsidiana, alcanzando su mayor perfección en los realizados por los vidrieros de Murano en el siglo XV. Pero la posibilidad de mirarse al espejo no fue masiva hasta que la producción de vidrio se hiciera industrial, por lo tanto, durante buena parte de su historia, el espejo estuvo destinado especialmente a quienes pudieran financiarlo: es decir, el “derecho” a conocer la propia imagen solo se pudo exigir muy tardíamente en la historia de la humanidad.
No debe confundirse, de todas formas, este recorrido con la historia de la mirada. La exterioridad de la mirada, que proyecta teleológicamente la experiencia hacia un porvenir indeterminado -como lo enseña Platón (2004) en el Timeo, razón por la cual los ojos están dispuestos en su lugar en el cráneo-, no implica que esta mirada necesariamente se dirija hacia el sujeto mismo, más bien todo lo contrario. Por tal motivo se hace explícito en el Templo de Delfos el imperativo conocerse a sí mismo, porque conocerse a sí mismo implica una experiencia que está muy lejos de los problemas prácticos cotidianos, es un grado de abstracción complejo. Pero el misterio de la identidad se hace enfático cuando la propia apariencia no explica la complejidad infinita del sentido de la propia imagen. Si bien se establece la identidad entre el cuerpo y la imagen que aparece en el espejo, no hay respuesta a la significación de ese cuerpo con esa imagen. La necesidad de mirarse al espejo es la necesidad de encontrar lo que no hay en el propio cuerpo, lo que está más allá de él. ¿Cuál es entonces la necesidad del autorretrato?
Para tratar de entender este acto y aproximarnos a su sentido, particularmente en la contemporaneidad técnica, la preeminencia escópica lacaniana da luces sobre la visión, la autoimagen y el otro. El sentido fundante que Lacan (1981) le asigna al estadio del espejo muestra en todos sus niveles una precariedad estructural desde el inicio de la existencia. La experiencia del niño al reconocerse por primera vez en el espejo tiene el carácter ominoso de entregarle una exterioridad imaginaria total que no se correspondería con su propia experiencia de fragmentación y, por lo tanto, esta se supera en el reconocimiento de la imagen propia como unidad (García Arroyo, 2022). Pero este régimen escópico de autoafirmación por medio de la imagen no es puramente a través de la experiencia especular, sino que también se da en la observación e identificación de y con otros, con la comunidad inmediata a la que pertenece el niño. Esta indicación lacaniana salva la inquietud que surge al imaginar este proceso en períodos anteriores a la masificación del espejo. En este sentido, la necesidad del encuentro con los otros desde el inicio de la existencia muestra la función estructurante e irremplazable de la comunidad (entendida como otros en los que los niños podrán identificarse) para la formación del yo. Mirar a otros completa la unidad del que mira, porque la mirada sobre el propio cuerpo siempre será incompleta, parcial, como lo es la experiencia sensible igualmente fragmentada con el propio cuerpo. No sentimos todo nuestro cuerpo, no sabemos cómo funciona y no siempre sabemos cómo reacciona. Mirar otro cuerpo entrega, por mímesis e identificación, la totalidad de mi propio cuerpo. La proyección de esta experiencia primaria a la vida social muestra que nos completamos en los otros. Lacan (1981) indica: “El yo es referencial al otro. El yo se constituye en relación al otro. Le es correlativo. El nivel en que es vivido el otro sitúa el nivel exacto en el que, literalmente, el yo existe para el sujeto” (p. 85).
¿Qué problema surge si la comunidad se desprestigia en la excesiva prerrogativa del individuo por sobre lo social, tal como acontece con el neoliberalismo contemporáneo? Mirar las fotografías altamente estandarizadas de las redes sociales cumplen una función de identificación, al modo lacaniano, con una comunidad ficticia e indefinida, pero que se transforma en espejo que sostiene la precariedad estructural del individuo contemporáneo: neoliberal. El emprendedor autosuficiente, victorioso y exitoso (ego conquiro) es la imagen fundante del individuo que se hace a sí mismo, que supera y vence a los otros en los negocios y en la acumulación de bienes. Por esta razón podemos comprender el valor del influencer como figura deseable. La plataforma virtual ofrece la oportunidad de “emprender” sin tener más mérito que ser uno mismo. Las redes sociales han tomado el lugar del diario de vida, como una persistente retahíla de autorretratos como soporte de la exposición de la experiencia íntima cotidiana, con el deseo de la afirmación por medio del mayor número de likes de una comunidad inexistente; y en otro nivel, como ausencia de la relación escópica de la mirada del niño hacia el rostro de la madre como vínculo estructurante. Es decir, la madre, el espejo y la comunidad desaparecen por la preeminencia de la aparición virtual.
El autorretrato en las redes sociales es la imagen primaria en el espejo. Cada autorretrato en las redes, tomado fundamentalmente con un smartphone, es el permanente anhelo de completar -el propio yo- en un mundo que es pura exterioridad fragmentada. Dos tercios de las fotografías subidas a Instagram son autorretratos, al menos hasta el año 2021, según indica el diario La Vanguardia de Barcelona (Redacción La Vanguardia, 2021). Si recordamos que un elemento clave de lo descrito por Lacan es el de la identificación -y de una cierta experiencia mimética, es decir, de imitación-, estos elementos se replican persistentemente en las redes sociales. Por ejemplo, la repetición de ciertos ángulos de toma que produce una apariencia que se replica, así como poses que indicarían cierta prestancia; la permanente repetición de bailes o de acciones específicas, como los frecuentes desafíos en Tik Tok, que en algunos casos han llegado, incluso, a ser peligrosos. Esta repetición de imágenes y de acciones son el persistente afán, siempre frustrado, de consumarse -uno mismo- en la imitación del otro. No es la mera emulación vacía, es la estrategia de superación de la precariedad estructural originaria. La selfi, o el autorretrato en las redes sociales, no es tanto para que los otros la vean, sino para que cada cual se vea a sí mismo en la imitación del otro, cuestión que se afirma en el narcisismo de los likes. Wajcman (2011) lo resume en su gramática de la mirada: “Ver, verse, ser visto, hacerse ver, el orden de lo visible se despliega hoy en todas las voces de la gramática de la mirada, que recorre la gama completa de la visión” (p. 73). Si bien el psicoanalista francés agrega otro elemento a esta gramática -no ver nada-, este se despliega en el campo del arte, como Wajcman mismo plantea, cuestión que va más allá de lo que acá trato de exponer.
El régimen escópico técnico contemporáneo que Wajcman expone como gramática de la mirada, en rigor, describe distintas voluntades, si bien de un mismo sujeto, muy diversas en sus alcances. Ver y verse perfilan una singularidad restringida al sujeto mismo, es un yo que abre su mirada al mundo y en el que además se encuentra a él mismo, pero esta experiencia íntima se proyecta hacia afuera por medio de la voluntad de ser visto y de hacerse ver. El sujeto se transforma a sí mismo en superficie objetual que anhela la mirada de los otros; en la actualización de esos ojos sobre el objeto apariencial, que es cada persona, se cierra el circuito: si me ven, existo. El juego es doble, se sube a las redes un autorretrato que funciona como espejo para encontrar acá la completud originaria perdida, pero, al mismo tiempo, en el acto imitativo se es parte de una comunidad -ficticia- que también completa al individuo. La importancia de cumplir con este circuito es porque impulsa al sujeto a hacerse ver y el dispositivo privilegiado para estos efectos es el smartphone, que en su automatismo hace extremadamente expedita la exposición de la propia imagen y su circulación infinita. La posibilidad de hacerse ver y de ser visto hoy alcanza una escala global, lo que enfatiza el modo de ser contemporáneo que Wajcman describe como “Ser mirado: tal es el ser hípermoderno” (p. 223).
Con el smartphone se alteran las direcciones de control de las imágenes. Si desde la perspectiva policial la imagen es herramienta de observación sobre los individuos -que en lo posible no deben saber que están siendo vigilados-, lo son a través de las cámaras de las calles, en los centros comerciales, en condominios privados, desde los satélites -es decir, imágenes disponibles para las autoridades policiales que sirven para el cuidado/control de la comunidad-. Esta es la lógica de las “cámaras de seguridad”, pero la producción de imágenes de vigilancia hoy es realizada por los mismos individuos cuando las exponen libremente en las redes sociales. No es la intrusión del poder en la intimidad, sino que la libre exposición de lo privado se transforma inadvertidamente en un sistema de vigilancia en sí mismo. Un ejemplo paradigmático fue la captura de la banda criminal que cometió uno de los mayores robos en la historia en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Chile. La detención fue posible por la ostentación que los delincuentes realizaron en sus redes sociales, mostrando automóviles y objetos de lujo, lo que despertó las sospechas del sistema policial. Ya no es ese único gran ojo policial que todo lo mira, sino que son todos los ojos mirando todo.
La descripción de Wajcman (2011) del ser hípermoderno como el que es mirado satisface la necesidad de resistir el anonimato al que se estaba condenado hasta antes de la fotografía, afirmándose en una singularidad registrada. La función indicial de la fotografía, que abrió la posibilidad de la comprobación material de lo fotografiado (con todas las aprehensiones críticas sobre el fundamento ideológico de la fotografía), también permitió darle un lugar en la historia a la singularidad del sujeto que no era ni político ni militar, los que siempre han sido protagonistas insustituibles de las historias oficiales. El smartphone y sus envíos fotográficos han operado entonces como ortopedia psíquica y como ortopedia histórica.
Estos envíos, que son las infinitas fotografías subidas a las redes sociales, confirman lo que Marchant, en los años ochenta del siglo XX, llamó la compulsión fotográfica, una época en que la producción de imágenes era muchísimo menor, pero en la que ya se vislumbraba la necesidad de fotografiarlo todo, pero no solo para registrar, sino para que lo fotografiado deje de ser un simple acto para transformarlo en “acontecimiento” (Marchant, 2022, p. 78). Si un acto es arrancado del flujo continuo del devenir se descontextualiza y, en su fijación, excede, sobrepasa su significado que se diluye en su devenir, para transformarse en un hito superior a sí mismo. El riesgo evidente es que si todo se transforma en acontecimiento deja de haber acontecimiento y lo que se debilita es la potencia significadora, simbolizante de la narrativa fotográfica, de su posibilidad discursiva, de su sentido.
3. FOTOGRAFÍA, ENVÍOS Y DONACIÓN
Marchant, filósofo chileno fallecido en el año 1990, escribió un libro que se mantuvo inédito hasta hace pocos años y cuyo título es Amor de la foto (Marchant, 2022). Escrito a inicios de los años ochenta, analiza críticamente a La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, obra de Roland Barthes (1990) recién editada y prácticamente desconocida en el Chile de esa época. Como muy acertadamente indicó Marchant, el libro de Barthes estaba llamado a convertirse en un clásico, afirmación premonitoria cumplida. En Amor de la foto, Marchant reflexiona, entre otros asuntos, sobre el retrato, al igual que Barthes en La cámara lúcida. También en ambos surge la figura de la madre y su aparición, o no, por medio de la fotografía, cuestión que se resuelve de manera disímil en cada autor.
Vamos por parte: Marchant critica a Barthes desde una suerte de imposibilidad filosófica, pero esta “imposibilidad” es en rigor una toma de posición filosófica de superación de la metafísica. Esta acción conceptual bien podría pensarse atrasada, fuera de contexto de esa altura de la filosofía occidental postmoderna, pero ni la filosofía chilena ni la latinoamericana alcanzaron a ser modernas -algo a lo que suscribimos en este artículo-, y por lo tanto el gesto de Marchant responde a su propio tiempo histórico subjetivo. Si hay una crítica a la posibilidad de una “ontología”, a cualquier “en sí”, se abre la vía estética, es decir, esa filosofía que no puede ser sino situada, que se encuentra y define en la actualidad sensible, que desautoriza a aquellos que se resguardan en ese “claro del bosque” tibio y asegurado, sin riesgo alguno. La vía estética es riesgo desde el descampado, pero, además, es libertad.
¿Qué queda de filosofía cuando se borra todo vestigio metafísico? No queda nada; lo que queda es el espacio que lo contenía, pero que ahora debe ser llenado por una nueva filosofía. Es cierto que podemos reconocer una tradición latinoamericana de filosofía, pero ese esfuerzo debe ser aún más liberador, más autónomo, más radical.
Marchant no tenía cómo saberlo, pero su donación y su guardia como prácticas fotográficas han caído en la obsolescencia. La práctica del envío de retratos de uno mismo (donación) que, al reverso del papel, o incluso sobre la foto misma, se “destinaba”, ya no existe: “Con el mayor de los afectos para mi preciado amigo... Verano ‘32...”, esto hoy es inútil. La destinación ya no considera al sujeto real, es un envío a lo indeterminado. El envío de mi propia fotografía a otro como manifestación de afecto responde a una administración de los tiempos y de los espacios que en cuarenta años se vieron alterados, cuestión estructural de la virtualización del soporte técnico de la imagen contemporánea. Pero sí hay una intuición casi ominosa en Marchant: la donación de uno mismo en su simulacro. Si bien, esta idea se puede rastrear en la historia de la representación, hay acá un cierto alcance que anticipa la sustracción del estar uno mismo en su propio tiempo y espacio para desplazarse a otros ya no percibidos por nuestros sentidos, sino por el programa técnico que define nuestra relación con estas dimensiones. El gesto que ve el filósofo como donación expresa la intención de traspasar las dimensiones acotadas de la factualidad individual y alcanzar una espacialidad y tiempo inaccesible, al menos circunstancialmente, pero del que se quiere ser parte, por ejemplo, del lugar lejano de un ser querido.
Que algún fragmento nuestro sea parte de ese momento se consigue por medio de la donación, pero solo esto es posible si hay una necesidad de por medio. El deseo es el motor de la donación. Deseo en el más amplio sentido, el deseo más simple de ir más allá de uno mismo y desplazarse al encuentro con otro. Deseo que podrá ser desde el afecto, desde la pasión, desde la necesidad. Pero lo no dicho por Marchant es que esta donación exhibe una cuestión que tiene cierto carácter espiritual. Esta donación de uno mismo en una foto que llegará a otro ha sido explicada, hace ya casi un siglo por Walter Benjamin (2004), como la emancipación de la imagen de la cosa, que podría explicarse como el acto de trascendentalidad técnica que une la materia con el espíritu. Es la actualización de la permanente idea de un lugar inalcanzable, pero del que vicariamente se podrá ser parte. Siempre un más allá. Siempre la vida transcurre donde no se está, lo importante nunca está al lado de uno, porque desde un inicio se presumió que la explicación de todo estaba en otro lugar, más allá del cielo, por ejemplo. Las plataformas digitales, en su alcance global, confirman la experiencia subjetiva de la propia “ubicuidad” como experiencia trascendental.
El donarse es un acto de fe, pero de fe de que realmente se vivirá mi presencia como si se percibiera fácticamente: por esto toda imagen es fe religiosa. Las imágenes religiosas han sido eficientes desde el principio porque desde su origen se ha conjugado la donación y la guarda en la eficiencia de estas imágenes. Pero si yo me dono en un envío fotográfico, es porque tengo certeza de que alguien recibirá mi imagen. Esta es la estructura básica de la confianza que se ha tenido en las fotografías y del efecto que tendrá en quien la recibe: yo estaré afectivamente en el receptor. La materia es espacio y enlace “real” entre sujetos distantes; en la materia puede vibrar la presencia del fantasma, así como en la reliquia vibra lo divino, del mismo modo vibra la presencia fotográfica de quien no está.
¿Qué pasa, entonces, con los envíos que hicieron vivos los ahora muertos? ¿Siguen vibrando? Sí, pero solo en el destinatario del envío. Esta donación y destinación no es solo por la iconicidad fotográfica, lo verdaderamente importante es la comunidad de sentido y sensibilidad entre donador y destino. No hay que creer que esto es una pura cuestión estética, no es puramente sensorial, es un contrato: yo no soy destinatario de cualquier envío fotográfico, como de ningún envío material en el que viaje alguna vibración lejana. Pero hoy la iconicidad se apodera de toda nuestra experiencia y nos seduce y nos engaña a tal punto que nos transformamos en receptores vulnerables a su potencia incontestable. Nuestros ojos sufren hoy la experiencia de desconcierto, la vida ya no se da sobre las cosas, sino sobre las imágenes -esto ya se ha dicho- y estas no son lo que aparentan.
Creemos ser destinatarios de todos los envíos icónicos (fotográficos) porque lo hemos sido de envíos efectivos de los que somos parte afectiva y, por metonimia, la proyectamos a la totalidad de la experiencia. Marchant (2022) nos dice que la fotografía es donación, envío y destino, pero como vemos, esta secuencia solo es pertinente, verdaderamente, si el destinatario sabe del envío. Cuando no se es el destino y aparece la necesidad de reconocer la donación que le dio origen surge la necesidad de la hermenéutica y esta no es más que el intento de actualizar la vibración de la que eran espacio común el donador extraviado y el destino perdido. ¿Pero es esto posible? ¿A qué o dónde se puede llegar con la interpretación? O más bien, ¿qué crea la exégesis? Cualquier interpretación no es más que un remanso en el permanente misterio. Decir que sé algo, que logré acceder al sentido de algo es luchar contra la destinación más elusiva, la propia presencia. No es la cuestión de la causalidad la que lucha, ahí no hay sentido, es un puro asunto mecánico, es la cuestión del fin último. Pero, así y todo, estamos rodeados de significados parciales, de envíos que en su acumulación y no en su especificidad definen nuestro tiempo.
El mundo está lleno de fotos, afirma Marchant, con cierta molestia, y explica que esta proliferación es porque “toda foto entra en una circulación de imágenes: pone en movimiento en determinados momentos de una indeterminada cantidad de fotos almacenadas en el inconsciente. La foto circula, desencadena movimientos de efectos de foto” (p. 107). ¿Pero qué tipo de destinación es esta? Una que llega y está en el propio inconsciente que es compartido por la comunidad. La fotografía tiene una fuerza incontrolable sobre los destinatarios -individuales o colectivos- y es capaz de integrarse inadvertidamente como si hubiese sido experiencia real; es como si lo visto en la foto lo hubiésemos vivido. No ya como prueba, esto puede ser confirmado o desbaratado fácilmente, sino en la experiencia cotidiana, que es donde se juega la vida. Podríamos decir que la fotografía es proyección de algo inextricable: la imposibilidad de acceso al sentido y la sustitución de uno por otro.
¿Qué se puede entender por efectos de foto, como dice Marchant? El campo en que la fotografía ha cobrado una importancia clave no es en el espacio disciplinar, creo que nunca ha sido muy importante culturalmente la cuestión disciplinar; es importante por sus prácticas sociales y no se trata en este caso del amateur, que tiene un particular interés en la disciplina, sino en el uso colectivo, masivo, de la fotografía. Los efectos de foto se podrían rastrear desde los inicios de esta técnica, pero tal vez hoy es el momento en que se materializa una de las virtualidades fotográficas -presente desde el inicio-: es la complementación entre la superficie icónica y la distribución electrónica de lo que resulta su ubicuidad. En este estado de cosas, la fotografía producida por smartphones se vacía de donación, no hay significados simbólicos producidos por narraciones autorales y si los hay son infinitamente menos sustanciales que lo que pueden significar las plataformas técnicas en las que se distribuyen masivamente. Esta fotografía es puro envío hacia un destinatario inexistente. La fotografía es un envío engañoso, porque lo hace bajo una cobertura aparente de materialidad fáctica, de realidad irrecusable, categórica, enmascarando su estructura lingüística puramente ideológica, y este es su significado.