Planteamiento
Dentro de cualquier actividad profesional puede entenderse que nos encontramos con un especialista en la materia, que la lleve a cabo. Así, los camareros, los estibadores, los médicos, pueden catalogarse dentro de un ámbito profesional determinado. Pero, en el caso que nos ocupa, cuando hacemos referencia a un operador jurídico, además de un profesional en determinada materia, estamos señalando a alguien, que no solamente tiene su calificación académica, sino que además cumple una concreta función social. Esta función social a la que nos referimos, no es más que “un genérico que identifica a todos los que con habitualidad se dedican a actuar en el ámbito del Derecho, sea como creadores, como intérpretes, como consultores o como aplicadores del Derecho, y que se diferencian precisamente por ese papel, que caracteriza su actividad, del común de los ciudadanos” (Peces Barba Martínez, 1987).
Así parece entenderlo también Hierro (Hierro Sánchez-Pescador, 1997), cuando reconoce que “la profesión jurídica sería toda aquélla en la que la titulación resulta una condición indispensable para el servicio o trabajo que se realiza, es decir, para ser un operador del Derecho”. No siendo, en este sentido, suficiente dicha titulación, sino la posterior acreditación y jura del código deontológico, la Constitución española y las leyes, ante el correspondiente colegio de abogados, como formalidad previa a la realización de actividad profesional de la abogacía.
En su labor profesional, la importancia que asume el operador jurídico se plasma en cualquier acto que tenga relación con una norma jurídica, ya que son precisamente éstos, los que tienen la función de interpretar y aplicar el derecho. En este sentido, resulta destacable como la función del operador jurídico varía en dependencia directa de la función que realiza en el ámbito de actuación profesional, ya que puede proyectarse en el ámbito de la docencia jurídica, como teórico del derecho, como intérprete, como mediador, entre otras muchas funciones. Todo ello, pone de manifiesto que “estos modelos aparecen mezclados o confundidos en la realidad de una cultura jurídica concreta” (Peces Barba Martínez, 1987), que no es otra que la aplicación e interpretación del derecho.
La figura del abogado, a lo largo de la historia ha sufrido numerosas vicisitudes en cuanto al rédito en su actividad. Es por ello, que este trabajo se centra en ella; ya que como operador jurídico, sus funciones resultan heterogéneas y dispares frente a la sociedad. En esa línea se contempla que los abogados pueden ejercer un sinfín de tareas profesionales, como dirimir o mediar en conflictos, ejercer el derecho de defensa de los condenables, asesoramiento empresarial, personal, en colaboración con las administraciones en infinidad de gestiones y procedimientos, y qué duda cabe, como funcionario público en el propio funcionamiento de la tutela judicial efectiva. Tutela que también se incardina en unos principios básicos de actuación de jueces y tribunales, entre los que se encuentran sin lugar a dudas, la independencia, la imparcialidad y la motivación, tripartito que conforma los principios rectores que orientan a la impartición de justicia (Atienza Rodríguez, 2003).
Por otro lado, si bien es cierto que los abogados no tienen la capacidad para dictar una sentencia, no es menos cierto que su labor es necesaria para el buen funcionamiento de la Administración de justicia (Torre Díaz, 2008). Ya que se debe tener presente que son los que de primera mano hacen acopio de las pretensiones del ciudadano para ajustarlas a derecho (Martí, 2002) y garantizar el derecho a la tutela judicial efectiva.
En garantía de los derechos del justiciable, tanto la ley como los Colegios profesionales actúan como garantes de los deberes exigibles a los abogados. Precisamente por ello, el secreto profesional o la confidencialidad resultan principios básicos exigibles al abogado con respecto a su cliente. No obstante, desde esta base inicial hay que comprender el papel y la limitación de los Códigos deontológicos, pues los mismos definen en un texto normativo los criterios compartidos por el colectivo o colegio profesional. Haciendo con ello realidad la afirmación de que la Ética tiene que convertirse en horizonte para la Deontología; las normas y deberes deontológicos precisan de un horizonte de aspiraciones éticas (Hortal Alonso, 2002).
Uno de los retos a los que se enfrentan los abogados como defensores de la justicia, es el que resulta del marco normativo al que deben estar sometidos y por el que se apuesta desde la ética profesional. Cuando hacemos referencia a una conducta ética dentro del ámbito jurídico, nos referimos al comportamiento lógico y exigible que deben respetar los operadores jurídicos como profesionales al servicio de la Administración Pública de Justicia. De modo que, aunque puede afirmarse que “las relaciones entre Ética y Deontología, como tantos conceptos filosóficos, pueden hallarse o plantearse antagónicas o bien conectadas en desarrollo. La Deontología sería con, carácter general, la palabra que designaría la aplicación de la Ética al campo profesional; la Deontología sería, pues, una especificación de la Ética, como Ética aplicada a una profesión” (Grande Yánez, 2010). Y, puede afirmarse que derivado de esa interpretación, “la ética aplicada a la profesión del jurista y del abogado se denomina deontología jurídica” (Pérez Valera, 2002).
Entonces, la deontología viene reconocida como “la ética aplicada al mundo profesional, concretada en unas normas y códigos de conducta exigibles a los profesionales, aprobados por el colectivo de profesionales, que enumera una serie de deberes y obligaciones mínimos para todos los profesionales con algunas consecuencias de carácter sancionador” (Torre Díaz, 2008).O como defiende Rodríguez-Toubes (Rodríguez-Toubes Muñiz, 2010), “la deontología es, en su significado originario y todavía vivo, el estudio de los deberes morales de conducta”. Precisamente por ello, el Código deontológico se concibe como una exigencia en torno a los deberes de los operadores jurídicos desde un prisma ético y legítimo, mediante la regulación de comportamientos básicos por los que debe guiarse ese ámbito profesional determinado.
En este punto, entra en juego la ética y la moral privada del abogado, pues no resultan automáticamente exigibles en el ámbito profesional, por tanto, las medidas que garanticen su ejercicio profesional con una mínima base axiológica, atendiendo en todo caso, a los valores superiores que asisten a la sociedad que recibe la acción del operador jurídico. Ni tampoco garantiza, a priori, una conducta eficiente. Vistas así las cosas, el contenido de los Códigos deontológicos son un compendio de reglas, principios y deberes que supervisan al abogado en el ejercicio de su actividad profesional, no pudiendo en ningún caso, como no podría ser de otro modo, entrar a valorar las actuaciones realizadas en el ámbito privado.
Ese compendio de reglas, principio y deberes provienen del propio colectivo de la abogacía (Carnicer Díez, 2003), en aras de alcanzar una unificación de criterios en torno a un ámbito de valores y derechos que conformen la justicia, la seguridad jurídica y la honestidad en una esfera de actuación precisa y determinada.
La limitación al ámbito estrictamente profesional hace que el operador jurídico conforme su personalidad privada y personal como desee, pero que extreme la atención en el cumplimiento de las normas deontológicas establecidas en el entorno de sus tareas profesionales. Todo ello en garantía de que el derecho que reciba el ciudadano sea el más eficiente, responsable y respetuoso que pueda exigir.
La importancia deontológica del profesional abogado
En las sociedades modernas un requerimiento esencial en el ámbito de la justicia es precisamente que “toda persona tenga la posibilidad de proteger sus intereses, con los medios del Derecho, ante jueces y tribunales imparciales” (Rodríguez-Toubes Muñiz, 2010).
La figura del abogado, en este sentido, juega uno de los papeles más importantes en el escenario jurídico, puesto que garantiza la información, actúa como asesor, representa el derecho de defensa, entre otros. Por tanto, el abogado no se puede concebir tan solo, como un representante del justiciable, sino que también como un operador del sistema jurídico, que tiene como objetivo el buen funcionamiento de la Administración de justicia (Zapatero, 2009).
Como colaborador de la Administración de Justicia, deberá no sólo conocer la ley, la jurisprudencia y la praxis en los tribunales, sino también, tener un código ético que le permita realizar su misión atendiendo al valor que representa la justicia. En este sentido, afirma Hilda Garrido, que:
el abogado no sólo forma parte de la administración de justicia, sino que juega un papel básico en su desarrollo. Tiene además algunas circunstancias muy particulares; Un abogado, como miembro de una profesión jurídica, es al mismo tiempo el representante de un cliente, un operador del sistema jurídico y un ciudadano que tiene una especial responsabilidad en el mantenimiento de la calidad del sistema de justicia (Garrido Suárez, 2012).
Se parte, entonces, de la idea que promulga que la abogacía tiene una función de orden social vinculada al interés público. De ahí, que su reconocimiento por parte de las instituciones así, como su régimen deontológico y de responsabilidad, disponga la conducta profesional a la que debe estar enteramente subordinado.
La respuesta a la relación que guarda la ética profesional con respecto a la deontología, cobra todo su sentido cuando se entiende que la deontología exige un determinado modelo de actuación y precisamente la ética, responde a las motivaciones. Así, autores como Hortal (Hortal Alonso, 1994), defienden que “sin la perspectiva ética, la deontología se queda sin su horizonte de referencia”. La deontología de la que se parte en este trabajo es la deontología en el ámbito jurídico y por ende, sería considerarlos principios y deberes del abogado en relación a la interpretación y aplicación del derecho.
En el modelo español, concretamente en el Estatuto de la Abogacía Española reconoce a la abogacía como “una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés público y que se ejerce en régimen de libre y leal competencia, por medio del consejo y la defensa de los derechos e intereses públicos o privados, mediante la aplicación de la ciencia y la técnica jurídica, en orden a la concordia, a la efectividad de los derechos y libertades fundamentales y a la justicia”. Se desprende del contenido de este artículo, que el ejercicio del abogado como profesional del derecho tiene como objetivo la búsqueda y la realización de la justicia, de ahí, que se defienda que la función de la abogacía no es más que la fórmula de contribuir a la aplicación más justa del derecho.
En su actuación, la relación abogado-cliente deberá estar investida de una serie de garantías que permitan la confiabilidad de su representado. Esas garantías son reconocidas y exigidas por un código deontológico, que posibilita una guía de principios y de actuación que deberá seguir la actuación del abogado durante el procedimiento. Ahora bien, si se parte del reconocimiento de la ética entendida como aquellos valores intrínsecos donde el individuo actúa conforme a su conciencia individual; se corre el riesgo de que el abogado como persona, pueda incurrir en la vulneración de algunos de los deberes recogidos en los códigos, precisamente por la falta de mecanismos institucionalizados que sancionen la vulneración de un precepto ético individual. En este sentido, el manual de conducta exigible o Código Deontológico del que están dotados los Colegios Profesionales, surge como necesidad de adecuar el comportamiento individual dentro del ejercicio de la profesión, evitando así, en lo posible, el riesgo aludido.
La deontología y la ética trabajan con el mismo campo de actuación, precisamente por ello, es común que en el lenguaje cotidiano no encuentren diferencias. Autores como Torre Díaz defiende que “la ética profesional es esa ética aplicada, no normativa y no exigible, que propone motivaciones en la actuación profesional, que se basa en la conciencia individual y que busca el bien de los individuos en el trabajo. La ética es, por lo tanto, configuradora del sentido y la motivación de la deontología” (Torre Díaz, 2000). La deontología se configura, entonces, como un principio que inspira las formas en las que se debe obrar dentro del ejercicio de una profesión.
En el caso que nos ocupa, resulta necesario conocer cuál es el contenido de los deberes, obligaciones y alcance del ejercicio del abogado. Ya que la deontología en el ámbito profesional tiene como objetivo declarado el establecimiento de reglas que si bien pertenecen al ámbito moral o ético en sentido estricto, no es menos cierto que su carácter imperativo las posiciona en auténticas normas de obligado cumplimiento.
La proyección ética y moral del abogado en el ejercicio de su profesión
La actuación del abogado en el ejercicio de su profesión está íntimamente ligada a la configuración ética-moral que tiene como un ente personal.
En el lenguaje común es frecuente entre los estudiosos de los sistemas normativos, referirse a la moral y a la ética como conceptos sinónimos. Es por ello que resulta necesario concretar aspectos diferenciadores, puesto que ambas expresiones indican niveles de pensamientos diferenciados. La ética, en este sentido, constituye una pauta conductual del comportamiento. La ética viene entendida como una corriente filosófica cuyo objetivo prioritario es el análisis del comportamiento humano. Como ciencia, la ética explica las cosas por sus causas (Gutiérrez Sáenz, 2005).
La ética
Por una parte, y en el caso que nos ocupa, se parte de la relación que existe entre la ética y la moral en el ejercicio profesional. Si tomamos como antecedentes los referentes incuestionables de la deontología jurídica con el deber moral de los operadores jurídicos, se puede observar que la ética se ocupa de analizar qué valores deben estar presentes y las metas que se deben alcanzar en el ejercicio de su profesión. En la misma línea, la ética profesional, está íntimamente relacionada con la moral personal y colectiva. Este razonamiento parte de la consideración que defiende que el abogado debe tener presente que es un servidor de la defensa legítima de los derechos de su cliente y por tanto, la relación de confianza y de responsabilidad debe primar en todo caso, unido al respeto por su dignidad personal. El objetivo de la ética no es otra que la de dotar de respuestas a los actos asumidos por la moral del sujeto. Un análisis sobre el tema que nos ocupa, quedaría abreviado en la reflexión que hace la profesora Cortina Orts (Cortina Orts, 1989), cuando defiende que “la ética a diferencia de la moral, tiene que ocuparse de lo moral en su especificad, sin limitarse a una moral determinada, tiene que dar razón del porqué de la moral”. O bien, lo que otros autores como Gutiérrez (Gutiérrez Sáenz, 2005), entiende cuando defiende que la ética “trata de emitir juicios sobre la bondad o maldad moral de algo, pero dando siempre la causa o razón de dicho juicio”.
Entendida la ética como el comportamiento o conducta que tiene el ser humano ante el grupo social, permite hacernos una breve idea de la ética que debe tener el abogado como servidor de la justicia y colaborador de la Administración de Justicia. En consecuencia, la labor del abogado quedaría resumida en el deber de salvaguardar y garantizar con obediencia las normas jurídicas-morales así como, la tutela judicial efectiva de todos los ciudadanos, empleando en todo caso, los medios éticos-legales de los que dispone.
Precisamente por ello, como servidor de la justicia y por la función social que representa, se le requiere el compromiso de ostentar un criterio de justicia ecuánime. En el modelo Español, estos imperativos exigibles vienen derivados por la propia Ley y por las normas de obligado cumplimiento por parte del colectivo que representa.
Un ejemplo de ello, sería la protección por parte del Derecho Penal español con respecto al secreto profesional y a su vez el reconocimiento que hace del mismo el Código Deontológico de la Abogacía en España. De ahí, la importancia que asumen los Colegios Profesionales cuando se convierten en corporaciones que tienen como objetivo prioritario velar con eficacia por la salvaguarda de los deberes profesionales que se encuentran reconocidos por el código de conducta o código deontológico.
En el modelo español, la función y utilidad pública de la profesión jurídica, viene cristalizada en el propio preámbulo del Código Deontológico de la Abogacía Española cuando afirma que “La función social de la Abogacía exige establecer unas normas deontológicas para su ejercicio” y por ello, la exigencia de cumplir con unas reglas deontológicas que ya vienen reconocidas por el propio Código.
Así, se determina de forma amplia el nivel de cumplimiento al que está obligado el profesional jurídico español cuando se le requiere a respetar los principios éticos y deontológicos de la profesión establecidos en el Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, en el Código Deontológico aprobado por el Consejo de Colegios de Abogados de Europa (CCBE) el 28 de noviembre de 1998, y en el presente Código Deontológico aprobado por el Consejo General de la Abogacía Española, en los que en su caso tuvieren aprobado el Consejo de Colegios de la Autonomía, y los del concreto Colegio al que esté incorporado.
La moral
Por otra parte, la moral viene reconocida como las normas que sirven como principios rectores del comportamiento humano y derivan directamente de la opción doctrinal que representan (Ara Pinilla, 2002). Por lo tanto, existirán tantas morales, como doctrinas filosóficas, religiosas, políticas, entre otras, existan.
A tal respecto existen autores que la entienden como “un conjunto de principios, preceptos, mandatos, prohibiciones, permisos, patrones de conducta, valores e ideales de vida buena que en su conjunto conforman un sistema más o menos coherente, propio de un colectivo concreto en una determinada época histórica… la moral es un sistema de contenidos que refleja una determinada forma de vida” (Cortina Orts y Martínez, 1996). De ahí, que la deontología jurídica venga identificada como un conjunto de obligaciones morales que el abogado debe tener presente en el ejercicio de su actividad profesional.
La figura del abogado en el ámbito profesional español
En el modelo español, es el propio Estatuto General de la Abogacía Española quien en su artículo 5 reconoce que “el abogado podrá ejercer su profesión ante cualquier clase de órganos jurisdiccionales y administrativos de España, así como ante cualesquiera entidades o personas públicas y privadas. También podrá ejercer como árbitro, mediador o interviniente en cualesquiera otros métodos alternativos a la jurisdicción para la resolución de conflictos o litigios”.
Una definición material viene contemplada en el artículo 1 del propio Estatuto cuando establece que:
La Abogacía es una profesión libre e independiente, que asegura la efectividad del derecho fundamental de defensa y asistencia letrada y se constituye en garantía de los derechos y libertades de las personas. Los Abogados deben velar siempre por los intereses de aquellos cuyos derechos y libertades defienden con respeto a los principios del Estado social y democrático de Derecho constitucionalmente establecido.
Una definición más formal la encontramos en el artículo 9.1 del propio estatuto “Son abogados quienes, incorporados a un Colegio español de Abogados en calidad de ejercientes y cumplidos los requisitos necesarios para ello, se dedican de forma profesional al asesoramiento, concordia y defensa de los intereses jurídicos ajenos, públicos o privados”. En este sentido, es importante señalar que una de las tipologías que defendía, por ejemplo, Torre Díaz (Torre Díaz, 2000), con respecto a la apertura de un despacho profesional, queda extinguido con lo contemplado en el artículo 10 del Estatuto donde se defendía a la figura del abogado como “quienes, incorporados a un colegio de Abogados en calidad de ejercientes, se dedican con despacho profesional a la defensa de intereses jurídicos ajenos”.
Ese reconocimiento que se le dispensa al abogado, responde a la idea de que el abogado, como operador jurídico que debe satisfacer necesidades de la sociedad en general, debiendo velar por garantizar la tutela judicial efectiva en todo momento. Así entendida, la función social que cumple la abogacía está muy clara, puesto que el abogado como servidor de la justicia, está obligado a la defensa y garantía de las libertades fundamentales y los derechos inherentes de todos los ciudadanos sin perjuicio de raza, sexo o religión. De esta manera, se garantiza al conjunto de la sociedad que todas las personas tienen derecho a alcanzar una tutela judicial efectiva por parte de la Administración de Justicia sin que pueda producirse indefensión.
En la misma línea, al abogado como operador jurídico también se le reconoce como pilar básico en la Administración de justicia, por la función social que representa. Con la denominación de operador jurídico, nos referimos a todos aquellos que se dedican a actuar dentro del ámbito del Derecho con una habitualidad profesional, ya sea como aplicadores del Derecho o bien como creadores, intérpretes o consultores del mismo (Peces Barba Martínez, 1987). Por ello, habrá que matizar que no todos los licenciados del derecho son operadores jurídicos, ni todos los operadores jurídicos son juristas. En este sentido, se pronuncia el profesor Peces Barba cuando hace referencia a la labor de un alcalde que es licenciado en medicina. En el ejercicio de sus funciones está trabajando como un operador jurídico, sin tener la competencia de un profesional jurídico, puesto que su titulación no le confiere conocimientos técnico-jurídicos (Peces Barba Martínez, 1987).
Nuestra carta magna, realiza un reconocimiento expreso de esa labor social y de responsabilidad, pues así viene consagrado en el artículo 24 de nuestra Constitución española, cuando establece que “Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”.
En el modelo constitucional español, se dota exclusivamente al Poder Judicial la posibilidad en materia de resolución de conflictos interpartes, relegando en ocasiones, la viabilidad de mecanismos altamente cualificados para la resolución de conflictos, quedando reconocido como “el principal, y a veces único, garante de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos” . Así parece entenderse cuando la interpretación del artículo 117, apartado 3 de nuestra Constitución española, dota con carácter exclusivo al Poder Judicial la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Es destacable, sin embargo, cómo la figura del abogado como operador jurídico, adquiere una relevancia en cuanto a garante de los principios básicos del Estado de Derecho. Pues el ciudadano litiga contra las instituciones en defensa de sus derechos y es guiado por el letrado en su camino, asumiendo así la protección de los derechos subjetivos de éste frente a los propios órganos del Estado.
Sobre las funciones que debe cumplir el Derecho es necesario hacer una reflexión sobre lo que debe ser el derecho y para qué debe servir (López Calera, 1996). Para responder esta cuestión habría que plantearse primeramente las funciones que cumple el Derecho como conjunto de normas que se postulan para organizar la vida social (Ferrari, 1989). En este sentido, se pronuncia el profesor Elías Díaz (Díaz García, 1996), cuando defiende que el Derecho se constituye como un conjunto de disposiciones normativas que deben conseguir, instaurar o reforzar una organización social. Entendiendo así, que el Derecho ayuda a mantener una estructura social determinada, colaborando a su conformación en base a esos ideales que la propia sociedad requiere o exige.
Como parte de la Administración de Justicia, el abogado se encuentra en un contexto determinado. Por un lado, al formar parte de la organización de la Administración de Justicia, se le considera un operador del sistema legal. Pues con esa adscripción queda supeditado a lo contemplado por el sistema judicial. Y por otro lado, su circunscripción como operador jurídico le obliga a realizar una serie de funciones encaminadas a la búsqueda de la justicia.
Ahora bien, el abogado puede tomar partido ante un conflicto en su actuación como asesor o consejero, indicando al cliente cuáles son sus derechos y obligaciones. También puede operar como evaluador, analizando los asuntos legales de su cliente e indicarle el escenario jurídico en el que se encuentra. Pero, en todo caso, el abogado deberá actuar con su cliente transmitiéndole el marco legal y los límites legales de cualquier acción que pretenda realizar, señalando la mejor manera de actuar en la defensa de sus intereses e indicando además, las posibles consecuencias de un pleito o la realización de determinados recursos. Todo ello, en un marco de confianza, respeto y de total reconocimiento al ámbito del derecho, límites y normas aplicables.
Dicho esto, aunque parezca obvio, hay que entender que en la práctica del ejercicio, el abogado puede encontrarse con situaciones en las que sea difícil mantener el sentido de justicia. Imaginemos que se encuentra con un cliente que no quiera continuar el procedimiento tal y como establece el marco normativo o con pretensiones irreales y fraudulentas. Ello no significa, que el abogado quede eximido de explicarle la repercusión legal en caso de contravención y las consecuencias jurídicas que deriven de la elección realizada por su cliente. Pues, como se indica, la pretensión final del abogado es la justicia en beneficio de su cliente, pero también en beneficio de la sociedad y principalmente de la justicia.
Puede suceder también, que un abogado ante una dilatación del proceso en la justicia ordinaria, se convierta en un auténtico mediador en la resolución de conflicto a través de técnicas extrajudiciales, como puede ser la conciliación, el arbitraje o la mediación, para superar la ralentización que sufren los juzgados por el número de asuntos, o el coste que supone acceder a la Administración de Justicia (Falcón Martínez de Marañón, 2005). Colaborando de esta forma al logro de la justicia que reclama su cliente, mediante técnicas legales y conformadoras del Derecho, participando así de la efectividad de la justicia.
En todo caso, la labor primordial del abogado como operador al servicio del Derecho en cualquiera de las funciones que represente, no es más que la de gestionar los asuntos del cliente, tratando siempre que a éste le resulte provechosa la posibilidad que le otorga el Derecho, asegurando en todo caso resolver el conflicto con eficacia y sentido de la justicia. Así lo reconoce la profesora Añón Roig (Añón Roig, 1998), cuando defiende que el abogado en el ejercicio de sus funciones tanto de asesoramiento, negociación o mediación y en la defensa de intereses en litigio, coopera en la realización y aplicación real de algunas funciones del derecho, tales como la orientación social, la resolución de conflictos o la integración social.
La deontología en el ámbito jurídico
La deontología viene entendida como la ciencia que estudia el conjunto de los deberes morales, éticos y jurídicos con que debe ejercerse una profesión liberal determinada.
Así, Ángela Aparisi, la entiende como “aquella exigencia moral anclada en la naturaleza de una profesión. Desde esta perspectiva, las normas deontológicas son, básicamente, exigencias de ética profesional. Por ello, al igual que ocurre con las normas morales, se nos muestran ‘prima facie’ como un deber de conciencia” (Aparisi Miralles, 2006).
Entre los diferentes enfoques que pueden versar en torno a la aproximación conceptual, autores como Sánchez-Stewart definen a la deontología como “el conjunto de normas jurídicas que regulan sus relaciones con su cliente, con la parte adversa, con sus compañeros de profesión, con los órganos y funcionarios ante los que actúa y con su colegio profesional, normas cuyo origen y tutela es corporativo” (Sánchez-Stewart, 2008).
En la actualidad, las transformaciones sociales, económicas y políticas que sufren los Estados exigen una reconstrucción en el planteamiento sobre la propia deontología jurídica.
En esta línea, se pronuncia el Código Deontológico de la Abogacía Española cuando afirma que “La función social de la Abogacía exige establecer unas normas deontológicas para su ejercicio. A lo largo de los siglos, muchos han sido los intereses confiados a la Abogacía, todos ellos trascendentales, fundamentalmente relacionados con el imperio del Derecho y la Justicia humana”.
Siguiendo ese marco, véase por ejemplo, el artículo 1.1 del Código Deontológico del Consejo de los Colegios de abogados de la Unión Europea cuando reconoce que: “En una sociedad fundada en el respeto a la Justicia, el Abogado tiene un papel fundamental. Su misión no se limita a ejecutar fielmente un mandato en el marco de la Ley. En un Estado de Derecho el Abogado es indispensable para la Justicia y para los justiciables, pues tiene la obligación de defender los derechos y las libertades; es tanto el asesor como el defensor de su cliente”.
Puede entonces afirmarse, que en el ejercicio de la abogacía la figura del abogado representa una pieza fundamental en el funcionamiento de la Administración de Justicia. Por la función social que representa, las normas deontológicas resultan del todo necesarias en la figura del abogado, puesto que trabaja con un arsenal ético tan importante como resulta de la seguridad jurídica, la justicia, la lealtad, la equidad, entre otras.
La respuesta a la necesidad de un Código Deontológico parte de la consideración del compromiso moral que debe tener el abogado, precisamente por la función social que representa. En el ejercicio de sus funciones no puede en ninguno de los casos, poner en riesgo la independencia, la lealtad, ni el secreto profesional, comprometiéndose en todo caso a actuar con honradez, diligencia y rectitud.
La justificación del esquema normativo que emana del Código Deontológico en la abogacía, cobra todo su sentido, en la necesidad de garantizar los valores ético-morales y de justicia en el ejercicio de su profesión.
Estas exigencias representan a en los ciudadanos una garantía de protección de los derechos que le son reconocidos, y permiten la posibilidad de incoar un procedimiento sancionador al abogado, cuando el interesado se vea vulnerado en cualquiera de sus derechos fundamentales, sin necesidad de acudir a la jurisdicción ordinaria.
El debate sobre la naturaleza de las normas deontológicas ha sido una constante dentro de los diferentes ámbitos. En este sentido, la deontología profesional se presenta como un esquema que se encuentra ubicado entre el derecho y la moral (Rodríguez-Arana Muñoz, 2003).
Si bien es cierto que, el Código Deontológico de la Abogacía Española es quien contempla las directrices deontológicas del abogado en el ejercicio de su profesión, no es menos cierto que los Consejos Autonómicos de la Abogacía y los Colegios de Abogados tienen la capacidad para aprobar normas de esta naturaleza con un alcance similar.
La naturaleza vinculante que asume la normatividad jurídica, viene reconocida en el artículo 9.1 de la Constitución española cuando establece que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, se hace extensible por tanto esta sujeción a los acuerdos provenientes de Tratados Internacionales, acuerdos entre partes, los convenios colectivos etc. Derivado de lo cual, si las normas jurídicas vinculan a todos los ciudadanos, nada impide un posible reconocimiento de los acuerdos que surgen a través de la autonomía en el ámbito privado, sea individual o colectivamente, comprometiendo exclusivamente a quienes lo lleven a cabo.
Concretamente, esta aseveración viene reforzada con la Sentencia del Tribunal Constitucional 132/89 de 18 de julio cuando consagra la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico español, lo que implica el reconocimiento como principio general inspirador del mismo de la autonomía del individuo para elegir entre las diversas opciones vitales que se le presenta, de acuerdo con sus propios intereses y preferencias. Siendo así, que el abogado en su profesión se ve sujeto al cumplimiento estricto de las normas colegiales y al código deontológico firmado, pues de otro modo, si no quiere asumir el cumplimiento del código deontológico establecido, tiene plena libertad para no ejercer en un ámbito determinado del Derecho.
Por otro lado, el resultado de las disposiciones normativas provenientes del Código Deontológico de la Abogacía Española tiene una naturaleza corporativa (Carnicer Díez, 2003) pues regulan exclusivamente la labor del colectivo de la abogacía en el deber que debe cumplir como profesional.
Resultan oponibles exclusivamente a los abogados, pudiendo ser sancionados disciplinariamente cuando atenten gravemente contra el interés del cliente (Carnicer Díez, 2003).
El propio Código de Deontología para Abogados Europeos ya defiende en su artículo 1.2 que “Las normas específicas de cada Colegio de Abogados nacen de su propia tradición. Estas normas se adaptan a la organización y al ámbito de actuación de la profesión de Abogado en cada Estado miembro; así como a los procedimientos judiciales y administrativos y a la legislación nacional. No es posible, ni aconsejable, sacarlas fuera de contexto, ni intentar extrapolar unas normas que, por su naturaleza, no son susceptibles de generalización”.
Así lo defiende también el Tribunal Constitucional, cuando reconoce que estas normas son producto de la relación instituida sobre la base de la delegación de potestades públicas en los entes corporativos, a los que se les dispensa facultades para lo relativo a la ordenación y control del ejercicio en lo relativo a las actividades profesionales, reconocida además en el artículo 36 de la Constitución española (Iglesias Pérez, 1991).
Ya el propio Código de Deontología de los Abogados Europeos en su artículo 1.1 defiende que “Las normas deontológicas están destinadas a garantizar, la correcta ejecución por parte del Abogado de su indispensable función, reconocida como esencial en todas las sociedades civilizadas. La inobservancia de estas normas por el Abogado puede tener como consecuencia sanciones disciplinarias”.
Aparte de la naturaleza de los Códigos Deontológicos, otra de las cuestiones que también suscita cierto debate es precisamente, cuál es el contenido y el alcance normativo de estos. Se plantea, en este sentido, qué comportamientos quedan incluidos o excluidos dentro de su ámbito de aplicación.
Autores como Iglesias (Iglesias Pérez, 1991), ponen en duda la naturaleza normativa de los Códigos Deontológicos, esgrimiendo que los códigos deontológicos en general no participan ni de la normatividad jurídica ni de la voluntariedad de los pactos entre particulares. Esa normatividad jurídica viene reconocida como la capacidad de coercibilidad o coactividad que asume la normativa jurídica (Díaz García, 1984). En este sentido, defienden algunos autores que los Códigos Deontológicos no vienen respaldados legalmente por la formalidad material exigible para reconocerlos como una auténtica norma jurídica, así como la inexistencia de una articulación que los incorpore al ordenamiento jurídico y por todo ello, pone en tela de juicio su capacidad normativa.
Olvidan quienes así piensan, que la validez del contenido normativo de los Códigos Deontológicos viene reforzada precisamente por la Ley y los Colegios Profesionales en el reconocimiento de la delegación normativa que se les confiere. En particular, en el caso español, el Código Deontológico de la Abogacía viene reforzado normativamente por el Estatuto General de la Abogacía.
Así, el Estatuto General de la Abogacía, define en su propio Preámbulo que una de las principales pretensiones es reconocer la mayor autonomía de los Colegios para determinar su propia organización y las reglas de su funcionamiento. Esta nueva concepción parte de la distinción entre los títulos materiales relativos al ejercicio profesional y a los Colegios profesionales. Establecida esta distinción, se afirma la amplia competencia del Estatuto General para regular el ejercicio de la profesión de Abogado, mientras que se le reconoce un papel menor para establecer reglas de organización de la estructura colegial. El texto recoge normas deontológicas adecuadas a la realidad social actual, definiendo una deontología profesional no corporativista, protectora de los derechos del cliente y del interés general.
En el terreno de la deontología profesional en general y en de la deontología de la abogacía en particular, nociones como el secreto, la libertad profesional, la diligencia, la independencia, la competencia, o la lealtad, entre otros, son objeto de numerosos estudios por parte de diferentes ámbitos de conocimiento.
Se trata en realidad, de dar respuesta a si la realización de un acto inmoral justifica la intervención del derecho (Nino, 1984), o bien, si la inmoralidad de un acto resulta suficiente para que el derecho pueda sancionar (Colomer Martín-Calero, 2002). Esta disquisición surge precisamente, para responder sobre el alcance que puedan tener los códigos deontológicos con respecto a los actos que se alejan de los principios ético- morales en los profesionales, en particular en la del abogado.
A este respecto, no son pocos los autores que se han pronunciado en una posible intervención paternalista ante un acto individual que pueda ser moralmente rechazable, cuando se lesiona o daña a terceros. Sin embargo, autores como Mill (Mill, 2004) defendía al respecto, que nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo.
Para Nino (Nino, 1984), el principio que está en juego es lo que denomina principio de autonomía de la persona, según el cual, el Estado no debe interferir en la elección o adopción de ideales de excelencia humana, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente.
Se justifica por ello, la necesidad de la instauración de un Código Deontológico que contemple los deberes ético-morales en el ejercicio de la abogacía y que venga reforzado por un orden disciplinario. De tal manera que, en el caso que se vulnere o se lesione daño a terceros por un acto inmoral por parte del profesional de la abogacía, puedan los ciudadanos sentirse protegidos por una regulación que permita la protección de su integridad. En este sentido, se parte de la consideración que el contenido de los códigos deontológicos deben reconocer principios que instauren compromisos por parte de quienes ejercen una profesión cualificada.
Si partimos de la acepción que define a la Deontología como una disciplina que se ocupa de las obligaciones de los profesionales, la Deontología Jurídica responde a los principios a los que debe de ajustarse el profesional del derecho. El código de deontología jurídica sirve como guía de principios y normas cuya función prioritaria es la de suministrar y adecuar el valor que supone la ética en el ejercicio de la profesión de los operadores jurídicos. Principios como la honradez, integridad, honestidad, lealtad, celeridad o claridad, resultan una virtud que debe estar presente en el ejercicio del profesional del derecho. En este sentido, resulta necesario separar el carácter deontológico de lo que no lo es, sobre todo, para evitar una posible confusión entre lo que se puede entender como normas de carácter social o moral.
En la esfera sobre la deontología del abogado, el Código de la Abogacía Española en su Preámbulo reconoce unos principios fundamentales para la figura del abogado, y entre ellas resultan destacables, el secreto profesional, la independencia, la libertad de defensa y la confianza, entre otros. Estos valores suponen principios imprescindibles en la garantía al derecho de defensa del justiciable.
En cuanto al secreto profesional, resulta destacable lo contemplado por el Código Deontológico, adaptado al nuevo Estatuto General de la Abogacía Española y aprobado por Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, en su artículo 1, que reza “el abogado está obligado a respetar los principios éticos y deontológicos”. Se desprende a tenor de lo contemplado en el contenido del artículo que la intimidad de la vida privada del cliente constituye uno de los deberes éticos del abogado. Así viene reconocido en el artículo 4.1 del Código Deontológico de la Abogacía Española cuando establece que “La relación entre el cliente y su abogado se fundamenta en la confianza y exige de éste una conducta profesional íntegra, que sea honrada, leal, veraz y diligente”.
Si bien es cierto que la Constitución española de 1978 no reconoce el derecho al secreto profesional, no es menos cierto, que su garantía se hace extensible cuando reconoce el derecho a la intimidad y la propia imagen en el artículo 18 donde dispone que “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”.
En cuanto a la independencia y las dispensas reconocidas a los abogados, resulta destacable lo contemplado por el artículo 542.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial donde establece que "en su actuación ante los juzgados y tribunales, los Abogados son libres e independientes...". Esta idea también viene reforzada tanto por el Estatuto General de la Abogacía en su artículo 33.2 en el que establece que “El abogado, en cumplimiento de su misión, actuará con libertad e independencia, sin otras limitaciones que las impuestas por la Ley y por las normas éticas y deontológicas” como en el artículo 2 del Código Deontológico de la Abogacía Española donde se le otorga a la independencia, un valor normativo y un deber del abogado como exigencia en el asesoramiento y defensa de los legítimos intereses de sus clientes.
En lo que respecta a la libertad, el Código Deontológico de la Abogacía Española reconoce a la libertad de defensa como un principio fundamental en la actividad del abogado. Así lo reconoce en su artículo 3.1 cuando establece que “El abogado tiene el derecho y el deber de defender y asesorar libremente a sus clientes, sin utilizar medios ilícitos o injustos, ni el fraude como forma de eludir las leyes. Por otro lado, el artículo 26.1 del Estatuto General de la Abogacía, establece que “Los abogados tendrán plena libertad de aceptar o rechazar la dirección del asunto, así como de renunciar al mismo en cualquier fase del procedimiento, siempre que no se produzca indefensión al cliente”.
Por su parte, la confianza asume un elemento cardinal en el ejercicio de la abogacía. Pues indiscutiblemente, la base de la confianza se basa la relación abogado-cliente. Así viene reconocido en el Código Deontológico de la Abogacía Española en su artículo 4.1, cuando establece que “La relación entre el cliente y su abogado se fundamenta en la confianza y exige de éste una conducta profesional íntegra, que sea honrada, leal, veraz y diligente. O en los principios Generales de la Abogacía cuando reconocen que, las relaciones de confianza no pueden existir si existe alguna duda sobre la honestidad, la probidad, la rectitud o la sinceridad del abogado”. La confianza se postula como un instrumento ideal para la sugestión, ya que cuando una persona confía en otra, le prestaremos oídos, de lo contrario, no sería así (Bieger, 2006).
La abogacía: una visión española
En España, para poder ejercer la abogacía, hasta la entrada en vigor de la Ley 34/2006 el 30 de octubre de 2011 bastaba con poseer el título de licenciado en Derecho y la afiliación al Colegio de Abogados. En este sentido, el propio estatuto establece con criterio general, ser mayor de edad, no estar incurso en causa penal o cualquier incompatibilidad de derive del cargo que representa así como tener nacionalidad española o pertenecer a un Estado miembro de la Unión o Acuerdos Internacionales.
Como respuesta de las reformas legislativas y como los cambios políticos y sociales sufridos en la sociedad española, el ejercicio profesional del abogado en España se ha visto inmerso también inmerso en esa vorágine.
Es precisamente el Consejo General de la Abogacía española quien regula y coordina el ejercicio de los Colegios profesionales. Entre sus objetivos se encuentra la organización del ejercicio y actuación en el ámbito profesional de los abogados en aras de conseguir un sistema de justicia que cuente con todas la garantías de celeridad y eficacia.
A tal respecto, resulta destacable lo contemplado en el preámbulo del Código Deontológico de la Abogacía Europea, en el cual se defiende que “En un Estado de Derecho, el Abogado resulta indispensable para la justicia y los justiciables cuyos derechos y libertades le corresponden defender, cumpliendo a la vez el papel de defensor y asesor de su cliente”.
Es el Estatuto General de la Abogacía Española en su artículo 1.1 quien desde un punto de vista formal define a la abogacía como “es una profesión libre e independiente, que asegura la efectividad del derecho fundamental de defensa y asistencia letrada y se constituye en garantía de los derechos y libertades de las personas. Los Abogados deben velar siempre por los intereses de aquellos cuyos derechos y libertades defienden con respeto a los principios del Estado social y democrático de Derecho constitucionalmente establecido”.
En este sentido, se pronuncia Calamandrei esgrimiendo que:
para juzgar sobre la utilidad procesal de los abogados, es necesario no mirar al defensor aislado, cuya actividad unilateral y parcial, tomada en sí, puede parecer hecha ex profeso para desviar a los jueces de su camino, sino que es preciso considerar el funcionamiento en el proceso de dos defensores contrapuestos, cada uno de los cuales, con su propia parcialidad, justifica y hace necesaria la parcialidad de su contradictor. Imparcial debe ser el juez, que es uno, por encima de los contendientes; pero los abogados están hechos para ser parciales (Calamandrei, 1980).
No son pocos los autores que reconocen en la figura del abogado profesional que asume la dirección técnica en la preparación del procedimiento y la consecución de los medios de prueba (Weber, 1969).
La visión que se proyecta en la figura del abogado en el ejercicio de sus funciones constituye una de las herramientas obligatorias en la defensa y garantía de los derechos del justiciable ante la tutela judicial efectiva desde una visión de justicia social. Así lo entiende Sánchez-Stewart cuando defiende que “el abogado es un operador esencial e irremplazable en la administración de justicia y en el funcionamiento de uno de los poderes del estado y es pieza fundamental en la confianza que dispensa (o no dispensa) a ese servicio público” (Sánchez-Stewart, 2008). El rol del abogado en el ejercicio constituye, en este sentido, una función de orden social como garantía en la defensa de los derechos humanos.
En esta línea, surge el planteamiento del por qué siendo la abogacía la una profesión libre, tal y como se defiende en el propio Estatuto de la Abogacía, requiere que el abogado para el ejercicio de profesión como litigante deba estar al amparo de un Colegio Profesional regulado por el derecho público”. Así lo indica la Ley 2/1974 de 13 de febrero sobre Colegios Profesionales, en su artículo 1.1., cuando establece que los Colegios Profesionales son corporaciones de derecho público, amparadas por la Ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines.
A tal respecto, el Tribunal Constitucional se pronuncia entendiendo que la naturaleza jurídica de los Colegios Profesionales y el carácter mixto en función de la naturaleza del asunto, estableciendo claramente su naturaleza pública cuando se trata de derechos fundamentales, jurisprudencia que ha mantenido a lo largo de los años desde el Auto 93/1980 de 12 de noviembre.
No empero, la Constitución española en su artículo 23 reconoce que “1. Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal. 2. Asimismo, tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes”.
Lo que si queda del todo patente es, que para ser profesional del derecho se debe tener tal y como se defiende “un buen conocimiento de la ley de la jurisprudencia y de la práctica de los tribunales” (Gómez Pérez, 1991).
En la actualidad, la profesión del abogado está algo denostada. En su conjunto, el sistema judicial no ofrece en algunas ocasiones la celeridad y eficacia solicitada por el orden social y ese prisma, se hace extensible a los abogados, que deberán en todo caso actuar ante cualquier vulneración de la ley o injusticia social (González Bilbao, 2007).
Queda del todo patente que el ejercicio de la abogacía está íntimamente ligada con los principios de actuación que rigen por el propio Estatuto de la Abogacía y lo derivado del Código deontológico, teniendo como objetivos prioritarios la impartición de justicia, la aplicación correcta del Derecho garantizando, en todo caso, la defensa y la protección de los valores universales que supone el reconocimiento de los derechos humanos.
Estos principios de actuación como la diligencia, la competencia, la independencia, la libertad, la lealtad o el secreto profesional, son auténticos principios que deben estar presentes en todo caso en el ejercicio de su profesión.
Dentro de estas particularidades, la consideración como profesional liberal, quedan sometidos los preceptos deontológicos que resultan exigencias normativas precisamente porque en caso de incumplimiento tiene como respuesta la incoación de un procedimiento disciplinario. Vistas así las cosas, el abogado en el ejercicio de sus funciones queda sometido no sólo a un régimen jurídico especial como profesional, sino también como ciudadano a la ley general.
En torno a la relación abogado-cliente, se parte de la consideración que el abogado, como profesional, se debe a su cliente. Es por ello, que la confianza se presenta como una prioridad de primer orden. En cuanto al vínculo que une a un abogado con su cliente, esa relación de confianza, debe respetar una serie de principios que responden a la confiabilidad exigible. Teniendo además presente, que el cliente es un consumidor y usuario de determinados servicios profesionales protegidos además por la ley, y en base al Real Decreto Legislativo 1/2007 de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias.
Al respecto de la profesión de abogado, García Piñeiro afirma que:
las profesiones liberales son actividades intelectuales ya que consisten en aplicar la lex artis definida como un conjunto de contenidos de carácter ético y técnico-científico, a problemas de especial trascendencia para la persona y para la sociedad. Así, el carácter intelectual de los abogados es obvio, pues aplican los conocimientos propios de la Ciencia del Derecho para solucionar los problemas jurídicos que se le plantean. Además la abogacía cumple una función social, pues resulta esencial para la defensa de las libertades fundamentales y de los derechos de las personas, asumiendo la posición de intermediario entre el Estado y el ciudadano (García Piñeiro, 2009).