Introducción
El Poder Legislativo chileno se comprometió con una reforma a la Ley Nº 19.496, sobreprotección de los derechos de los consumidores (LPDC) mediante la cual superaba el modelo de la agencia administrativa a cargo de la materia, denominada Servicio Nacional del Consumidor (SERNAC), transformándola en un órgano similar a los reguladores sectoriales que en Chile tienen capacidad de fiscalizar y sancionar a aquellos que incumplen la regulación. El rediseño incorporaba, también, una instancia de mediación y conciliación entre consumidores y proveedores. El proyecto, sin embargo, encontró una dura oposición en el TC que declaró -confirmando una tendencia que, como se verá, ya se anunciaba-la inconstitucionalidad de la atribución de potestad sancionatoria administrativa. Para ello, el TC aseveró quelas sanciones sólo pueden ser aplicadas por un órgano judicial.
Las consecuencias sistémicas de esa decisión para el Derecho administrativo chileno motivan el presente artículo, que pretende acreditar dos hipótesis. Según la primera de ellas, el TC se encuentra en medio de un giro conservador tratándose del Derecho administrativo sancionador. De acuerdo con la segunda hipótesis, no se encuentra justificado que la sanción administrativa deba ser definida como una función naturalmente jurisdiccional, como tampoco lo está la consigna según la cual la Administración actúa como “juez y parte” cuando aplica sanciones. Para cumplir con lo anterior, en este texto se analiza la evolución jurisprudencial y doctrinaria en torno al tema, revisándose, luego, el fallido proyecto de ley de fortalecimiento del SERNAC, que culminó con declaración de inconstitucionalidad de las normas que otorgaban potestad sancionatoria al órgano administrativo, proporcionándose, además, argumentos de alcance general en contra de la tesis de fondo del TC para fundar su decisión, explicándose, asimismo, los efectos de esta para el Derecho del consumo y la institucionalidad regulatoria chilena.
Necesidad de las sanciones administrativas
Es una función administrativa hacer cumplir el Derecho legislado. Siendo la legislación un instrumento social, existe un imperativo moral de que los propósitos en ella establecidos se consigan de modo efectivo (Rubin, 1989). Esto significa que la eficacia del Derecho juega un papel fundamental en el cometido de la actividad de la Administración del Estado, que constituye un modelo organizacional especialmente apto para hacer efectivos los anhelos colectivos de las personas y posibilitar sus derechos individuales (Rubin).En tal esquema, las sanciones administrativas son medidas cuyo objetivo es que el derecho se cumpla (Soto Delgado, 2016);son herramientas de incentivo para evitar la contravención a la regulación (Letelier, 2017). Por lo tanto, la función de las sanciones administrativas es disuadir ciertas conductas, o bien, motivar otras, según la valoración que el legislador haya efectuado. Como certeramente se ha dicho, “(l)a sanción administrativa es (...) un instrumento auxiliar para la consecución del interés general perseguido en un sector administrativizado” (Parejo, 2014).De ahí que una política pública sancionatoria sea inevitable, considerando la necesidad estatal de intervención:
no podemos pedir la protección del Estado contra las manipulaciones peligrosas de alimentos y luego quejarnos de que se sancione a quien ha alterado la proporción de unos aditivos de nombre enrevesado. No podemos exigir al Estado que nos garantice la seguridad del tráfico y luego quejarnos de las multas que se imponen por no respetar las señales de un semáforo (Nieto, 2012).
Un régimen sancionatorio -necesidad que, por lo demás es característica de la coacción de todo el derecho como específica técnica social (Kelsen, 1941) - ha de quedar radicado en la Administración cuando, precisamente, se encarga a una agencia administrativa el resguardo, supervisión y fiscalización de cierto sector social o económico. Es un asunto de eficacia otra vez, puesto que, de lo contrario (por ejemplo, obligando a la Administración para que denuncie ante un tribunal la imposición de sanciones sin que pueda hacerlo por sí misma), se elevan los costos para que la agencia logre cumplir las finalidades que el legislador le ha encomendado concretar como efecto en la realidad. Si el Derecho debe cumplirse, nada más contradictorio que poner trabas para que ello no suceda. Por ello, a nivel comparado, en los últimos años se han llevado a cabo reformas fundamentales tendientes a la administrativización de la potestad sancionatoria; así ha acontecido, por ejemplo, en el Reino Unido con la Regulatory Enforcement and Sanctions Act, de 2008, cuyo principal impulsor sostenía, entre las ventajas prístinas de un régimen administrativo sancionatorio, que el respectivo órgano regulador dispone de mejor información, como experto competente en un sector, para decidir la aplicación de la sanción y su cuantía, lo cual es “valioso en áreas complejas y técnicas donde los tribunales (...) pueden no tener una experticia de nivel equivalente” (Macrory, 2006).
“La voz de los ochenta”: sancionar siempre equivale a juzgar
En Chile, la potestad administrativa sancionatoria no se ha considerado mayoritariamente desde la perspectiva del cumplimiento regulatorio y, por el contrario, se la ha enmarcado y evaluado sobre la base de la desconfianza en la intervención estatal. Esto fue especialmente característico durante la tendencia desregulatoria occidental que, desde fines de los años setenta del siglo XX, promovía una reducción del Estado. Además de este contexto general, en el caso chileno, la política de apertura económica llevada a cabo durante la Dictadura civil-militar, así como el decidido rechazo a las prácticas estatistas del Gobierno socialista previo (Muñoz, 1994), impactaron en el Derecho público nacional, que desarrolló ideas contrarias al esquema sancionatorio de la Administración, al tratarse de una forma de control estatal.
En efecto, durante la década de los ochenta del siglo pasado, una influyente doctrina puso en cuestión la constitucionalidad de la atribución de potestad sancionatoria a las agencias administrativas, lo que se efectuó mediante un sencillo argumento, a saber, sosteniendo que el otorgamiento de facultades sancionadoras a la Administración es inconstitucional porque sólo el Poder judicial puede estar dotado de potestades sancionatorias. El artífice del argumento sostenía que:
sólo los tribunales de justicia son los habilitados para juzgar contiendas entre partes, y por lo tanto condenar a una de ellas a determinada prestación u omisión; son ellos los únicos que constitucionalmente han sido provistos de potestades jurídicas sancionadoras, esto es para imponer jurídicamente, de acuerdo a Derecho, una lesión, un detrimento, una sanción a un sujeto determinado, natural o jurídico, público o privado. (Soto Kloss, 1980).
El planteamiento descansa sobre la idea de que la actividad sancionatoria es, por definición, jurisdiccional: “sancionar es juzgar” (Soto Klossk, 1980). Desde esta escueta premisa, se concluye que la Administración no estaría, pues, autorizada para detentar atribuciones sancionadoras, como hace notar Aróstica unos años después, señalando:
No cabe duda entonces, a la luz del régimen constitucional chileno, que a la Administración le compete “conservar” el orden público interno, vale decir, le está encomendado remover los obstáculos o trabas puestas por particulares a ese orden, o impedir que se consumen sus efectos; mas la represión, el castigo, la sanción por infracciones a sus propias disposiciones, de cualquier orden, está a cargo del juez imponerla al culpable, ya de oficio, ya por denuncia o requerimiento de los agentes administrativos, y cumplido previamente el racional y justo procedimiento que el Derecho Natural reclama y que hoy asegura la CP 1980 (art. 19 N° 3 inc. 5º). (Aróstica, 1988).
Este profesor constataba, sin embargo, que el argumento se estrellaba con la práctica y, como la idea de transferir toda la potestad sancionatoria al juez era inviable, opinaba que:
la prudencia impone (...) una respuesta paliativa y parcial pero efectiva, sobre la base de hacer concurrir, en forma copulativa, tres factores distintos:
a) hacer retomar al juez aquellas potestades sancionatorias más rigurosas, excluyéndolas de la esfera administrativa.
b) consentir en manos de la Administración un poder represivo mínimo, no tanto en cuanto a cantidad sino en cuanto a retornar a aquella levísima posibilidad prevista por el Código Penal, y susceptible de control judicial, y
c) para tal efecto, proyectar sobre este poder los principios jurídico-penales garantizadores de los derechos fundamentales (...). (Aróstica, 1988).
De los tres elementos de la propuesta de este autor, los dos primeros no tuvieron influencia en el diseño institucional futuro (el actual), pero la última idea (la proyección, sobre el Derecho administrativo sancionatorio, de los principios jurídicos penales) concordó con el tránsito experimentado por la jurisprudencia y la doctrina chilena en torno a las sanciones administrativas, como se verá luego.
La práctica del TC: sancionar administrativamente no es juzgar
Durante los años noventa, cuando por fin llegó el turno de evaluar los cuestionamientos en contra de la atribución de potestad sancionatoria a las agencias administrativas, el TC resolvió que no había inconstitucionalidad en ese diseño legislativo. Al efecto, la judicatura constitucional produjo abundante jurisprudencia que se desarrolló, precisamente, en sentido contrario al que la doctrina de los años ochenta proponía, a saber, dejando de concebir la sanción administrativa como un acto naturalmente jurisdiccional.
Así se pronunció el TC ya en 1991, cuando un conjunto de parlamentarios solicitó que se declarara inconstitucional un Decreto Supremo del Ministerio de Justicia, que disolvía una entidad sin fines de lucro, cancelando su personalidad jurídica y disponía que los bienes de la corporación pasaran a otra entidad, también sin fines de lucro. El fundamento de la adopción de estas medidas se hallaba en el entonces artículo 559 del Código Civil1. Un punto central del caso estaba en si la Administración ejercía o no una función jurisdiccional al dictar el referido decreto, cuestión que controvirtió expresamente el Presidente de la República de la época, sosteniendo -en la presentación mediante la que contestaba el requerimiento parlamentario- que no se estaba ejerciendo una función jurisdiccional, sino de ejecución de la ley a través de un acto sancionatorio autorizado legalmente. Específicamente, el Primer mandatario adujo que la solicitud al TC pretendía “infructuosamente probar, que la administración carece de facultades constitucionales para imponer sanciones de carácter administrativo, elemento consustancial a la existencia de todo estado de derecho moderno” (Presidencia de la República, 1991, 30), agregando: el “Presidente de la República no está juzgando, sino imponiendo una sanción que la ley le ha ordenado aplicar, a fin de conservar el orden en el interior de la República” (Presidencia de la República, 1991, 30).
El TC fue persuadido por la defensa presidencial y rechazó el requerimiento, sosteniendo, entre otros motivos:
Que el Presidente de la República al dictar un decreto de privación de la personalidad jurídica no está ejerciendo jurisdicción ni dictando una sentencia con efecto que produzca cosa juzgada, pues está cumpliendo sus funciones de Administrador de acuerdo al artículo 24 de la Carta Fundamental y ejecutando la ley vigente en conformidad al artículo 32, N° 8 de la Constitución. Por ello, el decreto que priva de la personalidad jurídica a una corporación de derecho privado es un acto administrativo tal cual lo califican los reclamantes en su presentación.(Tribunal Constitucional, 1991, 17°).
Y, siguiendo al profesor uruguayo Sayagüés Laso, afirmó el TC:
En el mismo sentido anterior se ha pronunciado la doctrina tal como lo señala el tratadista Enrique Sayagués Lazo (sic) al afirmar: “La decisión de la administración imponiendo una sanción es un acto administrativo típico y por consiguiente tiene la eficacia jurídica propia de tales actos. No constituye un acto jurisdiccional, ni produce cosa juzgada. Por lo tanto, puede ser atacada por los distintos procedimientos que el derecho establece para impugnar los actos administrativos”.(Tribunal Constitucional, 1991, 18°).
El significado de esta sentencia es cardinal en el Derecho administrativo chileno, pues, los considerandos transcritos aparecen reiterados en diversos fallos dictados por el TC muchos años después. Así, a propósito de las potestades de la agencia recaudadora de tributos (Servicio de Impuestos Internos)para aplicar, rebajar o condonar sanciones, se dijo que ellas “no suponen ejercicio de jurisdicción” (Tribunal Constitucional, 2008, 12º)2, línea que se ha dado por sentada, reproduciéndosela incluso en casos en que el TC ha declarado la inconstitucionalidad de algún precepto sancionatorio administrativo por falta de garantías para el administrado (Tribunal Constitucional, 2010, 24º).
La distinción entre función administrativa sancionatoria y judicial se ha hecho aún más nítida en un conocido caso de colusión entre competidores, donde un particular solicitó ante el TC la declaración de inaplicabilidad por inconstitucionalidad3 de un precepto legal para la gestión judicial específica en la que, a su juicio, habría de aplicar la garantía constitucional de no autoincriminación. Se trataba de un procedimiento que puede culminar con la aplicación de multas por un tribunal con competencia especial no criminal (Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) que integra el Poder judicial. El TC descartó la alegación, considerando que, si bien los principios penales pueden tener vigencia en el Derecho administrativo sancionador, no acontece lo mismo cuando el litigio se lleva a cabo ante un tribunal no penal. Para ello, debió diferenciar la potestad sancionatoria administrativa de la jurisdicción como categorías que se hallan decididamente separadas, afirmando:
Que la potestad punitiva administrativa puede entenderse como “el poder con que actúan los órganos estatales no jurisdiccionales investidos de atribuciones para sancionar hechos ilícitos” (...). Por otro lado, según esta Magistratura, “se está en presencia de una función jurisdiccional cuando la atribución otorgada tiene por objeto resolver conflictos de relevancia jurídica, entendiéndose por tales aquellos que se originan cuando la acción u omisión de un individuo produce el quebrantamiento del ordenamiento jurídico, es decir, infringe la ley o norma reguladora de su conducta, sea permisiva, prohibitiva o imperativa” (...).A la luz de los conceptos presentados, no es posible sostener que el tribunal que conoce de la gestión pendiente de autos esté ejerciendo una potestad punitiva administrativa, sino una función jurisdiccional de acuerdo a lo dispuesto en la Constitución, ya que el H. Tribunal de Defensa de la Libre Competencia resuelve un conflicto de relevancia jurídica originado en la acción de un individuo que, aparentemente, ha quebrantado el ordenamiento jurídico, mediante un proceso y con efecto de cosa juzgada. (Tribunal Constitucional, 2013, 17º).
La jurisprudencia explicada da cuenta de que el TC, hace más de veinticinco años, había dejado de cuestionar la constitucionalidad de la atribución de potestad sancionadora a la Administración. De ahí que, sobre esta base, la discusión en Chile pudiera desplazarse, especialmente durante la primera década del siglo XXI, hacia los límites del diseño y ejercicio de la función de sancionar administrativamente, como se verá a continuación.
La jurisprudencia de los “matices” y el diferente régimen de sanciones administrativas y penas
Ante la imposibilidad práctica de eliminar la potestad sancionatoria de las agencias administrativas, en Chile parece haberse concretado parcialmente la solución de compromiso propuesta por el referido Aróstica, a saber, proyectando sobre aquella los principios procedimentales y materiales constitucionales del Derecho penal. En adelante, el TC impondría estándares para la aplicación de las sanciones administrativas (Cordero Quinzacara, 2014), con el objeto de garantizar los derechos de quien fuera imputado de infringir la regulación. El primer paso para avanzar hacia esta posición fue la sentencia que revisó, en un control preventivo y obligatorio4, la constitucionalidad de la atribución al Servicio Agrícola Ganadero de conocer y sancionar las infracciones, conforme a la Ley de Caza. Allí, el TC, sin controvertir la constitucionalidad de la potestad administrativa sancionatoria, sostuvo que “los principios inspiradores del orden penal contemplados en la Constitución Política de la República han de aplicarse, por regla general, al derecho administrativo sancionador, puesto que ambos son manifestaciones del ius puniendi propio del Estado.” (Tribunal Constitucional, 1996, 9º). En un segundo paso, el TC complementó este aserto y planteó una aplicación atenuada de los principios penales a las sanciones administrativas. La formulación precisa de esta tesis se encuentra expresada del modo siguiente:
Aún cuando las sanciones administrativas y las penas difieren en algunos aspectos, ambas pertenecen a una misma actividad sancionadora del Estado -el llamado ius puniendi- y están, con matices, sujetas al estatuto constitucional establecido en el numeral 3º del artículo 19 (de la Constitución).(Tribunal Constitucional, 2006, 5º).
Como se ha dicho, luego de estas decisiones, el órgano de control de constitucionalidad se dedicó a instaurar los parámetros para que el legislador atribuyera la potestad sancionatoria a la Administración, así como las garantías para que ésta las aplicara, entre las que destacan: la existencia de un procedimiento administrativo previo; el derecho a defenderse efectivamente; la imposibilidad de adoptar medidas contra la libertad personal; la revisión judicial obligatoria; y el principio de proporcionalidad (Cordero Vega, 2015).
Ciertamente, en Chile se produjo una discusión doctrinaria en torno a la diferencia cualitativa o cuantitativa entre sanciones administrativas y penas (Hernández, 2011). En una primera instancia, la tesis del ius puniendi unitario parecía resolver la cuestión por la vertiente cuantitativa, pero la consistente exigencia de los matices, desde el TC, movió la controversia, luego, hacia el cualitativismo (Vallejo, 2016).Esta opción significó, para el Derecho administrativo sancionatorio chileno, que no debía aplicarse simpliciter el estatuto penal a las sanciones administrativas, porque los matices de los principios impiden la transferencia automática y en los mismos términos, requiriéndose, pues, adecuaciones. De ahí que, sobre la base de la jurisprudencia recién revisada, se produjera una suerte de régimen jurídico autónomo para las sanciones administrativas. Precisamente, como, por una parte, el TC elaboró la idea de que la competencia sancionatoria de la Administración del Estado es una función que cabe distinguir de la jurisdiccional, y por otra, delineó los límites matizados de esa atribución, la consecuencia obligada de estos dos argumentos fue la constitucionalización -sustentada precisamente en la interpretación de la judicatura constitucional- de las sanciones administrativas en esos términos, así como un desarrollo legislativo que se apropió de tales parámetros que flexibilizaban los principios penales, con lo cual, sanciones administrativas y penas criminales decididamente corrieron por vías separadas.
En esta línea, recientemente se ha afirmado -en un agudo análisis- que de lege lata los matices son tales que la misma tesis del ius puniendi unitario puede considerarse en crisis si se toma en consideración que en el Derecho administrativo sancionador chileno: (i) la imputación subjetiva es meramente formal; (ii) se prescinde de la tipicidad como norma para determinar la conducta; (iii) existiría un principio de oportunidad en la persecución; y (iv) hay un bajo costo estatal en la aplicación de las sanciones administrativas (Van Weezel, 2017). Estas características del ámbito sancionatorio administrativo constituyen una profunda brecha respecto al Derecho penal que, además, se complementa con la apertura del primero a criterios prevencionistas o de disuasión (Van Weezel, 2017), cuestión que ha permitido idear modelos de cumplimiento regulatorio basados, por ejemplo, en optimizar económicamente la sanción administrativa, calculando los beneficios y costos sociales de su imposición5, como ha sucedido en Chile con la regulación medio ambiental (Superintendencia del Medio Ambiente, 2018).
Los indicios de un vuelco
Contrastando con la jurisprudencia y doctrina antes revisada, en dos casos de 2016 es posible hallar un cambio de criterio tendiente a producir una equivalencia entre la pena criminal y la sanción administrativa. El primero de ellos, de alto impacto público, involucraba la mayor multa de la historia aplicada por el regulador del mercado de capitales del país (la Superintendencia de Valores y Seguros). Aquí, se cuestionaba la constitucionalidad del artículo 29 del Decreto Ley Nº 3.538, que permitía a esa agencia aumentar el tope de la sanción hasta en un 30% del valor de la emisión u operación considerada irregular. Uno de los multados requirió al TC, que resolvió la inconstitucionalidad para el caso concreto de esa disposición, puesto que, en opinión de su mayoría, se vulneraba el principio de proporcionalidad, al no contener el precepto impugnado un parámetro objetivo para la determinación del quantum de la sanción (Tribunal Constitucional, 2016a, 49º). La doctrina produjo varios comentarios al fallo, algunos muy críticos, en especial por la asimilación entre sanciones administrativas y penales (Letelier, 2016), y porque parecía renunciar el TC a la idea de los matices en el Derecho administrativo sancionador, al punto de exigir mayores garantías para la determinación de la multa, en comparación con las requeridas para cuantificar la pena criminal (Soto Delgado, 2017).
Poco tiempo después el TC hizo una afirmación más contundente. En efecto, en otro requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, se solicitó la declaración de ineficacia concreta del precepto que regulaba las sanciones administrativas en materia medio ambiental mientras entraba en vigor la nueva institucionalidad de ese sector regulado6. “En caso de incumplimiento” -versaba el inciso 1º del artículo único de la Ley Nº 20.473- procedía “la amonestación, la imposición de multas de hasta quinientas unidades tributarias mensuales e, incluso, la revocación de la aprobación o aceptación respectiva (...).”7 El TC declaró que el precepto reseñado no cumplía la Constitución puesto que vulneraba el mandato de tipicidad y el principio de proporcionalidad, sosteniendo:
Que este Tribunal tiene dicho que a las sanciones administrativas les son aplicables idénticas garantías y principios que rigen a las penas penales, contempladas en la Constitución Política, por configurar ambos órdenes de materias manifestaciones de un mismo ius puniendi del Estado; así sea porque no cabe tratar peor al administrado que al delincuente (...). (Tribunal Constitucional, 2016b, 14º).
Este juicio se contrapone rotundamente a la jurisprudencia promovida con anterioridad por el TC; se trata de una relectura de la opinión de ese órgano de control de constitucionalidad, puesto que no son ya los principios penales con “matices” los que deberían regir las sanciones administrativas, sino “idénticas” garantías y principios.
Por último, a fines de 2017, sólo unos días antes de resolver la inconstitucionalidad de las disposiciones sancionatorias del proyecto de fortalecimiento del SERNAC -que se analizará enseguida-, el TC decidió, también en un control preventivo, la inconstitucionalidad de la modificación legislativa que, en materia de aguas, transformaba el régimen infraccional vigente (donde quien sanciona es un juez de policía local) en uno administrativo, a cargo de la Dirección General de Aguas. Para el TC, el intento de reforma legal lesionaba la Constitución “al eliminar las garantías del acceso al juez independiente e imparcial y del debido proceso legal” (Tribunal Constitucional, 2017, 26º), afirmándose, enseguida, que:
las disposiciones del proyecto analizadas eliminan las facultades del Juez de Policía Local competente, dejando a la total discrecionalidad de la autoridad administrativa -Dirección General de Aguas- tanto la determinación de la concurrencia o no de la infracción, la apreciación de los presupuestos fácticos que la configuran, y la fijación determinación (...) del monto de la multa y su forma de pago, asuntos que la ley entrega actualmente a la competencia de los tribunales de justicia.
Así, los preceptos del proyecto bajo análisis menoscaban del todo el derecho de las personas de acceder a un tribunal independiente e imparcial que resuelva las controversias entre el Estado y los particulares o terceros que también pudieren verse perjudicados, lo que dentro de un Estado de Derecho, constituye una garantía de aquellas frente a la potestad sancionatoria del Estado. (Tribunal Constitucional, 2017, 27º).
Como lo hizo notar la academia -que calificó el fallo como un “agravio” a los desarrollos dogmáticos del Derecho administrativo chileno (Letelier, 2018)-, no se entiende de qué manera conferir potestad sancionatoria a la Administración del Estado importa conculcar tales derechos, puesto que el Código de Aguas contempla una norma independiente que asegura la reclamación judicial de las resoluciones de la Dirección General de Aguas. El TC parecía querer impedir cualquier cambio del régimen vigente (Valdivia, 2018), sin que quedaran claras sus razones, que finalmente serían explicitadas al declarar la inconstitucionalidad de la potestad sancionatoria del SERNAC.
El proyecto que atribuía potestad sancionatoria a la agencia a cargo del consumo
En medio del movimiento recién explicado, el legislador chileno tramitó un proyecto de ley cuyo objeto era fortalecer la agencia encargada de resguardar los derechos de los consumidores, rediseñándola con arreglo a la jurisprudencia que, desde los años noventa del siglo XX el TC había estabilizado. Como se dijo, la tesis de los matices posibilitó un desarrollo legislativo que confirió una específica fisonomía a la potestad administrativa sancionatoria, lo cual consolidó, asimismo, un modelo de agencia regulatoria, denominado “superintendencia”, que concentra potestades normativas, de fiscalización y sanción en el respectivo mercado en el que tiene competencia (Camacho, 2008). Al no existir inconstitucionalidad alguna, el legislador siguió creando esas entidades, sofisticando especialmente los procedimientos previos a la dictación del acto administrativo sancionatorio, con el objeto de otorgar garantías a quienes son señalados como incumplidores de la regulación8. Si bien se ha planteado -con acertadas razones- que esos órganos no son independientes del poder político (Cordero Vega y García, 2012), esa situación no es inconstitucional en el ordenamiento jurídico chileno. A pesar de esto, igualmente se han formulado en el Derecho positivo soluciones organizacionales, por ejemplo, estableciéndose “murallas éticas”: dispositivos cuyo objeto es impedir el flujo de información entre partes que en una institución puedan tener conflictos de interés (Bush y Wiitala, 2004). Estos son arreglos orgánicos dentro de las superintendencias, destinados a separar funcionalmente las actividades de fiscalización, investigación y sanción, para evitar el reproche actuar sesgadamente contra el eventual infractor.
Este conocido y probado esquema no se encontraba, sin embargo, vigente en el país para la protección de los derechos del consumidor. En efecto, el SERNAC no tenía facultades sancionatorias ni normativas, debiendo, lo mismo que el consumidor afectado, denunciar ante el órgano jurisdiccional (juez de policía local) el incumplimiento de la LPDC para que este sancionara -en un juicio- al infractor. En opinión del legislador, este diseño era problemático, puesto que, salvo en los casos en que podía litigar el SERNAC, ponía de cargo de quien estaba en peor posición en la relación de consumo -el consumidor- la carga del litigio contravencional (Presidenta de la República, 2014, 7). Por lo mismo, fue necesario promover una iniciativa que tuviera por objeto mejorar la protección del consumidor, por la vía de fortalecer al SERNAC.
Entre los aspectos más relevantes del proyecto, que terminó aprobado por una amplísima mayoría en el Congreso (Presidente de la Cámara de Diputados, 2017), se encontraba -como se adelantó- la atribución de potestad sancionatoria al SERNAC, antes radicada exclusivamente en el juzgado de policía local. En adelante, el consumidor podría optar por denunciar al proveedor infractor ante la Administración, o bien, ante el juez (artículo 50 A).El legislador articuló una agencia administrativa con poder para imponer la regulación del consumo, a través de medidas sancionatorias, aunque éstas no eran la única herramienta para conseguir el cumplimiento regulatorio, ya que, al término del procedimiento sancionatorio, el SERNAC podría también ordenar el cese de la conducta infractora y prescribir medidas innominadas cuyo objeto fuera “prevenir o corregir la infracción específica” (artículo 50 N).
En lo que concierne a las multas, se aumentaron sustancialmente, con el objeto de “incrementar la capacidad disuasiva del sistema” (Presidenta de la República, 2014, 11).Tratándose de las infracciones, éstas prescriben en dos años desde su cese (artículo 26), y para la imposición de las sanciones se había regulado un procedimiento administrativo previo (artículo 50 G y siguientes), con criterios explícitos para la determinación de la cuantía de la multa (artículo 24).
Resulta claro que, según lo indicaba el artículo 50 B del proyecto, regía la Ley Nº 19.880 de Bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de la Administración del Estado (LBPA), con todas sus garantías. Adicionalmente, el legislador adoptó resguardos, estableciendo las murallas éticas a que antes se hizo mención, fragmentando en distintos funcionarios del SERNAC la fiscalización (artículo 58 inciso 8º); la instrucción del procedimiento administrativo sancionatorio (artículo 50 H); y la dictación de la resolución sancionatoria, que sería emitida por el director regional del servicio (artículo 50 M), sin acceso al Director Nacional para el recurso jerárquico (artículo 50 O).
En la línea anterior, el proyecto reforzaba las garantías a favor del infractor, las que, al mismo tiempo, hacían más costoso al servicio dar eficacia a la regulación en el ámbito del Derecho del consumidor. Esto se manifestaba:
a) Al disponer un control de mérito para iniciar el procedimiento sancionatorio (50 G inc. 2º). Se trataba de una suerte de evaluación de admisibilidad en el campo de los reclamos individuales, donde los consumidores generan mayor cantidad de solicitudes al servicio.
b) Otorgando al “proveedor” el derecho de que, en cualquier momento del procedimiento, pudiera aducir alegaciones y aportar documentos u otros elementos de juicio (artículo 50 H inciso 1º). Esta regla podía conflictuar con la del artículo 10 de la LBPA, que confiere ese mismo derecho a los “interesados” en el procedimiento administrativo en virtud del principio de contradictoriedad. Bajo los criterios clásicos de especialidad y de temporalidad, el nuevo artículo 50 H parecía reducir el ámbito de titulares de este derecho, que sólo se otorgaba al proveedor-infractor, mejorando, por lo tanto, su posición en comparación con cualquier otro interviniente (interesado) en el procedimiento administrativo.
c) Impidiéndose la exigibilidad de la resolución sancionatoria si no se encontraba firme (artículo 50 O), alterándose así el régimen de ejecutoriedad general del artículo 51 de la LBPA.Esto es una forma de aplazamiento del pago de la multa; un obstáculo para que el SERNAC sancionara, empeorando el incentivo dirigido al proveedor para que este no llevase a cabo conductas contrarias a la regulación, contraviniéndose así el fin disuasivo que el Mensaje presidencial del proyecto de ley declaró.
d) Excluyendo el cobro ejecutivo de las multas del régimen de cumplimiento incidental ante el juzgado de policía local respectivo, entregándolo a las reglas generales de ejecución, considerando que las resoluciones que apliquen multas tendrán mérito ejecutivo (artículo 50 Ñ). Esta valla torna más lento el desembolso pecuniario por parte de un proveedor cuando ya se ha acreditado con fuerza de cosa juzgada que ha infringido la regulación. Si es posible retardar el pago, el nivel de disuasión disminuye
El proyecto contenía un control judicial de la actuación sancionatoria del SERNAC, en única o doble instancia, según si la cuantía de la multa excedía o no cierto monto (artículo 50 O). Se trataba de un reclamo de legalidad, cuya característica más relevante, en lo que concierne a la sanción administrativa, era su alcance, pues, podría recaer sobre cuestiones procedimentales y también de fondo. En efecto, el inciso 2º del artículo 50 O dispuso que la revisión judicial podía versar acerca de “aspectos tanto formales como sustantivos cuando, al conocer de la reclamación, (el juez) realice un control sobre la legalidad de la resolución.” En consecuencia, desde el punto de vista de su conformidad con la ley, podía ser objeto de control judicial todo el procedimiento administrativo sancionatorio, desde su iniciación hasta el acto terminal.
Como se aprecia, el proyecto de ley contenía una regulación asaz favorable para el proveedor involucrado en el procedimiento administrativo sancionatorio. No sólo se estableció un régimen apropiado de garantías para el proveedor infractor, sino que, en algunos puntos, se excedió en reforzarlas, cuestión que, a poco de iniciarse la tramitación en el Parlamento fue advertida (Soto Delgado, 2015) y que, recientemente -luego de la declaración de inconstitucionalidad del TC que en la sección siguiente se revisará-, reconoció el Director del SERNAC11.
La inconstitucionalidad de la potestad administrativa sancionatoria
La Constitución chilena instituyó un control de constitucionalidad preventivo que, desde el punto de vista del Derecho comparado es bastante excepcional. Se trata de la revisión de un proyecto de ley antes que produzca sus efectos y, por ende, es ineficaz detectándolos (Verdugo, 2010).Precisamente, en una instancia de esta naturaleza, el TC resolvió declarar inconstitucionales varias de las disposiciones del proyecto de ley que fortalecía la LPDC, como se verá en lo que sigue.
La sentencia tiene un razonamiento que se enmarca en la versión que el Derecho público de la década de los ochenta del siglo XX propugnaba, a saber, que cuando un órgano administrativo ejerce la potestad sancionatoria en verdad ejecuta una actividad jurisdiccional. Esto no es una conclusión, sino que es un presupuesto, lo que se ve claramente cuando, luego de exponer en extenso cuáles son las disposiciones del proyecto que se controlarán (entre las que se cuentan, ciertamente, aquellas que atribuyen funciones sancionatorias al SERNAC, y fijan el procedimiento administrativo para ello), el TC sostiene, respecto a las normas que ha transcrito, que ellas modifican los roles administrativos y jurisdiccionales contenidos en la LPDC, aseverando a renglón seguido que:
mientras la normativa vigente le asigna al Servicio Nacional del Consumidor funciones encaminadas a desarrollar una acción preventiva y fiscalizadora en la materia, consistente esta última en la obligación de poner en conocimiento de los tribunales las infracciones a la presente ley, ahora el Proyecto permite que las denuncias y reclamaciones que indica se puedan radicar tanto en sede administrativa como en sede jurisdiccional. (...) Con independencia de si estos contenciosos entre consumidores y proveedores se habrían de dirimir por un servicio público o por el juzgado competente, es lo cierto que ellos importan el ejercicio de una misma y única función inherentemente jurisdiccional (...). (Tribunal Constitucional, 2018, 27º).
Varios considerandos adelante, el TC comienza a agregar argumentos a su proposición: los problemas del proyecto consistirían en que, de una parte, desnaturaliza la función administrativa, al no caber en esta el ejercicio sancionatorio, que es jurisdiccional; y, de otra, el SERNAC carece de la imparcialidad de un órgano judicial. De este modo, “mientras en el régimen actual el Servicio Nacional del Consumidor ejerce unos cometidos de fiscalización que se corresponden con su pertenencia a la Administración del Estado, dejando entregado a los juzgados competentes la sanción y corrección de las infracciones a la normativa de que se trata” (Tribunal Constitucional, 2018, 33º);adicionalmente, las “potestades jurisdiccionales para arbitrar conciliaciones, sancionar a los proveedores y adoptar toda clase de medidas conservadoras y cautelares respecto de los derechos de los consumidores, (...) sólo pueden ser adoptadas por un tribunal independiente e imparcial, características que éste no reúne” (Tribunal Constitucional, 2018, 33º). Por ello, prosigue:
En esta sentencia pues no se cuestionan las normas que radican tales facultades para proteger a los consumidores en los tribunales; se objeta que ellas no pueden residir en un organismo meramente administrativo, en virtud de un principio básico del derecho público universal, cual es el de separación de funciones. (Tribunal Constitucional, 2018, 33º).
De seguida, el TC sostiene que de la combinación entre la existencia del régimen vigente (que separa la fiscalización administrativa de la sanción judicial) y una concepción de la relación de consumo como meramente civil o comercial, se sigue que el régimen debe permanecer de este modo (Tribunal Constitucional, 2018, 34º). (El razonamiento es, en efecto, ininteligible12).
Después, opina el TC que la resolución administrativa que pone término al procedimiento sancionatorio es en verdad una “sentencia” que, por si fuera poco, tendría autoridad de cosa juzgada. Ese acto terminal, que puede:
ordenar el cese de las conductas infractoras, la restitución de los cobros que le parezcan improcedentes, así como adoptar indeterminadas medidas para evitar supuestas infracciones futuras (artículo 50 N), al modo de una sentencia que acoge una acción de amparo, y en que un juez cumple las funciones conservadoras que le atribuye el artículo 3° del Código Orgánico de Tribunales(...)adquiere caracteres de sentencia todavía mayores, si se observa que, en un juicio posterior, donde se demande alguna indemnización, no podrá discutirse la infracción ya declarada en ella (artículo 50 S). Un examen comparativo de textos legales afines, permite advertir que este efecto de cosa juzgada únicamente puede producirlo un acto jurisdiccional emanado de un tribunal (...). (Tribunal Constitucional, 2018, 35º).
Luego dirá el TC que el SERNAC es un “árbitro supremo” (Tribunal Constitucional, 2018, 38º). Ciertamente, debe aclararse que, si todo esto fuera cierto, el TC llevaría razón. Sin embargo, como se explicó al exponer las características del proyecto, éste dispuso un reclamo de ilegalidad en contra de la resolución que imponía la sanción administrativa y las otras medidas que el proyecto permitía, que se extendía a aspectos formales y sustantivos del acto. Además, la alusión que el considerando transcrito hace al artículo 50 S del proyecto omite referirse al hecho de que el efecto de cosa juzgada de la declaración de la infracción para fines indemnizatorios sólo se produce si existe -como expresamente lo estatuyó la misma disposición- una “resolución firme”, esto es, si transcurrieron los plazos sin reclamársela judicialmente, o bien, cuando habiéndosela reclamado en su legalidad, un juez consideró ajustada a derecho la sanción administrativa y las otras medidas. Nunca iba a estar firme ab initio el acto sancionatorio.
Para el TC, “todo este conjunto de antecedentes, analizados y concatenados entre sí, revelan inequívocamente que en estos casos el Servicio Nacional del Consumidor entraría a ejercer ‘jurisdicción’” (Tribunal Constitucional, 2018, 36º), sin que esté -constitucionalmente, se entiende- autorizado. La sede en la que “naturalmente corresponde” (Tribunal Constitucional, 2018, 37º) resolver los conflictos entre proveedores y consumidores es la jurisdiccional.
De donde se sigue que la materia -según lo prescrito en el artículo 76, inciso primero, de la Carta Fundamental- “pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley”(.) A lo anterior se suma el artículo 19, N° 3°, inciso sexto, de la propia Constitución, en cuya virtud los procesos contra un encartado solo pueden estimarse justos y racionales cuando se separa orgánicamente la investigación (asignada a fiscales o fiscalizadores cuya actividad es esencialmente administrativa: STC roles N° 1394 y 1445) de la sanción (asignada a un órgano jurisdiccional). (Tribunal Constitucional, 2018,37º).
Lo relevante de esta conclusión es que los fallos que cita el TC en este considerando son sobre asuntos penales y no administrativo-sancionatorios, cuestión fundamental para detectar el giro conservador (y lo erróneo del razonamiento), puesto que en la propia Constitución se encuentra establecido el modelo de persecución penal que separa la función de investigación (a cargo del Ministerio Público, que es un órgano con autonomía constitucional), de la imposición de la pena criminal (aplicada por un tribunal oral en lo penal de la República)13. No es lo que acontece en el Derecho administrativo sancionador, distinción que fue gruesamente evitada por la sentencia. Por lo mismo, queda claro que, sin importar la configuración institucional, el TC fuerza una equiparación entre lo penal y lo administrativo sancionatorio, suprimiendo los matices.
Ahora bien, a pesar de que el TC ha razonado considerando que la actividad sancionatoria es por naturaleza judicial -lo cual, como reflejo, desdibuja la administrativa-, retóricamente se pregunta si el SERNAC podría ejercer la función judicial, respondiendo negativamente, al no cumplirse “los requisitos previstos al efecto por la jurisprudencia de este Tribunal, en el sentido de que, en todo caso, debe tratarse de un tercero independiente e imparcial” (Tribunal Constitucional, 2018, 38º). Esto, porque:
el Servicio Nacional del Consumidor puede representar individualmente a los consumidores en las causas que se inicien ante los tribunales de justicia para la determinación de las indemnizaciones de perjuicios correspondientes (artículo 8 letra e) como realizar, a solicitud de un consumidor, mediaciones individuales (artículo 8 letra h). Estas atribuciones, mencionadas a vía ejemplar, demuestran inequívocamente que nos encontramos frente a un órgano de la Administración que interviene en la relación entre consumidores y proveedores de un servicio representando los intereses de una de las partes, lo que le resta las condiciones indispensables de independencia e imparcialidad con que debe enfrentarse el ejercicio de la jurisdicción. (...) Lo que no procede (...), es que el mismo servicio estatal llamado a proteger a una de las partes lucrativamente interesadas, los consumidores, sea instituido como árbitro supremo, para luego dirimir los contenciosos e impugnaciones que enderecen contra sus proveedores(Tribunal Constitucional, 2018, 38º).
En concordancia con este planteamiento, el proyecto, según el TC, provee al SERNAC “espacios de amplia discrecionalidad, que amagan predisponerlo en contra de los derechos de los proveedores (Tribunal Constitucional, 2018, 39º), despachando la inconstitucionalidad para precaver una supuesta supresión de los derechos del proveedor (el “prójimo”), quien se encuentra, a su juicio, en una relación puramente comercial con el consumidor. Así:
(d)ebiendo el Tribunal Constitucional fallar “conforme a derecho” (...), e ínsita la idea de que uno de los preceptos del derecho es dar a cada uno lo que es suyo, ello significa entonces que es esta alteridad o el reconocer la presencia del otro -del prójimo-, lo que obsta aceptar como jurídicamente válida cualquier ley cuyo objeto reporte utilidad a una de las partes involucradas en una relación comercial, pero al precio de negar o preterir los derechos propios de los demás (Tribunal Constitucional, 2018, 39º).
Contraargumento (I): la aplicación de sanciones no es una función exclusiva del Poder judicial
La sentencia del TC produjo una discusión académica importante, en su mayoría contraria a la decisión, así como cierta conmoción pública (Contreras, 2018). Y es que el razonamiento del fallo es, decididamente, el regreso a una posición doctrinaria que en Chile era pintoresca. Salvo por los autores que durante los años ochenta del siglo XX promovieron aquellas ideas -expuestos arriba-, lo cierto es que la jurisprudencia de casi tres décadas decía todo lo contrario: sancionar no es juzgar. Por lo tanto, la decisión del TC sobre el SERNAC aparece como un giro radical.
El problema del argumento de la sentencia y de la doctrina que defiende es que no logra distinguir la diferencia sustancial entre Administración del Estado y Poder judicial. Mientras este último detenta la facultad “exclusiva”, como lo dispone la Constitución chilena, de “conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado” (artículo 76), la primera se encuentra preferentemente estructurada para llevar a cabo funciones de diseño e implementación de políticas públicas (Rubin, 2005), con arreglo a las prescripciones del legislador, debiendo velar por el bien común, planteamiento que en Chile no es teórico, sino que se encuentra claramente fijado en la Ley Orgánica Constitucional que establece las bases generales de la Administración del Estado, cuyo artículo 3º determina que la “finalidad” de esta es “promover el bien común atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente y fomentando el desarrollo del país a través del ejercicio de las atribuciones que le confiere la Constitución y la ley, y de la aprobación, ejecución y control de políticas, planes, programas y acciones de alcance nacional, regional y comunal.” Sobra decir que, en el caso del SERNAC, la protección de los derechos del consumidor es la política pública que la agencia debe implementar eficazmente, a través de varios mecanismos, uno de los cuales, según el legislador, eran las sanciones administrativas que, como se dijo al inicio de este trabajo, constituyen una herramienta apta para hacer cumplir la regulación en aquel ámbito. Se sigue de aquí que la afirmación según la cual resolver conflictos de relevancia jurídica es una función exclusivamente jurisdiccional es incorrecta cuando la finalidad específica de la adjudicación es la implementación de una política pública que resguarda el bien común14.
El fallo del TC también desconoce que el procedimiento administrativo es una fase siempre previa a la judicial. En Chile, el contencioso ante un juez se halla constitucionalmente asegurado en el artículo 38 inciso 2º de la Constitución. Según esta norma, “(c)ualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que determine la ley”. Esto significa que, cuando el legislador atribuye a un órgano de la Administración del Estado alguna potestad, la consecuencia necesaria es que queda asegurada, justamente por ello, en virtud del citado precepto constitucional, la vía de impugnación ante la judicatura. Es pacífico, en el medio chileno, que los tribunales de justicia poseen competencia contenciosa administrativa de carácter “general y residual” (Ferrada, 2011), de manera que, incluso si el legislador no hubiese establecido una específica previsión legal que posibilitara el ejercicio de la acción contenciosa del particular, el Poder judicial es, a todo evento, el encargado del control jurídico externo (Ferrada, 2011). Como se expuso, en el caso del proyecto de fortalecimiento del SERNAC, sin embargo, el legislador formuló expresamente un mecanismo de impugnación judicial en contra del acto administrativo sancionatorio.
Pro lo dicho, resulta inapropiado plantear la existencia de una actividad por naturaleza jurisdiccional. Si el legislador atribuye a una agencia administrativa cierta competencia, automáticamente deja de ser jurisdiccional porque queda sujeta, en virtud del orden constitucional, a la revisión de otro poder del Estado, a saber, el judicial. Esto permite detectar que la “última palabra” (Hart, 1994) se encuentra en el ámbito de la judicatura, que cuenta con tribunales superiores cuyas resoluciones ejecutoriadas ya no pueden ser adulteradas. Cuando un tribunal supremo ha tomado una decisión sobre el Derecho, “la afirmación de que el tribunal se ha equivocado ya no tiene consecuencias en el sistema: ninguna persona ve alterados sus derechos o deberes” (Hart, 1994). Esto describe la manera en que, de acuerdo con la Constitución chilena, se articula la función judicial. Y es que el acto administrativo no produce, a diferencia de la sentencia de un órgano que ejerce jurisdicción, cosa juzgada, quedando, por lo mismo, la decisión de control final del acto sancionatorio en manos del juzgador.
Ahora bien, para guardar fidelidad con la tesis de fondo de la sentencia, y rebatirla en su mérito, debe recordarse que el fundamento subyacente a la crítica contra la potestad sancionatoria en manos de la Administración del Estado se halla en el principio de separación de poderes, cuestión a la que el TC, en el fallo bajo comentario hace alusión en una declaración taxativa, afirmando que la precisa objeción de constitucionalidad que efectúa consiste en que las normas de protección a los consumidores no pueden radicarse en una agencia administrativa en virtud de la “separación de funciones”, que debe entenderse, según lo aclara la minoría del TC, como una referencia a la idea de “separación de poderes” (Tribunal Constitucional, 2018, 31º (voto de minoría)).
Como se sabe, a dicho principio se asigna la función de evitar los abusos del poder estatal en perjuicio de los particulares (Vermeule, 2016). En su versión secular moderna, se atribuye tradicionalmente a Montesquieu, cuyas ideas influenciaron totalmente una de las experiencias paradigmáticas de diseño institucional basada en la metáfora de las tres ramas -ejecutiva, legislativa y judicial- independientes entre sí, y que por lo mismo es relevante destacar: la Constitución de Estados Unidos de Norteamérica (Rubin, 2005).Bajo una perspectiva originalista de interpretación de esa Constitución, el incremento de las funciones administrativas, en desmedro de las que tradicionalmente se consideran formar parte de los poderes legislativo y judicial, se encuentra prohibida; es lo que sucede tratándose de la deferencia hacia la Administración al interpretar leyes, la dictación de normas de alcance general, o bien la resolución particular de asuntos en los que están en juego derechos de los particulares (Lin, 2017). Sin embargo, superando una lectura histórica como esta, durante el New Deal se produjo una reforma judicial y legislativa de la estructura constitucional estadounidense (Sunstein, 1993)15,atribuyéndose en la Administración amplios poderes discrecionales, creándose agencias que combinaron funciones tradicionalmente separadas, referidas a legislación, adjudicación y ejecución, otorgándoseles, frecuentemente, amplia autoridad en el diseño de políticas públicas, confiando en la experticia técnica de los burócratas (Sunstein, 1993) (Stewart, 1975). Esto significa que la interpretación de la misma Constitución que, desde un enfoque originalista impediría el fortalecimiento de la Administración, ha posibilitado el surgimiento de un Estado administrativo. Se trata, pues, de una modificación en el planteamiento de la separación de poderes que, como límite al abuso estatal, debe también sopesarse con los beneficios que la Administración genera (mitigación de la pobreza, salud, seguridad, conservación del medio ambiente, protección del consumidor), siendo necesario que, junto con impedirse el exceso de la intervención pública, también se corrijan los abusos privados (Vermeule, 2016).
Volviendo al caso chileno, correctamente, Pantoja afirmó que la Constitución chilena de 1980 abandonó la teoría clásica de la separación de poderes y, en cambio, sólo distribuyó competencias públicas (entre las que se incluyen las administrativas). Explicando el punto, sostenía este profesor que:
la Constitución Política de la República obliga a construir doctrinalmente el sector público atendiendo a la función que desempeñan las autoridades por ella establecidas, y no ya desde una perspectiva orgánica sobre la base a priori de los tres grandes bloques clásicos, puesto que de acuerdo con esta concepción la teoría de la separación de los poderes del Estado no es suficiente ni apta para reconocer y caracterizar a órganos y organismos posicionados en una situación jurídica ontológicamente similar, sólo diferenciados ratione materiaey ratione loci, en una órbita de atribuciones que la misma Constitución asigna a cada uno de ellos dentro del Estado-nación (Pantoja, 1998).
Consecuencialmente, la separación de poderes no es un principio sagrado (Vermeule, 2016), y depende de la configuración que la respectiva Constitución le confiera, o bien, de la práctica constitucional que las instituciones autorizadas producen mediante sus decisiones. Ninguno de estos análisis se halla en la sentencia del TC sobre el SERNAC y, al contrario, se da por sentada una idea de separación de poderes que, como se ha visto, no sólo es controvertida, sino que exige, para su mantención, ponderarla con las razones de interés público que haya tenido el legislador para configurar una determinada institucionalidad.
Contrargumento (II): sobre la prohibición de ser “juez y parte”
El TC considera que el SERNAC no puede ser imparcial. Esta idease había expresado antes en el poco reflexivo -aunque exitoso, a estas alturas- eslogan de que estaría prohibido que un órgano administrativo sea “juez y parte”. Soto Kloss logró condensar este mantra sosteniendo que sancionar es una contienda entre partes, ya que mientras una de ellas considera que la contraria ha cometido la infracción, esta última sostiene no haberlo hecho. Por lo anterior:
quien pretende sostener que se ha cometido una infracción (...) no puede ser la misma entidad, organismo o persona jurídica que sancione, ya que por esta mismísima circunstancia queda despojada -por la razón natural, por el sentido común, por la naturaleza misma de las cosas- de toda independencia e imparcialidad, o sea de los requisitos indispensables para emitir un juicio de reproche y castigar a un presunto infractor. (Soto Kloss, 2005).16
De ahí que “esos órganos administrativos que ejercen potestades sancionadoras no son ‘juez natural’ y, por el contrario, son propiamente ‘comisiones especiales’, (...) una terminología constitucional casi bicentenaria para describir las antípodas de un verdadero juez” (Soto Kloss, 2005), aserto que es criticable. Por de pronto, porque descansa en el error de que la función sancionatoria sólo debe ser judicial y, por lo tanto, la Administración del Estado estaría actuando en calidad de “juez”. Es este paso previo el que, como presupuesto lógico, permite a ese planteamiento formular, como conclusión, que tal juez debe actuar imparcialmente, como todos los jueces del Poder judicial lo deben hacer. Por lo mismo, cualquier solución que no corresponda a la de un tercero imparcial (un juez) no satisface el estándar. Ya se ha dicho en este texto, sin embargo, que sancionar administrativamente no es por naturaleza una función jurisdiccional y que la ley tiene amplia capacidad configuradora de los órganos de la Administración del Estado, constitucionalmente asegurada. Si hay algo que diferencia radicalmente a la función jurisdiccional y a la administrativa es que esta última diseña e implementa de políticas públicas para el bien común, y que sólo las decisiones de la primera pueden tener efecto de cosa juzgada. Una sanción administrativa no es, pues, el resultado del ejercicio de una función jurisdiccional, lo cual, desde luego disuelve el cuestionamiento de que la Administración actúe “como juez”.
La segunda parte del eslogan es también reprochable: la exigencia de que cuando se sanciona no se pueda tener un interés. En contra de esto, ha de indicarse que la Administración del Estado debe defender intereses públicos y, por lo tanto, exigirle una imparcialidad equivalente a aquella que es esperable del Poder judicial es un oxímoron. Justamente, el voto de minoría en la sentencia sobre el SERNAC da cuenta de lo errado del eslogan. En efecto:
los órganos de la administración no son neutrales frente al interés público, pues deben perseguirlo siempre. Es un elemento que los define. Ese interés público, tratándose del SERNAC, es velar por el cumplimiento de la Ley del Consumidor. Por lo mismo, no se le puede reprochar ser parcial en eso. Sería como acusar a los tribunales de resolver controversias, o al Ministerio Público por no ser objetivo en la investigación y persecución de la comisión de delitos. (Tribunal Constitucional, 2018, 132º (voto de minoría)).
Hay quien ha intentado responder a esta crítica, afirmando que, desde un punto de vista teórico, la agencia reguladora puede ser capturada por los intereses en juego, desalineándose, en consecuencia, del interés general, lo que produciría incentivos para que quien juzga “no sea tan diligente ni leal al momento de exigir a la parte que investiga (ella misma) que las pruebas sean sólidas, que el proceso haya sido llevado respetando las reglas y que el estándar de convicción para sancionar sea el mismo en todos los casos”(Soto Velasco, 2017). Bajo una perspectiva ahorapráctica, las agencias no tendrían independencia del Gobierno, como ha acontecido con la discrecionalidad del Servicio de Impuestos Internos para querellarse en contra de parlamentarios de un bloque político17. (Soto Velasco, 2017).
La respuesta, sin embargo, apunta a la necesidad de establecer mecanismos institucionales que impidan la captura y manipulación la agencia por parte del Gobierno y no, en cambio, a que se radiquen las facultades sancionatorias en un juez. Volviendo al proyecto de fortalecimiento del SERNAC, tales arreglos orgánicos se incorporaron en la reforma, fragmentando -mediante murallas éticas- en distintos funcionarios de la agencia la fiscalización, la instrucción del procedimiento administrativo sancionatorio, y la dictación de la resolución de término (a cargo de un director regional del servicio), omitiéndose al Director Nacional -más cercano, en principio, al Ejecutivo- incluso tratándose de los mecanismos de impugnación intra administrativos. Todo lo anterior era, además, controlable judicialmente, como da cuenta una efectiva jurisprudencia de la Corte Suprema en torno a separación de funciones en otros órganos reguladores (Osorio, 2017). Por otro lado, en lo que concierne a la falta de diligencia como estándar necesario de funcionamiento de la Administración del Estado al momento de sancionar, además de requerirse una base empírica que justifique la aseveración, basta para refutar el cuestionamiento señalar que, según la literatura, la racionalidad de las agencias administrativas se dirige a que sus decisiones -sancionatorias aquí-se mantengan (Tapia y Cordero, 2015); esto exige, considerando la existencia del control externo que puede revertirlas, hacer las cosas diligentemente y no al contrario.
Una variación del lema que prohíbe el “juez y parte” se encuentra en que, para el caso específico, existiría un compromiso de la imparcialidad del órgano, pues, por una parte, protege consumidores, y por otra, zanja conflictos entre estos y los proveedores, por ejemplo, en la mediación individual (considerando 38º). El problema con esta argumentación es que tal supuesta falta de parcialidad por concentración se subsana declarando inconstitucionales sólo las facultades que sesgarían la agencia y no todas ellas. Así, si había contradicción entre mediar y sancionar porque en el primer caso se representaba el interés de los consumidores, debió declararse inconstitucional alternativamente el esquema sancionatorio o la mediación. En su lugar, el TC se impuso al legislador y reconfiguró el órgano, quitándole la potestad sancionatoria que se le atribuyó, junto con la de mediación individual.
Desde una perspectiva comparada, el reproche a la falta de imparcialidad de los órganos administrativos ha sido controvertido contundentemente. Recurriendo nuevamente al caso estadounidense -de innegable pertinencia para ilustrar el tema por el desarrollo allí del Estado administrativo-, el argumento sobre la parcialidad de la agencia administrativa que detenta funciones persecutorias y resolutivas se ha zanjado hace bastante tiempo en favor de la constitucionalidad de esa combinación (Vermeule, 2016). Ya en el año 1948, en FTC v. Cement Institute, la Corte Suprema de Estados Unidos, en un caso que involucraba a la Federal Trade omission (Comisión Federal de Comercio), que concentra funciones de investigación y aplicación de medidas en contra de atentados a la libre competencia, decidió que no era aceptable sostener que la agencia actuaba de modo sesgado a causa de su estructura (lo cual implicaba desechar la solicitud del afectado de inhabilidad de la comisión), puesto que:
(i) Los miembros de la agencia pueden ser persuadidos por los argumentos de los investigados, existiendo la posibilidad de que estos se presentaran a las audiencias correspondientes, produciendo toda clase de evidencia, con tal de descartar la infracción (Corte Suprema de Estados Unidos, 1948, 701).
(ii) Hacer lugar a los argumentos del reclamante implicaría una derrota de los propósitos que tuvo el Congreso al impulsar la Trade Comission Act (Ley de la Comisión Federal de Comercio). Si estuviera prohibida constitucionalmente la organización de la comisión, se produciría una total inmunidad de las prácticas que se investigan, incluso si éstas son injustas, porque cualquier orden dirigida a hacer cesar y desistir la conducta contraria a Derecho, emitida por la Comisión u otra agencia estatal,no podría ya valer, al no haber un órgano sustituto(Corte Suprema de Estados Unidos, 1948, 701).
(iii) Siguiendo el cuestionamiento de falta de imparcialidad, lo cierto es que cualquier pronunciamiento previo sobre la materia daría lugar a la inhabilidad en casos posteriores, lo cual contradice la necesidad de que estas agencias estén dotadas de especialización resolutoria. De ahí que la experiencia en casos previos, lejos de ser una desventaja, es una fortaleza (Corte Suprema de Estados Unidos, 1948, 702).
Otro importante caso sobre la constitucionalidad de la separación de funciones y la cuestión de la parcialidad de la agencia se encuentra en Withrow v. Larkin, de 1975. Allí, se discutía si la estructura orgánica de una junta examinadora estatal encargada de determinar infracciones y sanciones cometidas por los médicos bajo su supervisión, cuya resolución dependía de la investigación y cargos efectuados por la misma agencia, podía considerarse un adjudicador independiente, con arreglo a los requisitos constitucionales del debido proceso. La Corte Suprema de Estados Unidos reconoce en esta sentencia que el derecho a un juicio imparcial debe regir también en las instancias administrativas (Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 46-47), sin embargo:
a) El argumento según el cual la combinación entre funciones investigativas y resolutivas necesariamente crea un riesgo inconstitucional de parcialidad requiere más fuerza para convencer, pues, debe superar la presunción de honestidad e integridad de quienes sirven como adjudicadores (Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 47). Por ello, sin que se demuestre lo contrario, los administradores del Estado han de considerarse personas “capaces de juzgar imparcialmente una controversia particular sobre la base de sus propias circunstancias.” (Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 55).
b) El cuestionamiento asume demasiado y traería como consecuencia derribar muchos procedimientos diseñados que funcionan bien en una estructura estatal de gran y creciente complejidad (Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 49-50).
c) A pesar que el argumento tiene un contenido sustancial, lo cierto es que los legisladores han puesto atención a sí y en qué medida las funciones administrativas deben ser llevadas a cabo por las mismas personas, sin que exista una única respuesta. “En efecto, el crecimiento, variedad y complejidad de los procesos administrativos han tornado cualquier decisión única altamente improbable.” (Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 51).
d) Por cierto, sostiene la Corte Suprema estadounidense, “debemos estar alertas a las posibilidades de sesgos que puedan afectar la forma en que los procedimientos particulares funcionan realmente en la práctica. Sin embargo, por sí mismos, los procesos empleados por la Junta no contienen un riesgo inaceptable de parcialidad. (...) No se ha presentado ningún fundamento específico para sospechar que la Junta haya estado prejuiciada por su investigación, o que estaría incapacitada para la audiencia y decidir sobre la base de la evidencia (presentada en ella).”(Corte Suprema de Estados Unidos, 1975, 54-55).
La utilidad de esta jurisprudencia para confrontar la sentencia del TC en torno al fortalecimiento del SERNAC se halla en que, por una parte, permite detectar la falta de sofisticación en el razonamiento conservador en torno a la idea del “juez y parte”, y por otra, controvierte el eslogan, por cuanto, la falta de imparcialidad es un problema que requiere verificarse en la realidad y el juez puede revisarlo basándose en los hechos que se alleguen al caso, algo que, como se señaló, un control preventivo de constitucionalidad no logra detectar. Además, es un exceso argumentativo concluir que el mismo órgano que investiga nunca pueda ser persuadido de resolver conforme al mérito de los antecedentes, prescindiéndose del Derecho positivo, que en Chile sujeta a la Administración a un específico principio de imparcialidad (distinto del que rige al Poder judicial18), contenido en el artículo 11 de la LBPA19, como garantía del procedimiento administrativo -incluido el sancionatorio-, lo cual importa una prohibición de actuar arbitrariamente, cuestión que se plasma en la fundamentación del acto administrativo sancionatorio (Camacho, 2010). Es decir, una agencia no puede tener un interés sancionatorio a pesar de los antecedentes que entregue el investigado, debiendo justificarse la decisión que impone la sanción, esquema de motivación del acto administrativo sancionatorio controlable judicialmente. Pero no solo esto, porque en el fallido proyecto el legislador había contemplado un arsenal de herramientas que permitían al investigado persuadir a la Administración de la improcedencia de imponer la sanción (hacer presentaciones, descargos, rendir prueba, etc.). Todo esto era, también, revisable por el juez.
La separación o no de funciones es una solución de competencia del legislador, que puede decidir según su criterio cuál será la configuración estructural de la agencia, y donde una variable clave para ésta puede ser el nivel de especialización que requiera el respectivo órgano administrativo. En el caso del proyecto de reforma a la agencia reguladora del consumo en Chile, la opción legislativa se inclinó por establecer dispositivos específicos que fragmentaban las funciones de investigación y sanción (murallas éticas), descansando, asimismo en que el SERNAC, que tiene una experiencia institucional de más de veinte años en materia de consumo podía asumir ambas actividades. Asimismo, vale aquí el aserto de Vermeule - referido al primero de los casos estadounidenses explicados- con arreglo al cual la separación de funciones entendida en un sentido rígido, como un resguardo frente al “abuso” estatal, hade ceder ante “la clase de abuso ‘privado’ de poder en el mercado que es una preocupación central del estado regulador” (Vermeule, 2016). Por lo mismo, si se hiciera lugar a la inconstitucionalidad a todo evento de una combinación de funciones de investigación y resolución, “gran parte del vasto y heterogéneo Estado administrativo debería ser abandonado -un resultado intolerable considerando todo lo que el Estado administrativo hace.” (Vermeule, 2016).
Los efectos para el Derecho del consumo y el resto de la institucionalidad regulatoria
Varias son las consecuencias que el fallo del TCpuede produciren el Derecho del consumo chileno, en todo caso, debilitando la protección de los consumidores, lo cual es coherente con la doctrina de los años ochenta del siglo pasado que intenta disminuir la acción estatal en el mercado, y que ha interpretado expansivamente la libertad de desarrollar actividades económicas -reconocida en la Constitución-restringiendo sus limitaciones (Aróstica, 2001).
En primer lugar, se ha confinado la discrecionalidad que el Constituyente otorgó al legislador para configurar las agencias administrativas, fijando un único modelo para el ámbito de la protección de los derechos de los consumidores. Aquí, a juicio del TC, la Administración sólo puede fiscalizar, mientras que el juez puede sancionar. Esto contraviene lo que se explicó al inicio de este texto, en cuanto a la necesidad de dotar a los órganos administrativos a los que el legislador encarga una determinada política pública (la protección del consumidor en este caso) de herramientas para hacer cumplir la regulación.
Siguiendo con la debilitación de la intervención pública en la economía y la maximización de la libertad de empresa, en segundo término, el TC desconoce la relación de consumo y se compromete expresamente con los derechos del proveedor infractor a quien trata como “el prójimo”, merecedor de protección. Lo anterior en virtud de que aquella vinculación sería nada más que de carácter civil o comercial, apreciación que subvierte la relación entre consumidores y proveedores donde, según los especialistas, los primeros son quienes deben ser resguardados por el Estado al ser la parte débil en la relación de consumo. Es lo que justifica la existencia de una ley que proteja a los consumidores, como excepción a las categorías clásicas del contrato en el Derecho privado, donde la igualdad entre las partes contratantes es la regla (Aimone, 2013). Pero no solo eso, porque la intervención estatal en una economía de mercado se funda, asimismo, en la existencia de fallas que la literatura se ha encargado de describir, y que impiden la eficiente asignación de recursos. Específicamente, en el ámbito del consumo, existen al menos tres tipos de restricciones que justifican la política pública de protección al consumidor: (i) informacionales, que generan asimetrías de información entre proveedores y consumidores; (ii) transaccionales, que producen contratos incompletos -es decir, sin que todas las variables relevantes estén especificadas para una de las partes-, dando espacio a un comportamiento oportunista a favor del proveedor, en desmedro del consumidor; y (iii) intelectuales, es decir, un comportamiento irracional de los consumidores en sus decisiones de compra (Fuentes y Saavedra, 2016).Como el TC prescinde de todas estas razones, y acude a las categorías contractuales clásicas, es posible afirmar, parafraseando a Sunstein (Sunstein, 1993), que dicho órgano pretende construir un Derecho público basado en la lógica del Derecho privado.
Como tercera consecuencia, ocurrió una situación que empeoró aún más la posición de los consumidores, puesto que, debido a la técnica sustitutiva empleada por el proyecto de ley, que eliminaba las funciones anteriores del órgano para remplazarlas por nuevos preceptos que el TC declaró inconstitucionales, como carambola se eliminaron las facultades vigentes del SERNAC para recibir reclamos de los consumidores y mediar voluntariamente entre estos y los proveedores20. La agencia, en este aspecto, quedó verdaderamente peor de lo que estaba hasta antes de que se pensara siquiera en reformarla.
La decisión del TC, acudiendo a la doctrina ius publicista chilena de los años ochenta del siglo XX es institucionalmente grave porque puede afectar otros sectores regulados por superintendencias que cuentan también con potestad de sanción. Sobre el punto, la judicatura constitucional se limita a sostener que otros regímenes donde no hay aspectos civiles ni comerciales involucrados “podrían ameritar una regulación diferenciada” (Tribunal Constitucional, 2018, 34º). Contrario sensu, “podrían” no ameritarla, abriéndose la puerta al litigio ante el mismo TC, aunque, esta vez, en el control concreto de inaplicabilidad para determinadas gestiones judiciales en las que se esté reclamando, por ejemplo, la aplicación de multas a un particular. Si en cualquier mercado regulado un infractor es capaz de presentar al TC que se halla en condiciones similares a las que traía el proyectado SERNAC, no puede descartarse que tenga éxito.
Conclusiones
Al inicio de este trabajo, se plantearon dos hipótesis, a saber, (i) justificar la aserción de que el TC se encuentra en medio de un giro conservador en lo que concierne a las sanciones administrativas que, como se sabe, son instrumentos regulatorios cuya finalidad es promover el cumplimiento de la regulación; y (ii) proporcionar argumentos para rebatir que: (a) la potestad administrativa sancionatoria sea una función estatal naturalmente jurisprudencial y (b) que cuando impone sanciones, la Administración actúa como juez y parte, lo que se encontraría constitucionalmente prohibido.
Tratándose de la primera hipótesis, el análisis de la jurisprudencia del TC da cuenta de la existencia de varias etapas, que comienzan con un momentáneo cuestionamiento constitucional de la atribución de potestad sancionatoria a la Administración del Estado, en línea con la doctrina de los años ochenta del siglo pasado en Chile, pero que prontamente retrocedió, separándose conceptualmente la función judicial a cargo de los tribunales que establece la ley, de la que permite a la Administración sancionar a un infractor. Puede rastrearse a inicios de los años noventa del siglo XX la jurisprudencia del TC que efectuó esta distinción, cuyo preciso efecto fue otorgar anclaje constitucional a la potestad administrativa sancionatoria. Por lo mismo, la discusión se trasladó hacia los límites de esta, desde el punto de vista del diseño legislativo, así como en la ejecución administrativa, rigiendo una sostenida jurisprudencia que, en tanto consideraba al Derecho administrativo sancionador como una rama del ius puniendi estatal, exigía la aplicación de garantías y principios penales, aunque con “matices”, flexibilizándolos. Toda esta jurisprudencia permitió, en la práctica, virtualmente autonomizar el régimen sancionatorio administrativo del Derecho penal, generándose un desarrollo legislativo que dio una específica fisonomía al primero. Así, se produjo una bifurcación cualitativa de la sanción administrativa frente a la pena criminal. Por ello, de lege lata, basándose en la constitucionalidad de las sanciones administrativas y en sus presupuestos de legitimidad, se fortaleció en Chile la institucionalidad regulatoria, sofisticándose las agencias administrativas sectoriales, dotadas de capacidad de fiscalización, normativa y sancionatoria.
Respecto al panorama anterior, al menos desde el año 2016 comienza a despuntar una jurisprudencia que pone bajo sospecha los regímenes sancionatorios, suprimiendo el TC distinciones sólidamente asentadas, como las que en el párrafo anterior se han expuesto, equiparando el régimen sancionatorio administrativo con el penal, desechando la tesis de los matices en la transferencia de los principios de este último al primero. Esto es coherente con lo sostenido hace poco por el actual Presidente del TC-que es uno de los exponentes de la literatura de los años ochenta en torno al punto-, su abogado asistente y otro profesor, quienes, celebrando el cambio de rumbo, han explicitado que la diferenciación entre el Derecho penal y el administrativo sancionatorio es fútil, afirmando que el “propósito de la Constitución es proteger a los individuos en contra del poder estatal de sancionar (potestas puniendi o ius puniendi) y, a tal efecto, la distinción entre el Derecho penal y el administrativo no es relevante” (Aróstica, Verdugo y Enteiche, 2017). Esta tendencia fue confirmada por el TC de la manera más concluyente para el ordenamiento jurídico chileno, a saber, declarando la inconstitucionalidad de la potestad sancionatoria del SERNAC que el legislador democrático intentó atribuir a esa agencia, basándose en un argumento directamente reconducible a la doctrina chilena propuesta hace casi cuarenta años, y que consideraba la intervención estatal en la actividad particular como un anatema (como las sanciones administrativas son una herramienta de la actividad regulatoria del Estado, reducirlas o bien proscribirlas es coherente con los propósitos perseguidos por esa postura). De conformidad con estos antecedentes, es posible hablar, en propiedad, de un giro conservador respecto a las sanciones administrativas en Chile, cuestión que sólo se ve confirmada por el desfase producido entre el proyecto de fortalecimiento de la agencia a cargo del consumo en el país y el TC: no es que el legislador haya querido contradecir al órgano de control de constitucionalidad -por el contrario, como se explicó, el régimen de garantías para los proveedores infractores venía intencionalmente reforzado-, sino que, a pesar de haberse ajustado a los requisitos previos de la jurisprudencia constitucional sobre el punto, la aproximación del TC cambió, lo que, dado los efectos, tomó por sorpresa al legislador.
En lo que concierne al segundo de los objetivos de este trabajo, puestos a prueba los fundamentos del TC para declarar la inconstitucionalidad de la potestad sancionatoria del SERNAC, estos no se sostienen. En efecto, de ningún modo puede encontrarse justificado que la sanción administrativa deba ser definida como una actividad naturalmente jurisdiccional, cuando la finalidad específica del cometido encargado a la agencia es implementar eficazmente la política pública de protección de los derechos del consumidor, persiguiéndose así el bien común. De acuerdo con el Derecho administrativo positivo chileno esto es, precisamente, una función definitoria de la Administración del Estado. Además, con arreglo al ordenamiento constitucional de Chile, la sola existencia de un procedimiento administrativo que culmina con una decisión sancionatoria importa, automáticamente, la sujeción de este acto administrativo al control del Poder judicial. La consecuencia de ello es que, necesariamente, la función administrativa se encuentra separada de la judicial y que esta última tiene a todo evento competencia de control sobre aquella. Por lo mismo, el planteamiento del TC, en orden a que las decisiones del SERNAC habrían quedado sujetas a un efecto de cosa juzgada es constitucionalmente inaceptable porque borra una diferencia estructural entre administrar y juzgar: acá la cosa juzgada, allá la sujeción al control del juez a todo evento. Asimismo, plantear una separación rígida de poderes es un anacronismo que carece de poder explicativo respecto al desarrollo de la Administración del Estado durante el siglo XX; no da cuenta de la evolución en la comprensión de dicho principio, que exige balancearlo con otros intereses públicos; y, finalmente, no se enmarca en la distribución de competencias que la Constitución chilena estableció.
Finalmente, el argumento de proscribir que la Administración actúe como “juez y parte”, esgrimido por el TC en su sentencia bajo la idea de falta de imparcialidad de la agencia, tampoco tiene respaldo, no sólo porque es claro que función administrativa y judicial están diferenciadas, sino porque es un contrasentido exigir de una agencia como el SERNAC que carezca de un interés: no es posible, conceptualmente, que los órganos pertenecientes a la Administración sean neutros; son estructuras organizacionales diseñadas para promover intereses considerados valiosos en un Estado. Pero el reproche tampoco se sostiene empíricamente, como lo enseña la jurisprudencia de la Corte Suprema estadounidense en casos aún más sensibles que el del SERNAC (puesto que se trataba allí de la superposición investigativa y decisoria en los mismos funcionarios): suponer que siempre que no exista una separación de funciones existirá un sesgo en contra del investigado es una exageración -típica, por lo demás, de un control de constitucionalidad preventivo, incapaz de detectar los efectos de las normas que revisa-, con mayor razón cuando existen mecanismos de prueba y posibilidad de controvertir la formulación administrativa de cargos, diseñados precisamente para que operen como instancia que permita persuadir a la respectiva agencia que debe eximirse al investigado si hay mérito para ello, así como un control judicial de la imparcialidad. Adicionalmente, cualquier elaboración teórica sobre la separación de funciones exige ser contrapesada con los beneficios que las agencias administrativas generan y con el interés público que protegen y promueven, el cual, como se vio al explicar los efectos del fallo para el Derecho del consumo y la institucionalidad regulatoria chilena, fue severamente debilitado por el fallo del TC, plegándose a una doctrina que pretende reconstruir el Derecho público chileno sobre la base de categorías ius privatistas