A modo de introducción: De la libertad de pensamiento al derecho a la información en cuanto fundamento y sustento del sistema democrático
Dado el papel relevante que ostentan los periodistas(1) en cuanto intermediarios en el proceso de la libre comunicación social, debe justificarse que se dote especialmente a estos de los derechos al secreto profesional y a la cláusula de conciencia(2), otorgándoles carácter prerrogativo, y diferenciándose así del resto de trabajadores. Esta es la interpretación que de la Constitución española hace el Tribunal Constitucional, es decir, yendo más allá de las declaraciones de la libertad de expresión y del derecho a la información, dota a los periodistas de los derechos al secreto profesional y a la cláusula de conciencia para garantizar su independencia, bien sea frente a las presiones de los poderes públicos, bien sea frente a las presiones internas de la empresa en la y para la que trabajan. Explica Molas que dentro del “tradicional y general derecho a la libertad de expresión” se desarrollan y configuran de manera autónoma otros derechos también reconocidos por el artículo 20 de la Constitución:
(…) d) Para asegurar el derecho a la libertad de información no solo frente a injerencias de los poderes públicos, sino también frente a los particulares (singularmente frente a la dirección o propiedad de los medios de comunicación de masas) la Constitución otorga a los informadores el derecho a la cláusula de conciencia y el derecho al secreto profesional (Molas, 2009).
La jurisprudencia constitucional estima que la aplicación efectiva de los derechos reconocidos directamente por la Constitución no está supeditada a la aprobación de una ley que los desarrolle(3) (Linde y Vidal, 2007). De acuerdo con el artículo 53.2 de la Constitución española estos derechos pueden ser exigidos ante los Tribunales mediante procedimientos basados en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, ante el Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo.
Tanto el derecho al secreto profesional como el de la cláusula de conciencia son enunciados en el texto constitucional como un mandato ―“irrelevante, redundante e incompleto”, en palabras de Pérez Royo (Escobar Roca, 1995)― que el legislador ha de afrontar para el libre ejercicio de las funciones propias de los informadores(4) (Linde y Vidal, 2007). No obstante, únicamente la cláusula de conciencia ha sido desarrollada legislativamente mediante la correspondiente ley orgánica, que aquí se va a tratar: La Ley Orgánica 2/1997, de 19 de junio, reguladora de la cláusula de conciencia de los profesionales de la información.
Llegados a este punto, antes de continuar, no se pueden obviar ciertos puntos negativos de la libertad de información, advertidos por Martínez Morán cuando dice que “en esta era de la globalización, el papel de los medios de comunicación es fundamental” de modo que para muchas personas no existe realidad más que la que se le muestra a través de ellos (Martínez Morán, 2008). Siendo conocedores de esta circunstancia, los medios de comunicación, convertidos en grandes empresas, que pertenecen a su vez a otras estructuras empresariales de otros sectores económicos diferentes de la propia comunicación, problema este “conexo al de la cláusula de conciencia” (Torres del Moral, 2009), y mejorados por la innovación y el desarrollo tecnológico, además de (o más bien en lugar de) informar a la sociedad, se han apropiado de la información para acceder al poder económico y político-social, dedicándose a venderla(5) (Vidal Beneyto, 2008) de tal modo que con ella son capaces de influir en la opinión pública libre. Es por eso que en las sociedades democráticas liberales se suele denominar a este sector como el Cuarto Poder, poder sin ningún tipo de control democrático. La prensa no se limita ya a reflejar la opinión pública, según Pausewang “solamente es imaginable en cuanto gran empresa económica” que puede crear esa misma opinión pública, proporcionando la casi totalidad de la información con la que esta cuenta en cualquier momento dado, siendo generador de la “corriente generalizada” (mainstream)(6).
La Resolución 1003 (1993) sobre Ética del Periodismo(7), se aprobó por unanimidad el 1º de julio de ese año, 1993. En esta Resolución, la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, en un intento por aunar la vertiente social y la empresarial de los medios de comunicación, refleja en el artículo 11 su entender de que las empresas informativas han de ser consideradas como empresas socioeconómicas especiales cuyos objetivos patronales se deben limitar por la condición de hacer posible un derecho fundamental. La información no es propiedad de periodistas ni de medios de comunicación con la que negociar sino un derecho fundamental de los ciudadanos, inherente a la persona, lo que convierte a los medios de comunicación en prestadores de un servicio público legitimado con el que hacer efectivo y real el derecho fundamental a la información de todos, que ha de llevarse sin injerencias de poderes públicos, políticos o económicos (Linde y Vidal, 2007). La información es indispensable para la vida social-democrática de un Estado de Derecho siendo el mecanismo que hace posible la participación ciudadana en los asuntos públicos y dando lugar a una opinión pública libre, resultado del pluralismo de todo Estado democrático, que, a su vez, sirve de control y contrapeso del sistema y sus poderes (Rodríguez-Zapata, 1996).
Dice Molas de la libertad de expresión (en sentido amplio, lo que incluye al concreto derecho a informar y recibir información que concibe la Constitución española):
Se configura como un derecho central en el sistema político democrático, no solo por la posición que ocupó en la génesis de los Derechos Humanos y en la aparición del constitucionalismo, sino sobre porque constituye un presupuesto indispensable para el ejercicio de otros derechos y, en especial, para hacer posible un sistema democrático representativo. Sin libertad de expresión la esfera pública dejaría de ser el espacio donde las personas individuales concurren como ciudadanos a la determinación de los temas comunes, dejaría de ser un espacio expresivo del debate público de la Sociedad y, por consiguiente, no existiría una opinión pública libremente formada (Molas, 2009).
Así, para que la actividad periodística cumpla con la función social que a la opinión pública le debe, ha de desarrollarse bajo unos principios, los mismos que atenúan el derecho a la cláusula de conciencia, como a continuación se explica.
Muy bien define Carrillo (Carrillo, 1997) el propósito de la Ley sobre la cláusula de conciencia cuando el mismo año de la aprobación de esta (1997) escribe un artículo al que titula La Ley Orgánica de la cláusula de conciencia: una garantía atenuada del Derecho a la información. Esa atenuación en la garantía viene facilitada por la autorregulación de los medios (Desantes Guanter, 1973), bien a través de las normas deontológicas suscritas por los medios de comunicación bien por las propias normas de redacción internas de los medios de comunicación a las que queda sometido el ejercicio del derecho a la cláusula de conciencia según establece la propia ley cuando habla de los principios éticos de la comunicación, principios que no recoge, no los juridifica, por tanto, se reduce así, se atenúa, el efecto jurídico preeminente que se debe a la propia Constitución.
Nos refieren Navas Castillo y Torres del Moral a la reivindicación de la libertad de prensa que Milton recoge en su Areopagitica cuando en 1644 opinaba que “la libertad de conocer, de expresar y de discutir libremente de acuerdo con mi conciencia” debía encontrarse por encima del resto de las libertades (Navas Castillo y Torres del Moral, 2009).
La libertad de pensamiento se encuentra "carente de significado si no deriva en la libre manifestación de esa opinión a través de la palabra, la escritura y la prensa" (Fernández-Miranda Campoamor, 1990). Por eso, en el primer constitucionalismo, la libertad de expresión surge como resultado inevitable por la reivindicación de dicha libertad de pensamiento. Se define así la libertad de expresión, en las Constituciones del siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial, como libertad-autonomía, que defiende al hombre en el libre desarrollo de su personalidad frente a injerencias que ilegítimamente el Estado creyera poder acometer, por ejemplo, mediante la censura previa de toda opinión. Es en esa época (concretamente en 1859) cuando expresa Stuart Mill su idea de que “la peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria” (Stuart Mill, 1984). De este modo, solo se legitimaba al Parlamento para establecer límites a dicha libertad. Es decir, la persona, en cuanto individuo, se establece como una figura preeminente frente a la sociedad y su representación estatal.
Después de la Segunda Guerra Mundial se abre otro período en el constitucionalismo histórico y se plantea la libertad de expresión como un elemento muy influyente en la sociedad, de tal modo que se establece un vínculo directo entre la información emitida y la recibida, su repercusión en la masa social, muy movilizada políticamente, y en la formación de la opinión pública. Con la nueva situación surgida tras la guerra, con una sociedad más concienciada política y socialmente, el Estado deja su postura abstencionista y pasa a garantizar, por la existencia misma del Estado democrático, el pluralismo informativo, considerado esencial e imprescindible en la formación de la opinión pública libre, que sea espejo del pluralismo político y social innegablemente existente.
El concepto de derecho a la información se plantea, de un lado, como derecho a informar (de expresar) de todos los ciudadanos y, en particular, de los periodistas, y, de otro, como derecho a ser informado (a acceder a una información veraz) de todos.
De este modo, el derecho a la información alcanza el papel relevante que posee dado que es mediante la transmisión de mensajes de hechos u opiniones como se posibilita la información de todos los ciudadanos. Ello genera debate sobre los asuntos públicos desde distintos puntos de vista, permitiendo el nacimiento libre de la opinión pública, la cual, a su vez, hace efectiva la participación política manifestada esencialmente en la crítica y fiscalización social de los gobernantes, y además, y en última instancia, su aval o rechazo en las urnas. Por consiguiente, la actividad informativa no puede (ni debe) entenderse como una mercancía, al comunicar información veraz se desarrolla ese interés público que impregna dicha actividad.
Voltaire defendía el papel de periodismo en el avance de la sociedad y sus miembros al afirmar que la prensa ha dado “ocasión de examinar los hechos para que luego fueran discutidos por los contemporáneos”, concluyendo que hasta entonces “no ha habido autenticidad” (Voltaire, 1992).
La primera vez que se formula la libertad de expresión como derecho a la información se hace en la Declaración Universal de Derechos Humanos al reconocer que aquella incluye el derecho “de investigar y recibir información y opiniones y de difundirlas sin limitación ni fronteras, por cualquier medio de expresión” (Artículo 19).
El artículo 10 del Convenio de Roma para la protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales se hace eco de la libertad de expresión al establecer que esta “comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras”.
Por su parte, a nivel interno, la Constitución española de 1978 reconoce la libertad de comunicación en un sentido amplio (García Guerrero, 2007). El Tribunal Constitucional español ha señalado que el artículo 20 de la Norma Fundamental garantiza no solo la existencia de derechos subjetivos sino también la existencia misma de una comunicación pública libre (Sentencias del Tribunal Constitucional español (SSTC) 74/1982, de 7 de diciembre; 6/1988, de 21 de enero; 104/1986, de 17 de julio). No obstante, esta libertad de comunicación en sentido amplio (García Guerrero, 2007) que el artículo 20 del texto constitucional contempla, se materializa en una serie de derechos concretos como consecuencia de diversos órdenes de circunstancias y se ha extendido a todo tipo de de actividades, no solo por el poder constituyente sino también por la jurisprudencia constitucional.
Entre esos derechos concretos, el derecho a la cláusula de conciencia de los informadores(8)(López y Barroso, 2009). Recogido (junto al derecho al secreto profesional) en el artículo 20.1 d) de la Constitución (primera en Europa en constitucionalizarlo, tiene como objetivo primordial garantizar el ejercicio del derecho a una comunicación pública libre por parte de los profesionales de la información, bien sea del derecho a la información en su vertiente activa como en la libertad de expresión.
Diferenciándose de las Constituciones del entorno democrático, de los Textos Internacionales e igualmente del pasado constitucional español, donde el derecho a la información es contemplado como un aspecto concreto de la libertad de expresión, la Constitución vigente recoge una concepción dual respecto del derecho genérico de expresión. En el apartado a) del artículo 20.1, la Norma Fundamental reconoce el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”, y en el apartado d), el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Es por ello que Navas Castillo afirma que se trata de “dos derechos autónomos con contenido propio e identificable” (Navas Castillo, 2009). Aunque pronto matizaría su jurisprudencia, en el fundamento 4 de la Sentencia de 6 de marzo de 1981, en una de sus primeras respuestas, el Tribunal Constitucional argüía que el derecho a la información únicamente podía ser considerado “como una simple aplicación concreta de la libertad de expresión”. Dos años más tarde, a raíz de la Sentencia 105/1983, en un pronunciamiento aislado, establecería la autonomía de ambos derechos, sentido que se consolida en la Sentencia de 21 de enero de 1988, donde asienta la doctrina actual de que “la libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones (…) las creencias y los juicios de valor” mientras que el derecho a la información versa “sobre hechos o, tal vez más restringidamente, sobre aquellos hechos que pueden considerarse noticiables”(9)(Castillo, 2006).
Aun esta divergencia de conceptos, destacar que existe una estrecha conexión entre ambos derechos. Así lo refleja en sus deliberaciones el Tribunal Constitucional cuando en el fundamento 15 de la mencionada Sentencia pone de relieve la dificultad existente a la hora de distinguirlos por la propia “vocación a la formación de una opinión” ya que “en los casos reales que la vida ofrece, no siempre es fácil separar la expresión de pensamientos, ideas y opiniones de la estricta comunicación informativa”. Y eso porque la expresión de aquellos precisa de un modo frecuente “en la narración de hechos y, a la inversa, la comunicación de hechos o de noticias no se da nunca en un estrado químicamente puro y comprende, casi siempre, algún elemento valorativo”(10)(Álvarez García, 1999). En los supuestos en que puedan aparecer entremezclados elementos de una y otra significación, y con el fin de calificar tales supuestos y encajarlos en el apartado correspondiente del artículo 20, aconseja el Tribunal atender “al elemento que en ello aparezca preponderante”.
Queda claro, pues, que entre la libertad de expresión y el derecho a la información se constata una “directa e íntima conexión” lo que no impide que “cada una de ellas tenga matices peculiares que modulan su respectivo tratamiento jurídico, impidiendo el confundirlas indiscriminadamente” (STC 165/1987, de 27 de octubre, fundamento jurídico 10).
Metodología
Resultado de una investigación de carácter teórico, principalmente, este trabajo es un artículo de reflexión. Para ello, se ha usado el método teórico de análisis, síntesis, inducción y deducción dado que es el más idóneo y adecuado para conducirnos a los conocimientos requeridos y a las respuestas necesarias si consideramos el objeto de la investigación.
Con un diseño bibliográfico, normativo y jurisprudencial, nacional e internacional, se analizan recursos disponibles en medios físicos y virtuales, innegablemente imprescindibles hoy en día.
Se revisan los elementos subjetivos, objetivos y procedimentales que identifican el derecho fundamental a la cláusula de conciencia en el ámbito de la libertad a la información a fin de reconocerlo destacando que hay que excluir la injerencia, la tendencia cada vez más intervencionista, de los estados democráticos en el ejercicio de las libertades públicas y los derechos fundamentales recogidos en las Constituciones, especialmente en lo referente a las libertades de expresión y de información, y constatando, con ello, la eficacia jurídica que las Normas Fundamentales despliegan per se.
La Ley Orgánica 2/1997, de 19 de junio, sobre la cláusula de conciencia
El corpus iuris lege es bien breve (ver Anexo). Consta de tres artículos, una Disposición Derogatoria Única y una Final Única.
En términos generales, se puede decir que la cláusula de conciencia es una figura jurídica que faculta al periodista para rescindir el contrato de trabajo con la empresa editora, devengando la indemnización correspondiente por despido improcedente, en determinados momentos en los que considere vulnerada su libertad ideológica por aquella. A esta conclusión llegaron Pérez Royo (Escobar Roca, 1995) y Carrillo, quien lo considera “un autodespido remunerado”, (Carrillo, 1997) antes de la promulgación de la Ley. Está, por consiguiente, íntimamente unida al ámbito del derecho del trabajo, como se verá, aunque no es este el ámbito a tratar en este análisis sino el constitucional.
Lo que aquí interesa es que la cláusula de conciencia se fundamenta en la trascendencia social del derecho a la información en cuanto base elemental de la opinión pública libre y que en última instancia deviene del juego democrático.
Se piensa en la cláusula de conciencia desde el punto de vista que considera al periodista como la parte más débil en la relación empresa-profesional, como un contrapeso al poder editorial, dado que si este puede despedir al periodista por vulnerar los principios editoriales, este ha de poseer una facultad capaz de compensar a aquél en beneficio de sus propios principios en el caso de que estos sean menospreciados.
De todas formas, hoy en día, cuando un periodista es contratado por un medio ya sabe de antemano cuales son los principios editoriales a defender, asumiéndolos como propios en la firma del contrato correspondiente, quedando a priori cercenado ese derecho a la cláusula de conciencia. Es decir, parece ser que solo cabría en el caso de un cambio de orientación editorial, no en sí para la conciencia propia del periodista. El cambio de conciencia de este es valorado como un ataque a los principios editoriales, entonces ¿es realmente efectiva y eficaz la cláusula de conciencia teniendo en cuenta que si son los valores de la empresa editora los que mudan, el periodista se ve abocado a asumirlos o irse voluntariamente a la calle? ¿O acaso cabe la posibilidad de mantenerse en ese puesto sin asumir dichos cambios? Entonces sí sería anteponer la conciencia del periodista en torno a la libertad de información sobre el medio de comunicación en cuanto al derecho empresarial de obtención de beneficios, e incluso, al derecho a la propiedad que creen tener los medios sobre la información, en contra de lo estipulado por los propios códigos deontológicos de la profesión periodística.
La necesidad de definir la cláusula de conciencia como derecho-garantía del proceso informativo
La cláusula de conciencia no es solo un derecho subjetivo sino una garantía para la formación de una opinión pública libre. Así queda reflejado en la primera Sentencia que interpreta la Ley Orgánica sobre la cláusula de conciencia de 1997. (STC 225/2002, de 9 de diciembre, fundamento jurídico 4).
De este modo define el Tribunal Constitucional el derecho a la cláusula de conciencia de los informadores reconocido constitucionalmente y desarrollado en la Ley, poniendo especial énfasis en garantizar la independencia profesional del informador en el ejercicio de su derecho a informar que el artículo 20.1 d) de la Constitución reconoce (eso sí, a todos) con el fin último de garantizar la formación de una opinión pública libre, que, en palabras de Torres del Moral, “es un resultado o un precipitado de muy diferentes elementos, entre los cuales debemos incorporar el libre ejercicio de otras libertades que posibilitan, a su vez, el ejercicio de las libertades informativas” (Torres del Moral, 2009).
Pretende con esa identificación el Tribunal Constitucional alejar la idea de un derecho-privilegio otorgado por la Ley exclusivamente a los trabajadores de la información. A lo largo de la Sentencia, la más Alta Instancia recuerda que no se trata de un derecho fundamental reforzado, o, como se ha dicho, de un derecho-privilegio:
Si bien la jurisprudencia constitucional ha reconocido como titulares de la libertad de información tanto a los medios de comunicación, a los periodistas, así como a cualquier otra persona que facilite la noticia veraz de un hecho y a la colectividad en cuanto receptora de aquella (por todas, SSTC 6/1981, 105/1983, 168/1986, 165/1987, 6/1988, 176/1995, 4/1996), ha declarado igualmente que la protección constitucional del derecho “alcanza su máximo nivel cuando la libertades ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa entendida en su más amplia acepción” (STC165/1987, reiterada en SSTC 105/1990 y 176/1995, entre otras). Afirmación con la que en modo alguno se quiso decir que los profesionales de la información tuvieran un derecho fundamental reforzado respecto a los demás ciudadanos (cursiva del autor); sino solo que, al hallarse sometidos a mayores riesgos en el ejercicio de sus libertades de expresión e información, precisaban y gozaban de una protección específica. Protección que enlaza directamente con el reconocimiento a aquellos profesionales del derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional para asegurar el modo de ejercicio de su fundamental libertad de información (STC 6/1981)(STC 225/2002, de 9 de diciembre, fundamento jurídico 2. D).
Sin embargo, no lo ha conseguido, visto desde el punto de vista laboral, en contraposición a los trabajadores de otras ramas, y desde el punto constitucional. Por ejemplo, ¿un enlace sindical de cualquier empresa puede acogerse a la cláusula de conciencia cuando ejerciendo su derecho a informar a otros compañeros suyos, no necesariamente dentro de su centro de trabajo, la empresa le cambia de puesto o incluso de empresa, aunque sea dentro del mismo grupo? (Lillo, 2005) O al contrario, un trabajador que informa a su representante sindical es objeto de mobbing(11), ¿puede ejercitar la cláusula de conciencia? Parece ser que solo le cabría la vía judicial y por la jurisdicción de lo social, no la constitucional en amparo. Y un funcionario que es obligado a informar al público en general sobre una cuestión que menoscaba su propia moral, religión o ideología, ¿puede reclamar para sí la cláusula? Todas estas situaciones se circunscriben en la tarea informativa-comunicativa, pero no son profesionales de la información, son puntualmente informadores ejerciendo el derecho que a todos otorga la Constitución a informar. Por esto, por otorgar universalmente la Constitución española el derecho a informar, no se puede considerar que el derecho a la cláusula de conciencia (y al secreto profesional, que se recoge en el mismo renglón del artículo 20.1.d) de la Norma Fundamental) sea exclusivo de los profesionales de la información.
Pero ciertamente la Ley está hecha de ese modo, y por eso la necesidad por parte del Tribunal Constitucional de definirlo no solo como derecho subjetivo.
No obstante el hincapié que hace el Alto Tribunal sobre el no-privilegio, sí considera que los periodistas deben ser protegidos específicamente porque asumen más riesgo en el desempeño de su función profesional, justificándose en la necesidad de un equilibrio de interés entre la independencia de este y el ánimo lucrativo de las empresas de comunicación (ver el mismo fundamento 2.D) arriba trascrito).
Titulares del derecho a la cláusula de conciencia
Titular activo del derecho a la cláusula de conciencia
El artículo 1 de la Ley determina el sujeto activo del derecho, el periodista individual, si bien no lo define así dada la falta de consenso para establecer un concepto único, como se verá en el siguiente epígrafe, sino tomando el ambiguo ofrecido por el Tribunal Constitucional en la Sentencia de 16 de marzo de 1981 (fundamento 4) que los define como “aquellos que hacen profesión de la expresión de noticias y opiniones y son actores destacados en el proceso de la libre comunicación social”. De este modo se excluyen aquellos trabajadores del mismo medio que no prestan un servicio con carácter meramente informativo, lo que no obsta a que se tengan en cuenta otros:
En la transmisión de noticias no juegan un papel esencial solo las palabras sino tanto o más las imágenes, fotografías, presentaciones gráficas o de composición que contribuyen igualmente a la descripción del hecho, a destacar ciertos aspectos de él, a lograr un enfoque ideológico determinado o a dotarle de una mayor o menor relevancia informativa según los intereses del medio, tareas todas ellas en las que además habrá de considerarse la autonomía y creatividad propias con las que opere el profesional para poder concluir que se encuentra ejerciendo su derecho a transmitir información (STC 199/1999, de 8 de noviembre, fundamento jurídico 4).
La Ley considera constitucionalmente otorgado este derecho a “los profesionales de la información“, sin excepción, sin embargo, en el artículo 2.1 a), ilógicamente, lo restringe a aquellos que tienen una “vinculación laboral”. Dada la irracional limitación, parte de la doctrina cree que hay que considerar la interpretación coherente de la norma en la que el derecho se dirija a todos los que tengan una vinculación de trabajo, debiendo ser únicamente esta vinculación el motivo limitador del ejercicio de la cláusula de conciencia (Fernández-Miranda Campoamor, 1990).
No se entiende, sin embargo, que el sujeto activo del derecho a la cláusula de conciencia sea exclusivamente el profesional de la información pues la Constitución no hace tal distinción. Recordar que la Norma Fundamental manda al legislativo regular ambos derechos mediante ley (que de acuerdo con el artículo 81.1 ha de ser de rango orgánico, como la que aquí se trata) pero esto no obsta para que la ley cercene derechos, u otorgue privilegios. Cierto que es difícil encontrar casos en el que se pueda hacer uso de tales derechos fuera de la profesión periodística, pero la falta de casuística no es motivo, ni necesario ni suficiente, para tal limitación. ¿O acaso el resto de profesionales, sin ser de la información, pueden ejercer estos derechos directamente sin necesidad de desarrollo legislativo? De este modo hay que hacer extensible la estimación de Pérez Royo (Fernández-Miranda Campoamor, 1990), y la de aquellos que desconfían de una ley específica, de que con el reconocimiento constitucional es suficiente por lo que su destino son los Tribunales, que habrán de ponderar si realmente dichos derechos han sido alegados de una forma adecuada.
Debería ser esta la respuesta para no entrar en una situación de discriminación por razones profesionales, lo que ya no solo violaría el derecho a la igualdad del artículo 14, sino que se vulneraría la igualdad en cuanto uno de los pilares fundamentales de España en cuanto Estado democrático y social (y también de Derecho), uno de los valores superiores en los que se inspira el ordenamiento jurídico del Estado español.
El concepto de periodista
Periodista es un concepto ampliamente reconocido en todos los ámbitos, excepto en el jurídico. No existe una concepción jurídica. Por eso, antes de analizar el titular activo del derecho a la cláusula de conciencia al que hace referencia la Ley conviene encuadrar el debate jurídico entorno a este concepto.
Si el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define periodista en dos acepciones, respectivamente, como aquella “persona legalmente autorizada para ejercer el periodismo” y como aquella “persona profesionalmente dedicada en un periódico o en un medio audiovisual a tareas literarias o graficas de información o de creación de opinión”, como se acaba de señalar, hay que comenzar por poner sobre la mesa que no existe en el ordenamiento español vigente definición jurídica alguna de periodista. Tal circunstancia lleva a tener que dilucidar necesariamente quién puede ejercer tal actividad, en qué condiciones y cuáles son las consecuencias que se derivan de la actividad periodística. Se hace necesaria para ello una referencia a la legislación preconstitucional, que sí definía al periodista en sintonía con la primera de las acepciones, y a la jurisprudencia constitucional, más acorde con la segunda acepción.
La Constitución española configura la libertad de información como libertad pública reconocida y protegida de manera universal, es decir, a todos los ciudadanos, no obstante a quienes ejercitan la precitada libertad especialmente se les reconocen y garantizan los derechos a la cláusula de conciencia y al secreto profesional, sin delimitar un colectivo en función de las condiciones concurrentes en él, sino por el ejercicio mismo de dicha libertad.
Como se ha visto en el apartado anterior, la Ley Orgánica reguladora de la cláusula de conciencia, en su artículo 1 establece que “la cláusula de conciencia es un derecho constitucional de los profesionales de la información”, por tanto, legislativamente tampoco se encuentra una definición de periodista.
Como se advierte más arriba, la legislación preconstitucional, tácitamente derogada por la Constitución, sí definía la figura del periodista. El Decreto 744/1967, de 13 de abril, regulador del Estatuto de la Profesión Periodística, que desarrollaba la Ley de Prensa de 1966, disponía en su artículo primero que:
Son periodistas:
a) Quienes figuren inscritos en el Registro Oficial de Periodistas en la fecha de la promulgación del presente Decreto.
b) Los licenciados en Ciencias de la Información ―Sección de Periodismo― una vez colegiados en el Federación Nacional de Asociaciones de la Prensa o inscritos en el Registro Oficial de Periodistas.
Como se observa, “el Estado franquista establecía un control directo y preciso sobre los profesionales que ejercían las labores informativas, tan peligrosas para un régimen autocrático” (Fernández-Miranda Campoamor, 2009), (al exigirse el título académico concreto de las Escuelas de Periodismo legalmente reconocidas y la inscripción en el Registro correspondiente.
Por otro lado, el Tribunal Constitucional no ha tratado el asunto directamente. Aunque en 1985 el Parlament aprobó la Ley 22/1985, de 8 de noviembre, que creaba el Col-legi de Periodistas de Catalunya, y se interpuso recurso de inconstitucionalidad por parte del Defensor del Pueblo, finalmente el mismo Parlamento catalán reformó la norma mediante la Ley 1/1988, de 26 de febrero, por lo que el mencionado recurso fue retirado.
Si bien fueron varios los preceptos objeto de impugnación, el que aquí interesa (por el acercamiento a una definición de periodista) es la Disposición Transitoria Primera, que establecía:
Los periodistas titulados e inscritos en el Registro Profesional de la Federación de Asociaciones de la Prensa Española que sean socios de las Asociaciones de la prensa existentes en Cataluña se convertirán en miembros del Colegio Profesional de Periodistas de Cataluña, aun cuando no cumplan los requisitos de titulación establecidos por el artículo 2 (Precepto que imponía la exigencia de titulación).
La imposición de titulación y colegiación, que finalmente se estableció como voluntaria en la referida posterior reforma, era, sin lugar a dudas, anticonstitucional, sobre todo tras la interpretación universalista del Tribunal Constitucional, que sostiene que no se debe concluir “que la misma libertad no deba ser reconocida en iguales términos a quienes no ostentan igual cualidad profesional, pues los derechos de la personalidad pertenecen a todos sin estar subordinados a las características del que los ejerce” aunque se reconozca una cierta preferencia respecto a los profesionales de la información (STC 165/1987, de 27 de octubre, fundamento 10).
El Tribunal Constitucional ha definido a los periodistas mediante tres criterios identificativos (más bien aproximativos, eso sí, y que no han de concurrir necesariamente a un mismo tiempo(12))(Torres del Moral, 2009)(Fernández-Miranda Campoamor, 1990) para distinguirlos de otros sujetos también titulares de estas libertades, bien las ejerzan en un momento dado, bien, incluso, a través de un medio de comunicación (colaboradores de opinión o autores de cartas al Director, por ejemplo): respecto a la profesionalidad, a la realización de tareas informativas y la existencia de una relación de dependencia.
El criterio de la profesionalidad es utilizado por el Alto Tribunal en numerosas ocasiones (SSTC 30/1982, de 1 de junio; 168/1986, de 22 de diciembre; la ya citada 165/1987, de 27 de octubre; 6/1988, de 21 de enero) sin embargo, no ofrece una definición descriptiva de la profesión con un cierto grado de seguridad hasta que define a los periodistas como aquellos que “prestan un trabajo habitual retribuido, profesional por tanto, en los medios de comunicación”, en 1995 (STC 175/1995, de 5 de diciembre, fundamento 2).
El Tribunal Constitucional, en la primera Sentencia que aborda directamente la cláusula de conciencia de los informadores, hace mención al criterio identificativo de la realización de tareas informativas (STC 199/1999, de 8 de noviembre, fundamento 4). En esta Sentencia se separan a los trabajadores de un medio en función de la tarea que realizan(13)(Bamba Chavarría, 2011), denegando el amparo a uno de la Sección de Diseño por no tener nada que ver con la labor informativa, quedando, entonces, al margen de la cláusula de conciencia alegada para la liquidación unilateral de la relación contractual con el medio de comunicación. Según la resolución, la naturaleza jurídica y finalidad de la cláusula únicamente protege a los trabajadores de un medio de comunicación que realizan tareas informativas, es decir, quienes ejerzan la libertad de información y con ello realicen “una labor que forme e influya en la creación de opinión en las sociedad”, como dice Bamba (Bamba Chavarría, 2011), que incluyen también a los fotógrafos o camarógrafos y a todos aquellos que su labor comprenda un contenido informativo, porque los demás difícilmente pueden ver su deontología o independencia laboral afectada como consecuencia de un cambio en la línea editorial del medio.
El último de los criterios señalados destaca el ejercicio de la cláusula de conciencia ya que la consecuencia principal que conlleva es la capacitación del trabajador para desligarse unilateralmente de la relación preexistente que le une al medio de comunicación. Por tanto, parecería lógico que solamente aquellos que mantienen una relación contractual de tipo laboral pueden ejercer el derecho a dicha cláusula, sin incluir a los profesionales de la información liberales. Sin embargo, la relación de dependencia también puede ser justificada en una relación mercantil, teniendo en cuenta la figura del TRADE (Trabajador Autónomo Dependiente)(Capodiferro, 2015).
De esta indefinición de periodista surgen dos corrientes doctrinales que lo que en el fondo tratan es la universalización del ejercicio de la libertad de información, en contra y a favor, lo que incluye el reconocimiento y garantía de los derechos derivados del ejercicio periodístico de carácter informativo, la cláusula de conciencia y el secreto profesional.
La primera corriente, defensora de un (in)cierto control, entiende que para reconocer al periodista las prerrogativas constitucionales relativas al derecho a la información del resto (“informadores”) se deben exigir la titulación académica específica, la colegiación y, además, consecuentemente ha de tipificarse el delito de intrusismo para castigar a aquellos que ejerzan la profesión sin la titulación requerida. Se trataría de una medida con la que se volvería a las estipulaciones ante-constitucionales para el ejercicio de la profesión periodística, como se ha visto, sin olvidar que ya hubo un intento (vano, dada la dudosa constitucionalidad de la exigencia del requisito de colegiación) de poner esta doctrina en práctica por parte del Parlamento catalán.
Las razones alegadas son, en primer lugar, que la complejidad técnica de la información y de los medios de comunicación hace necesaria una especialización procedente de una Facultad creada a tal efecto y, en segundo lugar, como consecuencia, en parte, de la ausencia de esta especificidad, la posibilidad de que sean los propios medios de comunicación los que decidan quienes son periodistas y quienes no a la hora de permitírseles ejercer los derechos fundamentales específicos de la cláusula de conciencia (y el secreto profesional) en cuanto garantía del ejercicio, a su vez, de la libertad de información. Es decir, que es menos malo un cierto control administrativo previo que un control económico-empresarial.
Sin embargo, este control previo choca frontalmente con la universalidad del derecho a la libertad de información, además, de con la censura previa prohibida explícitamente por el artículo 20.2 de la Constitución española ante el ejercicio de todos los derechos, todos, recogidos en el artículo 20.1.
La segunda tesis doctrinal, a favor de la universalización del ejercicio de la libertad de información, viene defendida desde sectores académicos de otras Facultades (de Derecho, por ejemplo) y por los propios medios de comunicación (como bien aventuran los partidarios de la titularización y colegiación). Esta corriente entiende que el derecho a informar es un derecho de los ciudadanos que no ha de exigir ningún tipo de requisito previo, dejando al autorregulado mercado la selección de los profesionales, ya que son estos modelos liberales, dicen, los que mejor funcionan, como en el Reino Unido(14).
Visto todo esto, no queda claro si se debe seguir sin exigir requisitos previos o sí algunos(15), pero sí cabe repensar cuál es el mejor escenario pues no se debe dejar todo daño a la concreción de las responsabilidades a posteriori, bien sea civil, penal o de cualquier otro tipo, ya que el daño puede llegar a ser irreparable. Hay que tomar en consideración que conforme al artículo 81.1 de la Constitución cabe la posibilidad de desarrollar el ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas, respetando, eso sí, su contenido esencial, lo que debería servir como estímulo para una correcta autorregulación de los medios de comunicación.
Como se dice, no existe norma alguna en España que regule el acceso a la profesión, siendo lo más aproximado a una definición de profesional de la información la referencia del Tribunal Constitucional sobre "aquellos que hacen profesión de la difusión de noticias y opiniones" vinculados a una empresa informativa por cualquier medio de contratación, laboral, mercantil o civil (STC 6/1981, de 6 de marzo, fundamento 4).
Titular pasivo del derecho a la cláusula de conciencia
Por otro lado, se encuentra el que se puede llamar titular pasivo, el sujeto pasivo, la empresa con la que periodista mantiene esta relación jurídica, que exige la Ley, pero que no detalla su naturaleza, pudiendo ser esta tanto laboral como mercantil o civil, salvada la interpretación restrictiva e ilógica de la mencionada expresión “vinculación laboral”. Sencillamente, es quien se injiere en las condiciones laborales de los informadores y que posibilita que estos puedan activar el derecho a la cláusula de conciencia, y que no sean de interés para este trabajo.
Objeto del derecho a la cláusula de conciencia
El bien jurídico protegido por el derecho, fundamentalmente, es la independencia del profesional en el desempeño de su función comunicativa-informativa, esencial en y para el Estado democrático. La pretensión del derecho a la cláusula de conciencia es básicamente garantizar esa independencia. El modo de informar es un criterio única y exclusivamente circunscrito a los principios deontológicos profesionales y las reglas editoriales del medio de comunicación a los que queda sometido el periodista cuando ejerce su trabajo. Con ello se evita la apropiación de la información, que es un bien común de todos los ciudadanos. Esto deviene de la configuración de la cláusula de conciencia, no solo como un derecho subjetivo del profesional, sino como “una garantía para la formación de una opinión pública libre” (STC 225/2202, de 9 de diciembre), como se ha advertido en el epígrafe 4.
Define Rodríguez la cláusula de conciencia como “la facultad que asiste al profesional de la información de no realizar trabajos que se opongan a su código deontológico”, lo que supone garantizar su “independencia profesional frente a la empresa donde trabaja”. Pero además, añade, el ordenamiento debe tutelar este derecho impidiendo “que del ejercicio de la cláusula de conciencia pueda derivarse perjuicio o sanción alguna” (Rodríguez, 2014).
Por consiguiente, no se está ante un mero derecho de índole individual, sino que, al ponerlo en relación con la libertad informativa, como base de una opinión pública libre, su ejercicio y garantía va más allá del propio periodista, se encauza hacia la protección misma del Estado en cuanto sistema democrático.
Por su parte, el objeto de la cláusula de conciencia recae sobre el cambio que provoca el ataque a la ética profesional, y personal, del periodista, a su independencia. La Ley se refiere a esta mudanza de dos maneras, una en el artículo 2.1 a), y otra en el apartado b) del mismo.
El apartado a), de un lado, distingue dos tipos de cambios que son causa justificada para ejercitar tal derecho. En primer lugar, la modificación en la orientación informativa, es decir, la materia a la que hasta ese momento se dedicaba el medio de comunicación, y, segundo, la modificación en la línea ideológica o principios editoriales de la empresa, los cuales fueron aceptados por el trabajador al vincularse a la misma y desde los que elaboraba la información. Estos cambios han de ser sustanciales, refiriéndose con ello a que la variación de la línea mantenida se haya percibido, no solo por el periodista, sino además por la redacción y el público.
La causa de tales modificaciones es independiente del derecho a la cláusula, es igual que haya habido un cambio accionarial, dicho derecho está sujeto a la deontología y principios propios del periodista. Por consiguiente, si habiendo cambio de titular en el medio de comunicación no se modifica la línea editorial, la cláusula no sería exigible en concepto de libertad de conciencia.
Por otro lado, el apartado b) permite igualmente ejercer el derecho a la cláusula de conciencia cuando por el traslado a otro medio del mismo grupo se produce una “ruptura patente con la orientación profesional del informador”, salvando la lógica movilidad de trabajadores dentro del plan empresarial. Este traslado se relaciona estrechamente con las circunstancias prescritas en su apartado predecesor (a) pues la ruptura supone una variación en la materia informativa o en la línea ideológica respecto del medio anterior en el que trabajaba. Igualmente, las consecuencias de las modificaciones han de ser patentes por la redacción y el público.
Lo que pretende este segundo apartado es “defender al periodista de posibles sanciones encubiertas y arbitrarias que le aparten de su trabajo habitual, de forma que suponga un atentado a su dignidad profesional en el sentido de coartar su legítima aspiración a consolidar una línea profesional” (Fernández-Miranda Campoamor, 1990), lo que más arriba advertíamos sobre el mobbing.
El ejercicio de la cláusula de conciencia por parte del profesional de la información provoca un resarcimiento del daño causado en forma de indemnización, bien pactada contractualmente, bien la establecida por la Ley como si de un caso de despido improcedente por parte de la empresa de comunicación se tratara (art. 2.2), además, por supuesto, de la extinción del contrato, ora laboral, ora mercantil, ora otra naturaleza jurídica.
Pero existe otro tipo de objeto, doctrinalmente muy discutido, la elaboración misma de informaciones, contrarias estas a los principios deontológicos. En este caso, el profesional de la información puede negarse a participar en ella acogiéndose a la cláusula de conciencia, de tal modo que no pueda, o no deba, ser sancionado por esa negativa. Así lo recoge el artículo 3 de la Ley.
La mayoría doctrinal cree que este supuesto se mantiene al margen del derecho constitucional a la cláusula, como un nuevo derecho de configuración legal y, por tanto, con una “garantía atenuada y no más intensa para el informador y para el derecho a la información”(Carrillo, 1997)
En el lado contrario, los que opinan que está recogido en una Ley que lleva por título “de la cláusula de conciencia” por lo que todos los supuestos recogidos en ella forman parte de ella. Sin embargo, aun siendo minoritaria la posición doctrinal respecto a esta interpretación, el Tribunal Constitucional es la que estableció en la Sentencia 199/1999, de 8 de noviembre:
No es ocioso reseñar que la Ley Orgánica 2/1997, tras configurar la cláusula de conciencia, en desarrollo de la Constitución Española (CE), como un derecho de los profesionales de la información que tiene por objeto garantizar la independencia en el desempeño de su función (art. 1) les reconoce la posibilidad de negarse a participar en la elaboración de informaciones contrarias a los principios éticos de la comunicación (art. 3), así como, en virtud de dicha cláusula, el derecho a solicitar la rescisión de su relación jurídica con la empresa de comunicación en que trabajen cuando en el medio de comunicación con el que estén vinculados laboralmente se produzca un cambio sustancial(16) de orientación informativa o línea ideológica.(Fundamento 3).
Y en la Sentencia 225/2002, de 9 de diciembre:
En ese doble sentido, el derecho a la cláusula de conciencia viene a “asegurar el modo de ejercicio de su fundamental libertad de información”, respecto de la cual aquél tiene un carácter instrumental: a) en cuanto derecho subjetivo del profesional de la información, el derecho a la cláusula de conciencia protege la libertad ideológica, el derecho de opinión y la ética profesional del periodista (…). (Fundamento 4).
Procedimiento para el ejercicio de la cláusula de conciencia
Nada dice la Ley sobre el procedimiento a seguir para el ejercicio del derecho a la cláusula de conciencia. Ha sido la jurisprudencia del Tribunal Constitucional la que ha ido configurándolo a lo largo del tiempo.
La doctrina que actualmente sigue el Alto Tribunal recayó en la, ya varias veces mencionada, Sentencia 225/2002, de 9 de diciembre, en la que se consideraba que ante la duda interpretativa respecto del procedimiento de ejercicio del derecho, esta "no puede desembocar en limitaciones que lo hagan impracticable, lo dificulten más allá de lo razonable o lo despojen de la necesaria protección" dejando abiertas dos vías de reclamación del ejercicio del derecho a la cláusula de conciencia, la que hasta entonces se preveía conforme al Estatuto de los Trabajadores ―y que se expone más adelante―, y el autodespido (que decía Carrillo), previo a la decisión judicial:
Excluir la posibilidad del cese anticipado en la prestación laboral, es decir, obligar al profesional, supuesto el cambio sustancial en la línea ideológica del medio de comunicación, a permanecer en este hasta que se produzca la resolución judicial extintiva, implica ya aceptar la vulneración del derecho fundamental, siquiera sea con carácter transitorio durante el desarrollo del proceso, lo que resulta constitucionalmente inadmisible (…) la cláusula de conciencia no es solo un derecho subjetivo sino una garantía para la formación de una opinión pública libre (…) la permanencia en el medio del profesional durante la sustanciación del proceso, puede provocar una apariencia engañosa para las personas que reciben la información. De todo ello deriva que los intereses constitucionalmente protegidos reclaman la viabilidad, aún no estando expresamente prevista en el artículo 2.1 de la Ley Orgánica 2/1997, de una decisión unilateral del profesional de la información que extinga la relación jurídica con posibilidad de reclamación posterior de la indemnización, posibilidad esta que, obviamente, ofrece el riesgo de que la resolución judicial entienda inexistente la causa invocada, con las consecuencias desfavorables que de ello derivan (Fundamento 4).
La vía existente previamente a la establecida por la Sentencia de 2002, incluso estando ya en vigor la Ley reguladora de la cláusula de conciencia de los profesionales de la información, se basaba en el derecho común de los trabajadores. Los Tribunales aplicaban el artículo 50 del Estatuto de los Trabajadores, el cual contempla la rescisión del contrato de trabajo por parte del trabajador de forma voluntaria y con derecho a indemnización como si de un despido improcedente se tratara cuando “las modificaciones sustanciales en las condiciones de trabajo llevadas a cabo (…) redunden en menoscabo de la dignidad del trabajador”. Lógico. Esta línea jurisprudencial exigía, como al resto de los trabajadores, la permanencia en el puesto de trabajo hasta la resolución judicial pertinente.
En resumen, la interpretación que de la Ley hace el Tribunal Constitucional cabe destacar la doble posibilidad de rescindir el contrato (laboral, mercantil o de cualquier otra naturaleza jurídica) del profesional de la información en el ejercicio del derecho a la cláusula de conciencia, bien siguiendo el procedimiento judicial habitual, lo que da seguridad(17) ante una estimación denegatoria, bien unilateralmente solicitando la correspondiente indemnización a posteriori.
Debate sobre la práctica del derecho a la cláusula de conciencia
Existe una gran distancia entre el punto de vista dogmático de la cláusula de conciencia y su praxis. Si bien los dos coinciden en que el ejercicio de este derecho preserva la independencia de los profesionales en el ejercicio de sus labores, estos no han hecho prácticamente uso de él.
El sometimiento a los valores deontológicos establecidos por los medios de comunicación, escudándose en el autocontrol, es lo habitual en el mundo periodístico(18). El periodista quiere a toda costa mantener su puesto de trabajo, “hoy en día hace falta mucho valor para invocar la cláusula de conciencia (López y Barroso, 2009), olvidándose, incluso, de sus derechos más fundamentales. Esto es lo que se puede entender en la actualidad como pérdida de valores, no ya sociales, que también pues van ligados muy estrechamente, sino personales, de la esfera más intima del ser humano en cuanto tal. La personalidad y demás valores que de la dignidad humana nacen se ven así constreñidos.
Además no hay que olvidar que los medios, ilegítimamente, crean especies de listas negras sobre aquellos profesionales que pudieran crear problemas a las empresas de comunicación por la defensa de sus valores y derechos, lo que constituye de facto un límite extrajurídico y antinatural y anticonstitucional establecido de manera unilateral por las empresas periodísticas.
Ante todas estas y más circunstancias que podrían ser piedras en el camino profesional (personal y social) del periodista, este decide renegar de sus derechos. Como bien resume Fernández-Miranda:
Las dificultades en lograr la estabilidad y la promoción profesional no favorecen la independencia y puede convertir en papel mojado reivindicaciones largamente acariciadas por los profesionales y que, a la postre, se convierten en derechos solo ejercidos por los mejor situados y mimados por el público y, en consecuencia, por los medios (Fernández-Miranda Campoamor, 1990).
Queda de este modo a larga distancia la posición doctrinal de la práctica de los informadores. De la práctica, sí, pues teóricamente las posiciones son similares, si no iguales. Ambos comparten la defensa de la independencia, pero los últimos ven los postulados irrealizables.
Siguiendo las reflexiones kantianas, los medios de comunicación no deben sobreponerse al fin al que han de servir, ni, por supuesto, en un alarde de considerarse el Cuarto Poder, como decíamos al principio, sustituir a los órganos políticos legitimados constitucional o legalmente. Pero teniendo en cuenta, principalmente, la concentración de los medios de comunicación en grandes conglomerados empresariales (cercenando así el pluralismo existente en una democracia, y, por ende, la diversidad de opiniones) y el predominio de la rentabilidad económicas de estos sobre el servicio público hace que se hable, no ya de opinión pública (relegada a tertulias o, lo más, manifestaciones, aunque actualmente podrían incluirse, si bien dentro de un medio de comunicación social institucionalizado como es internet, las llamadas redes sociales como hemos comprobado en la “primavera árabe” (19)) sino, de opinión publicada (Torres del Moral, 2009), que es la que diariamente aparece en los medios de comunicación institucionalizados, clásicos (radio, prensa y televisión) y modernos (internet, si bien este tiene sus variantes internas), y que depende de los mercados. De este modo, la opinión publicada ofrece poca fiabilidad como fuente de información, haciendo al público ser más escéptico en torno al proceso de la comunicación, donde entra en juego el papel de los profesionales, que, como se ha advertido, se encuentra encorsetado por su propio bienestar, faltando así a los propios códigos deontológicos que rigen la profesión en cuanto a ser vehículo independiente de transmisión de la información.
Es interesante como desde su propia tribuna en el decano de la prensa española, el diario ABC, su director, el periodista José Antonio Zarzalejos, mira el ombligo del periodismo más actual (si bien lo hizo no con el beneplácito de los medios dado que tuvo que abandonar poco después dicho medio sino por su situación profesional, estimado referente de la profesionalidad periodística) poniéndolo en entredicho por las influencias que el mercado, y el de los medios concretamente, tiene en lo que debería ser independencia y objetividad informativa, la propiedad de la noticia, al fin y al cabo:
El destinatario de la obra intelectual ―así puede definirse un diario de calidad― no es el mercado, sino la sociedad. El mercado se está sobreponiendo a la sociedad. Somos los periodistas ―con editores profesionales y no con “businessmen a los que nos les importa que la noticia sea verdadera, importante o valiosa sino que sea atractiva”, según el ya citado Kapuscinski― los que debemos negarnos a transformar la naturaleza de nuestra función. El mercado reclama audiencias altas y rentabilidad (…); la sociedad, referencias solventes y debates de principios, criterios y valores. El mercado desea divertimiento, morbo, escabrosidades -eso que se llama atractibilidad informativa―, pero la sociedad exige el respeto a los procesos de reflexión, la preservación de las libertades colectivas e individuales y la reivindicación de un sistema de convivencia con derecho, si el caso fuere, al aburrimiento, a la rutina democrática, tan saludable, por otra parte, para la estabilidad general. La espectacularización de la noticia -que es lo que requiere el mercado, pero no la sociedad― sugiere machaconamente una materia con el propósito de convertirla en una verdad: que los periodistas formamos parte de una farándula de la que se esperan emociones y sensaciones fuertes y un permanente servicio a las visceralidades ciudadanas, pero no rigor, ni ecuanimidad, ni responsabilidad. (…) Lo denuncia ―vuelvo a él― Kapuscinski al sostener que “el peligro consiste en que los medios ―convertidos en un auténtico poder― han dejado de dedicarse exclusivamente a la información para fijarse un objetivo mucho más ambicioso: crear la realidad”(20)(Zarzalejos, 2007).
Se puede, por tanto, finalizar afirmando que se impone en el periodismo, al igual que en otros tantos ámbitos profesionales, la ley del mercado, impulsada no por el mercado en sí, sino por los grandes medios de comunicación, grandes empresas cuya última finalidad no es tanto servir a la sociedad como medio para la formación de una opinión pública libre que vea representada el arcoíris pluralista de la democracia como el lucro económico que le va a permitir crear la opinión pública con el fin de controlar los poderes para su propio beneficio. Es lo que Torres del Moral define como mediocracia (Torres del Moral, 2009).
Conclusiones
Pese al intento constitucional de garantizar la independencia profesional de los informadores, no se puede olvidar que el actual periodismo se halla sometido a un proceso contradictorio tal en el que cada extremo pretende imponerse, y en el que el término medio se convierte en un ideal utópico, difícilmente alcanzable, todo ello en un marco de universalización de la necesidad de información y de urgencia porque esta llegue a sus destinatarios cuanto antes. El periodismo, como empresa informativa, obedece a una lógica comercial y competitiva que busca vender el producto informativo al mayor número de personas por lo que se priman los grandes titulares y lo espectacular; como función social de informar a la opinión pública debe perseguir la objetividad y la independencia para lo cual existe una corriente deontológica que pretende una información rigurosa y de calidad, basada en la honestidad profesional y la responsabilidad.
La Ley como tal es un instrumento cuya finalidad resulta un tanto dudosa. El texto constitucional es de vinculación obligatoria para todos en cuanto norma superior del ordenamiento jurídico. Esto debería ser suficiente, y general para todos. Asimismo, existe un reconocimiento, por parte del Estado democrático, de la sociedad y de los propios profesionales involucrados en el ámbito de la comunicación, de los códigos deontológicos periodísticos, de dominio interno y supranacional. Entonces, ¿por qué no es suficiente con esto? ¿O es que la aceptación de tales códigos, así como la creación propia por los medios de sus normas éticas de autorregulación, son una mera máscara de cara a la galería democrática detrás de la cual se esconden prácticas nada saludables, no ya en tanto a la debida relación jerárquica trabajador-empleador, sino en cuanto a la persona en su condición de tal, vaciando de contenido, por consiguiente, cualquier institución derivada de la misma, como pudieran ser la libertad, ante todo, la igualdad, la justicia, y el pluralismo, valores fundamentales del Estado democrático, si este no es capaz de garantizar las libertades y derechos de sus ciudadanos? Y lo que es más importante, ¿estaría desamparado el derecho a la cláusula de conciencia sin un desarrollo legal? ¿No sería ejercitable por sus titulares?
Es así que, dada la indefinición del sujeto activo del derecho por parte de la doctrina, de los propios implicados y de la jurisprudencia y la falta de casos prácticos en el ejercicio del mismo, se hace harto difícil terminar con algo más que creer en la profesionalidad del informador.
De un lado, esa inconcreción subjetiva, o, más bien, de la generalización y extensión que del derecho a la cláusula hace el Tribunal Constitucional a “todos los trabajadores de la información” determina que exista, y no poco, intrusismo profesional. De otro, la especificidad de la Ley, que desarrolla la garantía de un derecho atribuido constitucionalmente a todos sin excepción, y, si bien se ha intentado eliminar todo tipo de dudas respecto a su legitimidad insistiendo en la necesidad de “protección especial del periodista” en pro de la formación de una auténtica opinión pública libre, resulta evidente que se trata de encubrir un privilegio de ciertos profesionales por el hecho de serlo, desdibujando los pilares del propio Estado democrático y social de Derecho.
Sin embargo, los intentos han resultado vanos debido a que el temor a represalias, bien sean profesionales, bien personales, e incluso sociales, por parte del mercado de la información deja más huella en la profesionalidad de los periodistas que el saberse un buen informador.