Introducción
¿Puede afirmarse que en el horizonte político contemporáneo la participación ciudadana se ha convertido en un valor ampliamente aceptado y reivindicado? Probablemente. ¿Hay algún significado univoco en el que todos aquellos que apelan a esta idea vengan a coincidir mansamente? No. ¿Queda claro cuál es la vinculación que existe entre participación y democracia? Mucho menos. Tanto la normativa que regula a los municipios uruguayos como la práctica político-institucional concreta del tercer nivel de gobierno recogen, a su modo, buena parte de esas ambivalencias.
La Ley de Descentralización Política y Participación Ciudadana del año 2009 (n.° 18.567) trajo a la organización política y a la democracia uruguaya dos novedades potencialmente refundacionales. Por un lado, inauguró un tercer nivel de gobierno que alteró la clásica partición dualista entre el gobierno nacional y los gobiernos departamentales, introduciendo la figura municipal como un nuevo actor en el tablero de la organización política del país. Por otro lado, los gobiernos locales uruguayos incorporan ya desde su propia génesis el mandato de la participación ciudadana (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2016). En ningún otro ámbito estatal como en el municipal este principio adquiere una fuerza normativa tan potente y, al mismo tiempo, tan incierta(1).
En efecto, el contenido valorativo de la participación ciudadana recogido en la normativa sobre el nivel municipal constituye una suerte de mandato rector cuya operativización práctica, en buena medida, permanece abierta y alienta múltiples interpretaciones. Uno de los riesgos de esa laxitud normativa es que la utilización discrecional del discurso participativo ―un discurso actualmente inscripto en el selecto glosario de lo políticamente correcto― sea utilizado como pretexto legitimante de decisiones gubernamentales, incluso en casos donde no existe en absoluto la disposición por parte de las autoridades locales para que la ciudadanía incida ―siquiera mínimamente― en el proceso de gobierno. Como contracara de esa hiperinflación conceptual aparece el riesgo de la absoluta deflación del principio. Esto es, que el gobierno municipal se desentienda completamente del mandato participativo. Ya sea por el exceso o por la insuficiencia, en ambos casos se estaría traicionando el “espíritu” del legislador.
Frente a estas potenciales desnaturalizaciones, una alternativa tentadora sería dotar al principio participativo de mayor precisión normativa. Esto supondría especificar legalmente ámbitos, dispositivos y procedimientos participativos a los que los gobiernos locales obligatoriamente habrían de ajustarse. La proximidad del inicio de un nuevo periodo de gobiernos municipales en 2020 reaviva el debate sobre los ajustes legales que, en tal sentido, habrían de hacerse en la actual normativa municipal. En este trabajo apuntaremos un conjunto de argumentos críticos que nos llevan a mirar con escepticismo el desempeño que pudiera esperarse de este tipo de iniciativas, excesivamente reguladoras, en tanto vías adecuadas para consolidar la participación ciudadana como principio rector de la gestión del gobierno local.
Para ello, en primer lugar, repasaremos el rol que la participación ciudadana juega en la actual legislación municipal. Como podremos apreciar, el amplio espacio que la normativa otorga a las autoridades locales en la interpretación e instrumentación de la participación ciudadana podría estimular visiones proclives a una mayor especificación legal de este principio. A contrapelo de ese impulso legalista, en un segundo momento, repasaremos diversos estudios que muestran que las experiencias participativas compulsivas que se intentaron imponer en otros países de la región no han conseguido resultados exitosos. En la homogeneización forzosa de la diversidad de situaciones que abarcan estos ensayos, se tiende a pasar por alto la importancia de ciertas condiciones previas e indispensables para una participación ciudadana efectiva y, en particular, se desconoce el rol ineludible que juega la voluntad política de los gobernantes encargados de su implementación.
En tercer lugar, apuntaremos algunas aristas de la enorme heterogeneidad de la realidad municipal uruguaya que se proyecta como un obstáculo adicional para la vigencia efectiva de ordenaciones proparticipativas prescriptivas. Repasando algunos datos que dejan ver el distinto grado de compromiso que han tenido hasta el momento las autoridades locales con la apertura de espacios participativos en los municipios, mostraremos cómo esas posiciones divergentes podrían estar influenciadas por las distintas tradiciones programáticas y discursivas de los principales partidos políticos del país. Como conclusión, sostendremos que mientras no existan ciertos acuerdos de fondo en torno a la comprensión de la participación y su rol en el tipo de democracia que se pretende impulsar, todo intento por normativizar instancias participativas obligatorias generará inevitables inconsistencias prácticas a la hora de su implementación.
Participación ciudadana en los municipios uruguayos: laxitud normativa y debate vigente
La Ley n.° 19.272, que regula actualmente el gobierno municipal, incorpora en su propia génesis el mandato de la participación de la ciudadanía(2). En efecto, establece a la participación ciudadana como uno de sus principios cardinales, orientadores de todo el sistema de descentralización (inciso 4°, artículo 3°). De hecho, este horizonte normativo participativo apunta a generar una “profundización de nuestro sistema político representativo a nivel local” procurando, al mismo tiempo, “ampliar y diversificar las vías de la democracia participativa”(3). En este contexto, el principio de participación ciudadana viene a conjugarse con el principio de electividad y representación proporcional (inciso 5°, artículo 3°) como una doble instancia de legitimación democrática de los gobiernos municipales. A su modo, las formas representativa y participativa de la democracia municipal conforman aquí un binomio axiológico común; un matrimonio que, no obstante, convive en permanente tensión.
Si la intención del legislador fue conseguir un equilibrio prudencial entre los dos principios, por el contrario la práctica parece conferir preeminencia al principio electoral y proporcional por sobre el principio de la participación ciudadana. En general, la posibilidad tanto de activar los mecanismos participativos previstos como de permitir que los mismos tengan una incidencia real en la vida política de los municipios queda en manos de la voluntad política de los representantes locales. Entre las referencias que la Ley hace a la participación ciudadana, podrían identificarse tres grupos de previsiones(4) (Gil de Vargas, 2014).
Por un lado, un conjunto de pasajes obliga al gobierno municipal a tener un rol activo en la instrumentación de ciertos dispositivos participativos. Estos se concentran, fundamentalmente, en dos incisos, ambos del artículo 13°. El inciso 19° obliga al gobierno municipal a presentar anualmente ante los habitantes del municipio, en régimen de audiencia pública, un informe sobre la gestión desarrollada en el marco de los compromisos asumidos y los planes futuros. Asimismo, el inciso 4° estipula que el municipio deberá presentar a la población, en régimen de audiencia pública, los programas zonales de desarrollo y promoción de la calidad de vida de la población que debe elaborar como parte de sus cometidos. Mientras que las audiencias públicas anuales del inciso 19° han tenido un cumplimiento más o menos regular, especialmente durante el segundo periodo de gobierno municipal (2015-2020)(Suárez, Robaina, Bisio, Minteguiaga, Del Prado, Andrioli y Noboa, 2018); la activación del instrumento previsto en el inciso 4° muestra un desempeño menos generalizado. Por otra parte, cabe advertir que el marco legal nacional no especifica la manera en que deben instrumentarse las referidas audiencias públicas y que, aun cuando algunos decretos departamentales o compromisos de gestión pudieran establecer pautas más claras al respecto, en general, existe un amplio espacio de discrecionalidad para que el gobierno municipal estipule la forma en que habrán de realizarse dichas instancias, así como el rol que en ellas se asigna a los ciudadanos participantes.
Como segundo conjunto de referencias, pueden identificarse algunos pasajes de la Ley que prevén mecanismos de participación ciudadana a partir de la atribución de derechos de iniciativa conferidos directamente a la ciudadanía del municipio o circunscripción. Por lo tanto, estas previsiones no requieren de una acción propositiva o de una activación de dispositivos o instancias participativas por parte del municipio. Dentro de ellos debe contarse el artículo 16°, que prevé la iniciativa ciudadana ante el gobierno departamental en los asuntos de su competencia, entre los que se incluye la iniciativa para constituirse en municipio. Asimismo, el artículo 5° habilita el derecho de iniciativa ciudadana ante el municipio para crear ámbitos participativos. Vale decir que, en cualquier caso, estas iniciativas pueden ser denegadas, explícita o implícitamente, respectivamente tanto por el gobierno departamental como por el municipal. Dentro de este segundo conjunto de regulaciones debería incluirse también el inciso 14° del artículo 7°, que estipula que el respaldo del 30 % de los inscriptos en la respectiva circunscripción es una de las vías para habilitar la ejecución de proyectos de desarrollo en el municipio cuando estos resulten de acuerdos entre más de un municipio del mismo departamento, con autorización del intendente, o de acuerdos entre gobiernos departamentales para ejecutarse entre municipios de más de un departamento, que obtengan financiamiento de cooperación.
No existe información de la activación de alguna de estas distintas formas de iniciativa ciudadana habilitadas por la Ley, salvo para lo previsto en el artículo 16°. Como ejemplos de la aplicación de ese procedimiento vale destacar los casos de los municipios de San Javier (Río Negro) y 18 de Mayo (Canelones), cuyas respectivas creaciones estuvieron precedidas por procesos de recolección de firmas (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2016). Como contracara, en la localidad de Villa Soriano (Soriano) en el año 2013 se recolectaron más de 400 firmas (35 % de los habilitados) para constituirse en municipio. Sin embargo, el intendente departamental nunca envió el proyecto de creación del municipio a la Junta (Departamental) (Chasquetti, Freiguedo y González, 2018).
Finalmente, un tercer conjunto de previsiones legales faculta al municipio a crear otros ámbitos de participación ciudadana no especificados en la Ley. Tal es el caso del artículo 5°, donde se encomienda al municipio la instrumentación “de la participación activa de la sociedad” creando “los ámbitos necesarios y los mecanismos adecuados (…) para que la población participe de la información, consulta, iniciativa y control de los asuntos de su competencia”. En el mismo sentido, el inciso 17° del artículo 13° establece como cometido del municipio la creación de ámbitos de participación social. En lo que respecta a este último núcleo de referencias normativas, resulta evidente que no suponen exigibilidad alguna hacia el gobierno municipal, en tanto la generación de instancias de participación ciudadana aparece como parte de las atribuciones o cometidos dentro de sus posibles ámbitos de actuación dependiente completamente de la voluntad política de las autoridades locales.
Con todo, solo el primer conjunto de referencias legales implica exigencias de acción proactiva por parte del municipio en la implementación de ámbitos de participación ciudadana, fundamentalmente, bajo la forma de las audiencias públicas obligatorias. De hecho, son estos los ámbitos de participación más extendidos en los gobiernos locales. Según el Informe de Desarrollo Municipal 2018, elaborado por la Dirección de Descentralización e Inversión Pública de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, durante 2017 el 92 % de los municipios reporta haber convocado a al menos una audiencia pública o “cabildo abierto”, (Dirección de Decentralización Pública- Oficina de pleneamiento y Presupuesto) (DDIP-OPP, 2018).
Cabe insistir en que la nula especificación legal o reglamentaria de las condiciones bajo las cuales habrían de desarrollarse tales audiencias implica que, incluso para estos espacios obligatorios, la comprensión de la participación ciudadana resulte algo sumamente ambiguo. En este sentido, un estudio reciente que analiza el desempeño de los dispositivos participativos en seis municipios del país indica que, aun cuando en general la normativa de la audiencia pública se cumple, esta asume “formas diferentes en cada municipio” (Suárez, Robaina, Bisio, Minteguiaga, Del Prado, Andrioli y Noboa, 2018).En tal escenario, por ejemplo, un gobierno municipal podría realizar formalmente la presentación anual de su informe de gestión, tal y como establece el inciso 19° del artículo 13°, pero hacerlo de tal modo que la ciudadanía se vea materialmente impedida para participar o que su participación suponga a un rol meramente testimonial. En tales circunstancias, antes que un mecanismo de participación en sentido estricto la audiencia pública configuraría, como mucho, un ámbito de transmisión unidireccional de información desde el gobierno local hacia la ciudadanía.
Más allá del potencial efecto positivo en cuanto al incremento de la transparencia de la gestión local, no queda claro de qué modo el participante de dicha instancia podría incidir en las decisiones vinculadas a la gestión municipal. Dicho de otro modo, la audiencia pública podría instituirse como una forma de “comunicación” en el que “se da, difunde o hace llegar información a la ciudadanía, sin que ésta participe, ni produzca información que se considere explícitamente como ‘input’ de los procesos de toma de decisiones” (Navarro Yañez, 2010). De hecho, consagrando esta visión, el Informe de Desarrollo Municipal referido más arriba ubica a las audiencias públicas dentro de la categoría de ámbitos que tienen por objetivo “proveer a los ciudadanos de información”, (DDIP-OPP, 2018).
Efectivamente, existe un debate abierto respecto de si los dispositivos exclusivamente informativos deberían ser considerados como mecanismos de participación ciudadana. Así, por ejemplo, el trabajo pionero de Sherry Arnstein (Arnstein, 1969) ubicaba a la información en los primeros peldaños de su clásica “escalera” de participación ciudadana. De modo similar, Archon Fung (Fung, 2006) considera que los mecanismos que solo permiten al ciudadano “escuchar como espectador”, podrían integrar el universo participativo, aun cuando constituyen el polo “menos intenso” de la participación. Más allá de que estos ámbitos sean o no considerados como participativos debe quedar claro que se trata de instancias donde la ciudadanía carece de posibilidades concretas de influir sobre la decisión o la acción pública. Con todo, y para preservar el sentido más riguroso de esta categoría, resulta razonable concebir a la información o la comunicación como prerrequisitos necesarios, pero insuficientes, para desarrollar formas más densas y efectivas de participación. Volviendo al contexto uruguayo, la práctica concreta de las únicas instancias “participativas” obligadas por la Ley parecen estar dominadas por este tipo de lógicas predominantemente informativas. Así se infiere, por ejemplo, del estudio de seis casos realizado por Suarez y otros, en los que se observa un “formato informativo” de las audiencias públicas que no implican espacios definidos de “intercambio con la ciudadanía” (Suárez, Robaina, Bisio, Minteguiaga, Del Prado, Andrioli y Noboa, 2018).
Sobre este trasfondo, y más allá de las diversas y valiosas experiencias participativas efectivamente desarrolladas a iniciativa de los municipios, cabe decir que, en conjunto, la referencia normativa a la participación ciudadana aparece como una orientación genérica, una suerte de expresión de deseo del legislador que no logra hacerse valer como instrumento obligatorio sobre los representantes municipales; o bien, para los excepcionales casos en que tal obligatoriedad existe, termina por materializarse en dispositivos participativos “de baja intensidad”. De allí que, dejando de lado la laxa previsión de las audiencias públicas, “la Ley deja abierta a la voluntad política de las autoridades (…) municipales la posibilidad de profundizar, o no, (…) los mecanismos de interacción entre ciudadanos y gobierno” (Freigedo, 2015). De hecho, los debates parlamentarios, extraparlamentarios y las sucesivas reformas que siguieron a la sanción de la Ley n.° 18.567 en 2009, han prestado poca atención a este asunto. Más aun, las modificaciones introducidas a esa legislación municipal ―especialmente la Ley n.° 19.272 de 2014―, si bien consiguieron enmendar ciertas inconsistencias y llenar algunos vacíos que afectaban el funcionamiento operativo de los municipios, no alteraron en ningún caso la excesiva generalidad y la poca operatividad del principio participativo (Ferla y Silva, 2018)(5)(Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2016)(Marzuca, 2014).
El actual tratamiento parlamentario de algunos proyectos legales que apuntan a modificar la normativa vigente en vistas de un nuevo periodo de gobierno municipal a iniciarse en 2020 configura un escenario que invita a la reflexión sobre las consecuencias esperables de las hipotéticas especificaciones legales de este principio. En efecto, en el mes de julio de 2018 ingresó a la Comisión Especial de Asuntos Municipales de la Cámara de Representantes un Proyecto de Ley de “Fortalecimiento de los municipios”, modificatoria de la Ley n.° 19.272, presentado por Representantes del Partido Nacional (Carpeta n.° 3.204, Repartido n.° 986). Pocos meses después ingresó un proyecto equivalente a iniciativa del Poder Ejecutivo (Carpeta n.° 3366, Repartido n.° 1036).
En lo que refiere a la regulación de la participación ciudadana, el primero de estos proyectos no propone ninguna alteración significativa en la normativa vigente(6). Por su parte, el proyecto presentado por el Poder Ejecutivo, según expresa en su exposición de motivos, introduce modificaciones “dirigidas a consolidar algunas prácticas de los últimos años y ser más indicativos en alguno de los conceptos vinculados a la participación”. En este sentido, y más allá de otros cambios puntuales que recoge ese proyecto, vale la pena señalar la nueva redacción propuesta para el artículo 5°, en tanto incorpora una nueva obligación para el gobierno municipal en lo que hace a la activación de dispositivos participativos:
Cada Concejo Municipal deberá aprobar, dentro de los 120 (ciento veinte) días de su instalación, un Plan de Desarrollo Municipal que establecerá los diagnósticos, objetivos y metas, identificando su aporte a los lineamientos y directrices nacionales y departamentales y los recursos públicos y privados requeridos. El Plan de Desarrollo Municipal será elaborado considerando las iniciativas de la población y previo a su aprobación, modificación o revisión, se realizará, por lo menos, una instancia pública de consulta. El proyecto de Plan de Desarrollo Municipal deberá ser puesto de manifiesto por no menos de 20 (veinte) días previos a la primera de ellas. (Proyecto de modificación. Ley de Descentralización Política y Participación Ciudadana. Carpeta n.° 3366, Repartido n.° 1036)
En cuanto al tipo de participación proyectada en ese artículo, al hablar de “por lo menos, una instancia pública de consulta”, en estos espacios se plantea un umbral superior que el que se requiere para cumplir con la exigencia de las audiencias públicas obligatorias. Como vimos, estas últimas podrían ser exclusivamente informativas o comunicativas. En cambio, en los mecanismos de consulta existe un compromiso explícito de recoger la información de la ciudadanía como insumo para los procesos de toma de decisiones (Navarro Yañez, 2010).
Esta propuesta de modificación legislativa se encuentra en línea con lo planteado en la “Propuesta Bases Programáticas 2020/2025” del Frente Amplio. En dicho documento se incorpora el objetivo programático de:
Establecer instancias mínimas obligatorias de participación a nivel local tales como cabildos o asambleas ciudadanas para la puesta en común de los planes y su rendición de cuentas; la participación de la ciudadanía en instancias de planificación y definición de prioridades, así como de mecanismos que favorezcan la representación de colectivos locales. (Frente Amplio, 2018)
Sobre la receptación de la participación ciudadana en las tradiciones programático-partidarias volveremos más adelante. Por el momento, debe señalarse que, más allá de las particularidades de los proyectos legislativos hoy en estudio, lo que parece claro es que subsiste un debate más o menos solapado respecto del rol que los municipios cumplen ―y deberían cumplir― como promotores de la participación ciudadana. Podría suceder que, en este escenario, surjan voces que reclamen por la demorada puesta a punto operativa del principio participativo, tanto mediante una especificación legal más detallada de los actuales mecanismos participativos obligatorios como de la inclusión de otros nuevos. Es que, frente a su potencial desnaturalización, una alternativa tentadora consiste en dotar a este principio de un mayor rigor normativo. Esto supondría, fundamentalmente, puntualizar legalmente ámbitos, dispositivos y procedimientos participativos a los que los gobiernos locales obligatoriamente habran de ajustarse, llenando con ciertos contenidos jurídicos concretos aquello que se pretende que los municipios hagan en materia de participación ciudadana. De esta manera, aquel mandato genérico podría traducirse en un lenguaje común y homogeneizador capaz de convertir la participación ciudadana en un fenómeno de contornos definidos, más o menos cuantificable, contrastable y exigible.
¿Debería procederse de este modo en aras de reducir la ambigüedad del principio participativo? Asumiendo una postura contraria a la referida alternativa excesivamente reguladora y homogeneizadora del principio participativo, a continuación, repasaremos algunas iniciativas ensayadas por otros países de la región que muestran que tales uniformizaciones no consiguen el desempeño esperado. Las explicaciones más convincentes de esos fracasos apuntan al hecho de que las legislaciones nacionales resultan incapaces de asumir la importancia que tienen algunos prerrequisitos contextuales para que la participación ciudadana pueda efectivamente desarrollarse a nivel local. En especial, se subraya la necesaria voluntad política que deben tener las autoridades locales a la hora de abrir espacios de participación y ceder poder hacia la ciudadanía.
¿Leyes para participar? Las enseñanzas de otras experiencias de la región
Hacia el último cuarto del siglo XX, diversas voces críticas comenzaron a advertir sobre las insuficiencias de la democracia representativa. En sus versiones más modelizadas este orden político se presenta como el terreno de competencia en el que distintos caudillos luchan por acceder al poder conquistando el voto de un electorado políticamente apático y bastante idiotizado (Schumpeter, 1996). Entre los principales problemas que se le imputan a esta comprensión hegemónica de la democracia, deben contarse el déficit o la asimetría de información entre representantes y representados, el voto cautivo o clientelar, la exclusión sistemática de la oferta política de ciertos intereses, valores y perspectivas, los efectos colaterales de la disciplina partidaria tales como la burocratización, la endogamia y el acallamiento de voces críticas, la ausencia de mecanismos institucionales y estrategias que generen un “público atento”, entre otros (Máiz, 2006).
Especialmente en América Latina, y a la par de una creciente producción académica que da cuenta de esos desajustes y alienta múltiples versiones de una democracia más participativa (Pateman, 1970)(Bachrach, 1973)(Barber, 1984)(Macpherson, 1982), se origina una prolífera experimentación de dispositivos institucionales de escala local orientados a reposicionar la participación de la ciudadanía como centro de la escena política. “En toda la región, (…) se han multiplicado los consejos consultivos, comités, asambleas, audiencias públicas, y una diversidad de espacios de consulta, deliberación, concertación local y participación, que han sido bautizados con múltiples nombres” (Hevia, 2011). Estas innovaciones, que visualizan la experiencia del Presupuesto Participativo (en adelante, PP) ―iniciada en 1989 en la ciudad brasilera de Porto Alegre― como faro de una renovada densidad democrática, fueron rápidamente replicadas en distintos puntos del globo.
El propósito explícito de profundizar la democracia aparece en este contexto como un horizonte axiológico ampliamente compartido que implica “ir más allá de las elecciones regulares dando pasos adicionales en el fortalecimiento de la ciudadanía y la democratización del estado”(7)( Goldfrank, 2011). Claro que, a pesar de la extensa utilización de este tipo de consignas y del compromiso más o menos sincero que las autoridades gubernamentales pudieran tener en cuanto al objetivo de fortalecer la ciudadanía y democratizar el estado, lo cierto es que la activación de mecanismos concretos de participación ciudadana no siempre consiguió los resultados esperados. Pasadas ya tres décadas desde la irrupción de las primeras experiencias de este tipo, queda claro que la mera enunciación del propósito participativo de un dispositivo institucional noalcanza para garantizar su éxito. Hoy, luego de aquel furor inicial, corresponde evaluar con una prudencial distancia crítica los aportes, pero también las limitaciones y los obstáculos de los procesos participativos (Massal, 2010).
Entre los estudios evaluativos del desempeño de la participación ciudadana, algunos trabajos han puntualizado sobre los efectos que las legislaciones nacionales de distintos países latinoamericanos han tenido en la promoción de ámbitos obligatorios de participación a ser instrumentados por los gobiernos subnacionales. En esta línea, Luis Chirinos (Chirinos, 2004) reconstruye tres modelos básicos en la introducción de mecanismos de participación ciudadana: a través de un “acuerdo entre las partes”; a través de un régimen de incentivos y estímulos a la participación; o a través de una ley de carácter general y obligatoria para todos. La primera de estas vías consiste en un acuerdo por el que, voluntariamente, la autoridad de gobierno cede parte de su poder a las organizaciones de la sociedad civil y la ciudadanía en general al abrir un espacio de participación. En la segunda alternativa, se establecen derechos de participación a través de una ley, en cuyo marco se intenta generar incentivos a fin de que las partes perciban que las prácticas participativas redundan en beneficios concretos para los involucrados. Si bien se trata de un modelo “desde arriba”, la prescripción legal no se traduce en una obligatoriedad universal, sino que tiene por objetivo ofrecer oportunidades a las partes involucradas de manera que gradualmente puedan ir implementando la participación. Por su parte, el tercer camino se produce cuando el Congreso aprueba una norma de carácter general y obligatorio:
En este caso, debido a su propia naturaleza, la ley hace abstracción de las situaciones particulares y heterogéneas y se asumen una serie de supuestos que permiten predecir que la ley se implementará. Típicamente, se trata de un modelo “desde arriba”. El problema más frecuente de esta estrategia es que, en tanto la participación implica un cambio profundo en las relaciones entre autoridad y ciudadanía, en la que aquélla ve disminuido su poder, la reacción inevitable es negativa, de resistencia y ―en el extremo- de búsqueda de mecanismos para evitar los efectos previstos, recurriendo a aquello de “la ley se acata, pero no se cumple”( Chirinos, 2004).
La mayor parte de la literatura ha analizado experiencias que se inscriben en este último modelo legislativo, arribando al mismo tipo de conclusiones señaladas por Chirinos. Así, por ejemplo, al evaluar los casos de las legislaciones proparticipativas de Bolivia, Guatemala, Nicaragua y Perú, Benjamin Goldfrank (Goldfrank, 2007), constata que “los mandatos legales nacionales de PP no han logrado un éxito local generalizado en el fomento de la participación ciudadana, la transparencia fiscal o un gobierno municipal más eficiente”. En el marco de estos ensayos, vale la pena detallar los casos de Perú y República Dominicana, como ejemplos paradigmáticos de la impotencia de este tipo de esquemas legislativos para generar participación “desde arriba”, pasando por alto las condiciones bajo las que los dispositivos participativos obligatorios deben implementarse.
Antes de ello, debe subrayarse que la mayor parte de estos estudios se centran en el análisis del éxito o fracaso de mecanismos de PP instalados a partir de dichos mandatos legales nacionales. De hecho, las dos experiencias que analizaremos a continuación consisten en legislaciones que instituyen específicamente este tipo de dispositivos. Si bien puede resultar arriesgado trasladar las conclusiones a las que arriban dichos análisis hacia experiencias participativas de otro tipo, no obstante, cuando se focaliza sobre los prerrequisitos indispensables para que los espacios participativos cumplan con el objetivo de profundizar la democracia, no se advierten ―a priori― diferencias sustantivas. De tal modo, la evidencia construida a partir de este tipo particular de mecanismo participativo nos aportará una aproximación ―no exhaustiva― para el abordaje de otras experiencias. Específicamente, como veremos en seguida, parece razonable suponer que debe existir una clara voluntad política por parte de las autoridades encargadas de activar estas instancias como condición necesaria para el éxito tanto de los PP como de cualquier otro mecanismo participativo.
Asumiendo este supuesto, y no disponiendo de estudios específicos sobre los prerrequisitos necesarios para el buen desempeño de otros dispositivos participativos, algunos aspectos claves que pueden extraerse a partir de la evaluación de los casos de Perú y República Dominicana nos proporcionarán elementos de análisis para reflexionar sobre el caso uruguayo(8). En particular, cabe establecer algunos paralelismos entre los resultados de tales experiencias y el desempeño alcanzado hasta el momento por las audiencias públicas, en tanto mecanismo mandatado por la Ley n.° 19.272. Estos paralelismos deberían hacerse extensivos también, al menos como hipótesis especulativa, a los Planes de Desarrollo Municipal previstos en el proyecto de Ley modificatoria del Ejecutivo, así como a cualquier otro dispositivo participativo obligatorio que pudiera determinarse en futuras legislaciones.
Desde principios de la década pasada, y en el contexto de fuerte cuestionamiento de las mediaciones democráticas clásicas y de un espíritu de época muy proclive a la participación de la ciudadanía, Perú tuvo un paulatino corrimiento legislativo hacia diseños prescriptivos de PP. Si bien en el país andino varios gobiernos locales pusieron en práctica experiencias participativas desde la década de los 80, en el marco del proceso de descentralización llevado adelante en Perú, la promulgación de la Ley Marco del Presupuesto Participativo (n.° 28.056) y su posterior reglamentación, en agosto del 2003, abrió una nueva fase del proceso legislativo, consistente en la previsión de instrumentos imperativos para los gobiernos regionales (Chirinos, 2004). Las leyes de PP obligaron a los gobiernos regionales, provinciales y municipales a promover la participación ciudadana en la formulación, el debate y la concertación de sus planes de desarrollo y presupuestos mediante la instalación de consejos locales de coordinación (CCL) y asambleas públicas. Los estudiosos del caso peruano señalan varios factores que contribuyeron a la fallida implementación de los PP (Chirinos, 2004)( Goldfrank, 2006)(Goldfrank, 2007). Uno de ellos, en particular, aparece como un elemento crítico del proceso: la escasa voluntad política de las autoridades locales a la hora de ceder poder hacia dichos espacios de participación.
Aun cuando la mayoría de los alcaldes acataron formalmente la obligación de instalar los CCL, tal y como lo indicaba la normativa, en general, esos consejos no asumieron los roles de planeamiento y de presupuesto contemplados en la Ley y, muchos de esos CCL, ni siquiera fueron convocados. En otros casos, las elecciones para los consejos nunca se dieron o fueron poco plurales ya que las autoridades locales invitaban solo a organizaciones específicas para elegir a los representantes, lo que restaba transparencia al procedimiento o lo hacía completamente direccionado (Goldfrank, 2006). La evidencia para el caso peruano indica que las experiencias más exitosas de participación se dieron cuando las autoridades locales fueron más allá de lo prescripto por la Ley, creando nuevos mecanismos de participación que se generaron en el diálogo proactivo entre gobierno municipal y sociedad civil. Ello viene a llamar la atención sobre el hecho de que “por su propia naturaleza, la participación ciudadana siempre genera resistencias y rechazo de las autoridades políticas y de las tecnoburocracias que perciben que pierden poder, por lo que generalmente tratan de introducir ‘cerrojos’ que la relativicen” (Chirinos, 2004).
En retrospectiva, parece claro que hubiera sido más adecuado optar por una estrategia progresiva y sostenida de estímulos e incentivos antes que por la vía compulsiva. De este modo, se hubiera contribuido a crear condiciones más atractivas para que los actores internalicen la participación y la conviertan en una práctica capaz de incidir en la gestión pública (Chirinos, 2004). En tal escenario, la demanda hacia las autoridades locales de abrir espacios participativos podría surgir “desde abajo”, en lugar de venir desde la imposición legal. En cualquier caso, sería preciso realizar un análisis pormenorizado de los actores que promueven estas instancias, “sus motivaciones y el contexto tanto local como nacional, social como político, en el que se implementan, para entender su alcance real y su significado político” (Massal, 2010). La consideración de todos estos factores habría quedado relegada en el ensayo legislativo peruano.
Otro ejemplo que refuerza esta perspectiva puede rastrearse en la reciente experiencia de República Dominicana. En este caso, el carácter obligatorio de los PP queda consagrado incluso en la Constitución de 2010 que, en el marco de la gestión descentralizada, establece que la “inversión de los recursos municipales se hará mediante el desarrollo progresivo de presupuestos participativos que propicien la integración y corresponsabilidad ciudadana en la definición, ejecución y control de las políticas de desarrollo local” (artículo 206). En efecto, la carta magna viene a ratificar la Ley n.° 170, vigente desde 2007, que regula la implementación de estos mecanismos. De acuerdo con esta normativa, los municipios dominicanos habrían de destinar hasta el 40 % del presupuesto municipal correspondiente al rubro de gastos de capital y de inversión (artículo 236). No obstante, en la práctica, “los alcaldes que no tienen mayores convicciones democráticas pueden destinar uno por ciento del presupuesto y ya cumplen con la ley” (Montecinos, 2014); lo que implica que, en ocasiones, este instrumento represente un mero formalismo sin incidencia real en la asignación de los presupuestos locales.
Para los propósitos del presente análisis, importa subrayar que allí donde efectivamente tuvieron lugar experiencias exitosas, la condición fundamental ha sido la convicción demostrada por las autoridades locales respecto de la utilidad del PP para el fortalecimiento de la democracia municipal. Solo en dichos contextos estos dispositivos lograron transformarse en dinamizadores de procesos de participación ciudadana que afectaron positivamente la gestión del gobierno.
En estos casos, la ley nacional no ha sido determinante, sino que más bien ha fortalecido los procesos que se sostienen a raíz de historias previas de participación local, en la voluntad política de gobernantes y en el empoderamiento observado de la sociedad civil. (Garrido y Montecinos, 2018).
Estas constataciones coinciden con el estudio de Egon Montecinos (Montecinos, 2014), en el que se compara el caso de 5 países de la región (Chile, Uruguay, República Dominicana, Argentina y Perú). El autor encuentra que Perú y República Dominicana, a fuerza de sus respectivas legislaciones, son los que presentan mayor número de experiencias de PP. No obstante, más allá de este aparente éxito cuantitativo, ambos países exhiben profundas dificultades en lo que hace a la calidad de su implementación, especialmente en conseguir que las autoridades locales respeten el sentido cabal de esas legislaciones.
Todos los esfuerzos políticos y legales para promover el presupuesto participativo, especialmente los alcanzados en Perú y República Dominicana, no son suficientes para contrarrestar la condicionante de que alcaldes que no cuentan con la suficiente voluntad política para implementar este mecanismo de democracia participativa, terminen por desvirtuar el espíritu de la ley. (…) la variable determinante para alcanzar profundos procesos de participación ciudadana ha sido la voluntad política del gobernante. En esos casos la ley de presupuesto participativo se ha transformado en una variable que interviene pero no es determinante. (…) la voluntad política sumada a otras condicionantes colaterales como un contexto legal favorable, un proceso de descentralización, proparticipación, recursos fiscales suficientes y personal municipal competente, configuran el conjunto de condiciones que determinan el desarrollo del PP en América Latina. (Montecinos, 2014).
Con todo, tal como sostiene Alicia Ziccardi (Ziccardi, 2004), debe subrayarse que “los espacios y los instrumentos de participación ciudadana requieren diseñarse en función de la realidad local (…). Es claro que legalizar, institucionalizar y/o abrir los canales de la participación no significa lograr que funcione la participación” .Más aún, dicha normativización podría ser contraproducente al generar instancias forzosas de participación en contextos donde los actores políticos y sociales no están capacitados, movilizados o interesados para aprovecharlas y utilizarlas: “Donde los gobiernos nacionales intentan fomentar la participación a través de legislación, éstos tienden a crear instituciones demasiado formales que privilegian organizaciones políticas y sociales ya existentes, en vez de crear procesos abiertos y deliberativos” (Goldfrank, 2006)(Goldfrank, 2007). Así, experiencias participativas de este tipo, convocados “desde arriba”, pueden “obligar” a los actores locales “a cumplir con ciertos requisitos de participación y aparentar llevar a cabo procesos participativos, pero sin lograr convocar y organizar una sociedad civil fragmentada” (Massal, 2010); es decir, sin cumplir con el objetivo de profundizar la democracia.
El suelo fértil para la participación y la aridez del terreno uruguayo
Las enseñanzas que nos dejan las experiencias reseñadas abonan la idea de que la participación de la ciudadanía en los asuntos comunes, como forma genuina de profundizar la democracia, antes que dejarse ordenar por los dictados por un texto legal abstracto, responde a la conjunción de una serie de factores altamente contingentes. En tal sentido, resulta imprescindible asumir la dificultad que supone pronosticar con certeza aquellas condiciones necesarias y suficientes que inexorablemente llevarán a instalar mecanismos exitosos de participación ciudadana. Ahora bien, reconociendo ese rasgo de incertidumbre última, es posible hacer un esfuerzo por reconstruir algunas de las circunstancias que, en mayor o menor medida, han estado presentes en la mayoría de los casos en los que los procesos participativos lograron resultados positivos.
En esta línea, y a partir del estudio de diversas experiencias de PP y de la recolección de la opinión calificada de otros especialistas, Golfrank (Goldfrank, 2006)( Goldfrank, 2007) formula un listado preliminar de factores relevantes a considerar: a) la voluntad política del partido, el alcalde y los oficiales encargados de llevar a cabo el PP, quienes deben estar comprometidos ideológicamente con la apertura de canales que permitan la participación ciudadana con miras a compartir la toma de decisiones; b) el capital social, pues la comunidad local debe tener asociaciones civiles, preferiblemente dispuestas a participar en los asuntos municipales; c) personal técnicamente competente y calificado de la administración municipal; d) tamaño territorial reducido, ya que el distrito usado para la toma de decisiones, no debe ser tan grande que desaliente la acción colectiva; e) recursos económicos suficientes para la ejecución de proyectos públicos y programas sociales; f) un marco legal que permita y, preferiblemente, incentive la participación ciudadana en cuanto a las decisiones presupuestarias, y; g) descentralización política, de modo que los alcaldes y concejales hayan sido electos por medio de procesos democráticos. Si bien todos estos factores deben ser ponderados, la mayoría de los académicos coinciden en señalar a la voluntad política como un punto crítico para el éxito de tales experiencias (Goldfrank, 2006)(Goldfrank, 2007)(Goldfrank, 2011)(Montecinos, 2014)(Garrido y Montecinos, 2018)(Chirinos, 2004)(Avritzer, 2014).
En lo que sigue, y en el ámbito de los municipios uruguayos, pondremos el foco especialmente en este factor, en el entendido de que, para conseguir una participación que logre impactar realmente sobre la gestión de los asuntos comunes, los gobiernos municipales deben estar claramente comprometidos a resignar cuotas de poder para delegarlas en la ciudadanía. Pues, algo que queda constatado a partir de los estudios previos es que cuando las autoridades locales no asumen con sinceridad ese compromiso, siempre encuentran la manera de reducir, distorsionar o anular los efectos perseguidos por las legislaciones proparticipativas. Considerando estos elementos contingentes que predisponen el éxito o el fracaso de los procesos participativos, ¿debería legislarse en el sentido de institucionalizar dispositivos obligatorios que operativicen el principio participativo declamado en la normativa vigente? ¿Qué consecuencias prácticas pueden proyectarse a partir de una regulación semejante?
El panorama municipal uruguayo está signado por una diversidad extrema. Esta afirmación resulta una referencia constante en los trabajos que analizan la situación de los nóveles gobiernos locales del país (De-Barbieri y Schelotto, 2015)(Cancela, Catz, Coria, De-Barbieri, Fagetti, Marzuca, Nion, Rodríguez, Schelotto, Sotelo y Vincent, 2015)(Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2016)(Chasquetti, Freiguedo y González (2018). Más aun, hablar del municipio como categoría política homogénea supone, ciertamente, desconocer la multiplicidad de realidades que se esconden bajo ese rótulo general. Dicha disparidad afecta dimensiones que van desde lo territorial, hasta lo sociodemográfico, pasando por la asignación de recursos presupuestales(9)(DDIP-OPP, 2016)(DDIP-OPP, 2017)(DDIP-OPP, 2018) y técnicos, el desarrollo de capacidades institucionales y hasta el grado de autonomía administrativa, política y financiera que cada uno de los municipios asume dentro de su coyuntura departamental (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2018a)
Entre las varias aristas de esa heterogeneidad, vale la pena llamar la atención respecto de una característica singular del caso uruguayo. El marco constitucional vigente de este país resulta una limitante importante a la hora de instituir la figura del municipio como entidad autónoma e independiente de los gobiernos departamentales. Más allá del carácter electivo de sus autoridades, algunos juristas conciben a los municipios como “órganos desconcentrados del intendente, y no descentralizados con respecto a dicho órgano” (Gutiérrez, 2013). En este sentido, el margen de discrecionalidad decisional que la actual normativa reserva a los intendentes hace que el proceso de municipalización encuentre velocidades y especificidades propias en cada uno de los 19 departamentos del país (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2018a).
Desde el punto de vista político, sin duda, la apertura de un nuevo nivel de representación local ha modificado la importancia relativa de los cargos subnacionales (Ruíz Díaz y Selios, 2018). En este sentido, muchos intendentes comienzan a percibir a los actores municipales como potenciales competidores políticos, en particular, en el caso de algunos alcaldes con proyección departamental que comienzan a disputarles la representación política del territorio. Desde esta perspectiva, es probable que los intendentes encuentren potentes incentivos estratégico-electorales tanto para crear o no nuevos municipios en su departamento (Chasquetti, Freiguedo y González, 2018), como para ensanchar o acotar los márgenes de acción y de recursos que asignan a los municipios existentes:
La diversidad de situaciones resultantes supone que, en algunos casos, los municipios se hayan establecido como una suerte de pequeñas intendencias, con grados de autonomía política y de recursos, mientras que otros funcionan bajo el control estricto del gobierno departamental, convirtiendo al tercer nivel estatal en un órgano satelital bajo la órbita de la intendencia. (…) son los intendentes quienes, en buena medida, tienen sobre el territorio la capacidad de ralentizar o de impulsar el dinamismo de los municipios, sus atribuciones y su autonomía administrativa, política y financiera (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2018a)
Esta particular configuración político-institucional debe considerarse como un factor variable que precede a la voluntad política que pudieran tener las autoridades municipales para abrir espacios de participación ciudadana. En decir, aun cuando los gobiernos locales pudieran tener la fuerte convicción de compartir la toma de decisiones con la ciudadanía mediante canales participativos, en muchos casos, la dependencia jurídica, presupuestal, logística, técnica y económica que ellos tienen del gobierno departamental podría actuar como un cuello de botella crucial para el éxito de esas experiencias.
Dejando a un lado ese atributo condicionante, en lo que sigue, mostraremos la variabilidad de situaciones que pueden encontrarse en lo que refiere a la voluntad política de los gobernantes locales para ceder poder y propiciar procesos de participación ciudadana. En este sentido, algunos datos recientes dan cuenta de las múltiples concepciones que los alcaldes uruguayos tienen respecto de la participación de la ciudadanía en los asuntos del gobierno municipal. Esto permite reafirmar la idea de que el compromiso político para abrir espacios participativos y ceder poder hacia la ciudadanía, al igual que los demás prerrequisitos de experiencias exitosas, no es algo que pueda presuponerse sin más. Antes bien, más allá de la reafirmación discursiva del principio participativo, compartida por la generalidad de los actores políticos, la vocación participativa de las autoridades locales debería ponderarse caso a caso.
En un trabajo de reciente publicación, junto con Paula Ferla, Leticia Silva e Ignacio Zuasnabar (Ferla, González, Silva y Zuasnabar, 2018b), indagamos en las distintas perspectivas que los alcaldes tienen sobre el rol que debe jugar la participación ciudadana en el funcionamiento del municipio(10). Ninguno de los alcaldes encuestados manifestó que la participación resulte algo indiferente o negativo para el buen funcionamiento del municipio. Por el contrario, todos ellos confirman una mirada positiva sobre el involucramiento de la ciudadanía en los asuntos del gobierno local. Sin embargo, cuando se profundiza en el tipo de compromiso que ellos dicen tener con la gestión participativa del municipio, surgen algunos contrastes destacables. Algo más de la mitad de los consultados (54 %) comprende a la participación como indispensable para el buen funcionamiento del municipio. Por su parte, un 46 % mostró una visión más matizada al respecto, al considerar a la participación como positiva pero no indispensable para el desempeño municipal.
Si bien a primera vista tales diferencias pueden resultar sutiles, desde una mirada cualitativa más detenida, puede afirmarse que estos guarismos ilustran dos comprensiones divergentes de la comunidad política municipal, así como de la forma de relacionamiento que en ella debe existir entre los representantes locales y la ciudadanía. Mientras que el primer grupo se aproxima a una visión participativa pura, en tanto asegura que el ámbito de gobierno local no podría funcionar adecuadamente sin participación ciudadana, el segundo grupo asume una concepción que incorpora la participación como una suerte de “buena práctica” dentro de una filiación más clásica de la representación democrática.
Las motivaciones que intervienen en la conformación de tales convicciones pueden estar influidas, entre otros factores, por las trayectorias y pertenencias partidarias, las valoraciones ideológicas, así como por los cálculos estratégico-racionales de los actores locales. Desde esta última arista explicativa, por ejemplo, y a partir del estudio de cinco municipios uruguayos (Castillos, Chuy, Nueva Helvecia, Libertad y Paso de los Toros), el trabajo de Martín Freigedo (Freigedo, 2015) analiza los incentivos que encuentran las autoridades locales, en tanto actores a los que se les atribuye una fuerte racionalidad estratégica, para involucrar a los ciudadanos a participar en las actividades de gobierno.
Reconociendo esa importante dimensión de la explicación de las vocaciones más o menos participativas de los gobernantes locales, no obstante, parece interesante detenerse en la composición político-partidaria de los dos grupos de respuestas que diferenciamos en el trabajo de Ferla y otros (Ferla, González, Silva, y Zuasnabar, 2018b). A su modo, las identificaciones discursivas y programáticas de los partidos políticos parecen predisponer la perspectiva sobre la participación ciudadana que asumen los alcaldes. En este sentido, es posible que la centralidad que lo partidario presenta en la vida política uruguaya (Caetano, Rilla y Pérez, 1987), intervenga como un elemento que refuerza la estructuración de esas diferentes concepciones. Este es el panorama que se perfila cuando se toman en cuenta los dos partidos que en conjunto gobiernan en el 92 % de los municipios del país (Partido Nacional y Frente Amplio). Mientras que la mayoría de los alcaldes nacionalistas (55 %) se ubica dentro del segundo grupo de respuestas (la participación ciudadana es positiva pero no indispensable para el buen funcionamiento del municipio), 7 de cada 10 alcaldes frenteamplistas suscribe a la perspectiva participativa pura del primer grupo (la participación ciudadana es indispensable para un buen funcionamiento del municipio).
Estas orientaciones partidarias generales también son identificadas por un interesante análisis de los discursos que sostienen los principales actores del sistema político uruguayo en el marco del reciente proceso de descentralización (Ruiz Díaz 2018). Pues, aun cuando las visiones partidarias no resulten internamente homogéneas y existan importantes variaciones entre los actores del nivel nacional, departamental y municipal,
(…) en términos generales, desde el FA la dimensión predominante al momento de conceptualizar la descentralización es la dimensión de participación, mientras que en el PN y en el PC predominan referencias hacia la dimensión de gestión. En el FA se asocia ―tal como ha ocurrido históricamente― a la descentralización con profundización de la democracia al permitir el involucramiento de los vecinos en los asuntos de la comunidad. (…) Por su parte, desde el PN y el PC la mayoría de los actores concibe a la descentralización como complemento a la democracia representativa, contribuyendo a la eficiencia y eficacia en la toma de decisiones dada la cercanía entre tomadores de decisiones y quienes se ven afectados por ellas (Ruíz Díaz, 2018).
En este contexto, la actual posición del Ejecutivo nacional en el impulso de mecanismos participativos a nivel municipal, incluso fijando algunos mínimos legales obligatorios, se corresponde con la histórica definición programática que el Frente Amplio ha tenido sobre la participación ciudadana como “el camino irreemplazable para impulsar el proceso de profundización de la democracia (… y) un ingrediente esencial para dotar de sentido democrático a la descentralización” (Frente Amplio, 1989). En este sentido, cabe afirmar que el actual partido de gobierno es hijo de un tiempo en el que comenzaban a tomar fuerza las críticas a la democracia representativa y se desplegaba un nuevo “espíritu participativo”; comprensiones que esta formación política abrazó desde su momento fundacional. Esto supone una crucial diferencia filosófica y doctrinaria respecto de las fuerzas políticas tradicionales del Uruguay (Partido Nacional y Partido Colorado). En la génesis frenteamplista aparecen elementos contestatarios de la rigurosa institucionalidad representativa, al tiempo que se asumen lógicas asamblearias y se tienden puentes con movimientos y organizaciones sociales extrapartidarias.
Por su parte, la reivindicación de una forma más participativa de democracia se manifiesta en el entramado institucional del modelo de descentralización puesto en marcha en el gobierno de Montevideo durante la década de los 90. Tanto los Concejos Vecinales como la inclusión de la ciudadanía en la elaboración del presupuesto constituyen expresiones de nuevas estrategias de relacionamiento entre el gobierno y la ciudadanía que apuntan a suturar la hemorragia abierta por el distanciamiento y el descrédito de una democracia estrictamente representativa. Este caso generó una importante proliferación de trabajos académicos que posicionaron a la experiencia montevideana como uno de los “laboratorios” más destacados de la participación ciudadana latinoamericana (Veneziano, 2009)(Ferla, Marzuca, Veneziano, y Welp, 2012)(Ferla, Marzuca, Serdult y Welp, 2014)(Goldfrank, 2002)(Goldfrank, 2011)(Signorelli, 2015). Conceptos como profundización democrática, descentralización participativa o gobierno de cercanía, funcionaron ―y funcionan― como potentes plataformas discursivas que dieron a luz algunas iniciativas concretas capaces de recrear novedosos espacios de legitimidad democrática.
El pasaje desde el gobierno de Montevideo y de algunas otras intendencias del país hacia el gobierno nacional en el año 2005 obligó al Frente Amplio a agudizar el ingenio y replantear su estrategia de vinculación ciudadana y legitimidad democrática. Todo ello a sabiendas de que los innovadores instrumentos de gestión y legitimación ciudadana ensayados a nivel departamental como descentralización participativa no podrían replicarse tout court a escala nacional. No obstante, resulta claro que el impulso a la participación ciudadana en el marco de la creación de los gobiernos municipales respeta una seña de identidad cuyo linaje programático y discursivo se remonta, al menos en parte, a la experiencia montevideana de los años 90.
Desde el punto de vista de la configuración discursiva de los partidos tradicionales no se percibe en la actualidad un cuestionamiento claro o directo a las orientaciones participativas sobre las que se viene instituyendo el proceso de municipalización del país. No obstante, cuando se reconstruyen los debates de la década de los 90 se puede observar cómo, tanto el Partido Nacional como el Partido Colorado, se opusieron tenazmente a los diseños iniciales de descentralización participativa propuestos por el gobierno de Vázquez. Más allá de los elementos coyunturales de la disputa, uno de los argumentos conceptuales más potentes utilizados por los representantes de la oposición apuntaba a que “los nuevos mecanismos de participación podrían poner en peligro la democracia representativa” (Goldfrank, 2011).
En definitiva, aun cuando los partidos tradicionales terminaron adhiriendo a las ideas descentralizadoras, las mismas se correspondían fundamentalmente con una forma de descentralización administrativa, centrada en la transferencia de responsabilidades hacia centros administrativos territoriales, antes que a la descentralización participativa promovida por el Frente Amplio (Ruíz Díaz, 2018) (Veneziano, 2008). En lo que respecta al actual proceso de municipalización, iniciado en 2009, también los tres principales partidos políticos uruguayos terminaron llegando a un acuerdo luego de un largo proceso de discusión parlamentaria. No obstante, más allá de este consenso superficial, las comprensiones que cada uno de ellos asume de la descentralización es tributario de diferentes linajes ideológicos y programáticos de la participación y la democracia. Tal como sostiene Matías Ruíz Díaz (Ruíz Díaz, 2018), dichos discursos descentralizadores “contienen ideas que van más allá de las políticas particulares (la descentralización en sí), sino que esconden diferentes visiones sobre el desarrollo y el rol del Estado ―visión programática―, así como de la libertad, la justicia y la igualdad ―visión filosófica―”.
El desacuerdo en torno a estas ideas entronca directamente con un debate normativo, más o menos explícito y, con toda seguridad, irresuelto ―ciertamente, tal vez, irresoluble― sobre la manera en que una construcción democrática deseable ―y viable― ha de equilibrar participación y representación. Esto resulta válido aun cuando ninguno de tales actores venga a rechazar la etiqueta participativa. Pues, en los tiempos que corren ―tiempos de crisis para la tradicional concepción representativa de la democracia―, afirmar al principio participativo “es casi una perogrullada y, sin embargo, más allá de la obviedad aparente, es una afirmación cargada de suposiciones conflictivas. ¿De qué tipo de participación estamos hablando?: ¿participación en qué?, ¿para qué?, ¿cómo? (…) ¿entre quiénes?” (Salazar Ugarte, 2004). En tal sentido, y para el contexto del presente análisis, debe subrayarse que la concepción frenteamplista de la descentralización, como algo intrínsecamente anudado a las ideas de participación ciudadana y profundización democrática, no representa una posición monolítica en la que vengan a coincidir mansamente el resto de los actores partidarios del país.
Este elemento constituye un aspecto sumamente relevante a la hora de evaluar la existencia de uno de los prerrequisitos que, según sostuvimos, se requieren para aumentar las probabilidades de éxito de los procesos participativos: la voluntad política. En efecto, es posible suponer que la confluencia de diversas corrientes programático-partidarias en el compromiso ideológico de ceder poder en pro de la participación de la ciudadanía en los asuntos de gobierno, configura un terreno propicio para que las autoridades locales se involucren en la apertura de esos espacios. Por el contrario, las persistentes diferencias existentes en las concepciones de la democracia y de la participación que enarbolan las principales tradiciones partidarias del país configuran un suelo bastante árido para la emergencia de voluntades políticas homogéneamente proparticipativas. En el marco de una fuerte “partidocracia”, estructurante de la vida política uruguaya, tales identificaciones constituyen una posible variable explicativa de la poca o mucha vocación participativa de los gobiernos municipales.
Frente a este escenario de profunda heterogeneidad, en particular, en lo que hace al dispar compromiso ideológico de las autoridades locales con la apertura de canales participativos, toda legislación que prescriba la instrumentación de dispositivos participativos obligatorios tendrá que enfrentarse necesariamente a condiciones poco favorables para construir formas de participación exitosa. En efecto, “la idea de generar mecanismos obligatorios a aplicar en los diferentes municipios no cuenta con experiencias demasiado exitosas a nivel internacional como para recomendarlo en Uruguay” (Suárez, Robaina, Bisio, Minteguiaga, Del Prado, Andrioli y Noboa, 2018).Por el contrario, parece más prometedor apelar a programas de incentivos tendientes a fomentar un mayor desarrollo de mecanismos participativos a nivel local, así como reforzar otros ya existentes mediante el aporte de fondos específicos y apoyos técnicos a los municipios interesados en generar tales espacios(11).
Reflexiones finales: de la fuerza de la ley al milagro de la acción
La compaginación armoniosa de los registros representativo y participativo de la legitimidad democrática no resulta para nada sencilla ni a nivel teórico ni a nivel práctico. Cabe pensar que el concepto de participación se ha convertido en uno de esos lenguajes enigmáticos, con fuerte carga positiva, de los que prácticamente nadie quiere quedar excluido. Posiblemente, todos los interlocutores pueden decirse cultores de la participación y, al mismo tiempo, cada uno recoger de ella el fruto que más sirva a su visión de la democracia y de la ciudadanía, cuando no, a sus intereses político-estratégicos.
Esta ambigüedad queda de manifiesto en el marco normativo municipal uruguayo. Por un lado, la legislación apela a una mayor inclusividad del ciudadano en la vida pública del gobierno local, al tiempo que deja en manos de las autoridades municipales la decisión sobre el alcance y la intensidad del mandato participativo. Frente a esta indeterminación del principio participativo proclamado en la Ley, una reacción esperable consiste en suturar esos vacíos precisando dispositivos obligatorios a ser activados por los gobiernos municipales. Sin embargo, en contra de esa intuición, hemos podido observar que los intentos que otros países de la región han realizado en tal sentido no demuestran ser efectivos en el objetivo de democratizar la gestión de los gobiernos locales.
Los magros resultados obtenidos por ensayos legislativos de este tipo en otros países de la región sirven como lección ejemplificadora a la hora de pensar el diseño institucional de la participación en los municipios uruguayos. Por su parte, la enorme disparidad de realidades que configuran el panorama de este tercer nivel de gobierno debería apuntarse como un factor de complejidad adicional que se suma a los problemas que de por sí presentan las legislaciones nacionales proparticipativas. En particular, el desacuerdo existente entre las tradiciones discursivas y programáticas de los principales partidos políticos del país en torno al significado de la participación ciudadana para la construcción del orden democrático podría estar condicionando el grado de vocación participativa que tienen las autoridades municipales.
En este punto, puede resultar interesante traer a colación algunas formulaciones de Hanna Arendt sobre la idea de acción política. Ellas, a su modo, permiten desentrañar las características de aquellas instancias participativas en donde las prácticas democráticas despliegan toda su potencialidad. Para Arendt (Arendt, 1993), la auténtica acción política corresponde al orden de lo milagroso, no solo por lo esporádico y frágil de su condición, sino también por su carácter inherentemente incalculable. Al decir de la autora alemana, en tanto la acción política trae consigo algo verdaderamente nuevo, ésta solo puede irrumpir allí donde no podría haberse previsto. Nada más ajeno a una acción de este tipo que el mandato genérico, impersonal y prescriptivo del texto legal. Aun sin necesidad de asumir en toda su magnitud la comprensión arendtiana, estas pocas intuiciones nos invitan a registrar algunas de las potenciales inconsistencias de los modelos legaliformes y normalizadores de la participación ciudadana.
¿Quiere decir esto que no puede hacerse nada para que la participación ciudadana contribuya a profundizar las raquíticas formas representativas de nuestras democracias? De ninguna manera. Por ejemplo, se plantea un amplio campo de trabajo en la exploración de incentivos a la participación, incluso, a partir de ciertos apuntalamientos legales. Con todo, el argumento bosquejado en este trabajo en modo alguno debería ser interpretado como una renuncia a la firme intuición de que el ciudadano puede ―y debe― ser rescatado de su privatismo llamándolo a participar en el espacio común de la polis. No obstante, sí nos obliga a reconocer que, tal como nos lo recuerda Arendt, una acción auténticamente democrática nace de forma casi milagrosa. Esto supone, asimismo, tomar debida nota de las limitaciones de un discurso participativo que, en ocasiones, peca de exceso de entusiasmo y voluntarismo, al tiempo que no logra permear en la complejidad de una vida cívica cuya atención aparece continuamente disputada por otras dimensiones de la vida humana. Los alcances, las formas y los sujetos de una participación orientada a ciudadanos y gobernantes reales implican hacerse cargo de una heterogeneidad de condiciones que no puede ser ordenada solo con la fuerza de la ley