SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número58La institucionalización del régimen internacional del comercio de bienes y servicios: el caso de los productos agrícolasLA AGRESIÓN EN LA PRÁCTICA DEL CONSEJO DE SEGURIDAD índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Links relacionados

Compartir


Revista de la Facultad de Derecho

versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.58 Montevideo  2024  Epub 01-Dic-2024

https://doi.org/3 

Contribución especial

Moral, Derecho y Ética Judicial

Morality, Law and Judicial Ethics

Moral, Direito e Ética Judicial

Ricardo Marquisio Aguirre1 
http://orcid.org/0000-0001-6376-8533

1Profesor Titular de Filosofía y Teoría General del Derecho (FDER, UDELAR). Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Contacto: ricardo.marquisio@fder.edu.uy


Resumen

En este artículo se aborda el fundamento de la ética judicial indagando el papel normativo que sus estándares desempeñan en un modelo de razonamiento práctico que integra a la moral y al derecho. A partir de la constatación de un amplio consenso en la práctica jurídica, en cuanto a que hay exigencias morales que se aplican de manera específica a los jueces, se consideran algunas posibles soluciones al problema de sus fundamentos: ¿son un mero recurso retórico? ¿constituyen una moral especial? ¿suponen la derivación, desde la ética normativa, de un único principio moral general de valoración de las acciones? La conclusión es que ninguna de esas respuestas es satisfactoria. Los estándares de la ética judicial tienen su fundamento directo en el rol que asumen los jueces, a partir de un compromiso institucional con la práctica jurídica, que origina una obligación moral fundamental: aplicar el derecho creado por la legislatura.

Palabras clave: Ética Judicial; Moral y Derecho; Normatividad Jurídica; Estado de Derecho

Abstract

This paper addresses the foundations of judicial ethics by investigating the normative role that its standards play in a model of practical reasoning that integrates morality and law. Based on the observation of a broad consensus in legal practice, as to the fact that there are moral requirements that apply specifically to judges, some possible solutions to the problem of their foundations are considered: are they a mere rhetorical resource? Do they constitute a special morality? Do they suppose the derivation, from normative ethics, of a single general moral principle of evaluation of actions? The conclusion is that none of these answers is satisfactory. The standards of judicial ethics are directly based on the role assumed by judges, based on an institutional commitment to legal practice, which gives rise to a fundamental moral obligation: to apply the law created by the legislature.

Keywords: Judicial Ethics; Morality and Law; Legal Normativity; Rule of Law

Resumo

Este artigo aborda os fundamentos da ética judicial, investigando o papel normativo que suas padres desempenham em um modelo de raciocínio prático que integra moralidade e direito. A partir da confirmação de um amplo consenso na prática jurídica, de que existem requisitos morais que se aplicam especificamente aos juízes, consideram-se algumas possíveis soluções para o problema dos seus fundamentos: serão eles um mero recurso retórico? Eles constituem uma moralidade especial? Supõem eles a derivação, da ética normativa, de um único princípio moral geral de valoração das ações? O resultado final é que nenhuma dessas respostas é satisfatória. Os padrões de ética judicial têm a sua base direta no papel assumido pelos juízes, baseado num compromisso institucional com a prática jurídica, o que dá origem a uma obrigação moral fundamental: aplicar a lei criada pelo legislador.

Palavras-chave: Ética Judicial; Moral e Direito; Normatividade Juridica; Estado de Direito

1.Introducción

El consenso sobre la importancia de la ética judicial se hace evidente cada vez que toman estado público comportamientos de los jueces incompatibles con su función. Algunos ejemplos son la desaplicación de una ley clara a partir de la “interpretación” manipulativa o interesada de un texto normativo, la demostración de una predisposición a favor de alguna de las partes en disputa o la ausencia de una justificación razonable y sincera a la hora de emitir un fallo.

La justificación intuitiva de la reprobación de estas conductas es que el juez que incurre en ellos no resulta digno de confianza, ni para los justiciables ni para la sociedad. Las altas expectativas sobre la función judicial surgen del valor que le confieren los miembros de la comunidad, como garante último de sus derechos e intereses legítimos reconocidos por las normas jurídicas. Ninguna persona racional, con consciencia de sus intereses, los dejaría en manos de un juzgador que no respeta el derecho, adopta una actitud partisana hacia los conflictos que está llamado a resolver o no puede argumentar con honestidad, coherencia y rigor sus decisiones.

Tenemos aquí un supuesto generalizado de la práctica jurídica: hay estándares morales que se aplican a los jueces de manera característica y conforman un estatuto al que se denomina “ética judicial”(1). Algunos resultan constitutivos de la propia función (un juzgador parcial o desobediente contumaz del derecho no sería, más allá de su investidura formal, un verdadero juez); otros son importantes, pero no esenciales para su buen desempeño (un juez descortés o impuntual puede ser blanco de críticas fundadas que, sin embargo, son compatibles con la confianza en su actuación según estándares diferentes); otros son discutibles (no es claro, por ejemplo, si la austeridad es realmente una exigencia del buen juez).

La idea de una ética judicial es defendida desde diversas posiciones teóricas sobre el derecho y la moral. Hay autores que la fundamentan en una versión del postpositivismo jurídico que pone en el centro la idea de que, en el estado constitucional contemporáneo, el juez está al servicio de la realización de valores morales sustantivos, que han sido incorporados por la institucionalidad, a partir de su mención en la Carta (Aguiló Regla, 2009). Otros, desde una perspectiva contrapuesta, basada en una concepción del positivismo que lo hace incompatible con el objetivismo moral, plantean la necesidad de una ética diferenciada para los magistrados, cuyo valor fundamental es la democracia y no la justicia (García Amado, 2016). Un tercer grupo de autores la vincula en forma directa con concepciones de ética normativa, sea de las virtudes (Amaya, 2011; Saldaña Serrano, 2012), sea de los deberes (De Fazio, 2022).

Asimismo, la ética judicial se encuentra reconocida en innumerables normas jurídicas estatales y supranacionales(2), y ha sido incorporada, como un elemento destacado, en la formación de los magistrados judiciales de muchos países.

Los diversos autores no suelen ubicar el foco de la discusión en las exigencias más relevantes que hacen a la postura del juez; no se cuestiona la centralidad de estándares como la independencia, la imparcialidad y la motivación, entre otros (ver Atienza, 2008).

Tampoco es controvertido que la ética judicial incluya a exigencias que son independientes (y van más allá) de las regulaciones jurídicas. Los códigos de ética que sancionan las autoridades legislativas o administrativas, aunque cumplen funciones de importancia, no se presentan como esenciales para la materia. Recogen, desarrollan, sistematizan y facilitan el conocimiento público de los estándares de conducta, pero no los crean. Sus contenidos tampoco se entienden como una mera reiteración del derecho vigente sino como formulaciones concretas de exigencias valorativas abstractas, que los jueces, en virtud de sus capacidades racionales y reflexivas, estan en condiciones de reconocer por sí mismos.

Esta visión no juridicista, es explicita en quienes conciben la ética judicial como aplicada, pues deben presuponer algún tipo de objetividad moral, es decir, que hay respuestas correctas a preguntas morales, con independencia de las distintas opiniones subjetivas que se puedan plantear. En consecuencia, sostienen que, a la hora de identificar sus deberes concretos, el juez necesita comprometerse con una reflexión de tipo valorativo, tomando en cuenta razones que remiten a estándares diferentes del derecho positivo y no admiten una justificación basada en el mero temor a la sanción para el caso de incumplimiento (Saldaña Serrano, 2012; Aguiló, 2009).

Sin embargo, también aquellas concepciones que presuponen el escepticismo o el relativismo moral la sustentan en razones aplicables a los jueces para que estos dejen de lado sus propias creencias morales y decidan los casos según lo establecido por las leyes. Esas razones refieren a “valores institucionales” como la independencia, la imparcialidad, las garantías constitucionales y la confianza ciudadana (García Amado, 2016).

Por tanto, la idea misma de una ética judicial implica que, para la evaluación de las acciones de los jueces, hay que considerar exigencias que son independientes (y van más allá) de las normas jurídicas. El principal desacuerdo teórico refiere al ámbito de razones que dan fuerza normativa a dichas exigencias, es decir, los fundamentos de un estatuto ético que permita su justificación unificada.

Aquí se presentan dos posiciones principales: considerarla una ética especial o diferenciada, es decir, un estatuto sin conexión con la “moral general”; o como una ética aplicada, que desarrolla principios de ética normativa en el ámbito de la función judicial. Las concepciones que la consideran aplicada la suelen vincular con éticas de las virtudes(3), de las consecuencias(4) o de los deberes(5), las cuales se diferencian en los principios generales de valoración de las acciones que defienden(6).

Esta discusión puede entenderse como referida al conjunto de razones desde el cual deben valorarse las acciones de los jueces en cuanto tales. Si estas razones son, de manera exclusiva, jurídicas, no hay realmente una ética judicial. Los estándares del juez serían solo aquellos que el derecho determina que tienen. Si se trata de razones morales pero separadas por completo de lo que cabe entender como “moral general”, la ética judicial puede considerarse diferenciada. Si esas razones surgen de un principio moral general de valoración de las acciones, puede considerarse una ética aplicada.

Mi tesis es que la ética judicial no es especial o diferenciada, ni tampoco constituye la aplicación estricta de una teoría de ética normativa, pues no se reduce a un único principio de valoración moral. Se trata de una ética de basada en el rol institucional de los jueces, que da lugar a una obligación moral fundamental: la aplicación del derecho creado por la legislatura. Es a partir de esta obligación que resultan identificables las virtudes del buen o excelente desempeño del rol judicial, que también exige el cumplimiento de deberes concretos, así como la atención a las consecuencias de las acciones y decisiones.

2.Razón práctica y dominios normativos

Involucrarse en la ética judicial supone adoptar un punto de vista prescriptivo sobre las acciones de los jueces, esto es, comprometerse con afirmaciones sobre lo que deben hacer (o es bueno que hagan) y no sobre lo que de hecho hacen(7). Estas afirmaciones se justifican en función de los sujetos destinatarios e implican alguna una caracterización general de estos. Por tanto, hay que considerar, como presupuestas por la ética judicial, algunas verdades triviales sobre los jueces.

La primera es que, en tanto seres humanos, la valoración de sus acciones está condicionada por aquellas exigencias normativas que son válidas para todos los agentes humanos, entre ellas, las de origen moral (Raz, 2009: 183). La segunda refiere a que, por su condición de agentes racionales, tienen la capacidad de identificar los estándares que se les aplican (jurídicos, morales, prudenciales) y actuar en función de ellos. De otro modo no tendría sentido considerarlos destinatarios de juicios prescriptivos. La tercera es que, en virtud de su aceptación, desempeñan funciones específicas en el marco de una estructura institucional de autoridades y normas. Aunque la valoración de algunas conductas que desarrollan los jueces en su vida privada integra la ética judicial, estas tienen relevancia porque afectan el ejercicio de la función o la confianza general en el cumplimiento de sus obligaciones institucionales. La cuarta es que el compromiso fundamental que asumen es aplicar el derecho, lo que requiere identificar, en las normas jurídicas, criterios objetivos (independientes de sus preferencias e intereses) para resolver los conflictos que llegan a su jurisdicción.

Estas verdades triviales determinan el marco de discusión sobre los estándares y su fundamentación.

En primer lugar, la ética judicial debe caracterizarse de modo acorde con un modelo de razón práctica que dé cuenta de cómo se integran la moral y el derecho en la deliberación de los agentes humanos. En segundo lugar, hay que presuponer ciertos valores que hacen a los estados democráticos de derecho como estructuras formales de autoridad. No podemos pensar a la ética judicial como separada de los ideales de legitimación política que se asumen en una comunidad, porque son estos los que permiten atribuir un valor moral concreto al derecho y, en consecuencia, dan contenido sustantivo a la obligación de aplicarlo. En tercer lugar, los estándares de conducta deben justificarse en función de la obligación constitutiva o característica de la función judicial: aplicar el derecho creado por la legislatura (según las particularidades del sistema jurídico, su constitución y sus fuentes, que también pueden establecer la obligatoriedad de normas consuetudinarias).

La idea de que los seres humanos pueden guiarse por razones, es decir, consideraciones a favor y en contra de cursos de acción determinados, es la base de la racionalidad práctica (Raz, 1999: 28-33; Scanlon, 1998:17). Esta supone la capacidad de los sujetos (en cuanto agentes racionales), frente a experiencias y circunstancias de acción, de adoptar una actitud reflexiva sobre los propios impulsos inmediatos y deseos actuales, preguntándose si deberían ser guiado por ellos. La reflexión práctica supone el reclamo de razones para actuar y decidir en base a la deliberación (Railton, 2021).

Un dominio práctico normativo es un conjunto de estándares de conducta aplicables a determinados agentes que son capaces de identificarlos como apropiados y motivarse a actuar por ellos (Paakkunainen, 2018). La normatividad es un fenómeno presente en todos los ámbitos de la vida humana pues no hay actividad que carezca de estándares de bondad o excelencia. Donde hay criterios para la valoración de acciones, en cuanto se conforman o no a un ideal de corrección, hay normatividad. Esto se aplica a fenómenos que podemos considerar triviales (la combinación de colores en una vestimenta o una lista de compras) o muy importantes (el protocolo de una cirugía o la demostración de respeto a las personas).

Las conductas tienen relevancia normativa de diferentes maneras. Una de ellas refiere a la función de las normas: como estándares que guían las acciones o la deliberación de los agentes. Otro, a su origen social: en cuanto expresión de la regularidad de comportamientos sobre los cuales, en un contexto determinado, hay una presión dirigida a la conformidad. A estos dos tipos se les suele caracterizar como débiles o formales: dependen de la articulación con otros estándares, según los fines particulares del agente. Un tercer tipo de normatividad refiere a principios generales acerca de cómo todas las personas, en tanto agentes racionales, deberían comportarse. En este sentido se habla de normatividad robusta (Wedgewood, 2018).

Una característica propia de los agentes racionales es que pueden (y, de manera habitual, necesitan) justificar sus acciones. Las razones normativas son aquellas que dan cuenta de nuestras acciones no en términos de causalidad (explicación) sino de justificación. Estas razones presuponen una racionalidad que va más allá de la mera conformidad formal con algún estándar y puede considerarse sustantiva: remite en última instancia a juicios sobre cómo deberíamos vivir (Sylvan y Chang, 2021). La justificación supone la invocación de estándares de corrección de las acciones como aquellos apropiados de manera objetiva para valorarlas. Cuando se presenta un conflicto práctico entre distintas exigencias normativas, la mejor justificación de nuestras conductas es la que apela, como autoridad última, a la fuente robusta de normatividad: actuamos del modo X porque, como agentes racionales, aceptamos que así debemos hacerlo o estamos autorizados a hacerlo.

La moral es el dominio práctico normativo conformado por las razones que, de manera universal, se nos aplican, e incluye la disposición a actuar por los intereses de los demás imparcialmente considerados(8). Es característico de las razones morales el estar dotadas de mayor peso normativo que otras a la hora de la determinación de aquello que el agente debe hacer, aunque esto no es siempre del caso, pues puede haber exigencias morales supererogatorias (Ver Dorsey, 2016). Los agentes capaces de identificar razones morales y actuar en función de ellas están dotados de autonomía moral. Es constitutiva de la agencia moral autónoma la capacidad de reconocer responsabilidades y estar dispuesto a actuar, realizando las acciones requeridas y en función de los medios disponibles, para cumplir con ellas (Marquisio, 2017). Las obligaciones morales generan un tipo especial de responsabilidad, con relación a las demás consideraciones normativas, que se manifiesta en actitudes reactivas típicas como el reproche, la culpa y el resentimiento, que constituyen respuestas a su incumplimiento (ver Strawson, 1962).

La autonomía moral implica una actitud de benevolencia generalizada, que incluye la disposición a cooperar con los demás y a no dañarlos sin justificación. Esta actitud permite identificar, de manera directa (a través de la pura reflexión) algunas obligaciones que tenemos frente a todos los demás agentes (como, por ejemplo, no interferir en la libertad de otro sin una causa razonable o ayudar a alguien que se encuentra en necesidad extrema) pero deja en el ámbito de lo incierto y discutible múltiples cuestiones (cómo protegernos de aquellas personas que no están motivadas a respetar la vida o la libertad de los demás; cómo organizar las instituciones de una sociedad para evitar que las personas caigan en necesidad extrema) esenciales para la vida social.

Hay, a su vez, obligaciones morales que surgen de vínculos constituidos en el marco de prácticas sociales. Estas obligaciones tienen como base los intereses de individuos con los que nos involucramos en relaciones específicas y dan origen a reclamos que, en virtud del vínculo asumido, no podemos razonablemente desconocer. Un ejemplo paradigmático de esta clase de obligaciones morales es la que surge de una promesa (Wallace, 2019:185).

La promesa es el compromiso por parte de un agente racional de que, con sus acciones u omisiones, servirá en el futuro a los intereses de otro agente. La acción de prometer puede generar una obligación moral, directa y voluntaria, del promitente al destinatario de la promesa (Habib, 2022). Dicha acción es posible porque existen reglas institucionales constitutivas, que tanto el promitente como el destinatario aceptan e implican que la emisión de determinadas palabras (“prometo hacer X” o un equivalente semántico) cuente como el origen de una obligación (de hacer X) (Searle, 1964). La promesa, al igual que los juegos, el lenguaje o las reglas de etiqueta (entre muchas otras prácticas sociales) solo es posible a través de convenciones prexistentes; opera como una institución que permite la asunción de obligaciones morales específicas (que no surgen de la sola consideración imparcial de los intereses de los otros o de una disposición general a la benevolencia), en función del vínculo entre agentes racionales.

El sentido común de la práctica jurídica se basa en que las obligaciones que surgen del derecho no se identifican solo por la reflexión moral en cuanto tienen un componente social e institucional. Más allá de este consenso, hay diferentes formas de entender la obligación jurídica: como la necesidad práctica de una acción requerida en concreto por el derecho; como un deber formal que se origina el establecimiento de una regla a través de una fuente social; como el vínculo que conecta a diferentes personas, a través del derecho entendido como práctica social; bajo la idea de razones excluyentes, que hacen al derecho un subconjunto de la racionalidad práctica, autónomo e irreductible a la lógica del razonamiento moral; como un concepto interpretativo que, una vez identificado por un razonamiento fáctico y evaluativo, constituye un requerimiento práctico genuino (moral), generado por prácticas sociales en un marco institucional y justificado por el esquema de principios que subyace a estas (interpretativismo). (Bertea, 2021). Las primeras cuatro formas de caracterizar la obligación jurídica no son incompatibles entre sí, en tanto presuponen la idea de que el derecho es un sistema artificial y constituye un dominio normativo distinguible de la moral. Para estas visiones, la obligación jurídica se origina e identifica de modo independiente de la obligación moral. La visión interpretativista no admite, en cambio, está diferenciación conceptual. Para el interpretativismo, la obligación jurídica, una vez reconocida a través de los vías fácticas y evaluativas apropiadas, es una genuina obligación moral.

3.La ética judicial desde el escepticismo y el relativismo moral

Los códigos de ética y deontología incluyen distintas enumeraciones de estándares aplicables a la función judicial. El supuesto de estos textos normativos es que tiene sentido hablar de la ética judicial como un dominio específico y relevante. La primera cuestión que surge es: ¿hay en realidad una ética judicial? ¿O se trata de una mera retórica cuyo fin es dar refuerzo (aparente) a algunas exigencias legales, sin las cuales es inconcebible el rol del juez (al menos en un estado de derecho)?

Desde el escepticismo moral (la idea de que no hay respuestas objetivas correctas a preguntas morales) puede argumentarse que, en tanto no existe la verdad moral, la introducción de terminología ética con referencia a la conducta de los jueces es, o bien superflua (si se solapa con las exigencias jurídicas), o bien irrelevante, por depender de la pura subjetividad de los agentes (en las cuestiones que no son objeto de prescripciones coactivas). El hecho de que en la práctica jurídica se dé por sentada la ética judicial no es una prueba concluyente de su realidad y relevancia, porque ello podría ser explicado por un error global de los participantes, incentivado por sus propios intereses estratégicos(9).

No es este el espacio apropiado para abordar la defensa y refutación del escepticismo moral(10). Sin embargo, teniendo en cuenta la naturaleza interpretativa del derecho, que requiere la posibilidad de una identificación a partir de hechos sociales, su valoración moral resulta un presupuesto necesario (Raz, 2009:111-112). No es posible hacer consideraciones sobre las obligaciones esenciales del juzgador sin incorporar argumentos morales, relativos al valor del sistema jurídico para una comunidad política y la legitimidad de sus autoridades

En contraste con la moral, el derecho posee una realidad artificial, puesto que existe en virtud de los hechos sociales institucionales que hacen a su reconocimiento y aceptación generalizada. En ese sentido, su normatividad es débil pues, aunque pretende establecer criterios de corrección para valorar las acciones, estos no proporcionan, por sí mismos, razones decisivas consideradas todas las circunstancias.

Se requieren supuestos morales, relativos al valor del derecho en una comunidad política, que proporcionen a los agentes razones para que busquen, en los enunciados normativos de las autoridades, justificativos de sus acciones (Plunkett, 2019). La circunstancia de que entendamos al derecho creado por la legislatura, como proveyendo criterios objetivos y categóricos de actuación, tiene su fundamento en esos supuestos morales. De ellos depende la actitud interpretativa que hace posible la doctrina jurídica y la justificación sustantiva de la decisión judicial.

Esto implica que tiene sentido hablar de estándares judiciales relevantes más allá de lo establecido por las regulaciones jurídicas. Si el derecho, como sistema normativo artificial, pretende proporcionar criterios categóricos de acción para algunas personas, es necesario identificar las exigencias morales que se aplican a quienes se encuentran en la situación de resolver conflictos aplicando dichos criterios. La ética judicial, entonces, no es más que el conjunto de exigencias morales, presupuestas por la función judicial, en un sistema jurídico institucionalizado.

Una segunda posibilidad, vinculada con el relativismo moral, es que se trate de una ética especial o diferenciada, es decir sin ninguna conexión con la “moral general”. Esa es la posición defendida por García Amado (2016) quien la sustenta en los siguientes argumentos: a) hay una pluralidad de sistemas morales; b) los contenidos mínimos de la moral que se pueden tomar, en un estado de derecho democrático, como presupuestos y verdaderos (para todos los participantes) no sirven para solucionar los casos difíciles, por cuanto hay frecuentes conflictos entre las normas y los principios morales que respaldan diversas regulaciones positivas; c) un estado de derecho democrático protege valores como el pluralismo, los derechos de los ciudadanos y la libertad, siendo la soberanía popular incompatible con la (aceptación de la) verdad moral.

No considero sostenible esta posición. Cuando se invocan exigencias morales, que dan fuerza normativa a los estándares de un sistema artificial como el derecho, cabe entender que deben provienen de un ámbito de razones diferentes de este(11). O bien el juez está obligado (a aplicar el derecho) solo por el propio derecho, o bien lo está también por otras razones (de las cuales deriva su obligación de obediencia a este). Según la primera alternativa, ya analizada, no tiene sentido hablar de una ética judicial, pues solos las consideraciones jurídicas serían relevantes para valorar las acciones de los magistrados. De acuerdo con la segunda, dicha ética no puede ser “especial”, porque presupone la moral como un ámbito universal (para todos los seres humanos) de valoración de la conducta.

Puede establecerse un símil con los juegos o la etiqueta. Las reglas del futbol me proveen razones para realizar acciones significativas en el contexto del juego, pero no para jugarlo o para disfrutarlo como espectáculo. Las reglas del vestir apropiado me dan una razón para usar traje en un evento formal pero no para participar en este. Las razones normativas para involucrarme en esas actividades debo encontrarlas en un ámbito que las excede. En el caso del fútbol, por ejemplo, la justificación puede depender por completo de razones prudenciales pues el sentido y la inteligibilidad del juego no dependen de que realice ningún valor moral específico. Si disfruto de ese deporte, en tanto esto contribuye a mi bienestar, tengo razones suficientes para verlo o jugarlo. En este sentido, su valor es intrínseco (ver Mumford, 2019)(12).

En contraste, las razones que se aplican a los jueces para interpretar el derecho de manera objetiva, aplicarlo con imparcialidad y presentar argumentos sinceros para la justificación de sus fallos solo pueden provenir de un ámbito externo al propio derecho, que opere como legitimador de este. La práctica jurídica tiene, al menos en parte, un valor instrumental, en cuanto posibilita la realización de fines colectivos moralmente justificables (Gardner, 2012: 196).

Esto implica que el involucramiento en la práctica jurídica requiere asumir valores compartidos, que son los que posibilitan la colaboración entre sus participantes, en el marco de una estructura institucional. Si legisladores, jueces y otras autoridades no se conciben y reconocen unos a otros, al menos en parte, al servicio de los mismos fines morales, no tendría sentido sostener que hay razones para que los segundos apliquen el derecho que los primeros crean. O carecería de explicación el frecuente reenvío de los enunciados legislativos al razonamiento moral de los jueces a través de la mención de principios y valores abstractos.

Por tanto, la primera premisa en que se basa el argumento de la especialidad es equivocada. Si buscamos razones justificativas del rol de los jueces es inadecuado hablar de pluralidad de sistemas morales. Más bien nos referimos a un único ámbito normativo, constitutivo de un punto de vista común, que opera como el nexo entre numerosos de agentes y origina obligaciones recíprocas. El vínculo es posible en el marco del estado de derecho, como ideal ético político de que la conducta sea guiada de manera racional a través de reglas generales, estables, inteligibles y prospectivas, que los jueces tienen la obligación de aplicar de buena fe (ver Celano, 2022: 23-24). Este dominio de razones presupuestas por todos los sujetos de la práctica jurídica es el que permite pensar en valores como el imperio de la ley, la institucionalidad democrática y los derechos fundamentales, más allá de las preferencias subjetivas de las autoridades legislativas, los jueces y los propios ciudadanos.

Por tanto, es incorrecto contraponer la democracia con la verdad moral. El método democrático de decisión política depende de presupuestos morales como la igual consideración de los intereses fundamentales de los miembros de una comunidad, en particular, en cuanto a la posibilidad de dar forma justa a las instituciones del mundo social (Rawls, 1971; Christiano, 2010). Una vez aceptado el ideal democrático por razones morales(13) puede ubicarse el fundamento de la autoridad de las decisiones legislativas en las preferencias mayoritarias de los ciudadanos, teniendo en cuenta los desacuerdos existentes sobre cómo debería ser estructurado el mundo social (Marquisio, 2016).

El ideal de verdad moral no excluye la obvia existencia de desacuerdos sobre la forma de justificar nuestros juicios axiológicos (metaéticos), los principios últimos de valoración de las acciones (concepciones de ética normativa) y el conjunto de deberes concretos que tenemos en ámbitos sociales específicos (ética práctica). Se impone, por tanto, en interés de todos sus miembros, que existan procedimientos institucionales para que, pese a los desacuerdos imposibles de erradicar, la comunidad política pueda funcionar y alcanzar una multiplicidad de objetivos.

Por otra parte, la existencia de obligaciones morales directas asociadas a la función de los jueces no implica, salvo que se acepte el interpretativismo, la autorización a que estos impongan su idea de la verdad moral contra los criterios establecidos con claridad por las reglas legislativas.

Hay dos maneras principales de entender los casos difíciles: a) como aquellos donde el derecho legislado, por deficiencias en su formulación asociadas a la textura abierta del lenguaje, no ofrece criterios objetivos y concluyentes para justificar la decisión, por lo que se requiere una especie de labor legislativa “intersticial” del juez (Hart, 1994); b) bajo el supuesto de que los jueces pueden (y en ocasiones deben) desaplicar las reglas establecidas por la legislación, aun cuando no tengan dudas sobre su significado, basándose en principios (vagos y abstractos) para justificar sus decisiones (Dworkin, 1967).

Los casos difíciles de tipo b) se originan en la idea de que la función del juez no es aplicar el derecho legislado sino dar la mejor solución moral en el caso a resolver. Esta es la postura del interpretativismo, según el cual las normas legislativas nunca permiten una valoración autónoma de las propiedades del caso. El interpretativismo es una forma de antipositivismo que considera al derecho parte de la moral o conformando un sistema normativo único con la moral (Berman, 2019). En su forma más fuerte, el interpretativismo, defiende que todo decisión judicial es de carácter moral, incluso la de considerar “literal” un texto legal. En esta visión no hay solución legislativa (ni de ninguna otra autoridad) que sea inmune a un razonamiento moral holístico que, en definitiva, determina el impacto de cualquier acción institucional en el contenido del derecho. El interpretativismo ha sido criticado porque no toma en cuenta el valor democrático de la separación de poderes, argumentándose que un modelo de razón práctica que atribuya un lugar a la moral en la decisión judicial no necesita desconocer la autoridad legislativa (ver Skoczeń, 2022).

Si, en cambio, se entiende la ética judicial como constituida en torno a un rol del juez colaborativo con la regulación del mundo social, su base es la obligación de aplicar el derecho, incluso cuando está en desacuerdo moral con algún contenido específico de la legislación(14).

Por tanto, siempre y cuando se acepte la autonomía del derecho, como un sistema normativo artificial donde pueden encontrarse respuestas completas para la calificación deóntica de acciones (ver Redondo, 1996: 244-248), no hay nada en la defensa del objetivismo moral que sea incompatible con una autoridad legislativa basado en la legitimidad democrática, la cual incluye, como presupuestos morales necesarios, el respeto a los derechos y libertades fundamentales.

4.Ética aplicada y razones excluyentes

Asumiendo un vínculo necesario entre los estándares que refieren a la actividad de los jueces y el dominio moral, se ha planteada el enfoque de la ética aplicada como el más adecuado para su fundamentación. Desde este marco, se caracteriza a los estándares de la ética judicial como la implicación, en una actividad específica, de algún principio moral de valoración de las conductas.

Un problema de este tipo de conexión es la reducción de la reflexión sobre las cuestiones prácticas a las implicaciones de un único principio general. Sin necesidad de adoptar una postura particularista, puede argumentarse que las innumerables cuestiones morales que se plantean en los distintos ámbitos sociales no admiten, por su complejidad y riqueza, un solo tipo de valoración sea de la virtud, deontológica o consecuencial. Las prácticas sociales suelen constituirse a partir de obligaciones fundamentales e incluir, como exigencias, deberes específicos, rasgos del carácter apropiados para su buen desempeño y la atención por parte de los participantes a las consecuencias de sus acciones. Para diferentes cuestiones habrá un peso mayor de algún criterio de valoración, pero eso no autoriza a concluir que se puedan excluir los demás criterios.

No es imprescindible entender la ética aplicada como la pura derivación de alguna teoría de ética normativa. En el marco de las diferentes prácticas sociales, los argumentos sobre problemas y estándares de conducta se presentan con referencia a una pluralidad de criterios de valoración, reconociéndose la imbricación que suelen plantear estos y la necesidad de que los argumentos sean aceptables para agentes que endosan teorías diferentes (Jackson, Goldschmidt, Crummett y Chan, 2021: 3-4).

¿Cómo se explica, en el caso de los jueces, que su conducta se valore por estándares distintivos cuando, en tanto agentes humanos racionales, la moral ya les es aplicable?

Una posibilidad es tomar a la ética judicial como excluyente de la “moral general”. Esta es la línea de argumentación que sigue De Fazio (2022: 42) al considerar sus estándares como “razones protegidas” desde el punto de vista interno de los aplicadores del derecho. El argumento se sustenta en que esta sería la única explicación de las contradicciones que ocurren, de hecho, entre la ética judicial y “moral general”.

No comparto esta posición por cuanto (1) desde la propia idea de punto de vista interno (el abordaje de cuestiones normativas en primera persona), es posible caracterizar la postura del juez de una manera que evite la contradicción entre una ética judicial y la “moral general”; (2) la idea de que hay razones excluyentes en el razonamiento práctico puede dar cuenta de las obligaciones jurídicas, pero no de estándares morales como los que forman parte de la ética judicial.

Sobre el primer punto es ilustrativo considerar el ejemplo que introduce De Fazio. Se trata de un juez que tiene un caso penal para decisión donde sabe (por medios ajenos al proceso) que el imputado es culpable. En ese caso, se habría producido un “crimen perfecto” pues no se ha aportado ninguna prueba que inculpe al perpetrador. Para el autor, el juez se enfrenta aquí a un conflicto práctico porque “la justicia en general exige que se castigue a todo aquel que ha cometido un homicidio…(mientras que)…la ética judicial prohíbe que se castigue a alguien sin contar con un motivación suficiente”.

El primer problema es, a mi juicio, que resulta difícil entender a un concepto con la vaguedad de la “justicia en general” como el fundamento de obligaciones morales directas. De una variedad de cosas puede decirse que son justas o injustas: el destino de un individuo o un grupo, el comportamiento personal, las instituciones de una sociedad, el resultado de una competencia, etc. Concretizando un poco más, es razonable asumir que, como principio moral abstracto, es justo que los homicidas reciban algún castigo por sus crímenes. Si los individuos son agentes responsables de aquello sobre lo que tienen un cierto control, puede considerarse un deber imperfecto la contribución al castigo, en la medida de la situación epistémica o moral(15) de cada sujeto.

Sin embargo, la justicia del castigo penal para un crimen determinado no depende del principio moral abstracto enunciado, sino de la existencia y el funcionamiento regular de las instituciones jurídicas. El castigo de un tipo de acciones X y, por tanto, la concreción del deber de castigar a quien ha incurrido en una instancia particular de X, corresponde solo de acuerdo con las reglas que establecen el contenido de la sanción y el procedimiento para su imposición. La justicia del castigo no puede establecerse por el puro razonamiento práctico individual; su imposición no puede, en consecuencia, considerarse, a priori, la responsabilidad moral de una persona determinada.

Si hacemos referencia a una especie de “justicia penal natural”, como un ideal según el cual todo crimen debería ser castigado sin que importen otras circunstancias, es claro que este no constituye la base de la penalización de los delitos en los sistemas jurídicos existentes. En particular, en los estados democrático-liberales, las garantías del debido proceso conllevan la aceptación de que algunos crímenes quedarán impunes porque será imposible castigarlos y cumplir, al mismo tiempo, con ellas. Basta pensar en principios como el de no autoincriminación o non bis in idem para concluir que la aplicación del derecho penal no tiene como base una exigencia moral que determine un castigo para el criminal, sin que haya que atender otras circunstancias.

Considerando el rol del juez al que se atribuye competencia penal, advertimos que este tiene relevancia moral en el marco de una práctica jurídica que ha establecido instituciones cuyo cometido es juzgar acciones específicas. Supuesta la legitimidad del orden jurídico, la obligación de aplicar la legislación penal resulta de los requerimientos de la justicia institucional. Esta requiere tanto la participación del legislador, que establece las reglas del castigo, como la del juez que las interpreta de manera objetiva y aplica de buena fe. Los jueces, como tales, no tienen la obligación moral de castigar a los presuntos homicidas (aunque conozcan de antemano que son culpables) sino de juzgarlos con base a la legislación vigente, en tanto otras exigencias, como la de actuar con imparcialidad, no les impidan hacerlo.

Por tanto, no hay en el caso del “crimen perfecto”, un deber moral de juzgar (ni menos de condenar) al homicida; por el contrario, el deber del magistrado que conoce el crimen, por circunstancias ajenas a su función, es abstenerse de intervenir. Reconocida esta situación, el apartamiento de la causa lo habilita a que, actuando como un ciudadano responsable, pueda colaborar con la condena del homicida, aportando su testimonio o las pruebas de que eventualmente disponga.

En suma, no hay aquí conflicto práctico porque nadie tiene un deber moral perfecto de castigar a los homicidas y los deberes morales específicos del juez dependen por entero del rol institucional asumido.

Por otra parte, la idea de Raz de que hay razones protegidas, en cuanto pueden excluir del razonamiento práctico las que operan en sentido contrario, es inaplicable a la ética judicial, si esta se entiende como una fuente normativa de estándares de conducta, relevantes por sí mismos e independientes de las exigencias del derecho.

Dentro de la concepción de la razón práctica de Raz, en tanto el derecho pretende guiar la conducta de agentes morales autónomos, debe prestar a estos un servicio muy particular: proporcionarles criterios de acción que les permitirán cumplir mejor con las razones que se les aplican que si siguen directamente sus propios criterios (Raz, 1988: 53-62). Por eso, el derecho (legítimo) puede operar como una razón para excluir la identificación de los criterios de acción a través del razonamiento moral, lo que impone que lo conozcamos solo por medio de las fuentes sociales y determina su naturaleza interpretativa.

Sin embargo, como el propio Raz aclara, la moral no es interpretativa en ese sentido, es decir, no se identifica solo a través de un juicio fáctico que da cuenta de que una autoridad pretendió establecer normas mediante enunciados lingüísticos (Raz, 2009:116). Por tanto, si la ética judicial es un conjunto de estándares morales (derivados del desempeño de una función institucional), estos requieren ser identificadas directamente por el razonamiento práctico y no pueden basarse en una exclusión de la propia moral.

Para decidir qué debe hacer, un agente puede involucrarse en un razonamiento moral directo (considerando los principios y demás elementos relevantes) o (bajo la premisa de que el derecho es legítimo) identificar el criterio de acción a través del hecho social del establecimiento de una norma de conducta por parte de la autoridad relevante. Es decir que, o bien actuamos en forma directa por razones morales o bien lo hacemos por los criterios identificados en un sistema jurídico que, como agentes autónomos, hemos aceptado. Por ende, si la ética judicial tiene directa relevancia moral, no puede pensarse en la exclusión del razonamiento moral a la hora de la identificación de sus estándares.

A mi juicio la mejor explicación del fundamento de la ética judicial remite a la existencia de un nexo normativo entre los agentes que pueden identificar, a partir de algún valor moral específico, estándares asociados a sus roles en la práctica jurídica. La ética judicial no excluye el razonamiento moral, sino que lo direcciona a un ámbito de razones compartidas por los participantes de la práctica jurídica. Se trata de razones, basadas en una responsabilidad conjunta por dar forma al mundo social, a través de reglas jurídicas, que se justifican en el bien común y la justicia como virtud institucional.

5.El rol institucional y sus estándares morales

El derecho puede dar origen a obligaciones morales en virtud de la invocación, por algunas personas, de aquellas convenciones que permiten asumir de manera voluntaria la necesidad de una acción. En este sentido, es ilustrativo el ejemplo de la obligación contractual.

Una respuesta plausible al problema de la identidad filosófica del contrato es aquella que lo concibe como un tipo de promesa. El acto comunicacional de prometer es esencial al contrato; en el marco del derecho contractual, la promesa da origen a un poder moral en su destinatario, con la expectativa de que este contará, para un determinado propósito, con el auxilio del prometedor. Así se transforma una elección futura (hacer o no hacer X), que era neutral desde el punto de vista moral, en obligatoria (Fried, 2015). La existencia de un derecho de los contratos tiene un propósito muy general (compatible con una amplia gama de fines específicos): posibilitar que algunas personas se comprometan con otras a realizar acciones futuras, que adquieren así la condición de categóricas (no opcionales).

Sin embargo, la existencia de convenciones que dan fuerza general a las promesas no es suficiente por sí misma para justificar la obligación moral de cumplir con alguna promesa en particular; es una pregunta abierta por qué alguien debería cumplir con las obligaciones de origen convencional. Los argumentos para la obligatoriedad de las promesas pueden basarse, por ejemplo, en concepciones de ética normativa consecuencialistas, como el egoísmo ético y el utilitarismo de acto o de reglas.

La contribución de Fried ha sido ubicar este fundamento en el respeto por la autonomía y la confianza: un individuo está obligado a cumplir con su promesa, porque ha invocado de manera intencional una convención que da fundamento moral a otro para esperar que se desarrolle la conducta prometida. Si el contrato es una promesa, entonces debe ser respetado porque las promesas deben (moralmente) ser respetadas. Mientras que la convención define, de manera constitutiva, la práctica de prometer y sus implicaciones normativas (lo que cuente como una promesa contractual), los principios de confianza y respeto a la autonomía determinan la incorrección de invocar una convención para formular una promesa y luego incumplirla (Fried, 2015: 7-16). Por tanto, aunque posibilitada por la invocación de una institución jurídica, la obligación que asume el contratante (bajo el supuesto de que lo hace de manera autónoma) puede ser concebida como directamente moral(16).

Un razonamiento análogo cabe con relación al rol del juez en los sistemas contemporáneos, donde las funciones institucionales de creación del derecho y de resolución de conflictos sociales, a través de la aplicación de normas jurídicas, se presentan como divididas y complementarias(17). Aunque los deberes del juez se encuentren regulados en estatutos jurídicos, su aceptación autónoma da origen a exigencias morales, conformadas en torno a una función característica: la aplicación del derecho creado por la legislatura.

La vida en una comunidad involucra la resolución de innumerables problemas que deben afrontar sus miembros. Esto requiere, por razones de factibilidad, coordinación y eficacia, que numerosos ámbitos de acción estén regulados por normas, creadas de manera intencional a través de la emisión enunciados performativos. Surgen así sistemas normativos que constituyen ontologías artificiales asociadas a propósitos específicos. Para que numerosas actividades sean posibles se requiere establecer, a través de reglas constitutivas (del tipo X cuenta como Y en el contexto), la corrección e incorrección de diferentes clases de acciones (Searle, 2010). Por ejemplo, la actividad comercial puede desarrollarse cuando existe un sistema complejo de reglas (algunas consuetudinarias, otras escritas) que permiten entender las acciones de los agentes, de acuerdo con ciertas exigencias performativas, como actos de comercio y atribuirles efectos normativos. Lo mismo sucede con la educación, la práctica de la religión, la política, etc.

Volvemos al ilustrativo ejemplo de los juegos. Los reglamentos del el ajedrez o el fútbol son ejemplos característicos de sistemas normativos formales: proveen criterios para la valoración de acciones y el logro de objetivos, destinados a quienes se encuentran involucrados en dichas prácticas. En el marco de estos sistemas, la valoración de la acción se realiza de manera directa sin acudir al razonamiento moral. Aunque la agencia moral no regula las actividades, las autoriza (no hay, en sí mismo, nada malo en jugar esos juegos), se sirve eventualmente de ellas (podría ser que, bajo determinadas circunstancias, tuviéramos la obligación moral de jugar un juego) y las supervisa haciendo inaceptable que las reglas de los juegos incluyan determinados contenidos (como aquellos que narra la literatura distópica donde se sacrifica a algunos participantes)(18) (Ver Korsgaard, 2009: 20)

Teniendo en cuenta el contraste entre la ontología reflexiva y deliberativa de la moral, con la institucional de los sistemas normativos artificiales, es posible dar cuenta de la especificidad de lo jurídico en dos sentidos: a) como practica social que vincula a diferentes personas, que cumplen roles específicos asociados a la creación, interpretación y aplicación de normas; b) como sistema normativo artificial e institucional que contiene criterios deónticos de valoración de las acciones (como prohibidas, obligatorias o permitidas).

La práctica social tiene su justificación última en fines que cualquier sociedad compleja tiene que cumplir porque resultan en interés de todos (bien común) y para los cuales no son suficientes las obligaciones que podemos identificar (sin desacuerdos) a través del razonamiento moral.

En un estado de derecho democrático, el fundamento del poder de legisladores y jueces se basa en las preferencias de los ciudadanos, expresadas de manera libre y periódica. El rol del juez en la práctica social institucional del derecho se define con relación a los restantes roles, principalmente el de la legislatura. En una práctica jurídica institucionalizada, aplicar el derecho creado por la legislatura es la obligación moral constitutiva de la función del juez y resulta, por tanto, el presupuesto básico de toda ética judicial.

Lo expuesto muestra como el argumento sobre el carácter moral de la obligación contractual basada en la promesa es aplicable como fundamento de la ética judicial. De quien libremente acepta la función de juzgar, tal como está regulada en los estatutos relevantes, puede decirse que se ha comprometido, ante los demás agentes que participan en la práctica jurídica, a desarrollar la justicia institucional a través de la aplicación del derecho. Se trata de una obligación moral que presupone un principio general, según el cual los compromisos de este tipo deben ser respetados, cuyo contenido remite a los estándares que hacen al adecuado desempeño de su rol institucional.

La ética judicial es relevante según el marco de razones compartidas para la realización de la justicia institucional, a través de la creación y aplicación del derecho. Estas razones definen la finalidad y marcan los límites morales de la propia práctica. La posibilidad de una justicia de las instituciones impone, como presupuesto de la creación legislativa de normas obligatorias, en sentido moral, el establecimiento de derechos y libertades básicas iguales para todas las personas (Rawls, 1971). Estas libertades y derechos son esenciales para el ejercicio de la agencia moral autónoma; si faltan, no puede entenderse la expresión de preferencias electorales como el ejercicio de una soberanía popular que arbitra sobre las discrepancias sobre el bien común. Por ende, resultan una condición necesaria de la autoridad legítima de la legislatura.

La obligación moral de los jueces de aplicar el derecho, en aquellos casos en que no comparten el criterio de la legislación, tiene sentido sobre la base de este compromiso con la justicia institucional. Una ley que elimina una libertad básica o que afecta gravemente la igualdad formal entre las personas no es de aplicación obligatoria desde el punto de vista moral, pues a través de ella es imposible la realización de la justicia institucional. Esto no depende del criterio personal del juez sino de valores objetivos y razones compartidas por todos los participantes de la práctica de jurídica. En cambio, una ley que dispone un criterio de valoración de las acciones, que el juez no comparte pero no afecta las libertades y derechos básicos, pueden considerarse obligatoria, en tanto existan mecanismos democráticos efectivos para que pueda ser reconsiderada por la legislatura en el futuro.

6.Virtudes, deberes, consecuencias

La justicia institucional impone a jueces y legisladores roles cooperativos unificados por el ideal del estado de derecho. El buen desempeño de dichos roles requiere cualidades personales que conforman diversos estándares de actuación. El rol del legislador se configura en base a su involucramiento en la práctica jurídica como miembro de un grupo con una tarea específica: legislar, si es necesario hacerlo, en función de las exigencias del bien común (Ekins, 2012). Por tanto, le son aplicables, entre otros estándares: actuar según la base de las preferencias expresadas por sus electores, informarse sobre las necesidades de la comunidad e involucrarse de manera reflexiva en las discusiones de propuestas legislativas.

De manera análoga, los estándares característicos del rol del juez derivan de su compromiso fundamental con la aplicación del derecho creado por la legislatura, en los casos que llegan a su conocimiento(19): la independencia, que impone dejar de lado factores ajenos al derecho; la imparcialidad, que exige la plena equidistancia de los intereses contrapuestos; la motivación, que obliga a argumentar las decisiones de modo que puedan ser entendidas como la aplicación, objetiva y de buena fe, de las normas jurídicas.

Teniendo en cuenta que los estándares que caracterizan el rol del juez tienen fundamento en el compromiso con la justicia institucional, puede discutirse la forma en que se conectan con la ética normativa, es decir con los principios morales más abstractos de valoración de las acciones. Como fue adelantado, en tanto parte de una práctica social compleja, es imposible reducir el fundamento de la valoración de las acciones de los jueces a un solo principio último.

De acuerdo con el consecuencialismo, el valor de una acción depende de sus consecuencias, medidas en función de algún criterio determinado (promoción del bien, evitación del mal, utilidad, felicidad, satisfacción de preferencias, intereses, etc.). Esto implica un modelo de razón práctica según el cual el curso correcto de acción es siempre aquel que produce las mejores consecuencias(20). Esta idea resulta incompatible con la atribución de estándares específicos de rol como los que resultan típicos de la ética judicial, cuyo sentido depende de que, en general, funcionen como pautas independientes de las consecuencias.

Un juez que se planteara decidir directamente en función de su evaluación de las mejores consecuencias podría dejar de lado exigencias como la independencia, la imparcialidad y la motivación pues siempre existe la posibilidad de que la mejor respuesta provenga de estándares contrapuestos. Consecuencialmente, el mejor criterio de decisión podría no ser el establecido en la legislación, la solución óptima podría implicar alinearse con uno de los intereses en conflicto y la justificación más adecuada, aquella que haga verosimil una decisión contraria a derecho.

Aplicado de manera directa, como único parámetro de valoración de las acciones humanas, el consecuencialismo es incompatible con el reconocimiento de deberes, derechos y reglas. Si tomamos una versión restringida o indirecta como el utilitarismo de las reglas o de los derechos, eso nos conduciría a una ética judicial deontológica, ya que el criterio directo de valoración de las acciones serían las reglas que establecen los derechos y deberes, cuyo seguimiento general produciría las mejores consecuencias.

Esto deja como, posibilidades abiertas de fundamentación, los deberes y las virtudes. En tanto nos referimos a una ética articulada en torno a una obligación moral fundamental (aplicar el derecho creado por la legislatura), exigencias como la imparcialidad, la independencia y la motivación pueden ser entendidas como condiciones de su buen o excelente cumplimiento. En ese sentido, funcionan en el razonamiento práctico, no como deberes directos (aunque implican deberes directos), sino como estándares abiertos que generan la mayor confianza posible sobre el desempeño del rol judicial.

La independencia judicial, por ejemplo, constituye una postura del juzgador que implica deberes, pero no se reduce a estos. No consideramos como independiente al juez que cumple con un deber específico sino, más bien, a aquel que considera de manera cuidadosa las circunstancias, siempre cambiantes, de su actuación y evita aquellas conductas o compromisos que puedan interferir con el deber de interpretar de manera objetiva y aplicar la ley. Esto se ejemplifica en el Código Iberoamericano de Ética Judicial, donde los artículos segundo y tercero expresan la exigencia de independencia, de la manera más abstracta, como una virtud (la de quien no se deja influir por factores ajenos al derecho vigente y también pone de manifiesto que no recibe tales influencias) y el cuarto, establece un deber específico: no actuar en política partidaria.

De modo análogo, el juez imparcial es aquel que identifica, a través del estudio y la reflexión, los intereses en conflicto y adopta las acciones que sean necesarias, no solo para mantenerse equidistante de ellos sino también para que su equidistancia sea percibida por el público. El juez que motiva es aquel que se esfuerza en presentar una sincera y suficiente fundamentación de sus decisiones para que estas sean aceptadas, como instancias de la justicia institucional mediante la aplicación de la ley.

Otros estándares como la prudencia, la honestidad, la capacitación, la cortesía o la puntualidad son todavía más difíciles de entender como deberes directos, en tanto admiten múltiples interpretaciones en su articulación con la obligación de aplicar la ley y con los restantes estándares a considerar.

La mejor forma de caracterizar estas exigencias es, entonces, como virtudes judiciales, en tanto disposiciones del carácter que contribuyen al desempeño del rol asumido y, aunque implican deberes directos, imponen exigencias de razón práctica que exceden a estos.

Como fue dicho, una parte esencial del rol del juez (la más importante) es aplicar las reglas establecidas por la legislatura. Pero, en función de las deficiencias del lenguaje jurídico y de la frecuente remisión de las propias leyes a la moral o estándares indeterminados, hay un importante espacio para el razonamiento judicial creativo, donde cobran especial significación virtudes como la inteligencia, la honestidad, el coraje, etc.

Tampoco, desde luego, puede considerarse la virtud como ajena a las consecuencias directas de las acciones de los magistrados, pues resulta inevitable que, en sus decisiones, tengan en cuenta el impacto que ocasionan en el sistema jurídico y el mundo. Es probable que en alguna ocasión (que debería ser excepcional) consideren que deben apartarse de los criterios establecidos por la ley, en virtud de las graves consecuencias que implicaría su seguimiento.

Por otra parte, la determinación de lo que exigen, en la vida diaria, estándares como la independencia, la imparcialidad, la prudencia o el coraje, impone atención permanente a las consecuencias previsibles del comportamiento público y privado de los jueces, en especial cuando se considera su percepción social.

7.Conclusiones

La ética judicial tiene su justificación en el rol que asumen los jueces en la práctica jurídica, constituido a partir de la obligación moral de interpretar de manera objetiva y aplicar de buena fe el derecho legislado. Esta caracterización permite dar cuenta de manera unificada de las exigencias que se les aplican, que se comprenden mejor como virtudes, aunque también incluyen deberes directos y la necesaria atención a las consecuencias.

El modelo de razonamiento práctico desarrollado da cuenta de las funciones distintivas de la moral y el derecho, en un marco general de valoración de las acciones de los jueces. En un estado de derecho democrático, los fallos judiciales deben basarse en la identificación de criterios de decisión, que remiten a la autoridad de la legislatura. A su vez, para cada juez, la necesidad práctica de este proceso se origina en un compromiso moral, asumido de manera libre y autónoma con su rol institucional, lo que determina que los estándares de su conducta se reconozcan de manera reflexiva y argumentativa.

Referencias:

Aguiló Regla, J. (2009) “Dos concepciones de la ética judicial”. Doxa, 32, 525-539. https://doi.org/10.14198/DOXA2009.32.21Links ]

Amaya, A. (2011) “Virtudes, argumentación y ética judicial”. Diánoia, 67, 135-142. https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2011.67.174Links ]

Atienza, M. (2008) Reflexiones sobre ética judicial. Suprema Corte de Justicia de la Nación (México). [ Links ]

Berman, M. (2019) “Of Law and Other Artificial Normative Systems”. En D. Plunkett, S. Shapiro, S. & K. Toh (eds.) New Dimensions of Normativity. Essays on Metaethics and Jurisprudence (pp. 137-164). Oxford University Press. [ Links ]

Bertea, S. (2021) “Contemporary theories of legal obligation. A tentative critical map”. En S. Bertea, (ed.) Contemporary Perspectives on Legal Obligation (pp. 1-17). Routledge. [ Links ]

Bobbio, N. (1991) (1965) El Problema del Positivismo Jurídico. Fontamara. [ Links ]

Celano. B. (2022) El gobierno de las leyes. Ensayos sobre el rule of law. Marcial Pons. [ Links ]

Christiano, T. (2010) The Constitution of Equality: Democratic Authority and its Limits. Oxford University Press. [ Links ]

Dancy, J. (2017) "Moral Particularism". The Stanford Encyclopedia of Philosophy, E. N. Zalta (ed.), URL = https://plato.stanford.edu/archives/win2017/entries/moral-particularism/. [ Links ]

Davis, N. (1993) “Contemporary Deontology”. En P. Singer (ed.) A Companion to Ethics (pp. 205-218). Blackwell, [ Links ]

De Fazio, F. (2022) “La Naturaleza de la Ética Judicial”. Revista Argentina de Teoría Jurídica, 23 (1) 36-55. https://revistajuridica.utdt.edu/ojs/index.php/ratj/article/view/443Links ]

Dorsey, D. (2016) The Limits of Moral Authority. Oxford University Press. [ Links ]

Dowding, K., Goodin, R., & Pateman, C. (2004) “Introduction: Between Justice and Democracy”. En K. Dowding, R. Goodin, & C. Pateman (eds.), Justice and Democracy: Essays for Brian Barry (pp. 1-24). Cambridge University Press. [ Links ]

Dworkin, R. (1967) “The Model of Rules”. The University of Chicago Law Review, 35 (1), 14-46. https://chicagounbound.uchicago.edu/uclrev/vol35/iss1/3/Links ]

Ehremberg, K. (2016) The Functions of Law. Oxford University Press. [ Links ]

Ekins, R. (2012) The Nature of Legislative Intent. Oxford University Press [ Links ]

Fletcher, G. (2021) Dear Prudence. The Nature and Normativity of Prudential Discourse. New York: Oxford University Press. [ Links ]

Fried, C. (2015). Contract as a Promise. A Theory of Contractual Obligation. Oxford University Press. [ Links ]

García Amado, A. (2016) “Deontología judicial: ¿hay una ética especial para los jueces?” Nuevos paradigmas de las ciencias sociales latinoamericanas, 14, 7-38. https://nuevosparadigmas.ilae.edu.co/index.php/IlaeOjs/article/view/92/217Links ]

Gardner, J. (2012) Law as a Leap of Faith. Essays on Law in General. Oxford University Press. [ Links ]

Graham, G. (2004) Eight theories of ethics. Routledge. [ Links ]

Habib, A. (2022) "Promises". The Stanford Encyclopedia of Philosophy , E. N. Zalta & U. Nodelman (eds.), URL = https://plato.stanford.edu/archives/win2022/entries/promises/. [ Links ]

Hart, H.L.A. (1994) The Concept of Law. Second Edition. Oxford University Press. [ Links ]

Herrera, C. D. (2002). “The Moral Controversy Over Boxing Reform”. Journal of the Philosophy of Sport, 29 (2), 163-173. https://doi.org/10.1080/00948705.2002.9714632. [ Links ]

Hooker, B. (2010) “Consequentialism”. En J. Skorupski (ed.) The Routledge Companion to Ethics (pp. 444-455 ). Routledge [ Links ]

Hursthouse, R. (1996) “Normative Virtue Ethics”. En R. Crisp (ed.), How Should One Live? Essays on Virtues (pp. 19-36). Clarendon Press [ Links ]

Jackson. E., Goldschmidt., T. Crummett D., & Chan, R. (2021) Applied Ethics. An Impartial Introduction. Hackett Publishing. [ Links ]

Kagan, S. (2023) Answering Moral Skepticism. Oxford University Press. [ Links ]

Korsgaard, C. (2009) Self-Constitution: Agency, Identity, and Integrity. Oxford University Press. [ Links ]

Little, M.O. (2000) “Moral Generalities Revisited”. En B. Hooker y M.O Little (eds.), Moral Particularism (pp. 276-304). Oxford University Press. [ Links ]

Marquisio Aguirre, R. (2016) “La idea de una autoridad democrática”. Revista De La Facultad De Derecho, (40), 177-207. https://doi.org/10.22187/rdf201618Links ]

Marquisio Aguirre, R. (2017) “El ideal de autonomía moral”. Revista De La Facultad De Derecho , (43), 55-92. https://doi.org/10.22187/rfd2017n2a4Links ]

Mumford. S. (2019) Football: The Philosophy Behind the Game. Polity Press. [ Links ]

Olson, J. (2018). “Error Theory in Metaethics”. En T. McPherson & D. Plunkett (eds.), The Routledge Handbook of Metaethics (pp. 58-71). Routledge [ Links ]

Paakkunainen, H. (2018) “Normativity and Agency”. En T. McPherson & D. Plunkett (eds.), The Routledge Handbook of Metaethics (pp. 402-416). Routledge. [ Links ]

Plunkett, D. (2019) “Robust Normativity, Morality and Legal Positivism”. En D. Plunkett, S. Shapiro & K. Toh (eds.), New Dimensions of Normativity. Essays on Metaethics and Jurisprudence (pp. 105-136). Oxford University Press [ Links ]

Railton, P. (2020) “Can reason be practical? Narrow and broad conceptions and capacities”. En K. Sylvan, & R. Chang (eds.) The Routledge Handbook of Practical Reason (pp. 52-67). Routledge. [ Links ]

Rawls, J. (1971) A Theory of Justice. Belknap Press of Harvard University Press. [ Links ]

Raz, J. (1988) The Morality of Freedom. Clarendon Press. [ Links ]

Raz, J. (1999) Engaging Reason. On the Theory of Value and Action. Oxford University Press. [ Links ]

Raz, J. (2009) Between Authority and Interpretation. Oxford University Press. [ Links ]

Redondo, M. C. (1996) La noción de razón para la acción en el análisis jurídico. Centro de Estudios Constitucionales. [ Links ]

Saldaña Serrano, J. (2012). “Diez tesis sobre ética judicial”. Reforma Judicial. Revista Mexicana De Justicia, 1(20), 49-73. https://doi.org/10.22201/iij.24487929e.2012.20.8827. [ Links ]

Scanlon, T. (1998) What We Owe to Each Other. Harvard University Press. [ Links ]

Searle, J. (1964) “How to Derive "Ought" From "Is"”. The Philosophical Review, Vol. 73, No. 1, pp. 43-58. [ Links ]

Searle, J. (2010) Making the Social World. The Structure of Human Civilization. Oxford University Press. [ Links ]

Skoczeń, I. (2022) “Introduction to Interpretivism and the Limits of Law”. En T. Gizbert-Studnicki, F. Poggi, & I. Skoczeń (eds.), Interpretivism and the Limits of Law (pp. 1-11). Edward Elgar Publishing.Sinnott-Armstrong, W. (2006) Moral Skepticisms. Oxford University Press. [ Links ]

Strawson, P. (1962) “Freedom and Resentment”. Proceedings of the British Academy, 48, 187-211. https://www.thebritishacademy.ac.uk/publishing/proceedings-british-academy/48/strawson/Links ]

Sylvan, K. y Chang, R. (2020) “An introduction to the philosophy of practical reason”. En K. Sylvan, & R. Chang (eds.) The Routledge Handbook of Practical Reason (pp. 1-22). Routledge. [ Links ]

Swanton, C. (2003). Virtue Ethics. A Pluralistic View. Oxford University Press. [ Links ]

Wallace, R. J. (2019) The Moral Nexus. Princeton University press. [ Links ]

Wedgwood, R. (2018) “The Unity of Normativity”. En D. Star (ed.) The Oxford Handbook of Reasons and Normativity (pp. 23-45). Oxford University Press. [ Links ]

Notas: Como es sabidos, los términos “ética” y “moral” tienen origen etimológico y connotaciones similares. Aunque es pertinente diferenciarlos para distintos propósitos argumentativos, en un contexto como este se pueden usar de manera indistinta. Aquí utilizo el término “moral” para referirme a los estándares de conducta y “ética judicial” para connotar el estudio y la sistematización de esos estándares, que da lugar a una materia o disciplina académica específica.

2En el mundo latino, el más influyente cuerpo normativo es el Código Iberoamericano de Ética Judicial

3La virtud es una disposición del carácter, que se considera buena o valiosa, en cuanto permite el reconocimiento y la respuesta apropiada a las situaciones relevantes en un ámbito práctico determinado (Swanton, 2003:19). Por tanto, una ética de las virtudes planteará una conexión entre el carácter del agente racional y los criterios de valoración de sus acciones. Para algunos autores, esta conexión es constitutiva o definitoria, en tanto sostienen que la acción valiosa no es otra que aquella que un agente virtuoso hubiese desarrollado al enfrentarse a las circunstancias del caso (Hursthouse, 1996). Otros, en cambio, ubican el criterio de corrección en la realización del fin de la virtud, es decir, el bien básico que da significado al comportamiento virtuoso (ver Swanton, 2003:228). Desde ambas visiones, se promueve la identificación de los bienes internos de cada práctica y la promoción del desarrollo de los agentes involucrados en ella, por medio de la educación y el entrenamiento, para que estén en condiciones de realizar dichos bienes en las acciones que realizan.

4Las teorías consecuencialistas evalúan las acciones en términos de las consecuencias que se siguen de su realización. La valoración puede referir directamente a las acciones o las reglas generales que prescriben ciertas acciones. Aunque hay otras teorías consecuencialistas como el egoísmo, que valora cada conducta en función de las consecuencias beneficiosas relativas al agente que la desarrolla, la más conocida es el utilitarismo, que plantea criterios de maximización del bien neutrales al agente. Para el utilitarismo, el criterio de acción correcto se define en función de las consecuencias (en términos de producción del bien o evitación del mal) para todos los potenciales afectados, considerando de manera imparcial sus intereses (Hooker, 2010).

5Las éticas deontológicas se centran en la distinción entre lo bueno y lo correcto, afirmando que el valor moral de las acciones no se define por lo primero (la bondad del fin particular que se proponga el agente) sino por lo segundo (caracterizado a partir de exigencias expresadas en normas, reglas o mandatos). Por tanto, las concepciones deontológicas prescriben a los agentes el cumplimiento de exigencias de conducta, que se formulan de manera típica como prohibiciones y refieren al contexto de su decisión, no a toda la gama de consecuencias previsibles que se puedan originar a partir de ella (Davis, 1993).

6Estas concepciones de ética normativa tienen algo en común: aceptan que hay principios o propiedades generales relevantes para valorar, desde el punto de vista moral, acciones y situaciones. En ese sentido son generalistas. Al generalismo se contrapone el particularismo que, aunque acepta que hay verdades morales y que las razones de tipo moral tienen autoridad decisiva en la reflexión práctica, niega la necesidad y relevancia de principios generales en ese ámbito (Dancy, 2017). El particularismo rechaza la posibilidad de codificar cualquier tipo de generalización moral que tenga forma de principio o regla, pues considera que eso no contribuye a proporcionar una guía efectiva para la acción (Little, 2000). Por tanto, la ética judicial, que tiene como centro la codificación de estándares morales para valorar las acciones de los jueces, no puede ser fundamentada en una ética particularista.

7Ni el realismo jurídico, que asume un enfoque predictivo sobre las acciones de los jueces, ni las teorías que rechazan la racionalidad del discurso prescriptivo pueden involucrarse en el debate sobre los fundamentos de la ética judicial

8En lo conceptual, el dominio moral se distingue del prudencial, que refiere a cómo deberían vivir las personas en función del respeto por sí mismas y el objetivo de que sus vidas se desarrollen de la mejor manera posible (Fletcher, 2021). Sin embargo, no puede hablarse de dicotomía entre ambos pues podemos valorar, como parte de nuestros intereses, acciones y estados de cosas que contribuyen al bienestar de otros (ver Raz, 1999: pp. 264-268). El dominio moral y el prudencial se diferencian de los sistemas normativos artificiales en función de que, a diferencias de estos, sus estándares no se originan en acciones o decisiones humanas (Berman, 2019).

9Una teoría del error intenta dar cuenta de cómo cierto ámbito de discurso incluye creencias sistemáticamente falsas, lo que determina que sean equivocados los juicios que presuponen esas creencias (Olsen, 2018)

10Para una defensa exhaustiva del escepticismo moral, ver Sinnott-Armstrong, 2006. Una presentación general de las diferentes estrategias de refutación puede encontrarse en Kagan, 2023.

11De lo contrario, la ética judicial desembocaría en una suerte de positivismo ideológico, en tanto se afirmarían deberes morales de obedecer las normas jurídicas por el solo hecho de ser tales (ver Bobbio, 1991)

12Para profundizar la analogía, podemos concebir una ética del fútbol como el conjunto de estándares morales aplicables a los futbolistas. En ese ámbito prescriptivo, la fuerza normativa tampoco podría provenir (por sí sola) del propio reglamento del juego o de valores “especiales” a este. Por ejemplo, en su momento generó una difundida controversia la mano de Luis Suárez para evitar un gol que eliminaba a Uruguay del Mundial de Sudáfrica. La (a mi juicio equivocada) afirmación de que el jugador no debió realizar esa acción remitía a un orden moral que excede las consideraciones “futbolísticas”. El reglamento del juego preveía de manera específica las consecuencias de la acción: penal, expulsión y suspensión por el siguiente partido. Por tanto, de acuerdo con los estándares específicos de la práctica, formaba parte del legítimo cálculo de intereses del deportista evitar o no el gol con la mano. De hecho, un principio muy general sobre el cual se estructuran normativamente los juegos es que las acciones pueden, en principio, realizarse en el marco de su valoración reglamentaria. Para buscar excepciones, hay que apelar a otro dominio normativo: la moral. Si se postula la obligación moral, en el contexto del juego, de no evitar de manera intencional un gol con la mano (más allá de la consecuencia reglamentaria de la conducta), esta solo puede remitir a valores morales como la integridad o la justicia personal, que no se explican como parte de una ética especial o diferenciada para los futbolistas.

13La aplicación de la regla mayoritaria, basada en el principio de la igualdad política fundamental de los ciudadanos, resulta una condición necesaria pero no suficiente de la legitimación democrática. Esto surge de que la elección por voto mayoritario constituye un procedimiento puramente formal para recoger las voluntades de los ciudadanos y convertirlas en una decisión social. Pero nada garantiza sobre la sustancia de dichas decisiones y en consecuencia sobre la afectación de los intereses que están en juego en ellas. Si bien en una democracia el ciudadano debe aceptar decisiones que en ocasiones son contrarias a sus propias preferencias e intereses y que inclusive puede considerar injustas, tal como ha afirmado Brian Barry “nadie salvo un imbécil moral estaría realmente preparado para entregarse en cuerpo y alma al principio mayoritario” (citado por Dowding, Goodin & Pateman, 2004:5). La aceptación de la democracia es, por tanto, compatible con la creencia de que hay límites morales al principio mayoritario.

14Dejo aquí de lado un grupo de cuestiones que, por su grave afectación a la propia autocomprensión de las personas como agentes morales, ingresan en la denominada objeción de consciencia. La mejor forma institucional de lidiar con esas cuestiones es no ubicar a los jueces en la situación de tener que aplicar leyes objeto de desacuerdo moral intratable si su consciencia se los impide (por ejemplo, si lo solicitan, no asignándolos a una materia donde podrían enfrentarse a esa situación). Esta categoría no puede amplificarse al punto de imposibilitar el propio desempeño del rol de juez pues este supone el compromiso de aplicar, en la generalidad de los casos, leyes con cuyas soluciones no tiene por qué concordar.

15Por ejemplo, podría considerarse una exigencia moral supererogatoria que un padre tuviera que contribuir al castigo penal de su hijo.

16Lo que no quiere decir, desde luego, que la obligación contractual sea siempre decisiva en el conjunto de razones justificativas de los agentes. No es difícil imaginar ejemplos donde alguien deba incumplir un contrato para satisfacer requerimientos morales o prudenciales más acuciantes.

17Esto hace a la propia lógica de la transición (ideal) de un mundo prejurídico (estado de naturaleza) a un mundo jurídico, donde distintas autoridades asumen los roles de creación y aplicación de normas. Es posible pensar en un mundo social donde, sin normas preexistentes, los miembros de la comunidad deciden atribuir la resolución de conflictos a una autoridad, cuyas decisiones constituyen, por tanto, la creación y aplicación simultánea de normas jurídicas (Ver Eheremberg, 2016:20).

18Es contestada la aceptabilidad moral de deportes como el boxeo porque generan un riesgo de graves daños entre sus participantes (Ver Herrera, 2002)

19La inherente imperfección del derecho, como creación humana, hace imprescindible que el rol del juez incluya tareas adicionales a la aplicación de la ley, como la determinación, a través de la actividad interpretativa, de los contenidos formulados de modo deficiente, la adecuación al caso según valoraciones de equidad y la creación (intersticial) de reglas generales, cuando las fuentes legislativas no ofrecen respuestas concluyentes o remiten a la valoración moral de los propios aplicadores

20El cálculo completo de las consecuencias potenciales de cada acción resulta imposible por razones epistémicas. De cada curso de acción surgirán innumerables consecuencias directas e indirectas, previsibles y no previsibles, positivas y negativas. Por ende, tomar las consecuencias como único principio, implica dejar siempre abierta la valoración de las conductas pues, para cada alternativa, la cadena de consecuencias es inabarcable (Ver Graham: 2004:138-139).

Nota de aprobación del editor: El editor es el responsable por la publicación de este artículo.

Nota de contribución autoral: Conceptualización: Ricardo Marquisio Aguirre

Nota de disponibilidad de datos: El conjunto de datos completos que apoya los resultados de este estudio no se encuentra disponible

Recibido: 23 de Septiembre de 2024; Aprobado: 22 de Noviembre de 2024

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons