Desde 2016, es decir, desde las victorias de Trump y del Brexit, que gran sorpresa trajeron no solo a la política, sino también a las sociedades y a los ciudadanos, las razones clave capaces de dar respuestas a esta sorpresa se encontraron en la difusión de fake news en las redes sociales, que marcaron el comienzo de una era de posverdad. Sobre esto se produjeron muchos discursos explicativos y críticos. Este artículo no pretende adentrarse en esta red tan compleja (ver Santaella, 2018 y 2021), sino retomar uno de sus hilos, a saber, la cuestión de las fake news, cuyo nombre fue sustituido por el término desinformación. Aunque los argumentos de los periodistas a favor de este reemplazo son convincentes, ya que si son falsas no pueden ser noticias, el uso de la palabra desinformación trae importantes implicancias. Desinformación es el antónimo de información. Sin embargo, la historia del desarrollo conceptual de la información está llena de ambigüedades. Por tanto, la desinformación acaba inevitablemente heredando estas ambigüedades y, lo que es peor, acentuándolas y dificultando aún más la tarea de desenmascarar las fake news.
Ante esto, este artículo se propone discutir la contribución que la semiótica filosófica de Peirce puede aportar al esclarecimiento del concepto de información sin reducirlo a su significado matemático original, ni a la comprensión vaga e indefinida con la que habitualmente se utiliza. En consecuencia, se abre el camino para la clarificación del término desinformación, que también ha sido utilizado de forma aún más nebulosa que su antónimo.
El prefijo des- en la palabra desinformación es un prefijo de privación que produce un vaciamiento del significado que pueda tener información. Buscar una comprensión más precisa de la desinformación que nos saque de la niebla semántica en la que está envuelta implica volver al concepto de información. Es un retorno necesario porque, debido al desgaste del tiempo y al olvido de sus significados originales, el término información empezó a utilizarse como un comodín, un truco de todos los oficios, usado de forma vaga, burda, nunca claramente definido, lo que le confiere el poder de tránsito propio del lugar común. De hecho, el concepto es tan familiar que acaba siendo utilizado incluso por quienes lo critican, probablemente porque no encuentran algo mejor que poner en su lugar. Según Sholle (1999, párr. 5):
El uso de la palabra ‘información’ como adjetivo descriptivo se ha disparado hasta el punto de ser casi absurdo: era de la información, sociedad de la información, economía de la información, autopista de la información, milenio de la información, revolución de la información. Pero ¿qué significa esta palabra ‘información’ en estas construcciones y cómo se convirtió en la nueva palabra clave para la autodefinición de nuestra formación social? A primera vista, parece que la definición de ‘información’ es clara y no plantea problemas: todos sabemos, en sentido común, qué es. Pero inmediatamente resulta evidente que no podemos especificar exactamente el término en su uso cotidiano, y que el término se utiliza de otra manera cuando se asocia con las palabras ‘sociedad’, ‘edad’, etc. O ‘información’ se usa de manera demasiado ambigua, como un lugar de recolección de múltiples significados que se generan al aplicar el término a una desconcertante variedad de prácticas diferentes; o bien, ‘información’ se utiliza de manera muy precisa, es decir, con su significado vinculado a funciones tecnológicas estrictamente específicas, como las que se generan en el campo de las ciencias de la información o la ingeniería.
Cuando nos referimos a la erosión del significado debido al uso abusivo de una palabra, debe entrar en juego un punto de vista semiótico, especialmente porque la semiótica se preocupa por los contextos de uso de las palabras y por la forma en que sus posibles interpretaciones dependen de las experiencias colaterales que el intérprete puede tener de los significados que tanto el contexto lingüístico como el extralingüístico confieren a las palabras. Así, la semiótica puede ayudar a rastrear las formas en que la confusión que subyace a los usos de la palabra información termina contaminando el caos semántico en el que se difunde su antónimo desinformación. En este caso, ocultar el carácter metafórico de información y su uso indiscriminado e irreflexivo en diversos fenómenos funciona como munición para la acumulación de confusión y desorientación con la que se ha utilizado la desinformación en el bullicio de las redes sociales hasta el punto de convertirse en una especie de palabra fetiche, situación que hay que evitar; de lo contrario, la lucha contra la desinformación y sus consecuencias no tendrá los efectos deseados. Es a esa cuestión que este artículo pretende contribuir.
Información y semiótica
De la semiótica de C. S. Peirce es posible extraer una teoría detallada de la información que no parte de ningún supuesto de una teoría matemáticamente cuantificable del concepto y trata la cuestión del significado como debería esperarse. La teoría es extremadamente compleja, si se la toma en la medida que requiere. Dado que la exploración de esta complejidad ya ha sido realizada por Nöth y Amaral (2011) y Nöth (2012), aquí solo se presentarán algunos fragmentos que parecen suficientes para una breve visión general del tema.
Según Nöth y Amaral (2011), la teoría de la información de Peirce pasó por dos fases. En su primera fase, la información era propiedad de uno de los tipos de signos, a saber, el símbolo. En la segunda fase, además de expandirse a otros tipos de signos, especialmente los indiciales, la teoría también involucró cuestiones pragmáticas. En el ámbito de las más diferenciadas ciencias y artes, la palabra símbolo ha sido y sigue siendo utilizada con tal generosidad que su significado se ha vuelto un velo de niebla. La definición peirceana, por el contrario, es técnica y precisa. Un estudio detallado del símbolo se puede encontrar en Santaella (2001). Pero sigamos con una definición más general que debe comenzar con la definición de signo, del cual el símbolo es uno de los tipos.
El signo es un proceso triádico, compuesto por un primer elemento, el signo, que, dentro de determinadas capacidades y límites, representa, es decir, indica, aplica o refiere a algo que está fuera de él, su objeto. Al estar determinado por este objeto, el signo tendrá el poder de servir de mediador entre el objeto y una mente interpretadora en la que producirá un efecto que se debe indirectamente al objeto. Este efecto, sea del tipo que sea -sentimiento, reacción, pensamiento-, es otro signo, al que Peirce llamó interpretante. Esta es la definición más abstracta. Se le agregó una cuadrícula de diferentes clases. La que se ha vuelto más conocida es la tríada de ícono, índice y símbolo, como sigue.
Si el signo en sí es una cualidad, un cuali-signo (por ejemplo, un color azul claro); en relación con el objeto al que se parece, este signo solo puede funcionar como un ícono (del cielo en un día soleado que sugiere el azul). Y en relación con el interpretante, que es capaz de producir, el cuali-signo icónico solo puede ser un rema, un signo hipotético o conjetural (el azul claro puede sugerir el cielo, pero también puede sugerir otras cosas azules).
Si el signo en sí es un sin-signo existente (por ejemplo, una foto en la portada de un diario), con relación al objeto que indica (una determinada situación de la realidad que la foto capturó), este signo funciona principalmente como un índice y con relación al interpretante que es capaz de producir. El signo indexical será interpretado como un dicente, un signo de existencia concreta (sería posible tener acceso a la situación fotografiada por otros medios, especialmente el testimonio).
Si el signo en sí es un legi-signo (por ejemplo, este párrafo en español que ahora lee el lector o la lectora), con relación al objeto que representa, en la clasificación de signos de Peirce, este signo funcionará como símbolo y con relación al interpretante que debe producir; el legi-signo simbólico será interpretado como argumento, principio de secuencia (el efecto de significado que produce este párrafo en la mente de quien lo lee).
Siguiendo con el símbolo, en su relación con la información involucra otros dos conceptos, el de denotación y connotación, y se presenta como un estado determinado en un proceso de adquisición de conocimiento. La relación entre extensión, comprensión e información se expresa en la siguiente ecuación: extensión × comprensión = información (CP 2.419). Esto significa que la información es producto tanto de la denotación como de la connotación del símbolo. Pero Peirce da prioridad a la connotación porque la suma de los caracteres del símbolo gobierna su aplicabilidad. Así, en una definición más precisa de información, esta estaría más conectada con la comprensión que con la extensión, ya que se define como la cantidad de comprensión que tiene un símbolo más allá de lo que limita su extensión.
Por tanto, la información es aquella parte de la comprensión de un símbolo que excede lo necesario para delimitar su extensión. Según Johansen (1993), Peirce distingue entre la extensión esencial, informada y sustancial del símbolo y su profundidad o comprensión. El alcance informado de un símbolo es todo lo que se puede predecir en un supuesto estado de información. La profundidad informada son todos los caracteres reales que se pueden predicar de un símbolo en un supuesto estado de información. La extensión y profundidad esenciales de un símbolo son la extensión y profundidad que tendría en un estado imaginario de información en el que los únicos hechos conocidos serían los significados de las palabras.
La extensión y profundidad sustancial de un símbolo serían un estado imaginario en el que la información llegaría al conocimiento completo de todo lo que existe (CP 2.409-415). En este sentido, la información es el conjunto de caracteres que se pueden predicar de un símbolo menos los caracteres contenidos en su definición verbal. Otra forma de definir la información es concebirla como un proceso de adquisición de conocimiento. La relación entre información y conocimiento es recordada por varios autores que abordan el tema. Esta discusión no se seguirá aquí, ya que implicaría un artículo separado.
Así, cuando nos centramos en un término (signo o, específicamente, un símbolo) en un determinado instante o etapa, es posible «observar que siempre, cualquiera que sea el instante o etapa, hay un conjunto de cosas a las que ese término puede aplicarse en ese momento y hay otro conjunto formado por todas las características (predicados o formas) que pueden asociarse efectivamente a ese término en ese momento exacto (en el que se centra ese término)» (Nöth y Amaral, 2011, p. 13). Ambos conjuntos son, respectivamente, como se explicó anteriormente, la denotación informada y el significado informado de ese término en ese momento.
Por lo tanto, según la exposición de Peirce, la denotación informada y la significación informada deben presuponer un estado de información que se encuentra en algún lugar entre dos extremos imaginarios (CP 2.409), un estado mínimo de información y un estado máximo de información (Nöth y Amaral, 2011, p. 13).
Cuando escribimos y leemos, hablamos y escuchamos, así como cuando enseñamos y aprendemos, la información se acumula en un estado de información cada vez mayor. Este es el resultado de la suma de todas las proposiciones que se suponen verdaderas en un instante dado que se sitúa entre dos extremos hipotéticos, una extensión y una profundidad sustanciales. Esta última es un estado hipotético en el que se conocen todos los significados de todos los términos (incluso si los hechos no) y, a su vez, el primero de estos estados hipotéticos es uno en el que se conocen todos los hechos y, por tanto, no son necesarios términos generales para denotarlos (W 2, p. 79, en Nöth y Amaral, 2011, p. 14).
Una de las correlaciones clarificadoras entre la información y el marco de la Teoría General de los Signos elaborada por Peirce se encuentra en la relación entre el signo y su objeto de referencia.
Semióticamente, lo que la información parece hacer es darle forma al signo con el propósito de hacerlo (cada vez más) similar o fiel a lo que representa (lo que, en semiótica, llamamos objeto dinámico) una vez que el ámbito de un proceso interpretativo (ideal) es precisamente reducir la distancia que separa un signo de su objeto (W 2, p. 79, en Nöth y Amaral, 2011, p. 11).
Esta es una aproximación que se hace evidente al considerar el crecimiento del signo a través de sus interpretantes en una cadena de argumentos. Pero primero debemos asumir un contexto en el que se pueda entender esta cadena de argumentos (W 2, p. 79, en Nöth y Amaral, 2011).
Sin que sea posible desarrollar estas complejas relaciones que nos llevarían demasiado lejos, algunos detalles adicionales relativos a la fidelidad o no del signo en su capacidad de representar su objeto de referencia se verán más adelante, cuando hagamos mención a la desinformación en su relación con la verdad factual. Para este fin, la segunda versión de la teoría de la información de Peirce es de gran ayuda, ya que ha experimentado una ampliación de su horizonte teórico, y abarca ahora aspectos pragmáticos, cognitivos y semióticos de la información. Según esta última versión, la información es algo que puede llevarse o transmitirse tanto de forma verbal como no verbal y no es solo una cuestión de significado, sino también de comunicación.
Sin embargo, en su primera fase, la teoría peirceana presenta al menos dos méritos: 1) no restringe, de ninguna manera, la información a una unidad de medida, matemáticamente cuantificable, lo que permite su aplicación a procesos de comunicación discursiva; 2) integra de manera cohesiva el contexto de aplicabilidad, significado y alcance de la información en el conocimiento. En esta primera fase, Peirce limitó la información a un atributo del símbolo, responsable tanto de su aplicación como de su significado. Por ello, para comprender el funcionamiento de las situaciones comunicativas no verbales, es decir, la naturaleza de sus mensajes, su contextualización y los procesos de recepción que son capaces de producir, el concepto de semiosis resulta mucho más eficaz. Esto se debe a que la noción lógica de semiosis como acción de los signos implica una infinidad de tipos de signos y sus correspondientes formas de actuar. Este juicio también se aplica al caso del habla verbal, ya que, como se demostró anteriormente, la información es solo un ingrediente del símbolo. No solo el símbolo involucra otros elementos además de la información, sino que el discurso verbal también se entremezcla con otros tipos de signos, además del símbolo.
Después de 1900, las distinciones tipológicas de Peirce entre el signo considerado desde la perspectiva de su objeto (visto, por tanto, como un ícono, índice o símbolo) y su interpretante (visto, en este caso, como un rema, dicente o argumento) se vuelven relevantes para el estudio de la información. Los términos y proposiciones luego se redefinen como remas o signos remáticos y como dicentes o signos dicentes respectivamente. La información, entonces, ya no se limita a los símbolos, pertenece también a los índices, es decir, a los signos que no se expresan verbalmente en proposiciones. Además, Peirce interpretó los símbolos dicentes como un tipo de signo que debe incorporar un índice y un ícono como requisitos previos para transmitir información.
Las contribuciones de la semiótica peirceana para aclarar la noción de información parecen relevantes para la discusión de las ambigüedades semánticas que rodean hoy el uso de la palabra desinformación.
Ajuste de cuentas con la desinformación
Es cierto que el desarrollo histórico del concepto de información dejó como resultado mucha ambigüedad. Para comenzar la discusión de su antónimo, desinformación, existen factores semióticos relevantes en el concepto de información que deben exponerse como demostración de lo que la desinformación, de entrada, deja en falta. En 1981, además de la significación y la novedad, Dretske (1981, p. 44) postuló la verdad como criterio adicional para que un mensaje sea informativo. Un mensaje falso (aunque tenga significado) no es informativo. Lo que se entiende por «(dar) información falsa e ‘información errónea’ no son efectivamente tipos de información».
Si ese fuera el caso, la desinformación no causaría daño. Sin embargo, a diferencia de Dretske, quien sostiene que solo los signos verdaderos pueden transmitir información, Peirce postula que todas las proposiciones transmiten información. Lo ficticio, por ejemplo, es aquello que es meramente posible y puede ser informativo en la medida en que lo posible es «aquello que, en un determinado estado de información (real o simulada), no se sabe;aún; si es verdadero» (CP 3.527). Sin embargo, no hay información alguna en las pseudoproposiciones que carecen tanto de denotación como de connotación. Por ejemplo, «hombres con cola» espera una denotación (aunque sea ficticia), porque, aunque implique que hay, por un lado, hombres y hay, por el otro, individuos o cosas con cola, esto no niega que estas clases son mutuamente excluyentes. Por lo tanto, los términos están a la espera de información (W 1, en Nöth y Amaral, 2011).
Distinto es el caso de «quien se vacuna contra el virus se convierte en caimán» (frase pronunciada por el entonces presidente Jair Bolsonaro y difundida en las redes), porque esta afirmación, que podría encajar en un cuento de abuelas, si se toma en su tono humorístico pasa a actuar como si fuera cierto en la vida real, dependiendo de las fuerzas del contexto pragmático que actúan sobre el intérprete y su condición en ese contexto. Aunque lejos de la verdad, porta información, y aquí es precisamente donde reside la gran paradoja de la desinformación: a pesar de tener el significado de vaciar el sentido de la información, acarrea, paradójicamente, mucha más información de la que uno puede imaginar.
El cálculo de probabilidades de Bar-Hillel y Carnap (1953) para medir información semántica encaja aquí como anillo al dedo. Mientras que las proposiciones lógicamente verdaderas, llamadas tautológicas, poseen una cantidad mínima de información, las oraciones lógicamente falsas, por el contrario, transmiten una cantidad ilimitada de información. Este es -sin duda y lamentablemente- el caso de lo que, en el uso actual, se llama desinformación.
¿Cuál es el papel del intérprete en la acción informativa? Peirce no considera la información simplemente como una cuestión relacionada con el estado de conocimientos del intérprete. Este sería solo un tipo de información, a saber, la información actual que un símbolo «despierta efectivamente en un intérprete particular» y que Peirce clasifica como perteneciente al interpretante actual del signo (MS 854, pp. 2-3; Johansen, 1993, p. 146). Pero cuando Peirce considera: «si me informas de alguna verdad que ya sé, entonces no hay información» (MS 463, p. 13), él extiende su teoría semántica inicial de la información esencial a una teoría pragmática y cognitiva de la información actual. La información, en este sentido, se refiere al nuevo conocimiento que un intérprete actual obtiene de un orador o escritor actual. La información, de esta manera, sirve para ampliar el horizonte de conocimiento de un intérprete actual. El nuevo estado de conocimiento es distinto del viejo estado de conocimiento: «nada puede aparecer como definitivamente nuevo sin ser contrastado con lo viejo como fondo» (CP 7.188). Y esto es lo que tiene en común la obtención de información con el aprendizaje. Además, la progresión de información antigua a nueva también es característica del razonamiento en general. Esto explica por qué podemos aprender a través de inferencias lógicas, porque «todo razonamiento conecta algo que se acaba de aprender con el conocimiento ya adquirido» (Nöth y Amaral, 2011, p. 21).
Además de la novedad informativa como criterio para el crecimiento del conocimiento, Peirce formula otros dos criterios pragmáticos que deben satisfacerse para una comunicación exitosa de información: el hablante y el oyente deben tener algo en común en sus horizontes de conocimiento y el mensaje debe ser indicialmente relacionado con alguna experiencia real de ambos. Sin embargo, es necesario señalar aquí que, cuando esta relación indexical entre el mensaje y la experiencia real a la que se refiere se interrumpe, es decir, cuando se pervierte la verdad factual (Arendt, 1972), este es el punto en el que entramos en el territorio proliferante de desinformación. El criterio del anclaje indexical del objeto del signo en el mundo de la experiencia actual del receptor es un requisito que se aplica a los hechos en el tiempo y el espacio (Bucci, 2019; Santaella, 2021). Es esta exigencia la que resulta herida de muerte en el caso de todas las afirmaciones falsas y otras como «recibir una vacuna causa autismo».
Las explicaciones anteriores no agotan las cuestiones semióticas involucradas en la desinformación. Van mucho más allá y su desarrollo implicaría un proyecto de investigación que haga justicia a su complejidad. Lo que aquí se presenta es solo una muestra que puede servir como ejemplo de las enormes dificultades que presenta la desinformación para quienes buscan comprenderla y luchar contra ella. Por ahora, queda constancia de que, aunque desinformación significa literalmente «privación de información», este significado literal puede dar lugar a muchos malentendidos. Resulta de la discusión desarrollada en este artículo, en primer lugar, que el supuesto vacío o desviación del significado de desinformación no debe llevar a olvidar que las ambigüedades históricas del concepto de información siguen pesando sobre la desinformación. Esta es una herencia que lleva esta palabra.
Las discusiones desarrolladas anteriormente se refieren al concepto de información y a las repercusiones y resonancias que recaen sobre la noción de desinformación considerada en abstracto. Cuando se sabe que el significado de cualquier palabra solo presenta sus consecuencias pragmáticas cuando se sitúa contextualmente en los efectos culturales, políticos y psíquicos que provoca, llevar adelante la cuestión de las consecuencias pragmáticas de la desinformación implica buscar responder, al menos, las siguientes preguntas: ¿Bajo qué circunstancias funciona la desinformación? ¿En qué circunstancias el receptor es capaz de reconocerlo? Las posibles respuestas requieren penetrar en las nuevas y muy disruptivas condiciones que los procesos de comunicación en las redes digitales no dejan de presentar, de las cuales a continuación solo se darán algunos indicadores; se pueden encontrar explicaciones más detalladas en Santaella (2018 y 2021).
Modos pragmáticos de funcionamiento de la desinformación
Concebida genéricamente como una medida de la novedad de los signos de un sistema, la palabra información siempre ha encontrado gran aceptación en el mundo periodístico por su similitud o incluso contraste con la idea actual de noticia, es decir, la idea de que esperamos de cada noticia que tenga un cierto grado de novedad y que amplíe nuestro conocimiento. También encontró aceptación en el sentido común, ya que, en la vida cotidiana, lo improbable se considera especialmente informativo o incluso sensacionalista, y lo probable parece poco informativo o monótono.
Sin embargo, el universo periodístico y de la comunicación en general ha cambiado y sigue cambiando de escala cada día. Entraron en la creciente escalabilidad de los bits computacionales y en la aceleración del uso de sus interfaces. La comunicación ha penetrado definitivamente en las interacciones digitales que hoy caminan hacia las complejas condiciones de la datificación. En este contexto, la información y la desinformación ya no funcionan como antes. Por lo tanto, he sostenido que es necesario tratar las palabras fake news, deep-fake y posverdad como nociones situadas. Es decir, la discursividad humana comenzó a actuar de una manera completamente nueva y proliferante a partir de 2016, cuando se hizo evidente el carácter político inseparable de estos términos. Las fake news y el deep-fake tienen un contorno semántico relativamente claro: mensajes verbales, visuales o audiovisuales diseñados para engañar. Por lo tanto, calzan como anillo al dedo en políticas con tendencias engañosas y fraudulentas. Este es el contexto propicio para la posverdad, que no debe ser tomada como la inexistencia de la verdad, sino más bien como su nuevo hogar en entornos perversos en los que la verdad ya no importa.
Al menos desde 2018, muchas voces se han alzado contra el uso del término fake news, proponiendo su sustitución por desinformación. Una de las justificaciones para esto apuntaba a la falta de un significado directo y comúnmente entendido de las noticias falsas. En rigor, la propuesta de reemplazo contenía una estrategia para rescatar y mantener un significado posiblemente verdadero del término noticia. Si noticia significa «información verificable de interés público», entonces la información que no cumpla con estos estándares no merece la etiqueta de noticia. Por tanto, la expresión noticias falsas no es más que un «oxímoron que se presta a dañar la credibilidad de una información que realmente cumple con el umbral de verificabilidad e interés público -es decir, noticias reales-» (Berger, 2018, p. 7). Se decidió, entonces, que para tratar los actos de fraude como lo que son -«una categoría particular de información falsa en formas cada vez más diversas de desinformación, incluso en formatos de entretenimiento como los memes visuales» (Berger, 2018, p. 7)-, noticias falsas debe ser reemplazado por desinformación, que se refiere a
intentos deliberados (a menudo orquestados) de confundir o manipular a las personas mediante la transmisión de información deshonesta. Esto a menudo se combina con estrategias de comunicación paralelas y cruzadas y un conjunto de otras tácticas, como piratear o comprometer a las personas. El término «desinformación» a menudo se refiere a información engañosa creada o difundida sin intención manipuladora o maliciosa. Ambos son problemas para la sociedad, pero la desinformación es particularmente peligrosa porque a menudo es elaborada, cuenta con buenos recursos y se ve acentuada por la tecnología automatizada (Berger, 2018, p. 7).
En Santaella (2021) esta discusión fue llevada más allá. Es importante destacar en el contexto de este artículo la imposibilidad de enmarcar y detener la filtración incontenible de significados demasiado vagos de la noción de desinformación, lo que hace que sea mucho más difícil combatirla que su compañera, fake news, contra la cual existe el arma de la verdad factual. Los perfiles diferenciales entre desinformación, información incorrecta y desorden informativo no son más que síntomas de la imposibilidad de encuadrar el tsunami de mensajes engañosos que corren desenfrenadamente por las redes. Esto es tan cierto que, a la hora de buscar un marco para la desinformación y establecer una posible tipología para ella (ver HiveMind, 2022), esta tipología es idéntica a las tipologías que también se desarrollaron para las fake news (Santaella, 2021).
¿A dónde quiero llegar? Si la desinformación sigue siendo sinónimo de noticias falsas, de efusión de pasiones tristes, guiadas por el odio y sus efectos políticos nocivos y destructivos, hay maneras de combatirla y ya hemos sido testigos de ello en el trabajo de innumerables agencias de verificación de datos, es decir, de los agentes de la verdad factual. Sin embargo, si el significado de desinformación no coincide, sino que se queda corto o va más allá de fake news, esta alternativa no es capaz de disimular que la palabra desinformación empezó a comportarse como el mito de Fernando Pessoa, es decir, un todo que no es nada. Esto incluye, por ejemplo, las riadas de disparates que inundan las redes a cada segundo. También hay un sinfín de videos de autoayuda que prometen una supuesta felicidad con cada metáfora. Todavía hay miles de opiniones disfrazadas de conocimiento. Por último, pero no menos importante, están los discursos que se venden como académicos sin responder a la seriedad de la investigación necesaria para lo que predican. Vale la pena hacerse la pregunta: ¿hay maneras de filtrar tantas facetas y niveles de desinformación?
He repetido hasta la saciedad que no veo otra estrategia que las que dan fruto en una formación educativa para la vida, es decir, que ponga de relieve la ética y las disposiciones a actuar que de ella surgen, disposiciones que emergen, incluso, de una ética del intelecto y de la sensibilidad, precisamente la definición que Peirce dio a la semiótica.