1. Introducción mínima: un observatorio para el arte y la literatura
Explorar las posibilidades semióticas, estéticas y cognitivas del arte y de la literatura, y después las epistemológicas de sus estudios relacionales, solo puede hacerse si confiamos en una doble capacidad: la capacidad primaria de los textos literarios y de las obras artísticas para operar como lenguajes pluricodificados1, que engendran experiencias sensibles culturalmente modeladas y que absorben e irradian discursos sociales, criticándolos cuando parece oportuno; y la capacidad secundaria de nuestras disciplinas científicas para describir y analizar esa sofisticada capacidad primaria. Empezaremos la exploración del funcionamiento intersemiótico, interartístico e interdiscursivo del arte y de la literatura -tal será nuestra terminología- por los aspectos interartísticos, en beneficio de la claridad histórica. Las hipótesis que haremos nuestras se desplegarán de la manera más simple posible. Huelga decir que cabría, desde la erudición y a través de múltiples ramas humanísticas, formular objeciones y sugerir ampliaciones a lo que diremos. Pero la semiótica, a cuya tutela se acogen nuestras páginas, siempre ha querido distinguirse por su voluntad proposicional y su vocación sintética. Y nos gustaría pensar que esa estrategia es científicamente productiva, y que tiene su lugar reservado en el foro de las humanidades.
2. La interartisticidad o un modo originario de producción estética
Las ciencias del arte suelen tratar a las distintas prácticas artísticas y a las literaturas como si formaran parte de una unidad histórica, difusa pero efectiva. Apoyándose en las categorías del idealismo alemán, y en particular en la estética de F. Hegel, suponen que las unas y las otras están embebidas en un mismo Zeitgeist (“espíritu del tiempo”), o dirigidas por una idéntica Weltanschauung (“visión del mundo”), o que al menos poseen una “unidad de estilo”: los textos literarios y las obras de arte de un mismo corte temporal se hallarían en relación de coherencia entre sí y con los acontecimientos políticos, económicos, sociales y culturales coetáneos. Nada parece más natural que enlazar, por ejemplo, la novela realista con la pintura impresionista desde Courbet a Van Gogh o Cézanne, pasando por Fantin-Latour o Sisley, a la vez que con las sucesivas industrializaciones de las sociedades occidentales, con su paulatina conversión en democracias, con el acceso masivo a la alfabetización, con la retirada de las religiones institucionales hacia la esfera de la vida privada, etc. De hecho, el trazado de esta clase de vínculos está incluido en los patrones de razonamiento que se aprenden durante la formación escolar en historia de la literatura o historia del arte. Por otro lado, la aparición contemporánea de dispositivos híbridos estético-literarios y la instauración de una transmedialidad extensiva, acaecidas gracias a la convergencia del arte, la ciencia y la tecnología sobre un difuso horizonte de transhumanismo, vuelven aún más pertinentes los métodos holísticos aplicados a la materia de la creación artística y literaria.
Sin embargo, ha sido relativamente fácil criticar esa forma de ver las cosas desde disciplinas especializadas como la literatura comparada o los estudios de cultura visual. Para una literatura comparada más o menos canónica, la literatura y el arte evolucionan independientemente: así, sería constatable que, entre otros casos de asincronía, los romanticismos pictórico, musical y literario no cambian al mismo ritmo, o incluso que la música llamada “clásica” no tiene origen ni parangón posible en la Antigüedad greco-romana, a diferencia del clasicismo literario2. Según los estudios visuales, que radicalizan la percepción de las divergencias interartísticas, las grandes investigaciones cronológicas, por fuerza basadas en presupuestos borrosos (en similitudes de intención, o en las citadas semejanzas de estilo entre las artes, etc.), solo alcanzan a desplegar un historicismo trivial, y a formular proposiciones estéticas abstractas3, poco interesantes más allá de la cultura general: el barroco, o el período artístico, literario y musical marcado por la metáfora y por la búsqueda de formas dinámicas y efectistas; la posmodernidad, o la explosión del juego con los significantes, la liberación respecto de la historia, la fusión y confusión entre ficción y realidad, la apoteosis de la autorreferencia y de la metasemiosis; la transmodernidad4, o la asunción de que el arte y la literatura ya son parte de una ciberontología irreversible en cuyo seno se producen, además de obras estéticas, nuevos modos de experiencia e inéditas formas de vida, etc.
La desconfianza de los especialistas hacia la presunta coherencia sincrónica de los diversos campos culturales está sin duda en cierta medida justificada. Siempre será posible recopilar singularidades en la arquitectura, la poesía, el cine o el diseño, y formar con ellas corpus que invaliden cualquier pretensión de establecer categorías históricas transversales. Dicho esto, si el arte y la literatura se contemplan en el interior de la configuración antropológica, como en otro lugar hemos defendido5, resultará igual de sencillo probar que son, por definición y desde sus orígenes en la prehistoria, interartísticos. Y ello los hace, en tanto gigantescos archivos de símbolos, más accesibles para el instrumental de los historiadores de la cultura que para el de los expertos únicamente en lo verbal, lo visual o lo sonoro. Puede que una sonata de Scarlatti, un soneto de Torres Villarroel y una escultura de Felipe de Castro no constituyan propiamente un analogon los unos de los otros, pero la investigación de sus contenidos y de sus expresiones descubre allí algunos principios comunes que sería injusto juzgar como arbitrariamente inventados por el investigador6. La hipótesis de que todas las artes comparten unos mismos contenidos, enraizados en un fondo común mitosimbólico, en un imaginario descrito por las ciencias sociales7, se antoja más verosímil que la contraria, la de la unicidad absoluta del “mundo interior” de cada arte, y viene en cierta manera avalada por numerosas obras sobresalientes de distintas disciplinas humanísticas (por los trabajos de E. Auerbach, de A. Hauser, de U. Eco, etc.). Y habla también -aun cuando esta segunda hipótesis, derivada de la anterior, no sea de suyo imprescindible- en favor de la unidad psíquica del ser humano, conjetura legítima de una pese a todo necesaria antropología general. Por supuesto, la expresión que cada arte, bien predominantemente verbal (la literatura), visual (la pintura, la escultura) o sonora (la música), bien sincrética (el teatro, el cine, la danza, etc.) da de tales contenidos depende, entre otras cosas, de sus diferentes sustratos materiales (el sonido, los pigmentos, la luz pixelada, etc.). Pero, a semejanza de lo que sucede con los contenidos, la percepción intuitiva de la homología estructural entre las expresiones, a la que ya eran sensibles la historia y la crítica del arte comunes, es el punto de partida teórico de otra asimismo deseable semiótica general.
Dejando de lado la música, tras reconocer que es la más excepcional de las artes, y que su tratamiento requeriría despliegues técnicos y prolijas matizaciones, cabe afirmar que los vínculos de contenido y de expresión entre las artes verbales y las visuales son tan fuertes que la interartisticidad ha operado habitualmente incluso más como un acicate para la creación que como una tesis para el conocimiento. Recordaremos dos hechos y algunos ejemplos, aunque cualquier enumeración de estos se torne fatalmente anecdótica, y además suene a rutina escolar. Primero, según lo que la tradición denomina el principio de la ekfrasis, la literatura nace con gran frecuencia del contacto de la palabra con la plástica: los textos literarios no solo incorporan descripciones de obras de arte, reales o imaginarias (Homero, Virgilio y los escudos de Aquiles y Eneas, Baudelaire y Delacroix, Unamuno y Velázquez, Auden y Brueghel, Dostoïevski y Holbein, Yourcenar y Durero, Delillo y Hitchcock, etc.), sino que intentan dar a ver ellos mismos al modo en que lo hacen las obras visuales (Flaubert, Proust, Hardy, Broch, Doctorov, Marías y un sinfín de grandes escritores). Segundo, aplicando a la inversa el mismo principio-pues su fundamento, la sentencia horaciana ut pictura poiesis, siempre se leyó en las dos direcciones-, las artes plásticas del canon histórico utilizan sistemáticamente a la literatura como fuente o influencia (Delacroix y Byron, Braque y Char, Dalí y Dante, Saura y Quevedo, etc.); y las del canon contemporáneo, con sus vehículos y prácticas multimedia, acentúan el estímulo recíproco hasta hacer confluir indiscerniblemente en una misma obra lo verbal y lo visual (happenings, poesía concreta, instalaciones, etc.). Naturalmente, tal confluencia ha dependido de los cambios sucesivos no solo en los soportes físicos del arte y de la literatura, sino también en la conformación y en las funciones de los campos artístico y literario a lo largo de la historia, y debería ser analizada tomando en consideración variables económicas, sociológicas y políticas, además de los aspectos mal llamados “internos”, temáticos y formales, de cada arte.
3. La interdiscursividad o el alcance epistémico del arte y de la literatura
Siendo objetos estéticos, el arte y la literatura parecen más que eso: son igualmente objetos pensables, e incluso sujetos de pensamiento, pues juntos constituyen, además de un medio donde se absorben y se trasponen, como dijimos, saberes elaborados en otros lugares, una empresa interconectada de producción y de irradiación de conocimiento propio. El conocimiento que brindan es función de sus múltiples géneros y, si bien no se confunde del todo ni con el conceptual de la filosofía ni con el empírico-teórico de la ciencia, tampoco se diferencia absolutamente de estos: se halla probablemente situado en algún punto entre lo sensible y lo inteligible, entre la experiencia perceptiva y las categorías de la cognición. En consecuencia, si los estudios interartísticos quieren devolver, tras tiempos de escepticismo cognoscitivo, su dignidad al tratamiento del arte y de la literatura, quizá deberían evitar entenderlos única o primordialmente como activadores irracionales de la sensación y de la emoción, puesto que desde siempre han funcionado, además, en cuanto formas simbólicas, es decir en tanto mediadores intelectuales generales entre el hombre y el mundo8. Como formas simbólicas, el arte y la literatura dan a conocer, sin producir necesariamente verdades epistemológicas, la humana realidad que ellos mismos contribuyen a modelar9.
Para designar las formas simbólicas que a la vez engendran la experiencia y los saberes de que disponemos sobre ella hoy preferimos el término “discursos”, y así decimos, en lugar de “mito”, “religión” o “filosofía”, “discurso mítico”, “discurso religioso” o “discurso filosófico”. Este cambio de vocabulario, sin implicar una ruptura radical con la teoría de las formas simbólicas, marca de hecho cierto avance respecto de ella. Si la teoría de las formas simbólicas las aprehendía como “universales particulares” o como “transcendentales históricos”, el análisis de los discursos prefiere ver en los últimos una producción social de sentido, en nuestro caso efectuada dentro de los campos artístico y literario, y en condiciones históricas específicas. Una producción de sentido que dota a los textos literarios y a las obras de arte de un estatuto fundacional, y al conocimiento que procuran de un aura carismática, ya que dicho conocimiento transforma en valores las vivencias sensoriales, perceptivas y cognitivas de los seres humanos, y las convierte en memoria cultural y en archivo de civilización.
En el interior de ese vasto archivo, que se confunde con la biblioteca y el museo universales, y a través de las múltiples conexiones de esa memoria, que contiene muchas de las claves del proceso de hominización, caben todo tipo de dependencias de saber. La producción de sentido es, en efecto, relacional: los discursos sociales -y el arte y la literatura lo son- no viven en la autosuficiencia ni están aislados, sino que se imbrican los unos en los otros, aceptándose o rechazándose entre sí, reformulándose o corrigiéndose, en un intenso trabajo colectivo responsable de que, como suele afirmarse, el interdiscurso prime sobre el discurso, y de que no seamos capaces de comprender lo que un discurso enuncia si no sabemos qué alteridad discursiva absorbe, repudia o sostiene, etc10. Ello sucede con tanto mayor motivo en el arte y en la literatura, cuya discursividad procede de prácticas simbólicas muy complejas11, a las que con los siglos se ha otorgado el derecho de interactuar con cualesquiera otras que alimenten el gigantesco rumor discursivo de una sociedad12; es decir, la especial prerrogativa de poder asumir todos los contenidos y de ensayar todas las expresiones con los que la sociedad fabrica sus microuniversos de sentido13.
El archivo y la memoria del arte y de la literatura, difícilmente representables como totalidad, acogen obras de muy variada condición interdiscursiva. Las hay propensas a permanecer en lo sensible y en sus constelaciones pasionales, y que a veces no se reconocen más filiación que obras artísticas y literarias anteriores, tratando de ganar la máxima autonomía simbólica posible. Estas son objeto privilegiado de atención para la estética y, en ocasiones, para la hermenéutica, ambas seguras de que en ellas al final se aprende algo no solo sobre el arte y la literatura, sino también sobre el mundo. Pero se dan también obras que tienden hacia lo inteligible y que ponen en escena, mediante recursos figurativos además de argumentativos, lo que consideramos los conocimientos de cada tiempo; y que exponen entonces, quizá sin pretenderlo, las configuraciones epistémicas donde esos conocimientos se han gestado, y los discursos que las transportan14. ¿Cabe decir que no nos instruiremos en nada sobre la ciencia y el pensamiento de sus épocas respectivas leyendo a Rabelais, Swift, Goethe, Zola, James, Proust, Valéry, Musil, Mann, Calvino, Doctorov; escrutando a Cranach, Miguel Ángel, da Vinci, Durero, Velázquez, Veermer, Escher, Picasso, Mondrian, Bacon, Freund, Chillida, Kubrick, Nam June Paik, etc.? ¿Es posible afirmar que no hay saberes, o al menos efectos de saber, históricos, filosóficos, sociológicos, geográficos, matemáticos, físicos, biológicos, etc., inscritos en sus textos, representados en sus pinturas y esculturas, plasmados en sus películas e instalaciones, y así sucesivamente? ¿Y que, entre esos saberes y efectos de saber, no se cuentan asimismo la puesta a distancia -crítica- y la puesta en cuestión -irónica- de los conocimientos adquiridos en otros lugares, por otras disciplinas y según otras fuentes? Cuando interpreta el mundo, desde lo sensible a lo inteligible y viceversa, proponiéndose ya esclarecerlo o ya -lo que es igual de propio del arte y de la literatura- señalar su opacidad15, la producción artística y literaria se configura como un formidable dispositivo pensante, y como un instrumento fundamental de la inteligencia colectiva16. Y ello a pesar de que la verdad epistemológica no pertenezca, a la postre, ni a los textos literarios ni a las obras de arte, pues la inserción de estos en el interdiscurso de la ciencia y de la filosofía es inestable: lo que la literatura y el arte saben o dicen saber, el efecto de conocimiento que producen, resulta con frecuencia inasible e indeterminable17.
Algunas disciplinas sociales y humanísticas, siendo ellas mismas racionales y científicas, tal vez prefieran distinguir netamente la razón y la imaginación, la ciencia y el arte, la teoría y la práctica18. Sin embargo, se diría de mayor alcance heurístico partir de que, así como no existe ningún discurso cerrado sobre sí mismo, tampoco la epistemología y la estética pueden hallarse separadas por una barrera infranqueable. Los estudios interartísticos adoptan la segunda actitud: si primero atienden a la profunda unidad antropológica de los discursos del arte y de la literatura, sujetos a reglas de producción, circulación y recepción semejantes, después se interesan también por los vínculos históricamente atestiguables entre los susodichos y los discursos del conocimiento más legítimo, es decir los de la ciencia y la filosofía. Estos últimos, incluso determinados por reglas específicas -relativas a sus ritos genéticos, a sus protocolos de validación, a sus espacios y tiempos propios, etc.-, se reúnen con los del arte y la literatura, y con los de la religión y el mito, para sostener una de las actividades básicas de toda sociedad: la que, en última instancia, le confiere sentido y le asigna significados; o la que, por volver un instante a la antigua terminología, alimenta su principal reserva de formas simbólicas.
4. La intersemioticidad o el asiento antropológico de lo verbal y lo visual
La semiótica, desde sus innovadores posiciones de los años sesenta del pasado siglo, nunca dudó de la posibilidad de construir corpus compuestos de textos verbales y de documentos visuales, y de aplicarles un método unitario. En realidad, la primera semiótica europea del siglo XX, de base lingüística, comenzó muy pronto a interesarse por las imágenes, en especial por la fotografía19 y por la pintura20, y a explorar los mecanismos de su constitución significativa recurriendo a las estrategias heurísticas de las ciencias del lenguaje.
La toma de distancia respecto de tal exportación de la metodología lingüística hacia la iconosfera llegó en un segundo momento, iniciados los setenta, y la impusieron los mismos semiólogos, destacadamente Garroni y Eco21, quienes concebían ya el proyecto semiótico no como una extensión ilimitada de la racionalidad lingüística, sino en tanto investigación de operaciones generales de producción y recepción de sentido, translingüísticas y no sujetas al canon analítico-sintético de las ciencias del lenguaje. En el camino, la semiótica había pasado de ser una investigación de los signos a otra de los textos y de los discursos, es decir había desarrollado una concepción procesual y compleja, de índole pragmática, del sentido articulado en significación. Lo que nunca perdió durante esas décadas fue la conciencia de que tanto el arte como la literatura son lenguajes -si no lenguas sistemáticas, en la acepción saussuriana-, y de que sus respectivos procedimientos para elaborar sentido podían ponerse en relación22.
La crítica radical de las “ambiciones totalitarias” y del “imperialismo lingüístico” de la semiótica solo se escuchó en un tercer momento, hacia mediados de los ochenta, en boca de quienes ya no eran semiólogos, sino teóricos de la cultura visual23, y condujo al repudio del llamado “logocentrismo semiótico”. Resumido con la mayor brevedad posible, el logocentrismo consiste, para los teóricos de la imagen, en la creencia de que no hay otro sentido que el que puede nombrarse, ser transformado en discurso verbal; y de que, por tanto, las imágenes únicamente significan en la medida en que están asociadas a procesos de captación y traducción basados en las lenguas naturales. Este enfoque, según aquellos, convierte lo visible en esclavo de lo decible, y reduce el mundo de los significados humanos al de las palabras; desde una perspectiva logocéntrica, no sería posible comprender las principales aventuras del arte moderno, sin ir más lejos la pintura abstracta o los valores plásticos del cine; e incluso se olvidaría el complejo lazo sensitivo y perceptivo del hombre con el mundo, resistente a su translación a verba.
Naturalmente, numerosos considerandos avalaban tal propuesta de diferenciación de la imagen y de la palabra, y por tanto del arte y de la literatura. Ya la propia semiótica había distinguido también lo que denominaba lo discontinuo o lo discreto, característico de las lenguas naturales, cuyas unidades eran delimitables y las reglas de combinación entre ellas determinables con precisión, y lo continuo o lo no discreto, que parecía definir a las imágenes, y donde no se diferenciaban con la misma claridad ni unidades ni principios sintácticos claros. Y la semiótica había dedicado mucho tiempo y esfuerzo justamente a analizar y objetivar los recursos de significación de lo continuo, aunque sin abandonar por ello el ámbito de la racionalidad científica general, y sin aislar tampoco lo continuo de lo discontinuo como si fueran dos dimensiones de todo punto inconmensurables24. Porque, a decir verdad, los semiólogos siempre opusieron a las acusaciones de imperialismo verbal y de logocentrismo el razonamiento de que si las imágenes fuesen esencialmente singulares y además ajenas a las lenguas naturales, no existiría comunicación posible sobre la visualidad, y el mundo de las imágenes sería el de una yuxtaposición de solipsismos. Eso cuando todas las prácticas humanas, desde la caza a la ciencia, por ejemplo, semejaban probar a contrario que entre las imágenes y las palabras se establecía una transferencia de sentido suficiente, y cuando corroboraban también que existía un universo global de signos y de actos de sentido, donde la percepción y la lengua venían a encontrarse y a combinarse sin conflictos insuperables. De hecho, en las historias del arte y de la literatura solía aprenderse que las imágenes habían constituido una permanente incitación a la palabra y las palabras a la imagen, como hemos constatado al revisarlas desde un punto de vista interartístico e interdiscursivo. Desde la figura retórica de la ekfrasis hasta las innumerables versiones pintadas de los textos religiosos y literarios canónicos, desde la proliferación de la literatura descriptiva hasta el videoarte culturalista o los soportes multimedia, el discurso verbal había estado invariablemente dispuesto a ver al visual, y el discurso visual a escuchar al verbal; y sería absurdo, en términos culturales y civilizatorios, afirmar que uno y otro hubieran fracasado siempre en su comunicación recíproca.
Hoy la semiótica está facultada para, primero, modificar radicalmente los términos de este debate; y luego, pensamos, para transcenderlo. Por una parte, la disciplina sabe que es posible prescindir de la oposición entre lo continuo y lo discontinuo, un simple producto del punto de vista, más o menos próximo o distante, desde el que el observador considera los signos: de cerca, todos tienden a parecer continuos25, como las apenas perceptibles transiciones entre tonos en la pintura; de lejos, en cambio, revelan sus rupturas categoriales, y entonces el observador se atreve a decir, por ejemplo, dónde termina el verde y empieza el azul en un paisaje de fondo. Por otra parte, la semiótica es consciente de que, puesto que la historia de la cultura se obstina en atestiguar la confluencia al menos tendencial de la imagen y de la palabra, y más que nunca en tiempos digitales y transmediales, resulta legítimo que ella retome su antigua ambición de generalidad, contra toda censura a su supuesto “totalitarismo”; y quizá también contra la propuesta de que acepte convertirse, modestamente, en una disciplina “federativa” y no unitaria26. Para seguir defendiendo que el sentido es uno, sea cual sea su soporte, su materia del significante, su lenguaje de manifestación, y que la vida misma de ese sentido, su existencia histórica verificable, consiste en traducirse, en transponerse gracias a los mecanismos de la intersemioticidad27, la disciplina puede poner en práctica dos estrategias, mejor orientadas que las del pasado, y que la conectan con las principales ciencias y paradigmas científicos vigentes:
Primera estrategia, profundizar en el conocimiento de la semiótica del mundo natural. No hace falta ser semiólogo para reconocer que el mundo “nos habla”; que hay, como sugería Merleau-Ponty, un “logos estésico” de los seres, las cosas, los estados de la realidad, y que ese logos nace de las sensaciones corporales organizadas por la percepción, la cual ya es un fenómeno semiótico desde el momento en que selecciona y ordena distintivamente los datos de los sentidos28. Poco a poco, el logos inaugural sensoperceptivo, resonando desde el cuerpo como sede de la semiosis, ascenderá botton-up por la vía de la abstracción29 hasta desembocar, tras un largo proceso semiogenético, en el tipo visual (para el cognitivismo) o en el concepto verbal (para la lingüística). La semiótica se halla en condiciones de pensar la convergencia entre ambos, ejerciendo una labor de mediación necesaria entre las ciencias de la cognición y las del lenguaje30, a partir de la siguiente hipótesis: el logos estésico del mundo (la percepción), la lengua natural y los lenguajes artísticos y formales estarían unidos en una comunidad de significación por una semántica fundamental, primeramente manifestada en categorías fenomenológicas generales31. Ya no faltan los argumentos científicos con que sostener dicha hipótesis, desde los proporcionados por la psicología genética, según la cual los desarrollos de las capacidades para la percepción objetual y para la denominación verbal son paralelos32, hasta los de la neurociencia del lenguaje, que describe el modo en que los circuitos cerebrales dedicados al reconocimiento visual se reutilizan en el desciframiento de la escritura, a cuya visualidad le está inmediatamente asociada una representación lingüística33. De dicha semántica fundamental serían justamente testimonio, por volver a la terminología interartística, las trasposiciones de sentido entre las imágenes y las palabras: transposiciones que, arrancando de la plasticidad intersemiótica de las sensaciones y de las percepciones, convocan a las lenguas y a los lenguajes para verterse en ellos y allí conservarse bajo forma simbólica. Lo sensible y lo perceptible, así pues, no solo no rechazarían su translación inteligible, ni los tipos visuales su conversión a verba, como creían los teóricos de la cultura visual, sino que las provocarían en tanto momento de una identificación general entre el cuerpo y la mente; es decir, en el lenguaje de las ciencias en vigor, entre la neurobiología y la semiocognición.
Segunda estrategia al alcance de la semiótica en su búsqueda de la unidad: vincular la semiótica del mundo natural con la física del mundo material. Si la semántica fundamental se aloja en la percepción como hecho corporal, el cuerpo a su vez pertenece a la materia; de modo que, para ser científicamente coherentes, cabría prolongar la fenomenología de la semántica fundamental mediante la investigación de su sustrato físico originario. La semántica fundamental, en efecto, parece emanar, según la teoría morfogenética, de las estructuras mismas de la materia, aprehendidas gracias al equipamiento neurobiológico, procesadas por la sensopercepción y articuladas en la cognición semiótica; y ello acaso convalide, en última instancia, el antiguo postulado de la filosofía fenomenológica sobre la unidad del a priori cosmológico y del a priori cultural en la vivencia humana34. Un postulado en el que, si antaño se escuchaba el eco del pensamiento religioso, en nuestros días más bien se hace oír una rotunda profesión de fe científica, a la que la semiótica contemporánea se adhiere. Tras deshacerse entonces de la oposición entre el cuerpo y la mente, entre lo neurobiológico y lo semiocognitivo, ahora también es posible relativizar la antítesis entre el cuerpo y la materia (orgánica e inorgánica), es decir entre la neurobiología semiocognitiva y la física. De esa física, última o primera, del sentido, podría esperarse la naturalización, al menos parcial -en su dimensión esencial, como hemos dicho-, de las experiencias de significado; y, en consecuencia, el fin de los excesos culturalistas del constructivismo: el sentido fundamental no sería una mera fabricación de la mente humana, no vendría al ser por decisión caprichosa de un espíritu que, por lo demás, se sabe encarnado, sino que brotaría del mundo y atravesaría al hombre, al animal simbólico, como parte constituyente y definitoria de ese mismo mundo35. Resultaría así que, cuando el hombre se dedica a conocer estructuralmente las formas del sentido -y con independencia de su soporte, materia del significante o lenguaje de manifestación-, estaría de hecho re-conociendo un conjunto de morfologías objetivas presentes en la ontología cualitativa de la realidad.
Dicho de otro modo, y por intentar conducir el debate hacia una suerte de conclusión: si no se quiere traicionar a la vez a la naturaleza y a la cultura, el proceso semiogenético ha de comprenderse como un continuo material-simbólico. El ser natural, la ontología del mundo fenoménico, conduce simultáneamente al iconismo de la percepción (a los tipos visuales) y al simbolismo de la expresión (a los significados verbales), pues uno y otro son, en su nivel fundamental, resultado de una (neuro)física subyacente36; y, en los niveles pragmáticos del uso, se conciertan flexiblemente entre sí. Con el auxilio de la teoría morfogenética y del estructuralismo dinámico, la semiótica contemporánea puede por tanto, olvidándose de la discriminación metodológica entre lo continuo y lo discontinuo, no solo reducir la diferencia entre las imágenes y las palabras, entre los tipos cognitivos y los conceptos verbales, sino también rebajar la tesis de su arbitrariedad y de su convencionalidad: desde el mundo natural a los mundos culturales y viceversa no se suponen ya rupturas categoriales, sino transiciones graduales y fluidas, describibles a la par por la semiótica37 y por las ciencias naturales y formales38. Contando con tal base analítica es lícito replicar entonces a los especialistas en estudios visuales que el presunto logocentrismo semiótico, lejos de subestimar la complejidad del vínculo sensible y perceptivo del hombre con el cosmos, le confiere antes bien todo su valor; y que la reversibilidad de la naturaleza y la cultura, postulada por la semiótica actual, además de disolver la tradicional antítesis filosófica entre el cuerpo y el espíritu contribuye a relativizar su indeseable correlato epistemológico, la injustificada separación entre las ciencias y las humanidades39. Y ello tal vez no sea el menor de los servicios que el logocentrismo puede prestar a la producción del conocimiento.
Todo lo anterior no significa que la transposición gradual de imágenes y palabras, fundamento intersemiótico de unos estudios comparados del arte y de la literatura que trasciendan la mera erudición humanística, esté a salvo de pérdidas y ganancias, de desplazamientos y deformaciones del significado en el contacto entre las obras artísticas y las literarias. De lo contrario, no habría razón para que la cultura hubiese producido lenguajes plurales, verbales y visuales, cuya especificidad y funcionalidad relativas proceden del hecho de no ser tampoco plenamente equi-valentes40: la semántica fundamental que en ellos subyace no es toda la semántica. Reconocido esto, la semiótica siempre ha perseguido, más allá de las diferencias que distinguen a los diversos tipos de signos, de textos o de discursos, aquello que los vuelve solidarios41, lo cual es plausible más que nunca hoy, cuando el estructuralismo semiofísico y las ciencias cognitivas le brindan su concurso. Sean cuales sean las fronteras de la semiótica como disciplina, tal es su pertinencia para los estudios de arte y de literatura. De ahí que quepa afirmar, desde la experiencia de los últimos años y a causa de la fragmentación y arbitrariedad difundidas en el campo intelectual por los denominados “estudios culturales”, que sería conveniente recuperar el concepto intertraductor de sentido, ahora con el refrendo de las ciencias formales y de las naturales, además de, como sucedía tradicionalmente, con el de las ciencias sociales y de las humanidades42. De ello depende, en buena medida la posibilidad de comprender a la vez la diversidad y la unidad de la experiencia simbólica43, y los estrechos lazos que la experiencia simbólica, sin duda culturalmente engendrada, anuda no obstante con la naturaleza en las formas de vida humanas. Y depende asimismo nuestra capacidad para proponer programas de docencia e investigación que garanticen una cierta idea de la racionalidad y universalidad del conocimiento, y de la interrelación entre saberes especializados: según dos de los promotores de la semiótica, Lévi-Strauss y Roland Barthes, el homo significans como productor y receptor, conocedor y reconocedor de formas significativas, debía superar las distinciones entre la obra artística, la literaria y la científica, con el fin de construir una ciencia de las estructuras generales del mundo y de la cultura44. Se diría que esa es una buena propuesta sobre la que asentar unos estudios comparados genuinamente interdisciplinares, que tomen en cuenta, junto con la naturaleza intersemiótica del arte y de la literatura, su índole interartística y su condición interdiscursiva, apoyadas en la primera y prolongaciones de esta.