Durante el largo siglo XIX, la Iglesia católica experimentó fuertes procesos de definición y cambio como consecuencia de una tensa relación mantenida con la modernidad política y religiosa -la cual, cabe señalar, se ha revelado más compleja que la de una mera oposición-.1 En América Latina, la recomposición del campo religioso que se activó con el surgimiento de las nuevas repúblicas también posibilitó la configuración de una Iglesia moderna en el continente. El nuevo ordenamiento político fue inaugurado bajo el marco de un nacionalismo religioso que permitió a la Iglesia mantener el control hegemónico sobre una esfera religiosa en formación. Sin embargo, para mediados de la centuria, esta posición de privilegio comenzó a verse trastocada a causa del proceso de secularización y la institucionalización de los estados nacionales. La Iglesia debió entonces negociar su lugar en una esfera pública ahora signada por una progresiva (aunque contenida) diversidad religiosa, nuevas formas de sacralización de la política, la aparición de problemáticas sociales ligadas a la modernización económica, y un convulsionado horizonte cultural e ideológico que -en el menor de los casos- cuestionaba la función rectora del magisterio católico en el ordenamiento moral de la sociedad.2
Aunque a ritmos diferentes según las circunstancias locales y regionales, la Iglesia hizo frente a estos desafíos optando por una organización más vertical, homogénea y centralizada, un mayor control territorial sobre las diócesis y la formación de un clero y un laicado obedientes a la autoridad episcopal y a la Sede Apostólica. En la medida en que las condiciones políticas y materiales de cada nación lo permitieron, fueron apareciendo nuevas provincias eclesiásticas, al tiempo que se multiplicaba el número de diócesis, parroquias y templos. Un impulso normativo recorrió el continente decantando en la realización de sínodos diocesanos y provinciales hasta alcanzar su punto culmen en 1899 con la celebración, en Roma, del Concilio Plenario Latino Americano. A su vez, las curias diocesanas experimentaron un marcado proceso de burocratización, lo que les permitió administrar con mayor eficiencia los territorios a cargo y mantener un registro ajustado de las actividades del clero, la feligresía y la administración de los sacramentos. La formación de un clero ultramontano por medio de la creación de seminarios, la reforma de los existentes, y el envío de seminaristas a centros de formación en Europa -en particular, al Colegio Pío Latino Americano-, fue otro elemento sustantivo en todo este proceso.3
La presencia territorial de la Iglesia logró expandirse gracias al arribo de nuevas órdenes y congregaciones religiosas procedentes de Europa, las cuales impulsaron una labor misionera, «civilizatoria» y educativa en colaboración -no siempre sin conflicto- con las autoridades civiles y políticas. Con aquellas también se difundieron devociones ligadas a una cultura ultramontana que adquiría dimensiones planetarias. Otro agente clave emergió con la formación de un laicado militante y comprometido con muchos de estos cambios institucionales, ya fuese sosteniendo económicamente la llegada de congregaciones religiosas, financiando la construcción de templos y la formación del clero, organizándose políticamente en defensa de los «derechos de la Iglesia» o bien liderando emprendimientos culturales, de prensa y de caridad.4
Pero el proceso y la orientación que asumió la consolidación institucional de la Iglesia católica en América Latina resulta difícil de comprender si se desconocen los caminos paralelos por los que avanzaron la institucionalización de los estados nacionales, por un lado, y la centralización del gobierno de la Iglesia en el papado y su internacionalización, por otro. En cuanto al primer aspecto, la historiografía más reciente ha reparado en las complejas relaciones e influencias recíprocas que modularon los procesos de institucionalización, secularización y modernización del Estado y la Iglesia. Esto no solo ha permitido superar viejas interpretaciones que identificaban a la Iglesia como una institución reaccionaria a la construcción de la sociedad moderna -y por tanto, en conflicto permanente con un Estado liberal descrito como vector secularizador-, sino que ha arrojado luces sobre diversos modos de convivencia y colaboración, sin por ello opacar ni mucho menos negar los puntos de conflicto en contextos de secularización.5
Por otra parte, el «giro ultramontano» que experimentó el catolicismo en América Latina se nutrió y al mismo tiempo contribuyó al ascenso del papado como un actor en la esfera internacional. La responsabilidad asumida por la jerarquía local con la romanización de las estructuras eclesiásticas, el activismo de una moderna prensa confesional, la articulación de redes ultramontanas transnacionales y el desarrollo de un catolicismo político comprometido con la internacionalización del Vaticano, fueron determinantes para asegurar la autoridad papal en el campo católico latinoamericano y, en consecuencia, promover también su globalización.6 En este sentido, el compromiso emocional de las masas católicas y la propagación de una cultura ultramontana en el continente encuentran sus causas más allá de la sola acción de la diplomacia vaticana y el magisterio pontificio. En efecto, la incorporación de las Iglesias locales en América Latina al centro del catolicismo global, pese a tendencias refractarias internas, sobre todo en la primera mitad del siglo XIX, respondió en gran medida a la capacidad de actores locales y transnacionales para conjugar exigencias disciplinarias y normativas con fuertes expresiones devocionales y emocionales. En su expresión local, el proceso de romanización aseguró un mayor control de la curia romana sobre las diócesis, a la vez que permitió a la jerarquía local asentar un modelo eclesiológico más vertical, clerical y homogéneo. Un proceso que derivó en tensiones entre la Iglesia y el Estado, pero también, entre obispos y delegados pontificios, y entre clérigos y laicos. Asimismo, el arraigo de un catolicismo ultramontano en América tuvo un efecto singular en comparación con el resto de la globalidad católica: la construcción de una identidad supranacional capaz de ensayar una articulación conceptual e institucional en torno a la idea de una «Iglesia latinoamericana».7
Nuevos aportes historiográfico, producto del estimulante maridaje entre historia del catolicismo e historia global y transnacional, han advertido la relevancia que tuvieron circuitos y redes transnacionales como canales de transmisión de experiencias e ideas en la conformación de un catolicismo más sensible a las directrices vaticanas. Se ha propuesto, por un lado, trascender a Roma como mera escenografía de los procesos locales analizados, para asumirla como un agente protagónico pero complejo, compuesto de diversas voces no siempre armónicas (romano pontífice, curia romana, delegados pontificios, etc.); y por otro, pensar la romanización y la construcción de una cultura ultramontana en América Latina más allá de la Santa Sede. Precisamente por eso, la romanización no debe entenderse como un proceso circular y cerrado entre Iglesias locales y autoridades vaticanas. Francia, Alemania, Bélgica y España aportaron modelos de acción para los católicos latinoamericanos, como también lo hicieron Estados Unidos y la propia América Latina -como, por ejemplo, Chile o la «república católica» del Ecuador de García Moreno-, sirviendo de focos de inspiración para católicos dentro y fuera del continente.8
En sintonía con esta renovación historiográfica, este dossier se presenta como una contribución al estudio de los procesos de romanización, institucionalización y burocratización de la Iglesia católica en América Latina, en contextos condicionados por la formación de los modernos estados nacionales y la representación de un catolicismo global de fuerte impronta ultramontana. Los estudios que lo componen participan de la discusión y reflexión acerca de los escenarios de organización, negociación y tensión -institucionales y discursivos- que permitieron o bien afectaron la consolidación de las Iglesias locales durante la segunda mitad del siglo xix. De este modo, permiten profundizar en las complejas dinámicas que modelaron una moderna Iglesia católica en América Latina.
En todos los trabajos el proceso de romanización es abordado de manera multidimensional, a partir del análisis de debates teológicos y eclesiológicos, la reorganización de institutos religiosos y espacios de formación del clero o la acción de organizaciones laicales. Todos ellos han explorado una sustancial cantidad de acervos documentales alojados en archivos romanos, diocesanos o de órdenes religiosas, tales como documentación administrativa e institucional, boletines oficiales, prensa católica y correspondencia, entre otros. Mientras los dos primeros trabajos hacen hincapié en las transformaciones doctrinales del catolicismo de la década de 1850, anclando sus miradas en las Iglesias chilena y peruana, los dos últimos se centran en algunos aspectos de los cambios institucionales que tuvieron lugar en el campo del catolicismo argentino y chileno sobre finales del siglo XIX y principios del XX.
Inicia el dossier el artículo de Matías Maldonado, quien analiza las percepciones sobre el catolicismo en Estados Unidos que el sacerdote chileno Joaquín Larraín Gandarillas dejó plasmadas en su correspondencia, durante el viaje que realizó a aquel país entre 1851 y 1852. El autor se detiene en algunas impresiones -a veces contrapuestas- que le generaron tres experiencias distintas de la Iglesia norteamericana: el Colegio de Georgetown dirigido por los jesuitas, la realización del primer concilio provincial de Baltimore y el dinamismo que encontró en las congregaciones religiosas femeninas de vida activa y el asociacionismo católico. Las primeras sensaciones de Larraín durante su estadía en Estados Unidos fueron ciertamente decepcionantes. Durante su paso por Georgetown College registró un bajo nivel académico y la indisciplina entre los internos. Sin embargo, en el transcurso de los meses su opinión inicial viró hacia una mirada más favorable y ese contrapunto estuvo ligado a dos vivencias de lo que el autor denomina un «catolicismo audaz». Su participación como teólogo en representación del obispo de Richmond, en el concilio provincial del Baltimore -una de las apuestas normativas características del proceso de romanización-, resultó más que significativa. El evento fue un paso fundamental en la uniformización doctrinal, litúrgica y devocional de la Iglesia estadounidense que le permitió a Larraín proyectar un ensayo semejante en su Chile natal, para discutir el funcionamiento de las instituciones, el clero, sus vínculos con el gobierno y la sociedad. Pero fue la labor en hospitales, orfanatos y escuelas que realizaban asociaciones de caridad y congregaciones religiosas femeninas, como las Hijas de la Caridad y la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, lo que más le impactó positivamente. Encontraba en ellas un vector de revitalización del catolicismo, al tiempo que le permitían especular que su presencia en Chile sería una «bellísima ocasión para iniciar esta revolución religiosa».
Estas experiencias vividas por Joaquín Larraín en Estados Unidos son las que le permiten a Maldonado complejizar las miradas sobre el proceso de centralización de la Iglesia católica. La romanización de la Iglesia chilena, señala el autor, fue decididamente global y algunas instituciones del catolicismo estadounidense resultaron también modélicas en el inicio del giro ultramontano de la jerarquía episcopal chilena. El análisis de las impresiones que Larraín -futuro obispo auxiliar de Santiago de Chile- dejó sobre su viaje a Estados Unidos, es una puerta de entrada para reflexionar sobre ello.
El segundo trabajo, de Rolando Iberico Ruiz, gira en torno a una controversia eclesiológica de la década de 1850 entre dos sectores del mundo eclesiástico, intelectual y político del Perú: el ultramontano y el liberal-galicano, según los denomina el autor. Lo más destacado de dicho debate teológico se produjo entre 1855 y 1857 y el escenario escogido para esgrimir los argumentos, refutaciones y teorías, fue la prensa: El Católico, por parte del sector ultramontano y El Católico Cristiano, por parte del liberal-galicano.
El autor ofrece una contextualización sobre el marco político nacional en el que se inserta dicha controversia eclesiológica y es a partir de estas premisas que demuestra que el catolicismo peruano de mediados de siglo XIX no tenía aún una unidad doctrinal. Las definiciones institucionales, teológicas o disciplinares que comenzaron a delinearse con mayor intensidad a partir de este período, finalmente inclinaron la balanza hacia la postura ultramontana, deslegitimando así la tendencia contraria a la centralización de la autoridad papal. Las polémicas teológicas y políticas analizadas ilustran los debates que el ocaso del régimen de cristiandad y el nacimiento de las repúblicas americanas supusieron para las iglesias de las ex colonias españolas. Los mismos giraban en torno a la definición de la Iglesia universal (pero también local) y a las formas que debía adquirir su organización institucional. Ultramontanos y liberales-galicanos discutieron esencialmente dos puntos de primer orden que permanecían sin resolver. El primero vinculado a la independencia jurídico-política de la Iglesia católica respecto de la autoridad política y la sociedad civil. Unido a esto, Iberico analiza también las discusiones esbozadas sobre los términos teológicos y canónicos de la autoridad pontificia dentro del universo católico. Y aun cuando los elementos que componían cada una de las posturas son desarrollados y comparados a lo largo del texto, el autor también expone los puntos de contacto entre ambas, sobre todo aquellos que le otorgaban a la Iglesia un rol central en la vida pública de las instituciones y de la sociedad peruanas. El conjunto del episcopado peruano de finales de siglo recibió con beneplácito la doctrina de la infalibilidad papal. De ahí que Iberico sostenga que el debate de la controversia eclesiológica que dieron los ultramontanos contribuyó a forjar un catolicismo romanizado al interior de la Iglesia y la sociedad peruanas.
En su artículo sobre la formación de los sacerdotes cordobeses en el Colegio Pío Latino Americano, Milagros Gallardo identifica que fueron las familias acomodadas de la élite local las que enviaron y sostuvieron el estudio de sus hijos y familiares en Roma. El paso de un número significativo de sacerdotes por aquel colegio pontificio permitió la emergencia de una generación de clérigos sólidamente imbuidos del espíritu ultramontano de finales de siglo XIX y principios del XX. Una vez de regreso en el país, estos ocuparon, mayoritariamente, cargos en el gobierno y la administración diocesana, permitiéndoles conservar cuotas de prestigio y poder dentro del escenario local. Con coordenadas similares a las que plantea Rolando Iberico en su artículo, Gallardo observa que la creación del Colegio Pio Latino Americano en 1858, responde a una de las aristas del conflicto abierto entre galicanos y ultramontanos de la segunda mitad de siglo. La formación de un «nuevo modelo clerical», sostiene la autora, fue uno de los objetivos importantes en el impulso y creación de dicha institución. Un alto nivel de instrucción complementado con un modelo de piedad y obediencia a la jerarquía sustentaron el plan formativo del Colegio. En un ambiente en el que confluían seminaristas y sacerdotes de distintas nacionalidades, el seminario colaboró en la formación de una identidad latinoamericana con rasgos comunes.
Con una serie de gráficos y tablas demostrativas, Gallardo ofrece datos cuantitativos sobre los alumnos del Colegio -con particular énfasis en el caso cordobés- para el período que transcurre entre 1877 y 1927. Retomando trabajos anteriores sobre la conformación de la estructura eclesiástica argentina, el análisis de los datos y trayectorias sobre varios de los sacerdotes cordobeses formados en Roma permite a la autora sostener que fue el paso por esta institución lo que contribuyó al acceso de muchos de ellos a la dignidad episcopal. Se trató de un eficaz instrumento en la formación de un clero romanizado que, en este período de centralización de las iglesias nacionales, fortaleció la tendencia ultramontana local, aumentó la unidad con la Santa Sede y entre las diócesis argentinas.
El artículo de Nelson Manuel Alvarado Sánchez sobre la reorganización de la Provincia Franciscana de la Santísima Trinidad de Chile, concluye el dossier. Al igual que Gallardo, la periodización escogida llega al siglo XX y recorre los poco más de sesenta años que transcurren entre 1872 y 1935, para dar cuenta de las reformas que se implementaron en aquella orden religiosa, en un contexto de disputa entre católicos, liberales y socialistas. En este sentido, señala Alvarado Sánchez, la adecuación pastoral de la Provincia Franciscana de la Santísima Trinidad debió enfrentar un doble esfuerzo: mantener estructuras y una tradición de más de tres siglos en ese espacio, al mismo tiempo que alcanzar una rápida renovación. En el estudio se observa que a partir de la década de 1860 se da un proceso general de reforma y restablecimiento de la vida y disciplina conventual para todas las presencias franciscanas del espacio andino que incluía, además de Chile, a Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. En el caso de la provincia estudiada por el autor, señala que la normalización se dio en forma paulatina entre inicios de la década de 1870 y mediados de la de 1880. Estatutos jurídicos, cartas pastorales y bulas papales unificaron los gobiernos, facultades, estructuras y constituciones generales de la orden, lo que permitió a la provincia analizada cierta estabilidad institucional y un plan de acción que resultó efectivo. La prensa franciscana y un conjunto importante de obras sociales tales como escuelas, instituciones en favor de los obreros o patronatos, fueron sostenidas o impulsadas en conjunto con comunidades de laicos y vigorizaron no solo las estructuras de la orden, sino también el catolicismo y sus instituciones en el Chile de cambio de siglo.
En sintonía con el resto de los trabajos del dossier, Alvarado Sánchez observa que la reforma y la renovación que se dio en esta estructura tuvo un carácter multidireccional: con influencias «de arriba abajo y de Roma a la Provincia», pero también desde «abajo hacia arriba», donde frailes y laicos asociados hicieron dialogar sus inquietudes, obras y reflexiones con las propuestas papales.
Con todo, más allá de los cuatro trabajos presentados, esperamos que este dossier contribuya en los debates sobre los núcleos temáticos planteados y sea una fuente de visita para continuar indagando estos problemas, fortaleciendo los estudios comparativos y las redes entre investigadores e investigadoras de América Latina. Finalmente, quisiéramos agradecer a los autores, por sus importantes contribuciones, a los evaluadores externos, por sus observaciones y comentarios a los trabajos, y al comité editorial de la revista Humanidades, por el espacio concedido para nuestra propuesta de dossier.