Introducción
Este ensayo es parte de una investigación en curso en la que analizo la conformación de un territorio de (co)existencia1 en una zona rural de la provincia de Cartago, en Costa Rica. Mi objetivo es indagar las relaciones entre humanos y coyotes de acuerdo a una perspectiva poscognitiva,2 que me permita considerar el caso empírico como una manifestación posible de las «ecologías emergentes»3 de la pandemia de COVID-19. Mi argumento es que San Gerardo de Oreamuno (la localidad donde se sitúa el estudio), puede ser pensada en los términos de una «ecología de proximidad»; es decir, un territorio en el que la cercanía física entre personas y organismos silvestres -fauna, en este caso- produce situaciones de intimidad contingente, que (re)significan la expresión de «lo local»; a partir de lo que Anna Tsing denomina como una «sociabilidad más que humana».4
Las ecologías de proximidad crean «atmosferas afectivas»5, por medio del contacto cotidiano con otras especies y del aprendizaje empírico que se obtiene de esos encuentros. La presencia de vitalidades-otras, o no humanas, establece marcas temporales y georreferenciales únicas, que luego son utilizadas por las personas para definir su propia identidad y sentido de la territorialidad, en formas que nunca son acabadas ni definitivas. El concepto es útil para comprender los efectos concretos de las crisis socioambientales -y sanitarias- contemporáneas; y puede ser incorporado en reflexiones más amplias sobre el modo en que diferentes colectivos de humanos y no humanos experimentan la vivencia cotidiana del deterioro de los ecosistemas.
En la gran mayoría de relatos sobre experiencias casuales de contacto o avistamiento (indirecto) de coyotes, que tienen lugar en los espacios urbanos y semiurbanos de la provincia de Cartago, se adoptan narrativas de extrañeza y novedad. Las personas involucradas en esas interacciones las describen como «eventos inauditos», donde el animal es visto como un merodeador indiscreto que provoca curiosidad. Como explico más adelante, si en el territorio rural la presencia-coyote parece indicar una temporalidad que «se vuelca» hacia el futuro y hace florecer la memoria biocultural, en los espacios urbanos y semiurbanos la presencia-coyote parece indicar una temporalidad más conflictiva. Desde ese punto de vista, los avistamientos de coyotes en ambientes citadinos abren una fisura espaciotemporal, en cuyos intersticios resurge el espectro de universos simbólicos y cosmologías que sucumbieron a la conquista y al régimen colonial impuesto por los españoles en Mesoamérica, entre los siglos XVI y XVIII.
El grado de paralelismo que presentan algunas descripciones de avistamientos urbanos con la ideología de progreso, según la cual «lo rural» y «lo urbano» avanzan a ritmos, intensidades, e incluso tesituras diferentes, es un elemento de interés en este ensayo. Prestar atención a ese aspecto ayuda a entender de manera más adecuada la violencia colonial que persiste hasta nuestros días; en especial cuando se considera que el conocimiento de la naturaleza que tenían las sociedades prehispánicas fue relegado a una posición marginal en la práctica de la arquezoología moderna; y poco se conoce hoy en día sobre los ritos y festividades que celebraban el coyote en cuanto una representación de deidades importantes en las culturas mesoamericanas.
Y los pájaros atacaron…
Mientras realizaba trabajo etnográfico con la comunidad de San Gerardo de Oreamuno, me vino a la mente el filme clásico de terror Los pájaros (The Birds), dirigido por Alfred Hitchcock, en 1963. Si obviamos de modo intencional la trama de la película y nos quedamos solamente con las primeras escenas, que tienen lugar en la tienda de aves exóticas, y la escena final, en la que los personajes -humanos- principales, llenos de espanto, huyen en un auto a gran velocidad que se pierde en el espacio abierto, obtenemos una imagen inverosímil o, cuanto menos, anómala, que invierte por completo el registro interpretativo que acostumbramos utilizar la mayoría de seres humanos para dar sentido a nuestra relación cotidiana con otras especies.
El paso de una escena a otra resulta, como mínimo, incongruente. No obstante, la sensación de absurdo que produce la película es provocada por el socavamiento de las bases andro-antropocéntricas que sostienen el pensamiento moderno occidental; es decir, la idea del Hombre6 en cuanto especie dominante, que puede disponer de las vidas de otros seres y organizarlas en función de su interés y beneficio, sin que su propia vida se vea apenas alterada. Por otro lado, Los pájaros también ofrece una metáfora visual de lo que pueden ser las biologías ferales en el Antropoceno. Clark argumenta que los organismos vivos tienen la capacidad de moverse y apropiarse de nuevos espacios, cruzando las fronteras de lo desconocido y lo extraño, en la búsqueda de nuevas y/o mejores condiciones y recursos.7
El elemento feral, por lo tanto, está relacionado con la resistencia y la (re)existencia de la vitalidad. Se trata de seres y entidades que tensionan la disposición antropogénica de los ecosistemas y reaccionan ante la expansión de modos -y actividades- de vida que buscan uniformar paisajes8, principalmente con fines urbanísticos y productivos, de forma que estos territorios acaban por convertirse en extensiones de superficie monótonas y repetitivas, organizadas por el afán de lucro y la acumulación capitalista. Según esa perspectiva crítica, la feralidad significa un acto de irreverencia onto-política que no se ajusta a un simple cambio de condición en la relación entre lo doméstico y lo salvaje.
De modo paradójico, para las ciencias biológicas actuales el concepto de «feral» sigue estando asociado con el de «especie invasora», y es aplicado a aquellas situaciones en que la introducción planificada o accidental de un organismo vivo, en un territorio en donde no ha estado antes, conduce a cambios significativos en la estructura y funcionamiento de las poblaciones y organismos que ya se encuentran habitando allí.9 En este caso, la feralidad es vista como problemática porque pone en evidencia la imprevisibilidad de las (inter)acciones y la capacidad autónoma de los organismos «ferales» para adaptar sus trayectorias de vida y (re)existencia al nuevo ambiente; contraviniendo los dispositivos, prácticas y técnicas movilizados por los seres humanos para su control y (re)ordenamiento.
Al tratar de descentrar ese abordaje positivista, en la orientación de una crítica poshumanista, o, lo que es preferible, más que humana, nos damos cuenta de que esos modos de relacionamiento están basados en mecanismos de alienación que convierten el entramado de vitalidad en un conglomerado de activos móviles, que se desplazan a través del sistema de producción capitalista; desarraigando a seres y entidades de sus modos de subsistencia básicos.10 Tsing11 ha señalado que «la alienación crea las posibilidades para que las máquinas de replicación12 funcionen adecuadamente. Estas máquinas se tornan eficientes productoras de activos, que pueden continuar siendo transformados de modo incesante en activos futuros -y, de hecho, ayudan a producir ese modelo de tiempo futuro que llamamos “progreso”».13
Si bien el comportamiento de las aves de Bodega Bay (el lugar donde está ambientada la historia de Los pájaros), tiene escasa relación con los procesos de feralización estudiados por las ciencias biológicas;14 lo que me interesa resaltar acá es la creciente capacidad performativa que estos animales adquieren a medida que el filme avanza; una capacidad muy similar a la que he observado en los desplazamientos de los coyotes a través de los territorios rurales, urbanos y semiurbanos en la zona de mi estudio.
En la película, la invasión de las infraestructuras artificiales: casas, muelles y otras construcciones; encuentra su correlato en la adopción de una narrativa por parte de los protagonistas humanos. En esta narrativa, las gaviotas y las otras especies involucradas en los eventos son consideradas entidades que están «fuera de lugar». El «estar fuera de lugar» se refiere tanto al comportamiento «anormal» de las aves, como al hecho mismo de que hayan invadido los espacios de las personas, ampliando su uso más allá de las necesidades exclusivamente humanas. Lo feral emerge en la forma de nuevos agenciamientos, en la habilidad de las aves para permanecer en el sitio y expandir sus hábitats en espacios hasta ese momento restringidos.
Todavía, Los pájaros permite hacer otro desdoblamiento analítico. Si el filme no hubiera acabado con la escena con la que efectivamente termina: ¿cómo hubiese continuado? ¿Qué fotogramas habrían compuesto la próxima secuencia narrativa? Esta idea de una posible continuidad en la trama de la película me permite pensar en las ecologías de proximidad como proyectos inacabados de co-habitabilidad que, como sucede en la realidad, no siempre son armónicos o pacíficos. El propio Hitchcock llegó a decir que decidió omitir el tradicional «The end», de la escena final, para prolongar la consternación del público, y asegurarse de que el horror experimentado ante los eventos suscitados quedara en suspenso, como si de un efecto atmosférico se tratase. De modo general, puede decirse que este elemento adicional de incertidumbre buscaba generar un sentimiento similar al que provocan las problemáticas socioambientales contemporáneas.
A falta de un entendimiento certero sobre la naturaleza y su devenir, el ser humano deposita su confianza en el ideal tecnocientífico de desarrollo, un proyecto de perfeccionamiento progresivo de nuestra condición, que disfraza las contradicciones políticas, y de cuyas implicaciones para la convivencia con las demás especies apenas se discute de manera abierta y sincera. Fromm argumenta que «el afán de sistematización y totalización es, al parecer, una tendencia inherente al pensamiento humano. (Una raíz de esa tendencia consiste, probablemente, en el afán, característico del hombre, de obtener la certeza, afán muy comprensible, vista la naturaleza precaria de la experiencia humana)».15
La necesidad de control sobre la naturaleza, según ese punto de vista, tiene mayor relación con el proceso intelectual y cognitivo (de aprehensión del mundo) de los individuos -y los impulsos o pulsiones que se derivan de él-, y, en menor grado, con la impronta de una realidad empírica que nos interpela y desafía de manera constante. A pesar de que Fromm haya escrito esas palabras con relación al concepto de Dios en el Antiguo Testamento, resulta innegable que una parte significativa del pensamiento que impregna la tradición judeocristiana influyó de modo determinante en la racionalidad de la modernidad europea-occidental, que continúa vigente hasta nuestros días.16
La imposición del binarismo dicotómico para entender la (inter)relación entre sociedad y naturaleza y humanos y (otros) animales, a partir de categorías opuestas, está asociada a una colonialidad del saber históricamente problemática;17 así como a mecanismos de violencia epistemológica, que reducen a los animales no humanos y a otros organismos vivos a simples objetos de investigación, sin que se reconozca su subjetividad y capacidades de agenciamiento. Son este tipo de tensiones las que permiten que una película como Los pájaros consiga desestabilizar la psique humana y la haga estremecerse.
El filme de Hitchcock también resulta útil para reflexionar sobre las representaciones estéticas de la crisis ambiental y ecológica actual; y sobre la creciente atención que han recibido las narrativas del desastre en la lucha contra el cambio climático antropogénico.18 La organización de relatos alternativos sobre el surgimiento de las biologías ferales en paisajes dispuestos por -y para- los seres humanos, pone en entredicho el imaginario moderno sobre la naturaleza «estable» y aparentemente «prístina», haciendo que la precariedad de los vínculos entre las especies y los ecosistemas se torne aún más visible. ¿Cambiaría en algo nuestra lectura del filme si Hitchcock hubiera introducido en el guión una explicación racional, que aclarase los motivos por los que los pájaros actuaban de esa manera? Quizás el potencial pedagógico del horror radica justamente en hacernos conscientes de que cualquier tentativa de conocimiento sobre las fuerzas vitales de la naturaleza solo puede considerarse de forma parcial y provisoria.
El Antropoceno, el término propuesto por Crutzen y Stoermer,19 en conjunto con otros estudiosos del clima, para referirse a una época geológica en que la perturbación humana de los ecosistemas alcanzó una escala similar a la causada por los glaciares, ha suscitado la aparición de un discurso globalizante que plantea la búsqueda de soluciones y alternativas universales. No obstante, la hegemonía de la ciencia y de la tecnología modernas revela que el régimen tecnocientífico contemporáneo puede convertirse en un marco de producción de conocimientos fragmentario y profundamente desigual.20
La escalabilidad de los fenómenos ecológicos planetarios interactúa con las múltiples realidades locales con distinta intensidad, dando paso a escenarios de contingencia altamente mutables que requieren de algo más que interpretaciones burocráticas unilaterales. En este sentido, conviene ser precavidos y no tomar el Antropoceno como un concepto que demarca una nueva lectura teleológica del tiempo y la tragedia humana, una especie de etapa previa a una catástrofe inminente. Al mirarlo de esta manera, cabe esperar que esta imagen apocalíptica -también heredada de la tradición judeocristiana- no sea asumida como principio de verdad absoluta por la totalidad de los pueblos y comunidades de la Tierra, siendo incluso resistida y problematizada por otros registros de conocimiento distintos del moderno occidental.
En vez de considerar la actual coyuntura ambiental y ecológica como una época inexorable de cierres y clausuras21, la expansión de campos disciplinarios que durante la última década ha tenido lugar dentro de la Ecología favorece el diálogo interdisciplinario crítico y riguroso entre áreas de la ciencia y tradiciones de pensamiento, y permite la elaboración de interpretaciones diferenciadas sobre el Antropoceno. Muchas de las nuevas perspectivas, entre las que pueden incluirse las humanidades ambientales y la ecocrítica (que en cierta medida ha venido a reposicionar el ámbito de influencia de los estudios literarios en relación con el ambiente), crean marcos narrativos innovadores que incorporan ese concepto para designar una etapa de posibles renacimientos22 y nuevas aberturas hacia mundos de coexistencia.
A diferencia de las narrativas convencionales (tecnocientíficas), que durante las últimas dos décadas dominaron la reflexión sobre el Antropoceno,23 los nuevos relatos que estos campos se encargan de transmitir no se enfocan solamente en la cuestión de cómo lidiar con lo «no-humano», que pone en riesgo el imaginario moderno de progreso y seguridad, como acontece en el filme de Hitchcock. En cambio, plantean el potencial reparador y la posibilidad de ir un paso más allá de las tensiones y los conflictos asociados a la -aparente- contraposición ineludible entre lo humano y las «fuerzas» de la naturaleza, para identificar las vías de cooperación y las alianzas con otras especies y entidades. Este último es el camino que me interesa seguir en este texto.
La permeabilidad de los paisajes
En el primer cuatrimestre de 2022, durante una visita a San Gerardo de Oreamuno, tuve oportunidad de conversar con don Fabio Montenegro. Vestido con un chaleco de lana, y llevando puestas las botas de hule para protegerse del frío y de la lluvia que había comenzado a caer esa tarde, este lechero de edad avanzada me recibió a la entrada de su casa de habitación, indicándome dos sillas plásticas en las que podíamos sentarnos para hablar con más comodidad. Don Fabio y sus seis hermanos son propietarios de siete hectáreas en las laderas del Cerro Pasquí; un lugar emblemático de la zona norte de Cartago, que en los primeros meses de la pandemia de COVID-19 comenzó a ser publicitado debido a su potencial agroecoturístico.
En ese terreno, los hermanos Montenegro se dedican a la producción de hortalizas y la ganadería de leche (Figura 1). En el sitio que don Fabio me señaló, la familia había colocado una lona de plástico para impedir el paso directo del agua en la estación lluviosa y de los rayos del sol, durante los períodos secos. Ese espacio es utilizado por los Montenegro como centro de operaciones, el lugar donde reciben las excursiones que transportan a grupos de turistas interesados en visitar el Cerro Pasquí.
Después de intercambiar algunas impresiones sobre la belleza escénica del lugar y la presencia de la neblina que, para ese momento, ya había limitado la visibilidad severamente; don Fabio hizo el siguiente relato:
(…) se han ido adaptando al ruido de la gente, a la luz y al sonido de los carros. Han ido perdiendo el miedo, entonces se han ido acercando más. Antes, me imagino, ellos solo estaban en la montaña. Ahora ellos andan aquí, escuchando a las personas y los carros (…) Si usted se queda quieto, sin moverse mucho, ellos se van a mantener por ahí o van a pasar de lado, tranquilos. Si usted hace algún movimiento, ellos inmediatamente se van. Son ariscos. Cuando es verano, y usted está trabajando… cuando el día está bonito, uno sabe que están cerca, aunque no los pueda ver. Ellos, como uno no los molesta, se han ido amansando. (…) Ellos no hacen daño. La única forma es que un animal, una vaca, se caiga por algún motivo y no se pueda parar… Si un animal se cae en el potrero y no se puede parar: si ellos logran llegar, la despedazan. Aquí paren las vacas y andan los terneros, y no pasa nada.(…) Uno le tenía miedo al perro de monte porque imaginaba que era un perro que podía atacarlo. Sí, hay que tener cuidado cuando una perra está parida en algún lado y usted llega y se acerca sin darse cuenta. Nunca se ha visto, pero puede ser peligroso. Sí, le dicen a uno: hay que tener cuidado porque ellos pueden atacar. Pero… que a uno le digan que lo ataca un perro de esos… es mentira. (…) Ellos no hacen daño, ni matar gallinas. En una finca de aquí, hay lecherías… ahí sí hay cantidad de esos perros porque ahí hay dos quebradas hondas, ahí ellos mantienen madrigueras y se oyen, porque vienen del Volcán Irazú. Esos animales se han venido mucho, esos animales se mantenían de conejos y de otros animales de monte. No hemos averiguado por qué les ha dado por andar por aquí, qué es lo que ellos buscan. (…) Aquí la gente ve el animal como algo normal. A veces la gente los ve y dice: ¡Ay, mirá! Esos son perros de monte, qué bonito. (…) Ellos andan aquí cerca. Usted puede andar caminando, y puede ser que estén dos o tres, y usted les puede pasar de lado sin darse cuenta, porque ellos se quedan quietos. Tienen un olfato admirable, porque ellos pueden venir caminando por un trillo, y si van a topárselo a usted y usted se para, ellos se agachan y cambian de camino. En esta zona del Volcán Irazú y del Volcán Turrialba, que es donde hay más perros de esos, nunca se ha escuchado que hayan atacado a una persona.24
La transcripción es muy significativa para el tipo de reflexión que realizo en este ensayo. El relato no solo provee una impresión general de las vivencias cotidianas de don Fabio y su familia, en las que están presentes un conjunto de intensidades afectivas y simbólicas que se mueven junto con -y a través del- paisaje y las memorias que éste evoca; sino que además brinda una vía de acceso al conocimiento de los valores y prácticas territoriales que emergen de las relaciones entre personas y fauna silvestre. El «perro de monte», al que don Fabio hace referencia, es el coyote; conocido por la biología moderna como Canis latrans. En el norte de la provincia de Cartago, región donde se ubica San Gerardo de Oreamuno (Figura 2), las personas de esas comunidades también suelen llamar «perro lobo»; o, a veces, simplemente «perro» o «lobo», a ese mamífero de tamaño mediano, y perteneciente a la familia de los cánidos (Canidae).
El uso arbitrario de estos nombres comunes para referirse a una especie distinta, sin embargo, no es el elemento que quiero destacar en este ensayo. Mi objetivo al traer a colación este hecho no es focalizar en las controversias científicas25 que puede provocar el uso incorrecto de las nomenclaturas y sus posibles consecuencias para la generación de conocimiento sobre el Canis latrans; en cambio, me interesa poner el punto de atención en el surgimiento de esa entidad ontológica «alternativa», en cuanto expresión de una sociomaterialidad contingente,26 que desorganiza la supuesta división entre las dimensiones naturales y socioculturales.27
Como se advierte en el relato de don Fabio, el «perro de monte» no puede entenderse simplemente como una construcción social del coyote; por el contrario, el término nos aproxima del foco relacional de la (co)existencia, que se establece entre cada una de estas vitalidades; un foco que por momentos arroja una luz muy difusa y ambigua. Personas y coyotes se constituyen relacionalmente y de forma constante en ese territorio; sus biologías «puras» son trastocadas por procesos viscerales en los que elementos más amplios de la ecología y la historia, e incluso la economía y la política, tienen un papel importante.
Estas experiencias situadas, al mismo tiempo, ponen de manifiesto las maneras específicas en que las ecologías de proximidad tensionan la legitimidad de las categorías científicas. La vitalidad en territorios de (co)existencia produce engranajes sensoriales y perceptivos que, de forma inversa, escapan a las lógicas racionalistas de construcción de conocimiento sustentadas por la ciencia moderna. En el plano empírico, el «perro de monte» representa la intersección entre dos mundos de vida interconectados. Por un lado, un mundo familiar, representado por los lazos afectivos que determinan el vínculo de los humanos con el perro doméstico, que da lugar a una relación de afinidad -con el coyote- basada en el carisma atribuido al perro doméstico.28
Por otro, un plano menos conocido y, por ende, más complejo de caracterizar, que es posible atisbar en el uso de la palabra «monte». El «monte» puede ser pensado como una representación alegórica de la naturaleza inescrutable, un espacio simbólico donde el coyote deviene fiera. La tensión entre ambos mundos de vida entreteje el relato de don Fabio, y es reconocible en los «juegos de representación»29 que crean la disyuntiva entre si el animal ataca o no ataca a los humanos; o, si es o no es peligroso para las vacas y las crías en los potreros.
El «perro de monte», y más concretamente su movilidad, también sirve de puente argumentativo para aludir a alteraciones en el paisaje y rememorar los cambios ecosistémicos a lo largo del tiempo. Como señala don Fabio, San Gerardo de Oreamuno se encuentra ubicado en las proximidades de los Parques Nacionales Volcán Turrialba y Volcán Irazú. Al ser un hábitat natural de la especie, los coyotes se desplazan por entre las áreas silvestres protegidas (ASP), las zonas con cobertura forestal y las propiedades agropecuarias; destinadas principalmente, como es el caso de la Familia Montenegro, a la producción de hortalizas y la ganadería de leche (Figura 3).
Para los moradores humanos de esas localidades, en particular para quienes trabajan en las fincas y lecherías, resulta común sintonizar30 con la presencia del coyote. De esa forma, se va constituyendo una relación cotidiana que conecta el animal con esos espacios y el conocimiento práctico que productores y lecheros tienen de ellos. En los relatos e historias de vida que he recopilado durante mi trabajo etnográfico en la comunidad, por ejemplo, es muy frecuente que las personas comenten haber visto coyotes en lugares donde «antes había más árboles», o cuando, de niños, solían ir a «cazar animalillos con otros vecinos, porque entonces había muchos y no daba lástima matarlos».31
Este caso dio un giro inesperado cuando los coyotes se tornaron protagonistas de varios reportajes sobre avistamientos de fauna silvestre en el centro urbano de la provincia de Cartago, conocido como ciudad de Cartago (esquina inferior izquierda de la fotografía superior - figura 2), durante el período del confinamiento social adoptado por el gobierno costarricense para disminuir la propagación de la pandemia de COVID-19.32 A pesar de que los avistamientos fueron registrados en su mayoría por cámaras de seguridad, colocadas en casas de habitación y edificios de instituciones públicas, y sin la participación directa de personas; las notas informativas que publicaron los medios de comunicación locales y usuarios de las redes sociales, comparten la adopción de una narrativa en la que los coyotes están, al igual que los pájaros de Hitchcock, en un lugar que no es el suyo (Figura 4). Las descripciones que acompañan los reportajes enfatizan en las sensaciones de sorpresa, temor, desconfianza e, incluso, admiración hacia el animal, que fueron experimentadas por las personas a cargo de la recopilación de los registros.
El subtexto común que subyace a todos ellos es la percepción generalizada de un peligro latente, una intimidad que está siendo amenazada por esa presencia sigilosa que emerge de las grabaciones. En última instancia, esta narrativa busca colocar en palabras la impresión «antropocéntrica» que genera el hecho de ser la víctima potencial en un ataque eminente; aún y cuando la experiencia no haya sido resultado de un encuentro directo (corporal) con el animal, sino producto de la intermediación de dispositivos tecnológicos.
Está más allá del alcance de este ensayo determinar dónde se originan con exactitud los resortes discursivos que condujeron a la creencia popular según la cual los coyotes son una especie agresiva; y por qué el imaginario del animal que «reacciona de manera violenta» ante el contacto con las personas se ha mantenido vigente entre la población urbana.33 Sin embargo, cabe preguntarse si estas narrativas y formas de relatar los avistamientos han afectado el registro de sensibilidad y las «intensidades afectivas» involucradas en la percepción humana sobre la especie; y qué tipo de discusión pedagógica puede resultar de este episodio.
En primer lugar, lo que este caso pone de manifiesto es que no se puede realizar una efectiva gestión pública de conservación de la biodiversidad sin tener en cuenta la permeabilidad de los paisajes.34 La presencia de fauna silvestre en zonas residenciales y de intensa actividad humana cuestiona, casi hasta desdibujar por completo, el ideal prescriptivo de las políticas de ordenamiento territorial, que establece límites estáticos para diferenciar lo rural de lo urbano; en donde el primero es representado como una evocación del ideal de vida bucólico, mientras que el segundo es asumido como mole de concreto y contaminación, ¿acaso carente de vida?
Los avistamientos de coyotes en el centro urbano de la provincia de Cartago son un recordatorio de que estas divisiones son socialmente construidas y, en consecuencia, pueden ser tensionadas por los agenciamientos no humanos con relativa facilidad. Las áreas silvestres protegidas tampoco pueden ser pensadas como contenedores aislados de vitalidad fragmentada; es decir, como «enclaves» de naturaleza en los que se puede colocar a determinados animales y otros organismos vivos; y esperar que éstos reconozcan los márgenes artificiales que hemos dispuesto para ellos.35 Esta es, en parte, una de las lecciones que podemos aprender de las ecologías de proximidad.
Al aceptar la presencia del coyote en las hortalizas y lecherías, los moradores de San Gerardo de Oreamuno han aprendido de forma intuitiva a crear nuevos modos de relacionamiento con la especie.36 Como parte de los esfuerzos locales para reivindicar la (co)existencia con el animal, el Comité Comunal de Deportes y Recreación de San Gerardo de Oreamuno, una organización conformada por un grupo de jóvenes con edades comprendidas entre los 18 y 24 años, incorporó recientemente la imagen de un coyote en su logo oficial (Figura 5). Estos jóvenes también están interesados en organizar, junto a propietarios de las fincas y algunos comercios de la zona, caminatas recreativas con personas de la comunidad y visitantes para recorrer los sitios en que los coyotes usualmente son avistados. Su propósito es generar conocimiento empírico sobre la relación histórica entre la comunidad y la especie, y de esa forma contribuir localmente a la educación ambiental vinculada a la protección de los coyotes.
Memoria biocultural y las temporalidades-coyote
Viegas y Relly argumentan, con relación a la pérdida de paisajes y ecosistemas, que «el esfuerzo reciente de humanistas ambientales en la búsqueda de nuevas relaciones mnemónicas y formas de narración más allá del antropocentrismo implica la concesión de derechos de memoria para seres y objetos que habitan un mundo donde las fronteras ambientales y ontológicas occidentales se muestran extremadamente débiles.»38
En el caso de las relaciones entre humanos y coyotes en la provincia de Cartago, y en San Gerardo de Oreamuno de manera específica, la cuestión quizás no se trata tanto de desvelar los efectos que tiene el debilitamiento de esas “fronteras”, si bien esta cuestión resulta determinante para entender cómo los relatos sobre relacionamientos que se encuentran «más allá de lo humano»39 son producidos en ese territorio.
En cambio, el elemento que genera un mayor interés es la necesidad de disponer de las habilidades sinestésicas adecuadas para “entrar-en-el-territorio-del-otro".40 Más que abrir el rango de las historias para explorar las múltiples formas de comunicación y semiótica no humanas que, aún hoy, continúan siendo ignoradas por causa del antropocentrismo que organiza la mayoría de las relaciones multiespecie; es crucial identificar los medios y recursos adecuados para sintonizar con aquellos mundos habitados por seres sobre los que todavía se conoce muy poco. Esos medios y recursos son imprescindibles para que las narrativas emergentes puedan desarrollarse con éxito.
“Entrar-en-el-territorio-del-otro” sugiere entonces una forma de desdoblamiento de la existencia. Es dar un paso más allá de la experiencia limitada a -y por la- contingencia de los cuerpos y la psique humana. Este tipo particular de sintonía requiere sensibilidades y afectos que nos tornen conscientes de nuestras propias limitaciones para comprender los agenciamientos y capacidades performativas de los no humanos por completo. La pregunta clave es cómo superar el desafío metodológico que implica el hecho de tener que ampliar el registro humano de lo sensorial para percibir nuevas y reveladoras formas de contacto cotidiano con otras expresiones de la vitalidad.
Mencionaré una particularidad que rodea al coyote para formular ese argumento de manera concisa. La especie puede considerarse como más sonora que visual. Esto significa que la cautela que muestra en su interacción con el ambiente, en especial al momento de desplazarse entre territorios, contrasta con la intensidad de las vocalizaciones que emite. Los aullidos se convierten en un factor que delata su presencia, aun cuando la ubicación exacta en que se encuentra el animal no pueda determinarse a simple vista. Para muchas de las personas que viven en San Gerardo de Oreamuno, los aullidos del coyote pueden llegar a convertirse en «algo que transforma la vida» de quien tiene la oportunidad de escucharlos.
Para los miembros del equipo de guardaparques del Parque Nacional Volcán Irazú, a quienes entrevisté en los primeros meses de 2022, las vocalizaciones representan una fuente de aprendizaje de la especie. Estos funcionarios mencionaron que han considerado la posibilidad de incorporar los grabadores bio-acústicos, que utilizan para estudiar a las poblaciones de murciélagos, al estudio de los aullidos de los coyotes; sobre los que se tiene relativamente poco conocimiento científico.
En cierto modo, es posible interpretar esta manifestación de la sonoridad del coyote como un tipo concreto de destreza aural que, si bien no es exclusiva de la especie, es de gran relevancia cuando se toman en cuenta las circunstancias que la vinculan a otros componentes del paisaje. Por ejemplo, la neblina es un elemento biótico frecuente en la zona norte de Cartago. Según relatos obtenidos del trabajo de campo con la comunidad, durante las noches más oscuras y frías, y los días particularmente nublados, los coyotes son más activos y sus aullidos son percibidos por las personas de un modo distinto al que se perciben cuando son escuchados en días despejados y noches cálidas.
Cuando está nublado, el aullido deviene un sonido (ruido, en las palabras de un agricultor de la zona) más estridente. Estos cambios en la percepción del aullido de los coyotes, al estar mediados por la presencia de la neblina, son más significativos desde el punto de vista simbólico de los humanos; ya que incorporan un elemento narrativo (las características de la zona de vida Bosque húmedo Montano Bajo - bh-MB) que ubica el relacionamiento en un ensamblaje ecológico mucho más amplio y complejo.
Se trata de un aspecto muy importante, ya que la neblina se torna el escenario y, simultáneamente, un actor destacado en el surgimiento y evolución de las atmósferas acústicas que tienen al coyote como protagonista. Algunas personas con quienes conversé, al situar esta «presencia» en relación con los aullidos que escucharon en un día o una noche con neblina, son capaces de relatar con más detalles cómo se sintieron o qué pensaron en ese momento, e incluso recuerdan la hora exacta y lo que estaban haciendo sin ningún esfuerzo. El «arte de la atención» (art of attentiveness),41 que esas personas consiguieron desarrollar, a partir de la asociación de aullidos y neblina es, sin duda, un elemento central en el tipo específico de engranaje eco-afectivo que caracteriza a los relacionamientos entre humanos y coyotes en ese territorio, y que está ausente en el relato de los avistamientos ocurridos en zonas urbanas y semiurbanas de la provincia, localizadas en territorios de menor altitud que San Gerardo de Oreamuno.
Más relevante aún es el hecho de que el aullido es, en sí mismo, un lugar de encuentro eco-acústico para las personas y los coyotes. Incluso cuando la neblina es muy espesa y no es posible determinar la presencia del o los coyotes en un plano geográfico preciso, el paisaje sonoro que recrean los aullidos en la imaginación de quienes los escuchan desde el interior de sus viviendas o en el espacio abierto de las fincas y hortalizas, contribuye a que esos momentos de intimidad multiespecie -muchas veces fugaces- sean amplificados cada vez que son rememorados, generando una mayor predisposición a escuchar en el oyente humano.
El aullido es parte de las propiedades indexicales42 que forman la base de la comunicación entre coyotes, y favorece la interacción interespecífica entre individuos de esa especie y los humanos, al movilizar elementos de lo que Michael Rothberg ha denominado «memoria multidireccional».43 De acuerdo con el autor, la memoria es una condición de posibilidad para que emerjan nuevos relacionamientos, posibilitando diferentes planos para que una experiencia significativa tenga lugar.
Siguiendo ese planteamiento, las historias sobre los aullidos que relatan algunas de las personas con quienes conversé en San Gerardo de Oreamuno no son simples recuerdos. En vez de eso, son memoria activa que torna posible un repertorio especial de formas contingentes de reconocimiento del otro. Al reconocer en el coyote la figura de un potencial interlocutor, los oyentes humanos le atribuyen también un cierto grado de subjetividad, haciendo que las fronteras que mantienen separado lo humano de lo no humano se debiliten.
Los aullidos crean una forma no física de dimensión, que se extiende más allá del espacio condicionado por los humanos; permitiéndole a las personas de la comunidad habitar-el-territorio-del-coyote, incluso cuando esto sucede de manera transitoria. Al ser parte de «una dimensión corpo-sintiente (que participa) en la constitución del conocimiento del mundo social»,44 los aullidos devienen una manera de ser y estar en un «territorio de (co)existencia».
Ahora bien, las atmósferas acústicas creadas por las vocalizaciones del coyote también son relevantes para el esfuerzo de teorización de los sonidos no humanos en cuanto una forma de conocimiento ecológico. Ese es un tema de interés dentro del campo reciente de la acustemología45. La conceptualización, desarrollada por Steven Feld en los años noventa, se aproxima a las «acústicas del ambiente» con el objetivo de generar consideraciones epistemológicas que son pertinentes para la ciencia en la era del Antropoceno. Es así como los planteamientos hechos por Feld influyeron para que la «relacionalidad del sonido» fuese considerada una dimensión notable de las zonas de contacto multiespecie.
Por otra parte, en esta sección también me interesa referirme a dos circunstancias del trabajo etnográfico que ayudan a comprender el alcance empírico de la memoria biocultural en los mundos más que humanos conformados por personas y coyotes. Una de esas circunstancias tiene que ver con una situación en la que yo mismo, en cuanto investigador, estuve involucrado. La segunda está relacionada con el carácter performativo de la vitalidad de los coyotes; esto es, su capacidad para influir en la (re)configuración de la memoria colectiva y las remembranzas individuales de los humanos, a partir del establecimiento de diferentes temporalidades y formas de territorialidad.
Cuando Gustavo, el propietario del complejo turístico Una mirada al cielo, un conjunto de cabinas ubicadas en las cercanías del Cerro Pasquí, me compartió hace algunos meses una serie de fotografías (Figura 6), que consiguió tomar cuando se desplazaba hacia ese lugar; mi primera impresión fue que se trataba de una situación en la que se produciría un ataque de coyote de un momento para otro. Las imágenes tratan sobre la interacción entre un individuo de esa especie y una vaca, aparentemente preñada. Se puede apreciar que la vaca adopta una posición de creciente incomodidad ante la presencia del coyote. A simple vista, parece que está molesta y busca el modo de mantener a su acosador a una distancia aceptable. Para entonces, el coyote ya ha percibido la presencia humana y parece confundido. Por su parte, la vaca mantiene su mirada puesta en el animal que tiene ante sí; y la posición de su cuerpo -cada vez más tenso- hace presuponer que se prepara para embestir: peso apoyado hacia su frente, cabeza agachada, orejas levantadas, patas delanteras apoyadas con firmeza.
En los días posteriores a que Gustavo y yo hubiésemos intercambiado nuestras opiniones sobre las fotografías, tuve la iniciativa de mostrar ese material a varias personas de la comunidad, principalmente dueños y trabajadores de lecherías, y pedirles que me indicaran lo que ellos veían en esa escena, más allá de lo que la imagen «dice» de manera evidente. Lo curioso de llevar a cabo este ejercicio es que las interpretaciones parecen coincidir en los puntos centrales, y expanden el arco narrativo más allá de las circunstancias inmediatas que podrían asociarse al encuentro directo entre los dos animales.
En todos los comentarios que recibí fue común el propósito de sacarme de mi error: «los coyotes no atacan a las vacas». Ahora bien, lo relevante es la argumentación para justificar el hecho de que mi opinión sobre lo que acontece en esa escena resulte poco probable. Don Leonardo Montenegro, uno de los hermanos de don Fabio, elaboró una explicación completa en la que se refirió a los «tiempos de antes»;46 cuando las divisiones entre las fincas y las áreas silvestres no estaban definidas y ellos, «los dueños de ganado», podían llevar a sus animales a pastar en «las zonas de bosque más profundo». Lo siguiente que don Leonardo comentó es que, luego de dejar el ganado «en esa parte del bosque», los coyotes que «andaban siempre cerca, por ahí», se acercaban a las vacas y pastaban junto a ellas.
En la explicación a la fotografía que le mostré, don Leonardo plantea una serie de elementos mnemónicos que permiten entender la forma en que, aún en la actualidad, la presencia de los coyotes posibilita la (re)construcción de la memoria biocultural del territorio, a partir de relatos sobre la transformación en el uso espacial y la disposición de paisajes y ecosistemas con fines de explotación comercial.
Rosanne Kennedy47 formuló el concepto de eco-memoria multidireccional a partir de los planteamientos hechos por Michael Rothberg sobre la memoria multidireccional. En ese desarrollo ulterior, la autora moviliza lo que podría considerarse un marco de «rememoración ecológica», que intenta articular los vínculos entre lo humano y lo no humano a un enmarañado de historias más profundas sobre vulnerabilidad y sufrimiento. El objetivo de Kennedy es colocarnos ante una suerte de destino trágico común, que es compartido con otros seres y entidades.
Esa reflexión, sin embargo, no se limita a identificar las experiencias de duelo, dolor y muerte de/en otras especies, como una condición inexorable de «nuestro» presente. En cambio, la eco-memoria nos urge a prestar atención a las interconexiones que generaron, en primer lugar, los ambientes precarios que fueron -y siguen siendo- habitados por esas vitalidades, cuya existencia -y resistencia- se torna cada vez más frágil por causa de la acción/inacción humana.
En territorios como San Gerardo de Oreamuno, un concepto como el de eco-memoria multidireccional abre posibilidades analíticas para pensar en términos de la (re)conexión necesaria con las «presencias» actuales del coyote, y no desde las «ausencias» o la «añoranza» de lo que el animal significó para la comunidad en el pasado. Si bien Kennedy argumenta que la eco-memoria puede representar un medio útil como estrategia de reconciliación; lo cierto es que cualquier iniciativa de ese tipo, por bien intencionada que sea, debe ir de la mano con el compromiso activo de reparación de los perjuicios causados a la especie y su mundo de vida. Según ese punto de vista, para que esos esfuerzos se conviertan en actos afirmativos, se requiere que las personas de la comunidad sean capaces de recuperar las relaciones significativas que los unen a los coyotes; no obstante, el bienestar general de la especie no depende de ellos en modo exclusivo.
Aunque no de forma consciente, don Leonardo formula una crítica a un fenómeno que recientemente ha sido observado en la implementación de políticas públicas, y es la disociación entre las políticas agropecuarias, las de conservación ecológica y las agroecoturísticas; lo que ha dado paso a una visión fragmentada -y fragmentaria- de los procesos de desarrollo sostenible. Una visión que, en la realidad empírica de los espacios locales, resurge en la forma paradójica de ecologías de proximidad que tensionan de modo constante las narrativas lineares de progreso.
Haciendo uso de un lenguaje que incluso podría ser considerado como metafórico, don Leonardo termina su lectura de las fotografías indicando que los coyotes «guardan el recuerdo» de aquel pasado, y que buscan «la compañía» de las vacas en los potreros y otras zonas de las lecherías, porque «siempre han sido amigos», y «saben» que cerca de las vacas van a encontrar fuentes de agua y alimento para su propia sobrevivencia. Si la vaca de nuestra escena «parece molesta», es porque ella «seguramente tiene una personalidad fuerte… mal carácter», y es por eso por lo que busca maneras distintas de «pedirle al coyote que se marche». Por su parte, los guardaparques del Parque Nacional Volcán Irazú son más sucintos y señalan que los coyotes siempre encuentran formas de regresar a los sitios que alguna vez fueron -su- bosque.
La segunda circunstancia del trabajo etnográfico que incorporo en esta sección es una breve alusión a las formas en que el hábitat natural del coyote y la presencia histórica del animal crean un tipo determinado de interfaz que convierte a esa especie en un (de)marcador de temporalidad y contra-narrativa decolonial. Asociado al imaginario del «estar fuera del lugar», que mencioné anteriormente, también está el hecho de que el coyote tienda a ser considerado un recién llegado, donde sea que individuos de la especie comienzan a ser avistados con alguna frecuencia. Esta controvertida creencia está tan extendida, que incluso se ha llegado a sugerir en la literatura científica sobre el Canis latrans que su presencia en determinados territorios de Costa Rica, y a veces de América Central, data apenas de uno o dos siglos.48
Felipe Díaz, un funcionario del Departamento de Antropología e Historia del Museo Nacional de Costa Rica, es tajante al refutar esos datos. El especialista plantea que, si bien el registro arqueológico de cánidos (Canidae) en el país es escaso, existen análisis rigurosos que corroboran que el primer registro de presencia-coyote en el país fue encontrado en el sitio arqueológico conocido como Chahuite Escondido, en la península de Santa Elena (en la parte noroccidental de Costa Rica). Cronológicamente, ese registro está relacionado con el Período Sapoá, que abarca los años entre el 800 y el 1350 después de Cristo (d.C.). Esto significa que los coyotes estaban presentes en Costa Rica desde mucho tiempo antes de la conquista del territorio por los españoles, y su llegada al país no es resultado de las alteraciones socioecológicas provocadas por los impactos ambientales de ese acontecimiento.
Consultado por las valoraciones que hacen especialistas como él respecto de la posible convivencia entre humanos y coyotes para el período y el tipo de sociedad vinculados al hallazgo; el funcionario continúa:
Se sabe por las fuentes etnohistóricas, que las poblaciones prehispánicas tenían mascotas, tanto mamíferos como aves y otros animales. En general se menciona por ejemplo el saíno, los cuales tomaban desde pequeños y luego seguían a su «dueño» por todas partes, los cuales parece ser que posteriormente sacrificaban para consumo. En cuanto a los coyotes no se menciona nada, y saber si los restos que encontramos fueron de un coyote que era mascota o se sacrificó como parte de algún ritual no lo hemos podido determinar. (…) se podrían hacer estudios más especializados sobre los restos para tratar de determinar si había cambios en su morfología que pudieran indicar cambios dietarios asociados a una relación más cercana con los humanos, pero hasta la fecha no los hemos realizado. Es interesante porque las representaciones de coyotes o cánidos en cerámica o piedra son realmente escasas, lo que parece indicar que era un animal que en la cosmogonía de la época no parece haber tenido un papel tan preponderante como el de los saurios y felinos.49
Aunque el especialista considere que el coyote no era significativo para las poblaciones que vivieron en Costa Rica durante el período sapoá, el animal sí lo era en las cosmologías de otras sociedades prehispánicas de la región de América Central y México. Huehuecóyotl (coyote viejo) es, en la mitología prehispánica, la deidad que simboliza la danza, la música, el placer e, incluso, la lujuria. El animal era imaginado como una corporalización del erotismo, y posiblemente, de la virilidad.50 Es este elemento de transgresión, acaso moral, que encuentra un posible paralelismo en la noción judeocristiana del pecado; lo que pudo influenciar en las narrativas contemporáneas que lo califican de animal «astuto» y «engañoso». Además, se debe recordar que la palabra coyote es una transliteración de «coyotl», que en náhuatl significa «perro aullador». Para los Nahuas prehispánicos, Huehuecóyotl era justamente uno de los dioses instigadores de la sexualidad.51
Los coyotes también son una entidad/símbolo importante para los Teotihuacanos, en cuya cultura el coyote se encuentra asociado a la dimensión mística o espiritual del campo militar, y tenía una función destacada en las campañas cuyo propósito era la obtención de prisioneros de guerra para las festividades rituales.52 Por su parte, en el Popol-Vuh, el mito cosmogónico de los pueblos Mayas Quichés que relata la creación; el Hunahpú-Utiú (el cazador coyote) fue de los primeros seres en existir, al lado del tlacuache,53 y simboliza la potencia masculina. Estos pueblos desarrollaron una onto-poética completa, en la que el coyote representa el cielo de noche, en lo que parece ser una alusión directa a sus hábitos nocturnos y principalmente crepusculares.
Consideraciones finales
El objetivo principal de este ensayo fue indagar las relaciones entre humanos y coyotes en la provincia de Cartago, en Costa Rica. Aunque el punto de partida fue el incremento en la cantidad de avistamientos de individuos de esa especie en los espacios urbanos y semiurbanos, un fenómeno que tiene lugar desde la temporada del confinamiento social (primer semestre de 2020) provocado por la emergencia sanitaria del COVID-19; mi experiencia de trabajo de campo con la comunidad de San Gerardo de Oreamuno, que se localiza en un territorio rural de la zona norte de la provincia, me permitió ampliar el foco de atención a modos de relacionamiento más complejos que existen desde el período anterior a la pandemia.
Al tratarse de una investigación en curso, los argumentos que desarrollé en esta reflexión no deben interpretarse como concluyentes ni definitivos en modo alguno. En vez de eso, las consideraciones finales que aporto en esta sección son parte de los puntos clave que me ayudaron, en un primer momento, a conceptualizar lo que puede ser concebido como la conformación de un «territorio de (co)existencia». Esta noción fue útil como contrapunto analítico a las narrativas adoptadas por medios de comunicación y usuarios de redes sociales, para informar sobre los avistamientos de coyotes en el centro urbano de Cartago. La gran mayoría de esos avistamientos fueron indirectos y mediados por dispositivos tecnológicos, principalmente cámaras de seguridad, colocadas en viviendas y edificios de instituciones públicas; no obstante, esas experiencias estimularon la curiosidad por la especie en la población humana.
La formulación del término «ecologías de proximidad» me permitió organizar una aproximación teórico-conceptual para explorar las atmosferas afectivas que están presentes en los contactos contingentes de personas y coyotes en la provincia, interesándome particularmente por lo que acontece en San Gerardo de Oreamuno y las formas cómo las personas de esa comunidad relatan la interacción cotidiana con los coyotes en potreros, lecherías y parcelas destinadas a la producción de hortalizas. Relatos como el de don Fabio Montenegro fueron importantes para profundizar en el aprendizaje empírico que resulta de esos tipos específicos de «sociabilidad más que humana». El fragmento del relato que incluí en este ensayo es sumamente instructivo, como medio de acceso a las sociomaterialidades que moldean las «ecologías de proximidad» en los espacios situados.
Al mismo tiempo, el (re)surgimiento de la presencia-coyote en las zonas urbanas, un hecho al que contribuyó sin duda alguna la pandemia de COVID-19, me permitió introducir un correlato sobre la violencia colonial que persiste hasta nuestros días; y brindar algunos elementos que podrían explicar los motivos por los que los conocimientos sobre el coyote que disponían las sociedades prehispánicas de Mesoamérica, siguen teniendo una posición marginal en la práctica científica de la arquezoología moderna (al menos en lo que a Costa Rica se refiere).
Como señalé en la sección sobre Memoria biocultural y las temporalidades-coyote, una parte de la literatura especializada sobre el Canis latrans incluso llegó a sugerir que la presencia de esa especie en la región data apenas de uno o dos siglos. Esto no solo implica desconocer una parte importante de la historia natural del coyote, sino también una falta de cuestionamiento crítico en relación con los ensamblajes sociohistóricos y etnobiológicos que informan la producción de conocimiento contemporáneo sobre la especie.
Mientras que el coyote gozó de un lugar de privilegio en la realización de ritos y otras festividades de origen religioso y bélico en muchas de las sociedades prehispánicas de Mesoamérica; siendo celebrado por Teotihuacanos, Mayas y Nahuas, entre otros, por causa de su valencia mística y simbólica; hoy en día, estos animales están catalogados como una especie con potencial invasor alto por las ciencias biológicas modernas. En la sección Y los pájaros atacaron…, recurrí al filme Los pájaros (The Birds), dirigido por Alfred Hitchcock, en 1963, para referirme a las fricciones y cuestionamientos que términos como «feral» y «especie invasora» generan. Estas categorías antropocéntricas niegan la vitalidad de las especies no humanas, reduciendo sus agenciamientos y performance a simples automatismos instintivos.
La película de Hitchcock me permitió enmarcar la reflexión sobre esos conceptos en una trayectoria de pensamiento moderno occidental, que defiende la supuesta separación entre sociedad/cultura y naturaleza; colocando a humanos y no humanos en planos de relación y análisis diferenciados. Los abordajes de las ciencias biológicas que se inscriben en esa separación dan origen a tipos y técnicas de aprendizaje, que reducen a las demás especies a sus biologías «puras»; un hecho que tiende a instrumentalizar la complejidad y riqueza de las vidas interiores de los animales, en la misma forma en que reduce y compartimenta sus ecologías más amplias.
A pesar de eso, las visiones tecnocráticas que durante casi dos décadas dominaron la reflexión sobre el Antropoceno, han comenzado a ser cuestionadas ante el surgimiento de nuevos registros analíticos. La crítica decolonial-ambiental, por ejemplo, está creando condiciones de posibilidad para abandonar el mito de la excepcionalidad humana, que aún sobresale en discusiones sobre las tentativas de superación de la crisis ambiental y ecológica que vivimos actualmente. Sin caer en la trampa de los especismos, los abordajes emergentes reconocen y abrazan la condición humana como siendo parte de los enmarañados multiespecie que tornan la Tierra un lugar habitable.
Es debido en parte a esa nueva sensibilidad que campos como el de la acustemología adquieren una mayor relevancia. En este ensayo, identifiqué los aullidos del coyote con parte de una semiótica que se encuentran «más allá de lo humano». Argumenté que esas vocalizaciones son relacionales, y es por causa de esa condición que las personas que las escuchan se sienten interpeladas de modos tan distintos. El sonido estridente de los aullidos, durante los días y noches con niebla, crea paisajes sonoros que invitan a las personas de San Gerardo de Oreamuno a habitar-el-territorio-del-coyote, en formas que hacen que las fronteras de lo humano y lo no humano se vuelvan porosas e insuficientes en cuanto recurso de (auto)percepción.
También llevé a cabo una exploración sobre la memoria biocultural asociada a la presencia-coyote. A partir de autores como Michael Rothberg y Rosanne Kennedy, planteé que la memoria activa es una condición de posibilidad necesaria para que nuevos relacionamientos puedan surgir. El coyote es un articulador de mitos y remembranzas ecológicas. Sus desplazamientos a través de los territorios rurales, urbanos y semiurbanos de Costa Rica y Mesoamérica conectan paisajes legendarios, imaginados y materialmente modificados; su presencia sigilosa es ineludiblemente performativa, y sus aullidos sugieren un tipo de agenciamiento que establece formas distintivas de (co)habitabilidad multiespecie, en territorios que están expuestos a procesos de rápida transformación socioproductiva y ambiental.
Un desafío importante sobre el cual se requiere una mayor reflexión es, sin embargo, si los relacionamientos humanos-coyotes que son significativos para las personas de la comunidad de San Gerardo de Oreamuno, son suficientes y contribuyen de manera efectiva a garantizar la protección y el bienestar de la especie. Determinar cuáles son las implicaciones políticas de los engranajes eco-afectivos asociados a la presencia-coyote en el resto de la provincia es un aspecto que debería seguir siendo estudiado.
Finalmente, cabe preguntarse hasta qué punto el interés humano en los coyotes es el resultado de su posible incorporación en actividades agroecoturísticas, en cuyo caso estos animales ganarían en atractivo y carisma solamente por causa del valor agregado que su presencia y movilidad a través de los paisajes es capaz de aportar a las economías locales. En última instancia, situaciones paradójicas de ese tipo no contradicen las ecologías de proximidad sobre las que he reflexionado en este ensayo; por el contrario, pueden ser vistas como resultados lógicos -y hasta esperables- de las tensiones latentes entre la retórica del desarrollo antropocéntrico y la emergencia de prácticas de reparación/reconciliación con la vitalidad de los territorios.