Introducción
«Era de la especie de hombre que un país pierde sin que muchos tengan la conciencia plena de lo que se perdió con él» Prof. Dr. Aldo Solari, julio de 1961
En 2021 se cumplirán sesenta años de la desaparición física del profesor Quintín Alfonsín, maestro del Derecho privado internacional1 y uno de los más destacados juristas uruguayos del siglo XX.
Usando palabras de Dante, podría decirse que el destino lo atrapó en la mitad del camino de la vida. Era por entonces una ascendente figura con incalculables proyecciones de futuro: apenas alcanzamos a intuir hasta dónde habría podido llegar en el concierto mundial de su especialidad, en las tres o cuatro décadas siguientes a su desaparición física.
Este trabajo no se propone insistir en el tópico de su temprana pérdida -pues de ello, y de las características de su obra,2 con justicia se ha dicho y escrito prácticamente todo3-, sino reconocer la vigencia de su legado ético-jurídico y resaltar su inusual calidad humana, aspecto este que, en general, es bastante menos conocido que las formidables cualidades técnicas de las que estaba dotado.
Parafraseando a Vinogradoff,4 hemos elegido la idea de la “segunda vida” para referir al magisterio póstumo del profesor Alfonsín, cuyas lecciones trascienden a su desaparición física. Así como la creación jurídica del genio romano no se extinguió con la muerte de Justiniano, tampoco se ha diluido el recuerdo de este gran jurista5.
Su huella perdura en la memoria de la comunidad científica en Uruguay y en el exterior: “No es morir el vivir en los corazones que dejamos tras de nosotros”6.
El jurista argentino Celestino Piotti (h.) (1961, p.797) ha escrito:
América dio al mundo científico grandes aportes (…). Mas, entre todos, sobresalen dos grandes maestros y jurisconsultos, exponentes de dos épocas de la ascendente evolución de nuestra disciplina, ambos ya alejados de la vida terrena, ambos en la inmortalidad: Antonio Sánchez de Bustamante y Sirvén, y Quintín Alfonsín. El primero luego de su dilatada existencia allá en Cuba, su patria chica (…). El segundo, luego de una existencia breve y fecundísima, entrega su vida en nuestra tierra, en instantes de indescriptible dolor. La ciencia jurídica recibe así uno de los golpes más rudos en cuanto lleva de su existencia.
Destino trágico, actitud heroica
El viernes 30 de junio de 1961 el profesor Quintín Alfonsín y su esposa, María Célica Queirolo, abordaron en la ciudad de Córdoba un avión Curtiss C-46 Commando7 con destino a Buenos Aires8. La pareja regresaba de un congreso, lo que era habitual para ellos, pues solían viajar juntos a las frecuentes actividades académicas en las que el jurista era invitado a disertar.
La aeronave culminaba el vuelo n.º 231 entre Salta y Buenos Aires, con escala en Córdoba. El Curtiss había partido de esta ciudad a las 18:46 y, luego de un despegue normal, fue autorizado a volar con una altura crucero de 2.700 metros, con Mar de Plata como destino alternativo -en caso de surgir imprevistos que le impidieran aterrizar en Buenos Aires- y combustible suficiente para llegar hasta Bahía Blanca9. El pronóstico meteorológico indicaba tiempo “cubierto”, con lluvia 8/8 (es decir, en todo el horizonte). No se pronosticaban turbulencias.
El trayecto se desarrolló sin sobresaltos:
La normalidad del vuelo en ruta se encuentra avalada, por cuanto en los respectivos mensajes no se comunica ninguna novedad, así como también por declaraciones de pasajeros y auxiliares de bordo, quienes dicen que el vuelo se realizó por momentos entre nubes y en otros momentos sobre nubes, sin mayores turbulencias y sin novedad alguna que pudiera llamar la atención. Algunos pasajeros hasta momentos antes del accidente viajaban durmiendo y otros leyendo tranquilamente (Junta de Investigaciones de Aviación Civil, 1961, folios 145 y siguientes).
Al aproximarse al Aeroparque Jorge Newbery de la capital argentina, el piloto fue autorizado para un acercamiento por instrumentos a la pista 12. La visibilidad era muy limitada -de apenas unos 300 metros- y las condiciones meteorológicas se encontraban por debajo de los mínimos autorizados por el organismo oficial. Durante la maniobra de aproximación se produjeron cuatro contactos entre el avión y la torre de control; todas las conversaciones quedaron registradas en una cinta magnética. El primer contacto fue a la hora 20:42 y el último a las 20:56.
Un minuto después de ese último contacto, siendo la hora 20:57, a 1.360 metros de la pista y 175 metros a la derecha de la línea central extendida de la pista (esto es, en una trayectoria errónea y situada fuera del punto de aterrizaje), la aeronave chocó con un poste de un semáforo ferroviario de 8 metros de altura, ubicado entre las vías del ferrocarril General Belgrano, solo a metros de la céntrica avenida Figueroa Alcorta. Este primer impacto arrancó una sección de varios metros del ala derecha; luego, el avión giró unos 45 grados a la derecha, rotó completamente -quedó al revés, invertido en el aire- y así cayó en el terreno, golpeando con el techo. A pesar de la lluvia, se desató de inmediato un incontrolable incendio, causado por las roturas en los tanques y el derrame de combustible.
Durante la investigación del hecho, un testigo aseguró a las autoridades administrativas que vio a la aeronave con un ala menos, arrasando árboles y precipitándose a tierra con los motores parados y sin ninguna luz. Otro testigo, maquinista del Ferrocarril Belgrano, declaró que salía de la estación a las 20:56, a cargo de un tren de pasajeros, y que a 150 metros de la locomotora que conducía observó un avión que venía volando sobre los rieles y enfocando directamente a la locomotora. Al principio pensó que se trataba de un avión que volaba demasiado bajo, pero en vuelo normal. Al observar que a medida que se acercaba la aeronave iba perdiendo altura, como si fuera a aterrizar, decidió apagar las luces de la locomotora para no encandilar al piloto. En ese momento el avión pasó a unos tres metros sobre el techo de la máquina, por lo que hizo un instintivo movimiento de protección (Junta de Investigaciones de Aviación Civil, 1961, folios 145 y siguientes). El testigo aseguró que segundos después escuchó un ruido seco, como si el avión hubiera chocado con algo.
El informe del siniestro determinó que su causa radicó en la acción del piloto, por “no ajustarse al mando de la carta de aproximación por instrumentos durante el procedimiento de aproximación”. El texto agrega: “Clasificación estadística: Imprudencia” (Junta de Investigaciones de Aviación Civil, 1961, folios 145 y siguientes). Además, el reporte indica que en el puesto correspondiente al piloto al mando (izquierda) en el momento del despegue, vuelo, y hasta diez minutos antes de producirse el accidente, se encontraba el copiloto. En cuanto a las condiciones meteorológicas, la investigación las reputó como un factor “determinante” (Junta de Investigaciones de Aviación Civil, 1961, folios 145 y siguientes).
En su momento el desastre representó el quinto en orden de gravedad en la historia de la aviación comercial argentina. De las 33 personas a bordo (31 pasajeros y 2 tripulantes) perecieron 22. Con diversas heridas, sobrevivieron 9 pasajeros y 2 auxiliares a bordo. Los relatos de los sobrevivientes coinciden en indicar que el profesor Alfonsín tuvo la posibilidad de escapar de las llamas, pero se quedó dentro de la cabina incendiada luchando hasta el límite de sus fuerzas, en un desesperado intento por rescatar a María Célica, su amada esposa y compañera de todas las horas.
Nunca sabremos si él finalmente se habría salvado -en caso de haber sido esa su opción- y si hubiera podido sobreponerse a la muerte de su cónyuge. En la más extrema de las situaciones, la que fue, en definitiva, la antesala de su muerte, el jurista obró como lo había hecho durante toda su vida: con la más absoluta rectitud, siguiendo sus sentimientos y sin traicionar a sus convicciones. Le resultaba inaceptable salvar su vida al precio de abandonar al ser más querido.
Luego del accidente, el profesor Alfonsín alcanzó a sobrevivir, y hasta recobró por momentos el conocimiento. Si fuera cierto -como suele decirse- que uno muere cuando quiere, no es inconcebible pensar que una vez enterado del fallecimiento de su esposa haya preferido seguir el mismo destino. En la mañana del viernes 7 de julio de 1961, es decir, una semana después del siniestro, expiró el gran jurista.10 María Célica había perecido en el lugar del infortunio.
Consternación en Montevideo
Tras la primera noticia del accidente, en las jornadas siguientes la prensa montevideana informó sobre el tema en cada una de sus ediciones.
A comienzos de julio de 1961 la noticia recurrente en los diarios de Montevideo era el proceso al criminal nazi Adolf Eichmann, en un recordado juicio que por entonces se desarrollaba en la ciudad de Jerusalén. Sin perjuicio de ese destacado centro de atención, las ediciones de prensa correspondientes a la primera semana de aquel mes de julio dedicaron en sus portadas numerosas referencias a la pareja Alfonsín-Queirolo. Las primeras noticias del desastre llegaron a Montevideo unas dos horas después de ocurrido. Las novedades fueron ampliadas al día siguiente.
Así, en el ángulo superior izquierdo de la portada del diario El País del sábado 01/07/1961 puede leerse en letras destacadas: “Se estrelló un avión ayer en Buenos Aires”. Debajo del título, en tamaño menor pero con caracteres visibles, el periódico agregaba:
Buenos Aires, 30 (A.P.). Un avión de la Empresa Argentina Transcontinental se estrelló esta noche a unos 500 metros del Aeroparque, aeropuerto cercano a la zona céntrica de Buenos Aires. La máquina era procedente de Córdoba. Varias dotaciones de bomberos se encuentran trabajando en la zona del desastre, mientras una persistente lluvia cae sobre la ciudad. Se informa que el número de pasajeros es superior a treinta.
Un segundo cable precisó el lugar del impacto, sin agregar otra información. Hasta entonces no se había producido todavía ninguna referencia a la presencia del matrimonio en el vuelo. Un tercer despacho complementario aclaró la suerte primaria de los pasajeros:11
Buenos Aires, 30 (A.P.). Hasta el momento han sido retirados trece cadáveres de entre los escombros del avión (sic). Contrariamente a lo que se había informado al principio, fueron llevados ocho heridos graves de los sobrevivientes, cuatro al hospital Pirovano12 y cuatro al hospital Fernández, cerca del lugar del accidente. No se explica, según se informó, cuáles pudieron haber sido las causas que obligaron al comandante de la aeronave a efectuar un contacto forzoso con la tierra con el resultado conocido (El País, 01/07/1961, p. 1.)
Esta tercera comunicación detalló la nómina completa de personas a bordo, constando allí el nombre del profesor Alfonsín y de su esposa. Al día siguiente, en la edición del domingo 02/07/1961, la información de prensa fue nuevamente complementada. Bajo el título “El estado de Quintín Alfonsín”, un texto consignaba:
Buenos Aires, 1º (A.P.). El profesor de la Facultad de Derecho del Uruguay, Dr. Quintín Alfonsín, uno de los accidentados en la tragedia aérea ocurrida ayer en las cercanías de Aeroparque, se halla internado en el Hospital Pirovano en estado delicado, según se informó aquí. Las autoridades del citado hospital indicaron que las lesiones sufridas por el Dr. Quintín Alfonsín son de consideración, habiendo sufrido múltiples quemaduras. El doctor Alfonsín se encuentra, sin embargo, en uso de sus facultades. El Primer Secretario de la embajada uruguaya, Alfonso Folle, y Francisco Bustillo del Campo, realizaron gestiones a efectos de trasladarlo a una clínica particular, a lo cual no accedieron las autoridades del Hospital Pirovano, dada la gravedad de su estado” (El País, 02/07/1961, p. 1).
Este mismo día la portada de El País incluyó dos fotografías: en una se observan los restos del avión en llamas y un bombero en acción, bajo el título “El mal tiempo provocó la tragedia aérea”. Una segunda fotografía muestra un avión similar al accidentado, lo que es aclarado en la correspondiente leyenda al pie.
En la semana siguiente, el gobierno uruguayo mandató a dos ministros de Estado para que se encargaran de colaborar en todo lo que pudieran. Fueron comisionados para ello el canciller Homero Martínez Montero, quien se encontraba en Buenos Aires en misión oficial, y el ministro de Instrucción Pública y Previsión Social, Dr. Eduardo Pons Etcheverry. Este último viajó a la capital argentina junto al profesor Saúl Cestau, a bordo de un avión que, en loable gesto, la Fuerza Aérea Uruguaya puso a disposición de la Facultad de Derecho (Consejo de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1961).
Vida y personalidad
Quintín Alfonsín nació en Buenos Aires en 1910, y siendo muy pequeño se trasladó junto a su familia a la ciudad de Montevideo. En 1935 se graduó de abogado y, poco después, en 1939, comenzó su exitosa carrera como profesor de Derecho Internacional Privado. En 1947 fue nombrado encargado de grupo, y en 1955, a sus 45 años, fue nombrado profesor titular para las carreras de Abogacía y Notariado.
Quienes trataron con él coinciden en señalar su carácter equilibrado y su personalidad marcadamente introvertida. Aldo Solari (1961, pp. 527-528) señaló al respecto:
Yo no sé si alguno de nosotros, los que fuimos sus amigos, lo conocimos verdaderamente -en última instancia nadie sabe si la verdadera comunicación humana es posible-; pero, es casi seguro que conocemos lo que los demás ignoraban de él, las ideas erróneas que se hacían a su respecto. Alfonsín era un hombre tremendamente reservado, que rehuía la confidencia a los demás y la de los otros a él, que exigía gran respeto por la vida privada, tan grande como él la tenía por el prójimo, que por ello hacía valorar tanto su confianza, las raras veces que la dispensaba. Eso sólo, lo hacía raro en un país de extrovertidos que ventilan sus problemas y los ajenos con la más despreocupada inconsciencia, y le daba ese aspecto de hombre que pone una valla entre él y los demás. En cierta manera esa valla existía; era un hombre de un profundo pudor personal para sí y para sus semejantes.
Evitaba también la fácil comunicación personal, porque se conocía de una extrema rectitud y temía enfrentarse a la elección entre callar su opinión o decirla, hiriendo al que lo escuchaba. Muchas veces, y él lo sabía, en la imposibilidad de decidirse por una de las alternativas recurría a su notable sentido de la ironía. La ironía satisfacía su deseo de decir la verdad, acompañándolo de la esperanza de que el otro no lo percibiera y no se sintiera herido. A veces lo lograba, a veces no. A veces su interlocutor se sentía más herido todavía, por una ironía cuyo significado captaba y a la que sumaba un insoportable sentido de superioridad de Alfonsín, que sin embargo no existía realmente.
A juicio de Solari (1961, p. 528), el profesor Alfonsín era tímido y, como otros tantos similares a él,
había levantado trabajosamente un edificio de autosuficiencia, de seguridad en sí mismo, de posibilidad de prescindir de los demás, que era fácil confundir con un aire de superioridad (…), pero la idea que otros creyeran que él se sentía superior lo hubiera horrorizado.
En un sentido similar, Didier Opertti Badán (2010) ha descrito al jurista como
un caballero tan ordenado en sus maneras como en su pensamiento, (…) un profesor a cabalidad dispuesto a compartir lo más profundo de su pensamiento jurídico.
En tiempos en los que todavía no se padecía de masividad en la enseñanza de las profesiones jurídicas, un reducido número de alumnos asistía a los cursos de Derecho Internacional Privado, materia del último año de la carrera. La asignatura era vista como
algo ajena al común, y por ello más difícil de entender. Alfonsín, lejos de corroborar ese preconcepto lo despejaba a través de sus clases, de un rigor técnico único e incomparable y, por cierto, de seriedad, coherencia y cercanía, desde una actitud respetuosa siempre del pensamiento de los demás (Opertti Badán, 2010).
En los comienzos de su carrera docente, Opertti Badán (2010) valoró cabalmente -al igual que otros integrantes de su destacada generación- la calidad humana del referente:
Nuestros frecuentes encuentros en la Biblioteca de la Facultad en épocas de estudiante primero, y más tarde como joven aspirante a Profesor, así como mesas de examen que a su pedido integrábamos, aumentaron la admiración y el respeto hacia Alfonsín, en el fondo un hombre tímido y de oportunos silencios, de trato bondadoso, en el que la distancia intelectual con el interlocutor se acortaba por causa de una bonhomía y sentido del humor; este último utilizado siempre de modo inteligente y fino.
En un sentido similar, Solari (1961, p. 529) señala que el profesor Alfonsín odiaba aparecer como pedante y exhibir su cultura, hasta el punto de ocultarla y de divertirse haciéndolo.
Como siempre que se produce una pérdida repentina y sentida, el fallecimiento del jurista, además del dolor, generó una sensación asociada de incredulidad:
Hubiera sido siempre complejo escribir sobre Alfonsín. Ahora lo es mucho más. La muerte que tuvo, tiene algo de particularmente terrible para los que quedan, una permanente y tácita espera de que volverá a aparecer, de que vendrá caminando hacia nosotros. Es difícil, a pesar de los largos meses transcurridos, realizar concretamente la idea de que está muerto, aún para los que tuvimos la triste experiencia de verlo. Vive en nosotros, de una manera diferente a como lo hacen todos aquellos a los que vimos irse después de un largo proceso, en que la muerte los fue envolviendo a ellos y a nosotros (Solari, 1961, p. 527).
El centro de vida: el estudio, su esposa, los discípulos
El profesor Alfonsín se caracterizó por el incondicional respeto hacia sus alumnos. Los alumnos del liceo
lo querían profundamente, quizás porque frente a ellos se mostraba más próximo a como efectivamente era. En los estudios superiores, en que tendía a asumir la misma actitud que frente a los adultos, sus alumnos se sentían a menudo alejados de él. (…) A Alfonsín le dolía profundamente; era el destino paradojal de un hombre que transitó por la vida pidiendo amor a los demás y que, por otro lado y por otras causas, creaba las condiciones para que eso fuera imposible para la mayoría de los que lo conocían (Solari, 1961, p. 530).
Ello fue reconocido por discípulos de los diferentes cursos que estuvieron a su cargo, ya que, además de enseñar Derecho Internacional Privado en la Facultad de Derecho, también fue profesor de Literatura en Enseñanza Secundaria y de Lógica Formal en el Instituto de Profesores Artigas (IPA). Uno de sus discípulos en esta última asignatura, Arturo Garcé Berhouet, conserva el recuerdo de la corrección del maestro en el trato hacia los alumnos, la pulcritud de su aspecto y en el vestir y, particularmente, la implacable precisión lógica de su pensamiento.
Entre sus múltiples funciones, el jurista se desempeñó como asesor jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores:
No pidió el cargo, se lo ofrecieron y Alfonsín dudó largos días en aceptarlo. Cuando lo hizo, ingresó sin deberle nada a nadie. Y allí, durante años mantuvo siempre normas invariables de conducta, bajo todos los gobiernos y bajo todos los ministros. Durante un largo período fue como asesor a diversas conferencias internacionales. Los que lo vieron actuar allí recuerdan que frente a los políticos, mantuvo siempre con serenidad y firmeza su opinión; que jamás cambió para halagar a nadie. Era el técnico ideal en ese aspecto; su obligación es decir lo que piensa, guste o no guste, sirva o no sirva a los intereses de los titulares temporales del poder (Solari, 1961, pp. 529-530).
A todas estas características, coincidentemente señaladas por amigos y discípulos, se añade otra clave, sin la que es imposible conocer y entender la personalidad del jurista: el amor por su esposa. “Alfonsín y su mujer no eran simplemente un matrimonio, eran, creo (…) una sola persona” (Solari, 1961, p. 528).
Como ya se ha señalado, María Célica falleció el día del accidente, a pesar de los esfuerzos de su esposo por salvarla en medio de las llamas.13 El amor que unía a los cónyuges era conocido, y así fue narrado en la Cámara de Senadores por el legislador Tomás Brena:
No es común hacer el elogio de las señoras de los grandes personajes, como si ellas también tuvieran que hacer ese sacrificio al misterio de la vida familiar, una especie de apartarse de su personalidad para que brille la personalidad de su elegido. Pero esta desgracia, señor Presidente, nos arrebató a una gran mujer, que era la esposa de un gran hombre del país.
Quienes integramos en alguna oportunidad delegaciones a las Naciones Unidas, sabemos lo que significaba el matrimonio de Alfonsín, la presencia de aquella familia. El, con su enorme preparación jurídica, con su sabiduría política y social, y ella con su amistad generosa, con su buena voluntad (…), y con una fraternidad entregada a pleno corazón.
Es difícil imaginar un matrimonio de mayores perfecciones morales, comprensión perfecta, tolerancia plena y complementación de dones. Y si el doctor Alfonsín, a los 50 años de edad llegó a ser una de las autoridades más reconocidas en el continente americano, en la disciplina de Derecho Internacional Privado, habiendo escrito verdaderas obras maestras, puede decirse que fue debido a su valimiento personal, pero también el valimiento de esta mujer que le asistió con sus dones especialísimos, con su asiduidad, con su colaboración, haciéndole fáciles las horas que él necesitaba para escribir y estudiar.
En estos momentos todo el país lamenta la pérdida de esta señora y el grave estado de este gran ciudadano, y me parece oportuno rendirle este homenaje, recordando aquella frase que Shakespeare pone en Hermione, una de las mujeres admirables de sus dramas: Una buena acción que muere sin que le haya celebrado arrastra con ella la muerte de otras miles que esperaban que fuesen conocidas (Senado de la República, 1961, p. 228).
La relación del matrimonio Alfonsín-Queirolo aparece también reflejado en un recuerdo de Werner Goldschmidt (1961, p. 655):
Cuando el barco que me trajo desde España, en abril de 1949, hizo escala en Montevideo, el matrimonio Alfonsín subió a bordo a saludarnos. Desde entonces se trabó entre los dos matrimonios una estrecha amistad a pesar de que nuestros encuentros sólo se realizaban de año en año, y todos ellos, con una sola excepción, en la orilla vecina del Uruguay. Apreciaba hondamente al matrimonio Alfonsín por su sencillez y simpatía; y me sentía profundamente unido a Quintín Alfonsín por nuestra común afición al Derecho, a la Filosofía y a la literatura.
Una segunda vida fecunda: tres lecciones
Desde el día del accidente, el decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Udelar, Juan Carlos Patrón, estuvo diariamente en contacto telefónico con un magistrado argentino, Juan Carlos Goyena, juez en asuntos laborales quien se puso a disposición para informar desde Buenos Aires. Aldo Solari se trasladó a la capital argentina, en la que permaneció junto a su amigo hasta el último minuto que este vivió.
Cuando se conoció en Montevideo la noticia del fallecimiento del profesor, Patrón convocó de inmediato a una sesión extraordinaria del Consejo, que se llevó a cabo en la tarde del mismo día. Con la puerta sobre avenida 18 de Julio entornada, y los cursos suspendidos, los integrantes del Consejo fueron rindiendo a su turno un sentido homenaje al eximio jurista. El acta de la sesión refleja un clima de consternación. En particular, así lo enseña el siguiente pasaje de la alocución del decano:
Ha desaparecido un universitario auténtico, con insuperable vocación para la docencia y la investigación científica. Como profesor, Quintín Alfonsín siguió la mejor tradición de los grandes docentes de esta casa universitaria, las huellas de oro de los que fueron en el pasado excepcionales maestros. Estudiaba incansablemente, porque sabía que no se puede enseñar si continuamente el que enseña no sigue estudiando; publicó numerosas obras que merecieron el elogio franco y sin retaceos dentro y fuera de fronteras. Su nombre era conocido, respetado, querido y admirado en toda América. Nuestra Facultad ha perdido a un maestro; la Universidad un noble investigador; el país un gran ciudadano. La mejor medida de nuestra pérdida está en nuestro propio corazón, desbordante de congoja y de pena por la desaparición de Quintín Alfonsín. Shakespeare ha dicho por boca de Hamlet que morir es dormir o tal vez soñar. Nos queda el consuelo de imaginar a Alfonsín soñando por rutas siderales, siempre preocupado por el perfeccionamiento de las normas jurídicas del Derecho Internacional Privado (Consejo de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1961).
Casi seis décadas después de su desaparición física, la creación técnica del recordado profesor no ha perdido vigencia y su ejemplo abona la enseñanza de tres virtudes imprescindibles en todo jurista: la sujeción a la conciencia moral, la precisión lógica y la fuerza de voluntad.
El mandato de la conciencia
Según Solari (1961, p. 528) los dos grandes amores del profesor Alfonsín fueron su esposa y el estudio. El noviazgo y el matrimonio de la pareja, según aquel, habían tenido los caracteres de una romántica novela de amor, y desde allí partía todo lo que les unía y quizás también, todo lo que los separaba de los otros. Su esposa era, además, su gran colaboradora, la que lo ayudaba en la preparación de sus libros, su secretaria, su crítica. Cuando en sus funciones oficiales debía hacer un informe reservado, sólo en ella confiaba para pasarlo a máquina. Esa constante comunidad de amor, de devoción y de trabajo, los había marcado a los dos indeleblemente y hay una extraña y terrible equidad en el que hayan perecido casi juntos.
El sentido del deber moral ha constituido en todos los tiempos un decisivo factor a favor de la libertad y de la dignidad de la persona (Molina, 1996, p. 773). Históricamente, esta dimensión de la conciencia ha estado asociada a la noción de sindéresis (de syntereo: yo vigilo, y observo), esto es, la idea del deber moral como premisa práctica de la acción. Obrar moralmente es, en términos kantianos, un imperativo categórico.
Platón, en sus diálogos Critón y Gorgias, desarrolló la tesis de la conciencia como timón firme para la conducta; el ejemplo por antonomasia fue Sócrates ante la injusta condena a muerte. Cuando el filósofo recibe en la prisión a su antiguo amigo Critón, siendo ya inminente la ejecución, le propone este la alternativa de una fuga cuidadosamente planificada:
Todo está preparado, los guardias han sido sobornados, algunos extranjeros han traído dinero suficiente para enfrentar cualquier eventualidad, los contactos están hechos (citado en Gómez-Lobo, 1992, p. 71).
Imperturbable ante la propuesta, Sócrates opone las convicciones sostenidas durante toda su vida: a la injusticia de la condena no se debe responder con otra injusticia, la fuga; al daño sufrido no hay que añadir otro daño. Cometer injusticia es peor que padecerla, y como nadie prefiere lo dañoso, el que comete injusticia no puede ser feliz (Platón, 1980, p. 67). No se necesita un oráculo o un signo divino para saber si lo que uno piensa hacer es correcto o incorrecto (Gómez-Lobo, 1992, p. 78).
En el día de su muerte no iba Sócrates a obrar de un modo distinto al que lo había hecho toda su vida. Podría decirse algo similar del profesor Alfonsín: atrapado en el avión, en medio de las llamas, oyó -y obedeció- la voz de su conciencia, aun sabiendo que ello probablemente le acarrearía el sacrificio de su vida.
Como el sabio en la parábola La despedida de Gorgias, de José Enrique Rodó, el jurista, sin proponérselo, produjo en la hora de su destino la lección más perdurable entre las muchas que legó. Él honró siempre el mandato de su conciencia: a lo largo de su vida, siendo independiente en sus dictámenes y distinguiendo entre lo justo y lo injusto; ante la inminencia de la muerte, prefiriendo lo debido por sobre lo fácil. Al igual que Sócrates, para él “seguir viviendo destruiría su buena vida y la buena vida la preservó muriendo” (Gómez-Lobo, 1992, p. 96).
De esta forma, cada uno en lo suyo y en su tiempo, el filósofo griego y el jurista uruguayo eligieron una muerte lisa y llana, en lugar de bajar a la condición de lo que Rousseau llamó “la muerte moral”.14
El pensamiento lógico
El estudio sistemático de las cuestiones comprendidas dentro de sus variadas especialidades (Derecho, lógica, literatura) fue una constante en la vida del profesor Alfonsín. Él poseía un rigor y una escrupulosidad, rara vez vista entre nosotros, para alcanzar las fuentes, para leer todo lo que pudiera ser importante. Miles y miles de fichas que han quedado, testimonian de la intensidad de la tarea a que se abocó en los relativamente pocos años en que le fue dado hacerlo. A todas esas lecturas aplicó un esfuerzo de elaboración personal que está reflejado en sus libros (…) para alcanzar un altísimo nivel técnico y una gran originalidad. En ellos brilla la cualidad más notable de Alfonsín: el espíritu lógico. Si este caracteriza a la inteligencia, pocos hombres he conocido tan inteligentes como él (Solari, 1961, p. 529).
Esa excepcional inteligencia permitió al profesor Alfonsín intuir mucho antes que lo advirtiera el promedio de la ciencia en qué dirección iría el Derecho Internacional Privado. Dicha capacidad queda de manifiesto en las siguientes interrogantes:
¿Habrá llegado el momento de transformar al derecho internacional privado en un derecho material? ¿Quintín Alfonsín redivivus? ¿Habrá llegado a tanto la lucidez de nuestro Maestro, que con sólo 27 años en 1938 vaticinó este cambio sobre el cual nadie creía, salvo él? (Santos Belandro, 2013, p. 79).
Esta excepcional capacidad prospectiva fue destacada por Opertti Badán (2010):
En mi opinión lo que más resalta cuando se revisa la obra de Alfonsín, es la forma en que este tratadista uruguayo supo mirar en perspectiva los distintos temas, auscultando una realidad que aunque distante de la nuestra de ese momento, se presentaba ya como un fenómeno al que no estaríamos ajenos de modo muy marcado en el futuro.
Otra sobresaliente característica del maestro fue su fino manejo del lenguaje, lo que es parte de la escrupulosidad que unánimemente le es reconocida. Paradojalmente, el apego al idioma español probablemente les haya restado visibilidad internacional a sus aportes:
Hace más de 50 años, el Profesor Miaja de la Muela, al reseñar el Curso de Derecho Privado Internacional del Profesor Quintín Alfonsín, cuyas enseñanzas estuvieron y están en el seno de las CIDIPs, y también en esta aula, decía que quizás una circunstancia reste difusión a la obra de Alfonsín; valga decir, es estar escrita en castellano. Luego expresaba Miaja de la Muela: “No sé si entre los propósitos del autor figurará el de hacerla verter a otra lengua que la haga accesible a un mayor número de especialistas. Pero lo que sí me atrevo a decir, parodiando un poco a Don Miguel de Unamuno, es que si la literatura jurídica de las dos Españas -de la europea y de la americana- contase con muchos libros como el de mi querido amigo y compañero, Quintín Alfonsín, sería forzoso que quien aspirase en otras tierras a ser un buen jurista tuviese que empezar por aprender la lengua de Cervantes” (Hernández-Bretón, 2013, pp. 278-279).
En otro pasaje, el mismo Miaja de la Muela (1977, p. 18) expresa este mismo razonamiento, en términos aún más contundentes:
Alfonsín tuvo la desgracia de escribir en castellano, lo que explica que su obra fundamental y su valiosa producción monográfica haya sido prácticamente desconocida.
Más allá de esta cuestión idiomática, la solidez y la precisión lógica característicos de la producción del profesor Alfonsín continúan siendo difíciles de igualar. Con criterio cartesiano, es forzoso admitir que “el método es necesario para la investigación de la verdad” (Descartes, 1981). La filosofía moderna estableció definitivamente la necesidad de ordenar el pensamiento para conducirlo al conocimiento verdadero: “Los que marchan muy lentamente, si siguen el camino recto pueden avanzar mucho más que los que corren por la senda extraviada” (Descartes, 1981).
En esta línea, y siguiendo el punto de vista de González Lapeyre (2010), el orden lógico y sistemático que el maestro siguió para el análisis de todos los temas se advierte, especialmente, en los capítulos XII a XIV de su Teoría del Derecho Privado Internacional. La metodología empleada -sostiene el mencionado autor- revela la sólida base cultural del profesor Alfonsín, cuya formación incluía, como ya se ha mencionado, el dominio de la filosofía y de la lógica. “Ello se reflejó, particularmente, en el campo metodológico y en la forma sistemática en que fue proyectando sus conocimientos, tanto en la Cátedra como en su importante bibliografía”.
Sólo quien es capaz de sostener un plan sistemático puede crear una obra amplia y de alto valor. En el caso de Quintín Alfonsín, su producción totalizó 45 trabajos, incluyendo libros y artículos, distribuidos en cinco grandes áreas (Terra Corbo, 1961, p. 535): (1) Teoría del Derecho Privado Internacional (14 publicaciones); (2) Derecho Privado Internacional Civil (20 publicaciones); (3) Derecho Internacional Privado Comercial (3 publicaciones); (4) Derecho Privado Internacional Procesal (6 publicaciones); (5) Derecho Privado Internacional Penal (2 publicaciones).
En 1950, al producirse el deceso del Dr. José Pedro Varela -rector de la Universidad de la República entre 1941 y 1948, docente titular de Derecho Internacional Privado, y a quien el profesor Alfonsín reconocía como uno de sus más influyentes formadores- el jurista pronunció a pedido de las autoridades universitarias las siguientes palabras, que a él, setenta años después, mutatis mutandi cabría dedicar como “traje a medida”:
Dotado de la inteligencia que allana los obstáculos, dotado de la ecuanimidad que juzga sin precipitaciones, y de la difícil elocuencia de decirlo todo dos palabras acompañadas de un gesto amistoso, hubo en su persona el triple poder que rinde las voluntades, que hace justicia, y que alcanza las cosas más lejanas con la excelsa virtud de desechar la vanagloria. (…). Fue un hombre al servicio del Derecho; y esto solo ya es mucho. Pero fue, además, maestro del Derecho Internacional Privado, tanto por el dominio de la teoría de esta delicada disciplina jurídica, como por la aplicación constante que hizo de ella a las necesidades concretas. Su profunda versación se revelaba con idéntica frescura en la diaria frecuentación de la cátedra, en la callada labor de jurisconsulto, y en las deliberaciones ágiles o fatigosas de los congresos internacionales (Alfonsín, 1950, p. 9).
La “continuidad en el esfuerzo”
La gran producción repasada -lograda en un muy corto tiempo- fue posible por la combinación de dos virtudes: voluntad y vocación por la excelencia. Terra Corbo (1961, p. 625), quien compartió con el maestro años de docencia e investigación, sostuvo en este sentido:
En los trabajos de largo aliento, el Dr. Alfonsín adoptó un sistema que puede denominarse continuidad en el esfuerzo. Digo esto porque todos sus libros fueron precedidos por artículos sobre el mismo tema, y en la mayoría de los casos, capítulos íntegros, aparecieron publicados en nuestras revistas o en las extranjeras.
Esa fuerza interior -comparable a la figura del niño de la parábola La pampa de granito, de José Enrique Rodó, que con sus manos horada la piedra- explica los alcances de la vasta creación del jurista recordado, cuya obra, aun inconclusa y gestada en tiempos lejanos, continúa siendo una obligada referencia en el Derecho Internacional Privado.
Conclusión
“Amamos los preceptos por causa del maestro” (Oliver W. Holmes citado en Goicoechea, 1953, p. 157): la muerte del profesor Alfonsín detuvo su pluma, pero nunca truncó su ejemplo. Él forma parte de un selecto grupo de elegidos, capaces de predicar -más allá de su existencia física- los valores superiores. Lord Byron les llamó “peregrinos de la eternidad, cuya nave nunca echa anclas” (citado en Goicoechea, 1953, p. 174).
La escuela fenomenológica define la moral como realización de los valores según su jerarquía. El profesor Alfonsín cumplió cabalmente ese mandato en el triple plano familiar, moral y jurídico. Como decía Aristóteles, tenemos una predisposición innata a la virtud, que se debe ratificar en la práctica. Nos hacemos buenos haciendo el bien. Así fue el profesor Alfonsín: su guía en la vida, la recta razón, gobernó siempre su magisterio.
Como el Derecho romano, ha adquirido el maestro una “segunda vida”. Su espíritu está presente en cada uno que actúe como cree que debe hacerlo; está en cada uno que honre el Derecho aplicándolo con los más altos niveles de precisión lógica y, fundamentalmente, su perdurable ejemplo se renueva y revalida cada vez que alguien cumple con la lección indicada por Antonio Machado: el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas.