Introducción
“Sucede que Borges escribe con el fin de llegar a un lector cómplice, toda su obra está escrita con ese espíritu, con esa magia, y entonces sucede que, cuando esto se cumple, se produce ese raro misterio que significa que estamos frente a algo que desde siempre esperábamos” Silva Domínguez, 2010, p. 4
Este trabajo se enmarca en un proyecto mayor de investigación acerca de los principales problemas de justicia y su solución en la literatura universal,1 que propone un abordaje novedoso de la relación derecho y literatura.
De acuerdo con Ost (2006, pp. 334-335), esta relación puede comprenderse desde tres perspectivas: el derecho de la literatura, el derecho como literatura y el derecho en la literatura.2 La perspectiva que se propone aquí se acerca a esta última en cuanto que la obra ocupa un lugar central y la experiencia literaria abre la posibilidad de compartir con los personajes y el mundo creado con ellos, concepciones, emociones o sentimientos como el dolor, la traición y, especialmente, la justicia.
En consecuencia, al estudiar, en este caso, Avelino Arredondo no se pretende realizar una conceptualización general de la justicia o del derecho en la obra borgeana. Si bien se han presentado estudios con ese enfoque,3 no han incluido este cuento entre las obras seleccionadas. Por el contrario, este abordaje propone acercarse a las convicciones del protagonista, sumergirse en su mundo, percibir sus vivencias.
“Avelino Arredondo” es uno de los cuentos que integran El libro de arena.4 La anécdota aparenta ser sencilla: un hombre vulgar que decide dar muerte al presidente. Más precisamente, el relato se desarrolla mayormente en la preparación del magnicidio, cómo trascurren los días y horas previas. Una de las particularidades más visibles del texto reside en que Borges parte de un hecho histórico: el asesinato de Idiarte Borda, presidente de la República Oriental del Uruguay, por parte de Avelino Arredondo, en 1897. Ello nos enfrenta al juego borgeano entre realidad y ficción.
Asimismo, la historia nos interpela sobre una problemática tan antigua como humana: la justicia por mano propia, la justicia tomada por el individuo. En este caso, además, no surge de un arrebato, sino de una larga y reflexionada decisión, donde no hay espacio para el error. Avelino Arredondo sabe lo que hace y lo quiere hacer: “Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen”. Esas son las palabras del protagonista al cometer el magnicidio.
A lo largo de este trabajo, pues, se irá dando respuesta a la pregunta: ¿cómo dialogan la justicia, la historia y la ficción en Avelino Arredondo de Jorge Luis Borges? Y en forma particular, ¿cómo concibe Avelino la justicia?, ¿es justificable el homicidio al gobernante “traidor”?, ¿se protege, así, el bien común? Para responder a estas interrogantes el documento se estructura en cuatro apartados. En el primero se plantea la relación de Borges (Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo) con el relato y con la historia del Uruguay del siglo XIX. El segundo se centra en Avelino, su personalidad y el contexto de la preparación del homicidio; lo que va esbozando su vínculo con la muerte y la justicia. A continuación se analiza concretamente ese magnicidio como “el acto de justicia”. Finalmente, se ofrecen algunas reflexiones personales de la autora, como lectora e investigadora uruguaya. Este trabajo intenta, además, compartir la alegría y el orgullo por la especial mirada de Borges sobre el Uruguay y su historia:
Cualquier lector asiduo de su obra sabe que la presencia del Uruguay -su historia, su topografía- y de sus escritores o aun de sus caudillos, aparece una y otra vez (...). Ningún otro país del planeta, naturalmente fuera de Argentina, conoce esta predilección borgesiana. (...) se empecinaba en llamar a la República Oriental del Uruguay con su antiguo nombre “Banda Oriental” -justamente el nombre que tenía antes de constituirse en Estado independiente-, obedece a que concibe una esencial unidad en la región (Rocca, 2005, p. 214).
Borges y Avelino Arredondo: la historia, el relato, la ficción
“La literatura es un sueño, un sueño dirigido… Ahora, yo pienso que a las letras los hombres le debemos casi todo lo que somos y lo que hemos sido; también lo que seremos. Porque qué es nuestro pasado sino una sucesión de sueños. ¿Qué diferencia se puede encontrar entre recordar y soñar; entre recordar sueños y recordar el pasado?” Borges como se cita en Alifano, 1984, p. 120.
El libro de arena fue publicado por primera vez en 1975. Está conformado por trece relatos. La obra no está prologada, sino que el autor agrega un epílogo que forma parte del texto principal y se vuelve ineludible.
El relato como género es típico de Borges y, en consecuencia, muy estudiado como tal. Es que Borges decididamente no quiso escribir novela, disfruta del cuento, de la prosa breve, es allí donde se reconoce o aún en la poesía (Borges, 1996; Siles, 2009, p. 153; Tomassini, 2019, p. XCIX).
Todo ello sucede, en forma brillante, en el cuento analizado: breve, conciso, casi simple y, a la vez, reflexivo y profundo: “en los párrafos más cristalinos, sobrios y airosos; cómo esa manera de contar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de pura precisión y concreción” (Calvino, 1994, p. 211).
El texto se condensa en un único gran momento: la preparación y ejecución del presidente Idiarte Borda de Uruguay o de la Banda Oriental o República Oriental, como prefiere Borges (Vargas Llosa, 2020, p. 31). No olvidemos su especial vínculo familiar, personal, afectivo, con ese país. Él mismo se atribuye como “medio oriental”. Ello se ha reflejado permanentemente en su obra, por ejemplo, en el cuento “La otra muerte” del Aleph, en que también trae recuerdos de enfrentamientos criollos de la Banda Oriental de aquellos tiempos, como la Batalla de Masoller o en “El otro duelo”.
Por otro lado, también se reconoce esa habilidad de partir de un hecho que acaeció efectivamente en el pasado para transformarlo en prosa literaria. En efecto, este suceso, como tal, ocurrió en Montevideo a fines del 1800. Al respecto, se afirma que Borges partiría de sus diálogos con Rodríguez Monegal y, evidentemente, también con Melián Lafinur, su tío y abogado defensor de Avelino Arredondo en el juicio penal posterior al suceso (Bolón, 2005, p. 144; Rocca, 2001, pp.164-168; Rodríguez Monegal, 1955). Todo ello, permite descubrir cómo el autor va recolectando datos históricos para luego dar luz a su creación: su propia construcción del homicidio y, en particular, a un presidente.
En fin, Borges -conocía no se sabe cuánto- la historia de la muerte del presidente uruguayo. Así, dio un giro ficcional a un acontecimiento crucial de la historia uruguaya, un quiebre institucional, escasamente estudiado como tal en la historiografía de este país (más allá de la reciente obra de Edgardo Ettlin (2021), quien nos permite conocer recién hoy íntegramente y sin retazos estos episodios).
En ese entonces el país comienza a convulsionarse, a gestarse la denominada Revolución de 1897, como un alzamiento de los sectores más populares del Partido Nacional liderados por Aparicio Saravia contra “el monopolio partidista dominante hasta entonces el Partido Colorado”, en que Idiarte Borda era su representante. Es decir, se trató de un proceso insurgente de carácter estrictamente político, en que el Partido Nacional lideraba, pero sectores del propio Partido Colorado cuestionaban la figura del presidente (Ettlin, 2021, p. 439; Rocca, 2001, pp. 162-163).
Borges, conociendo la historia, juega al extremo entre la realidad, la verosimilitud y la ficción: “el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis” (Borges, 1975, p. 25). Por un lado, de esta forma “acentúa los énfasis” en el plano estrictamente textual de este cuento, incorporando una cuidada selección de “uruguayismos” y expresiones propias de la cultura oriental o, por lo menos, rioplatense del siglo XIX (Garrido Huergo, 2018): “Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén”, “donde había remontado cometas, por cierto petiso tubiano”, “cuando la arrean los troperos”, “pidió una caña amarga” (por mencionar algunas de este cuento).5
Por otro lado, también se muestra conocedor de la geografía uruguaya, menciona, “calle Buenos Aires”, “calle de Sarandí, “Plaza Matriz”, todos lugares montevideanos muy populares. También hace alusión a “la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos”. Un recorrido probable y verosímil por el interior de la Banda Oriental.
Pero, también se apropia de esta realidad para transformarla a su gusto. En su transitar, “Del cerro de la bahía (Avelino) pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido”.6 El cerro de la bahía es el conocido como Cerro de Montevideo, con su fortaleza militar, que se identifica además con la defensa nacional, que es representado nada más ni nada menos que en el escudo nacional uruguayo como símbolo de la fuerza. Por ello, este transitar del “cerro de la bahía” al “cerro del escudo” es la forma de deslizar el carácter heroico del personaje.
De ahí la picaresca, la ironía, la lucidez, tan borgeanas, no solo al desdoblar el Cerro de Montevideo, sino, además, dándole al acto de Avelino, esa nota de inmortalidad. Sobre este juego de lugares, Bolón explica que “antes de caer dormido, Avelino detiene su andar de un lugar a otro: (...) transita de un modo de ser “realidad” (el cerro de la bahía) a un modo de ser “representación” (el cerro del escudo). La representación (el cerro del escudo) funciona como frontera entre el mundo de la vigilia y el mundo del sueño (Bolón, 2005, p. 144).
“A través de algún detalle que ancle la escena en un contexto real, al mismo tiempo que los juegos con los procedimientos literarios, los desdoblamientos e ironías apelan a su sentido crítico y su inteligencia” (Mirza, 2001, p. 116; Bolón, 2005, p. 147). Con su pluma perfeccionista, así como con su lograda complicidad con el lector, el autor entrecruza realidad y ficción. El autor invita a dialogar con la historia y la ficción, sin confundirlas, desde la riqueza autónoma de su creación.
El colorado Avelino Arredondo y la preparación del homicidio
El cuento lleva el nombre de su protagonista, como sucede en escasos cuentos de Borges, por ejemplo, en Emma Zunz, donde -casual o no tan casualmente- también relata un homicidio. De todas formas, solo se adelanta el nombre.
Se centra, efectivamente, en la preparación del personaje para llegar a cometer el homicidio y finaliza con su ejecución en la mañana del 25 de agosto de 1897, fecha patria de la Declaratoria de la Independencia de 1825.
Avelino se prepara progresivamente para ese momento, en forma lenta, casi aletargada, pero con total precisión. Veamos primero cómo es este hombre: ¿cómo es, pues, Avelino? Un joven sin rasgos salientes, vulgar “Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima”, casi inexpresivo, dócil: “no se permitía confidencias ni hacía preguntas”, “Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño”. Tal vez su rasgo más destacado sean sus ojos: “a la vez dormidos y enérgicos”.
Nada de su aspecto o sus características personales sugieren su acto posterior, es totalmente sorpresivo. Y es que no es necesario, no tiene ninguna actitud saliente, destacada o llamativa para ser un homicida. El deseo y la determinación de matar parece ser un rasgo más, una nota más del ser humano, que surge, en este caso, inesperadamente para el entorno de Avelino. Solo él sabrá de su determinación, porque así lo decide y no permite, en ningún momento, que se trasluzca su decisión.
¿Cuánto se extiende su preparación? Se retira de la ciudad “Poco después de la batalla de Cerros Blancos”, luego el relato se irá desarrollando “a mediados de julio” y la ejecución es “El día veinticinco de agosto”. En el cosmos borgiano de Avelino la batalla de Cerros Blancos no tiene fecha, ni descripción, ni trascendencia, nada se dice de ella.
Como dato histórico, en el contexto revolucionario de 1897, la gran derrota inicial del Partido Colorado fue en la Batalla de Tres Árboles el 17 de marzo. El siguiente enfrentamiento fue efectivamente la batalla de Cerros Blancos el 14 de mayo.
El juego de la verosimilitud en este suceso es magistral. En el cuento, la batalla prácticamente podría omitirse, solo se trata de un dato que da comienzo a la preparación del protagonista, no se agrega nada sobre ella. Sin embargo, no puede desconocerse que Borges la elige para su relato y ninguna elección es ingenua en el autor. Fue una victoria del Partido Colorado -el de Avelino-, una de las más sangrientas y cruentas, de gran significación política. A partir de ese momento se generarán las primeras divisiones dentro del partido (Ettlin, 2021, pp. 402-405).7 Podríamos aventurar que en ese entonces ya tomó la resolución: ¿a propósito de la batalla de Cerros Blancos?
Todo el proceso de preparación será interno, transcurre para sí. El homicida debe ser determinado, ordenado, previsible. Eso sí es Avelino Arredondo. Por eso, toda la preparación del homicidio es una sucesión de actos impuestos, deliberados: “no se permitía”, “se impuso”, “quiso construir una rutina”, “se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres”.
Y así comienza lo que se podría denominar su propio exilio, “esa reclusión que su voluntad le imponía”. Lógicamente, quien comete homicidio va a prisión, pero él ya está voluntariamente “encarcelado”, en “reclusión”. Consistirá, nada más y nada menos que un desprendimiento total de sus costumbres, sus hábitos, sus afectos: “elige la soledad, el aislamiento, el encierro: una forma de purga y de ascesis previas al acto que cumplirá” (Bolón, 2005, p. 148).
Desde que se retira de la ciudad y se aleja de sus afectos, con la decisión tomada, adelanta su destino. Se despide de los compañeros y de Clara, su novia, de la que “Más le costó”. Siempre a la manera de Avelino, sin estridencias, sin cuestionamientos. La motivación de este alejamiento se explicita al momento de cumplir con el cometido: “Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado”. Como se retoma más adelante, esta soledad, el aislamiento, es su forma de demostrar que el homicidio fue un acto predeterminado, pero, además, individual, propio.
También se desprende de sus objetos materiales, dejando el “anaquel vacío” -sus libros, su afición por los periódicos-, solo se queda con la Biblia.
Y, otra vez, el Borges conciso, cuentista, que poco dice y todo lo sugiere. En entrevista con Carlos Cortínez en el Emily Dickinson College, se refería a la Biblia como “la Biblia, no sé si podamos hablar de ello, es en realidad una biblioteca, tomando en cuenta que su nombre es un plural. ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso?” (Borges, 1997, p. 63).
El protagonista “se impuso el deber” de leer especialmente dos libros bíblicos, “de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés”. Otra vez Avelino, el disciplinado, determinado, al punto de exigirse memorizar pasajes de la Biblia.
El Éxodo es el segundo libro escrito por Moisés y relata la historia de la salvación del pueblo de Israel que se encontraba en esclavitud en Egipto, es la historia de una partida, una liberación. Como lo dice la propia expresión éxodo, se trata de un alejamiento, un desplazamiento, como el autoimpuesto por Avelino, que lo dejó todo para cumplir su obra: ¿para liberar a su pueblo, a su partido, del gobernante traidor?
Por otro lado, el Eclesiastés pertenece al grupo de los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Sin dudas, tiene sus particularidades y complejidades para su interpretación. Pero Avelino centra su esfuerzo en la parte final, es decir, el Capítulo XII: “12:13 El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. 12:14 Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala”.
Este final coincide, en forma analógica, con el del cuento. Al igual que en el Eclesiastés, su obrar -aún justo para Avelino- será juzgado (Garrido Huergo, 2018). Y él se prepara para ello, cada decisión en el proceso lleva a ese resultado final, ejecutar “su” acto de justicia, a sabiendas de que luego será juzgado por ello.
Es un hombre valiente, la conciencia de matar al gobernante (que devendrá en traidor) está presente desde el primer momento. Es un homicida “librepensador”, pero igualmente aparece su conciencia moral. Necesita o se impone la compañía bíblica, religiosa, “a veces con interés y a veces con tedio”. También cumple su promesa filial “no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo”, tal vez sin convicción y por el solo temor de que “faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte”.
Hasta para el más decidido, el más predeterminado, matar es un acto complejo que puede infundir temor. En Avelino, se traduce en un acto calmo, nada perturbador, un acto que será juzgado por la justicia divina y, también, la humana.
No es, pues, un hombre conflictivo, aunque, naturalmente, también cae en momentos de debilidad o, por lo menos, de ansiedad por el futuro que se avecina: “Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle.”, “Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre”. Pero solo son eso: momentos fugaces que no tuercen su voluntad, sino ejemplos del hombre que, aún con debilidades, elige su destino y siente impaciencia por cumplirlo. No es la impaciencia por el temor por convertirse en un homicida, no es la incertidumbre de su futuro luego del crimen, todo lo que podría ser esperable. Matar a su presidente colorado era su convencido deseo e intención: “Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación”.
Pues bien, así se presenta el homicida, decidido y moderado a la vez: “Esa moderación es una virtud, una fortaleza, un estado alcanzado gracias al ejercicio de la voluntad”, rasgo también heroico (Bolón, 2005, p. 155), hasta ser inmortalizado en “el cerro del escudo”.
“Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen”
“Y aquí viene la cuestión eternamente debatida de si vale la pena un tiranuelo de que se perturbe y se ensangriente una sociedad entera en sus cimientos... si no es preferible que sea él la única víctima en un atentado a lo Bruto o Carlota Corday” Lafinur citado en Ettlin, 2021, p. 628.8
Parecería una osadía considerar la perspectiva de la justicia en este breve relato, donde solo se la menciona una vez y recién cometido el magnicidio. Pero sucede que de eso se trata, esa es la generosidad de Borges, permitir vislumbrar la posibilidad literaria de lograr la “máxima concentración de significados en la brevedad de sus textos” (Calvino, 1994, p. 214).
Me dijo que su libro se llamaba El libro de arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin. Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro. (...) -No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número (Borges, 1975, p. 169).
El autor propone construir el relato junto con él y pensar la justicia en “Avelino Arredondo”. Para ello, es pertinente conocer a su víctima: ¿quién es Idiarte Borda? Las aproximaciones a la figura del gobernante no parten de la voz del protagonista, quien, por el contrario, no expresa opiniones sobre él.
Inicialmente serán sus amigos en forma indirecta quienes lo presenten: “Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado”. Aparecen los primeros rasgos, un gobernante, el máximo gobernante, el presidente de la República, que parece no combatir la guerra -una guerra condenada por su partido-, sino prolongarla para obtener provecho. Un presidente “indigno” de su investidura.
Pero también sus seguidores son siniestros. En los pocos contactos que tiene más allá de su reclusión, especialmente en el episodio del fonógrafo, Avelino constata una bravuconada infundada, una mirada hemipléjica de unos soldados que se dicen partidarios de Idiarte Borda. Este prohibía dar noticias de las batallas en un afán de controlar la información. Los soldados al pasar por el periódico La Razón escucharon noticias de la guerra y sin más quemaron “a balazos al que seguía hablando”, que terminó siendo un fonógrafo. No solo se presenta la miseria de los soldados, su desprecio por la vida, su voluntad casi refleja de cumplir con la injustificada orden del presidente, sino que les divierte la anécdota, ríen de su propia actitud. Todo ello es el presidente, condensado en la conducta de sus soldados.
Pero este episodio no provoca a Avelino. Otra vez aparece su moderación, fortaleza, inquebrantabilidad. Otra vez el silencio, la vuelta pausada, convencido de que ello no es cobardía.
Es a todo eso a lo que el protagonista quiere poner fin. Y es eso, porque el presidente aparece despersonificado. Avelino quiere terminar con la traición, con la violencia infundada, con la indignidad, con la opresión y el control, más allá de la persona, por ello pregunta cuál era el presidente ni siquiera lo reconoce físicamente.
Todo esto porque es una traición a su propio partido, el Partido Colorado: el magnicidio no es cometido por un opositor, sino por un integrante de su mismo partido, la “anulación de lo mismo por lo mismo” (Almeida, 2005, p. 174). Y está orgulloso de ello: “Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas (...). Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido”.
Ahora bien, ¿estos rasgos del gobernante justifican per se el acto de Avelino? Para intentar responder esta pregunta, debemos valernos necesariamente de algunas pistas dadas en el propio texto y de otro instrumento borgeano: la intertextualidad, las sugerencias presentadas en el apartado anterior y, principalmente, el ineludible epílogo de El libro de arena, específicamente respecto al comentario sobre este cuento:
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte (“Es acción santa matar a Rosas”) y al Himno Nacional Uruguayo (“Si tiranos, de Bruto el puñal”) no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución, pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su nombre (Borges, 1975, p. 181).
Parece ser que, a pesar de los rasgos heroicos esbozados, en el epílogo se pretendería aclarar que no se aprueba el asesinato político. Pero, por otro lado, hace mención a figuras históricas magnicidas populares con destinos similares.
Otra vez la trampa. “Borges, escritor genial, viejo tramposo (...). Pero usted mantiene la forma y esas trampas sabias y espléndidas que nos tendía en sus cuentos. (...) Y seguimos cayendo en ellas con idéntica felicidad” (Vargas Llosa, 2020, p. 28).
John Felton asesinó a George Villiers, Duque de Buckingham, de una puñalada el 23 de agosto de 1628, rechazado en Inglaterra por sus derrotas contra Francia y España, y condenado por el Parlamento por corrupción e incompetencia. Se trata del homicidio a un gobernante en un lugar público. Luego de cometerlo, Felton, como Arredondo, confiesa su culpabilidad. Pero es sabido que pese a ser juzgado y duramente condenado recibió también la aprobación popular.
Marie Anne Charlotte Corday d'Armont, conocida como Charlotte Corday, fue quien asesinó a Jean-Paul Marat, líder de los jacobinos, en julio de 1793, muy cuestionado en plena Revolución Francesa. Ella también fue condenada, pero de alguna forma inmortalizada: “Por lo que a nosotros toca, si encontrar pudiésemos para esta sublime libertadora de su país y para este generoso asesino de la tiranía un nombre (...) la llamaríamos el ángel del asesinato” (De Lamartine, 1877, p. 69).
Todos asesinos políticos, polémicos, tanto repudiados y condenados con las más duras penas (tortura y muerte pública) como reconocidos por otra parte de la historia.
Nada es casual en Borges, tampoco sus justificaciones implícitas en el texto, y así llega al himno uruguayo. Este es destacado como una canción de combate, de guerra y dignidad, en el que puede reconocerse una nacionalidad fuerte, combativa, mostrando un uruguayo “más elemental”, “más bravo” (Borges, 1984, p. 572; Villanueva, 2013, p. 5).
En este contexto, la última estrofa del himno uruguayo, de Acuña de Figueroa justifica, de alguna manera, la muerte al tirano: Marco Bruto como partícipe de la conspiración para el asesinato del dictador romano Julio César.
Pero, además, no pueden soslayarse otras referencias respecto de Avelino y otros magnicidas, porque la intertextualidad es inevitable para comprenderlos (por ejemplo, Tema del traidor y del héroe). Tal vez la referencia más expresa y directa esté en “El Pasado” del poemario El oro de los tigres:
Y de escribir un libro que sea de todos; Arredondo, que mata a Idiarte Borda En la mañana de Montevideo Y se da a la Justicia, declarando Que ha obrado solo y que no tiene cómplices (Borges, 1984, p. 1086).
En fragmentos de un evangelio apócrifo de Elogio de la sombra puede leerse en el mandamiento 17: “El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no tiene culpa” (Borges, 1984, p. 1011).
Y, aún tal vez más inevitable, los párrafos de In memoriam J. F. K. en El hacedor, en un sentido muy similar al epílogo, en una recurrencia casi circular de reproducir escenas que se separan a lo largo de la historia pero que repiten una visión de justicia, una justicia particular ante los asuntos políticos:
Esta bala es antigua. En 1897 la disparó contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo, Arredondo, que había pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo supieran sin cómplice. Treinta años antes, el mismo proyectil mató a Lincoln, por obra criminal o mágica de un actor, a quien las palabras de Shakespeare habían convertido en Marco Bruto, asesino de César (Borges, 1984, p. 853).
¿Podría, pues, considerarse que no se condenaría, por lo menos, sin vacilaciones “el acto de quien comete un crimen para redimir a los suyos”? (Rocca, 2001, pp. 165-166).
La política es una actividad humana que se ejerce con conocimiento del fin que se persigue, eligiendo los medios para lograrlo. Ese fin es “el bien común político, y este constituye su primer principio normativo y criterio de justicia” (Maino, 2020, p. 139). ¿Ello implica que en los asuntos políticos el autoritarismo atenúa la gravedad del homicidio y, eventualmente, lo vuelve justificable? ¿Se valora diferente la vida de un gobernante cuando está acechado el bien común, particularmente el bien común político?
Los grandes pensadores a lo largo de la historia no eludieron esta problemática. Dando algunas pinceladas y saltos históricos,9 por ejemplo, Cicerón plantea el tiranicidio como un mecanismo de resolución de los conflictos políticos al interior de la comunidad, la civitas, así como Plutarco y Polibio (Leorza, 2017, p. 39; 2021, pp. 1-23).
En Pro Milone, el discurso ciceroniano a favor de Tito Annio Milón, acusado de asesinar a su enemigo político Publio Clodio Pulcro en Via Apia. En este discurso se advierte el enfrentamiento de dos figuras políticas, tirano y tiranicida, en un contexto político convulsionado. Así, Cicerón mostrará a Tito Annio Milón como ciudadano leal, “con grandeza de ánimo” (Cicerón, 1919, Pro Milone, 26. 69, p. 274), que finalmente ayuda a su civitas anteponiendo el bienestar de la República ante el suyo propio. Es más, “aprueba y alaba” esa conducta (Cicerón, 1919, Pro Milone, 28.77. p. 278).
También en Sobre la Republica y Sobre los deberes condena abiertamente la figura del tirano. En el Libro II de Sobre la Republica, Escipión refiere al tirano como “una bestia como no cabe imaginar otra más horrorosa ni más odiosa para dioses y hombres, pues, aunque tiene apariencia de hombre, sin embargo, por la inhumanidad de su conducta supera a las fieras más monstruosas” (Cicerón, 1991, II. 48, p. 110). En Sobre la Republica, al considerar al tirano como diferente sustancialmente (“suma separación”, “inhumanidad de la bestia”) del hombre bueno, “a aquel a quien es honesto matar, y todo este género pestífero e impío” (Cicerón, 1919, Off. III. 6, p. 126).
En el siglo XII, Juan de Salisbury (obispo de Chartres) se pronunció formalmente a favor del tiranicidio en Europa. Pero, luego, en el siglo XV el Concilio de Constanza (1414-1418) -ante los cuestionamientos por la defensa pública de Jean Petit al duque de Borgoña por su participación en el asesinato de Luis de Orléans- condenó este tipo particular de homicidio, aunque en forma genérica y con oposición de algunos participantes (Provvidente, 2022, pp. 293-304).
Juan de Mariana cuestiona directamente este decreto en su obra De rege et regis institutione, y es visto como uno de los exponentes más extremos sobre el tiranicidio (sin perjuicio de que debe ser analizado en su contexto particular; Merle, 2014, pp. 89-102). Específicamente en el Capítulo VI del Libro I, este autor retoma la idea del tirano como bestia o monstruo; por lo que defiende “el que, secundando los deseos públicos, haya atentado en tales circunstancias contra la vida de su príncipe” (Mariana, 1611, pp. 52-65).10
Santo Tomás de Aquino también condena al gobernante tirano como aquel que busca su bien particular, en cuanto se distancia del bien común (político) (Santo Tomás de Aquino, 1945, 1990; Beuchot, 2005, p. 105; Martínez Berrera, 1993, p. 91). Ahora bien, respecto a cómo proceder para cesar la injusticia, su respuesta es más compleja a medida que desarrolla su pensamiento.
El joven Aquinate, en Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, admitió la licitud de oponerse al tirano y también de privarlo de la vida para liberar a la patria cuando no fuere posible obtener su juzgamiento: “cuando no hay recurso a un superior, por el que puede haber un veredicto sobre el invasor, pues, en aquellas circunstancias, quien mata a un tirano para liberar a la patria es alabado y recibe un galardón” (Santo Tomás de Aquino, 2015, D 44.Q 2.A2.ad 5, p. 765).
Unos años después, en las soluciones planteadas en Libro I de El Gobierno de los Príncipes podría aventurarse que Santo Tomás considera que le corresponde a la autoridad pública y no al particular dar fin a la tiranía y al tirano (Flores Castellanos, s. f.; Gutiérrez Sánchez, 2007):
Finalmente se debe cuidar de lo que se haría si el Rey se convirtiese en tirano, como puede suceder, y sin duda que si la tiranía no es excesiva, que es más útil tolerarla remisa por algún tiempo que levantándose contra el tirano meterse en varios peligros que son más graves que la misma tiranía. (...) Mas si fuese intolerable el exceso de la tiranía, a algunos les pareció que tocaba al poder de los varones fuertes el dar la muerte al tirano y ofrecerse por la libertad del pueblo al peligro de la muerte; (...) además de que aun al mismo pueblo le sería dañoso que cada uno por su parecer particular pudiese procurar la muerte de los que gobiernan, aunque fuesen tiranos (...) Por lo cual parece que más se debe proceder contra la crueldad de ellos por autoridad pública, que por presunción particular (Santo Tomás de Aquino, 1945, Gobierno de los Príncipes, Libro I, Cap. VI, p. 13).
Este es solo un entrecortado recorrido del desarrollo histórico del pensamiento para ejemplificar la complejidad del tema y los vaivenes filosóficos al respecto. Nada de ello está en Avelino. Avelino ejecuta simplemente “su acto de justicia”, hacerlo es “su” pertenencia.
Reflexiones finales
La literatura todo lo puede, la experiencia literaria nos permite sumergirnos en mundos inexplorados, cada obra abre infinidad de posibilidades. En este caso, nos abre la posibilidad de reflexionar sobre la historia y la justicia desde el mundo de Avelino Arredondo y su crimen. Y a partir de allí cuestionarnos también sobre la traición de los gobernantes, la violencia como posible respuesta y la convicción del homicida por hacer “justicia”.
¿Cómo dialogan, pues, la historia, la ficción y la justicia?
En el juego entre realidad y ficción, en esa consciente confusión entre recuerdo y sueño -“Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron” (Borges, 1975, últimas palabras del cuento)- nos acerca en forma inmejorable e irrefutable una justicia particular.
Por un lado, nos recuerda la justicia de fines de 1800 en la Banda Oriental. Desde este recuerdo histórico, Uruguay le debe a Jorge Luis Borges un reconocimiento, una infinita gratitud por su especial consideración, por su mirada fraterna.
Por otro lado, desde el sueño, nos muestra la justicia de Avelino Arredondo, el personaje. ¿Cómo concibió la justicia? ¿Justifica, entonces, el homicidio al gobernante “traidor”, protege así el bien común? El protagonista tomó posición y asumió individualmente, sin cortapisas, las consecuencias. Mata al traidor. Ha quedado solo con su acto de justicia: el hombre y su decisión. Un homicida calmo, determinado, pero no estridente; un hombre como cualquier otro. De esta forma, ya sea identificándonos o no con las motivaciones y convicciones del personaje, Borges nos permite repensar la condición humana. Así, con un relato conciso, con un personaje sin fisuras, aunque humano, nos enfrenta en forma casi imperceptible, “sin espesor psicológico”, casi simplificado, al problema moral del asesinato como respuesta a la traición (Calvino, 1994, p. 213). Por su modo de hacer justicia, podemos explorar el amor a la patria, la defensa del bien común, la condena a la traición, aun cuando ello implique relativizar el valor de la vida.
En el mundo contemporáneo surgen muchos Idiarte Borda. La figura del buen gobernante se ha desdibujado, hoy es frecuente el atropello, la violencia injustificada, la corrupción. A lo largo de la historia, el pensamiento ius filosófico ha encontrado, en algunos pensadores, las justificaciones para tomar la vida del gobernante traidor, como se repasó brevemente.
¿Será, entonces, que se necesitan más Avelinos? Y aquí la conciencia moral de Avelino (la ficción) nos interpela y cuestiona. Así el cosmos literario perfecto e incuestionable nos abre la posibilidad de reflexionar sobre la realidad imperfecta y cuestionable.
La conciencia moral actual no permite más Avelinos, nos exige otras respuestas, otros deberes. El gobernante infiel, que ha faltado a su mandato, merece ser condenado y el bien común restaurado. Sin embargo, la respuesta para ser legítima no puede violentar la vida.