Introducción
Existe toda una tradición intelectual que configura una hermenéutica de la prisión como una institución signada por un poder absoluto, donde los carceleros transmiten los marcos normativos que reglan los cotidianos desde una relación de dominio hacia los internos. Dentro de la misma tradición1, lo carcelario emerge como un dispositivo desde donde se somete al interno a una relación de poder de sujeción, capturando la subjetividad dentro de un paradigma de disciplinamiento totalizante, donde las representaciones dominantes se infiltran y parasitan la conciencia de los sujetos. A través de este enclave teórico, los cotidianos de las cárceles se configuran en sedes inertes y territorializadas por los segmentos prefigurados de los procesos de castigo y control, concibiendo al sujeto prisionizado como depositario de los preceptos tratamentales de la modernidad y, por lo tanto, carente de capacidad de agencia.
No obstante, desde un prisma de inmersión etnográfico y microsociológico centrado en las interacciones del mundo práctico, lejos de exhibir una pasividad obsecuente y dócil, los presos detentan múltiples segmentos de influencia, participando de forma directa en el concierto institucional donde se producen las negociaciones simbólicas instituyentes del orden interno (Crewe, 2011; Navarro y Sozzo, 2020; Sykes, 1958). En efecto, dentro del juego de poder que tiene lugar en el interior de los muros institucionales, los presos disponen de capacidad de influencia y de creación de zonas de incertidumbre y de riesgo, aspecto que se constituye en un recurso de negociación importante en términos de la regulación del cotidiano.
Así pues, desde estos lentes microsociológicos, el campo de fuerzas que compone al gobierno de lo carcelario es magmático y cambiante, constituyéndose en un escenario de negociación multilateral y complejo, donde no solo intervienen actores intramuros como los carceleros y los presos, sino que la producción de las estructuras de regulación interna está sujeta a la influencia de agentes externos, como los familiares de los internos y actores de la sociedad civil organizada, del mundo político y de las esferas mediáticas -entre otros- (Caetano Grau, 2022a; Ferreccio, 2023; Kalinsky, 2016; Narciso, 2012). En este sentido, no existe un actor privilegiado que disponga de un esquema unidireccional que, centrado desde una racionalidad instrumental, produzca certezas e instrumente un orden mecánico y causal, sino que las territorialidades y climáticas de lo carcelario son volátiles y sujetas a escenarios indeterminados.
Así las cosas, este artículo tiene como objetivo principal la producción de vectores hermenéuticos que permitan caracterizar la experiencia subjetiva de los trabajadores dentro del marco vincular configurado con los adolescentes privados de libertad, haciendo foco en la configuración dialógica y negociada de la gobernanza del orden de los cotidianos, anclada dentro de la contingencia y sujeta a múltiples tramas de poder. A su vez, se constituye en un subproducto de la Tesis de Maestría en Sociología titulada “El trabajo en contextos de encierro. Un estudio sobre las representaciones de riesgo de los trabajadores del INISA” y se inscribe dentro del proyecto de Tesis Doctoral en Sociología titulado “La compleja gobernanza de los sistemas de privación de libertad. Un estudio sobre la cultura de riesgo del INISA”2, que ha venido incorporando de forma explícita a la reflexividad etnográfica como herramienta de investigación.
En otro orden, este artículo se organiza del siguiente modo: 1) En primer lugar, se explicitarán algunos aspectos metodológicos a través del subtítulo “Marco metodológico: breve reseña de una etnografía en proceso”; 2) Posteriormente, se desarrolla una discusión conceptual a través de la presentación de los siguientes apartados: a) “Lo carcelario como campo de problemáticas”; b) “Las múltiples dimensiones del poder”; c) “El contexto uruguayo: el origen del INISA y su anclaje en la incertidumbre”; 2) Luego se hará referencia al análisis a través de los siguientes subtítulos: a) “La compleja gobernanza de los cotidianos del encierro: apuntes sobre los vaivenes del poder y las zonas de incertidumbre laboral”; y b) “Las derivas del trabajador anquilosado y desempoderado: la quejosa pasividad y la encerrona trágica del desamparo”; 3) Finalmente, se sintetizan algunos hallazgos en la sección “Reflexiones finales”.
Marco metodológico: breve reseña de una etnografía en proceso
Habitado por territorialidades marcadas por la desconfianza, el mundo del trabajo dentro de los ámbitos carcelarios está signado por el hermetismo, configurando un espacio semántico opaco, difícil de penetrar y registrar en sus distintas tonalidades (Sozzo, 2002; Kalinsky, 2004; Narciso, 2021). En efecto, dentro de los muros de las prisiones, los agentes externos son visualizados de forma reacia, como una otredad amenazante, activando reflejos defensivos que obturan la posibilidad de la profundidad conversacional. De esta forma, frente al investigador extranjero, adviene en primera instancia un lenguaje críptico, donde la narratividad de la experiencia subjetiva y sus matices son mostrados en cuentagotas.
En este contexto, mi condición de psicólogo3 de los adolescentes internados dentro del INISA y su extensión a la condición de “investigador nativo” dentro del microcosmos del encierro, me permitió generar puentes dialógicos y canales empáticos que me facilitaron el acceso al campo y me permitieron agrietar los muros semánticos defensivos y acceder a las profundidades de una comunidad de habla muy endogámica.
Asimismo, mi condición de nativo dentro de este universo tiene otros bemoles que es necesario explicitar. En mi caso, la reflexividad se constituyó, antes que una herramienta de investigación, en un instrumento heurístico y estratégico de supervivencia que me permitió configurar una hermenéutica sobre el carácter inflexivo y disruptivo de la vivencia inmersiva de lo carcelario, totalmente ajena a mis categorías de entendimiento del mundo previas. Sin el ejercicio de una conciencia crítica el desarrollo del oficio psicológico que me permitiera problematizar y organizar mi experiencia vincular en el mundo del trabajo, probablemente no hubiera podido configurar canales empáticos con los adolescentes, ni componer equipos multidisciplinarios ni alianzas con grupos de trabajadores muy diversos. Así pues, es desde el anclaje de la vivencia inmersiva y de los desafíos propios de los avatares emergentes del mundo catastrófico, ominoso y perverso del encierro que surge mi interés investigativo. En este sentido, muchas de las categorías que orientaron la revisión bibliográfica y que fueron incorporadas como tópicos conversacionales en las entrevistas en profundidad con los trabajadores, fueron vivenciadas y objetivadas de forma reflexiva a través de diversos registros, mucho antes del inicio de la investigación formal.
Con todo, este trabajo se constituye en una estación intermedia de un proyecto mucho más amplio, que tuvo su obertura en 2017 y que se erige en una investigación cualitativa sobre los trabajadores del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (INISA), cuyo principal objetivo es la exploración, descripción y el análisis de los sentires, discursos y las prácticas de los trabajadores en relación con el campo intersubjetivo configurado con los adolescentes en los cotidianos de la privación de libertad. Dentro de este encuadre amplio, este texto busca tematizar y abrir ventanales interpretativos sobre las tramas del poder y la incertidumbre dentro del mundo del trabajo en contextos carcelarios, incorporando, además de una lectura fenomenológica, una dimensión etnográfica a través de la adopción de una reflexividad situada y una “objetivación participante” (Bourdieu y Wacqant, 1995), donde hago explícito el valor heurístico de mi vivencia laboral como enclave experiencial que opera como un instrumento de conocimiento.
Desde un punto de vista metodológico, el proyecto asume una estrategia cualitativa, signada por un diseño abierto y flexible, sujeto a una problematización constante. En este contexto, la investigación se enmarca en una epistemología dialógica (Caetano Grau, 2022b), desde donde se busca edificar vasos comunicantes entre las categorías emergentes registradas en los discursos y prácticas de los propios actores, integradas en múltiples vínculos e intercepciones con diversos encuadres teóricos que atraviesan la hermenéutica del universo de la privación de libertad. A su vez, el perímetro semántico de este estudio está demarcado por una concepción de sujeto activo, que configura e instituye el mundo desde sus ecosistemas interpretativos y mapas de significado en función de los que imprime sentido a los fenómenos sociales. De esta forma, los sujetos no son receptáculos pasivos ni galpones semánticos de esquemas estructurales definidos a priori, sino que son agentes y protagonistas de la edificación de lo real, que es cambiante, magmático y contingente. El mundo de la vida social es accesible desde una óptica científica a través de la “perspectiva del actor” (Guber, 2004), tomando como referencia las diversas representaciones que integran su trama de sentidos que, a su vez, son configuradas desde procesos de negociación interactivos inmersos dentro de un campo intersubjetivo.
Dicho esto, dentro de este estudio cualitativo, se busca entrecruzar observaciones, entrevistas en profundidad y relatos emergentes de encuentros informales registrados en el diario de campo. No obstante, la principal técnica utilizada es la entrevista en profundidad, que en el contexto de esta investigación ha asumido un carácter abierto, dialógico y conversacional. Así pues, se trata de una investigación en proceso donde se han desarrollado hasta el momento 42 entrevistas en profundidad a trabajadores (realizadas en el período 2017-2023), muchas de ellas en sus contextos específicos de trabajo, aunque también se desarrollaron entrevistas en sus hogares. Se destaca que la totalidad de los trabajadores entrevistados tienen o han tenido experiencia asociada al vínculo directo con los adolescentes dentro de cotidianos de privación de libertad. Por último, se subraya que todas las entrevistas fueron realizadas bajo la condición de absoluta confidencialidad, razón por la cual se evitarán y camuflarán referencias que puedan identificar a los entrevistados, como menciones a centros particulares o cargos específicos.
Lo carcelario como campo de problemáticas
Más allá de los mandatos abstractos de un vocabulario teórico reformista, donde lo carcelario emerge desde un enfoque tratamental, centrado en la rehabilitación de los sujetos para reinsertarlos de forma productiva en la ciudadanía bajo los preceptos de normalidad imperante (Foucault, 1976), en términos prácticos y concretos, el “problema del orden” (Crewe, 2011; Gilbert, 1997; Liebling, 2011; Nogueira, 2023; Sykes, 1958) se constituye en el principal horizonte y en la agenda latente para quienes habitan el microcosmos del encierro. Lejos de conjugar entornos socioeducativos, el encierro forzoso como acto original, violento y fundante del pacto social intramuros, instituye un limo semántico que instala un escenario complejo en términos de la articulación del entramado del juego vincular interno, produciendo una desconfianza endémica y amplias zonas de incertidumbre. Mientras que la sujeción a la realidad cotidiana del mundo de los cautivos no es voluntaria para los presos, los trabajadores son quienes detentan, a través de las llaves de las puertas institucionales, la prohibición de la circulación en la comunidad libre, constituyéndose en los depositarios del cúmulo de sufrimientos y ansiedades acumuladas a propósito de la prisionización.
De esta forma, la inmersión dentro de los universos carcelarios está sujeta a la influencia de múltiples fuentes de violencia material y simbólica (Caetano Grau, 2022a; Narciso, 2021; Vigna, 2020), configurando un escenario ansiógeno y tensionante, donde la “seguridad ontológica” (Giddens, 1995) se encuentra amenazada de forma constante bajo una “sensación omnipresente de riesgo” (Caetano Grau, 2022a). Así pues, la representación irruptiva de la posibilidad de un cataclismo y derrumbe del orden institucional, conjuga el marco subyacente que opera en las mentes en devenir de la cotidianeidad. Como sostiene Chauvenet (2006), el miedo se constituye en el principio regulador de la trama intersubjetiva que configura el campo de disputa de lo carcelario, estructurándose un escenario ansiógeno, donde la tranquilidad y el respeto se constituyen en los principales activos utópicos a construir y sostener por parte de los actores.
Así pues, frente a la aparente tranquilidad de lo rutinario, existe la sensación generalizada de que, de forma intempestiva, puede activarse una cadena de eventos dramáticos y violentos, constituyéndose la conflictividad latente en la espada de Damocles que permea como la representación que compone la piedra angular desde donde los actores negocian sus marcos de entendimiento colectivo y sus sistemas de expectativas.
Lejos de configurarse en un dispositivo en función del que se transmite de forma homogénea a la cultura dominante, a través de procesos de normalización y mecanismos tratamentales sobre un sujeto dócil y pasivamente disciplinado, la cárcel se constituye en un universo magmático y bullicioso, donde las normas y reglas están sujetas a una dimensión del poder heterogénea, signada por diversas zonas de incertidumbre que producen complejidad y jaquean los márgenes de estabilidad y predictibilidad de las acciones. Si bien el encierro forzoso constituye un acto de poder originario y despótico por parte del influjo represivo de la modernidad, donde el Estado ordena racionalmente al mundo a través de mecanismos de control socio-penal desde arriba hacia abajo (Foucault, 1976; Melossi y Pavarini, 1980), la realidad microsociológica de los escenarios del encierro nunca es estática, sino que es alborotada, disarmónica y contingente. Atravesada por una desconfianza genética entre los actores, la estabilidad estructural de los cotidianos está constantemente interrogada y amenazada por procesos subterráneos, donde los vectores organizadores del microcosmos carcelario están anclados en dinámicas turbulentas donde la negociación es constante.
Así las cosas, se torna necesario introducir la categoría clásica de Goffman que ubica a las prisiones como “instituciones totales” (Goffman, 2001), a las que caracteriza como escenarios gobernados desde una matriz hermética, donde las dinámicas que tienen lugar dentro de sus muros son endógenas y autorreferidas, constituyéndose en una estructura que se explica a sí misma, atravesada por un perímetro de clausura e independencia absoluta con respecto al mundo exterior. En efecto, desde esta perspectiva, el universo cotidiano está demarcado por un esquema rígido, donde las reglas y normas estructurantes de este ámbito configuran un microcosmos difícil de comprender desde una mirada externa a los muros institucionales.
No obstante, si bien desde una perspectiva heurística la dimensión de institución total es potente todavía en el sentido de que instituye visibilidad sobre las inercias absorbentes de estas organizaciones, desde la perspectiva de la comprensión de las redes de influencia subyacentes a los marcos de gobernanza de los cotidianos, una visión institucional cerrada y totalizante pierde capacidad explicativa. En efecto, los procesos que intervienen en la regulación de los cotidianos son complejos y están sujetos a juegos de poder, donde participan, además de los actores internos, como lo son los trabajadores y los presos, actores extramuros, como la sociedad civil organizada, los medios de prensa y el sistema político, quienes en distinto grado generan múltiples influencias dentro de los mapas cognitivos que subyacen a la configuración de las acciones colectivas que operan a nivel del orden interno (Caetano Grau, 2022a; Ferreccio, 2023; Kalinsky, 2016; Narciso, 2012).
Las múltiples dimensiones del poder
En contraposición a un modelo de acción organizada, que está centrado a través de la racionalidad instrumental y se moviliza desde una concepción teleológica y mecánica del funcionamiento burocrático, el desarrollo de una “acción colectiva” (Giraud, 1993; Pucci, 2004; Pucci y Trajtenberg, 2014) fundada sobre procesos locales cimentados sobre relaciones dinámicas de poder y de interés, se constituye en una hermenéutica más adaptativa para la comprensión fenomenológica del gobierno de los cotidianos carcelarios. La inmersión laboral dentro de las coordenadas del encierro está marcada por una desconfianza sistemática en relación a la rigidez de las reglas abstractas y formales, fundamentadas en códigos de conducta y protocolos procedimentales de acción, configurando una racionalidad práctica orientada por reglas informales ancladas en una semántica situacional y sujetas a procesos contingentes de negociación dialógica (Gilbert, 1997; Sykes, 1958). En efecto, para estos “burócratas de la línea de frente” (Lipsky, 1980; Vigna, 2016, 2020), la toma de decisiones está anclada en el “calor del momento” y responde más al acervo de conocimiento colectivo producto de una reflexividad práctica, en contraposición a una estructura de la acción cimentada dentro de hermenéutica de las certezas de los procedimientos administrativos de la burocracia clásica.
Así las cosas, en el marco de un escenario signado por la informalidad y la contingencia, el poder total es inaplicable y el uso de la violencia como modus operandi se vuelve ineficiente (Gilbert, 1997; Nogueira, 2023; Sykes, 1958), configurando un caldo de cultivo cuya traducción práctica es la estructuración de un trabajador flexible, que acepte la indeterminación de la acción y que sea adaptable al carácter disruptivo de las variabilidades situacionales. De esta forma, el despliegue de una trama persuasiva y sutil del poder, que busque construir un orden apaciguado y producir consensos dialógicos dentro de un entorno ambivalente y conflictivo, se constituye en la principal referencia de una racionalidad práctica del trabajo centrada en la artesanía del vínculo, en contraposición a un despliegue coactivo orientado a la represión física sobre los cuerpos.
En este sentido, para el análisis de la trama de poder dentro de lo carcelario, es importante incorporar una hermenéutica de la contingencia que trascienda a los enfoques estructuralistas, donde la naturaleza de los espacios del juego que tienen lugar dentro de una situación organizacional y el sistema de reglas que lo gobierna, dependen de la configuración de un campo de fuerzas, donde ninguna estructura constriñe de forma absoluta a los actores (Crozier y Friedberg, 1977). A través de su acervo de conocimiento práctico producto de la reflexividad, los actores siempre disponen de un margen de libertad y de capacidad de agencia, movilizan recursos y juegan sus cartas, a través de sus redes de influencia sobre las zonas de incertidumbre funcional que tienen lugar dentro del tablero, actualizando su comportamiento desde su densidad vivencial.
Con todo, tomando como referencia los desarrollos de Crozier y Freidberg (1997), se vuelve necesario introducir algunas dimensiones clave en términos de las caracterizaciones operacionales acerca del poder como categoría analítica para el análisis práctico de lo carcelario:
1. En primer lugar, cualquier relacionamiento vincular implica la presencia de asimetrías, razón por la cual nunca hay un poder absoluto en función del que emerja un actor que pueda totalizar la semántica de la realidad.
2. A su vez, las posiciones de poder nunca son fijas, sino que se conjugan de forma dinámica a través de múltiples vínculos e inscripciones que tienen lugar dentro de un marco de negociación. Si bien hay regularidades, ninguna determina de forma absoluta a los actores, en el sentido de que los esquemas estructurales que tienen lugar dentro de una situación social no son inmutables y están sujetos a la capacidad de agencia de los actores, quienes siempre detentan algún margen de maniobra.
3. Por otro lado, el poder no puede ser objetivable como una cosa que puede ser suscripta desde una posición de propiedad, sino que siempre está en juego, de forma explícita e implícita, a través de procesos asimétricos de negociación.
4. Por último, las configuraciones de poder nunca son de a dos, sino que intervienen tres, razón por la cual hay espacio para la construcción de alianzas y coaliciones situacionales.
El contexto uruguayo: el origen del INISA y su anclaje en la incertidumbre
La institucionalidad encargada de la gestión de las medidas privativas de libertad para adolescentes en el Uruguay ha estado marcada por fuertes contornos de incertidumbre. En efecto, desde la aprobación del Código de la Niñez y la Adolescencia que tuvo lugar hace 19 años y que demarcó el perímetro jurídico de la penalidad adolescente, la configuración institucional asociada a la gestión de las medidas privativas de libertad ha cambiado en cuatro oportunidades4, aspecto que expresa el telón de fondo crítico sobre el que se edifican las prácticas carcelarias sobre los adolescentes. A su vez, la composición de este escenario refleja la ausencia de referencias claras en el seno del sistema político en su conjunto, que ha operado de forma pendular, pasando desde una perspectiva garantista o progresista a través de una diferenciación radical del tratamiento penal adolescente con respecto al adulto, a un esquema punitivista, operando de forma reactiva y desde el “populismo penal” (Garland, 2005) frente a los vaivenes ambiguos anclados en el alarmismo de la opinión pública sobre el tópico de la inseguridad.
Producto de los cambios radicales de orientaciones políticas, múltiples estudios convergen en señalar que la institucionalidad encargada de la administración de penas a los adolescentes, se ha edificado sobre un vacío de gestión del mundo político (Caetano Grau, 2022a; Ferrando, 2013; González Laurino y Leopold, 2013), aspecto que se ha traducido a nivel intramuros en la edificación de una cultura organizacional confusional y disruptiva. En efecto, la ausencia de enclaves de aprendizaje organizacional reflexivo (Pucci, 2004), atravesados por una densidad comunicacional que integre un ecosistema dialógico entre las diversas capas institucionales, ha configurado un escenario de archipiélagos, donde los distintos departamentos administrativos y las áreas orientadas a la privación de libertad padecen de un solipsismo organizacional disarmónico, instituyendo amplios márgenes de ambivalencia e inseguridad para los actores institucionales involucrados en el vínculo cotidiano con los adolescentes (Caetano Grau, 2022c).
Bajo la égida de una “cultura de la inmediatez” (Caetano Grau, 2022a), dentro de este sistema de enclaves autorreferenciales, las estructuras organizativas son lábiles y endebles, instituyendo un ámbito donde los equipos de trabajo están sujetos a una rotación constante, erosionando la estructuración de una densidad temporal que redunde en un aprendizaje colectivo reflexivo que se traduzca en solidaridades grupales y sabidurías prácticas laborales, aspecto clave la regulación de la incertidumbre dentro de los sistemas de trabajos vinculares.
Como consecuencia, se genera un limo semántico donde el trabajador queda paralizado dentro de lógicas inestables y disruptivas, careciendo de apoyos institucionales atravesados por una dimensión estratégica que opere como eje de referencia de las prácticas. De esta forma, además de los riesgos sistémicos propios del trabajo en entornos carcelarios con adolescentes, los trabajadores deben enfrentarse a los avatares e incertidumbres provenientes del universo organizacional, desarrollando esquemas vertiginosos de gobernanza de los cotidianos, fuertemente anclados en procesos informales y artesanales de negociación y autorregulación de los riesgos (Caetano Grau, 2022a).
Análisis
La compleja gobernanza de los cotidianos del encierro: apuntes sobre los vaivenes del poder y las zonas de incertidumbre laboral
En primer lugar, si bien hay una heterogeneidad conflictiva, ambivalente y disarmónica entre los distintos establecimientos del encierro adolescente, dentro del cuerpo de trabajadores existe una visión bastante consensuada en relación con el uso de la violencia como táctica de poder, a la que visualizan desde un fuerte recelo, desconfianza e ineficiencia. En efecto, la búsqueda del orden interno está atravesada por una racionalidad práctica marcada por horizontes de negociación dialógica con los adolescentes, a quienes procuran persuadir de forma sutil y sigilosa en clave vincular. Como sintetiza un trabajador en una entrevista:
El uso de la violencia es excepcional. Es muy difícil de sostener (…) si reprimís fuerte y no hay espacios de autonomía para los adolescentes, hay motín (…) acá adentro, todo lo negocias, siempre necesitas tener cintura (Trabajador, Centro de máxima seguridad, experiencia en centros abiertos)
Por otro lado, más allá del campo intersubjetivo configurado entre los adolescentes y trabajadores dentro de los cotidianos, existe una trama de actores que operan dentro de una gobernanza donde el mapa de sentidos es contingente. Los sistemas de acuerdos generados a través de la participación de diversos actores de influencia se constituyen en marcos de experiencia lábiles, provisorios y cambiantes. En efecto, la prisión emerge como un escenario donde el poder es dislocado y heterogéneo, cuya configuración situacional es la síntesis de redes de alianzas estratégicas.
Existen diversos posicionamientos externos que tienen un carácter omnipresente en el imaginario de trabajo. Los agentes de la sociedad civil y su capacidad de marcar la agenda mediática participan dentro de un concierto que influye de forma sinérgica en los sistemas de creencias y valorativos asociados a la gestión política de la institución, por lo que cualquier escándalo público permea dentro de las estructuras internas, generando turbulencias:
Ellos tienen miedo. La administración política, o sea, la presidencia, tiene miedo de que salgan noticias de fugas, de peleas, de torturas. (…) Los directores, al ser cambiados por cualquier cosa, son los fusibles institucionales (…) Entonces, sea por la violencia de los presos, sea porque te sacan, todos terminan haciendo cosas por el riesgo. ¡Es una caldera del diablo! (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad)
Así pues, frente a una labilidad de las estructuras de trabajo, donde no existe estabilidad contractual en los cargos y los mandos medios son fusibles elegidos siempre desde el poder político, los actores terminan operando en función del temor de que la irrupción de un suceso crítico trascienda los muros del mundo de los cautivos y genere bullicio público, aspecto que se constituye en una zona de incertidumbre sistémica que funciona como carta de poder a nivel cotidiano.
Dentro de este marco, la cultura de la inmediatez y la presencia de un “zapping gerencial” (Caetano Grau, 2022a), impiden la posibilidad de edificar grupalidades reflexivas que acumulen experiencia práctica y comprensión situacional frente a climáticas contingentes, aspecto que erosiona la posibilidad de configurar cuerpos de trabajo armónicos y coherentes, generando desconfianza entre los trabajadores y amplificando las posibilidades de que el hostigamiento y la presión de los adolescentes abra grietas en los equipos. En efecto, ante el escenario de volatilidad e incertidumbre endémico de las posiciones de autoridad burocrática dentro del sistema, el manejo del rumor por parte de los internos, además de las intimaciones de ocasionar potenciales desmanes, las amenazas con respecto a la situación de los familiares de los trabajadores y el chantaje, muchas veces operan como recursos estratégicos dentro del juego psicológico de poder en función del que se regula el orden interno.
Tenés que estar siempre atento a lo que pasa en los cotidianos, porque puede explotar todo (…) Tanto los gurises como sus familias saben el poder que tienen y, algunos, te amenazan con denunciarte o con armar un escándalo mediático (…) No sabés qué hacer. Más cuando no te sentís respaldado (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad)
En otro orden, dentro del INISA existen múltiples centros de privación de libertad. Más que un sistema organizado de forma armónica, el vacío de gestión y de proyección estratégica, han impactado en la primacía de una zona de incertidumbre en relación a la administración global de los centros, generándose múltiples esquemas de regulación de los cotidianos. En este sentido, existe una autorregulación implícita producto de acuerdos situacionales dentro del marco relacional trabajadores-adolescentes en cada centro, que responde más a una cultura de trabajo propia del establecimiento que a un esquema de planificación en función de cometidos estratégicos delineados desde la esfera político-administrativa.
Asimismo, dentro de la incertidumbre funcional y el vacío de gestión a nivel institucional, no existen planes de carrera centrados en lógicas meritocráticas de concursos para los trabajadores, ni planes de formación técnica que brinden herramientas concretas para lograr los cometidos institucionales, generándose mensajes confusionales en relación con los sistemas de premios y castigos asociados a la política de ascensos y a las definiciones del buen trabajo. Dentro de este contexto, más que las competencias en clave vincular con los adolescentes o la formación académica acumulada sobre el asunto, el acceso al capital político de los contactos institucionales se constituye en el principal recurso fáctico de poder para acceder y sostener puestos de toma de decisiones y para blindar las inseguridades de la inestabilidad contractual en relación a los puestos más redituables. La configuración de este escenario, genera problemas de legitimidad de las autoridades, promoviendo polos de intrigas internas que se traducen en turbulencias vinculares entre los grupos de trabajo.
A veces, se hacen “camas” entre compañeros. Como no hay estabilidad y depende todo del poder político, se dejan de hacer cosas, se hostigan a los adolescentes para que el cotidiano explote (…) Como no importa la rehabilitación y lo único que importa es que el centro no esté en el ruido, a veces cuando hay peleas entre los adolescentes cambian a las direcciones (Trabajador, Centro Abierto)
En otro orden, al no haber lineamientos claros en función de la calificación del buen trabajo y al primar una lógica donde se evita el bullicio público, frente a las zonas de incertidumbre, prima un esquema actitudinal donde los tomadores de decisiones operan a través de una cultura de la inmediatez, impidiendo, de esta forma, la consolidación de procesos de aprendizaje organizacional reflexivo y, por consiguiente, la configuración de modelos de gestión en función de horizontes socioeducativos e intereses de los adolescentes. Este aspecto puede ser visualizado en la política de traslados, donde, en aras de una aparente seguridad, frente a cualquier evento de violencia entre adolescentes, se toma la decisión del traslado de centro, aspecto que agota rápidamente las opciones de gestión.
Ahora los adolescentes, cuando quieren irse a otro centro, se pelean o le pegan a un funcionario. Es como cuando quieren pedir algo. Siempre es con la violencia y con el ruido. Saben que así se les va a dar bola, porque si lo piden bien todos pasan de largo (…) ¿por qué quieren cambiar? Muchas veces para encontrarse con rivales en otros lugares y así vengarse de cosas que les pasan afuera (…) También fíjate que si dentro del grupo de adolescentes quieren embagayar a uno y sacarlo a otro lado, saben que tienen que armar lío. El mensaje está errado, elegimos la seguridad del cambio y no activamos mecanismos de mediación y, a la larga, no vamos a tener donde meterlos. (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad)
De esta forma, se tergiversa cualquier modelo estratégico y se producen empantanamientos de los procesos socioeducativos de los adolescentes, además de generar zonas de incertidumbre y efectos no deseados dentro del juego de poder interno. Al no haber criterios de traslados, muchas veces los adolescentes con dificultades para adaptarse a centros donde prima la confianza y la apertura en los cotidianos terminan recalando en estos centros cerrados, alterando las dinámicas instaladas y activando conflictividades que generan sinergias en relación a la violencia y su correlato en términos de contracción socioeducativa.
Las derivas del trabajador anquilosado y desempoderado: la quejosa pasividad y la encerrona trágica del desamparo
Existen muchos momentos en los que los canales de negociación cotidianos implícitos e informales son desbordados frente al aumento de la tensión interna, amplificando la sensación de incertidumbre. Así pues, existen un cumulo de mensajes tácitos que se deslizan desde el tamiz del temor, generando sinergias donde el miedo se expande de forma anárquica. Una de las experiencias más gráficas en este sentido, es cuando en los centros de máxima seguridad, los adolescentes al unísono golpean las puertas de metal en un acto de protesta, generando un temblor de las estructuras edilicias: no solo el sonido es abrumador, sino que los ecos estructurales de los impactos generan, dentro de la caja resonancia del edificio cerrado, una sensación de terremoto. Todo el espacio existencial tiembla durante minutos, en una composición metonímica, donde el agitamiento estructural conjuga la metáfora de un mensaje subyacente de descontento, crispación y violencia. Cada vez que se compuso este perímetro, de pronto el miedo resonaba en mí, por más que, como psicólogo, estuviera lejos de los módulos. Y alrededor de estos escenarios sísmicos donde el golpeteo metálico compone un bajo de fondo continuo, se puede observar que toda la comunidad que forma parte del encierro está inmersa dentro de una atmósfera paroxística, conjugando un estado de alerta que te prepara para el advenimiento del caos, el cataclismo y derrumbe potencial del orden cotidiano. Y, bajo esta espada de Damocles donde el miedo se compone en el “principio regulador” (Chauvenet, 2006) del orden interno y que se despliega dentro de la semántica de las urgencias y la incertidumbre, he podido observar cómo, de pronto, se activan reflejos donde muchos actores se autoconvocan a negociar. Como sostiene uno de los entrevistados,
Nosotros sabemos y vos sabés bien, porque también trabajas acá, que cuando quieren, te pueden quemar todo el módulo (…) Realmente, nunca podés estar tranquilo (…) Cuando golpean puertas, es más fuerte que los tambores de las llamadas, pero feo, sin ritmo. ¡No te podés ir! No te podés escapar y sabés que todo va a explotar. Te agota y tenés que quedarte a encarar y ver si podés negociar algo. (Trabajador, Centro de máxima seguridad)
En otro orden, desde un perímetro laboral que está demarcado por convivencia dilatada en el tiempo, donde muchos turnos llegan a las 12 horas formales pero muchas veces se extienden por más tiempo a través de regímenes de horas extras, los escenarios del encierro por momentos están cargados por un martilleo emocional constante, donde el hostigamiento, los gritos, insultos y las amenazas por parte de los adolescentes se constituyen en un recurso de poder que se traduce en una carta de negociación.
Ellos dicen “hace esto o te quemo el módulo”. Quemar el módulo puede ser gritos, peleas, insultos constantes. También puede ser una pelea entre ellos (…) Perfectamente, de un momento a otro pueden hacerte que la convivencia sea imposible. (Trabajador, Centro Abierto, experiencia en Centros de Máxima Seguridad)
Cuando todo está quemado, el insulto es como el buen día (Trabajador, Centro Abierto, experiencia en Centros de Máxima Seguridad)
En el marco una atmósfera ominosa, permeada por múltiples perversiones donde se respira violencia, el trabajador se encuentra anquilosado en la intemperie. En efecto, son múltiples las facetas de una negligencia histórica que, desde el mundo político administrativo encarnado en la institucionalidad del INISA, se muestran y confluyen en un descuido sistemático de las condiciones del trabajo. Por un lado, el sistema carece de carrera funcional singada por reglas claras y estables de ascenso y descenso de cargos, primando una lógica de encargaturas donde los mandos medios son elegidos por el poder político, mientras que por otro lado, el sistema no ha generado una estructura de formación ni de supervisión para la tarea, recayendo la gobernanza relacional de los cotidianos dentro de una artesanía del vínculo totalmente informal, que depende de una conciencia práctica colectiva forjada en la socialización espontanea producto de la inmersión laboral. A su vez, haciendo eco de esta negligencia histórica, hoy en día el INISA carece de un sistema de atención en salud mental que oficie como enclave de contención frente a un escenario laboral afectivamente disruptivo que demanda un equilibrio emocional complejo. La configuración del “silencio organizacional” (Rocha, 2017), donde algunas imágenes reactivas del pensamiento son obturadas y excluidas de socialización narrativa y reflexiva de la palabra, promueve la radicación de tópicos enquistados que se vuelven tabú, instituyendo invisibilidades sobre los avatares del oficio y los conflictos morales ocultos que, de forma progresiva, corroen el carácter y pueden pasar al acto de forma irruptiva y violenta. Como advierte un trabajador a propósito de su ambivalencia moral soterrada dentro de su fuero íntimo y privado:
Le puse una sanción y me insultó. Sentí odio y tengo vergüenza, tengo ganas de pegarle y no puedo (…), no lo pude hablar con nadie (…) Pasa todo el tiempo, me hostigan y me lo tengo que tragar. Algún día voy a explotar (Trabajador, Centro Abierto, experiencia en Centros de Máxima Seguridad)
Así las cosas, ante un universo ansiógeno y turbulento, donde convive el griterío bullicioso con los “silencios explosivos” (Narciso, 2012), los trabajadores han construido una “cultura artesanal” (Simard, 1998) asociada a la configuración de su rol intramuros, edificando informalmente su acervo de prácticas y de estrategias de afrontamiento del riesgo y la violencia, que se constituyen en ingredientes inherentes a estos contextos.
Dicho esto, es necesario introducir una observación personal. Si bien mi experiencia como psicólogo ha sido distante de la lógica paroxística de los módulos en centros de máxima seguridad, la dimensión de la violencia y la crispación como enclaves habituales te golpean desde el comienzo. Como les sucedió a muchos trabajadores, mi primer día de trabajo ha sido inolvidable: los ruidos metálicos, los olores nauseabundos, los gritos de sufrimiento y de euforia, además de las distintas canciones superpuestas que surgían de diversas celdas a todo volumen, compusieron un caldo de cultivo bullicioso que se enraizó en mi cuerpo a través de un fuerte dolor de cabeza, cuyo eco duró días. ¿Podré continuar? me preguntaba al llegar a mi casa. A las dos semanas, si bien los olores y los ruidos estaban ahí presentes, ya no los escuchaba ni los olía. El fuerte malestar inicial, de apoco, se fue silenciando, en una suerte de garantía de supervivencia. Parafraseando el concepto de Mary Douglas (1996), desarrollé mecanismos de “atención selectiva”, que funcionaron como amortiguadores de la experiencia a través de una invisibilización de los riesgos y de la precariedad de las condiciones existenciales, generando una sensación ficticia de control que me permitía deslizarme sobre lo ansiógeno y tensionaste de la realidad inmediata.
Asimismo, sin planes formativos ni supervisión formal, el peso de la construcción del oficio y la autorregulación de los riesgos recae exclusivamente en el informalismo y en la socialización espontánea, dentro de un contexto de vulnerabilidad, desamparo y precariedad generalizada. Como señaló un trabajador en una entrevista a propósito de su proceso de inducción dentro de los módulos de un centro de máxima seguridad, que componen escenarios lúgubres, oscuros y sucios, organizados por pasillos de un metro y medio de ancho que muchas veces están hacinados de adolescentes:
Mi proceso de inducción fue así (…) en mi primer día de trabajo me mandaron al módulo, me dieron un encendedor para encenderle los cigarrillos a los adolescentes y me dijeron “manejate” (…) Nadie se preocupó ni ocupó de lo que me pasaba”. (Trabajador, Centro Abierto)
Este formato de inducción, además de denotar la negligencia institucional en relación al trabajador, también revela la presencia de una “cultura del martirio” (Caetano Grau, 2022a) como enclave de regulación de los riesgos y miedos emergentes. A través de rituales de ingreso donde la inmersión es inmediata y dramática, se genera un enclave de shock, donde el costo del “derecho de piso” está asociado a una sujeción acrítica y a una aceptación pasiva de altos umbrales de riesgo y violencia potencial.
A veces cuando entran acá y dicen, “no están las condiciones”, digo, “¿dónde se creen que entraron?”. No es un jardín de infantes. Por más que le digas Centro, Hogar, esto es una cárcel. (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad, experiencia en Centro Abierto)
Para aceptar esto y trabajar acá, tenés que estar medio loco. Esto no es normal. Si sos un poco sano, te vas. (Trabajador, Centro Abierto)
De esta forma, se configura un filtro semántico donde la naturalización de la pauperización de los entornos existenciales mortificantes y ansiógenos, emerge como condición sine qua non para la integración al cuerpo de trabajadores. En aras de mantener el orden, se genera una “encerrona trágica” (Ulloa, 2012) altamente desubjetivizante, donde se despliegan diversas estrategias defensivas para disipar las fuentes de angustia y sobrevivir a las turbulencias inherentes a la atmósfera de la violencia. Tanto los altos costes psicológicos de la normalización fatalista de la precarización del trabajo, como la resignación a convivir dentro de un universo hostil, sombrío y lúgubre, sin apoyos institucionales, se constituyen en el anverso y el reverso de una falta de empoderamiento que, si bien puede ser identificada por los trabajadores, se narra desde una “quejosa pasividad” (Ulloa, 2012) que no hace otra cosa que perpetuar el statu quo mortificante.
Siempre se hizo así. Esto no lo vas a cambiar (Trabajador, Centro Abierto)
Ahí es también cuando vos decís “¿qué respaldo tenés si nos hacen cualquier cosa?" y estos chiquilines ¿qué sanción podrán tener si te tiran agua caliente, te queman toda la cara y te desfiguran? ¿Cinco días sin patio? Y vos decís... te quedas todo quemado y con las ganas de agarrarlo del cuello por lo que te hizo y no lo podés hacer, el chiquilín se te mata de la risa en la pieza y todavía anda diciendo "ah, quemé al funcionario" entonces, tenés cero respaldo. (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad)
Para finalizar, dentro de un clima institucional negligente que obstruye las lógicas de un aprendizaje reflexivo y frente a los vaivenes de un cotidiano disruptivo, muchos trabajadores operan desde la superstición, compartiendo rituales y creencias mágicas que amortiguan la ansiedad y operan como factores cognitivos que instituyen la sensación de control y seguridad. En efecto, frente al desempoderamiento y la sensación omnipresente de riesgo e incertidumbre, en los cotidianos del encierro también habita un mundo mágico, que opera como un ventanal de salida ante la encerrona trágica de la inseguridad ontológica, oficiando como anticuerpo de la angustia existencial del fatalismo laboral.
Cuando vas a trabajar, es muy común ver en la Colonia Berro, velas de distintos colores prendidas. Después hablás y las prenden para cosas que pasan en el trabajo (…) También muchos compañeros participan de rituales y hacen cosas (…) A veces conversas con los adolescentes y también cuentan lo mismo. (…) La vida es dura y ahí muchos encuentran la salida. (Trabajador, Centro de Máxima Seguridad)
Reflexiones finales
Dentro del universo carcelario, el gobierno de los cotidianos se edifica sobre un telón de fondo de incertidumbre, donde la ausencia de credibilidad en relación a las normativas formales e instituidas componen un limo semántico que se incorpora dentro de una matriz de desconfianza global. Y, en función de esta matriz, la configuración de los mapas cognitivos que instituyen sentidos de realidad y las geometrías vinculares están sujetas a un fuerte bullicio, donde las rutinas siempre se encuentran amenazadas, amplificando los contornos de inseguridad ontológica. Así pues, ni los trabajadores ni los presos detentan la propiedad de un poder absoluto ni se ubican desde una relación de dominio-sometido. Cada una de las partes desarrolla su juego estratégico, configurando un marco de negociación en función de la movilización de zonas de incertidumbre y riesgo que ofician como recursos, componiendo síntesis situacionales que se traducen en consensos provisorios que demarcan a los procesos de autorregulación de los cotidianos.
Así pues, considerando lo antedicho, no existe un “Palacio de invierno” desde donde se ejerza el poder de forma unilateral: los trabajadores no configuran un “Leviatán” capaz de totalizar los cotidianos a través de la imposición de las reglas y prácticas, sino que despliegan un poder blando dentro de una trama relacional, bidireccional y de influencia recíproca con los internos. A su vez, existe un dislocamiento del poder y su correlato en términos de las redes de influencia que permean en el gobierno de los cotidianos, interviniendo, además de los actores intramuros, agentes externos, como las familias, la prensa, el sistema político, la opinión pública y agentes de la sociedad civil. De esta forma, se configura un denso entramado de interacciones que edifican un escenario en red, donde la negociación es compleja y volátil, cuyas traducciones en consensos de estabilidad son lábiles, difusas y magmáticas, encontrándose asediadas de forma constante.
Asimismo, en relación con el trabajo dentro del INISA, existe una sensación generalizada de desempoderamiento dentro del cuerpo de los trabajadores, que desemboca en un anquilosamiento existencial que se traduce en la radicación de una quejosa pasividad, donde la precariedad es naturalizada de forma fatalista. Dentro de esta encerrona trágica, los escenarios de trabajo están signados por una construcción artesanal e informal del oficio, donde la aceptación acrítica de un contexto mortificante y ansiógeno se sostiene desde la configuración de una cultura del martirio. Sin redes de apoyo que oficien como un refugio formal brindado por la institución, los trabajadores se encuentran en la intemperie. Y, a través de esta deriva, se exponen de forma sistemática al naufragio dentro de una atmósfera crispada y violenta, cuyas coordenadas son contingentes y se desenvuelven desde la incertidumbre.
Así, si bien se logra mantener en términos globales el orden dentro de la prisión a través de una regulación negociada en clave vincular con los adolescentes, la normalización de múltiples riesgos físicos y psicosociales y la aceptación quejosamente pasiva del desamparo y la vulnerabilidad institucional, conjugan una mezcla que desemboca en un alto costo psicológico, estructurando un campo semántico laboral ansiógeno y desteñido. De esta forma, se desarrolla un vaciamiento de sentido en el trabajo, conjugando inercias donde la dimensión socioeducativa queda empantanada y paralizada por la proliferación del miedo.
Sin refugios formales institucionales y abandonados a su suerte, en el marco de estas coordenadas atravesadas por la apatía subjetiva y la sensación de descontrol producto del desempoderamiento y el fatalismo trágico, muchos trabajadores cultivan distintas supersticiones y rituales mágicos que, si bien los realizan en su fuero privado, tienen por objeto amortiguar los enclaves ansiógenos del mundo del trabajo, produciendo a nivel cognitivo una sensación de control y seguridad.
Así las cosas, cabe preguntarse ¿Cuáles son las posibilidades de componer esquemas de gobierno de los cotidianos carcelarios que produzcan orden y que incorporen a las plataformas socioeducativas como el eje rector de las prácticas institucionales? ¿Cómo introducir cambios a nivel organizacional que puedan optimizar lógicas reflexivas de aprendizaje colectivo que oficien como referencias para el desarrollo estratégico de prácticas frente a escenarios contingentes?
Signado por un funcionamiento organizacional disfuncional y reactivo, donde prima una cultura de la inmediatez, la gestión política se ha limitado a administrar el statu quo con la máxima de referencia de evitar el ruido público. Tanto ausencia de planes formativos que brinden herramientas concretas para el trabajo práctico, como la carencia de esquemas de atención en salud mental para los trabajadores y la inexistencia de planes de carrera funcional que oficien como marcos de estabilidad laboral, se constituyen en emergentes que reflejan un vacío de gestión. Para producir balances y síntesis socioeducativa en las ecuaciones de poder, se vuelve necesario generar cambios a nivel organizacional, que introduzcan enclaves de aprendizaje reflexivo que se traduzcan en un enclave estratégico para escenarios contingentes. Y, desde estas coordenadas, administrar las incertidumbres sistémicas que amplifican la confusión y los riesgos endémicos de los cotidianos carcelarios, generando claridad y lógicas meritocráticas en la estructura de cargos, además de componer planes en salud mental y dispositivos formativos y de supervisión que edifiquen herramientas teórico-prácticas para los trabajadores.