Introducción
Corría el año 2020 y el confinamiento por la pandemia se había vuelto una realidad. Esa incertidumbre en contextos de encierro me generó una especie de vorágine de producción un tanto frenética -frente a sentirme “haciendo poco”, la culpa capitalista se hizo presente- conduciéndome a retomar escrituras atrasadas. Así, mientras comenzaba a esbozar mi tesis doctoral1 me di a la tarea de terminar mi tesis para obtener el grado de licenciatura en filosofía2 (ya tenía el grado en antropología), pendiente hacía un par de años. En ella, buscaba tramar la configuración de una ética política en Walter Benjamin, a partir de conceptos centrales en su obra: experiencia3, narración y justicia.
Dicha investigación fue motivada inicialmente por una frase oída en mis días de estudiante y con la que volví a encontrarme en el libro Medianoche en la historia de Reyes Mate (2009). La idea, retomada por el autor a partir de analizar las tesis sobre la historia de Benjamin, refería a que
Si algo hemos aprendido de las víctimas de los campos, es que su importancia política no tiene que ver tanto con las causas que defendieron, cuanto, con la propia figura de la víctima, el hecho de que la política se construye con los muertos. (p. 125)
¿En qué sentido la política es algo que “se construye” con los muertos? ¿implicaría ello pensar a la muerte como un estado de no terminalidad? ¿Hay una potencia productiva en la muerte? ¿hay algo, entonces, que los muertos hacen? Y a raíz de ello, ¿qué hacemos nosotros/as como investigadores/as, o qué podemos hacer, al momento de narrar aquello que los muertos han hecho, y aquello que los muertos hacen y dicen en marcos sociales específicos?
Dichas inquietudes adquirieron mayor fuerza durante la realización de mi doctorado en ciencias antropologías4, indagando en torno a la construcción de la figura del “enemigo” en Córdoba, Argentina, en el año 1975, atendiendo a que, para entonces, la provincia ya se constituía como escenario de prácticas represivas y clandestinas, aún faltando un año para el comienzo de la última dictadura cívico militar argentina (1976-1983)5. Me interesaba el tratamiento al momento del deceso de esos “enemigos”, comprendiendo por tratamiento tanto a la gestión administrativa de esos cuerpos, como a los sentidos, relatos y prácticas plasmadas en documentos estatales producidos en aquel periodo.
A partir entonces de dichas inquietudes filosóficas iniciales, los registros de campo, las entrevistas realizadas, la ausencia casi total de los sujetos implicados -ya muertos- y dos escenas que compartiré a continuación, diversos interrogantes se fueron tejiendo en torno a mi posición como etnógrafa al momento de relatar la muerte, investigarla, objetivarla: ¿cómo es escribe sobre los muertos? ¿qué de ellos nos interpela? ¿qué legitimidad existe en nuestro relato al hablar sobre lo ausente o la ausencia? ¿se ejerce alguna ética del cuidado6 en la indagación y en la escritura sobre los muertos?
Para dar cuenta de estos interrogantes que hacen al objeto del presente artículo, la primera escena a ofrecer refiere al trabajo de campo que realicé con documentos del año 1975 elaborados por morgueros de la Morgue de la Provincia de Córdoba, abordados etnográficamente en su producción y circulación, en la búsqueda de posibles rastros dejados por los cuerpos de personas asesinadas por motivos políticos. Ello me permitió buscar indicios (Ginzburg, 2003) en la escritura en cuanto a los modos de construcción de una subjetividad, el “enemigo”, como también preguntarme por el modo en que dichos indicios podían constituirse como una narrativa de lo ausente y como un punto nodal de la reflexión en torno a reparos éticos al momento de hacer una etnografía sobre aquellos que ya no tienen “derecho a réplica”, justamente, por su condición de muertos.
La segunda escena se desprende de lo sucedido durante una de las entrevistas realizadas para mi doctorado en el Instituto de Medicina Forense de la ciudad de Córdoba habiendo acordado un encuentro con Pedro7, médico forense, para conversar sobre la elaboración de los “sobres de morgue”, documentos con los que estaba realizando mi campo. La entrevista finalizó con un recorrido hasta llegar a la sala de autopsias. Allí se encontraba un señor de cincuenta años aproximadamente, ingresado por un supuesto suicidio. Fui invitada a presenciar ese proceso de autopsia para ¿vivenciar? lo que era trabajar con muertos.
De dicha experiencia, me interesa reflexionar sobre lo que ese acontecimiento me generó, en términos de emociones y afectos, durante y después de finalizado el procedimiento. Ello, a fines de considerar la dimensión política y ética de dichas afecciones que generan, a su vez, un sustrato para pensar en los modos de configuración de la matriz nosotros/otros, también constitutiva de lo político y lo ético.
Escena 1. Hablar por los otros: de cómo escribir sobre la violencia y la muerte
Tal como mencionara, el objeto de mi doctorado consistió en indagar en torno a la construcción de la figura del “enemigo” en Córdoba, Argentina, en 1975, año previo a la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983). Me interesaba el tratamiento al momento del deceso de esos “enemigos” en un periodo donde los asesinatos iban en aumento, tanto en cantidad como en exposición.
Así, abordé tanto la serie “Protocolos”8 como la serie “Libro matriz”9 que forman parte del “Fondo Morgue Judicial” sección “Hospital San Roque”, fondo documental que se encuentra resguardado en el Archivo Provincial de la Memoria (APM) y cuyos documentos fueron elaborados en la morgue judicial del Hospital San Roque10. Me interesaba mostrar a partir de la documentación, cómo el tratamiento de los cadáveres11 de asesinados por la represión fue plasmado en los documentos sosteniendo una articulación entre cuerpo, violencia y escritura12la configuración de un cuerpo escrito atravesado por el lenguaje y por la violencia, producido por terceros que podían omitir, modificar sus cualidades.
Luego del llamado giro encarnado,13 se comprende que el cuerpo se configura en y como un entramado de discursos encargados de trazar ámbitos de tensión y definición de la identidad, atendiendo a los marcos de época. De este modo, como plantea Torras (2013), el tratamiento del cuerpo acaba siendo la concreción de una interpretación representativa, una fijación transitoria en un mapa intertextual. ¿Qué implicancias tendría esta perspectiva al momento de pensar en los indicios ofrecidos por los documentos de la morgue?, ¿cómo podría la violencia presente en esos cuerpos evidenciarse en el documento? y más aún, ¿cuál era mi rol como investigadora para hablar sobre el rastro de esa ausencia?
En líneas generales, el ingreso de una persona fallecida a la morgue es registrado por los morgueros en el llamado -por ellos- “libro de la morgue”, originalmente un libro matriz de la cárcel donde se consignaban datos sobre el delito cometido y el imputado14.
Una vez que la persona fallecida era registrada, comenzaba la confección de los “sobres de morgue”, documentos que conforman la serie denominada en el APM como “Protocolos de autopsia”. Dichos documentos contienen información respecto de las muertes de “etiología dudosa”, cuyas causas deben ser esclarecidas15.
Los documentos a los que accedí condensan actores y procedimientos expresados en elaboraciones burocrático-administrativas a los fines de ingresar el cadáver a la morgue, realizar su autopsia y luego entregarlo una vez identificada la causa de muerte. Trabajé con 1203 “sobres de morgue” elaborados en 1975 y con los registros para el mismo año del “libro de la morgue” -1241 ingresos- digitalizado en el APM.
A partir del análisis de esa documentación, mis interrogantes giraron en torno a ¿cómo puede “leerse”, a través de esta escritura, la violencia escrita en esos cuerpos y, en términos generales, el trato a los “enemigos” una vez muertos?, ¿qué indicios puedo encontrar en la escritura vinculados con el asesinato?, ¿de qué modo se daba el tratamiento de los cadáveres en esas circunstancias?
En relación a ello, me centré en dos indicios al abordar la triangulación entre cuerpo, violencia y escritura. El primero refirió a los “cadáveres de la represión”. En las entrevistas realizadas16 durante la investigación, dicha categoría nativa se tornó recurrente, siendo utilizada por los morgueros para definir a los cadáveres que “se encontraban destrozados”, que daban cuenta de la alevosía del asesinato dadas las marcas de tortura y laceraciones varias y lo que llevó a preguntarme por un modus operandi, donde las lesiones podrían dar cuenta de la firma (Segato, 2013) de los perpetradores como parte de estas escenas.
Dichos “cadáveres de la represión” me llevaron a considerar un modo de relación entre el cadáver y el contexto político. En un contexto de prácticas represivas y atendiendo a una escalada de violencia que tomaba cada vez más fuerza, ciertos cadáveres adquirieron características particulares, al punto tal de recibir en la morgue una nominación propia.
La segunda cuestión a analizar tuvo que ver con categorías que aparecían en los documentos pertenecientes a cada una de las series: las “causas de muerte” del “libro de la morgue” y la “forma en la que se produjo” en uno de los documentos elaborados por los morgueros en los “sobres de morgue”.
Aquí registré en cada categoría formas de nominación que me permitieran dar cuenta de la violencia cometida y de los modos de construcción del “enemigo”. A modo de ejemplo, refiero aquí a algunas de estas menciones compartidas por ambas categorías17. El “enfrentamiento extremista” se consigna a partir de junio de 1975, al igual que “herida de bala y quemado” y “enfrentamiento con la policía”. En agosto se registra la forma “estallido de bomba” y “ajusticiado”. “Ejecución” y “ejecutado en la puerta de la casa”, aparecen en agosto y diciembre. Esto puede leerse en consonancia con el recrudecimiento de la violencia desde la llegada de Telleldín18 al Departamento de Informaciones D2 de la Policía de la Provincia de Córdoba19, como también a la intervención de Lacabanne20 desde septiembre de 1974 hasta septiembre de 1975.
Noto que hay menciones donde se hace foco en el hecho, mientras que en otras se pareciera focalizar en el sujeto. En relación a lo primero, en menciones como “enfrentamiento”, “atentando”, “ejecución”, el eje es el hecho, mientras que en “ejecutado”, “ajusticiado”, “ejecutado en la puerta de la casa”, lo es el sujeto. Ello me permitió comprender que la inscripción de esas muertes en la documentación estatal colaboró en la construcción de una identidad “extremista”. Así, el “enfrentamiento extremista” era un hecho “extremista” porque lo eran los sujetos participantes, aunque no se los nombrara. Asimismo, formas tales como “se tiró a un aljibe”, “lo encontraron en un basural”, “herida de bala y quemado” me resultaron llamativas dadas las “metodologías” de asesinato consignadas en los diarios de la época21.
Atendiendo entonces a lo narrado hasta aquí y a los interrogantes en torno a cómo narrar la muerte, para qué y qué cuestiones éticas aparecen en el proceso, quisiera referirme a lo siguiente.
Trabajar sobre la documentación producida por el Estado puede transformarse en una potente herramienta etnográfica que permite acceder a una de las formas en las que éste ejerce su poder, transformando y generando (Muzzopappa y Villalta, 2011). Mi investigación me permitió, de hecho, ver una de las formas del ejercicio soberano del Estado, configurando identidades y moralidades -pienso aquí en la causa de muerte “ajusticiado”- que responden a contextos sociopolíticos específicos. Estos modos de construir identidades desde la muerte me llevan a considerar una dimensión productiva de ésta última, como también atender a la vida política del cadáver (Verdery, 1999) en la que el cuerpo se torna un locus de sentidos que interfieren en el mundo de los vivos, adquiriendo un modo de existencia “otro”, donde la ontología taxativa entre lo vivo y lo muerto pareciera eclosionar a partir de aquello que los muertos (nos) siguen generando (Despret, 2021). Ahora bien, ¿qué cuestiones éticas y metodológicas puedo problematizar a partir de ello?
En el análisis de la documentación el protagonista fue el cadáver, vuelto un cuerpo escrito y cuya descripción implicó que haya sido “leído” por médicos, morgueros y forenses. Una descripción a partir de la cual inclusive yo puedo “leer” modos de tratamientos específicos sobre esos cadáveres.
Esta operación analítica genera, a mi entender, un primer brete metodológico y ético, que deviene inclusive de la ya ampliamente teorizada crítica a la autoridad etnográfica22. El ejercicio de escritura y el acto interpretativo para que dicha escritura etnográfica sea posible, es complejo. La interpretación es una práctica que interpela por definición. Realizar una investigación etnográfica donde las personas con las que trabajamos se hacen presentes a partir de los rastros documentales que otros han producido sobre ellos, da cuenta de que lo expresado ya fue interpretado por alguien en su escritura, luego interpretado por los entrevistados en esta investigación y por mí posteriormente, dando lugar a una “interpretación de la interpretación”.
En este sentido, esa práctica interpretativa se comprende, a su vez, a partir de un proceso de traducción en un sentido político (Spivak, 2002), siendo que en la traducción se produce no solo una interpretación, sino que en esa interpretación-traducción se produce la construcción del otro y de lo otro, sesgado desde coordenadas que lo dotan de sentido a partir de lugares de enunciación específicos. También en esa configuración del otro se produce el espacio que me acerca o que me aleja a esa otredad, que ha sido previamente interpretada y traducida en la lectura de esa escritura hecha por otro. Es decir, en nuestro relato etnográfico la parcialidad propia de la interpretación-traducción a partir del trabajo con documentos, parece ser un riesgo de hecho, atendiendo a qué, más allá de la relevancia de la perspectiva del actor (Guber, 2005), ella también es una construcción del investigador y aunque la etnografía privilegie siempre las voces nativas, muchas veces las mismas -como en el caso de los documentos- se encuentran ya previamente mediadas. Asimismo, ese mismo relato etnográfico mediante el proceso de la interpretación-traducción, es también el lugar de la construcción de la otredad y de los espacios de cercanía y de diferenciación con esos otros.
Del trabajo con estos documentos y su interpretación-traducción se desprende también algo no poco relevante para nuestro ejercicio de reflexividad: los pudores y temores producidos tanto por dicho proceso de interpretación-traducción, como también por los usos de la información, atendiendo a que más allá de los criterios de confidencialidad propios del APM23, mucho de lo que escribí, analicé, interpreté refiere a aquellos “que ya no están”. Muertos con los que generé cierta familiaridad aun sin conocerlos, y a quienes no se les puede consultar que piensan, que sienten, de aquello que están escribiendo sobre ellos. No hay derecho a réplica. Es aquí donde se torna necesaria una ética del cuidado sobre esos otros, que se manifiesta tanto en la rigurosidad del trabajo etnográfico, como en el proceso mismo de la reflexividad donde estas cuestiones emergen como dimensiones que deben ser, cuando menos, explicitadas y problematizadas, atendiendo a que esos otros, aunque muertos, nos están diciendo algo y se convierten en interlocutores necesarios en el proceso de construcción del conocimiento. Asimismo, si entendemos que todo proceso etnográfico refiere a su vez a una dimensión ética, comprendemos que en ese proceso de interpretación-traducción se torna relevante considerar una ética del cuidado que, tal como señalara antes, refiere a su vez no solo a la presencia constitutiva de la otredad que nos “dice algo” sobre un universo específico, sino también a su referencia y narración en los procesos de indagación e investigación etnográfica. No hay proceso interpretación-traducción que no descanse sobre una posición de enunciación que es, a su vez, ética. Y si la ética está referida a una otredad que no solo aparece, sino que es referenciada y nombrada en el proceso de indagación -y en este caso, de producción de conocimiento- entonces una ética del cuidado en el referenciar y nombrar lo otro, en la interpretación-traducción se torna acuciante.
Asimismo, en mi investigación dichos muertos se volvieron estadísticas. Allí devino la incomodidad, latente y constante, de ser consciente de que lo que subyacía a cada uno de esos números y porcentajes eran vidas de personas. En ese sentido, la construcción e interpretación del dato estadístico, se configuró, si, como algo necesario en términos metodológicos y analíticos, pero también como interrogante: ¿qué cuestión ética nos interpela en el proceso de volver un número a un sujeto? ¿hay una ontología que se modifica? ¿hay cualidades que se pierden en esa transformación o hay un fin último -la construcción de un saber- que lo justifica?
A partir del trabajo con la documentación, comprendí que, en relación al tratamiento del cadáver, en las instituciones que participan de ese proceso y en los documentos que producen, la identidad atraviesa un proceso de desmembramiento24, de de-subjetivación (Dziuban 2016), como si fuera una autopsia semántica donde cada institución dice “algo” sobre esa identidad, sin abordarla ninguna en su totalidad. ¿Esto no sería acaso otro modo de violencia? ¿u otro modo de “eclosión ontológica”? Una autopsia semántica en dónde cierta totalidad de la otredad no es referenciada ni narrada, algo que si pretendería, según venimos comprendiendo, una ética del cuidado en el proceso de interpretación-traducción. El cadáver seccionado en la autopsia ¿lo es también en el circuito burocrático que realiza? Y entonces, me pregunto si en nuestro proceder interpretativo -atendiendo inclusive a las complejidades ya enunciadas- en la construcción que hacemos de los rastros escritos para identificar un sujeto, ¿será que colaboramos, humildemente, a revertir ese proceso de desmembramiento? En una de sus obras más conocidas, Experiencia y pobreza, Benjamin (1989) señala que no hay mayor injusticia que la experiencia que no puede ser narrada. La imposibilidad narrativa anula la posibilidad de justicia, en el sentido de que no puede generar una experiencia, que, por definición, debe ser compartida con otros. En los sujetos silenciados, asesinados por las prácticas represivas, tal vez -y solo tal vez-, nuestra interpretación se vuelve un modo posible de hablar y de ser escuchados. Y así, quizás, la interpretación “nos da un respiro”, ético y político.
Esta primera escena me lleva a pensar también en otra arista de la responsabilidad política y ética que el estudio del tratamiento de cadáveres significa. Encuentro nodal el análisis de la configuración del “extremista” -un modo de enunciar al “enemigo”- en la documentación trabajada. Ello, atendiendo a que los sentidos desplegados en la construcción de la identidad hablan del ejercicio de un poder soberano que nos recuerda que ciertos mecanismos occidentales, modernos y coloniales no han quedado en el pasado, sino que se han visto actualizados en periodos históricos específicos en América Latina, como lo fue la última dictadura cívico-militar en Argentina. Así, considero relevante el planteo de Rafecas (2021) cuando señala que los genocidios se encuentran vinculados a la tradición cultural y tecnológica de occidente. En cada masacre, los represores se sirven de diferentes elementos para manipular escenarios políticos locales. En ese sentido, tal como plantean Anstett et al. (2013), “la suerte del cuerpo y particularmente del cadáver (…) nos parece constituir verdaderamente una clave para la comprensión de procesos de producción de violencia de masa” (p. 12).
También hay en el cadáver un resto que nos interpela, asedia y persevera, que vuelve como una sombra o una promesa (Rinesi, 2019) y que genera emociones, recordándonos los propios patrones éticos que como investigadores/as poseemos. Sobre estas cuestiones me centraré a continuación.
Escena 2. En la sala de autopsias
En agosto de 2018 y en el marco de la investigación presentada, me dirigí al Instituto de Medicina Forense ubicado en barrio General Paz -barrio que colinda con el centro de la ciudad- habiendo acordado una entrevista con Pedro, médico forense, para conversar sobre los “sobres” y el “libro de la morgue”. Dado que la escritura de estos documentos es muy técnica, estandarizada y hasta “críptica”, necesitaba un interlocutor que me ofreciera claves de lectura para comprenderla.
La conversación transcurrió en una sala del edificio, luego de haber presenciado una charla que mi entrevistado ofreció a un grupo de estudiantes de Derecho. La entrevista resultó ser “semiestructurada” ya que había cuestiones puntuales que quería conocer, pero atenta a la aparición de otras dimensiones que me ayudaran a comprender las lógicas de funcionamiento de la morgue.
Entrada la tarde, hicimos un recorrido por el instituto -donde actualmente se encuentra la morgue judicial-, culminando en la sala de autopsias. Allí, además de dos médicos, en la mesa de autopsias se encontraba un hombre de aproximadamente cincuenta años ingresado luego de recibir un disparo -aparentemente autoinfligido-, por lo que se debía realizar el procedimiento para esclarecer la causa de muerte.
“Si tanto te llaman la atención los muertos, te invito a que te quedes”, me dijo Pedro. Muy poco convencida, acepté y me instalé en una silla a una distancia prudencial del cadáver y de los forenses, para que trabajaran tranquilos y para -la verdad sea dicha- no sentirme yo tan afectada (Favret-Saada, 2014) por lo presenciado.
Entre preguntas, silencios y mi mirada atenta, la autopsia se fue desarrollando. El bisturí -o algo que para mí era un bisturí- atravesaba el cuerpo, haciendo cortes y tajos sin que me generara gran impresión. Esto continuó así hasta el momento donde los forenses debían encargarse del rostro del cadáver. La posición de mi cuerpo cambió, las manos me sudaban frío, mi estómago se revolvió. Ese era un límite. El mío. El procedimiento continuó según el protocolo. Me retiré al anochecer y sin pensar mucho en el asunto, aunque en los días siguientes mi rechazo a comer carne me recordaría lo sucedido.
En relación a esta escena, en términos metodológicos y éticos -separación que en la etnografía es, cuanto menos, problemática- hay dos cuestiones que me interesan traer a colación. Una en el momento del “durante” y otra en el momento del “después”.
En relación al “durante”, me detengo en preguntarme por aquello que, en esas circunstancias, me significó el rostro, distinto a las otras partes del cuerpo: ¿por qué no pude mirar su cara al momento de ser intervenida en la autopsia? ¿hubo algo del orden de lo ético en mi (in)capacidad de observar?
En relación al “después”, me detengo en las emociones y afectos que me produjo ese hecho los días siguientes, considerando mi repugnancia ante el consumo de carne. Me resulta relevante indagar en el modo en que estas sensaciones traman éticas y políticas -de manera situada y en relación a marcos previos, culturales y compartidos- en el proceso mismo de demarcación de distancias con el otro que ciertas afecciones nos producen.
El “durante”: el rostro de los otros
En su libro Rostros. Ensayo de antropología, Le Breton (2010) plantea que el rostro significa “el lugar originario donde la existencia del hombre adquiere sentido. En él, cada hombre se identifica” (p. 16). El rostro constituye así el lugar de lo propiamente humano, donde la subjetividad se materializa en la marca de su individualidad. Asimismo, “el rostro encarna una ética, exige responder por los propios actos” (p. 17). ¿Qué actos serían éstos en la producción de conocimiento etnográfico, en esa sala de autopsias? ¿Qué sentidos se pusieron en juego en mí, culturales y éticos, en el momento de observación del procedimiento forense?
Las asociaciones entre rostro, subjetividad y ética se remontan a perspectivas de indagación tanto filosóficas como antropológicas. En sus escritos, Lévinas (2003) sostenía que la subjetividad solamente podía ser entendida en la experiencia del otro como totalmente otro. Ese otro, para Lévinas, era el rostro, el cual se nos impone en su propia voluntad, emergencia y significado. Él me hace responsable de sí mismo, mediante una expresividad que excede toda lingüística, dándose en la pura sensibilidad. Lo que me hace entonces un sujeto, es el hecho de que soy responsable por ese otro que me demanda a partir de su rostro, comprometiéndome éticamente. El planteo de Lévinas, es un planteo ético en tanto la expresión de lo otro como un rostro me demanda, interpela y obliga moralmente. En una línea relativamente similar -pero no igual- Sartre (1970) señalaba, antes de su teoría existencialista de la mirada, que en cuanto yo como sujeto individual no puedo acceder a mi propio rostro de manera constante -pues se me aparece como oculto, no me veo a mí misma como en un espejo la totalidad del tiempo- serán los rostros de los otros los que me recuerden de mi propia existencia y de la existencia de esa otredad.
Atendiendo a estos planteos, lo primero que retomo es que el rostro constituye, por un lado, un reducto de la subjetividad, de aquello que me constituye como humana y como persona. Por el otro, me refiere que aquello que configura al rostro como subjetividad, no es algo individual, sino que el reconocimiento de que yo soy una persona deviene de reconocer(me), de hecho, en el rostro del otro. Es decir, la subjetividad es un acto procesual en el que intervienen los otros y donde se da, a su vez, un proceso de reconocimiento. Yo me reconozco como yo, a partir de reconocerme en el otro y de reconocerlo como tal. En este sentido, pienso que al momento de la autopsia ese rostro me recordó tanto el carácter humano de ese otro, como también mi propio carácter de semejante, de saberme también humana, y por ende vulnerable, en ese acto de “espejo”.
En relación a la semejanza, Le Breton (2010) plantea al rostro como un locus que se nutre de los valores y sentidos de la comunidad social a la que pertenece. Le Breton refiere a que el rostro “es a la vez semejanza y discernimiento. Semejanza porque remite en espejo a la familiaridad de los otros rostros de su grupo; discernimiento porque, a pesar de todo, algo en él permanece irreductible” (p. 118). En este sentido, para el autor,
A través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda certeza la diferencia íntima que distingue a uno de otro. Al mismo tiempo, los movimientos que lo atraviesan, los rasgos que lo dibujan, los sentimientos que emanan de él, recuerdan que el lazo social es la matriz sobre la cual cada actor, según su propia historia, forja la singularidad de sus rasgos y expresiones. Todo rostro entrecruza lo íntimo y lo público (p. 119).
Comprendo que mi límite en la observación se produjo al momento de considerar que, en el rostro de ese otro también humano -y que se me volvió tal al momento de ver su rostro-, el bisturí operaría como -metafóricamente- la destrucción de esa humanidad, una humanidad que también es mía. Y observar la destrucción de lo humano es algo que constituye también un límite ético, e inclusive, algo que pocas veces puede observarse o narrarse.
En torno a la vulnerabilidad, rescato las palabras de Butler (2006) cuando sostiene que
Cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad de nuestros cuerpos, como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición. La perdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición (p. 46).
Encuentro aquí una idea de construcción de la corporalidad que remite a un estado de vulnerabilidad, la cual se produce en parte porque el propio cuerpo se encuentra en presencia de “un afuera” y en presencia de otros. La vulnerabilidad del cuerpo ¿se expresó en ese cadáver, y en dicho acto, me recordó mi propia vulnerabilidad? Si la respuesta es positiva, continuando con el argumento y atendiendo a que la vulnerabilidad posee intrínsecamente implicancias éticas -ya que ante la vulnerabilidad se pretende un determinado cuidado-, ¿se compone ese cadáver de sentidos éticos, por el hecho mismo de expresar la vulnerabilidad de lo humano?
Lo que me resulta interesante, es que tal como sucedía en la primera escena relatada, el cadáver sale del lugar pasivo y manipulable para ocupar el espacio de aquello que irrumpe, (des)articula, produce sentidos. Del mismo modo en que la muerte presenta una dimensión productiva, el cadáver también (me) produce cosas.
Volviendo entonces a las preguntas señaladas arriba: ¿qué actos son aquellos por los que debería responder en la producción de conocimiento etnográfico, en esa sala de autopsias? ¿qué sentidos se pusieron en juego en mí, culturales, éticos, en el momento de observación del procedimiento forense?, considero que, en primer lugar, no puedo dejar de considerar que ese otro, aunque muerto, sigue siendo otro, y que, al formar parte de mi trabajo de campo, se torna “activo” en ese conocimiento que produzco. Asimismo, al ser un sujeto, hay algo del orden de lo humano que debe ser resguardado, respetado, por más que ese otro no tenga, como decíamos, su “derecho a réplica”. Y es en ese ser resguardado, al momento también de ser referenciado y narrado, que se requiere de una ética del cuidado.
Asimismo, entiendo que aquello que se puso en juego en ese rostro, fueron mis propias concepciones -también sociales-, sobre la vulnerabilidad y sobre lo que el trabajo con la muerte y los cadáveres significa, atendiendo a que, en mi marco cultural occidental, la muerte se corresponde también con lo sagrado y todo lo que atente contra ello se vive como una profanación (Ariès, 2008).
Ello, sin dejar de considerar que el mismo trabajo de campo y la misma producción etnográfica de conocimiento, nos vuelve vulnerables ya que hace que los/as investigadores/as permanezcamos inmersos en aquello que queremos conocer. Y ese estar inmerso, por la misma condición de observadores participantes, nos vuelve, aunque no iguales, si semejantes, recordándonos que estamos previamente significados.
El “después”: el muerto, la carne y la repugnancia
Ya fuera de la sala de autopsias, en mi hogar mi pareja tenía ya la cena lista: carne al horno y ensalada. Comí solamente la ensalada, con la carne no pude. Pensé que esa sensación -asco, repugnancia- era producto de lo inmediato de los hechos y que al día siguiente pasaría.
Ya habían transcurrido unos días y yo no podía comer carne. Olerla me daba nauseas. ¿Qué era estaba sucediendo? ¿Podía ser “consecuencia” de lo sucedido en la sala de autopsias?
El llamado giro afectivo plantea que la emoción, los afectos, generan la afectación (Ahmed, 2015) de mi propio cuerpo y el de los otros, atendiendo a que, como elemento relacional, se construye de manera dinámica y fluida. ¿Qué pasó en esa sala de autopsias que me afectó al punto de generar una reacción, un efecto concreto, en mi propia corporalidad? ¿Qué de ese cadáver afectó, modificó, mi propio cuerpo?
En La política cultural de las emocionesAhmed (2015) explora cómo funcionan las emociones para moldear las “superficies” de los cuerpos individuales y colectivos. Los cuerpos adoptan justo la forma del contacto que tienen con los objetos y con los otros25. No obstante, continua Ahmed, esto no debe confundirse con pensar a la emotividad como una característica de los cuerpos individuales o colectivos, sino que de lo que se trata, es de reflexionar sobre los procesos mediante los cuales "ser emotivo" o “ser afectado” es parte de algo que se construye en relación con el vínculo o la presencia del otro. Centrándose particularmente en la repulsión26, Ahmed plantea:
La comida es significativa no solo porque la repugnancia es un asunto de gusto así como de tacto -como sentidos que requieren cercanía con lo que se contacta-, sino también porque la comida se "lleva al" cuerpo. El miedo a contaminarse que provoca la náusea de las reacciones de repugnancia hace que la comida sea la "materia prima" de la repugnancia (p. 134).
La carne se volvió para mí el significante que condensaba lo significado por el cadáver, la referencia a algo que contamina, repugna, que no es cotidiano porque nos repele. En la autopsia opté por no sentarme cerca y alcanzaba con ver la cara de asco de mis interlocutores cada vez que les contaba mi experiencia. De este modo, sentir repugnancia no es solamente un estado interior o psíquico; las náuseas, el gesto de asco que aparece en la cara, implica que la repugnancia, en los términos de Ahmed, hace un trabajo sobre los cuerpos mediante la transformación en sus superficies.
Asimismo, vale para el análisis el planteo de Figari (2009), quien señala sobre la repugnancia en relación a lo abyecto27, que
Lo repugnante según Nussbaum (2006), nos sitúa en el campo del asco, de aquello que nos remite a lo pútrido de la muerte, al no ser y a la falta de humanidad. El asco es la forma primordial de reacción humana a lo abyecto. El asco representa el sentimiento que califica la separación de las fronteras entre el hombre y el mundo, entre sujeto y objeto, entre interior y exterior. Todo lo que debe ser evitado, separado y hasta eliminado; lo peligroso, inmoral y obsceno entra en la demarcación de lo hediondo y asqueroso (p. 133).
Partiendo de allí, es importante considerar que las emociones también se desprenden del contexto cultural del investigador. El asco me remite a lo pútrido de la muerte. Por más que la objetive, que me genere interés, la muerte conduce a lo pútrido, lo contaminante, lo asqueroso. El asco opera, así, como distancia.
Lo interesante es que la repugnancia ejerce el efecto contrario al de reconocerme en el rostro del otro de la misma especie. Allí, algo me acerca. Aquí, esto me aleja. Y más aún, ambas cuestiones, lo que me acerca y lo que no, se desprenden del mismo hecho, presenciar la autopsia de un desconocido.
En este punto, reflexiono en cómo se trama ya no solo la dimensión política y ética de las emociones -algo extensamente trabajado por Ahmed-, sino cómo en este proceso de cercanía y lejanía se establece un modo de construcción de la otredad, objeto por excelencia de la disciplina antropológica y dimensión nodal de lo político y de lo ético. Hay ética y hay política, porque hay otro. Y si hay otro, hay una responsabilidad en el ejercicio de una ética del cuidado, que no solo reconoce al otro, sino que le dota también de cierta existencia en los procesos de construcción de conocimientos en el momento en que ese otro es nombrado, referido.
Asimismo, el otro no es totalmente otro, pero tampoco soy totalmente yo, la matriz nosotros/otros -vivos/muertos- se construye en una trama donde reconozco tanto la vulnerabilidad como la repugnancia. Si llevara el argumento al extremo: ¿en cuánto de lo político, hoy, aparecerá la vulnerabilidad y la repugnancia, aunque no se expliciten como tales? Y si estas expresiones subyacen -en ciertos discursos- y no son dichas, ¿no es nuestra función como etnógrafos/as volver visible lo invisible, ponerle nombre a lo no dicho?
Hilando reflexiones y reflexividades: Cierres que abren
Schuch (2013) plantea que cualquier discusión que se genere sobre la ética en las investigaciones antropológicas y en las producciones etnográficas, debe considerar la multiplicidad de dominios, espacios y campos donde la ética se hace presente en la antropología.
Atendiendo a ello, en las escenas ofrecidas para este artículo, se partió de los siguientes interrogantes para construir posibles respuestas: ¿cómo se escribe sobre los muertos? ¿qué de ellos nos interpela? ¿qué legitimidad existe en nuestro relato al hablar sobre lo ausente o la ausencia?
Un modo posible de esa escritura sobre los muertos refiere entonces a buscar sus rastros a partir de la indagación de documentos, los cuales indicios para comprender las trayectorias de esos cadáveres, las formas de nominación y en el caso que me convoca, las formas de construcción de cierta identidad en un periodo determinado, donde la violencia se entrecruza con el cuerpo y con la escritura. Ello, atendiendo a que, en la búsqueda de las relaciones tramadas entre antropología y ética, cuando el objeto es la muerte y la violencia el proceso de interpretación que atraviesa la etnografía con documentos se encuentra ligada a “en primer lugar dar cuenta de qué valores morales recubren a la misma en nuestras sociedades, en segundo lugar, en el contexto argentino y en tercer lugar para los que fueron sus protagonistas”. (Tello, 2013, p. 180).
Los elementos que interpelan éticamente en ese proceso a mi trabajo como investigadora van desde los “pudores” propios que se desprenden de los mismos marcos culturales y los sentidos prefigurados sobre la muerte y los muertos que me atraviesan, como también -en términos analíticos y metodológicos-, lo explicitado en torno a las complejidades que subyacen a todo proceso de interpretación y de traducción de lo elaborado por terceros, atendiendo a las interpretaciones que mediaron a lo largo de mi trabajo de campo y a la necesidad de construir, ejercer, una ética del cuidado.
En este punto es relevante mencionar que existen diversas fuentes bibliográficas referentes a la ética en las ciencias forenses. En este sentido, podemos pensar que los aportes éticos e inclusive en las últimas décadas bioéticos, desarrollados por autores tales como Ginarte (2016) y Squires y García-Mancuso (2021), aunque más ligados al ámbito de la antropología forense, nos permiten pensar en la responsabilidad que implica el proceso de trabajo con el muerto, de la testificación de lo evaluado y del cuidado al momento no solo de la pericia, sino también al momento de ofrecer la información a familiares y allegado.
En su texto “Hacia una reconstrucción de las identidades desaparecidas”, Perosino (2012) menciona que una persona muerta no deja de pertenecer a un núcleo social determinado. Considerar que ese cadáver no solo pertenece a una determinada comunidad -la del “enemigo”, en el caso de la primera escena-, sino que continúa portando condiciones que hacen a esa construcción de la alteridad, posibilitó pensar en la vida política del cadáver (Verdery, 1999). La dimensión de una ética del cuidado que ello ofrece, es en parte aquello que Benjamin refería como la posibilidad de la narración de la experiencia, de eso sucedido a otro sobre lo cual ese mismo sujeto no puede testimoniar, pero a lo que quizás desde nuestra indagación etnográfica podamos poner palabras. Pues tal como decíamos antes, ¿no es acaso nuestra tarea como antropólogos/as, la de visibilizar lo no visible, la de poder narrar lo no dicho?
Asimismo, la consideración de que el cadáver poseía una vida política, implicaba no solo lo que se hizo con determinados cadáveres, sino también pensar en aquello que esos muertos generan en nuestras propias vidas (sociales y colectivas), es decir, preguntarme por aquello que nos hacen hacer, sentir y pensar a los vivos (Despret, 2021).
En este sentido, como señalara Benjamin, la política -y la ética, pues son esferas indisolubles (Arendt, 2007)- a veces trata más de lo muertos que de los vivos. En ello comprendo que se genera una comunidad donde ambos se definen y significan mutuamente en un entramado ético-político que es también histórico, social y cultural. Y es justamente ese entramado que los/as antropólogos/as coadyuvamos a descifrar en nuestros procesos etnográficos y en nuestros trabajos de campo.
Es en ese “descifrar” que el trabajo interdisciplinario se hace presente. Aunque este escrito no versó sobre lo que significa éticamente trabajar con otras disciplinas en el campo -al menos no directamente- si me permitió considerar la necesidad de otros marcos epistemológicos -como los de la filosofía- para indagar en torno a las prácticas éticas que atraviesan el propio ejercicio disciplinar y de reflexividad.
A partir de ese ejercicio de reflexividad donde la misma filosofía se cuela en los sustratos epistemológicos de nuestro ejercicio, se hace posible comprender que, tal como se planteó en la segunda escena, en el trabajo etnográfico se genera un proceso de identificación y de diferenciación que puede adquirir diversas connotaciones, emociones y afectos. En mi caso el rostro marca la semejanza con el otro, en mi-su humanidad y en mi-su vulnerabilidad, mientras que la repugnancia me diferencia de lo pútrido de la muerte que ese otro, su cadáver, me representa.
Comprendo que estos marcos analíticos e interpretativos que aplicamos para indagar en los modos de construcción de estas semejanzas y distancias, que estos procesos ligados al prurito propio de la muerte que se hace presente, refieren a los modos en los cuales ésta se vive en nuestras sociedades occidentales (Ariès, 2008).
De todo lo analizado hasta aquí, se desprende que hay una responsabilidad ética para con el otro -vivo o muerto- dado que, a priori y a posteriori se presenta algo del orden de lo obvio, pero no por ello menos importante. Sin ese otro, nuestra construcción de saberes desde una perspectiva etnográfica no sería posible. Y esto indefectiblemente nos obliga a reflexionar sobre las propias posiciones éticas al momento de realizar el trabajo de campo, donde no solo reconocemos que hay otro, sino en los modos de reflexionar sobre cómo lo nombramos, lo referimos en el proceso y que lugar le otorgamos en el mismo.
Y a su vez, porque al menos en la temática aquí abordada y en la investigación sostenida hay también un compromiso político y ético con las víctimas de los actos de violencia.
Aquello que la etnografía ofrece en la búsqueda de indicios en la documentación, es una manera de materializar dicho compromiso. Asimismo, ello implica, tal como señala Tello (2013), que los/as antropólogos/as también entramos en contacto a menudo con las lógicas, esperanzas y expectativas de otros campos disciplinares inherentes al tema estudiado, como también con las lógicas, esperanzas y expectativas de las comunidades con las que interactuamos en un proceso conjunto de construcción de conocimientos.
Tal como se dijo antes, escribir sobre la muerte y los muertos, no es fácil. Genera dolor, miedos -éticos y metodológicos-, pudores. Sentir que una va “persiguiendo” los rastros de esos muertos tampoco es tarea sencilla. ¿Cómo nombrarlos?, ¿qué y cómo contarlo?, ¿y para qué volver a escarbar sobre algo tan doloroso? Es en estas dimensiones de la narración y de ese “escarbar” donde el compromiso ético de nuestra profesión se vuelve acuciante.
Para finalizar, queda atender a que el rastro que deja la muerte, en los documentos de la morgue o en la mesa de autopsias, es, además, un resto, configurado desde lo fragmentario, desde aquello que ahora está ausente, oculto y que remite a los sentidos de una antropología que permite (o intenta) narrar lo inenarrable, hacer presente lo ausente. Compartir esa experiencia de lo ausente es lo que posibilita, tal como señalara Benjamin, que la justicia se haga presente.